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FILMS SELECTOS
(1930-1937)
M.ª Luz Morales
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
El arte de acabar…………………………………………………………………..5
Las «vamps»………………………………………………………………..…….9
Las feas del cine………………………………………………………………....11
La voz no escuchada………………………………………………………….....13
La risa fotogénica………………………………………………………………..15
El redactor……………………………………………………………………….17
Trapos viejos y nuevos…………………………………………………………..21
Fotogenia……………………………………………………………………..…23
La estrella y la sombra…………………………………………………………..25
Música y ruido…………………………………………………………………..27
¿Mudo?… ¿Sonoro?………………………………………………………….…29
El detalle en el cine……………………………………………….…………..…31
Prehistoria……………………………………………………………………….33
El primer beso………………………………………………………………...…37
Esplendor y ocaso de Max Linder……………………………………………....41
La chica de los tirabuzones……………………………………………………...45
Este buen Charlot……………………………………………………………..…49
La Rémora del Adjetivo…………………………………………………..……..53
Aplauso y protesta en el cine…………………………………………………....55
Perros en la pantalla………………………………………………………….….59
El gran robo del tren………………………………………………………….....63
Los enterados…………………………………………………………………....67
¿Qué es el cine?……………………………………………………………...….71
La Mujer y el Cine……………………………………………………………....77
La polémica del cine……………………………………………………...……..79
Miseria y esplendor del cine italiano……………………………………………81
¡No soy fotogénica!……………………………………………………………..87
La primera gran estrella americana fue francesa…………………………….….91
Estrella a la vista………………………………………………………………...95
John Barrymore y las mujeres de Shakespeare……………………………...…101
Paralelos………………………………………………………………………..105
Adiós al film del Oeste………………………………………………………...109
Justicia hollywoodense…………………………………………...…………....111
La moda en Hollywood…………………………………………………...……113
Quién es Betty Boop…………………………………………………………...117
4
Escenas de amor………….…………………………………………………….119
El niño en el arte y en la pantalla………………………………………..……..121
Bimbo……………………………….………………………………………….125
Las estrellas y sus ojos………………………………………………………....129
Los que vuelven…………………………………………….………………….133
La biografía de la estrella………………………………………………………137
El fantástico epígrafe…………………………………….………………….…139
Interiores……………………………..…………………………………….…..141
La suerte de la “doble”……………………………………………………...….143
A tiro limpio……………………………………………………..…………..…145
Ellas y Valentino…………………………………………………………….…149
Sucesivos valores………………………………………………………………153
El equívoco de la «crítica»……………………………………………….…….157
La «línea» en la pantalla……………………………………………………….161
Los trapos del cine……………………………………………………………..165
Renovación – Renacimiento………………………………………….….…….169
El cine, ¿es arte popular?……………………………………………………....171
El cine y sus “monstruos”……………………………..……………………….173
Negro en blanco………………………………………………………………..177
El héroe y la masa…….……………………………………………...……..….181
Un galán europeo…………………………………………………..…………..185
El arte de retratarse………………………………………………………...…..189
La última rubia………………………………………………………………....195
La danza de los dólares………………………………………………………...199
Evocación del cine escandinavo…………………………………………….....203
Los “ruidos” de Hollywood………………………………………………...….207
Evocación del cine escandinavo………………………………………..……...211
Evolución de unos trapos………………..………………………………….….215
Anacronismos…………………………………………….………………...….219
Bañistas en el agua y en el lienzo……………………………………………...223
La mujer en el cine……………………………………….….……………..…..227
Conversaciones con Cecil B. de Mille…..………………………………….….235
La última aventura de Jean Harlow………..……………..……………….…...259
5
ELARTE DE ACABAR
RITA LA ROY Y ROD LA ROQUE EN LA PELÍCULA SONORA RADIO «THE DELIGHTFUL ROQUE».
Parecía que todas las formas de besar habían sido ensayadas:
sin embargo creemos que después de ver esta escenita de la película Radio «El Poeta Enamorado»
cualquiera admite que Rod La Roque es un innovador. Quien se presta a la innovación es Rita La Roy
—CUANDO en la pantalla se besan él y ella (los dos protagonistas), temed.
Tras de ese beso traidor, verdadero beso de Judas, se esconde la palabra «fin».
Esta aguda observación cinemática, leída hace tiempo en una crónica
americana, vuelve a mi memoria evocada por esa encuesta que una revista
cinematográfica francesa propone a sus lectores.
El fin de una película ¿debe ser optimista o pesimista? ¿Es preciso, para que
agrade al público, que la película «acabe bien» invariablemente? Acabar bien
¿es, necesariamente, acabar en boda?
Nuestra época parece inclinarse al optimismo. Ese beso dulzón de los
protagonistas, tras el cual la palabra «fin» se esconde arteramente, es síntesis
precisa de lo que hoy se llama un film de público, o, lo que es lo mismo, de
taquilla o de caja, y así se convierte, a pesar de la poesía que el metteur en
scène lo rodea, en un «fin comercial». La gente joven, principalmente, quiere que
el film sea bueno, excelente, apoteósico (en las imaginaciones juveniles el hada
de las apoteosis viste siempre traje blanco, albo velo y flor de azahar).
6
Ello es perfectamente comprensible, ya que cuando nos queda mucho tiempo
para esperar podemos consolarnos de todo con el dicho del vulgo —también
partidario, por lo visto, de las conclusiones optimistas—, de que «hasta el fin
nadie es dichoso». Esta preferencia juvenil es también la razón que alegan los
editores de novelas blancas para exigir a los autores que casen a los protagonistas
en el último capítulo.
Pero no ha sido siempre así, y ello prueba que tal preferencia por el fin
optimista podrá ser «moda» —esto es, modalidad pasajera—, pero en manera
alguna «modo»— esto es, norma esencial.
La juventud del siglo diez y nueve, que buscando ofrecer un aspecto por
dolorosa interesante, bebía vinagre y masticaba la cal de las paredes, desdeñaba
aplaudir y aun contemplar toda obra artística cuyo fin no quedara anegado en
diluvio de lágrimas. Bernardino de Saint-Pierre, matando implacablemente y sin
excepción a todos los personajes —madre, padre, hijo e hija— de su famosa
obra, nos presenta el final obligado, solicitado —y comercial, por lo tanto—, de
la época aquella. Victor Hugo sacrificaba a sus más queridos personajes, antes,
muchas veces, de mediar sus novelas: así, al llegar al fin, el sacrificio alcanzaba
verdaderas proporciones de catástrofe.
Un poco después —las modas llegan a nosotros algo tarde—, los literatos
españoles no se contentaban con cultivar el fin desdichado en sus producciones
artísticas: los realizaban con sus propias vidas. Recordemos a Larra, a Becquer,
a Espronceda ... Y el éxito era mayor cuando el fin más lamentable. (Al revés que
ahora, que un artista no es nadie si el éxito no le corona con media docena de
automóviles, un yate y tres «villas» siquiera.)
El suicidio, en aquel tiempo, equivalía para la consideración admirativa del
gran público, a lo que hoy es la cuenta corriente en el Banco de Londres.
Resultaba, entonces, un buen negocio para el editor poseer la obra póstuma del
escritor suicida. Parece esta indicar claramente que es el vivir moderno el que
reclama y entroniza el optimismo.
Esto cae de su base si se reflexiona que el romanticismo era precisamente la
renovación, la revolución contra la tendencia contraria, si se recuerda lo
optimistas, lo «alegres» que eran los olímpicos dioses de los Griegos...
El optimismo de hoy, como el pesimismo de ayer, es, sencillamente, la
corriente del momento. Su punto de partida esta, en uno u otro caso, en las tres o
cuatro producciones primeras que, dominando en ellas una u otra tendencia,
hayan obtenido seguidamente un triunfo rotundo.
El empresario o editor, que es quien palpa las felices consecuencias, no se
detiene a considerar que estas pueden ser debidas al soplo del arte, que no
reconoce pesimismos ni optimismos, ni recurre a «fines comerciales», o a la
maestría con que el asunto, sea cual fuere, está tratado, sino que sólo atienden a
la fórmula, y según ésta, encargan y aun exigen las producciones.
7
Y estas mezclas «según arte», en que el arte interviene tan poco, ni aun en la
botica resultan felices muchas veces.
En la producción cinematográfica, se advierte, más que en ninguna otra
manifestación artística, el deliberado propósito de concluir siempre las cosas a
gusto del consumidor.
Y sucede, a veces, que el consumidor gusta de que lo contraríen más que de
que le den la razón sistemáticamente, como dicen que hay que dársela a los
locos, ya que no la tienen.
Además, por mucho que nuestro paladar agradezca un manjar determinado,
la constante repetición nos hace aborrecerlo. Además… No está del todo mal eso
de esconder la palabra «fin» tras de un beso de amor, pero en ciertas ocasiones no
resulta oportuno ni bello. Lo más razonable sería que el final de una película
fuese el que los acontecimientos de la misma, lógicamente, trajeran consigo.
Lo más artístico que se le diera el ideado por el artista —contra el empresario,
contra el artista y, muchas veces contra el mismo público—, libre y
espontáneamente; lo más real, que no tuviera «fin» ninguno… Como en la
vida…
4 de octubre de 1930
8
9
LAS «VAMPS»
Barrio Chino de la ciudad de San Francisco de California.
LAS vampiresas. Las mujeres fatales. O así, sencilla, moderna, americana y
cinematográficamente: las «vamps»...
Las «vamps», en cinematografía, son el equivalente femenino de los traidores
o villanos (también esta última denominación es cinematográficoamericana),
pero no de un modo exacto. El villano, para ser villano perfecto, tiene que ser
feo. Es esta, según parece, su primera villanía. Y ha de llevar bigote; lo que,
en Cinelandia es, por lo visto, el colmo de la fealdad...
En cambio, la «vamp»... ¡Ah! La vampiresa, la mujer fatal, halla en su
hermosura, precisamente, su fatalidad.
He aquí, por ejemplo, a Nita Naldi, personificación primera de la mujer fatal
en el cine. «Vamp» especifica. Belleza desbordante y opulenta. Belleza exótica...
en Cinelandia. Ojos negros, profundos, que mirando hieren. Y así, heridas
continuas. Miradas atravesadas. Gesto misterioso; carácter sibilino.
Es una habitante del barrio chino de Chicago o de San Francisco... Es una
leprosa cuya belleza no es sino engañoso canto de sirena... Es una dama española
o sudamericana que asiste a las fiestas de toros, y fascina a los diestros, y goza
viendo mezclada a la arena su sangre. Es el terror de las buenas esposas
peliculescas. Es la ruina de los maridos... No se ríe jamás; tan convencida está de
la gravedad de su peliculesco papel...
Cuando anda, ondula, se cimbrea y retuerce como la palmera bajo el huracán.
Cuando se sienta, adopta actitudes que, ¡claro!, para mayor distinción, son en
todo diferentes de las que en tal caso suelen adoptar las demás mortales. Viste
invariablemente trajes con anchos y largos escotes, luengas y envolventes colas,
mangas perdidas, grandes sombreros, todo ello de acuerdo con una moda
creada especialmente para uso de las vampiresas. Es irresistible. Fatal. Es...
¡pobre Nita Naldi! una pobre chica que ha tenido que abandonar
—¿temporalmente?— el celuloide, porque dio en engordar, engordar…
10
También es «vamp» la enigmática y felina Greta Garbo,
la sirena suena cobijada bajo la bandera de la Metro – Goldwyn — Mayer.
Pero también es «vamp» Greta Garbo. Y Greta Nissen. Los países
escandinavos parecen ahora especialmente pródigos en damas fatales. Y este
nombre extraño y eufónico de Greta parece, en la denominación del género, algo
así como aquí el de Carmen... ¡Greta Garbo, Greta Nissen! Enigmática y felina,
aquella... Cimbreante, impasible... Esta, parapetada en la gran importancia que le
prestan los ropajes envolventes y la cabellera revuelta y abundante de muñeca
italiana... ¡Greta Garbo, Greta Nissen!
En una y en otra, los ojos son verdes, transparentes, profundos; ojos claros
como los de las sirenas. ¡Ah! Estas suecas astutas si que no engordan. ¡Ah!
Ellas saben bien que su vampirismo, su fatalidad, reside principalmente, según
el cinelándico arquetipo, en la agilidad felina, en la figura culebreante, en los
largos brazos. Y si, alguna vez que otra, ésta o aquélla se dignan sonreír
levemente, es porque aun no sabe, ¡desgraciada!, que eso de ser «mujer fatal» es
cosa muy seria.
No se detiene, no, ante el constante y rápido rodar del film, la larga e
ininterrumpida sucesión de las «vampiresas»... Su dinastía ¿no comienza en
Francesca Bertini, sutil y complicada; no encuentra una de sus más características
personificaciones en Mae Murray, haciendo estragos, sembrando catástrofes con
su arbitrario gesto de hermosa idiota? Desde entonces, no hay principiante ni
aficionada al film que no cifre su ilusión más cara y apoteósica en llegar a ser tan
convencionalmente fascinadora como ellas,
¡Gentiles y ondulantes «vamps», nacidas del celuloide!... ¡Qué absurdas, qué
lamentables, qué ridículas serían si fuesen como se las quiere representar!…
¡Si, como tales vampiresas, como tales mujeres fatales, no fueran sólo unos
bellos mitos!
11 de octubre de 1930
11
LAS FEAS DEL CINE
LINDA, gentil, menuda y pizpireta; los cabellos rubios, cortos y alborotados,
la naricilla graciosa y ligeramente respingona, la boca chiquitita y bien dibujada,
los ojos grandes y muy abiertos a la vida —pasaron a la historia los ojos
«orientales» lánguidos y entornados—; las cejas ausentes, las pestañas muy
largas y arqueadas al «rimmel»; los miembros ágiles para la danza como para el
tennis, la equitación, el auto, la bicicleta, la natación y, a ratos, la lucha y el
boxeo...
En lo moral, dos adarmes de mujer y lo demás de muñeca mimada...
Ingenuidad de «enfant terrible» capaz de emplear, por conseguir un capricho,
toda clase de armas, desde el «flirt» a la «browning»: ¿no es éste, con corta
diferencia y escasas excepciones, el retrato de la estrella cinematográfica?...
Porque las grandes mujeres de potente belleza y atractivo fatal —es este
adjetivo predilecto de la literatura al uso— están fuera de ambiente en el
cinematógrafo. Confesamos que nuestra cinefilia prescinde por completo de las
magnas trágicas italianas para recrearse en amable visión, grata cual la de un
corro infantil de las Clara Bow, las Bessie Love, las Lillian Harvey...
Mas, aun siendo ello el mejor atractivo del cine no siempre son necesarias en
el cine las Bow, las Love y las Harvey.
El tipo obligado y encantador de la mujer menudita y gentil, de cabellos
alborotados, labios «al lápiz rojo», cejas ausentes y pestañas al «rimmel», puede
no resultar adecuado para determinado papel. Y como en el cinematógrafo la
realidad es esencial elemento, resulta que los cinematografistas se vuelven locos
buscando mujeres feas de verdad.
12
Son inútiles los anuncios sugestivos en revistas y periódicos: las deseadas feas
no acuden a ellos. La perspectiva de una remuneración crecida y de un trabajo
fácil no surte tampoco efecto alguno... ¿Acaso porque las feas prefieren trabajar
con menos provecho pero con menos peligro de exhibición también?
¿O, acaso porque piensan, discretamente, que su lugar está, más que en la
blanca claridad de la pantalla vocinglera, en la penumbra piadosa de la oficina,
el despacho o el taller? ¡Oh, no! De ninguna manera. Es que, cuando de mujeres
se trata, no existen feas, feas de verdad.
No es ello fantasía ni pretensión ridícula que deba excitar nuestra risa; no es
desconocimiento de sí mismas tampoco.
Es, antes al contrario, en compensación maravillosa con que Dios las dotó,
visión precisa, conciencia clara de cuanto en ellas vale; de la inteligencia, de la
bondad, de la laboriosidad, de la abnegación, de la ternura que sus almas anima y
embellece, y que en torno a sus rostros incorrectos, desagradables o grotescos,
pone aureola de hermosura en que se ven envueltas cuando se miran al espejo.
Si nosotros las vemos sólo en apariencia y no tal cuales son, peor para nosotros
que no sabemos ver. Porque en realidad, no hay mujeres feas. Y, sin embargo...
Y, sin embargo, en la pantalla vemos a veces figuras y rostros de mujer que
desmienten al comentarista en su anterior observación. Y no han caído en sus
papeles por azar, ni por benevolencia, descuido o impericia de quien las contrató,
que el metteur en scène es experto conocedor de bellezas femeninas y nada sabe
de la ideal aureola que acabamos de nombrar...
No, no; las feas del cine ocupan en él papel de feas, con todas las agravantes,
y de las situaciones en que intervienen es factor esencial su consabida, patente e
innegable fealdad.
Parece por ello doloroso pensar: ¿Es que la necesidad ha llevado a esas
mujeres al extremo de sacar partido de la espina más aguda y más honda que
puede haber en una vida de mujer? ¿O es que acaso les ha sido negada la divina
compensación maravillosa y sólo ven de sí mismas lo que nosotros vemos,
la apariencia exterior?
Sería doloroso, si no supiéramos que estas feas del cine no lo son sino en los
momentos en que necesitan representar esos papeles, y que precisamente se
especializan hoy en estos las más lindas, las más traviesas de esas muñecas de los
cabellos alborotados, las cejas ausentes, las pestañas al «rimmel» y el espíritu
repleto de «ello» hasta rebosar... En la imposibilidad de encontrar mujeres feas,
es esta una de las pocas cuestiones en que el cinematógrafo está en completo
desacuerdo con la realidad.
18 de octubre de 1930
13
LA VOZ NO ESCUCHADA
RODOLFO VALENTINO
El perfecto enamorado, o más bien el arquetipo de enamorado,
según todas las muchachas de su tiempo:
¿cómo hubiese dicho «te amo»?
LA pantalla parlante, los «talkies», nos han complicado la vida
cinematográfica con este nuevo elemento —la voz— que nos lleva de sorpresa en
sorpresa…, y aun, a ratos, de susto en susto. Ya no vemos sólo, sino que oímos:
voces, voces, voces... Como el tomavistas, el tomasonidos es, ya halagador, ya
cruel, ya burlón, ya cómplice. Hay voces de oro y voces de cobre, voces de hierro
y voces de hoja de lata. Voces que acarician y voces que arañan, voces que
armonizan con quien las posee, y otras que, aun siendo auténticas de quien las
emite, nos hacen pensar en aquellos primeros desgraciados ensayos de artistas
mudos con «dobles» parlantes…
Hasta ahora —y desde siempre— la más difícil de hallar entre todas las voces
correspondientes a todos los «dramatis personae» de la farsa cinematográfica,
parece ser la voz de enamorado. Mejor aun, la voz para hablar de amor. Porque
no importa, claro, que la voz del traidor o «villano» sea cavernosa o atronadora,
que la del actor da carácter, aunque este carácter sea el de una excelente persona,
tenga tonalidades metálicas; que la dama respetable hable con la nariz y la
ingenua amenice sus travesuras a la americana o a la vienesa chillando como un
ratón cuando le pisan la cola…
En cambio, la dama, el galán..., ¡ah! el galán y la dama precisan voces
perfectas, armoniosas, suaves, «redondas», melodiosas y fotofónicas para entonar
el dúo, tanto si la cinta es cantada como si es simplemente hablada.
14
Y aun es con él, con el galán, con el enamorado con quien hay que ser más
exigente, ya que él, el enamorado, el galán, es quien lleva, en ese eterna dúo
—cantado o hablado—, la eterna voz cantante. A «ella» le basta añadir al encanto
de unos labios rojos unos ojos lindos, la sugestión de un «no», un «sí», un «¡ah!»,
un «¡Alfredo!», o «¡Gerardo!», o «¡Billy!» o «¡Budoly!», pronunciado a tiempo.
A él, en cambio, pertenecen el honor y las dificultades de la «declaración»:
ese instante tan sencillo de vencer en la vida y en el amor de veras, y para el que
los dialoguistas no encuentran palabras, ni los astros voces…
VALENTINO, el perfecto enamorado, o más bien el arquetipo de enamorado,
según todas las muchachas de su tiempo: ¿cómo hubiera dicho «te amo»?
¿Con qué voz, con que expresión? ¿Hubiera añadido a la monótona cursilería de
las dos palabras nueva vibración, nueva suavidad, nuevo fuego?... ¿O tal vez nos
hubiera desilusionado deteniéndose absurdamente en mitad de la frase más
apasionada para aguardar una vuelta de manivela o una orden dada desde la
misteriosa cabina de ese personaje nuevo y desconcertante que es el «monitor»?
¿Cambiaría de tono a cada tres palabras, cortaría «a pico» los conceptos, como
tantos y tantos, preocupados hasta la obsesión por la inoportuna presencia del
indiscreto micrófono?
O bien, adueñado del supremo medio, de expresión humana, ¿encendería a la
multitud en su propia llama, llevaría a cada espíritu un algo de la propia hoguera?
¿Se expresaría en la dulce y sonora parla de su tierra natal, o habría adoptado ese
inglés sin alma y ese castellano sin fibra con que nos hablan desde el lienzo de
plata todos los trasplantados? ¿Respondería su voz a su gesto?... ¿No desmentiría
a su actitud su palabra?...
Una dama extranjera, conocida mía, dice haber escuchado, hace años, en un
disco de gramófono, la voz de Rodolfo Valentino. La impresión se hizo antes de
que el «Sheik» fuese «Sheik», y aun antes de que «Los cuatro jinetes del
Apocalipsis» lo lanzaran a la popularidad y a la fama.
En aquellos días del anónimo, de la penuria, tal vez del hambre, Rudy fue
constructor de jardines, bailarín profesional, cantor de sencillas canzonetas
napolitanas. Una de éstas fue la reproducida en un disco barato. Después de la
muerte de «Monsieur Beaucaire» en América se han pagada a precio de oro esos
discos.
Bien. Mi amiga, la dama extranjera, dice haber escuchado la voz del «Sheik»
un día.
«Voz deliciosamente armoniosa, suave, matizada, aquella voz, la voz de
Valentino —dice la dama—. Jamás, después, he podido olvidarla. Y he querido
buscar el disco, pero ha sido en vano.»
¡En vano! ¡Mejor! Cuando andando días y años, todas las cintas nos den
declaraciones de amor con voces y palabras determinadas, concretas, y no
siempre como nosotros las soñáramos, aun nos quedará el recurso, viendo las
silenciosas producciones de Valentino, de poner nosotros palabras, nuestras
palabras, a la presentida armonía de aquella voz nunca escuchada.
18 de octubre de 1930
15
LA RISA FOTOGÉNICA
De Douglas a Maurice
EL cinematógrafo es un arte amable. Si llegara nuestra pedantería al extremo
de creernos capaces de resolver algo con definiciones, intentaríamos hacer aquí
la del arte en general afirmando de paso, que, sin poseer esta cualidad de amable
—digno de ser amado—, ningún arte es merecedor de llamarse tal. Pero no
tenemos competencia para ello y odiamos las definiciones. Y, acaso por miedo de
que nos la quiten, encontramos más airoso y más cómodo guardarnos nuestra
convicción. En materia de arte, que es quizá en la que se ha dado mayor número
de definiciones sin llegar a un acuerdo, aceptamos, rotundamente, la de
Benedetto Croce: «El arte es aquello que todos saben lo que es»... sin que
ninguno lo sepa explicar.
Pero decíamos que el cinematógrafo es un arte amable… No puede menos de
serlo porque la visión, por sí sola, tiene una crudeza que nos heriría en lo vivo si
no estuviese suavizada por la susodicha amabilidad. El gran gesto trágico, el
ampuloso desplante romántico que en el teatro —acompañado de palabras
retumbantes, sonoras, pronunciadas, según lo requiera el caso, con voz
enronquecida o vibrante—, logra convencernos, y lo que es más, conmovernos,
en la pantalla nos repugna o nos hace reír. Fue este el gran error de los italianos,
que quisieron aplicar al cinematógrafo los recursos adquiridos durante varios
siglos de experiencia teatral. Y siendo distintos los medios empleados, el
resultado, fatalmente, fue distinto también.
Ni uno solo de los tan cacareados recursos dejo de fallar. Ni los retorcimientos
bertinescos, ni las miradas errabundas de la Menichelli, ni los amaneramientos de
Lyda Borelli —¡a quién sobre las tablas admiramos tanto!—, ni las actitudes
heroicas, fieramente trágicas, o empalagosamente «apuestas» de los
«partenaires» masculinos, han podido dar a la producción italiana la
preponderancia que era de esperar. También a los franceses, dentro de lo
admirable de su producción actual y de lo maravilloso del esfuerzo hecho por su
cinematografía de la guerra acá, les falta algo, algo. Les falta el saber reír.
16
Porque ahora resulta que es la risa el elemento fotogénico por excelencia. Lo
descubrió Douglas, que cifra en ella su mejor caudal y logró su gran popularidad
merced a ella. Después no se ha olvidado la experiencia. La risa es valor
cotizable que en los estudios cinematográficos no pasa inadvertido para ningún
director.
Las estrellas y los astros de Hollywood, Long Island, Los Ángeles, espían y
cultivan su risa como la planta más preciada, como la más rara flor. Y es rara en
efecto, y delicada además. Todo su valor reside en la espontaneidad; no puede,
por tanto, estudiarse ni fingirse. La más modesta actriz de la más humilde
farándula conoce los recursos del llanto, desde el más modesto, el del pañuelo
aplicado a los ojos, al más perfeccionado en que se deslizan por las mejillas
auténticas lágrimas... de parafina. Y saben también que la risa no se aprisiona a la
voluntad ni al capricho, que no se adquiere ni se logra, que es el mejor don
teatral..., precisamente porque no tiene nada de teatral. Verdaderos «divos»,
virtuosos de la risa —no de la risa cómica, desternillada, estridente, ni de la risa
cínica y burlona, sino de la risa suave, franca, ingenua, jovial—, fueron en su día
Douglas —quede ya dicho— y el inolvidable Wallace Reid. Luego la cultivaron
con enorme fortuna los también americanos George O'Brien y Charles Farrell,
llegados a la categoría de astros refulgentes por el solo inestimable mérito de
«saber reír». Ahora el que nos trae la risa a la pantalla, el que nos llena la pantalla
con su risa, ya no es un ingenuo muchachote americano, sino un malicioso
europeo, un pícaro latino, un genuino «gamin» parisién. Es Chevalier, que debe,
sin duda de ningún género, su éxito sorprendente, su popularidad fabulosa, a su
también sorprendente y fabuloso dominio del arte de bien reír. Cuando la risa de
Chevalier, en sus momentos de cómico enojo, le desaparece de los labios, le
queda flotando en los ojos. Y en la pantalla toda. Y en la sala entera. Y como
nada hay que tenga el poder de reflejo que tiene la risa, el espectador se la lleva
reflejada en los labios y en los ojos también... Y, en verdad, no podría llevarse
cosa mejor. Porque...
Venga de nuevo a nosotros la risa, el don que perdimos. Y si es el
cinematógrafo el que, en labios de sus astros nos la trae, bienvenida sea esa
fotogénica risa y el arte amable del cine sea bienvenido una vez más.
25 de octubre de 1930
17
EL REDACTOR
(A LA MANERA DE…)
—SEÑOR redactor cinematográfico (valga el disparate del calificativo,
disparate que, por repartido y extendido, dejó ya de serlo): hay que hacer crítica
pura, honrada y valiente; hay que enaltecer el buen cine y declarar guerra sin
cuartel al malo; hay que contribuir, desde la alta tribuna del periódico, a encauzar
el arte nuevo, predilecto de las multitudes, por senderos de arte, de moralidad y
de sentido común. Hay que combatir el industrialismo, la perversidad y la
insulsez en la pantalla; hay que lograr que las ilimitadas posibilidades del arte
nuevo sean puestas al servicio del progreso moral y artístico que la cultura es...
He aquí la alta misión que hoy tiene en sus manos la crítica cinematográfica...
(—¿Nada menos que todo eso?... ¡Oh, qué honor y qué dicha el ser redactor!)
—SEÑOR redactor cinematográfico: ¿cómo osó usted decir que la nariz de la
estrella es puntiaguda e impropio el atavío del galán? ¿De dónde sacó usted que a
nuestra reconstrucción de la catedral de Florencia le temblaran las bambalinas?
¿Quién le autorizó para desacreditarnos advirtiendo que el triunfo de la «vamp»
sobre el protagonista en el juego del amor, da lugar a escenas atrevidas, poco
recomendables para menores de edad? ¿A qué ha venido el calificar de
«españolada» lo que no era tal, sino «mejicanada» legítima y sin adulteración?
¿Cómo no se ha entusiasmado con el castizo diálogo netamente español que
sostienen, en diversos momentos de la cinta, un actor peruano y una estrella
argentina, un italiano, un belga y un portugués? ¿Cómo no hizo notar la belleza
de los epígrafes, por los que hemos pagada una crecida cantidad de pesetas, con
tal de que en ellos no se regateasen constantes adjetivos, floridas y elegantes
frases? ¿Por qué no ha echado a vuelo las campanas del elogio, para alabar la
hermosa iniciativa merced a la cual se ha mejorado enormemente el asunto de la
cinta, dando al famoso pero triste drama, un inesperado final feliz? ¡Señor
redactor cinematográfico; usted ataca a nuestros intereses, y es desde este
momento nuestro peor enemigo!...
(¡Oh, qué delicia la de ser redactor!)
—SEÑOR redactor cinematográfico: no sabe usted lo que trae entre manos ni
entiende un comino de su profesión… Sus páginas de cine son de una insulsez
aplastante. En ellos no se habla de divorcios ni de escándalos conyugales, ni se
da cuenta de crímenes o suicidios ocurridos entre la cinelándica grey. Concede
usted más importancia al arte de Greta o de Lillian que a sus veleidades
18
amorosas, y si aguardáramos sus informaciones aun no sabríamos una palabra de
los sabrosos escándalos de Mae Murray. Por si esto fuera poco, los galanes de
apostura indiscutible le ernpalagan, y llega su estulticia al punto de cantarnos, de
tanto en tanto, las alabanzas de la película documental. Se permite usted rasgos
de abstracto humorismo que nadie entiende ni a nadie interesan, y deja, en
cambio, de lado los chismes y cuentos personales, concretos, directos, tan
sabrosos de comentar y repetir. No publica usted retratos «ligeros de ropa». No
fomenta el idolisrno. No adorna sus comentarios, artículos, críticas, noticias,
ecos, etcétera, etcétera, con el bello y generalmente usado vocabulario, merced al
cual todas las estrellas son insignes, gloriosas, geniales, excelsas; todos los
astros, insuperables, inigualables, irresistibles...; los decorados suntuosos,
estupendos, colosales, magníficos; la dirección rotunda, categórica; magna; la
producción grande, enorme, superenorme, inmensa, archisuperinmensa, colosal y
requetearchisupercolosal. ¡Y en usted han puesto su confianza los directivos de
una gran revista! ¡Oh, qué lamentable equivocación! Por ese camino, si en su
mano estuviera, llevaría usted el arte cinematográfico a su más completa y
acabada ruina.
—¿Nada menos?
—¡Nada menos!
(—Pues señor: cuando así hablan, de un lado las empresas, de otro lado el
público: ¡qué placer el de ser redactor!)
—SEÑOR redactor cinematográfico: ¡Si no confiesa usted que A es el mejor
director del mundo, es usted un perfecto alcornoque! —¿Quién dijo que A?
¿Acaso ignora, usted, señor redactor cinematográfico, la existencia de B?
Rectifique usted, en nombre del arte y de la justicia. —¡Ha rectificado! ¡Qué
vacilación en sus convicciones! —¡No rectifica! ¡Claro: como que A es de
Morgravia y B de Suetonia! Su morgravismo es descarado, patente, insultante.
¡Esto no puede continuar así!
(¿No? ¡Oh, qué felicidad la de ser redactor!)
—SEÑOR redactor cinematográfico: Los viajantes (o los extras, o los dobles,
o los protagonistas, o los «cameramen») sufrimos estas y estas contrariedades;
estas y estas vejaciones... Dígalo usted clarito en su periódico; así y así...
—Pero ¿han visto ustedes lo que acerca de los viajantes (o extras, o dobles,
o protagonistas, o —cameramen—) publica este redactor cinematográfico? ¡Un
horror! No sabe lo que se dice… Pone en ridículo a esos pobres chicos. Bien se
comprende que no ha visto jamás, ni de lejos, a un viajante (ni a un extra, o a un
doble, o a un «cameraman»). —Señor redactor cinematográfico: haga usted
moralidad. —Señor redactor cinematográfico: no sea usted mojigato. —¿Cómo
no arremete usted contra el abuso de los títulos y subtítulos, señor redactor
cinematográfico? —Señor redactor cinematográfico: piense usted que en la
19
abundancia de títulos y subtítulos me va a mí la abundancia de pan. —Y sepa
usted, señor redactor cinematográfico, que hoy solo es digno de elogio el film de
vanguardia… —Acaban de enviarme, señor redactor cinematográfico, una
película de anteguerra. Espero de su talento una crítica favorable al film de
factura clásica, normal, y un ataque a los modernismos malsanos... —Vea usted
nuestra «Lady Macbeth», señor redactor cinematográfico: alabe su fidelidad al
original shakesperiano. —No deje usted de hacer notar, señor redactor
cinematográfico, como nuestra versión de «Lady Macbeth» es muy superior a la
de Shakespeare. La peligrosa dama se arrepiente de sus fechorías, los muertos
resucitan y el público aplaude...
(¡Oh, que delicia la de ser redactor!)
ENVÍO:
Venerado recuerdo de Mariano José de Larra: espíritu maestro del aun
llorado Fígaro; no te sea profanación ni irreverencia esta leve humorada, inocente
«pastiche» confesado de una de tus ensayos más famosos. Que sólo el fervor y el
respeto han movido a pensar a quien lo escribe: «Si aquel maestro de maestros
hubiese unido a sus actividades de críticos de teatro y de literatura, de gacetillero,
de redactor de artículos de economía, de poesía, de política, de costumbres,
etcétera, etcétera, la de crítico de películas o redactor cinematográfico, ¡qué
sabrosos párrafos hubiese podido añadir al sabrosísimo artículo que tituló:
«Yo soy redactor»!
1 de noviembre de 1930
20
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TRAPOS VIEJOS Y NUEVOS
Sección de guardarropas de los estudios Paramount
LOS trapos, o dicho con más respeto y más énfasis, la indumentaria, son uno
de los principales factores del arte cinematográfico. En parte alguna tiene el
vestido la importancia que en el cinematógrafo. Los italianos, reyes de la escena
hablada, por la innegable belleza de su idioma, por lo cálido de sus acentos y lo
arrebatado de sus actitudes, han presentado desde el primer día, una inmensa
desventaja como astros cinematográficos, la de su amaneramiento, de su
cursilería en vestir. Si los descuidados muchachos y las ingenuas chicas de
Hollywood se vistieran tan mal como la mayor parte de las actrices y actores de
la escena, a estas horas no existiría la cinematografía norteamericana. La pantalla
exige, no precisamente ropas presuntuosas, pero sí telas buenas, hechuras
flamantes, colores sólidos. Y todo renovado —no mediante arreglos o
componendas, sino por entero— a cada nueva película. De aquí, indudablemente,
que los mismos parisienses admitan que actualmente es Hollywood la ciudad del
mundo en que mejor se viste.
En los roperos de las actrices cuélganse centenares de trajes espléndidos,
substituidos incesantemente por otros más a la moda. Los actores precisan, por lo
menos, veinticinco trajes completos siempre a punto de ser lucidos. ¡Hay que ver
la despreocupación con que los muchachos americanos llevan la ropa! ¡Y... hay
que ver la ropa que llevan! Rodolfo Valentino poseía siempre cuarenta trajes que
iban renovándose; de Holmes Herbert, un artista apenas conocido, se dice que el
año pasado gastó ochenta mil francos en ropa. En vista de estos datos no puede
uno por menos de preguntarse: ¿Adónde van a parar todos estos trapos?
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Algunas y algunos, avariciosos, los venden. Mas les parece a ellos mismos tan
mal, tan mal su propia acción, que la primera condición impuesta al comprador
es que no denuncie el nombre del vendedor. No obstante, es éste como el secreto
de Midas... Con la diferencia de que los ropavejeros son más vocingleros aún que
las cañas del campo. Dos veces al año, los grandes estudios venden los trajes que
emplean en sus films, y hace falta, según dicen, montar un servicio especial de
policía para impedir que los compradores se tiren de los pelos disputándose un
traje de Greta Garbo o un quimono de Jeannette Mac Donald. Los vestidos de
Pola Negri no son aprovechables: la celebrada artista de las tres nacionalidades
destroza en términos casi inverosímiles todo cuanto lleva, a la tercera vez de
llevarlo.
Pero el destino más corriente de los suntuosos trapos de Hollywood es ir a
parar a manos de los pordioseros. Los vagabundos de Hollywood son los mejores
vestidos del mundo. No es raro ver por allá el encuentro de un mendigo, peludo,
sucio, con un palo al hombro y un petate a la espalda, que viste un frac de corte
elegantísimo, calza zapatos de charol, y anuda, sobre un mugriento cuello de
celuloide, una corbata de última moda. Los astros de la elegancia se ven acosados
por las continuas peticiones de ropa. Entre ellos, Richard Dix es uno de los que
tienen mejor y más numerosa clientela. Los demandantes de ropa
cinematográfica usada le vacían el ropero en cuanto lo ha llenado.
—No es tan fácil como parece complacer a estos clientes —suele decir el
popular «hermano bueno» de «Los Diez Mandamientos»—. Cuando se les ha
vestido de pies a cabeza, arman, a lo mejor, un alboroto porque les faltan los
gemelos para los puños.
Las actrices reciben peticiones de trajes determinados. «El vestido deportivo
que llevaba usted en la escena de la película «B» me convendría especialmente
para mi próxima excursión a la montaña.» «Tengo una hermanita menor, y muy
delicada de salud, que se ha encaprichado por el traje de baile que luce usted en
la película X. Y. Z.» «Tengo tres hijas de quince a diez y ocho años, de la misma
talla que usted, y que en su vida han tenido un vestido bonito...»
Las actrices, naturalmente, se dejan enternecer y envían a la dirección escrita
al pie los modelos pedidos. Muchas veces, al pasar por delante de un escaparate
de bazar de Hollywood o de Los Ángeles, ven sus trapos de nuevo en venta. Mas
¡no importa!: sean trapos o conviértanse en pan, sirvan para vestir al desnudo o
para dar «de comer al hambriento», está bien que lo superfluo, lo lujoso, lo que a
los ricos sobra, vaya a ser lo que el pobre necesita.
8 de noviembre de 1930
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FOTOGENIA
Corinne Griffith y Louise Fazenda en una escena de «Outcast»
NO hay elemento de divulgación como la anécdota. ¿Cuántas cosas, y no de
las más sencillas, ha popularizado el substancioso cuento popular? Los chicos
que cursan la primera enseñanza y las damas de la buena sociedad, que, sin
preparación adecuada ninguna, asisten a las conferencias de Kayserling o de
Ortega y Gasset, saben bien que de la ciencia que en ellas pasa ante nuestros
ojos y nuestras orejas, solo la parte anecdótica se suele comprender y recordar...
La anécdota del príncipe de Gales, a quien una casa productora de películas
rogó y suplicó repetidamente, aunque fuese de un modo indirecto, el derecho a
filmar una y otra vez la imagen de su real esbelta y fotogénica figura, fue la
que lanzó, hará unos cinco años, al dominio de todos, esta palabra particular de la
jerga cinematográfica: FOTOGENIA. Y es el caso que, aunque la anécdota,
terminaba relatando como el rey de Inglaterra prohibió a su augusto hijo
alternar sus deberes principescos con los menos pesados de astro de la pantalla,
demostrando con ello como a un príncipe, lo mismo que a cualquier hijo de
vecino, no le sirve de gran cosa esa nueva cualidad de ser más o menos
fotogénico, la palabra, desde entonces, se popularizó, tomó carta de naturaleza, y,
aunque no muy bien comprendida de todos, empezó a rodar y rodando sigue,
rueda que rodarás. Y ya no hay tobillera de rubios rizos revueltos y cutis
transparente, ni crepuscular de largas pestañas al «rimmel», que sabiéndose «muy
fotogénica» no pongan entre los principales encantos de su catálogo personal,
este nuevecito, inédito casi, que desconocieron, no ya sus abuelas, sino sus
hermanas mayores…
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Ignoramos si el Diccionario de la Lengua, en su última edición, acoge como
buena, y en su sentido moderno, la palabra FOTOGENIA. Suponemos que no.
Pero, desde luego, imaginamos que en el diccionario cinematográfico que se está
confeccionando en Francia a toda prisa, debe ocupar la palabreja en cuestión
capítulo especial. E imaginamos también, desde luego, ese capítulo, ilustrado con
las más bellas ilustraciones que pueda ofrecernos un Enciclopédico: las
reproducciones de los paisajes y de las bellezas femeninas más fotogénicas del
mundo. Encabezándolas, irá la consiguiente, indispensable, y hasta ahora ausente
definición.
JEAN Epstein, uno de los misioneros del arte puro en el cinematógrafo, dice
que así como el día que en la mente de nuestros lejanos antepasados surgió la
abstracción color, nació la pintura, y desde el momento en que la noción abstracta
de volumen se abrió paso en la inteligencia humana, la escultura y la arquitectura
nacieron también, así, desde el momento en que Delluc —otro de los
portaestandartes del cine puro— escribió en el ano 1919 por vez primera la
palabra FOTOGENIA, el cine de arte o su noción, por lo menos, empezó a
existir. Después nos confiesa que el elemento fotogénico, que nos parecía algo
mágico en principio, no ha dejado aún de ser misterioso. Y dice que la mejor
definición que de la indefinible Fotogenia puede darse, es decir que «la fotogenia
es al cinematógrafo lo que el color a la pintura, y a la escultura el volumen: el
elemento específico de dicho arte».
Queda un poco vago, ¿verdad? Otros definidores, en lenguaje más gráfico y
vulgar nos dicen que se llama fotogenia a la propiedad que tienen ciertos
aspectos de las cosas, de los seres y de las almas de parecernos más bellas en el
cine que por otro medio ninguno de representación.
Esta fotogenia o superioridad que adquieren por la representación
cinematográfica ciertos aspectos del mundo, puede provenir de diversas
cualidades particulares a dichos aspectos. Depende de la forma, del color, del
movimiento, ante todo. Un aeroplano o un automóvil son fotogénicos; una
corrida de toros o un partido de fútbol no lo son. El jazz es fotogénico; no lo es el
baile flamenco. Una rubia es mucho más fotogénica que una morena. El hombre
negro es el menos fotogénico que existe. La educación física de la mujer
norteamericana, al dar le un dominio absoluto de sus movimientos, la hace
especialmente fotogénica sobre sus hermanas las otras mujeres.
De la fotogenia pura surgirán, con el tiempo, los elementos precisos a una
posible filosofía del cinematógrafo. Una filosofía que sin duda conducirá más
directamente a la dignificación del arte mudo que los ríos de dólares y la sucesión
de divorcios con que biógrafos y comentaristas resuelven desde su mesa de
trabajo tedas las cuestiones cinematográficas.
22 de noviembre de 1930
25
LA ESTRELLA Y LA SOMBRA
EN cinematografía, cuando se habla del artista, del intérprete, en cuanto a
ser real, cotidiano, situado —y limitado— en tiempo y en espacio, clasificado por
nombre de pila y apellido legal, encasillado en patria, familia, profesión,
biografiado al minuto y retratado al detalle, firmante de contratos, promovedor
de pleitos, destinatario de cartas, reclamante de dólares, etcétera, etcétera, se le
llama «la estrella». Viene el alto y vulgar nombre a querer evocar el resplandor
que con su arte proyecta el susodicho personaje.
Y, sin embargo, en cinematografía, el artista, en cuanto intérprete de la
innumerable vida de la ficción; en cuanto dueño de los mudables caracteres de
sus personajes, en cuanto héroe distinto, vario, múltiple, no es él, sino su sombra.
Y es la sombra, justamente, la que resplandece. No la estrella destinataria de
millones de cartas, reclamante de miles de dólares, firmante de cientos de
contratos… La estrella, situada frente a la sombra, de ésta recibe todo su reflejo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Por haberla incluido Unamuno en un prólogo suyo, es entre nosotros conocida
la peregrina teoría del intelectual americano Oliver Wendell Holmes, acerca de
los tres Juanes y los tres Tomases. Según Holmes, cuando Juan y Tomás están
conversando, no son dos, sino seis, los personajes que conversan. El Juan que
Juan cree ser; el Juan a quien Tomás cree conocer (o sea el Juan de Tomás,
muy distinto del Juan de Juan) y el Juan verdadero..., a quien solo Dios
conoce. Total: tres Juanes. Y otro tanto hay que decir respecto a Tomás..., lo
que suma seis personajes por completo distintos.
26
Esta paradójica teoría halla nueva y exacta aplicación en el artista y en su
labor. Doblemente en el artista que en vez de crear representa, en el que es forma
y fondo y medio de expresión de su propio arte...
El bailarín, el comediante, tiene de su persona, de su labor, idea muy distante
de la idea que tienen los que le ven, lo que le miran... Una vanidad desmedida,
cuando no una modestia invencible, es natural que le ciegue. En el mejor de
los casos su propio juicio ha de amasarse con los juicios de los demás. Tan difícil
como repicar e ir en la procesión es ser actor y espectador a un mismo tiempo.
Y, sin embargo... He aquí que el cine, la pantalla, con sus enormes
posibilidades de todos órdenes, hace posible lo que imposible parecía.
El bailarín, el comediante —el astro del cine— concurre al espectáculo de su
propia labor. Es espectador de sí mismo. Lo que ante el tomavistas ejecutó la
estrella, en la pantalla, una y otra y mil veces lo repite la sombra... La estrella
puede, así, contemplarse a su antojo, detener el instante fugitivo, juzgarse a sí
mismo, mejorarse, aprender... Le es dado analizar su gesto, su ademán, su actitud,
con igual desinterés, con parejo desprendimiento, con exacta objetividad, que un
autor puede leer su libro después de diez años de haberlo escrito. Acaso más aún.
La estrella no se ve ya a sí misma, sino a su sombra. Es la sombra, no ella, la que
actúa. De la sombra recibe su reflejo... De aquí que en la estrella de cine sea
menos frecuente —también sería más imperdonable— que en el actor de teatro,
el pecado de amaneramiento. Que cada nueva producción puede así ser una
enseñanza, un jalón del camino del perfeccionamiento. La innegable lección de la
sombra, que la estrella haría mal en desdeñar.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Como los seres de la ficción escrita —poema... novela— los personajes de la
ficción cinegráfica adquieren vida propia, independiente del impulso de sus
creadores, de la voluntad de sus intérpretes. Así la sombra al ser proyectada sobre
el lienzo, después de desprendida de la estrella.
¡Ah, cuántas sorpresas guarda la pantalla a los que en ella viven! La estrella
que supusimos dramática durante la realización, en la proyección resulta cómica;
el galán que imaginamos apuesto, arrogante, irresistible, no es sino empalagoso
y, en consecuencia, antipático; la principiante a quien se confió el papel humilde
de criada, refulge por encima de la protagonista y el mísero extra a quien por su
mala facha se otorgó a última hora papel de «villano», tiene un rostro tan
bondadoso que se atrae el afecto de todos los chiquillos... Que la pantalla muestra
claramente a los que en ella y por ella viven, no lo que quisieran ser, sino lo que
son: Es decir, muestra a Juan —ya que no el Juan absoluto, verdadero, que sólo
Dios conoce—, por lo menos al Juan que ve Tomás, que Tomás juzga.
Y así es provechosa a la estrella la lección de la sombra.
27 de diciembre de 1930
27
MÚSICA Y RUIDO
DON JUAN. —Bueno, amigo don Luis; le supongo ya rendido y pidiendo
merced frente al triunfo rotundo del cine sonoro, del cual hace un año se declaró
enemigo acérrimo.
DON LUIS. —Sí. No quiero, en este caso, ser neciamente obstinado.
Confieso mi derrota. Hace un año creí que el cine hablado y sonoro era sólo un
ensayo pasajero, una nueva aplicación de la ciencia a la proyección animada,
estimable, sí, pero no digna de apreciarse como definitiva conquista. Hay —¡son
tan breves y tan largos doce meses cinematográficos; caben en ellos tantas
imágenes móviles!— hoy me rindo casi sin condiciones.
DON JUAN. —¿Podrían saberse las causas de ese cambio tan radical?
DON LUIS. —Apenas es preciso explicarlas. Nada tan claro, tan convincente,
como el resplandor, como el acento de la realidad. La sonoridad —música o
palabra— registrada, impresa, en la banda de celuloide, por medio de la luz (lo
demás sí son mixtificaciones, tanteos), al mismo tiempo que la imagen, es un
paso de gigante en el avance constante y vertiginoso del cine. Y como usted, don
Juan, dijo un día, muy acertadamente, el cine es algo que no puede volver atrás,
ni aun detenerse. El más ignorante en técnica cinematográfica sabe que, en la
proyección, cuando la cinta se para, se quema... La cinematografía ha
emprendido carrera en el mundo del sonido, de la armonía, de la palabra... y ya
no hay quien la detenga sin peligro de incendio. Ello no es elucubración vana, ni
caprichosa teoría; es una realidad y, nos guste o no, no hay más remedio que
rendirse.
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DON JUAN. —¡Vaya! ¡No sabe usted cuánto me alegro de que sea usted uno
de los nuestros..., un incondicional!...
DON LUIS. —¡Oh, no, amigo! Eso no… Todavía no tanto... Creo firmemente
que el cine, al adueñarse de la palabra, al entrar en los dominios de la música, ha
dado el paso más decisivo de su vida, después de aquel paso inicial en que la
sombra inquirió vida, movilidad la imagen... Me he estremecido de emoción
escuchando a los «Cosacos del Don» en una admirable cinta de ambiente ruso…,
y casi he llorado de gozo al oír y entender una producción hablada en nuestra
lengua. Pero, con todo esto, aun no soy un incondicional. Aun me sacan de mis
casillas algunas cosas del llamado cine sonoro...
DON JUAN. —Por ejemplo...
DON LUIS. —Por ejemplo, las producciones que se filmaron mudas y
después se han resincronizado con acompañamiento de disco... ¿Qué ventaja se
saca de este acompañamiento? ¿Qué va ganando con él el público? La cinta, en
sí, continúa presentando todas las características —¡para mí admirables!— del
cine silencioso con sus forzadas limitaciones y sus espléndidas ilimitaciones;
unos letreros más o menos correctos, más o menos pretenciosos, nos ponen en
antecedentes del asunto y nos relatan lo que entre sí hablan los intérpretes…,
y una musiquilla ratonera, compuesta de trozos escogidos... entre lo más cursi del
repertorio, y con todos los inevitables inconvenientes de la música mecánica,
acompaña a esto. De cuando en cuando se escucha algún ruido significativo,
incorporado a la acción; un zumbido si pasa un aeroplano, el pito de la
locomotora si vemos un tren; el golpear de unos nudillos —esto es lo más
frecuente, lo casi obligado— al llamar a una puerta. Este llamar a las puertas con
los nudillos, es, en algunas cintas, lo que basta para llamarlas sonoras.
DON JUAN. —¿Y a usted le parece mal?
DON LUIS. —Ahora, francamente, sí. Al principio podía pasar, pero... ya
hemos dicho que el cinematógrafo anda muy de prisa. A estas alturas, todo esto
resulta de una puerilidad inadmisible, desprovista de todo valor estético. Y el
acompañamiento de la proyección saldría ganando si en vez de discos, fuese
música «fresca», personal, directa... Aun suponiendo algo que siempre nos ha
parecido norma excelente: la de que a cada cinta importante corresponda música
determinada, con tener cada película su partitura, estaría el problema resuelto.
Recordemos en este sistema las partituras de «Ben-Hur», de los «Nibelungos»,
de «Los Diez Mandamientos»...
DON JUAN. —Sin embargo, la verdadera cinta sonora...
DON LUIS. —De esa nada tengo ya que decir, si no es que me parece
admirable. Pero es lamentable que se confunda con la otra, con la mixtificada...
¿A qué esa superchería, cuando una película simplemente muda puede resultar
magnífica? El calificativo de sonora no debiera prodigarse tanto... Y aun, de
hacerse así, debería, lealmente, especificarse si se trata de película hablada,
musical…, o con ruido de nudillos en la puerta de madera.
3 de enero de 1931
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¿MUDO?… ¿SONORO?
En lo candente de esta escena de la cinta Radio «Leathernecking»
hasta se nos han olvidado los nombres de los artistas, pero con la vista basta.
LA sorpresa del cine sonoro es, a su vez, fuente inacabable de sorpresas.
Resulta, ahora, después de proclamarse como cosa innegable y evidente que la
nueva modalidad colocaría en primera y rutilante fila interpretativa a los
prestigios del tablado escénico, dejando atrás, en la penumbra, a los astros y
estrellas de la pantalla, que no son aquellos, sino más bien éstos, los capacitados
—siempre que unos y otros se hallen en igualdad de cualidades naturales— para
triunfar a través, de la complejidad del sincronismo. Como la sombra móvil en lo
que atañe al gesto, en la voz es la cinta sonora amplificadora de defectos,
reveladora cruel de convencionalismos y amaneramientos ..
A través de «movietones», «auditones» y otras maravillas, los excesos
declamatorios resultan igualmente ridículos que la falsa mímica teatral en un
primer plano... Así estas cintas sincronizadas, cuyos intérpretes han sido gente
famosa del teatro —pues, ante todo, en la nueva modalidad, donde todo ha de
improvisarse, se han ido a buscar prestigios, nombres...— resultarán, dentro de
unos años, tan divertidas de oír, como ahora son graciosas de ver las sublimes
muecas de una Sara Bernhardt —pongamos por altísimo ejemplo— en una
cinta de anteguerra...
Los «talkies» exigen una absoluta pureza de dicción, pero también una plena
naturalidad, y ni el menor resabio de conservatorio. (El inevitable esfuerzo del
actor de teatro para hacer llegar su voz a todas las localidades de la sala, es, en el
cine hablado, algo doloroso y risible...) Y otra cosa también exigen estos
maravillosos «talkies»: la despreocupación completa, por parte de los artistas,
de la cuarta dimensión, de la cuarta pared inexistente del escenario. El olvido de
la ventana abierta al público, que es un telón alzado.
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Algo a lo que es muy difícil que el actor escénico jamás se sustraiga, y que el
astro de cine no conoce. Resulta, por ello, según dicen, que el actor educado para
la pantalla muda, sin haber pasado por la convencional escuela de declamación
teatral, es más susceptible de alcanzar el grado de naturalidad que el cine hablado
exige. Y algo aun mejor; que la nueva modalidad cinematográfica va a llevarnos
a la reeducación interpretativa, dando valor nuevo a la tarea plena —gesto y
voz— del artista. Otro regalo que al tradicional y grave hermano mayor —el
teatro— habrá hecho el novato y ya opulento hermano pequeño.
EL que no entra por el aro dorado del cine sonoro es nuestro genial y viejo
amigo Chaplin. ¡Oh el gran Charlot, múltiple, vario y único! En su, gesto
gallardo de rehusar el millón de dólares que por dejar oír su voz en la pantalla
James Cruze le ofrecía, yo no quiero ver retrogradismo, ni preocupación, ni
muchísimo menos temor al fracaso... ¡Oh, no! Todos sabemos, porque los
biógrafos chaplinescos nos lo han contado mil y una veces, que la charla de
Charlot es tan deliciosa como su mímica y que sus dichos y ocurrencias son
fuente inagotable de invitación a la más sana risa...
Por ello, en la actitud del mismo frente a la novedad del cine hablado,
yo creo ver, ante todo y sobre todo, un loable empeño de sostenida libertad, que a
nada se rinde y ante nada cede. Actor, autor, director; creador absoluto, en fin,
de sus películas, ¿cómo podría el enorme Charlot ceñirse a la dictadura de un
diálogo previamente pensado y escrito por otra persona? ¿Cómo limitar, coartar,
refrenar, la propia y libre inspiración del momento para atarla a la situación por
otro imaginada?...
No, no. Sí, en su género, las creaciones de Charlot son verdaderas obras de
arte, ello obedece, simplemente, a que desde todos los ángulos —en todas sus
facetas— nos reflejan la imagen de un artista. Tal vez Charlot, nuestro viejo y
genial amigo, se rinda a los «talkies», cuando en ellos, ligándose felizmente lo
muy antiguo y lo muy moderno, se vuelva a la improvisación inteligente de la
precursora «Comedia del Arte».
10 de enero de 1931
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EL DETALLE EN EL CINE
Lita Chevret y Roberta Gale preparándose a tomar el café en la sima de los «totem poles»
que llevó a Hollywood la compañía que filmó en Alaska la película sonora
«La horda de plata», de la Radio Pictures.
SI se nos preguntara nuestra opinión acerca de qué es lo que en nuestras
producciones cinematográficas más falta nos hace, diríamos que, principalmente,
el gusto, el cultivo del detalle. Todo arte refinado o, mejor, todo arte al llegar al
punto de madurez de su refinamiento, presta mayor atención a la exquisitez del
detalle que al aparato del conjunto. Así, más que la trama grande o la
presentación fastuosa, es el detalle primoroso, tierno o delicado, el que hiere la
sensibilidad del hambre acostumbrado a admirar arte puro. La fama del pintor
Fortuny se deberá en mucha mayor proporción a «La Vicaria», que no a los
grandes lienzos de grandes asuntos. En nuestra literatura es mucho más grande
Azorín, admirador y cultivador del detalle, de la minucia, que Fernández y
González, pongamos por autor de novelas grandes... en tamaño.
32
Así, ahora empieza a mostrársenos el detalle en el cinematógrafo como una de
las calidades primeras. Ya en «Los Diez Mandamientos», producción de grandes
magnitudes, nos sorprendía y admiraba, en punto a propiedad, más que las vastas
y deslumbrantes estancias del palacio del Faraón, más que las multitudes
inmoladas al paso del cruel Ramsés…, ¡la muñeca egipcia, auténtica, que
arrastra, cogida por un brazo, una de las niñas que huyen en el éxodo! En
«Monsieur Beaucaire», por ejemplo, ¿cuál de las amplias perspectivas, cuál de
las escenas sensacionales de la película tendrá el valor, la gracia, que cierta
reverencia no olvidada de Bebé Daniels?
Y en los llamados «trucos» lo mismo: ¿puede darse nada más nimio ni más
encantador que el Hada-Luz que intervino en la adaptación cinematográfica del
«Peter Pan», de Barrie? ¿Hay algo tan gentil en cinematografía como el momento
de «Los Nibelungos» en que Sigfrido corta con su espada una pluma en el aire?
Pues todo ello son detalles simplemente...
Detalle son también los expresivos primeros términos. Esos primeros términos
nos muestran, sencillamente, el rostro de un artista, su expresión de alegría o
de congoja, de amor o de odio, sobriamente manifiesto en sus ojos o en su boca.
Un detalle en suma. Nada más que un detalle...
Mas ese detalle —ese y todos, naturalmente— es el que falta a nuestra
producción nacional, es el que hace que ésta resulte aún insípida para los
paladares refinados. Del mismo modo que el poeta novel se lanza
invariablemente a la ardua composición del poema épico en cincuenta o más
cantos, y el pintor sin experiencia ansía pintar cuadros de historia, nuestra novel
cinematografía cuya retina está aún por educar para las bellas minucias, sólo
atiende a lo que es grande... de tamaño. Mucha acción, mucha tragedia, mucha
sangre... Plazas de toros, mujeres fatales… Como ello es, naturalmente, tan falto
de realidad vital como de verdadero arte, no hay en ello minucia artística ni real;
no hay detalle, en fin.
De ahí que nuestra sensibilidad de espectadores, nuestro gusto de aficionados
cinéfilos, no halle nada que le atraiga, nada que le encante y le ate.
Y es que el espectador nacional, educado en la visión de cinematografías ya
en plenitud de refinamiento —tales la noruega, la germana, la americana—, lleva
andado mucho más camino en su cultura cinematográfica que el nacional
productor. Este se lanza, todavía inconsciente, hacia las cosas grandes... de
tamaño, porque aun ignora que en el conjunto de las cosas pequeñas es donde
únicamente puede encontrarse lo que de verdad es grande.
7 de enero de 1931
33
PREHISTORIA...
Pola Negri, la insigne artista que con su gran talento
y dotes de expresión tanto nos emocionó a todos
EN la mayoría de las cosas que conocemos juzgamos del futuro por el pasado.
La lección de la Historia es una de las pocas lecciones ciertas e indudables... Pero
aun esto nos falta cuando queremos aventurarnos por senderos de cultura
cinematográfica. Porque ¿es que, acaso, tiene el cine Historia, pasado?
Hay, en efecto, ¡cómo podía dejar de haberlo!, un pasado del cine. Una
Historia... y hasta hay quien dice que una Prehistoria. Entre estos últimos está
Pola Negri, la insigne.
34
Según la artista de las múltiples nacionalidades, el origen del cinematógrafo
—de la imagen, de la sombra animada— se remonta a los primeros días de la
Humanidad. Imagina, ella, al hombre primitivo recorriendo la tierra cargado con
el fardo ligero de sus sentimientos rudimentarios; la mente nebulosa, la idea
embrionaria aún... Cierto día alumbra su inteligencia una chispa: «siente» a un
mismo tiempo curiosidad y temor. Ha observado que otro ser, de contorno
semejante al que el puede advertir en sí mismo, le sigue a todas partes, copia
todos sus movimientos... Es una bestia negra cuya figura resulta a veces
imprecisa, vaga; que corre cuando corre el hombre y salta si él salta... El hombre
primitivo, en los albores de su facultad de observación, tiene miedo de la bestia
negra —su sombra— hasta que el hábito disipa el temor y éste se transforma en
simpatía. La bestia negra no es mala; en vez de acometer, acompaña...
Y sigue imaginando, la artista, cómo el hombre primitivo entra en su caverna
una noche. Hay en la cueva una mujer, un niño; la mujer y el hijo del hombre.
Hay, también, una grande hoguera para ahuyentar a las fieras y para preservarse
del frío. Al otro lado del fuego, la madre y el niño, olvidándose de todo peligro,
de todo cuidado, ríen, ríen, ríen… La mujer, con sus manos pequeñas, forma una
extraña figura que, proyectada en la pared de la cueva, merced a la luz de la
hoguera, finge un cocodrilo monstruoso. La bestia abre y cierra las fauces; el
niño se ríe... El hombre primitivo, asomado a la entrada de la cueva, se asombra
primero, sonríe luego... Recuerda el monstruo negro de sus correrías... ¡Ha
comprendido al fin!...
Pero, aun no queriendo ir tan lejos en busca del origen del cinematógrafo, no
hay más remedio que remontarse hasta el antecedente más viejo que conocemos:
el de las sombras chinescas: sombras animadas, móviles, que, ya formadas por
las manos, ya por las figuras recortadas en papel o cartón, se proyectaban sobre
una sábana o sobre un blanco lienzo de pared... Este juego, esta diversión, que
tuvo sus conatos de arte, pasó de Oriente a Occidente, de China a Europa; en
Francia hubo, en los siglos XVII y XVIII, exhibiciones de sombras chinescas,
con «escenarios» o argumentos que hoy gustan los eruditos de desenterrar...
¿Después? Después hay que dar un salto formidable hasta la segunda mitad
del siglo XIX. Como más tarde las ondas hertzianas, flota entonces en el
ambiente el afán de aprisionar y proyectar el movimiento. Siempre un poco en
traza de juguete, inventa Horper el zoótropo; el belga Plateau el fenaquitiscopio;
el francés Reynaud el teatro óptico. La fotografía, descubierta por Daguerre, abre
al anhelo, a la inquietud, al deseo, un nuevo, vastísimo campo...
¿Por qué no ha de captarse, aprisionarse, el movimiento, merced a la cámara
obscura, por medio de la fotografía? A un tiempo, en Francia y en América,
preocupa este problema a más de un hombre de ciencia. En 1873, el fotógrafo
americano Muybridge inventa la cronofotografía; en 1882, el francés Marey
perfecciona este invento en términos que parecen hacer posible la cinematografía
tal como hoy la conocemos. Desde 1880 a 1894 se ocupa Demeny (francés) en
crear lo que ha de ser el bioscopio Gaumont. En 1891 Edisson proyecta y ensaya
dos aparatos: uno para impresionar las escenas movibles y otro para
reconstruirlas.
35
Pero la gloria máxima y definitiva corresponde a los hermanos Lumière, que
en el año 1895 proyectan en Francia la primera película, dando entonces su
primer paso, iniciando su primer balbuceo, el séptimo arte que todos hoy
conocemos y reverenciamos.
¿Y después? Después esa carrera desenfrenada, loca, de que todos venimos
siendo espectadores en lo que va de siglo. Vistas fijas. Mariposas en colores.
Caballero barbudo haciendo juegos de manos. Trucos inocentes. Persecuciones
sin fin. Max Linder. Los primeros cinedramas franceses. «El asesinato del duque
de Guisa». Susana Grandais y Manolo... Pathé y Gaumont. Las reconstituciones
históricas italianas. La Bertini. Las primeras comedias americanas. ¡Charlot!
La guerra. Después los americanos. El Oeste, las grandes producciones bíblicas,
las comedias conyugales, las cintas de guerra... Griffith, De Mille, Cruze.
Los magnates multimillonarios. Los sueldos fabulosos. Las «casas construidas
por las sombras». De pronto la irrupción de los germanos. Ahora Rusia. Y
—ahora también— el sonido, la voz; la batalla de las lenguas. Hemos llegado al
presente. Que pasará —rápido, súbito, vertiginoso— también.
Dígase lo que se quiera, la tan cacareada Historia del cine, cabe —incluyendo
prehistoria y todo— en cuatro cuartillas. Mas, en los resquicios de esa Historia,
de esas cuartillas, ¡qué inagotable fuente de anécdotas, qué mundo de rostros y
sombras! La Historia del cine, por la anécdota, es lo que, a vuela pluma, con la
vertiginosidad propia del Séptimo Arte, quisiéramos reconstituir…
24 de enero de 1931
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EL PRIMER BESO
Lloyd Hughes y Jane Daly en la película de la M.G.M «La isla misteriosa»
¡CUIDADO! No se trata del último capítulo de una novela blanca..., ni del
primero de una novela pasional. Este beso es un beso artístico y genérico.
Por añadidura, histórico. Y esencialmente cinematográfico. Aunque en la breve
—pero ya curiosa—, historia del cine, tiene, ciertamente, un a modo de
significado nupcial.
¡El beso en el cine! Casi todo el cine. Por lo menos, un elemento que, a juzgar
por lo usado y repetido en todas las cinematografías de todas las épocas, debe
de contener incalculable materia fotogénica... ¡El beso en el cine! El cándido
final de las puras cintas de Mary Pickford o Margarita Clark. La complejidad
pasional de Barbara La Marr o Francesca Bertini. El apoteosis sentimental en las
cintas de vaqueros del lejano Oeste (¡oh el Far, Very Far, West!). La clave de la
intriga en las producciones de salón. El triunfo artístico y varonil de Valentino...,
auténtica sombra de Don Juan. La abyección de Jannings («El destino de la
carne», «Varieté»). La gloria de Greta Garbo. La dicha de Nagel, de Gilbert. Lo
soñado, lo perseguido, lo jamás logrado por esos parias de la vida y del amor que
son —en la pantalla; solo en la pantalla— los Chaplin y los Keaton...
¡El beso en el cine! Toda la historia del cine puede seguirse a través de unos
cuantos besos famosos en cintas famosas. ¡El beso en el cine! Si se hace un poco
de memoria, no resulta difícil advertir que el cine ha sido quien, sacando al beso
del estrecho límite de la deliciosa intimidad en que vivía, y que le es propia, lo ha
lanzado, de un modo más o menos artístico, a la exhibición ante el gran público,
ante todo el público…
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Recuérdese que antes, en el teatro, el beso no tuvo sino un papel raro y fugaz.
En todo el teatro romántico, encendido hasta el rojo vivo de amorosa pasión, no
hay un solo beso. En el reparto de esa crónica del perfecto seductor que el «Don
Juan», en sus diversas y múltiples versiones, no figura, ni en calidad de
comparsa, Miseñor Elbeso. Tenorio rapta, seduce, conquista a doña Inés, mas en
el supremo instante de rendir la plaza —¿la escena del sofá?— no besa a la
enamorada novicia.
Cyrano de Bergerac nos ofrece toda una larga y bella escena del beso;
delicada y sonora tirada de versos, que conmueven a Roxana y encantan al
auditorio…, mas, a éste, sólo llega ese poético preliminar; el beso real no es cosa
del inspirado Cyrano, sino del vulgar y obscuro Cristián, que nos lo escamotea
entre la fronda del balcón... Fue el cine, en fin —repetimos—, el cine, a quien
corresponde la gloria de haber elevado el beso a elemento de arte.
La razón es obvia. No fue capricho, ni aun menos —¡oh, no!— sensual
complacencia. Fue necesidad absoluta, resuelta con argucia ingeniosa. Porque
para la escena amorosa —eje inevitable de toda producción novelesca, dramática,
espectacular— le falta, precisamente, la tirada de versos, la romanza, el madrigal,
la encendida palabra, el cine —aquel viejo cine que hizo del silencio un culto—
busca substituir todo eso con algo que, en la pasión, sea también poesía.
PERO ¿y la historia del cine? ¿Y aquél «primer beso»?... Aclaremos.
Se trata de la historia del cine norteamericano, que sigue, en prolongada
línea paralela, a la historia del cine francés. Este «primer beso» —repetiremos—
viene directamente de Manhattan. Y, desde allí, invade el mundo. Digamos
cómo fue. Pero primero situémonos.
En su laboratorio, Tomás Alva Edison, el mago, estudia, planea... Utiliza
elementos empleados por los franceses, ensaya otros nuevos. Después de mil
esfuerzos, que arrancan de 1889, en 1892 Edison se prepara a presentar en la
Exposición de Chicago su invento. La proyección sobre pantalla es todavía un
vago sueño. El aparato que mostraba las películas consistía en una caja alta,
como una gruesa columna, a dentro de la cual el espectador miraba por un
agujero. Así colocado, veía sobre una especie de plancha de cristal el rico
espectáculo de una joven bailando la danza serpentina o un joven gesticulando
con vivacidad.
Pero el invento de Edison, por un retraso de fabricación, no pudo presentarse
a tiempo. Otro inventor rival, un tal Auchnitz, cuyo nombre no ha pasado a la
historia, aprovecho la ocasión para instalar en el certamen su «Tachyscopio».
El aparato era, asimismo, una columna a cuya lente o agujero debía aplicarse
el ojo del espectador. «El astro de aquella proyección —nos dice una crónica de
la época— era un elefante que caminaba, majestuoso, por el diminuto campo de
visión, moviendo la trompa…»
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Dos años después, en 1894, la Compañía Edison sacó al mercado su invento.
Se dejaba caer una moneda dentro de la alta caja; se aplicaba el ojo a la abertura
negra, y un cuadro no mayor que la página de un libro mostraba la imagen
animada. ¿Temas? Dos muchachas bailaban la inevitable danza serpentina.
Un chico travieso sacudía un bote de pimienta ante el escritorio de un hombre
que estornudaba como si fuera de veras. Al final de aquel año se abrieron al
público los primeros Salones Edison.
Mientras, en Europa, los Lumière perfeccionan el aparato proyector y
presentan la gran novedad de la pantalla. En América ya los teatros de variedades
y los music-halls terminaban sus programas con una leve presentación
de «vitascopio». Ya una escena callejera». Ya la llegada de un tren... Las olas
rompiendo contra los acantilados de Dover: una revista de la policía montada de
Nueva York... Pero Lumière va más lejos, y, simultáneamente, en los teatros de
Londres presenta la cómica escena de un hombre regando con una manguera su
jardín y un chiquillo travieso que le hace la jugarreta de dispararla a la cara del
hombre.
Estos son los asuntos. Los temas. Y es «un beso» el que lleva al cine camino
del drama. Una gran actriz americana —May Irwing— acababa de lograr un gran
éxito, en la escena, con una obra titulada «La viuda Jones». En este drama, ¡oh
maravilla!, el primer actor, John C. Riese, besaba largamente a la dama, mientras
ella pronunciaba enternecedoras palabras. El hecho —nuevo en el ochocientos
mojigato— causó sensación. Toda América habló del beso de May Irwing.
Entonces los animadores del vitascopio tuvieron su primera gran idea camino del
éxito, de la sensación, del idolismo de las La Marr y las Garbo, los Gilbert y los
Valentino.
Adquirieron de miss Irwing el derecho a inmortalizar aquel momento teatral
en la pantalla. Sólo aquel momento. Sin drama, sin asunto... El triunfo fue
inmediato. «Los primeros proyectores —dice un anónimo historiador— estaban
hechos de modo que cualquier escena podía repetirse al momento, y los públicos
concurrentes al teatro de variedades solían pedir aquel beso seis o siete veces.»
Toda América habló un día del beso de May Irwinq. Hoy nadie lo recuerda.
Como nadie conoce el leve y curioso antecedente. Pero en todo instante de pasión
que invade la pantalla, como en toda emoción de la gente joven —ellos, ellas—
que asisten a la proyección, aquel beso vibra todavía. Y vibrará...
31 de enero de 1931
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ESPLENDOR Y OCASO DE MAX LINDER
Luis Wolheim y Nick Musuraca director y cameraman respectivamente
del melodrama de la R. K. O. «Sheep's Clothing»
NOS llevaba aún la niñera al cinematógrafo, cuando, entre la masa anónima
de los precursores de entonces, empezó a destacarse, claro y distinto, el rostro de
un verdadero, rutilante astro. Una cara incorrecta, pero saladísima, de chiquillo
travieso, unos ojos llenos de toda la vivacidad de todos los ojos vivaces del
mundo, un bigotín recortado cómicamente —¡entonces, que se llevaba con
enhiestas guías a lo Kaiser!—; una figurilla juvenil, movible, inquieta, de una
comicidad nada grotesca, antes con pretensiones a cierta elegancia. Eran los días,
casi prehistóricos, del «Debut de un patinador», de «El primer cigarro del
colegial» y de «La vida vista a través del monóculo». Eran los días de los
comienzos, verdaderamente apoteósicos, de Max Linder, primer astro
cinematográfico francés.
En la, todavía breve, Historia de la Cinematografía es nuestra opinión que
el nombre de Max Linder ocupará preferente lugar. Y no ya en la Historia de la
Cinematografía francesa, sino en la de la cinematografía mundial que, aparte las
preferencias y el rumbo actuales, tenemos que reconocer que debe mucho a
aquélla. En la época —remotísima, aunque nos pese— en que los programas
cinematográficos se componían de una serie de vistas fijas alternadas con la
danza de «La mariposa en colores», o las habilidades de un señor barbudo y
solemne haciendo juegos de prestidigitación, la llegada de Max Linder
aportó al blanco lienzo por primera vez, un poco de gracia, de arte, de
interés.
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Por primera vez las películas tuvieron un argumento, y el intérprete una
personalidad. Personalidad que, durante largo tiempo, perduró como «única».
Por entonces aparecieron algunas grandes cintas en el horizonte; entre ellas
«La muerte del duque de Guisa» —que también marcó época, que también fue un
film precursor—, mas los nombres de los intérpretes de estas producciones serias
no eran siquiera conocidos del público. Sólo Max Linder, con sus cómicas
piruetas, su radiante alegría, sus ojuelos vivaces y su negro bigotín, conquistaba
a pasos agigantados la popularidad.
EN los documentos oficiales, desde su nacimiento a su muerte, ocurrida en
trágicas circunstancias, Max Linder fue monsieur Gabriel M. Leuville. Había
nacido el año 1883 en el pueblecito de San Loube y era hijo de un acaudalado
matrimonio del país. A los diez y seis años ingresó en la Universidad de París,
donde empezó las carreras de Medicina y Derecho. A los diez y siete comenzó
a tomar lecciones de declamación, y, a poco, debutó en la escena hablada,
haciendo papeles secundarios en algunas obras del repertorio clásico. Dos
años después de haber pisado las tablas por primera vez, Gabriel Leuville
—el futuro Max Linder— abandonó el teatro para empezar la carrera de
arquitectura. Mas tampoco se avenía esto bien con su carácter inquieto, y
renunció definitivamente al estudio para entrar en el arte frívolo, en las
«varietés».
Iba camino de lograr en ellas un puesto distinguido, si no eminente, cuando
empezó el auge del arte mudo. La inquietud del joven actor le impulsó en
seguida, irresistiblemente, hacia las posibilidades que en el nuevo arte pudiera
encontrar. Y el arte nuevo no fue avaro con él. Verdad es que él le dio a manos
llenas cuanto era y tenía: ¡su juventud, su alegría, su eterna inquietud!
La fama de que Max Linder gozó, el favor popular que le acompañó, llegaron
a ser inmensos. En el año 1912 se presentó en el teatro de Novedades, de
Barcelona, y, para tomar localidades, se formó a la puerta una cola interminable.
Las modistillas barcelonesas faltaron a los talleres y llenaron el teatro la única
tarde en que se presentó. Y al finalizar el espectáculo fue tanta la aglomeración
en torno al artista, que dos parejas de la policía montada tuvieron que
acompañarle hasta el hotel. Es gracioso, y muy perdonable dado su carácter,
recordar que en aquella época Max Linder se vistió de torero para lidiar unos
becerros en Las Arenas.
Después, Max Linder, el alegre, el juvenil, el inquieto Max, «hizo la guerra»,
la gran guerra de 1914. Recibió dos heridas de bala en el pecho y curó de ellas.
Pero no todas las heridas de la guerra grande las hicieron las balas, ni todas
curaron al cerrarse las llagas de la carne... Licenciado en virtud del armisticio,
Max recibió tentadoras proposiciones de un estudio de Norteamérica, que tardó
en decidirse a aceptar y que al fin aceptó para doce films, de los que sólo pudo
realizar tres. Volvió a Europa enfermo. Se casó y a poco murió trágicamente...
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SE suicido Max Linder... Dicen que le atormentaba una mórbida propensión
a ver el lado sombrío de las cosas. Mas en su vida artística, en su vida pública,
Max se nos mostró siempre juvenil, alegre, inquieto, como en sus buenos
tiempos. Ni por un momento sintió, como Charles Chaplin, el deseo de
ofrecernos muestra de sus aptitudes dramáticas. Tuvo el pudor del dolor, que es
acaso el más respetable. El público no supo jamás la tortura de su ocaso.
Respetémoslo. Y en vez de ahondar en el detalle de la tragedia real que puso
fin a su vida, hace ahora unos cuantos años, recordemos sólo al Max de nuestra
infancia, al alegre, al optimista, al inquieto «Aprendiz de patinador».
7 de febrero de 1931
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LA CHICA DE LOS TIRABUZONES…
DURANTE algunos años —los más fecundos de su vida; acaso los mejores de
su labor— se la conoció, simplemente, por ese vago nombre. Vago, y, no
obstante: ¡qué expresivo! ¿Quién podría dudar, ni por un momento, de que, en el
cine, «la chica de los tirabuzones» fuera Mary Pickford?
¡Mary Pickford! ¡Mary Pickford! Como Charlot y como Douglas, Mary —en
sus años de anonimato «la chica de los tirabuzones»; en los días de apoteosis
gloriosa «la novia del mundo»—, Mary será, andando el tiempo, uno de los
clásicos del cine, sin duda el clásico predilecto de los chicos que estudien esta
nueva rama del saber, en la austeridad de las cinematecas. ¡Mary Pickford!...
La mujer más popular en todo el ancho mundo, sin ningún género de dudas...
También una triunfadora que ha ganado su batalla, su victoria, a fuerza de
puños, de laboriosidad e inteligencia, de insospechable ¡femenina energía...
¡Mary Pickford! Sus biografías se cuentan por centenares. Aquí la esbozaremos,
sólo, para captar en ella, de ella, la anécdota al pasar…
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Mary Pickford —hoy mistress Fairbanks— ¿se acuerda aún de su nombre
verdadero? Le duró sólo siete, ocho, diez años acaso: los que tardó la niña de los
tirabuzones en presentarse ante un público y figurar en un cartel... Ese nombre
era Gladys Smith. Nacida su poseedora en Toronto (Canadá). El padre, inglés,
marino, empleado en un gran trasatlántico, murió cuando la niña contaba cinco
años... Joven, imprevisor, este míster Smith... La viuda, irlandesa, de excelente
familia, se quedó en la miseria con sus tres pequeñines... Había hecho una boda
por amor, a regañadientes de los suyos... No quiso pedir auxilio a la lejana
Irlanda ... Buscó trabajo, ya que no fortuna, en el teatro. Y el trabajo escaseó... y
la fortuna le volvió la espalda. Fueron años de miseria negra, de apuro
constante...
Lo que la triste no lograba, comenzaron, sin embargo, a conseguirlo los
chicos. Ellos la retuvieron en el tablado de la farsa... Eran deliciosos... Sobre todo
Gladys, con sus cabellos de oro, sus ojos azules, su viva inteligencia y aquella
dulzura que se conquistaba igual a la compañía que al auditorio...
Pero el apellido «Smith» es con exceso vulgar. La viuda retrocedió hasta dar
con un apelativo de los antepasados irlandeses. Y sus hijos fueron Mary, Lottie y
Jack Pickford.
Siguieron tiempos difíciles, de trabajo en teatrillos de mala muerte, de
constante desplazamiento, de papeles rápidamente aprendidos en los trenes, de
altos y bajos de la suerte, de paro forzoso y hambre segura en aquellas ciudades
en que la ley que prohíbe el trabajo de los niños en la escena, se cumplía con
exacto rigor...
Uno de los accidentes del penoso camino, llevó, al fin, a la viuda Smith, a
Nueva York. Quiso la casualidad que el gran Belasco, empresario y director de
Broadway, necesitase una niña para un papelito infantil de la obra «The Warrens
of Virqinia»; siguió el azar haciendo de las suyas... y la elegida fue Mary
Pickford. Esto era ya, en categoría, un gran avance. Mas ¡ay! los papeles
infantiles son escasos, la gloria a secas no da de comer... y la pequeña Mary
—¿once, doce años?— era ahora el ganapán de la familia... Y un algo vulgar,
obscuro, insignificante, hermano menor, pariente pobre, del teatro; un algo
conocido despectivamente con el nombre de «Moving Pictures» empezaba —año
de 1908, aproximadamente— a florecer.
En aquella época, una actriz que siquiera una vez hubiese puesto los pies en
una escena del Broadway neoyorkino, cuya firma, más o menos torpe, hubiese
figurado al pie de un contrato, más o menos generoso, del gran Belasco, se
hubiera avergonzado de rebajar su reputación artística hasta el punto de mostrarse
al público en el cinematógrafo...
Pero Mary era niña, inexperta, los contratos no venían... y en su hogar faltaba
hasta lo más preciso. Oyó decir que en el cinematógrafo también se podía ganar
algún dinero. Se fue a ver a Griffith, a la sazón primer actor y director de la
naciente Biograph…
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Griffith —¡otro precursor; otro luchador!— batallaba a la sazón con los
capitalistas de la Biograph —el famoso Trust— en favor de la película larga. Se
había convencido de que la sugestión de las fotografías móviles estaba, para el
público, en el argumento... y de que un buen argumento (Griffith era también
periodista, escritor, autor dramático) no le cabía en un rollo de cinta cuya
duración máxima era de catorce o quince minutos...
Contra esta opinión, el Trust en peso sostenía la de que la atención del público
no podía ser retenida por una fotografía móvil mas allá de veinte minutos...
Director y capitalistas habían llegado a lo más arduo de la lucha. Griffith se
mostraba decidido a abandonar la partida... y el cinematógrafo, cuando apareció
en escena la pequeña Mary Pickford.
Para los ideales de Griffith, obstinado en elevar aquella cosa obscura y vulgar
que era el cine, una nueva esperanza, Y una nueva cosa por que luchar.
Entusiasmada con la pequeña, el director-actor-autor de la Biograph, sacó una
prueba —un «try out»— de la nena, la reveló él mismo, la mostró a los del trust...
Ellos la contemplaron desdeñosos, burlones... No era una mujer bella y sugestiva,
sino una niña menuda, casi insignificante... Opusieron:
—Tiene la cabeza demasiado grande.
Pero Griffith no se arredró.
—Mejor —repuso—. Una gran cabeza (lo más noble, lo más expresivo del ser
humano) es, justamente, lo que el cinematógrafo precisa.
Contrató a la nena. Aquella cabeza, un poco grande, fue la inspiradora de sus
maravillosos —y ya clásicos— primeros términos («close up»). Gladys Smith,
Mary Pickford, se transformó en «la chica de los tirabuzones», y, aun más
comúnmente, «la niña de la Biograph».
PORQUE en esto no cedieron los del trust. El nombre del intérprete no debía
figurar en los carteles, ¿qué le importaba el nombre al público? Ni ¿qué interés
tenía? La publicidad en torno del artista (si artista podía llamarse al actor de las
nacientes «moving pictures») sólo conseguiría envanecerle, transformarle en
«una especie de insoportable artista teatral» (¡oh, qué lejos aún el idolismo que
llegó después!) y, lo que aun sería más grave…, animarle a pedir más sueldo
¡quién sabe si los sueldos «fabulosos» que en la escena se ganaban ya!...
Así, Mary, quedó en el anónimo. No por mucho tiempo. La gente, el público,
la destacó en seguida de entre la masa amorfa de intérpretes ocasionales que
formaban entonces los repartos. La gente, el público, se encariñó con ella, la
mimó, la idolatró —en la pantalla siempre, se entiende—. A falta de su nombre,
que no se cansó en averiguar, la llamó «la niña del cine», «la niña de los
tirabuzones», «la niña de la Biograph». ¡Era maravillosa! ¡Era un encanto!
En esto coincidía toda Nueva York.
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Menos la propia Mary, que jamás se había visto en la pantalla. Los
rudimentarios estudios no se molestaban en mostrar a los intérpretes pruebas de
su trabajo. Les utilizaban… les pagaban... Nada más. Y el cinematógrafo era
entonces —repitamos— una cosa obscura, vulgar, instalada en barracones
situados en los barrios menos recomendables de la ciudad. El cinematógrafo era
un sitio «adonde no iban las niñas». En primer término, porque lo prohibía la
autoridad. Y he aquí la anécdota, que pasa. Captémosla en su volar.
UN atardecer, Mary sintió, más vivo que nunca, el deseo de ver su última
película. ¡Si pudiera ir a la primera sesión! Pero ésta coincidía, precisamente, con
la cena común, en el estudio... Bien. Pasaría sin cenar. Y Mary se lanza a la
escapatoria, atraviesa a pie la ciudad entera, llega a la «Comedia» —el primer
local de que Zukor fue empresario, antes de ser productor—, compra un billete,
pretende entrar...
Al Kauffman, encargado de la «Comedia», le sale al paso.
—¿Qué edad tiene usted?
La niña vacila un instante. Sus catorce años, que semejan once, la van a dar un
disgusto, presiente. El largo camino recorrido, la cena perdida, y, sobre todo, el
ansia, el anhelo de ver su propio trabajo, de poderse contemplar, juzgar, mejorar,
la animan a mentir, levemente.
—Quince años —replica.
Una mentira mayor hubiera sido inverosímil.
—No puedo permitirle la entrada. La ley no la consiente a los menores de diez
y seis...
La cena..., el camino..., el anhelo... Con su gesto más mimoso, Mary replica,
ruega...
—Pero... yo soy de la Biograph. «Salgo» en la película de esta noche.
¡Míreme usted bien... si le sirven de algo los ojos!
Kauffman la mira. Ella insiste:
—¡Sí! La niña de la Biograph. La chica de los tirabuzones. Vengo a pie desde
la calle Veintiséis. Me he quedado sin cenar... por verme, ¿no me deja entrar?
—No. Tenemos orden terminante. La policía vigila, y...
La sangre irlandesa de Mary se le subió a la cabeza ante tanta impertinencia.
—¡Llame usted al dueño del local! —gritó—. ¡Quiero ver al dueño del local!
—No hay necesidad —sonrió Kauffman—. Estoy seguro de que no haría por
usted más ni menos que yo.
—Entonces —protestó la pequeña, apretando los puños—, dígale de mi parte
que no volveré jamás en mi vida a esta casa. ¡Jamás, jamás, jamás!
Y por algún tiempo sostuvo su palabra, con tesón de mujer y de irlandesa.
Más tarde fue Zukor —el dueño de la modesta «Comedy»— quien lanzó su
nombre a la fama, quien sentó el precedente de contratar a una chiquilla por diez
mil dólares semanales; quien, en fin —como dicen por aquellas tierras—, le dio
su plena oportunidad.
14 de febrero de 1931
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ESTE BUEN CHARLOT…
EL buen Charlot fue «clown» en sus comienzos. No llegado aún su momento
o su «modo» —el que no lo encuentra o no lo sabe conocer se queda en la
obscuridad perpetuamente—, parece ser que el buen Charlot no llegaba a
destacar gran cosa en su oficio de payaso. No obstante, estaba orgullosa del
camino elegido...
Al transformarse en genio —uno de los pocos genios de buena ley que hoy
corren por el ancho mundo—, cada paso y cada frase, cada afirmación o cada
veleidad del buen Charlot, ha tomado interés; tal interés, que el genial
«Peregrino» ha llegado a ser una verdadera víctima del celo informativo. En
algún momento se ha rebelado abiertamente contra la intromisión perenne de
entrevistadores y reporters. Pero el periodista, a caza de información, es
implacable...
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Si ha hallado cerrada a piedra y lodo la puerta de Charlot, y no le han llegado
los ánimos o la osadía para echarla abajo, se ha ido a llamar a la de al lado. Así
estos dos periodistas americanos que se han entretenido en buscar por todo el
mundo a los antiguos camaradas de Charlot en el circo. Ante el interés de los
entrevistadores y su reverencia frente al nombre y la personalidad del buen
Charlot, los ya viejos «clowns» se han encogido de hombros. La frase de su
antiguo compañero que más presente tenían era ésta, repetida mil veces por
Chaplin, antes, naturalmente, de haber pasado una sola vez ante el tomavistas:
—Es preciso que un artista de circo tenga muy poca dignidad y muy poco
orgullo para que consienta en dedicarse al cine. ¡Vaya una caída!
Perdonemos al buen Charlot la ligereza de esta frase tantos años hace
pronunciada. Era muy joven e ignoraba de fijo el adagio español que aconseja no
decir «De esta agua no beberé»…
DESPUÉS, ahora... Charlot es… Charlot. Único e indiscutible. No ya sólo
genio individualmente considerado, sino más bien valor representativo del cine
en su esencia. Autor, actor, director de sus cintas, logra en ellas la unidad de
concepción artística que es raro encontrar en las realizadas merced a la unión de
los más varios y, aun a veces, dispares factores. Su visión, su creación del tema y
del tipo son siempre de una armonía perfecta. Así, él ha lanzado a la pantalla y al
mundo una astrosa figura de vagabundo, de pobre hombre, que siendo siempre la
misma, no es monótona nunca, porque la humanidad toda palpita en ella.
En la hondura psicológica de este tipo de pícaro infeliz, convencional y sin
embargo humano, yace toda la amargura del humorismo y toda la comicidad de
la tragedia. Ante una película de Charlot se ríe, se ríe... y hay algo que dentro de
nosotros llora. ¿No somos nosotros mismos ese hombre… pequeñín frente a la
grandeza de sus ilusiones, sentimental y absurdo, medroso y fanfarrón, fluctuante
siempre entre la persecución de un sueño fantástico y la realidad de una
salchicha... o de una suela de zapato que haga sus veces? ¡Charlot, Charlot!
Este hombrecillo culto, distinguido, fino, que declara haber adoptado un
disfraz harapiento como reacción contra su gusto por el bien vestir, que lleva,
joven aún, en las sienes la nieve del pensador, que se codea con Wells y con
Shaw, que ha estrechado, de potencia a potencia, la mano del presidente de los
Estados Unidos y la del rey de Inglaterra, que es, a un tiempo, admirable y
lamentable, que ha penetrado el secreto del llanto y de la risa es, en sí mismo,
toda una filosofía. ¡Ah, el buen Charlot!
Mientras los niños y los burgueses ríen frente tus cabriolas, tu bastoncillo y
tus zapatos, tú sabes detener la risa y despertar la mueca amarga en la boca del
intelectual, del filósofo, del artista…
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Viendo a Charlot en la cumbre a que ha llegado y de la que —único caso en la
historia del cine— no le arrancan ni la misma vertiginosidad del arte de la
rapidez, ni la versatilidad de un público mudable al ritmo de la cinta que corre:
viendo a Charlot representando a todo honor la esencia del séptimo arte, es
curioso recordar aquellas palabras del joven payaso que aun no posara ante el
tomavistas:
—Es preciso que un artista de circo tenga muy poca dignidad, muy poco
orgullo, para dedicarse al cine. ¡Vaya una caída!
Sin saber bien por qué, ante la resistencia del buen Charlot, del genial astro de
las sienes nevadas, frente al cine sonoro, frente al cine hablado, la anécdota y la
frase del Charlot jovenzuelo, del Charlot payaso, se nos viene una y otra vez a la
mente. Y con ellas el prudente consejo del cantar castellano:
«Nadie diga: no beberé de esta agua, — por si aprieta la sed en el largo
camino.»
21 de marzo de 1931
52
53
LA RÉMORA DELADJETIVO
Ralph Forbes, actor principal de la grandiosa cinta sonora de la Radio «Beau Ideal»,
continuación de «Beau Geste», en la que Forbes también tomó parte.
ES una de mis convicciones más arraigadas la de que entre las más desastrosas
cualidades de la época moderna, hay que contar ésta de la «facilidad». Se
aprende, se ama, se vive y se crea, al vuelo, fácil, fácilmente..., se ganan fortunas
en cinco minutos, con sólo echar una firma a un contrato; se aprende a hablar el
idioma más difícil en sólo diez días, por medio de la pronunciación figurada; se
poseen los secretos de la laboriosa ejecución pianística —que antes costaban una
vida entera— con dedicar unas pesetas y aplicar los pies a una pianola; no se
admiten novios sino a corto plazo, se leen novelas breves; la literatura se escribe
a máquina, y las cartas de amor... por teléfono. Las carreras son cada vez más
cortas, el éxito de un sistema filosófico reside en que esté «al alcance de todo el
mundo», porque nadie quiere elevar sus entendederas hasta alcances más altos...
La industria la hacen las máquinas; en arte, por estar ya todo hecho, con
reproducir basta...
Mas, como el tiempo no respeta lo que se hizo sin contar con él, como no hay
atajo sin trabajo ni facilidad absoluta, resulta que las fortunas se pierden como
se ganaron, que hablamos los idiomas y no los entendemos, que la música de la
pianola sabe a conserva, que el amor fácil es humo, y la fácil filosofía agua de
borrajas.
De los encajes y los brocados que con tanta facilidad nos regalan las máquinas
no quedará un átomo cuando aun sea regalo de los ojos de nuestros biznietos la
trama sutil que a fuerza de vencidas dificultades, urdieron los dedos pacientes de
las bisabuelas de nuestras bisabuelas... Y los viejos santuarios que hace cientos de
años elevó el esfuerzo fervoroso de las generaciones, verán cómo se desmorona a
sus pies, con la mayor facilidad, el azúcar cande de que fácil, fácilmente ha sido
formado el noventa y ocho por ciento de nuestras construcciones modernas.
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FILMS SELECTOS (1930-1937) María Luz Morales

  • 1. FILMS SELECTOS (1930-1937) M.ª Luz Morales Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE El arte de acabar…………………………………………………………………..5 Las «vamps»………………………………………………………………..…….9 Las feas del cine………………………………………………………………....11 La voz no escuchada………………………………………………………….....13 La risa fotogénica………………………………………………………………..15 El redactor……………………………………………………………………….17 Trapos viejos y nuevos…………………………………………………………..21 Fotogenia……………………………………………………………………..…23 La estrella y la sombra…………………………………………………………..25 Música y ruido…………………………………………………………………..27 ¿Mudo?… ¿Sonoro?………………………………………………………….…29 El detalle en el cine……………………………………………….…………..…31 Prehistoria……………………………………………………………………….33 El primer beso………………………………………………………………...…37 Esplendor y ocaso de Max Linder……………………………………………....41 La chica de los tirabuzones……………………………………………………...45 Este buen Charlot……………………………………………………………..…49 La Rémora del Adjetivo…………………………………………………..……..53 Aplauso y protesta en el cine…………………………………………………....55 Perros en la pantalla………………………………………………………….….59 El gran robo del tren………………………………………………………….....63 Los enterados…………………………………………………………………....67 ¿Qué es el cine?……………………………………………………………...….71 La Mujer y el Cine……………………………………………………………....77 La polémica del cine……………………………………………………...……..79 Miseria y esplendor del cine italiano……………………………………………81 ¡No soy fotogénica!……………………………………………………………..87 La primera gran estrella americana fue francesa…………………………….….91 Estrella a la vista………………………………………………………………...95 John Barrymore y las mujeres de Shakespeare……………………………...…101 Paralelos………………………………………………………………………..105 Adiós al film del Oeste………………………………………………………...109 Justicia hollywoodense…………………………………………...…………....111 La moda en Hollywood…………………………………………………...……113 Quién es Betty Boop…………………………………………………………...117
  • 4. 4 Escenas de amor………….…………………………………………………….119 El niño en el arte y en la pantalla………………………………………..……..121 Bimbo……………………………….………………………………………….125 Las estrellas y sus ojos………………………………………………………....129 Los que vuelven…………………………………………….………………….133 La biografía de la estrella………………………………………………………137 El fantástico epígrafe…………………………………….………………….…139 Interiores……………………………..…………………………………….…..141 La suerte de la “doble”……………………………………………………...….143 A tiro limpio……………………………………………………..…………..…145 Ellas y Valentino…………………………………………………………….…149 Sucesivos valores………………………………………………………………153 El equívoco de la «crítica»……………………………………………….…….157 La «línea» en la pantalla……………………………………………………….161 Los trapos del cine……………………………………………………………..165 Renovación – Renacimiento………………………………………….….…….169 El cine, ¿es arte popular?……………………………………………………....171 El cine y sus “monstruos”……………………………..……………………….173 Negro en blanco………………………………………………………………..177 El héroe y la masa…….……………………………………………...……..….181 Un galán europeo…………………………………………………..…………..185 El arte de retratarse………………………………………………………...…..189 La última rubia………………………………………………………………....195 La danza de los dólares………………………………………………………...199 Evocación del cine escandinavo…………………………………………….....203 Los “ruidos” de Hollywood………………………………………………...….207 Evocación del cine escandinavo………………………………………..……...211 Evolución de unos trapos………………..………………………………….….215 Anacronismos…………………………………………….………………...….219 Bañistas en el agua y en el lienzo……………………………………………...223 La mujer en el cine……………………………………….….……………..…..227 Conversaciones con Cecil B. de Mille…..………………………………….….235 La última aventura de Jean Harlow………..……………..……………….…...259
  • 5. 5 ELARTE DE ACABAR RITA LA ROY Y ROD LA ROQUE EN LA PELÍCULA SONORA RADIO «THE DELIGHTFUL ROQUE». Parecía que todas las formas de besar habían sido ensayadas: sin embargo creemos que después de ver esta escenita de la película Radio «El Poeta Enamorado» cualquiera admite que Rod La Roque es un innovador. Quien se presta a la innovación es Rita La Roy —CUANDO en la pantalla se besan él y ella (los dos protagonistas), temed. Tras de ese beso traidor, verdadero beso de Judas, se esconde la palabra «fin». Esta aguda observación cinemática, leída hace tiempo en una crónica americana, vuelve a mi memoria evocada por esa encuesta que una revista cinematográfica francesa propone a sus lectores. El fin de una película ¿debe ser optimista o pesimista? ¿Es preciso, para que agrade al público, que la película «acabe bien» invariablemente? Acabar bien ¿es, necesariamente, acabar en boda? Nuestra época parece inclinarse al optimismo. Ese beso dulzón de los protagonistas, tras el cual la palabra «fin» se esconde arteramente, es síntesis precisa de lo que hoy se llama un film de público, o, lo que es lo mismo, de taquilla o de caja, y así se convierte, a pesar de la poesía que el metteur en scène lo rodea, en un «fin comercial». La gente joven, principalmente, quiere que el film sea bueno, excelente, apoteósico (en las imaginaciones juveniles el hada de las apoteosis viste siempre traje blanco, albo velo y flor de azahar).
  • 6. 6 Ello es perfectamente comprensible, ya que cuando nos queda mucho tiempo para esperar podemos consolarnos de todo con el dicho del vulgo —también partidario, por lo visto, de las conclusiones optimistas—, de que «hasta el fin nadie es dichoso». Esta preferencia juvenil es también la razón que alegan los editores de novelas blancas para exigir a los autores que casen a los protagonistas en el último capítulo. Pero no ha sido siempre así, y ello prueba que tal preferencia por el fin optimista podrá ser «moda» —esto es, modalidad pasajera—, pero en manera alguna «modo»— esto es, norma esencial. La juventud del siglo diez y nueve, que buscando ofrecer un aspecto por dolorosa interesante, bebía vinagre y masticaba la cal de las paredes, desdeñaba aplaudir y aun contemplar toda obra artística cuyo fin no quedara anegado en diluvio de lágrimas. Bernardino de Saint-Pierre, matando implacablemente y sin excepción a todos los personajes —madre, padre, hijo e hija— de su famosa obra, nos presenta el final obligado, solicitado —y comercial, por lo tanto—, de la época aquella. Victor Hugo sacrificaba a sus más queridos personajes, antes, muchas veces, de mediar sus novelas: así, al llegar al fin, el sacrificio alcanzaba verdaderas proporciones de catástrofe. Un poco después —las modas llegan a nosotros algo tarde—, los literatos españoles no se contentaban con cultivar el fin desdichado en sus producciones artísticas: los realizaban con sus propias vidas. Recordemos a Larra, a Becquer, a Espronceda ... Y el éxito era mayor cuando el fin más lamentable. (Al revés que ahora, que un artista no es nadie si el éxito no le corona con media docena de automóviles, un yate y tres «villas» siquiera.) El suicidio, en aquel tiempo, equivalía para la consideración admirativa del gran público, a lo que hoy es la cuenta corriente en el Banco de Londres. Resultaba, entonces, un buen negocio para el editor poseer la obra póstuma del escritor suicida. Parece esta indicar claramente que es el vivir moderno el que reclama y entroniza el optimismo. Esto cae de su base si se reflexiona que el romanticismo era precisamente la renovación, la revolución contra la tendencia contraria, si se recuerda lo optimistas, lo «alegres» que eran los olímpicos dioses de los Griegos... El optimismo de hoy, como el pesimismo de ayer, es, sencillamente, la corriente del momento. Su punto de partida esta, en uno u otro caso, en las tres o cuatro producciones primeras que, dominando en ellas una u otra tendencia, hayan obtenido seguidamente un triunfo rotundo. El empresario o editor, que es quien palpa las felices consecuencias, no se detiene a considerar que estas pueden ser debidas al soplo del arte, que no reconoce pesimismos ni optimismos, ni recurre a «fines comerciales», o a la maestría con que el asunto, sea cual fuere, está tratado, sino que sólo atienden a la fórmula, y según ésta, encargan y aun exigen las producciones.
  • 7. 7 Y estas mezclas «según arte», en que el arte interviene tan poco, ni aun en la botica resultan felices muchas veces. En la producción cinematográfica, se advierte, más que en ninguna otra manifestación artística, el deliberado propósito de concluir siempre las cosas a gusto del consumidor. Y sucede, a veces, que el consumidor gusta de que lo contraríen más que de que le den la razón sistemáticamente, como dicen que hay que dársela a los locos, ya que no la tienen. Además, por mucho que nuestro paladar agradezca un manjar determinado, la constante repetición nos hace aborrecerlo. Además… No está del todo mal eso de esconder la palabra «fin» tras de un beso de amor, pero en ciertas ocasiones no resulta oportuno ni bello. Lo más razonable sería que el final de una película fuese el que los acontecimientos de la misma, lógicamente, trajeran consigo. Lo más artístico que se le diera el ideado por el artista —contra el empresario, contra el artista y, muchas veces contra el mismo público—, libre y espontáneamente; lo más real, que no tuviera «fin» ninguno… Como en la vida… 4 de octubre de 1930
  • 8. 8
  • 9. 9 LAS «VAMPS» Barrio Chino de la ciudad de San Francisco de California. LAS vampiresas. Las mujeres fatales. O así, sencilla, moderna, americana y cinematográficamente: las «vamps»... Las «vamps», en cinematografía, son el equivalente femenino de los traidores o villanos (también esta última denominación es cinematográficoamericana), pero no de un modo exacto. El villano, para ser villano perfecto, tiene que ser feo. Es esta, según parece, su primera villanía. Y ha de llevar bigote; lo que, en Cinelandia es, por lo visto, el colmo de la fealdad... En cambio, la «vamp»... ¡Ah! La vampiresa, la mujer fatal, halla en su hermosura, precisamente, su fatalidad. He aquí, por ejemplo, a Nita Naldi, personificación primera de la mujer fatal en el cine. «Vamp» especifica. Belleza desbordante y opulenta. Belleza exótica... en Cinelandia. Ojos negros, profundos, que mirando hieren. Y así, heridas continuas. Miradas atravesadas. Gesto misterioso; carácter sibilino. Es una habitante del barrio chino de Chicago o de San Francisco... Es una leprosa cuya belleza no es sino engañoso canto de sirena... Es una dama española o sudamericana que asiste a las fiestas de toros, y fascina a los diestros, y goza viendo mezclada a la arena su sangre. Es el terror de las buenas esposas peliculescas. Es la ruina de los maridos... No se ríe jamás; tan convencida está de la gravedad de su peliculesco papel... Cuando anda, ondula, se cimbrea y retuerce como la palmera bajo el huracán. Cuando se sienta, adopta actitudes que, ¡claro!, para mayor distinción, son en todo diferentes de las que en tal caso suelen adoptar las demás mortales. Viste invariablemente trajes con anchos y largos escotes, luengas y envolventes colas, mangas perdidas, grandes sombreros, todo ello de acuerdo con una moda creada especialmente para uso de las vampiresas. Es irresistible. Fatal. Es... ¡pobre Nita Naldi! una pobre chica que ha tenido que abandonar —¿temporalmente?— el celuloide, porque dio en engordar, engordar…
  • 10. 10 También es «vamp» la enigmática y felina Greta Garbo, la sirena suena cobijada bajo la bandera de la Metro – Goldwyn — Mayer. Pero también es «vamp» Greta Garbo. Y Greta Nissen. Los países escandinavos parecen ahora especialmente pródigos en damas fatales. Y este nombre extraño y eufónico de Greta parece, en la denominación del género, algo así como aquí el de Carmen... ¡Greta Garbo, Greta Nissen! Enigmática y felina, aquella... Cimbreante, impasible... Esta, parapetada en la gran importancia que le prestan los ropajes envolventes y la cabellera revuelta y abundante de muñeca italiana... ¡Greta Garbo, Greta Nissen! En una y en otra, los ojos son verdes, transparentes, profundos; ojos claros como los de las sirenas. ¡Ah! Estas suecas astutas si que no engordan. ¡Ah! Ellas saben bien que su vampirismo, su fatalidad, reside principalmente, según el cinelándico arquetipo, en la agilidad felina, en la figura culebreante, en los largos brazos. Y si, alguna vez que otra, ésta o aquélla se dignan sonreír levemente, es porque aun no sabe, ¡desgraciada!, que eso de ser «mujer fatal» es cosa muy seria. No se detiene, no, ante el constante y rápido rodar del film, la larga e ininterrumpida sucesión de las «vampiresas»... Su dinastía ¿no comienza en Francesca Bertini, sutil y complicada; no encuentra una de sus más características personificaciones en Mae Murray, haciendo estragos, sembrando catástrofes con su arbitrario gesto de hermosa idiota? Desde entonces, no hay principiante ni aficionada al film que no cifre su ilusión más cara y apoteósica en llegar a ser tan convencionalmente fascinadora como ellas, ¡Gentiles y ondulantes «vamps», nacidas del celuloide!... ¡Qué absurdas, qué lamentables, qué ridículas serían si fuesen como se las quiere representar!… ¡Si, como tales vampiresas, como tales mujeres fatales, no fueran sólo unos bellos mitos! 11 de octubre de 1930
  • 11. 11 LAS FEAS DEL CINE LINDA, gentil, menuda y pizpireta; los cabellos rubios, cortos y alborotados, la naricilla graciosa y ligeramente respingona, la boca chiquitita y bien dibujada, los ojos grandes y muy abiertos a la vida —pasaron a la historia los ojos «orientales» lánguidos y entornados—; las cejas ausentes, las pestañas muy largas y arqueadas al «rimmel»; los miembros ágiles para la danza como para el tennis, la equitación, el auto, la bicicleta, la natación y, a ratos, la lucha y el boxeo... En lo moral, dos adarmes de mujer y lo demás de muñeca mimada... Ingenuidad de «enfant terrible» capaz de emplear, por conseguir un capricho, toda clase de armas, desde el «flirt» a la «browning»: ¿no es éste, con corta diferencia y escasas excepciones, el retrato de la estrella cinematográfica?... Porque las grandes mujeres de potente belleza y atractivo fatal —es este adjetivo predilecto de la literatura al uso— están fuera de ambiente en el cinematógrafo. Confesamos que nuestra cinefilia prescinde por completo de las magnas trágicas italianas para recrearse en amable visión, grata cual la de un corro infantil de las Clara Bow, las Bessie Love, las Lillian Harvey... Mas, aun siendo ello el mejor atractivo del cine no siempre son necesarias en el cine las Bow, las Love y las Harvey. El tipo obligado y encantador de la mujer menudita y gentil, de cabellos alborotados, labios «al lápiz rojo», cejas ausentes y pestañas al «rimmel», puede no resultar adecuado para determinado papel. Y como en el cinematógrafo la realidad es esencial elemento, resulta que los cinematografistas se vuelven locos buscando mujeres feas de verdad.
  • 12. 12 Son inútiles los anuncios sugestivos en revistas y periódicos: las deseadas feas no acuden a ellos. La perspectiva de una remuneración crecida y de un trabajo fácil no surte tampoco efecto alguno... ¿Acaso porque las feas prefieren trabajar con menos provecho pero con menos peligro de exhibición también? ¿O, acaso porque piensan, discretamente, que su lugar está, más que en la blanca claridad de la pantalla vocinglera, en la penumbra piadosa de la oficina, el despacho o el taller? ¡Oh, no! De ninguna manera. Es que, cuando de mujeres se trata, no existen feas, feas de verdad. No es ello fantasía ni pretensión ridícula que deba excitar nuestra risa; no es desconocimiento de sí mismas tampoco. Es, antes al contrario, en compensación maravillosa con que Dios las dotó, visión precisa, conciencia clara de cuanto en ellas vale; de la inteligencia, de la bondad, de la laboriosidad, de la abnegación, de la ternura que sus almas anima y embellece, y que en torno a sus rostros incorrectos, desagradables o grotescos, pone aureola de hermosura en que se ven envueltas cuando se miran al espejo. Si nosotros las vemos sólo en apariencia y no tal cuales son, peor para nosotros que no sabemos ver. Porque en realidad, no hay mujeres feas. Y, sin embargo... Y, sin embargo, en la pantalla vemos a veces figuras y rostros de mujer que desmienten al comentarista en su anterior observación. Y no han caído en sus papeles por azar, ni por benevolencia, descuido o impericia de quien las contrató, que el metteur en scène es experto conocedor de bellezas femeninas y nada sabe de la ideal aureola que acabamos de nombrar... No, no; las feas del cine ocupan en él papel de feas, con todas las agravantes, y de las situaciones en que intervienen es factor esencial su consabida, patente e innegable fealdad. Parece por ello doloroso pensar: ¿Es que la necesidad ha llevado a esas mujeres al extremo de sacar partido de la espina más aguda y más honda que puede haber en una vida de mujer? ¿O es que acaso les ha sido negada la divina compensación maravillosa y sólo ven de sí mismas lo que nosotros vemos, la apariencia exterior? Sería doloroso, si no supiéramos que estas feas del cine no lo son sino en los momentos en que necesitan representar esos papeles, y que precisamente se especializan hoy en estos las más lindas, las más traviesas de esas muñecas de los cabellos alborotados, las cejas ausentes, las pestañas al «rimmel» y el espíritu repleto de «ello» hasta rebosar... En la imposibilidad de encontrar mujeres feas, es esta una de las pocas cuestiones en que el cinematógrafo está en completo desacuerdo con la realidad. 18 de octubre de 1930
  • 13. 13 LA VOZ NO ESCUCHADA RODOLFO VALENTINO El perfecto enamorado, o más bien el arquetipo de enamorado, según todas las muchachas de su tiempo: ¿cómo hubiese dicho «te amo»? LA pantalla parlante, los «talkies», nos han complicado la vida cinematográfica con este nuevo elemento —la voz— que nos lleva de sorpresa en sorpresa…, y aun, a ratos, de susto en susto. Ya no vemos sólo, sino que oímos: voces, voces, voces... Como el tomavistas, el tomasonidos es, ya halagador, ya cruel, ya burlón, ya cómplice. Hay voces de oro y voces de cobre, voces de hierro y voces de hoja de lata. Voces que acarician y voces que arañan, voces que armonizan con quien las posee, y otras que, aun siendo auténticas de quien las emite, nos hacen pensar en aquellos primeros desgraciados ensayos de artistas mudos con «dobles» parlantes… Hasta ahora —y desde siempre— la más difícil de hallar entre todas las voces correspondientes a todos los «dramatis personae» de la farsa cinematográfica, parece ser la voz de enamorado. Mejor aun, la voz para hablar de amor. Porque no importa, claro, que la voz del traidor o «villano» sea cavernosa o atronadora, que la del actor da carácter, aunque este carácter sea el de una excelente persona, tenga tonalidades metálicas; que la dama respetable hable con la nariz y la ingenua amenice sus travesuras a la americana o a la vienesa chillando como un ratón cuando le pisan la cola… En cambio, la dama, el galán..., ¡ah! el galán y la dama precisan voces perfectas, armoniosas, suaves, «redondas», melodiosas y fotofónicas para entonar el dúo, tanto si la cinta es cantada como si es simplemente hablada.
  • 14. 14 Y aun es con él, con el galán, con el enamorado con quien hay que ser más exigente, ya que él, el enamorado, el galán, es quien lleva, en ese eterna dúo —cantado o hablado—, la eterna voz cantante. A «ella» le basta añadir al encanto de unos labios rojos unos ojos lindos, la sugestión de un «no», un «sí», un «¡ah!», un «¡Alfredo!», o «¡Gerardo!», o «¡Billy!» o «¡Budoly!», pronunciado a tiempo. A él, en cambio, pertenecen el honor y las dificultades de la «declaración»: ese instante tan sencillo de vencer en la vida y en el amor de veras, y para el que los dialoguistas no encuentran palabras, ni los astros voces… VALENTINO, el perfecto enamorado, o más bien el arquetipo de enamorado, según todas las muchachas de su tiempo: ¿cómo hubiera dicho «te amo»? ¿Con qué voz, con que expresión? ¿Hubiera añadido a la monótona cursilería de las dos palabras nueva vibración, nueva suavidad, nuevo fuego?... ¿O tal vez nos hubiera desilusionado deteniéndose absurdamente en mitad de la frase más apasionada para aguardar una vuelta de manivela o una orden dada desde la misteriosa cabina de ese personaje nuevo y desconcertante que es el «monitor»? ¿Cambiaría de tono a cada tres palabras, cortaría «a pico» los conceptos, como tantos y tantos, preocupados hasta la obsesión por la inoportuna presencia del indiscreto micrófono? O bien, adueñado del supremo medio, de expresión humana, ¿encendería a la multitud en su propia llama, llevaría a cada espíritu un algo de la propia hoguera? ¿Se expresaría en la dulce y sonora parla de su tierra natal, o habría adoptado ese inglés sin alma y ese castellano sin fibra con que nos hablan desde el lienzo de plata todos los trasplantados? ¿Respondería su voz a su gesto?... ¿No desmentiría a su actitud su palabra?... Una dama extranjera, conocida mía, dice haber escuchado, hace años, en un disco de gramófono, la voz de Rodolfo Valentino. La impresión se hizo antes de que el «Sheik» fuese «Sheik», y aun antes de que «Los cuatro jinetes del Apocalipsis» lo lanzaran a la popularidad y a la fama. En aquellos días del anónimo, de la penuria, tal vez del hambre, Rudy fue constructor de jardines, bailarín profesional, cantor de sencillas canzonetas napolitanas. Una de éstas fue la reproducida en un disco barato. Después de la muerte de «Monsieur Beaucaire» en América se han pagada a precio de oro esos discos. Bien. Mi amiga, la dama extranjera, dice haber escuchado la voz del «Sheik» un día. «Voz deliciosamente armoniosa, suave, matizada, aquella voz, la voz de Valentino —dice la dama—. Jamás, después, he podido olvidarla. Y he querido buscar el disco, pero ha sido en vano.» ¡En vano! ¡Mejor! Cuando andando días y años, todas las cintas nos den declaraciones de amor con voces y palabras determinadas, concretas, y no siempre como nosotros las soñáramos, aun nos quedará el recurso, viendo las silenciosas producciones de Valentino, de poner nosotros palabras, nuestras palabras, a la presentida armonía de aquella voz nunca escuchada. 18 de octubre de 1930
  • 15. 15 LA RISA FOTOGÉNICA De Douglas a Maurice EL cinematógrafo es un arte amable. Si llegara nuestra pedantería al extremo de creernos capaces de resolver algo con definiciones, intentaríamos hacer aquí la del arte en general afirmando de paso, que, sin poseer esta cualidad de amable —digno de ser amado—, ningún arte es merecedor de llamarse tal. Pero no tenemos competencia para ello y odiamos las definiciones. Y, acaso por miedo de que nos la quiten, encontramos más airoso y más cómodo guardarnos nuestra convicción. En materia de arte, que es quizá en la que se ha dado mayor número de definiciones sin llegar a un acuerdo, aceptamos, rotundamente, la de Benedetto Croce: «El arte es aquello que todos saben lo que es»... sin que ninguno lo sepa explicar. Pero decíamos que el cinematógrafo es un arte amable… No puede menos de serlo porque la visión, por sí sola, tiene una crudeza que nos heriría en lo vivo si no estuviese suavizada por la susodicha amabilidad. El gran gesto trágico, el ampuloso desplante romántico que en el teatro —acompañado de palabras retumbantes, sonoras, pronunciadas, según lo requiera el caso, con voz enronquecida o vibrante—, logra convencernos, y lo que es más, conmovernos, en la pantalla nos repugna o nos hace reír. Fue este el gran error de los italianos, que quisieron aplicar al cinematógrafo los recursos adquiridos durante varios siglos de experiencia teatral. Y siendo distintos los medios empleados, el resultado, fatalmente, fue distinto también. Ni uno solo de los tan cacareados recursos dejo de fallar. Ni los retorcimientos bertinescos, ni las miradas errabundas de la Menichelli, ni los amaneramientos de Lyda Borelli —¡a quién sobre las tablas admiramos tanto!—, ni las actitudes heroicas, fieramente trágicas, o empalagosamente «apuestas» de los «partenaires» masculinos, han podido dar a la producción italiana la preponderancia que era de esperar. También a los franceses, dentro de lo admirable de su producción actual y de lo maravilloso del esfuerzo hecho por su cinematografía de la guerra acá, les falta algo, algo. Les falta el saber reír.
  • 16. 16 Porque ahora resulta que es la risa el elemento fotogénico por excelencia. Lo descubrió Douglas, que cifra en ella su mejor caudal y logró su gran popularidad merced a ella. Después no se ha olvidado la experiencia. La risa es valor cotizable que en los estudios cinematográficos no pasa inadvertido para ningún director. Las estrellas y los astros de Hollywood, Long Island, Los Ángeles, espían y cultivan su risa como la planta más preciada, como la más rara flor. Y es rara en efecto, y delicada además. Todo su valor reside en la espontaneidad; no puede, por tanto, estudiarse ni fingirse. La más modesta actriz de la más humilde farándula conoce los recursos del llanto, desde el más modesto, el del pañuelo aplicado a los ojos, al más perfeccionado en que se deslizan por las mejillas auténticas lágrimas... de parafina. Y saben también que la risa no se aprisiona a la voluntad ni al capricho, que no se adquiere ni se logra, que es el mejor don teatral..., precisamente porque no tiene nada de teatral. Verdaderos «divos», virtuosos de la risa —no de la risa cómica, desternillada, estridente, ni de la risa cínica y burlona, sino de la risa suave, franca, ingenua, jovial—, fueron en su día Douglas —quede ya dicho— y el inolvidable Wallace Reid. Luego la cultivaron con enorme fortuna los también americanos George O'Brien y Charles Farrell, llegados a la categoría de astros refulgentes por el solo inestimable mérito de «saber reír». Ahora el que nos trae la risa a la pantalla, el que nos llena la pantalla con su risa, ya no es un ingenuo muchachote americano, sino un malicioso europeo, un pícaro latino, un genuino «gamin» parisién. Es Chevalier, que debe, sin duda de ningún género, su éxito sorprendente, su popularidad fabulosa, a su también sorprendente y fabuloso dominio del arte de bien reír. Cuando la risa de Chevalier, en sus momentos de cómico enojo, le desaparece de los labios, le queda flotando en los ojos. Y en la pantalla toda. Y en la sala entera. Y como nada hay que tenga el poder de reflejo que tiene la risa, el espectador se la lleva reflejada en los labios y en los ojos también... Y, en verdad, no podría llevarse cosa mejor. Porque... Venga de nuevo a nosotros la risa, el don que perdimos. Y si es el cinematógrafo el que, en labios de sus astros nos la trae, bienvenida sea esa fotogénica risa y el arte amable del cine sea bienvenido una vez más. 25 de octubre de 1930
  • 17. 17 EL REDACTOR (A LA MANERA DE…) —SEÑOR redactor cinematográfico (valga el disparate del calificativo, disparate que, por repartido y extendido, dejó ya de serlo): hay que hacer crítica pura, honrada y valiente; hay que enaltecer el buen cine y declarar guerra sin cuartel al malo; hay que contribuir, desde la alta tribuna del periódico, a encauzar el arte nuevo, predilecto de las multitudes, por senderos de arte, de moralidad y de sentido común. Hay que combatir el industrialismo, la perversidad y la insulsez en la pantalla; hay que lograr que las ilimitadas posibilidades del arte nuevo sean puestas al servicio del progreso moral y artístico que la cultura es... He aquí la alta misión que hoy tiene en sus manos la crítica cinematográfica... (—¿Nada menos que todo eso?... ¡Oh, qué honor y qué dicha el ser redactor!) —SEÑOR redactor cinematográfico: ¿cómo osó usted decir que la nariz de la estrella es puntiaguda e impropio el atavío del galán? ¿De dónde sacó usted que a nuestra reconstrucción de la catedral de Florencia le temblaran las bambalinas? ¿Quién le autorizó para desacreditarnos advirtiendo que el triunfo de la «vamp» sobre el protagonista en el juego del amor, da lugar a escenas atrevidas, poco recomendables para menores de edad? ¿A qué ha venido el calificar de «españolada» lo que no era tal, sino «mejicanada» legítima y sin adulteración? ¿Cómo no se ha entusiasmado con el castizo diálogo netamente español que sostienen, en diversos momentos de la cinta, un actor peruano y una estrella argentina, un italiano, un belga y un portugués? ¿Cómo no hizo notar la belleza de los epígrafes, por los que hemos pagada una crecida cantidad de pesetas, con tal de que en ellos no se regateasen constantes adjetivos, floridas y elegantes frases? ¿Por qué no ha echado a vuelo las campanas del elogio, para alabar la hermosa iniciativa merced a la cual se ha mejorado enormemente el asunto de la cinta, dando al famoso pero triste drama, un inesperado final feliz? ¡Señor redactor cinematográfico; usted ataca a nuestros intereses, y es desde este momento nuestro peor enemigo!... (¡Oh, qué delicia la de ser redactor!) —SEÑOR redactor cinematográfico: no sabe usted lo que trae entre manos ni entiende un comino de su profesión… Sus páginas de cine son de una insulsez aplastante. En ellos no se habla de divorcios ni de escándalos conyugales, ni se da cuenta de crímenes o suicidios ocurridos entre la cinelándica grey. Concede usted más importancia al arte de Greta o de Lillian que a sus veleidades
  • 18. 18 amorosas, y si aguardáramos sus informaciones aun no sabríamos una palabra de los sabrosos escándalos de Mae Murray. Por si esto fuera poco, los galanes de apostura indiscutible le ernpalagan, y llega su estulticia al punto de cantarnos, de tanto en tanto, las alabanzas de la película documental. Se permite usted rasgos de abstracto humorismo que nadie entiende ni a nadie interesan, y deja, en cambio, de lado los chismes y cuentos personales, concretos, directos, tan sabrosos de comentar y repetir. No publica usted retratos «ligeros de ropa». No fomenta el idolisrno. No adorna sus comentarios, artículos, críticas, noticias, ecos, etcétera, etcétera, con el bello y generalmente usado vocabulario, merced al cual todas las estrellas son insignes, gloriosas, geniales, excelsas; todos los astros, insuperables, inigualables, irresistibles...; los decorados suntuosos, estupendos, colosales, magníficos; la dirección rotunda, categórica; magna; la producción grande, enorme, superenorme, inmensa, archisuperinmensa, colosal y requetearchisupercolosal. ¡Y en usted han puesto su confianza los directivos de una gran revista! ¡Oh, qué lamentable equivocación! Por ese camino, si en su mano estuviera, llevaría usted el arte cinematográfico a su más completa y acabada ruina. —¿Nada menos? —¡Nada menos! (—Pues señor: cuando así hablan, de un lado las empresas, de otro lado el público: ¡qué placer el de ser redactor!) —SEÑOR redactor cinematográfico: ¡Si no confiesa usted que A es el mejor director del mundo, es usted un perfecto alcornoque! —¿Quién dijo que A? ¿Acaso ignora, usted, señor redactor cinematográfico, la existencia de B? Rectifique usted, en nombre del arte y de la justicia. —¡Ha rectificado! ¡Qué vacilación en sus convicciones! —¡No rectifica! ¡Claro: como que A es de Morgravia y B de Suetonia! Su morgravismo es descarado, patente, insultante. ¡Esto no puede continuar así! (¿No? ¡Oh, qué felicidad la de ser redactor!) —SEÑOR redactor cinematográfico: Los viajantes (o los extras, o los dobles, o los protagonistas, o los «cameramen») sufrimos estas y estas contrariedades; estas y estas vejaciones... Dígalo usted clarito en su periódico; así y así... —Pero ¿han visto ustedes lo que acerca de los viajantes (o extras, o dobles, o protagonistas, o —cameramen—) publica este redactor cinematográfico? ¡Un horror! No sabe lo que se dice… Pone en ridículo a esos pobres chicos. Bien se comprende que no ha visto jamás, ni de lejos, a un viajante (ni a un extra, o a un doble, o a un «cameraman»). —Señor redactor cinematográfico: haga usted moralidad. —Señor redactor cinematográfico: no sea usted mojigato. —¿Cómo no arremete usted contra el abuso de los títulos y subtítulos, señor redactor cinematográfico? —Señor redactor cinematográfico: piense usted que en la
  • 19. 19 abundancia de títulos y subtítulos me va a mí la abundancia de pan. —Y sepa usted, señor redactor cinematográfico, que hoy solo es digno de elogio el film de vanguardia… —Acaban de enviarme, señor redactor cinematográfico, una película de anteguerra. Espero de su talento una crítica favorable al film de factura clásica, normal, y un ataque a los modernismos malsanos... —Vea usted nuestra «Lady Macbeth», señor redactor cinematográfico: alabe su fidelidad al original shakesperiano. —No deje usted de hacer notar, señor redactor cinematográfico, como nuestra versión de «Lady Macbeth» es muy superior a la de Shakespeare. La peligrosa dama se arrepiente de sus fechorías, los muertos resucitan y el público aplaude... (¡Oh, que delicia la de ser redactor!) ENVÍO: Venerado recuerdo de Mariano José de Larra: espíritu maestro del aun llorado Fígaro; no te sea profanación ni irreverencia esta leve humorada, inocente «pastiche» confesado de una de tus ensayos más famosos. Que sólo el fervor y el respeto han movido a pensar a quien lo escribe: «Si aquel maestro de maestros hubiese unido a sus actividades de críticos de teatro y de literatura, de gacetillero, de redactor de artículos de economía, de poesía, de política, de costumbres, etcétera, etcétera, la de crítico de películas o redactor cinematográfico, ¡qué sabrosos párrafos hubiese podido añadir al sabrosísimo artículo que tituló: «Yo soy redactor»! 1 de noviembre de 1930
  • 20. 20
  • 21. 21 TRAPOS VIEJOS Y NUEVOS Sección de guardarropas de los estudios Paramount LOS trapos, o dicho con más respeto y más énfasis, la indumentaria, son uno de los principales factores del arte cinematográfico. En parte alguna tiene el vestido la importancia que en el cinematógrafo. Los italianos, reyes de la escena hablada, por la innegable belleza de su idioma, por lo cálido de sus acentos y lo arrebatado de sus actitudes, han presentado desde el primer día, una inmensa desventaja como astros cinematográficos, la de su amaneramiento, de su cursilería en vestir. Si los descuidados muchachos y las ingenuas chicas de Hollywood se vistieran tan mal como la mayor parte de las actrices y actores de la escena, a estas horas no existiría la cinematografía norteamericana. La pantalla exige, no precisamente ropas presuntuosas, pero sí telas buenas, hechuras flamantes, colores sólidos. Y todo renovado —no mediante arreglos o componendas, sino por entero— a cada nueva película. De aquí, indudablemente, que los mismos parisienses admitan que actualmente es Hollywood la ciudad del mundo en que mejor se viste. En los roperos de las actrices cuélganse centenares de trajes espléndidos, substituidos incesantemente por otros más a la moda. Los actores precisan, por lo menos, veinticinco trajes completos siempre a punto de ser lucidos. ¡Hay que ver la despreocupación con que los muchachos americanos llevan la ropa! ¡Y... hay que ver la ropa que llevan! Rodolfo Valentino poseía siempre cuarenta trajes que iban renovándose; de Holmes Herbert, un artista apenas conocido, se dice que el año pasado gastó ochenta mil francos en ropa. En vista de estos datos no puede uno por menos de preguntarse: ¿Adónde van a parar todos estos trapos?
  • 22. 22 Algunas y algunos, avariciosos, los venden. Mas les parece a ellos mismos tan mal, tan mal su propia acción, que la primera condición impuesta al comprador es que no denuncie el nombre del vendedor. No obstante, es éste como el secreto de Midas... Con la diferencia de que los ropavejeros son más vocingleros aún que las cañas del campo. Dos veces al año, los grandes estudios venden los trajes que emplean en sus films, y hace falta, según dicen, montar un servicio especial de policía para impedir que los compradores se tiren de los pelos disputándose un traje de Greta Garbo o un quimono de Jeannette Mac Donald. Los vestidos de Pola Negri no son aprovechables: la celebrada artista de las tres nacionalidades destroza en términos casi inverosímiles todo cuanto lleva, a la tercera vez de llevarlo. Pero el destino más corriente de los suntuosos trapos de Hollywood es ir a parar a manos de los pordioseros. Los vagabundos de Hollywood son los mejores vestidos del mundo. No es raro ver por allá el encuentro de un mendigo, peludo, sucio, con un palo al hombro y un petate a la espalda, que viste un frac de corte elegantísimo, calza zapatos de charol, y anuda, sobre un mugriento cuello de celuloide, una corbata de última moda. Los astros de la elegancia se ven acosados por las continuas peticiones de ropa. Entre ellos, Richard Dix es uno de los que tienen mejor y más numerosa clientela. Los demandantes de ropa cinematográfica usada le vacían el ropero en cuanto lo ha llenado. —No es tan fácil como parece complacer a estos clientes —suele decir el popular «hermano bueno» de «Los Diez Mandamientos»—. Cuando se les ha vestido de pies a cabeza, arman, a lo mejor, un alboroto porque les faltan los gemelos para los puños. Las actrices reciben peticiones de trajes determinados. «El vestido deportivo que llevaba usted en la escena de la película «B» me convendría especialmente para mi próxima excursión a la montaña.» «Tengo una hermanita menor, y muy delicada de salud, que se ha encaprichado por el traje de baile que luce usted en la película X. Y. Z.» «Tengo tres hijas de quince a diez y ocho años, de la misma talla que usted, y que en su vida han tenido un vestido bonito...» Las actrices, naturalmente, se dejan enternecer y envían a la dirección escrita al pie los modelos pedidos. Muchas veces, al pasar por delante de un escaparate de bazar de Hollywood o de Los Ángeles, ven sus trapos de nuevo en venta. Mas ¡no importa!: sean trapos o conviértanse en pan, sirvan para vestir al desnudo o para dar «de comer al hambriento», está bien que lo superfluo, lo lujoso, lo que a los ricos sobra, vaya a ser lo que el pobre necesita. 8 de noviembre de 1930
  • 23. 23 FOTOGENIA Corinne Griffith y Louise Fazenda en una escena de «Outcast» NO hay elemento de divulgación como la anécdota. ¿Cuántas cosas, y no de las más sencillas, ha popularizado el substancioso cuento popular? Los chicos que cursan la primera enseñanza y las damas de la buena sociedad, que, sin preparación adecuada ninguna, asisten a las conferencias de Kayserling o de Ortega y Gasset, saben bien que de la ciencia que en ellas pasa ante nuestros ojos y nuestras orejas, solo la parte anecdótica se suele comprender y recordar... La anécdota del príncipe de Gales, a quien una casa productora de películas rogó y suplicó repetidamente, aunque fuese de un modo indirecto, el derecho a filmar una y otra vez la imagen de su real esbelta y fotogénica figura, fue la que lanzó, hará unos cinco años, al dominio de todos, esta palabra particular de la jerga cinematográfica: FOTOGENIA. Y es el caso que, aunque la anécdota, terminaba relatando como el rey de Inglaterra prohibió a su augusto hijo alternar sus deberes principescos con los menos pesados de astro de la pantalla, demostrando con ello como a un príncipe, lo mismo que a cualquier hijo de vecino, no le sirve de gran cosa esa nueva cualidad de ser más o menos fotogénico, la palabra, desde entonces, se popularizó, tomó carta de naturaleza, y, aunque no muy bien comprendida de todos, empezó a rodar y rodando sigue, rueda que rodarás. Y ya no hay tobillera de rubios rizos revueltos y cutis transparente, ni crepuscular de largas pestañas al «rimmel», que sabiéndose «muy fotogénica» no pongan entre los principales encantos de su catálogo personal, este nuevecito, inédito casi, que desconocieron, no ya sus abuelas, sino sus hermanas mayores…
  • 24. 24 Ignoramos si el Diccionario de la Lengua, en su última edición, acoge como buena, y en su sentido moderno, la palabra FOTOGENIA. Suponemos que no. Pero, desde luego, imaginamos que en el diccionario cinematográfico que se está confeccionando en Francia a toda prisa, debe ocupar la palabreja en cuestión capítulo especial. E imaginamos también, desde luego, ese capítulo, ilustrado con las más bellas ilustraciones que pueda ofrecernos un Enciclopédico: las reproducciones de los paisajes y de las bellezas femeninas más fotogénicas del mundo. Encabezándolas, irá la consiguiente, indispensable, y hasta ahora ausente definición. JEAN Epstein, uno de los misioneros del arte puro en el cinematógrafo, dice que así como el día que en la mente de nuestros lejanos antepasados surgió la abstracción color, nació la pintura, y desde el momento en que la noción abstracta de volumen se abrió paso en la inteligencia humana, la escultura y la arquitectura nacieron también, así, desde el momento en que Delluc —otro de los portaestandartes del cine puro— escribió en el ano 1919 por vez primera la palabra FOTOGENIA, el cine de arte o su noción, por lo menos, empezó a existir. Después nos confiesa que el elemento fotogénico, que nos parecía algo mágico en principio, no ha dejado aún de ser misterioso. Y dice que la mejor definición que de la indefinible Fotogenia puede darse, es decir que «la fotogenia es al cinematógrafo lo que el color a la pintura, y a la escultura el volumen: el elemento específico de dicho arte». Queda un poco vago, ¿verdad? Otros definidores, en lenguaje más gráfico y vulgar nos dicen que se llama fotogenia a la propiedad que tienen ciertos aspectos de las cosas, de los seres y de las almas de parecernos más bellas en el cine que por otro medio ninguno de representación. Esta fotogenia o superioridad que adquieren por la representación cinematográfica ciertos aspectos del mundo, puede provenir de diversas cualidades particulares a dichos aspectos. Depende de la forma, del color, del movimiento, ante todo. Un aeroplano o un automóvil son fotogénicos; una corrida de toros o un partido de fútbol no lo son. El jazz es fotogénico; no lo es el baile flamenco. Una rubia es mucho más fotogénica que una morena. El hombre negro es el menos fotogénico que existe. La educación física de la mujer norteamericana, al dar le un dominio absoluto de sus movimientos, la hace especialmente fotogénica sobre sus hermanas las otras mujeres. De la fotogenia pura surgirán, con el tiempo, los elementos precisos a una posible filosofía del cinematógrafo. Una filosofía que sin duda conducirá más directamente a la dignificación del arte mudo que los ríos de dólares y la sucesión de divorcios con que biógrafos y comentaristas resuelven desde su mesa de trabajo tedas las cuestiones cinematográficas. 22 de noviembre de 1930
  • 25. 25 LA ESTRELLA Y LA SOMBRA EN cinematografía, cuando se habla del artista, del intérprete, en cuanto a ser real, cotidiano, situado —y limitado— en tiempo y en espacio, clasificado por nombre de pila y apellido legal, encasillado en patria, familia, profesión, biografiado al minuto y retratado al detalle, firmante de contratos, promovedor de pleitos, destinatario de cartas, reclamante de dólares, etcétera, etcétera, se le llama «la estrella». Viene el alto y vulgar nombre a querer evocar el resplandor que con su arte proyecta el susodicho personaje. Y, sin embargo, en cinematografía, el artista, en cuanto intérprete de la innumerable vida de la ficción; en cuanto dueño de los mudables caracteres de sus personajes, en cuanto héroe distinto, vario, múltiple, no es él, sino su sombra. Y es la sombra, justamente, la que resplandece. No la estrella destinataria de millones de cartas, reclamante de miles de dólares, firmante de cientos de contratos… La estrella, situada frente a la sombra, de ésta recibe todo su reflejo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Por haberla incluido Unamuno en un prólogo suyo, es entre nosotros conocida la peregrina teoría del intelectual americano Oliver Wendell Holmes, acerca de los tres Juanes y los tres Tomases. Según Holmes, cuando Juan y Tomás están conversando, no son dos, sino seis, los personajes que conversan. El Juan que Juan cree ser; el Juan a quien Tomás cree conocer (o sea el Juan de Tomás, muy distinto del Juan de Juan) y el Juan verdadero..., a quien solo Dios conoce. Total: tres Juanes. Y otro tanto hay que decir respecto a Tomás..., lo que suma seis personajes por completo distintos.
  • 26. 26 Esta paradójica teoría halla nueva y exacta aplicación en el artista y en su labor. Doblemente en el artista que en vez de crear representa, en el que es forma y fondo y medio de expresión de su propio arte... El bailarín, el comediante, tiene de su persona, de su labor, idea muy distante de la idea que tienen los que le ven, lo que le miran... Una vanidad desmedida, cuando no una modestia invencible, es natural que le ciegue. En el mejor de los casos su propio juicio ha de amasarse con los juicios de los demás. Tan difícil como repicar e ir en la procesión es ser actor y espectador a un mismo tiempo. Y, sin embargo... He aquí que el cine, la pantalla, con sus enormes posibilidades de todos órdenes, hace posible lo que imposible parecía. El bailarín, el comediante —el astro del cine— concurre al espectáculo de su propia labor. Es espectador de sí mismo. Lo que ante el tomavistas ejecutó la estrella, en la pantalla, una y otra y mil veces lo repite la sombra... La estrella puede, así, contemplarse a su antojo, detener el instante fugitivo, juzgarse a sí mismo, mejorarse, aprender... Le es dado analizar su gesto, su ademán, su actitud, con igual desinterés, con parejo desprendimiento, con exacta objetividad, que un autor puede leer su libro después de diez años de haberlo escrito. Acaso más aún. La estrella no se ve ya a sí misma, sino a su sombra. Es la sombra, no ella, la que actúa. De la sombra recibe su reflejo... De aquí que en la estrella de cine sea menos frecuente —también sería más imperdonable— que en el actor de teatro, el pecado de amaneramiento. Que cada nueva producción puede así ser una enseñanza, un jalón del camino del perfeccionamiento. La innegable lección de la sombra, que la estrella haría mal en desdeñar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Como los seres de la ficción escrita —poema... novela— los personajes de la ficción cinegráfica adquieren vida propia, independiente del impulso de sus creadores, de la voluntad de sus intérpretes. Así la sombra al ser proyectada sobre el lienzo, después de desprendida de la estrella. ¡Ah, cuántas sorpresas guarda la pantalla a los que en ella viven! La estrella que supusimos dramática durante la realización, en la proyección resulta cómica; el galán que imaginamos apuesto, arrogante, irresistible, no es sino empalagoso y, en consecuencia, antipático; la principiante a quien se confió el papel humilde de criada, refulge por encima de la protagonista y el mísero extra a quien por su mala facha se otorgó a última hora papel de «villano», tiene un rostro tan bondadoso que se atrae el afecto de todos los chiquillos... Que la pantalla muestra claramente a los que en ella y por ella viven, no lo que quisieran ser, sino lo que son: Es decir, muestra a Juan —ya que no el Juan absoluto, verdadero, que sólo Dios conoce—, por lo menos al Juan que ve Tomás, que Tomás juzga. Y así es provechosa a la estrella la lección de la sombra. 27 de diciembre de 1930
  • 27. 27 MÚSICA Y RUIDO DON JUAN. —Bueno, amigo don Luis; le supongo ya rendido y pidiendo merced frente al triunfo rotundo del cine sonoro, del cual hace un año se declaró enemigo acérrimo. DON LUIS. —Sí. No quiero, en este caso, ser neciamente obstinado. Confieso mi derrota. Hace un año creí que el cine hablado y sonoro era sólo un ensayo pasajero, una nueva aplicación de la ciencia a la proyección animada, estimable, sí, pero no digna de apreciarse como definitiva conquista. Hay —¡son tan breves y tan largos doce meses cinematográficos; caben en ellos tantas imágenes móviles!— hoy me rindo casi sin condiciones. DON JUAN. —¿Podrían saberse las causas de ese cambio tan radical? DON LUIS. —Apenas es preciso explicarlas. Nada tan claro, tan convincente, como el resplandor, como el acento de la realidad. La sonoridad —música o palabra— registrada, impresa, en la banda de celuloide, por medio de la luz (lo demás sí son mixtificaciones, tanteos), al mismo tiempo que la imagen, es un paso de gigante en el avance constante y vertiginoso del cine. Y como usted, don Juan, dijo un día, muy acertadamente, el cine es algo que no puede volver atrás, ni aun detenerse. El más ignorante en técnica cinematográfica sabe que, en la proyección, cuando la cinta se para, se quema... La cinematografía ha emprendido carrera en el mundo del sonido, de la armonía, de la palabra... y ya no hay quien la detenga sin peligro de incendio. Ello no es elucubración vana, ni caprichosa teoría; es una realidad y, nos guste o no, no hay más remedio que rendirse.
  • 28. 28 DON JUAN. —¡Vaya! ¡No sabe usted cuánto me alegro de que sea usted uno de los nuestros..., un incondicional!... DON LUIS. —¡Oh, no, amigo! Eso no… Todavía no tanto... Creo firmemente que el cine, al adueñarse de la palabra, al entrar en los dominios de la música, ha dado el paso más decisivo de su vida, después de aquel paso inicial en que la sombra inquirió vida, movilidad la imagen... Me he estremecido de emoción escuchando a los «Cosacos del Don» en una admirable cinta de ambiente ruso…, y casi he llorado de gozo al oír y entender una producción hablada en nuestra lengua. Pero, con todo esto, aun no soy un incondicional. Aun me sacan de mis casillas algunas cosas del llamado cine sonoro... DON JUAN. —Por ejemplo... DON LUIS. —Por ejemplo, las producciones que se filmaron mudas y después se han resincronizado con acompañamiento de disco... ¿Qué ventaja se saca de este acompañamiento? ¿Qué va ganando con él el público? La cinta, en sí, continúa presentando todas las características —¡para mí admirables!— del cine silencioso con sus forzadas limitaciones y sus espléndidas ilimitaciones; unos letreros más o menos correctos, más o menos pretenciosos, nos ponen en antecedentes del asunto y nos relatan lo que entre sí hablan los intérpretes…, y una musiquilla ratonera, compuesta de trozos escogidos... entre lo más cursi del repertorio, y con todos los inevitables inconvenientes de la música mecánica, acompaña a esto. De cuando en cuando se escucha algún ruido significativo, incorporado a la acción; un zumbido si pasa un aeroplano, el pito de la locomotora si vemos un tren; el golpear de unos nudillos —esto es lo más frecuente, lo casi obligado— al llamar a una puerta. Este llamar a las puertas con los nudillos, es, en algunas cintas, lo que basta para llamarlas sonoras. DON JUAN. —¿Y a usted le parece mal? DON LUIS. —Ahora, francamente, sí. Al principio podía pasar, pero... ya hemos dicho que el cinematógrafo anda muy de prisa. A estas alturas, todo esto resulta de una puerilidad inadmisible, desprovista de todo valor estético. Y el acompañamiento de la proyección saldría ganando si en vez de discos, fuese música «fresca», personal, directa... Aun suponiendo algo que siempre nos ha parecido norma excelente: la de que a cada cinta importante corresponda música determinada, con tener cada película su partitura, estaría el problema resuelto. Recordemos en este sistema las partituras de «Ben-Hur», de los «Nibelungos», de «Los Diez Mandamientos»... DON JUAN. —Sin embargo, la verdadera cinta sonora... DON LUIS. —De esa nada tengo ya que decir, si no es que me parece admirable. Pero es lamentable que se confunda con la otra, con la mixtificada... ¿A qué esa superchería, cuando una película simplemente muda puede resultar magnífica? El calificativo de sonora no debiera prodigarse tanto... Y aun, de hacerse así, debería, lealmente, especificarse si se trata de película hablada, musical…, o con ruido de nudillos en la puerta de madera. 3 de enero de 1931
  • 29. 29 ¿MUDO?… ¿SONORO? En lo candente de esta escena de la cinta Radio «Leathernecking» hasta se nos han olvidado los nombres de los artistas, pero con la vista basta. LA sorpresa del cine sonoro es, a su vez, fuente inacabable de sorpresas. Resulta, ahora, después de proclamarse como cosa innegable y evidente que la nueva modalidad colocaría en primera y rutilante fila interpretativa a los prestigios del tablado escénico, dejando atrás, en la penumbra, a los astros y estrellas de la pantalla, que no son aquellos, sino más bien éstos, los capacitados —siempre que unos y otros se hallen en igualdad de cualidades naturales— para triunfar a través, de la complejidad del sincronismo. Como la sombra móvil en lo que atañe al gesto, en la voz es la cinta sonora amplificadora de defectos, reveladora cruel de convencionalismos y amaneramientos .. A través de «movietones», «auditones» y otras maravillas, los excesos declamatorios resultan igualmente ridículos que la falsa mímica teatral en un primer plano... Así estas cintas sincronizadas, cuyos intérpretes han sido gente famosa del teatro —pues, ante todo, en la nueva modalidad, donde todo ha de improvisarse, se han ido a buscar prestigios, nombres...— resultarán, dentro de unos años, tan divertidas de oír, como ahora son graciosas de ver las sublimes muecas de una Sara Bernhardt —pongamos por altísimo ejemplo— en una cinta de anteguerra... Los «talkies» exigen una absoluta pureza de dicción, pero también una plena naturalidad, y ni el menor resabio de conservatorio. (El inevitable esfuerzo del actor de teatro para hacer llegar su voz a todas las localidades de la sala, es, en el cine hablado, algo doloroso y risible...) Y otra cosa también exigen estos maravillosos «talkies»: la despreocupación completa, por parte de los artistas, de la cuarta dimensión, de la cuarta pared inexistente del escenario. El olvido de la ventana abierta al público, que es un telón alzado.
  • 30. 30 Algo a lo que es muy difícil que el actor escénico jamás se sustraiga, y que el astro de cine no conoce. Resulta, por ello, según dicen, que el actor educado para la pantalla muda, sin haber pasado por la convencional escuela de declamación teatral, es más susceptible de alcanzar el grado de naturalidad que el cine hablado exige. Y algo aun mejor; que la nueva modalidad cinematográfica va a llevarnos a la reeducación interpretativa, dando valor nuevo a la tarea plena —gesto y voz— del artista. Otro regalo que al tradicional y grave hermano mayor —el teatro— habrá hecho el novato y ya opulento hermano pequeño. EL que no entra por el aro dorado del cine sonoro es nuestro genial y viejo amigo Chaplin. ¡Oh el gran Charlot, múltiple, vario y único! En su, gesto gallardo de rehusar el millón de dólares que por dejar oír su voz en la pantalla James Cruze le ofrecía, yo no quiero ver retrogradismo, ni preocupación, ni muchísimo menos temor al fracaso... ¡Oh, no! Todos sabemos, porque los biógrafos chaplinescos nos lo han contado mil y una veces, que la charla de Charlot es tan deliciosa como su mímica y que sus dichos y ocurrencias son fuente inagotable de invitación a la más sana risa... Por ello, en la actitud del mismo frente a la novedad del cine hablado, yo creo ver, ante todo y sobre todo, un loable empeño de sostenida libertad, que a nada se rinde y ante nada cede. Actor, autor, director; creador absoluto, en fin, de sus películas, ¿cómo podría el enorme Charlot ceñirse a la dictadura de un diálogo previamente pensado y escrito por otra persona? ¿Cómo limitar, coartar, refrenar, la propia y libre inspiración del momento para atarla a la situación por otro imaginada?... No, no. Sí, en su género, las creaciones de Charlot son verdaderas obras de arte, ello obedece, simplemente, a que desde todos los ángulos —en todas sus facetas— nos reflejan la imagen de un artista. Tal vez Charlot, nuestro viejo y genial amigo, se rinda a los «talkies», cuando en ellos, ligándose felizmente lo muy antiguo y lo muy moderno, se vuelva a la improvisación inteligente de la precursora «Comedia del Arte». 10 de enero de 1931
  • 31. 31 EL DETALLE EN EL CINE Lita Chevret y Roberta Gale preparándose a tomar el café en la sima de los «totem poles» que llevó a Hollywood la compañía que filmó en Alaska la película sonora «La horda de plata», de la Radio Pictures. SI se nos preguntara nuestra opinión acerca de qué es lo que en nuestras producciones cinematográficas más falta nos hace, diríamos que, principalmente, el gusto, el cultivo del detalle. Todo arte refinado o, mejor, todo arte al llegar al punto de madurez de su refinamiento, presta mayor atención a la exquisitez del detalle que al aparato del conjunto. Así, más que la trama grande o la presentación fastuosa, es el detalle primoroso, tierno o delicado, el que hiere la sensibilidad del hambre acostumbrado a admirar arte puro. La fama del pintor Fortuny se deberá en mucha mayor proporción a «La Vicaria», que no a los grandes lienzos de grandes asuntos. En nuestra literatura es mucho más grande Azorín, admirador y cultivador del detalle, de la minucia, que Fernández y González, pongamos por autor de novelas grandes... en tamaño.
  • 32. 32 Así, ahora empieza a mostrársenos el detalle en el cinematógrafo como una de las calidades primeras. Ya en «Los Diez Mandamientos», producción de grandes magnitudes, nos sorprendía y admiraba, en punto a propiedad, más que las vastas y deslumbrantes estancias del palacio del Faraón, más que las multitudes inmoladas al paso del cruel Ramsés…, ¡la muñeca egipcia, auténtica, que arrastra, cogida por un brazo, una de las niñas que huyen en el éxodo! En «Monsieur Beaucaire», por ejemplo, ¿cuál de las amplias perspectivas, cuál de las escenas sensacionales de la película tendrá el valor, la gracia, que cierta reverencia no olvidada de Bebé Daniels? Y en los llamados «trucos» lo mismo: ¿puede darse nada más nimio ni más encantador que el Hada-Luz que intervino en la adaptación cinematográfica del «Peter Pan», de Barrie? ¿Hay algo tan gentil en cinematografía como el momento de «Los Nibelungos» en que Sigfrido corta con su espada una pluma en el aire? Pues todo ello son detalles simplemente... Detalle son también los expresivos primeros términos. Esos primeros términos nos muestran, sencillamente, el rostro de un artista, su expresión de alegría o de congoja, de amor o de odio, sobriamente manifiesto en sus ojos o en su boca. Un detalle en suma. Nada más que un detalle... Mas ese detalle —ese y todos, naturalmente— es el que falta a nuestra producción nacional, es el que hace que ésta resulte aún insípida para los paladares refinados. Del mismo modo que el poeta novel se lanza invariablemente a la ardua composición del poema épico en cincuenta o más cantos, y el pintor sin experiencia ansía pintar cuadros de historia, nuestra novel cinematografía cuya retina está aún por educar para las bellas minucias, sólo atiende a lo que es grande... de tamaño. Mucha acción, mucha tragedia, mucha sangre... Plazas de toros, mujeres fatales… Como ello es, naturalmente, tan falto de realidad vital como de verdadero arte, no hay en ello minucia artística ni real; no hay detalle, en fin. De ahí que nuestra sensibilidad de espectadores, nuestro gusto de aficionados cinéfilos, no halle nada que le atraiga, nada que le encante y le ate. Y es que el espectador nacional, educado en la visión de cinematografías ya en plenitud de refinamiento —tales la noruega, la germana, la americana—, lleva andado mucho más camino en su cultura cinematográfica que el nacional productor. Este se lanza, todavía inconsciente, hacia las cosas grandes... de tamaño, porque aun ignora que en el conjunto de las cosas pequeñas es donde únicamente puede encontrarse lo que de verdad es grande. 7 de enero de 1931
  • 33. 33 PREHISTORIA... Pola Negri, la insigne artista que con su gran talento y dotes de expresión tanto nos emocionó a todos EN la mayoría de las cosas que conocemos juzgamos del futuro por el pasado. La lección de la Historia es una de las pocas lecciones ciertas e indudables... Pero aun esto nos falta cuando queremos aventurarnos por senderos de cultura cinematográfica. Porque ¿es que, acaso, tiene el cine Historia, pasado? Hay, en efecto, ¡cómo podía dejar de haberlo!, un pasado del cine. Una Historia... y hasta hay quien dice que una Prehistoria. Entre estos últimos está Pola Negri, la insigne.
  • 34. 34 Según la artista de las múltiples nacionalidades, el origen del cinematógrafo —de la imagen, de la sombra animada— se remonta a los primeros días de la Humanidad. Imagina, ella, al hombre primitivo recorriendo la tierra cargado con el fardo ligero de sus sentimientos rudimentarios; la mente nebulosa, la idea embrionaria aún... Cierto día alumbra su inteligencia una chispa: «siente» a un mismo tiempo curiosidad y temor. Ha observado que otro ser, de contorno semejante al que el puede advertir en sí mismo, le sigue a todas partes, copia todos sus movimientos... Es una bestia negra cuya figura resulta a veces imprecisa, vaga; que corre cuando corre el hombre y salta si él salta... El hombre primitivo, en los albores de su facultad de observación, tiene miedo de la bestia negra —su sombra— hasta que el hábito disipa el temor y éste se transforma en simpatía. La bestia negra no es mala; en vez de acometer, acompaña... Y sigue imaginando, la artista, cómo el hombre primitivo entra en su caverna una noche. Hay en la cueva una mujer, un niño; la mujer y el hijo del hombre. Hay, también, una grande hoguera para ahuyentar a las fieras y para preservarse del frío. Al otro lado del fuego, la madre y el niño, olvidándose de todo peligro, de todo cuidado, ríen, ríen, ríen… La mujer, con sus manos pequeñas, forma una extraña figura que, proyectada en la pared de la cueva, merced a la luz de la hoguera, finge un cocodrilo monstruoso. La bestia abre y cierra las fauces; el niño se ríe... El hombre primitivo, asomado a la entrada de la cueva, se asombra primero, sonríe luego... Recuerda el monstruo negro de sus correrías... ¡Ha comprendido al fin!... Pero, aun no queriendo ir tan lejos en busca del origen del cinematógrafo, no hay más remedio que remontarse hasta el antecedente más viejo que conocemos: el de las sombras chinescas: sombras animadas, móviles, que, ya formadas por las manos, ya por las figuras recortadas en papel o cartón, se proyectaban sobre una sábana o sobre un blanco lienzo de pared... Este juego, esta diversión, que tuvo sus conatos de arte, pasó de Oriente a Occidente, de China a Europa; en Francia hubo, en los siglos XVII y XVIII, exhibiciones de sombras chinescas, con «escenarios» o argumentos que hoy gustan los eruditos de desenterrar... ¿Después? Después hay que dar un salto formidable hasta la segunda mitad del siglo XIX. Como más tarde las ondas hertzianas, flota entonces en el ambiente el afán de aprisionar y proyectar el movimiento. Siempre un poco en traza de juguete, inventa Horper el zoótropo; el belga Plateau el fenaquitiscopio; el francés Reynaud el teatro óptico. La fotografía, descubierta por Daguerre, abre al anhelo, a la inquietud, al deseo, un nuevo, vastísimo campo... ¿Por qué no ha de captarse, aprisionarse, el movimiento, merced a la cámara obscura, por medio de la fotografía? A un tiempo, en Francia y en América, preocupa este problema a más de un hombre de ciencia. En 1873, el fotógrafo americano Muybridge inventa la cronofotografía; en 1882, el francés Marey perfecciona este invento en términos que parecen hacer posible la cinematografía tal como hoy la conocemos. Desde 1880 a 1894 se ocupa Demeny (francés) en crear lo que ha de ser el bioscopio Gaumont. En 1891 Edisson proyecta y ensaya dos aparatos: uno para impresionar las escenas movibles y otro para reconstruirlas.
  • 35. 35 Pero la gloria máxima y definitiva corresponde a los hermanos Lumière, que en el año 1895 proyectan en Francia la primera película, dando entonces su primer paso, iniciando su primer balbuceo, el séptimo arte que todos hoy conocemos y reverenciamos. ¿Y después? Después esa carrera desenfrenada, loca, de que todos venimos siendo espectadores en lo que va de siglo. Vistas fijas. Mariposas en colores. Caballero barbudo haciendo juegos de manos. Trucos inocentes. Persecuciones sin fin. Max Linder. Los primeros cinedramas franceses. «El asesinato del duque de Guisa». Susana Grandais y Manolo... Pathé y Gaumont. Las reconstituciones históricas italianas. La Bertini. Las primeras comedias americanas. ¡Charlot! La guerra. Después los americanos. El Oeste, las grandes producciones bíblicas, las comedias conyugales, las cintas de guerra... Griffith, De Mille, Cruze. Los magnates multimillonarios. Los sueldos fabulosos. Las «casas construidas por las sombras». De pronto la irrupción de los germanos. Ahora Rusia. Y —ahora también— el sonido, la voz; la batalla de las lenguas. Hemos llegado al presente. Que pasará —rápido, súbito, vertiginoso— también. Dígase lo que se quiera, la tan cacareada Historia del cine, cabe —incluyendo prehistoria y todo— en cuatro cuartillas. Mas, en los resquicios de esa Historia, de esas cuartillas, ¡qué inagotable fuente de anécdotas, qué mundo de rostros y sombras! La Historia del cine, por la anécdota, es lo que, a vuela pluma, con la vertiginosidad propia del Séptimo Arte, quisiéramos reconstituir… 24 de enero de 1931
  • 36. 36
  • 37. 37 EL PRIMER BESO Lloyd Hughes y Jane Daly en la película de la M.G.M «La isla misteriosa» ¡CUIDADO! No se trata del último capítulo de una novela blanca..., ni del primero de una novela pasional. Este beso es un beso artístico y genérico. Por añadidura, histórico. Y esencialmente cinematográfico. Aunque en la breve —pero ya curiosa—, historia del cine, tiene, ciertamente, un a modo de significado nupcial. ¡El beso en el cine! Casi todo el cine. Por lo menos, un elemento que, a juzgar por lo usado y repetido en todas las cinematografías de todas las épocas, debe de contener incalculable materia fotogénica... ¡El beso en el cine! El cándido final de las puras cintas de Mary Pickford o Margarita Clark. La complejidad pasional de Barbara La Marr o Francesca Bertini. El apoteosis sentimental en las cintas de vaqueros del lejano Oeste (¡oh el Far, Very Far, West!). La clave de la intriga en las producciones de salón. El triunfo artístico y varonil de Valentino..., auténtica sombra de Don Juan. La abyección de Jannings («El destino de la carne», «Varieté»). La gloria de Greta Garbo. La dicha de Nagel, de Gilbert. Lo soñado, lo perseguido, lo jamás logrado por esos parias de la vida y del amor que son —en la pantalla; solo en la pantalla— los Chaplin y los Keaton... ¡El beso en el cine! Toda la historia del cine puede seguirse a través de unos cuantos besos famosos en cintas famosas. ¡El beso en el cine! Si se hace un poco de memoria, no resulta difícil advertir que el cine ha sido quien, sacando al beso del estrecho límite de la deliciosa intimidad en que vivía, y que le es propia, lo ha lanzado, de un modo más o menos artístico, a la exhibición ante el gran público, ante todo el público…
  • 38. 38 Recuérdese que antes, en el teatro, el beso no tuvo sino un papel raro y fugaz. En todo el teatro romántico, encendido hasta el rojo vivo de amorosa pasión, no hay un solo beso. En el reparto de esa crónica del perfecto seductor que el «Don Juan», en sus diversas y múltiples versiones, no figura, ni en calidad de comparsa, Miseñor Elbeso. Tenorio rapta, seduce, conquista a doña Inés, mas en el supremo instante de rendir la plaza —¿la escena del sofá?— no besa a la enamorada novicia. Cyrano de Bergerac nos ofrece toda una larga y bella escena del beso; delicada y sonora tirada de versos, que conmueven a Roxana y encantan al auditorio…, mas, a éste, sólo llega ese poético preliminar; el beso real no es cosa del inspirado Cyrano, sino del vulgar y obscuro Cristián, que nos lo escamotea entre la fronda del balcón... Fue el cine, en fin —repetimos—, el cine, a quien corresponde la gloria de haber elevado el beso a elemento de arte. La razón es obvia. No fue capricho, ni aun menos —¡oh, no!— sensual complacencia. Fue necesidad absoluta, resuelta con argucia ingeniosa. Porque para la escena amorosa —eje inevitable de toda producción novelesca, dramática, espectacular— le falta, precisamente, la tirada de versos, la romanza, el madrigal, la encendida palabra, el cine —aquel viejo cine que hizo del silencio un culto— busca substituir todo eso con algo que, en la pasión, sea también poesía. PERO ¿y la historia del cine? ¿Y aquél «primer beso»?... Aclaremos. Se trata de la historia del cine norteamericano, que sigue, en prolongada línea paralela, a la historia del cine francés. Este «primer beso» —repetiremos— viene directamente de Manhattan. Y, desde allí, invade el mundo. Digamos cómo fue. Pero primero situémonos. En su laboratorio, Tomás Alva Edison, el mago, estudia, planea... Utiliza elementos empleados por los franceses, ensaya otros nuevos. Después de mil esfuerzos, que arrancan de 1889, en 1892 Edison se prepara a presentar en la Exposición de Chicago su invento. La proyección sobre pantalla es todavía un vago sueño. El aparato que mostraba las películas consistía en una caja alta, como una gruesa columna, a dentro de la cual el espectador miraba por un agujero. Así colocado, veía sobre una especie de plancha de cristal el rico espectáculo de una joven bailando la danza serpentina o un joven gesticulando con vivacidad. Pero el invento de Edison, por un retraso de fabricación, no pudo presentarse a tiempo. Otro inventor rival, un tal Auchnitz, cuyo nombre no ha pasado a la historia, aprovecho la ocasión para instalar en el certamen su «Tachyscopio». El aparato era, asimismo, una columna a cuya lente o agujero debía aplicarse el ojo del espectador. «El astro de aquella proyección —nos dice una crónica de la época— era un elefante que caminaba, majestuoso, por el diminuto campo de visión, moviendo la trompa…»
  • 39. 39 Dos años después, en 1894, la Compañía Edison sacó al mercado su invento. Se dejaba caer una moneda dentro de la alta caja; se aplicaba el ojo a la abertura negra, y un cuadro no mayor que la página de un libro mostraba la imagen animada. ¿Temas? Dos muchachas bailaban la inevitable danza serpentina. Un chico travieso sacudía un bote de pimienta ante el escritorio de un hombre que estornudaba como si fuera de veras. Al final de aquel año se abrieron al público los primeros Salones Edison. Mientras, en Europa, los Lumière perfeccionan el aparato proyector y presentan la gran novedad de la pantalla. En América ya los teatros de variedades y los music-halls terminaban sus programas con una leve presentación de «vitascopio». Ya una escena callejera». Ya la llegada de un tren... Las olas rompiendo contra los acantilados de Dover: una revista de la policía montada de Nueva York... Pero Lumière va más lejos, y, simultáneamente, en los teatros de Londres presenta la cómica escena de un hombre regando con una manguera su jardín y un chiquillo travieso que le hace la jugarreta de dispararla a la cara del hombre. Estos son los asuntos. Los temas. Y es «un beso» el que lleva al cine camino del drama. Una gran actriz americana —May Irwing— acababa de lograr un gran éxito, en la escena, con una obra titulada «La viuda Jones». En este drama, ¡oh maravilla!, el primer actor, John C. Riese, besaba largamente a la dama, mientras ella pronunciaba enternecedoras palabras. El hecho —nuevo en el ochocientos mojigato— causó sensación. Toda América habló del beso de May Irwing. Entonces los animadores del vitascopio tuvieron su primera gran idea camino del éxito, de la sensación, del idolismo de las La Marr y las Garbo, los Gilbert y los Valentino. Adquirieron de miss Irwing el derecho a inmortalizar aquel momento teatral en la pantalla. Sólo aquel momento. Sin drama, sin asunto... El triunfo fue inmediato. «Los primeros proyectores —dice un anónimo historiador— estaban hechos de modo que cualquier escena podía repetirse al momento, y los públicos concurrentes al teatro de variedades solían pedir aquel beso seis o siete veces.» Toda América habló un día del beso de May Irwinq. Hoy nadie lo recuerda. Como nadie conoce el leve y curioso antecedente. Pero en todo instante de pasión que invade la pantalla, como en toda emoción de la gente joven —ellos, ellas— que asisten a la proyección, aquel beso vibra todavía. Y vibrará... 31 de enero de 1931
  • 40. 40
  • 41. 41 ESPLENDOR Y OCASO DE MAX LINDER Luis Wolheim y Nick Musuraca director y cameraman respectivamente del melodrama de la R. K. O. «Sheep's Clothing» NOS llevaba aún la niñera al cinematógrafo, cuando, entre la masa anónima de los precursores de entonces, empezó a destacarse, claro y distinto, el rostro de un verdadero, rutilante astro. Una cara incorrecta, pero saladísima, de chiquillo travieso, unos ojos llenos de toda la vivacidad de todos los ojos vivaces del mundo, un bigotín recortado cómicamente —¡entonces, que se llevaba con enhiestas guías a lo Kaiser!—; una figurilla juvenil, movible, inquieta, de una comicidad nada grotesca, antes con pretensiones a cierta elegancia. Eran los días, casi prehistóricos, del «Debut de un patinador», de «El primer cigarro del colegial» y de «La vida vista a través del monóculo». Eran los días de los comienzos, verdaderamente apoteósicos, de Max Linder, primer astro cinematográfico francés. En la, todavía breve, Historia de la Cinematografía es nuestra opinión que el nombre de Max Linder ocupará preferente lugar. Y no ya en la Historia de la Cinematografía francesa, sino en la de la cinematografía mundial que, aparte las preferencias y el rumbo actuales, tenemos que reconocer que debe mucho a aquélla. En la época —remotísima, aunque nos pese— en que los programas cinematográficos se componían de una serie de vistas fijas alternadas con la danza de «La mariposa en colores», o las habilidades de un señor barbudo y solemne haciendo juegos de prestidigitación, la llegada de Max Linder aportó al blanco lienzo por primera vez, un poco de gracia, de arte, de interés.
  • 42. 42 Por primera vez las películas tuvieron un argumento, y el intérprete una personalidad. Personalidad que, durante largo tiempo, perduró como «única». Por entonces aparecieron algunas grandes cintas en el horizonte; entre ellas «La muerte del duque de Guisa» —que también marcó época, que también fue un film precursor—, mas los nombres de los intérpretes de estas producciones serias no eran siquiera conocidos del público. Sólo Max Linder, con sus cómicas piruetas, su radiante alegría, sus ojuelos vivaces y su negro bigotín, conquistaba a pasos agigantados la popularidad. EN los documentos oficiales, desde su nacimiento a su muerte, ocurrida en trágicas circunstancias, Max Linder fue monsieur Gabriel M. Leuville. Había nacido el año 1883 en el pueblecito de San Loube y era hijo de un acaudalado matrimonio del país. A los diez y seis años ingresó en la Universidad de París, donde empezó las carreras de Medicina y Derecho. A los diez y siete comenzó a tomar lecciones de declamación, y, a poco, debutó en la escena hablada, haciendo papeles secundarios en algunas obras del repertorio clásico. Dos años después de haber pisado las tablas por primera vez, Gabriel Leuville —el futuro Max Linder— abandonó el teatro para empezar la carrera de arquitectura. Mas tampoco se avenía esto bien con su carácter inquieto, y renunció definitivamente al estudio para entrar en el arte frívolo, en las «varietés». Iba camino de lograr en ellas un puesto distinguido, si no eminente, cuando empezó el auge del arte mudo. La inquietud del joven actor le impulsó en seguida, irresistiblemente, hacia las posibilidades que en el nuevo arte pudiera encontrar. Y el arte nuevo no fue avaro con él. Verdad es que él le dio a manos llenas cuanto era y tenía: ¡su juventud, su alegría, su eterna inquietud! La fama de que Max Linder gozó, el favor popular que le acompañó, llegaron a ser inmensos. En el año 1912 se presentó en el teatro de Novedades, de Barcelona, y, para tomar localidades, se formó a la puerta una cola interminable. Las modistillas barcelonesas faltaron a los talleres y llenaron el teatro la única tarde en que se presentó. Y al finalizar el espectáculo fue tanta la aglomeración en torno al artista, que dos parejas de la policía montada tuvieron que acompañarle hasta el hotel. Es gracioso, y muy perdonable dado su carácter, recordar que en aquella época Max Linder se vistió de torero para lidiar unos becerros en Las Arenas. Después, Max Linder, el alegre, el juvenil, el inquieto Max, «hizo la guerra», la gran guerra de 1914. Recibió dos heridas de bala en el pecho y curó de ellas. Pero no todas las heridas de la guerra grande las hicieron las balas, ni todas curaron al cerrarse las llagas de la carne... Licenciado en virtud del armisticio, Max recibió tentadoras proposiciones de un estudio de Norteamérica, que tardó en decidirse a aceptar y que al fin aceptó para doce films, de los que sólo pudo realizar tres. Volvió a Europa enfermo. Se casó y a poco murió trágicamente...
  • 43. 43 SE suicido Max Linder... Dicen que le atormentaba una mórbida propensión a ver el lado sombrío de las cosas. Mas en su vida artística, en su vida pública, Max se nos mostró siempre juvenil, alegre, inquieto, como en sus buenos tiempos. Ni por un momento sintió, como Charles Chaplin, el deseo de ofrecernos muestra de sus aptitudes dramáticas. Tuvo el pudor del dolor, que es acaso el más respetable. El público no supo jamás la tortura de su ocaso. Respetémoslo. Y en vez de ahondar en el detalle de la tragedia real que puso fin a su vida, hace ahora unos cuantos años, recordemos sólo al Max de nuestra infancia, al alegre, al optimista, al inquieto «Aprendiz de patinador». 7 de febrero de 1931
  • 44. 44
  • 45. 45 LA CHICA DE LOS TIRABUZONES… DURANTE algunos años —los más fecundos de su vida; acaso los mejores de su labor— se la conoció, simplemente, por ese vago nombre. Vago, y, no obstante: ¡qué expresivo! ¿Quién podría dudar, ni por un momento, de que, en el cine, «la chica de los tirabuzones» fuera Mary Pickford? ¡Mary Pickford! ¡Mary Pickford! Como Charlot y como Douglas, Mary —en sus años de anonimato «la chica de los tirabuzones»; en los días de apoteosis gloriosa «la novia del mundo»—, Mary será, andando el tiempo, uno de los clásicos del cine, sin duda el clásico predilecto de los chicos que estudien esta nueva rama del saber, en la austeridad de las cinematecas. ¡Mary Pickford!... La mujer más popular en todo el ancho mundo, sin ningún género de dudas... También una triunfadora que ha ganado su batalla, su victoria, a fuerza de puños, de laboriosidad e inteligencia, de insospechable ¡femenina energía... ¡Mary Pickford! Sus biografías se cuentan por centenares. Aquí la esbozaremos, sólo, para captar en ella, de ella, la anécdota al pasar…
  • 46. 46 Mary Pickford —hoy mistress Fairbanks— ¿se acuerda aún de su nombre verdadero? Le duró sólo siete, ocho, diez años acaso: los que tardó la niña de los tirabuzones en presentarse ante un público y figurar en un cartel... Ese nombre era Gladys Smith. Nacida su poseedora en Toronto (Canadá). El padre, inglés, marino, empleado en un gran trasatlántico, murió cuando la niña contaba cinco años... Joven, imprevisor, este míster Smith... La viuda, irlandesa, de excelente familia, se quedó en la miseria con sus tres pequeñines... Había hecho una boda por amor, a regañadientes de los suyos... No quiso pedir auxilio a la lejana Irlanda ... Buscó trabajo, ya que no fortuna, en el teatro. Y el trabajo escaseó... y la fortuna le volvió la espalda. Fueron años de miseria negra, de apuro constante... Lo que la triste no lograba, comenzaron, sin embargo, a conseguirlo los chicos. Ellos la retuvieron en el tablado de la farsa... Eran deliciosos... Sobre todo Gladys, con sus cabellos de oro, sus ojos azules, su viva inteligencia y aquella dulzura que se conquistaba igual a la compañía que al auditorio... Pero el apellido «Smith» es con exceso vulgar. La viuda retrocedió hasta dar con un apelativo de los antepasados irlandeses. Y sus hijos fueron Mary, Lottie y Jack Pickford. Siguieron tiempos difíciles, de trabajo en teatrillos de mala muerte, de constante desplazamiento, de papeles rápidamente aprendidos en los trenes, de altos y bajos de la suerte, de paro forzoso y hambre segura en aquellas ciudades en que la ley que prohíbe el trabajo de los niños en la escena, se cumplía con exacto rigor... Uno de los accidentes del penoso camino, llevó, al fin, a la viuda Smith, a Nueva York. Quiso la casualidad que el gran Belasco, empresario y director de Broadway, necesitase una niña para un papelito infantil de la obra «The Warrens of Virqinia»; siguió el azar haciendo de las suyas... y la elegida fue Mary Pickford. Esto era ya, en categoría, un gran avance. Mas ¡ay! los papeles infantiles son escasos, la gloria a secas no da de comer... y la pequeña Mary —¿once, doce años?— era ahora el ganapán de la familia... Y un algo vulgar, obscuro, insignificante, hermano menor, pariente pobre, del teatro; un algo conocido despectivamente con el nombre de «Moving Pictures» empezaba —año de 1908, aproximadamente— a florecer. En aquella época, una actriz que siquiera una vez hubiese puesto los pies en una escena del Broadway neoyorkino, cuya firma, más o menos torpe, hubiese figurado al pie de un contrato, más o menos generoso, del gran Belasco, se hubiera avergonzado de rebajar su reputación artística hasta el punto de mostrarse al público en el cinematógrafo... Pero Mary era niña, inexperta, los contratos no venían... y en su hogar faltaba hasta lo más preciso. Oyó decir que en el cinematógrafo también se podía ganar algún dinero. Se fue a ver a Griffith, a la sazón primer actor y director de la naciente Biograph…
  • 47. 47 Griffith —¡otro precursor; otro luchador!— batallaba a la sazón con los capitalistas de la Biograph —el famoso Trust— en favor de la película larga. Se había convencido de que la sugestión de las fotografías móviles estaba, para el público, en el argumento... y de que un buen argumento (Griffith era también periodista, escritor, autor dramático) no le cabía en un rollo de cinta cuya duración máxima era de catorce o quince minutos... Contra esta opinión, el Trust en peso sostenía la de que la atención del público no podía ser retenida por una fotografía móvil mas allá de veinte minutos... Director y capitalistas habían llegado a lo más arduo de la lucha. Griffith se mostraba decidido a abandonar la partida... y el cinematógrafo, cuando apareció en escena la pequeña Mary Pickford. Para los ideales de Griffith, obstinado en elevar aquella cosa obscura y vulgar que era el cine, una nueva esperanza, Y una nueva cosa por que luchar. Entusiasmada con la pequeña, el director-actor-autor de la Biograph, sacó una prueba —un «try out»— de la nena, la reveló él mismo, la mostró a los del trust... Ellos la contemplaron desdeñosos, burlones... No era una mujer bella y sugestiva, sino una niña menuda, casi insignificante... Opusieron: —Tiene la cabeza demasiado grande. Pero Griffith no se arredró. —Mejor —repuso—. Una gran cabeza (lo más noble, lo más expresivo del ser humano) es, justamente, lo que el cinematógrafo precisa. Contrató a la nena. Aquella cabeza, un poco grande, fue la inspiradora de sus maravillosos —y ya clásicos— primeros términos («close up»). Gladys Smith, Mary Pickford, se transformó en «la chica de los tirabuzones», y, aun más comúnmente, «la niña de la Biograph». PORQUE en esto no cedieron los del trust. El nombre del intérprete no debía figurar en los carteles, ¿qué le importaba el nombre al público? Ni ¿qué interés tenía? La publicidad en torno del artista (si artista podía llamarse al actor de las nacientes «moving pictures») sólo conseguiría envanecerle, transformarle en «una especie de insoportable artista teatral» (¡oh, qué lejos aún el idolismo que llegó después!) y, lo que aun sería más grave…, animarle a pedir más sueldo ¡quién sabe si los sueldos «fabulosos» que en la escena se ganaban ya!... Así, Mary, quedó en el anónimo. No por mucho tiempo. La gente, el público, la destacó en seguida de entre la masa amorfa de intérpretes ocasionales que formaban entonces los repartos. La gente, el público, se encariñó con ella, la mimó, la idolatró —en la pantalla siempre, se entiende—. A falta de su nombre, que no se cansó en averiguar, la llamó «la niña del cine», «la niña de los tirabuzones», «la niña de la Biograph». ¡Era maravillosa! ¡Era un encanto! En esto coincidía toda Nueva York.
  • 48. 48 Menos la propia Mary, que jamás se había visto en la pantalla. Los rudimentarios estudios no se molestaban en mostrar a los intérpretes pruebas de su trabajo. Les utilizaban… les pagaban... Nada más. Y el cinematógrafo era entonces —repitamos— una cosa obscura, vulgar, instalada en barracones situados en los barrios menos recomendables de la ciudad. El cinematógrafo era un sitio «adonde no iban las niñas». En primer término, porque lo prohibía la autoridad. Y he aquí la anécdota, que pasa. Captémosla en su volar. UN atardecer, Mary sintió, más vivo que nunca, el deseo de ver su última película. ¡Si pudiera ir a la primera sesión! Pero ésta coincidía, precisamente, con la cena común, en el estudio... Bien. Pasaría sin cenar. Y Mary se lanza a la escapatoria, atraviesa a pie la ciudad entera, llega a la «Comedia» —el primer local de que Zukor fue empresario, antes de ser productor—, compra un billete, pretende entrar... Al Kauffman, encargado de la «Comedia», le sale al paso. —¿Qué edad tiene usted? La niña vacila un instante. Sus catorce años, que semejan once, la van a dar un disgusto, presiente. El largo camino recorrido, la cena perdida, y, sobre todo, el ansia, el anhelo de ver su propio trabajo, de poderse contemplar, juzgar, mejorar, la animan a mentir, levemente. —Quince años —replica. Una mentira mayor hubiera sido inverosímil. —No puedo permitirle la entrada. La ley no la consiente a los menores de diez y seis... La cena..., el camino..., el anhelo... Con su gesto más mimoso, Mary replica, ruega... —Pero... yo soy de la Biograph. «Salgo» en la película de esta noche. ¡Míreme usted bien... si le sirven de algo los ojos! Kauffman la mira. Ella insiste: —¡Sí! La niña de la Biograph. La chica de los tirabuzones. Vengo a pie desde la calle Veintiséis. Me he quedado sin cenar... por verme, ¿no me deja entrar? —No. Tenemos orden terminante. La policía vigila, y... La sangre irlandesa de Mary se le subió a la cabeza ante tanta impertinencia. —¡Llame usted al dueño del local! —gritó—. ¡Quiero ver al dueño del local! —No hay necesidad —sonrió Kauffman—. Estoy seguro de que no haría por usted más ni menos que yo. —Entonces —protestó la pequeña, apretando los puños—, dígale de mi parte que no volveré jamás en mi vida a esta casa. ¡Jamás, jamás, jamás! Y por algún tiempo sostuvo su palabra, con tesón de mujer y de irlandesa. Más tarde fue Zukor —el dueño de la modesta «Comedy»— quien lanzó su nombre a la fama, quien sentó el precedente de contratar a una chiquilla por diez mil dólares semanales; quien, en fin —como dicen por aquellas tierras—, le dio su plena oportunidad. 14 de febrero de 1931
  • 49. 49 ESTE BUEN CHARLOT… EL buen Charlot fue «clown» en sus comienzos. No llegado aún su momento o su «modo» —el que no lo encuentra o no lo sabe conocer se queda en la obscuridad perpetuamente—, parece ser que el buen Charlot no llegaba a destacar gran cosa en su oficio de payaso. No obstante, estaba orgullosa del camino elegido... Al transformarse en genio —uno de los pocos genios de buena ley que hoy corren por el ancho mundo—, cada paso y cada frase, cada afirmación o cada veleidad del buen Charlot, ha tomado interés; tal interés, que el genial «Peregrino» ha llegado a ser una verdadera víctima del celo informativo. En algún momento se ha rebelado abiertamente contra la intromisión perenne de entrevistadores y reporters. Pero el periodista, a caza de información, es implacable...
  • 50. 50 Si ha hallado cerrada a piedra y lodo la puerta de Charlot, y no le han llegado los ánimos o la osadía para echarla abajo, se ha ido a llamar a la de al lado. Así estos dos periodistas americanos que se han entretenido en buscar por todo el mundo a los antiguos camaradas de Charlot en el circo. Ante el interés de los entrevistadores y su reverencia frente al nombre y la personalidad del buen Charlot, los ya viejos «clowns» se han encogido de hombros. La frase de su antiguo compañero que más presente tenían era ésta, repetida mil veces por Chaplin, antes, naturalmente, de haber pasado una sola vez ante el tomavistas: —Es preciso que un artista de circo tenga muy poca dignidad y muy poco orgullo para que consienta en dedicarse al cine. ¡Vaya una caída! Perdonemos al buen Charlot la ligereza de esta frase tantos años hace pronunciada. Era muy joven e ignoraba de fijo el adagio español que aconseja no decir «De esta agua no beberé»… DESPUÉS, ahora... Charlot es… Charlot. Único e indiscutible. No ya sólo genio individualmente considerado, sino más bien valor representativo del cine en su esencia. Autor, actor, director de sus cintas, logra en ellas la unidad de concepción artística que es raro encontrar en las realizadas merced a la unión de los más varios y, aun a veces, dispares factores. Su visión, su creación del tema y del tipo son siempre de una armonía perfecta. Así, él ha lanzado a la pantalla y al mundo una astrosa figura de vagabundo, de pobre hombre, que siendo siempre la misma, no es monótona nunca, porque la humanidad toda palpita en ella. En la hondura psicológica de este tipo de pícaro infeliz, convencional y sin embargo humano, yace toda la amargura del humorismo y toda la comicidad de la tragedia. Ante una película de Charlot se ríe, se ríe... y hay algo que dentro de nosotros llora. ¿No somos nosotros mismos ese hombre… pequeñín frente a la grandeza de sus ilusiones, sentimental y absurdo, medroso y fanfarrón, fluctuante siempre entre la persecución de un sueño fantástico y la realidad de una salchicha... o de una suela de zapato que haga sus veces? ¡Charlot, Charlot! Este hombrecillo culto, distinguido, fino, que declara haber adoptado un disfraz harapiento como reacción contra su gusto por el bien vestir, que lleva, joven aún, en las sienes la nieve del pensador, que se codea con Wells y con Shaw, que ha estrechado, de potencia a potencia, la mano del presidente de los Estados Unidos y la del rey de Inglaterra, que es, a un tiempo, admirable y lamentable, que ha penetrado el secreto del llanto y de la risa es, en sí mismo, toda una filosofía. ¡Ah, el buen Charlot! Mientras los niños y los burgueses ríen frente tus cabriolas, tu bastoncillo y tus zapatos, tú sabes detener la risa y despertar la mueca amarga en la boca del intelectual, del filósofo, del artista…
  • 51. 51 Viendo a Charlot en la cumbre a que ha llegado y de la que —único caso en la historia del cine— no le arrancan ni la misma vertiginosidad del arte de la rapidez, ni la versatilidad de un público mudable al ritmo de la cinta que corre: viendo a Charlot representando a todo honor la esencia del séptimo arte, es curioso recordar aquellas palabras del joven payaso que aun no posara ante el tomavistas: —Es preciso que un artista de circo tenga muy poca dignidad, muy poco orgullo, para dedicarse al cine. ¡Vaya una caída! Sin saber bien por qué, ante la resistencia del buen Charlot, del genial astro de las sienes nevadas, frente al cine sonoro, frente al cine hablado, la anécdota y la frase del Charlot jovenzuelo, del Charlot payaso, se nos viene una y otra vez a la mente. Y con ellas el prudente consejo del cantar castellano: «Nadie diga: no beberé de esta agua, — por si aprieta la sed en el largo camino.» 21 de marzo de 1931
  • 52. 52
  • 53. 53 LA RÉMORA DELADJETIVO Ralph Forbes, actor principal de la grandiosa cinta sonora de la Radio «Beau Ideal», continuación de «Beau Geste», en la que Forbes también tomó parte. ES una de mis convicciones más arraigadas la de que entre las más desastrosas cualidades de la época moderna, hay que contar ésta de la «facilidad». Se aprende, se ama, se vive y se crea, al vuelo, fácil, fácilmente..., se ganan fortunas en cinco minutos, con sólo echar una firma a un contrato; se aprende a hablar el idioma más difícil en sólo diez días, por medio de la pronunciación figurada; se poseen los secretos de la laboriosa ejecución pianística —que antes costaban una vida entera— con dedicar unas pesetas y aplicar los pies a una pianola; no se admiten novios sino a corto plazo, se leen novelas breves; la literatura se escribe a máquina, y las cartas de amor... por teléfono. Las carreras son cada vez más cortas, el éxito de un sistema filosófico reside en que esté «al alcance de todo el mundo», porque nadie quiere elevar sus entendederas hasta alcances más altos... La industria la hacen las máquinas; en arte, por estar ya todo hecho, con reproducir basta... Mas, como el tiempo no respeta lo que se hizo sin contar con él, como no hay atajo sin trabajo ni facilidad absoluta, resulta que las fortunas se pierden como se ganaron, que hablamos los idiomas y no los entendemos, que la música de la pianola sabe a conserva, que el amor fácil es humo, y la fácil filosofía agua de borrajas. De los encajes y los brocados que con tanta facilidad nos regalan las máquinas no quedará un átomo cuando aun sea regalo de los ojos de nuestros biznietos la trama sutil que a fuerza de vencidas dificultades, urdieron los dedos pacientes de las bisabuelas de nuestras bisabuelas... Y los viejos santuarios que hace cientos de años elevó el esfuerzo fervoroso de las generaciones, verán cómo se desmorona a sus pies, con la mayor facilidad, el azúcar cande de que fácil, fácilmente ha sido formado el noventa y ocho por ciento de nuestras construcciones modernas.