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EL RAPTO DEL
SANTO GRIAL
(1978-1982)
Dante Gabriel Rossetti
Paloma Díaz-Mas
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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INTROITO
Por lo visto, la característica principal de las mujeres es la pasividad, el esperar
que los demás, los hombres, tomen la iniciativa, las decisiones, lo que algunas
mujeres definen como un caballero. Una pobre idea de la mujer, de sus capacidades,
voluntades, que sigue inasequible al desaliento, a la modernidad. El género de
caballería, el Disney de la época, es la quintaesencia de este pensamiento, prejuicio.
Una mujer enclaustrada en su almena esperando que los hombres se ganen sus
favores, devoción, a base de sangre, sudor y sangre. Lo que viene siendo ser un
objeto, un trofeo, para el ganador. Visión materialista, posesiva, del “amor” que
comparten por igual los hombres, y una gran parte de las mujeres, de izquierdas y
de derechas, el machismo es unisex, carece de ideología, de ideas. No es casual que
sea el género literario que menos han tocado las escritoras, es muy difícil sentirse
cómodas dentro de unas coordenadas en el que las mujeres quedan reducidas al
mero papel de espectadoras, de sufridoras. Las únicas incursiones actuales (al
margen de la proto-feminista “Historia de los invictos y magnánimos caballeros don
Cristalián de España, príncipe de Trapisonda, y del infante Luzescanio su hermano,
hijos del famosísimo emperador Lindedel de Trapisonda” (1545) de la vallisoletana
Beatriz Bernal) son las que afrontan el género con distancia crítica, irónica,
paródica. Aunque esta novela más que paródica es crepuscular, pacifista, como el
“Lancelot du Lac” de Robert Bresson, luego están todos los elementos clásicos del
género pero exacerbados, condensados, para mostrar mejor sus costuras,
contradicciones, para desmitificarlo. Con un plus de romanticismo, de lirismo, de
belleza, en el caso de Paloma Díaz-Mas, se nota la huella de los Romanceros
castellanos, del Quijote, del Doncel de Sigüenza.
4
Lo bueno que toda esa intertextualidad, hipertextualidad, no limita ni enturbia el
acceso al texto, no es una novela para iniciados, para arturistas, para hispanistas.
Tiene diferentes niveles de comprensión, de juego, no captar todos los guiños no
impide el disfrute completo. El espíritu de la novela se puede resumir en dos
proverbios: “Desprenderse de una realidad no es nada; lo heroico es desprenderse
de un sueño” y “Los deseos son como los peldaños de una escalera: cuanto más
asciendes, menos seguro te encuentras”. La ilusión, la esperanza, el placer,
desaparece con la consecución del objeto de deseo. La moraleja en una frase de Sun
Tzu: “El combatir y vencer en todas las batallas no es la excelencia suprema, la
excelencia suprema consiste en romper la resistencia del enemigo sin luchar”.
“En general la crítica feminista, salvo para las muy convencidas, creo que entre
las escritoras españolas no tiene mucho predicamento por una razón. No sabría
cómo decirlo, pero poniéndolo muy a lo bestia, a las mujeres que escribimos en
España en general nos gusta que nos consideren como escritores, o sea, como un
escritor que es mujer. Es decir, no hacemos tanto, salvo algunas excepciones,
literatura militantemente feminista. A mí me fastidia que me consideren una chica
que escribe y que por tanto está determinada. Lógicamente, el hecho de ser mujer
determina, como el hecho de ser española, ser profesora de literatura, vivir en
Vitoria… pero no me gusta que lo consideren el elemento dominante, ni me gusta
que consideren mi obra como la de una mujer que escribe y que por tanto la cubran
de una manera distinta que juzgarían la obra de un hombre. Hay una especie de
relación allí de amor-odio hacia esa crítica feminista. Por una parte es cierto que
está prestando una atención preferente a la literatura que hacemos las mujeres.
Pero a veces a mí esa atención no me gusta, si está orientada hacia ver lo que hay
de femenino en nuestra literatura y no lo que hay de literatura.
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En el caso de algún artículo —por ejemplo de uno que analiza obras de varias
autoras, Ana Rosetti, yo misma y no sé si alguien más— la autora nos exige a las
mujeres que escribimos que adoptemos una actitud determinada que ha de ser
conscientemente feminista. Y lo que no sea atenernos a lo que ella considera que
son las pautas de la literatura feminista o femenina, como tiene que ser, es
escapismo. Pues no me da la gana pasar por allí. Ya hemos tenido las mujeres
suficientes cortapisas a la hora de escribir libremente para que ahora nos caigan
otras cortapisas distintas, y no por el mundo de los hombres, sino por el mundo de
las mujeres. Yo quiero escribir lo que quiera. Sobre todo, teniendo en cuenta que
soy una escritora española y que en España durante muchos años no ha habido
libertad para escribir libremente y sin cortapisas. Hemos pasado de unas
limitaciones por razones de censura, por razones de estrechez cultural y por
razones de autocensura y de exigencias de militancia incluso hacia los escritores y,
ahora que podemos escribir lo que queremos, en el tono que queremos, eligiendo el
estilo que queremos y la orientación que queremos, no nos vamos a someter
voluntariamente a examinarnos. […] “Yo perder la libertad no, porque no voy a
hacer ningún caso. Pero sí que es cierto que a mí me puede en un momento dado
irritar que haya escrito una obra y que me la valoren en la medida en que me
muestro consciente de los problemas de la mujer dando manifiesto en mi obra y
además, explícitamente. No entiendo por qué tengo que hacer eso. […] “Es un poco
como en los tiempos en que se exigía al autor que estuviera “engagé” con la
realidad política. Pues hombre, si yo quiero escribir una literatura política, de
lucha y de combate, soy muy libre y si quiero escribir una literatura de otro tipo, de
evasión, o de reflexión moral, o de lo que me dé la gana, soy muy libre. Lo que me
disgusta no es que haya gente que haga ese tipo de lecturas, sino que haya gente
que vaya buscando eso y que considere que las mujeres que escribimos tenemos la
obligación de hacer una militancia feminista cada vez que escribimos. La haremos
si queremos. Y a veces incluso la haremos inconscientemente.”
“Poco hay de específicamente artúrica en ella: el motivo inicial del Grial como
pretexto para que mis caballeros salgan a buscar algo que en realidad no quieren
encontrar y... los nombres de los personajes. Se trataba naturalmente de escoger el
ropaje artúrico como una especie de disfraz para una fábula que tal vez pudiera ser
actual; a disfrazar a mis personajes contribuyeron definitivamente los nombres de
Arturo, Lanzarote, Gauvain, Pelinor o Perceval un poco escogidos a voleo y sin
relación estricta con la verdadera personalidad de estos caballeros en las
verdaderas historias artúricas (el papel de joven e inexperto que Chretien de Troyes
atribuye a Perceval lo encarna aquí Pelinor, por ejemplo) pero que me valieron
para que todos mis lectores aceptasen la convención literaria que yo quería
proponerles. Los que además eran aficionados al romancero pudieron encontrar
una Blancaniña que encarna (como el personaje homónimo de los romances) a la
mujer sensual y decidida. Quiero mantener la ilusión de que alguno de ellos supo,
nada más ver su nombre que Blancaniña seducía al Caballero de la Verde Oliva.”
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Cómo y por qué escribir una novela artúrica
contemporánea: El rapto del Santo Grial
El rapto del Santo Grial fue la primera novela que publiqué, aunque no la
primera que escribí. La fui creando a lo largo de cuatro años, desde 1978 hasta 1982
(es decir, cuando yo tenía entre 24 y 28 años).
Por esa época yo era una joven universitaria que, una vez acabada la licenciatura,
empezaba su formación como investigadora con una beca para hacer la tesis
doctoral sobre literatura sefardí en el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas de Madrid.
En España corrían vientos de cambio. Tras la muerte, en 1975, del dictador
Francisco Franco, se inició la llamada Transición política. Una etapa llena de
zozobras, pero también de esperanzas y, sobre todo, de la ilusión de estrenar
libertades individuales y colectivas que durante muchos años se nos habían
hurtado. Era, también, una época en la que lo viejo ya no valía y lo nuevo estaba por
construir.
Esto era cierto también en el ámbito literario. Se sentía la necesidad de inventar
una nueva literatura para la nueva sociedad que nacía; y el mercado literario estaba
entonces, en España, tan desestructurado y era tan cambiante, tan inestable, como el
resto de la sociedad. Eso tenía una ventaja: en ese momento, todo parecía posible,
porque las posibilidades y las oportunidades estaban todavía por definir.
Incluso era posible que un autor novel se diera a conocer y empezase a publicar
sin tener contactos o apoyos en el mundillo literario. Varias editoriales jóvenes y
progresistas estaban dispuestas a publicar a autores desconocidos y los premios
literarios no estaban todavía tan maleados como hoy, así que ganar un premio podía
ser una forma de romper el cascarón, de darse a conocer y empezar a publicar.
8
Yo tenía escritas dos novelas, que había acabado con un par de años de
diferencia y que –a falta de relaciones y amigos que me introdujeran en el
mundo literario y editorial– me dedicaba a presentar a todos los premios literarios
del momento. Hay que tener en cuenta que entonces no había internet, esa
herramienta que parece que hubiera estado siempre ahí, hasta el punto de que nos
cuesta trabajo recordar cómo vivíamos sin ella. La única forma de enterarse de la
existencia de premios literarios era a través de los periódicos, que publicaban las
convocatorias y sus bases y, consecuentemente, también los resultados de los
certámenes.
Recuerdo que era tal el barullo de concursos (patrocinados por editoriales, por
asociaciones culturales, por ayuntamientos y organismos locales, y hasta por bancos
y cajas de ahorros o empresas) que, para no perderme, acabé elaborando un cuadro
en el que constaba el nombre de cada premio al que tenía presentadas las novelas, la
fecha tope de admisión de originales, la fecha aproximada en que se esperaba el
fallo, si éste se había producido, etc. Según iba pasando el tiempo, yo iba poniendo
crucecitas en las distintas casillas y así mis novelas se pasearon por más de una
veintena de certámenes convocados por distintas instituciones, para regocijo del
dueño de la fotocopistería del barrio –entonces tampoco existían los ordenadores
personales ni las impresoras domésticas– a quien yo encargaba cada vez más copias
de mis dos originales mecanografiados para presentarlos a cada vez más concursos;
me gasté en ello un buen dinero de mi modesta economía de estudiante, porque las
fotocopias eran bastante caras. Incluso llegué a copiar a mano una de las novelas
para presentarme a un pintoresco premio de narraciones manuscritas. Como se ve,
mi deseo de publicar era desesperado.
En esta marabunta, después de haber quedado decepcionantemente finalista
varias veces, las dos novelas acabaron publicándose. Una de ellas (la primera que
escribí y, por tanto, la peor) Tras las huellas de Artorius, ganó el premio Cáceres de
novela, fue publicada por un organismo público y casi no se distribuyó. Mejor así,
porque se trata de un primer torpe intento de convertirme en novelista.
Más trascendente para mi trayectoria posterior fue el que la “otra” novela, la que
había escrito en segundo lugar (El rapto del Santo Grial o el Caballero de la Verde
Oliva) quedase finalista del I Premio Herralde de novela, que convocó la editorial
Anagrama.
Hoy el premio Herralde va por su trigésimo novena edición, se ha convertido en
uno de los más prestigiosos del panorama literario español (me enorgullece decir
que en varias ocasiones he formado parte del jurado) y la editorial Anagrama (que
en 2019 cumplió 50 años) es un referente en el mercado literario español y
latinoamericano. Pero aquel premio Herralde era el primero que se convocaba, un
premio de narrativa incipiente, creado por una editorial que hasta entonces se había
dedicado sobre todo a publicar ensayo político. Esa primera edición la ganó Álvaro
Pombo con El héroe de las mansardas de Mansard y quedamos finalistas Enrique
Vila-Matas, y yo. Jorge Herralde, el editor, decidió publicar las novelas finalistas y
algunas otras de las que habían concurrido (y que le gustaban especialmente) en la
entonces naciente colección «Narrativas hispánicas», que fue el germen de la
llamada «Nueva narrativa española», una corriente literaria (que no una generación:
somos autores de muy distintas edades y perfiles) a la que por lo visto pertenezco.
9
Creo que fue Umberto Eco quien dijo que los escritores escriben sobre lo que
han leído, más que sobre lo que han vivido; o, dicho de otra forma, que la
experiencia vital que nos sirve de inspiración a la hora de crear no son sólo las
cosas que nos han sucedido, sino los libros que hemos leído.
Quizás Umberto Eco exagere, pero lo cierto es que El rapto del Santo Grial
fue producto del poso que habían ido dejando en mí diversos géneros y obras
literarias que yo había leído (y hasta estudiado) durante mis años de carrera, unos
años en los que me había sentido especialmente atraída por la literatura medieval;
pero también hay en la novela ecos de la literatura que había leído simplemente por
gusto, o la que había tenido que manejar para redactar mi tesis doctoral sobre
literatura sefardí.
¿Por qué una chica de veintitantos años escogió la leyenda artúrica como
tema para una novela escrita a finales de la década de 1970, en plena Transición
política española? Simplemente, porque la leyenda del rey Arturo y sus caballeros
me había fascinado en mis años de estudiante, en gran medida gracias a una buena
profesora de francés en la especialidad de Filología Románica, que estudié en la
Universidad Complutense. Se llamaba Mercedes Rolland y, una vez acabada la
licenciatura, nunca más volví a saber de ella; pero jamás le podré agradecer lo
suficiente que me hiciese leer, en traducción al castellano, varias obras de Chrétien
de Troyes, el poeta francés del siglo XII que perteneció a la corte de María de
Francia y que escribió varias narraciones caballerescas en verso sobre la historia del
Grial.
Aunque mi novela no podía ser (¡qué más quisiera!) como las de Chrétien de
Troyes. Para desarrollar la historia que quería contar, yo tenía que buscar un
lenguaje y unos motivos literarios que hicieran la trama creíble y accesible para los
lectores contemporáneos; es decir, a los lectores como yo.
Los encontré en la literatura que mejor conocía y que más había leído. El
bastidor sobre el que tejer la trama me lo ofrecieron, como ya he dicho, el mundo
artúrico y caballeresco de la narrativa medieval, sobre todo del roman francés en
verso.
10
Pero también hay elementos del lenguaje y una serie de temas y motivos que
provienen del romancero hispánico y de la poesía popular de transmisión oral, que
ya me fascinaron en mi época de estudiante y que luego se han convertido en uno de
mis principales temas de investigación: el poder mágico del canto del marinero que
hace que los peces del mar suban a la superficie y amainen las tormentas proviene
de uno de los más hermosos romances medievales, El conde Arnaldos. La
muchacha que se viste de hombre para ir a la guerra es un viejo motivo extendido
por la baladística internacional, una de cuyas manifestaciones es el romance de La
doncella guerrera. El embarazo de cien doncellas que custodian el Grial en el
castillo de Acabarás se debe a que «alguna mala yerba debimos pisar en uno de
nuestros paseos por la campiña, o tal vez bebimos de alguna fuente embrujada»: dos
motivos folklóricos –el de la fuente fecundante y el de la hierba que deja
embarazada a la mujer que la pisa– que aparecen en romances y canciones
populares. La aparición del Caballero de la Verde Oliva «malo» y bestial ante las
doncellas se inspira en una cancioncilla tradicional obscena de los sefardíes de
Marruecos, el Paipero (deformación de Fray Pedro) en la que el personaje principal
se presenta ante unas doncellas «con las manitas juntas y afuera el cordón» y ellas
lo acogen entusiasmadas: «con peso de plata / pesáronselo. / Más de veinte arrobas /
en el peso dio» hasta que al final acaban «ciento veinte cunas / en un corredor».
El romancero me proporcionó una cantera de elementos en los que se
unen lo mágico y lo maravilloso con lo obsceno, lo simbólico con lo cotidiano,
lo extraordinario con lo habitual. Mis personajes se mueven entre la realidad y
lo imposible con la misma naturalidad con la que lo hacen los personajes de
Chrétien de Troyes o del romancero.
Sin embargo, la historia está, de principio a fin, impregnada de una melancolía
muy propia de nuestra época incierta e insatisfecha, muy contemporánea: la
melancolía de los caballeros obligados por Arturo a ir en busca de un Santo Grial
que por primera vez tienen al alcance de su mano, pero cuyo rescate supondrá el fin
de su mundo, de los ideales por los que han luchado; la melancolía del propio
Arturo que, consciente de la situación, manda a unos caballeros a rescatar el Grial y,
a escondidas, a otros para que se lo impidan; la melancolía de la doncella que va a
la guerra vestida de varón y prefiere morir a manos de quien más la ama antes de
revelar su verdadera condición de mujer; la de Pelinor, el mejor de los caballeros, el
único que verdaderamente cree en su misión, que muere en el intento y que, como
los buenos héroes épicos, gana una batalla después de muerto; y también la
melancolía del Caballero de Hierro, irremisiblemente vencido por ese Pelinor ya
muerto, que debe entregar su reino al vencedor y partir para las islas del exilio.
El rapto del Santo Grial es, desde luego, una novela original, muy mía. Pero
integra elementos que provienen del romancero y del cancionero españoles
antiguos, hasta el punto de que en algún pasaje se prosifican versos de romances, de
manera parecida a como en la prosa de las crónicas medievales se insertan versos de
poemas épicos. Ecos de una literatura que también es muy mía: era la que estaba
leyendo con fruición mientras escribía el libro.
Paloma Díaz-Mas
11
ÍNDICE
Introito (Julio Tamayo)………………………………………..………...3
Cómo y por qué escribir una novela artúrica contemporánea:
El rapto del Santo Grial (Paloma Díaz-Mas)………………….……..…7
El rapto del Santo Grial
La cena de los caballeros…………………………………………..…..13
La misión de Pelinor………………………………………………..….19
El soliloquio de Perceval………………………………………….…...25
Lanzarote y el Caballero de la Verde Oliva…………………………....29
El Caballero de la Choza de Tristura…………………………………..33
El combate con el Caballero de Hierro……………………….………..37
El Caballero de Morado…………………………………………...…...41
Perceval o el Caballero Marino……………………………………..….43
La muerte del Caballero de Morado…………………………………...49
La Garganta de los Ecos…………………………………………...…..53
En el Castillo de Acabarás……………………………………………..57
El mal encanto……………………………………………………….....61
La traición de Gauvain……………………………………………..…..63
Las obsequias de Pelinor…………………………………………..…...67
12
13
La cena de los caballeros
Amanecía ya cuando los caballeros se aprestaban a engalanar las
bestias con los lujosos sudaderos de seda y a colocar encima las sillas y a
ponerse ellos mismos los tupidos almófares sobre las blancas cofias de
lino y a calzarse las huesas para poner ya el pie en el estribo y cabalgar
de nuevo, esta vez —por primera vez en sus vidas— con un destino fijo y
determinado. Acostumbrados a vagar sin rumbo, a dejar sueltas las
riendas de sus caballos para que fuesen las bestias quienes escogiesen el
camino, a esperar pasiva y sosegadamente las aventuras que sin duda
habrían de salirles al encuentro, los caballeros de la Mesa Redonda se
encontraban por primera vez con un itinerario marcado y un horario fijo:
tenían que llegar antes de mediodía al castillo de Acabarás, distante unas
cinco leguas del lugar donde Arturo había asentado sus reales.
La noche había sido larga y memorable. Los caballeros se habían
reunido, como de costumbre, en torno a la mesa que presidía su rey; no
les había llamado la atención la expresión de tristeza del monarca ni
habían concedido ninguna importancia al hecho de que, mientras se
trinchaban las aves y se servía el vino, Arturo hubiese posado sobre sus
camaradas y vasallos unos ojos empañados de lágrimas: el rey era
anciano y estas cosas le sucedían ya con frecuencia. Así que los
caballeros habían comido y bebido sin preocuparse, habían recordado
historias caballerescas de laberintos imposibles y princesas
inverosímilmente bellas, habían discutido sobre la mejor forma de
anudarse las moncluras y sobre las ventajas de la espuela de rodajuela
sobre la de aguijón y —como siempre desde que ya eran un poco viejos—
se habían emborrachado ligeramente.
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Cantaban ya unos y otros comenzaban a aburrirse cuando Arturo hizo
una seña indicando que quería hablar; pero algunos no se dieron cuenta v
fue preciso chistarles para que se hiciese silencio y el rey pudiese
comenzar. Lo que dijo fue breve e inesperado: un centenar de tejedoras
presas en el castillo de Pésima Aventura, capitaneadas por una tal
Blancaniña, habían logrado hacerse con el Santo Grial y lo custodiaban
en el castillo de Acabarás, en espera de que los caballeros de la Mesa
Redonda fuesen a recogerlo. En cuanto el Grial volviese a la corte del
rey Arturo acabarían aquellas luchas fratricidas en las que con tanto
vigor se ejercitaban los caballeros, desaparecerían el hambre, la peste
y la injusticia y se instauraría un nuevo reino en el que imperarían la paz,
la justicia y la bondad. Eso era todo.
Los caballeros fingieron gran alborozo: desde aquellos tiempos
lejanos en que eran jóvenes y no tenían el pelo cano y hasta eran capaces
de subir a la montura de un salto, sin necesidad de encaramarse
penosamente a un escabel, no habían luchado más que porque llegase el
ansiado momento de recuperar el Grial. Con el pensamiento puesto en el
Grial habían comido un pedazo de pan sin desmontar del caballo, habían
bebido el agua turbia y quién sabe si encantada de las fuentes y los
lagos, habían amado a doncellas mucho menos hermosas de lo que ellos
mismos querían imaginar, se habían jugado la vida, se habían dejado
herir y habían perdido su mejor y más fiel caballo y habían arrebatado su
caballo a un enemigo. En pos de aquel Grial inalcanzable habían
recorrido tanto mundo que eran incapaces de recordar los castillos
con que se habían topado y de reconstruir los itinerarios de los mil
caminos que se entrecruzaban en su memoria.
Desde un extremo de la inmensa mesa —los caballeros se habían ido
multiplicando en los últimos tiempos, de forma que ya ni siquiera se
conocían todos entre sí— Lanzarote del Lago buscó un rostro en el que
posar su mirada de desencanto. Encontró los ojos de Gauvain. Ambos
habían sido los primeros en unirse a Arturo y en creer en aquel
hipotético reino de paz y de justicia que prometía el Grial. En la mirada
de Gauvain, Lanzarote leyó como en un libro abierto: ¿y ahora, qué?
15
Mientras, Arturo se entretenía en una prolija descripción del camino
ameno que llevaba hasta el castillo de Acabarás: un sendero
desesperantemente seguro y sin enemigos, bordeado de laureles en cuyas
ramas frondosas cantaba la alondra como signo de buen agüero. Ni un
solo riesgo —hubiera sido la última esperanza de los caballeros que
presentían con horror la llegada de la felicidad— turbaba la paz de aquel
camino corto y seguro. Sería como un juego llegar hasta el castillo,
tomar el Grial y arreglar el mundo.
Llegó la hora de decidir quién sería el caballero designado para
recuperar el Grial; todos fingieron un apagado entusiasmo y se
disputaron sin deseo alguno el honor de ser elegidos. Sólo el valiente
Pelinor, el más niño de los caballeros —aún demasiado pesada la espada
para sus manos sin encallecer—, deseaba ardiente y sinceramente ser él
el escogido. Pero Arturo le hizo una seña, le mandó salir y descolgar de
su percha el gerifalte de capuchón dorado y regresar con él posado en el
guantelete, y Pelinor comprendió que sólo era un pretexto para hacerle
salir de la reunión, y se marchó con lágrimas en los ojos a despertar al
halcón dormido.
Aún no había salido Pelinor de la estancia cuando comenzó el sorteo
de los caballeros y todos disputaban por ir en busca del Grial, ya que de
no haberlo hecho así hubieran sido tachados de cobardes y hubieran
quedado deshonrados de por vida. Decidió Arturo designar a tres
caballeros, que irían al castillo por tres lugares distintos: uno por el
bosque, otro por el mar y otro por el camino. Para ir por el bosque
designó el buen Arturo a Lanzarote del Lago: él había sido el primero en
creer en el Grial y justo era que fuese también el primero en dejar de
creer. Para ir por el mar eligió a Perceval, a quien mandó embarcar en el
navío más hermoso que pudiese encontrar y llegar en él hasta el foso
del castillo de Acabarás. Faltaba elegir al caballero que iría por el
camino y Arturo no sabía por quién decidirse.
16
Había allí un caballero muy anciano; en tiempos había servido bien a
Arturo, pero ahora sus fuerzas estaban disminuidas por la vejez y no
podía valerse de sus miembros; tenía este caballero siete hijas jóvenes y
hermosas, mas no le había dado Dios ningún hijo. Él también había
querido partir en busca del Grial, pero habíale disuadido el propio
monarca al ver lo menguado de su fuerza. Lamentóse entonces el
anciano caballero de no tener un hijo a quien poder enviar a la busca por
él, para que mantuviese en alto sus armas y su apellido; y, desesperado
como estaba, comenzó a maldecir a su mujer:
—¡Así fueras reventada por mitad del corazón, Alda esposa mía
—decía el anciano—, por no haberme dado hijo varón que por mí fuera
en busca del Grial! Y no que ahora quedaré cubierto de vergüenza y con
siete hijas sin dote y por casar.
Oyó esto la más pequeña de las hijas del anciano caballero, que
estaba sentada en un estrado de palo de rosa en la estancia contigua y,
armándose de valor, dejó la rueca y entró en la sala donde estaba el rey
con todos sus cortesanos. Dijo la doncella:
—Padre y muy señor mío, no maldigas a mi madre, pues no es ella
culpable de haber parido siete hijas y ningún hijo varón; y pues lloras y
te lamentas de no tener quien vaya a la busca del Grial en tu nombre y
así defienda tu pendón y su apellido, yo iré y te juro que no he de volver
sin haber vencido diez peligros.
Allí habló el rey muy airado, bien oiréis lo que dijo:
—Doncella, lo que has dicho muy mal me ha parecido. Nunca se oyó
en mi reino ni en ningún otro que doncella alguna vistiese armas y
entrase en combate singular. Sin duda has perdido el juicio.
Pero la doncella no estaba dispuesta a dejarse arredrar y respondió
altivamente al rey, diciendo:
—No me tengas por necia, señor, a causa de lo que he dicho; pues si
por necia me tienes, habrías de considerar necios y locos a Aristóteles, a
Ovidio, a Plinio y a otros muchos autores de la Antigüedad que en sus
historias narran —no lo digo yo, escrito está en los libros— lo que
aconteció en el país de las Amazonas. ¡En verdad que en aquel reino no
había varón que ciñese espada!
17
Replicóle el rey muy enojado:
—Doncella, lo que dices me parece un despropósito. Mira que tus
teticas son redondas y han de empecerte para arremeter con la lanza.
Pero la doncella era testaruda y de nuevo replicó al rey:
—No me tengas por alocada, señor, por haber pronunciado estas
palabras. Bajo la cota de malla poco importa que haya teticas redondas o
pecho velludo, y no eran menos redondas las tetas de las Amazonas,
según dice Platón y otros muchos lo corroboran.
Díjole el rev muy irritado:
—Doncella, lo que dices no me parece bien. ¿Qué harás de tus trenzas
doradas? Enredarse se enredarán entre las patas de tu caballo y tú y él
caeréis por tierra. Pero ea, no discutamos más. Te armaré caballero si
eres capaz de meter mi espada en tu vaina. Si así lo haces, podrás
marchar en busca del Grial; mas si no lo consigues, hemos de verte todos
profesar en un convento de monjas.
Mucho se entristeció la doncella por su amigo, el valiente Pelinor,
que tenía amor con ella y al que ella había prometido no envainar en su
vaina más espada que la del joven caballero. Pero ya se había
comprometido con el rey ante toda la corte y no podía volverse atrás, así
que aceptó la prueba que le proponía el rey; y en verdad que envainó la
espada con tanta maestría que no parecía sino que no había hecho otra
cosa en su vida. Dijo el buen rey:
—Doncella, me has dejado sorprendido. Has manejado la espada
como quien mejor sabe hacerlo; no esperaba que lo hicieses tan bien,
siendo tan niña como eres. Gran placer me has proporcionado. Pero
júrame que es la primera espada que tocas y que jamás antes envainaste
ninguna otra. He de ver si te heriste o no con ella y si brotó sangre
cuando la metiste en tu vaina, pues de lo contrario no te concederé lo
que pides.
Dijo la doncella:
—Señor, que jamás envainé ninguna otra espada antes de hoy puedo
jurarlo por Santa Águeda. Mas si no lo crees, ven y mira mi camisa: hay
en ella una mancha de sangre. ¡Sólo a quien es muy inexperto en el
manejo de la espada puede ocurrirle esto!
18
Y el rey quedó satisfecho de la prueba a la que había sometido a la
doncella y le dijo:
—Tú irás por el camino en busca del Grial. Pero elige ahora tus
colores y tus armas, pues no está bien que un caballero salga al campo
sin ellas.
La doncella respondió:
—Señor, vestiré de morado y mi pendón será morado con un espejo
de Venus y en su interior un puño cerrado sobre el pomo de la espada.
Apenas había dicho esto cuando entró Pelinor en la sala, llevando el
gerifalte en su mano derecha. El rey le dijo:
—Ahora vuelve el halcón a su percha.
Y Pelinor obedeció y volvió a colocar el animal en su sitio, pero iba
llorando y sus lágrimas empapaban las plumas del ave y el capuchón
bordado con hilos de oro.
19
La misión de Pelinor
Era Pelinor el más bello de los caballeros: chiquito de cuerpo y de tez
morena y cintura delgada, tenía la gracia de los donceles criados entre
damas; pero era, al mismo tiempo que cortés y grácil, valiente y
arrojado. Había nacido un veintitrés de abril y no se arredraba ante los
dragones ni retrocedía ante los endriagos: más de una vez había
empapado las gualdrapas de su caballo con la sangre verdosa de un
monstruo terrible que arrojaba fuego por la boca. Mas entre dragones,
sierpes y endriagos aún tenía tiempo para el libro y la rosa y después de
cada liza hacia el amor y componía un poema. Ninguno de los caballeros
de Arturo sabía como él cantar y tañer, y ningún instrumento se le
resistía; y aun algunos decían que entendía el canto de los pájaros desde
que una vez se bañara desnudo en la sangre de un culebro volador de
membranosas alas. Sobresalía en el juego y más de una dama había sido
vencida por él, tal era el buen tino con que tiraba sus dados. Manejaba su
lanza con tanta maestría como su espada y era tan buen amador como
valiente guerrero.
Una vez que los caballeros se hubieron marchado cada uno por su
camino y el buen rey supuso que el valiente Perceval y el noble
Lanzarote se encontraban ya muy lejos de allí, Arturo mandó llamar al
joven Pelinor, que estaba todavía recorriendo el dédalo de pasadizos y
corredores del castillo, de vuelta de la sala en la que dormitaban las
aves cetreras cada una en su percha.
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Cuando Pelinor, sorbiéndose las lágrimas de despecho y de
humillación, llegó al salón del trono, el buen rey le mandó acercarse y le
hizo sentar en un escabel a sus pies. El joven Pelinor nunca había estado
tan cerca de su señor natural y su corazón empezó a latir con tanta fuerza
que el propio Arturo lo oyó, pues aunque estaba ya anciano y sus
sentidos se encontraban muy disminuidos, aún conservaba el monarca un
oído muy fino. Allí habló el noble Arturo, bien oiréis lo que dijo:
—Noble y valiente hijo mío: en verdad que, pese a tus pocos años, ya
hace mucho que me sirves y mi corazón está lleno de gratitud hacia ti,
porque eres valiente y has hallado gracia a mis ojos. Pero ea, serena tu
corazón y acalla sus latidos, que muy quedo he de hablarte y muy
secretas son las palabras que tengo que decir y no conviene que el tono
de mi voz sea más alto que el latido de tu corazón. De pecho a pecho he
de hablarte y de mi boca a tu oído han de ir mis palabras directamente,
sin cruzar el aire, pues de lo contrario alguien podría escuchar. Que,
como bien dijo el sabio, las paredes han oídos.
Muy extrañado quedó el joven caballero con estas palabras: en
verdad su rey nunca le había hablado así. Pero hizo lo que pudo para
serenar su corazón y, cuando los latidos hubieron amainado, el anciano
rey tomó entre sus manos la cabeza del doncel y, acercando el oído de
éste a su boca, habló de esta manera:
—Bien he visto tus lágrimas, querido hijo, cuando te hice salir de la
asamblea de los caballeros. Sin duda querrías tú también partir en busca
del Grial, pero no lo ha querido así el cielo, porque otra tarea más noble
y más honrosa te está destinada.
—¡Ay, señor! —respondió el joven Pelinor mientras sentía de nuevo
asomarse las lágrimas—, no toméis mis palabras como un reproche, pero
poco consuelo es el que me dais; pues, en verdad, ¿puede haber misión
más honrosa y de la que un caballero pueda enorgullecerse con mayor
motivo que la de recuperar el Santo Grial? ¡Mucho envidio al valiente
Perceval y al noble Lanzarote por la suerte que han tenido! Sin duda sus
nombres serán recordados para siempre y los bendecirán las
generaciones futuras.
21
—¡Ah, hijo mío! —exclamó dulcemente el rey—. Bien se nota que
eres joven y poco sabes de las cosas del mundo y de la vida y no conoces
el corazón de los hombres. Pues en verdad te digo que, si tú no lo
impides, las generaciones futuras maldecirán para siempre no sólo al
valiente Perceval y al noble Lanzarote, sino a todos los caballeros de la
Mesa Redonda. Y a mí me llenarán de oprobio y verterán insultos sobre
mi cabeza hasta los propios caballeros que me rendían pleitesía y
vasallaje.
Muy confuso quedó el joven Pelinor con estas reflexiones del rey,
pero calló para no parecer impertinente. Ahora oiréis lo que continuó
diciendo Arturo:
—Es fama, hijo mío —no lo digo yo, escrito está en el Libro—, que el
hombre vivía feliz y dichoso en aquel jardín llamado Edén en el que
Dios lo había puesto, hasta que, llevado por su impertinente
curiosidad, comió de la manzana prohibida que le ofrecía Eva. Desde
entonces el mal se apoderó del corazón del hombre y la sangre
derramada comenzó a bañar la tierra. Muchos siglos, en verdad, hace
que los hombres hacen correr la sangre de sus semejantes, desde que
Caín lo hiciera por primera vez con su hermano Abel. Fértil se ha hecho
la tierra con tan buen abono y gran parte de los frutos que en los amenos
campos se recogen han sido regados con sangre. ¿De qué valle, cañada o
desfiladero podrá afirmarse: aquí no hubo nunca una batalla? ¿Qué
ciudad existe que no haya sido sitiada alguna vez y sus habitantes
pasados a cuchillo? ¿Qué mar es tan pacífico que en sus olas no se hayan
deshecho jamás las quillas de naves enemigas? Es la costumbre de matar
a sus semejantes el más noble hábito del hombre, pues por él se
distingue de los brutos animales: ¿se aniquilan entre sí los leones, con
ser tan nobles? ¿Se atacan los lobos? ¿Se destrozan las imperiales
águilas? Sólo el hombre hace la guerra y lucha contra sus enemigos y
salpica con su sangre sus manos y sus vestiduras. En este noble hábito se
basa el honor humano porque ¿qué caballero podría afirmar «noble soy»
sin haber matado a alguno de sus semejantes? ¿Qué rey se consideraría
poderoso si nunca hubiese vencido a un enemigo? ¿Qué nación podría
22
ser orgullosa y fuerte si no tuviera sojuzgada a otra cuya voz está
acallada por las lágrimas y la sangre? En este honor se basa todo nuestro
mundo: por él se construyen los almenados castillos, las amuralladas
ciudades y hasta las fortificadas catedrales y los bien murados
conventos; por él se enriquecen los mercaderes y se llenan de gloria los
guerreros; por él se acrecienta el fervor de los soldados, que
piadosamente oyen misa y comulgan el cuerpo de Nuestro Señor y
otorgan óbolos y sufragios antes de entrar en batalla; para enriquecer con
filigranas de oro el puño de la mortífera espada trabaja el orfebre, para
herrar convenientemente el caballo de batalla suda el herrero; por la
lucha se templan los varones, se hacen hombres los niños, se tornan
poderosos los reyes, maduran en lágrimas las doncellas viudas antes que
casadas, se serenan en dulce tristeza las madres cuyos hijos murieron de
forma heroica. En fin, el sacrificio de unos hombres a manos de otros
es el motor que mueve nuestro mundo, Con torrentes de sangre anda el
molino que muele nuestro pan y con el furor de la batalla da vueltas la
noria que riega nuestros campos.
—Mas todo eso desaparecerá, señor —se atrevió a decir el joven
caballero—, cuando sea recuperado el Grial.
—Tú lo has dicho —respondió el buen Arturo con cariño—. Y ¿qué
hará entonces el mundo? Una vez hallado el Grial: ¿de qué hazañas
podrán gloriarse mis caballeros? ¿Por quién orarán los religiosos? ¿Qué
sacrificio harán las madres? ¿De qué servirán las afiladas espadas y las
agudas lanzas? ¿Qué será de los caballos expresamente domados para
entrar en batalla? ¿Habrán de partir en estampida buscando una guerra
inexistente? ¿Habrán de permanecer mis caballeros ociosos, indolentes y
sin honor junto a sus mujeres solícitas y felices? ¿Tendremos que dejar
que se desmoronen los castillos y las inútiles murallas? Mis caballeros,
que toda su vida se dedicaron a la lucha y a la guerra, ¿qué harán?
¿Cómo vivirán en adelante? ¡Ah, dulce amigo Pelinor! ¿No viste la cara
de tristeza de mis barones cuando les comuniqué la feliz noticia? ¿No
observaste como alguno de ellos se esforzaba por contener las lágrimas?
23
Aún no está el mundo preparado para la paz, ni los hombres sabrían ser
felices. Acostumbrados a la vida dura y a las continuas desdichas, se
sentirían perdidos en un mundo feliz en el que reinase la armonía. Mas
ese mundo llegará si el Grial cae en nuestras manos y se instaura la
Nueva Edad. Es nuestro deber, por tanto, impedir que tal cosa ocurra. Es
preciso que, al menos durante un tiempo, siga habiendo luchas y
disputas: nada hay más triste que no tener un ideal por el que luchar y
una meta inalcanzable que perseguir. Es por ello necesario que vayas al
castillo de Acabarás e impidas que allí lleguen los otros caballeros. De
esta forma seguirán los hombres luchando por alcanzar el Grial y sus
vidas tendrán un bello objetivo. Tal es mi deseo y así te lo mando.
—Muy dura es la misión que me encomendáis, señor —gimió el joven
caballero—, pues desde el fondo de mi corazón deseo vivamente que el
Grial sea hallado y comience pronto la feliz Nueva Edad. Y en cuanto a
los hombres, yo bien creo que pronto se habituarían a vivir sin el honor
de verter la sangre de sus semejantes y, cuando les faltase la busca del
Grial, encontrarían otro bello ideal por el que vivir.
—Mucho me irritan tus palabras —replicó Arturo muy airado— y en
verdad que sólo puedo entenderlas considerando que eres muy joven y
casi niño y no sabes lo que dices. Me ofendes al hablar así y ofendes a
todos tus compañeros y a la institución a la que perteneces. ¡Mucho se
indignarían los barones de la Mesa Redonda si pudieran oírte!
—No os enojéis, señor, ni me tengáis rigor alguno —suplicó el joven
Pelinor—, pues seguramente es la inexperiencia de mi juventud la que
me hace hablar tan alocadamente. Pero ea, señor, dime qué he de hacer,
que yo por obediencia lo haré y por disciplina me someteré a tu voluntad
muy gallardamente. Cuando entré en la Mesa Redonda hice un
juramento muy solemne y quiero cumplirlo.
—Mucho me agrada lo que has dicho —replicó Arturo—. Escoge
ahora un nombre y unos colores nuevos, pues no conviene que nadie te
reconozca ni que sepan quién eres y que yo te mando.
—Señor, sea mi nombre Caballero de la Verde Oliva y sea de ese
color mi enseña pues es el olivo el símbolo de la paz en la que creo.
Así dijo Pelinor y a Arturo le pareció bien.
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25
El soliloquio de Perceval
Partió el noble Perceval a cumplir la triste misión que su señor Arturo
le había encomendado: ir hacia el Grial en el más hermoso navío que
encontrar pudiese.
Partía obediente y sumiso —pues no está bien que un caballero se
rebele contra su señor— pero con el corazón lleno de tristeza. Y como el
noble Gauvain, que tenía amistad con él, le vio lo despaciosamente que
ensillaba el caballo y la parsimonia con la que se ceñía la armadura
—que a veces la tristeza se muestra en la lentitud de los actos, como la
alegría suele manifestarse en la rapidez y en el brío con que se obra— no
quiso dejarle solo y subrepticiamente ensilló él también y siguió a su
amigo un poco a distancia por los collados y las vaguadas que conducían
a la ciudad asentada a orillas del mar.
Y sucedió que el noble Perceval, creyéndose solo, comenzó a hablar
consigo mismo y a compadecerse en voz alta. Bien oiréis lo que dijo:
—¡Ah, Grial antes amado y ahora aborrecido! En verdad eres como el
amante imposible de conseguir, que siempre se desea cuando está lejos y
se aborrece cuando se le tiene al alcance de la mano. Sabe un caballero
de una doncella muy hermosa, de cuya belleza se hacen todos lenguas. Y
sin conocerla, sólo por el bien que de ella ha oído decir, se enamora al
punto. Mas sabe que ella está lejos y que nunca la conocerá y que si
algún día la ve tal vez sea de lejos y que, aun si es de cerca, sin duda ella
no reparará en él, pues estará rodeada de otros caballeros que la
agasajarán solícitos. Y se angustia el enamorado pensando en la
imposibilidad de su amor, desesperándose porque ella no sabe que es
amada, sufriendo de pensar que tal vez en ese mismo momento ella
concede su favor a otro más afortunado. Da vueltas el caballero en su
cama y en su desesperación finge diálogos con una amada fantasma,
26
abraza el aire y besa la almohada y, cuando viene a caer en la cuenta de
que está amando una sombra, se hunde en la más profunda decepción y
pasea impaciente por la estancia maquinando cómo hará para conocer a
la doncella, qué dirá o qué continente adoptará para que ella se dé cuenta
de su presencia y lo prefiera entre todos los que la solicitan. Y una y otra
vez teje y desteje en su imaginación diálogos y encuentros y sueña que
la salva, que la honra, que la ofende, que la desprecia, que sufre su
arrogancia, que la logra, que la protege, que la ama, que la solicita, que
ella le rechaza, que le acepta, que se enoja, que le muestra su contento,
que le desprecia, que le declara su amor, que se prenda de él al primer
golpe de vista, que se muestra ingrata largo tiempo y él ha de ganarla,
que al fin la vence, que la goza muy de su grado, que la fuerza, que ella
le odia, que le ama, que le teme, que todo se deshace en lágrimas, en
risas, en olvido, en añoranza, en desesperación, en reconciliaciones, en
rencor y, en fin, que su amor vence. Pasan uno, dos, tres años y el
caballero sigue desesperado por tan loco amor, desanimándose a cada
paso de poder ver siquiera a su amada, de cruzar con ella una palabra.
Mas el amor se ha hecho un nido en el corazón del enamorado y es como
una espina de oro que se clava en la carne y cuyo dolor es tan dulce que,
si se arrancase, el caballero se sentiría descorazonado y con un vacío
muy hondo. Pero si por desventura el enamorado llega a conocer al
objeto de su amor, si la ve, la habla, la requiebra, la acaricia y la logra,
en seguida echa de ver que su hermosura no es tanta como las lenguas
ponderaban, que la doncella dista mucho de ser discreta y que las noches
de amor que con ella pasa no tienen la plenitud de las que él había
imaginado en sus horas de soledad. Igual me sucede a mí con el Grial, al
que tanto amé: por él he vivido todos los días de mi vida. Tras él he
errado sin sosiego, sabedor de que no había de encontrarlo. Por él luché
sin tregua, seguro de que no lo lograría. Por él me alcé al heroísmo y
descendí a la villanía, consciente de que el Grial estaba lejos y mi
heroísmo era inútil y mi villanía me manchaba en vano. Y ¿qué haré
ahora que está a mi alcance, ahora que sé que dentro de poco lo tendré
en mis manos? Pronto el Grial no será para mí más que lo que realmente
es: un plato cubierto de piedras preciosas. Y mi corazón quedará vacío,
privado de aquella espina dorada que tantos años tuve clavada en él.
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Así iba diciendo el caballero y lloraban sus ojos tan abundantemente
que sus lágrimas, bajando por los pechos del caballo como en cascada,
iban regando la hierba del camino que ya estaba casi agostada y
formaban un arroyo en cuyas márgenes comenzaron a crecer la
madreselva, el saúco y la azulada flor del poleo. Siguiendo este arroyo el
valiente Gauvain llegó hasta su amigo: ¡en verdad no era fácil perderse
con tan florido rastro!
—Amado amigo —exclamó el caballero Gauvain—, no te alteres ni
temas, que por mí nadie sabrá lo que has dicho. En verdad tu amor al
Grial es superior al de todos los caballeros y, si no temiera pecar de
irrespetuoso, diría que hasta mayor que el del propio Arturo: sabido es
que el amor más puro es el de quien no quiere poseer lo que ama y tú
amas tanto al Grial que no deseas alcanzarlo y de buena gana errarías
otros cuarenta años con tal de no lograrlo jamás. En verdad mereces que
tu deseo se cumpla y el Grial no sea hallado nunca.
—Mucho me enoja y me entristece lo que has dicho —replicó el
valiente Perceval—, pues de esas palabras podría entenderse que me
propones una cosa muy poco honesta: que abandone la busca e incumpla
el mandato de mi rey y señor.
—Nada de eso te propongo —respondió Gauvain— porque sé cuán
fiel eres y me consta que no lo aceptarías. Pero eres también mi amigo y
mentiría si dijera que no sufro al ver cómo se entristece tu corazón; y mi
amistad no valdría nada si no tratase de aliviar tu dolor. Ve, pues, a la
busca del Grial y cumple el mandato de tu natural señor Arturo. Que yo
mientras tanto procuraré que no llegues nunca y que nunca logres tu
objetivo. Permíteme, mi amigo, que te traicione por tu bien: nada
deshonroso hay en ello para ti, puesto que no puedes impedir mi traición,
que ni yo mismo sé en qué cuajará ni cómo la llevaré a cabo. Sigue tu
camino y haz tu obligación, que yo te traicionaré para que nunca llegues
a tu destino. En todas las bellas historias de nobles barones valerosos ha
habido siempre una traición y no pocas veces un héroe ha alcanzado la
gloria gracias a un traidor: recuerda, si no, al conde Roldán, que pasó a
las gestas gracias a la traición de Ganelón, su padrastro. Permíteme, por
la amistad que nos une, que sea yo tu traidor y así quizás alcances tú la
gloria sin sufrir daño ni dolor.
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—Sea como has dicho —respondió Perceval.
Y Gauvain espoleó su caballo y se alejó al galope, dejando tras de sí
una estela de tenue polvo. Perceval lo estuvo mirando hasta que se
perdió en la lejanía; Gauvain era tan gallardo que Perceval pensó:
«Todos los traidores son hermosos».
29
Lanzarote y el Caballero de la Verde Oliva
Iba el valiente Lanzarote sumido en tristes pensamientos cuando oyó
grandes golpes y una voz que salía de lo más hondo del bosque.
Encaminóse hacia allá —pues la costumbre de los caballeros es ésta:
dirigirse hacia todo lo que pueda ser extraño y portentoso— y no tardó
en llegar a un claro del bosque en cuyo centro crecía un hermosísimo
olivo que sobrepasaba en altura a todos los árboles circundantes; su copa
era de un bello tono verde plateado y su añoso tronco asombraba por su
corpulencia y vigor. Un hombretón no menos corpulento y desnudo de
medio cuerpo iba descargando sobre el viejo tronco feroces hachazos
que hacían estremecerse todo el árbol y provocaban una constante lluvia
de aceitunas negras. El hombretón estaba empapado en sudor y
congestionado por el esfuerzo, pero no por eso dejaba de cantar a todo
pulmón una bella canción que hablaba de una infantina de cabellos de
oro que se aparecía a los caminantes sobre un árbol de plata fina.
—¡Eh, tú, hombre desconocido! —gritó el caballero Lanzarote.
—Sin pecado concebida: para servir a voacé —respondió el otro
interrumpiendo un momento su tarea.
Muy asombrado quedó el caballero ante esta respuesta, pues en su
vida había oído otra igual. Pero entonces se levantó un viento suave y las
hojas del olivo se mecieron mostrando su envés plateado; y el caballero
no dudó que aquél era un olivo maravilloso, todo de plata desde la raíz
hasta la copa, y que había de preguntar cuál era el misterio que
encerraba. En aquel tiempo los caballeros solían preguntar por todo lo
que veían, pues ninguno ignoraba que el valeroso Perceval quedó
deshonrado por no preguntar cuando debía, y no querían caer en la
misma deshonra y que a ellos les sobreviniesen los mismos males. Así
pues, preguntó Lanzarote:
30
—Hombre, no me ocultes nada: ¿de quién es este olivo todo de plata
y por qué lo talas?
—Señor —respondió el hombretón—, el olivo no es de plata y es de
nadie: creció solo en este claro del bosque. Y lo talo no más que porque
me da la gana y también talaré a hachazos la cabeza del primer chulo
que venga a estorbármelo. Pero ea, ya que yo he contestado tu pregunta,
contesta tú la que a mí me apetece preguntarte. Dime, caballero, y no te
pongas tonto si no quieres probar el filo de mi hacha: ¿qué es esa larga
vara que llevas tan sujeta? Un poco gruesa me parece para varear
aceitunas y un poco larga como espeto para asar.
—Hombre, tus palabras no me enfadan sino que me causan risa. Esto
es una lanza y con ella suelen pelear los caballeros cuando van
montados.
—Sin duda eres un poco tonto para ir por el mundo con semejante
cachivache. Pero dime: ¿qué diablos es eso tan brillante que llevas en el
otro brazo?
—Escudo es su nombre y tú eres el hombre más ignorante que he
visto en mi vida.
—Eso será dicho sin ánimo de ofender, ¿no? —dijo la bestia en tono
amenazador, y prosiguió—: Ea, cuéntame; ese trapo que ondea en la
punta del palo que tú llamas lanza, ¿sirve acaso para indicarte la
dirección del viento?
—¡Ahora sí que me haces reír! —se burló el caballero—. Pues ¿qué
utilidad puede tener saber de dónde viene el viento y adónde va? En
verdad que para saber una cosa tan inútil no cargaría yo ni con un grano
de sal. Pero ésta es mi enseña, de ella me glorío y por ella se me conoce
desde lejos.
—Señor, tan inútil me parece gloriarse de un trapo y ser conocido a
una legua como saber la dirección del viento. Pero en fin, sobre gustos
no hay nada escrito; puedes marcharte, caballero, pues he decidido que
no te cortaré la cabeza; y pues tienes gustos tan raros, sin duda podrás
comprender muy bien mi gusto: quiero talar este olivo centenario y
quemarlo después, para que no quede recuerdo de él sobre la faz de la
tierra. Me da la gana hacerlo así y no veo por qué he de dar cuentas a
nadie de ello. Pero antes de marcharte contesta a mi última pregunta:
¿qué es ese largo puñal que llevas colgado a la cintura? En mi vida vi
semejante hoja en cuchillo, en daga ni en navaja.
31
—Ahora demuestras que no sólo eres ignorante, sino que también
careces de nobleza, pues no has reconocido la espada. Pero tus preguntas
me han hecho gracia. Dime ahora una cosa: ¿querrías ser mi enemigo?
—Con mucho gusto lo haré, señor —respondió el hombretón—, pero
no sé cómo. Mal podré ser enemigo tuyo si no sé siquiera el nombre de
tus armas ni cómo manejarlas.
—Yo todo te lo enseñaré —respondió Lanzarote— si accedes a lo que
voy a proponerte: existe a pocas leguas de aquí un castillo que los
labriegos y los pecheros llaman de la Buena Noticia, pero al cual los
caballeros y la gente noble no da otro nombre que el de Acabarás. Hay
en ese castillo cien doncellas muy hermosas que guardan un plato todo
de oro, que pesa más de dos arrobas; en su borde se han engastado
rubíes, zafiros y esmeraldas: ¡en verdad el oro no vale nada al lado de
estas piedras preciosas, pues la menor de ellas vale lo que una ciudad! El
plato con sus piedras podrá ser tuyo, y lo mismo las cien doncellas, si
haces lo que te digo.
Mucho se alegró en su corazón el labriego al oír lo que el caballero
decía. Bien oiréis lo que respondió:
—Señor, sin duda eres un enviado de Dios. Mucho me place lo que
has dicho y no sé de qué alegrarme más: si de los rubíes y las esmeraldas
o de poder tener cien doncellas que me sirvan. Que con tales promesas
sólo me entristece que el día no tenga cien horas. Pero ea, dime qué he
de hacer.
—Sólo has de encaminarte al castillo de Acabarás y, si por ventura
encuentras en el camino algún caballero, has de matarle inmediatamente
y sin vacilar.
—Señor —respondió el rústico—, deseando estoy de dejar de hablar
para ponerme en camino. Y en cuanto a lo de matar a los caballeros, yo
te aseguro que ningún cuello resiste el filo de mi hacha.
—Tate, tate, señor rústico, que no ha de ser así —replicó el caballero—.
Primero has de saber que tal vez uno de los caballeros que habrás de
matar seré yo, pues mi rey me encomienda ir al castillo de Acabarás y es
posible que nos encontremos.
—Con mucho gusto te mataré yo —dijo el campesino— si con ello
gano las doncellas y el plato de propina, que será como alzarse con el
santo y la limosna.
32
—Y además es menester que aprendas el uso de la lanza y de la
espada, pues no es decoroso que un caballero muera al filo de tu hacha.
Has de saber que existen dos clases de armas y, por tanto, dos clases de
muertes: las nobles y las innobles. Las armas nobles son propias de los
de alta sangre: ni conde ni rey se sentiría deshonrado por morir herido
por la espada o atravesado por la lanza de un noble enemigo; mas las
armas innobles, como el puñal, el hacha o la hoz son propias de villanos
y gentes de baja estofa y sería vergonzoso matar con ellas a algún noble
caballero. Por ello has de aprender a manejar la lanza y la espada, para
que puedas darme si viene al caso la muerte que me corresponde.
¡Mucho me enojaría morir como un villano!
—Así lo haré, señor —respondió el mozo—, si con ello obtengo
beneficio.
Y Lanzarote descendió de su caballo, se desarmó y le colocó sus
armas al hombretón y le enseñó cómo debía usarlas y cómo podía matar
con ellas. Muy pronto lo aprendió el rústico: sin duda por sus venas
corría alguna gota de sangre noble, pues de lo contrario no le habría sido
tan fácil.
Una vez que le hubo enseñado, el noble Lanzarote preguntó al
campesino cuál quería que fuese su color y qué nombre tomaría para
salir al campo, pues no era justo que se enfrentase a otros caballeros sin
tener nombre ni enseña. Y como Lanzarote lo había encontrado talando
un olivo, decidió llamarse Caballero de la Verde Oliva e ir vestido de
verde de la cabeza a los pies.
Y, hecho esto, el valeroso Lanzarote partió hacia el castillo de
Acabarás a rescatar el Grial, mientras el Caballero de la Verde Oliva
ponía gualdrapas verdes a un caballo nuevo. Y aquel mismo día cruzó
Lanzarote sin miedo ni temor el puente frágil que separa las dos orillas
—la de la vida y la de la muerte—; y fue el caballero villano quien le
guió en tan honroso paso.
33
El Caballero de la Choza de Tristura
Llevaba un buen rato cabalgando el valiente Pelinor, cuando llegó a
un paraje inhóspito; ásperos zarzales crecían en una tierra color ceniza.
No había allí ni río ni fuente, ni árbol ni flor, ni ruiseñor ni alondra, ni
nada que pudiera hacer grata la vida. Sólo las rocas desnudas, las zarzas
punzantes y el polvo gris. En medio de aquel paraje se levantaba una
choza de tristura; estaba hecha de cal y canto, y pintada por fuera y por
dentro con negra pez; el caballero que la habitaba llevaba siete años
viviendo en ella sin comer otra cosa que las ralas hierbas del campo y sin
beber más que sus propias lágrimas. A la puerta de la choza yacían
abandonadas las armas del caballero, que habían sido ricas y poderosas
pero que ahora estaban cubiertas de orín; allí yacía también la osamenta
de su caballo, aún con la silla y el arnés puestos.
Muy sorprendido se quedó el valiente Pelinor al ver la choza, las
armas y el esqueleto del caballo; pero mucho más se sorprendió al ver
aparecer entre las breñas una figura espantosa: era un hombre casi
desnudo, de largas barbas enmarañadas y cuerpo apenas cubierto con
jirones de sedas que habían sido ricas.
—Valiente Pelinor —dijo el Caballero Ermitaño—, me alegro de que
hayas venido. No te espantes ni te burles ni me consideres en poco por
verme así como me ves. Has de saber que soy el caballero más
desdichado que nunca haya ceñido espada y hace ya siete años que, no
pudiendo soportar mi desdicha, decidí hacerme ermitaño, construir una
choza de cal y canto y no comer sino yerbas y no beber sino mis propias
lágrimas hasta que pasase por aquí otro caballero que pudiera contarme
sus desgracias. Hace ya siete años que espero y nadie hasta ahora había
pasado por aquí. Tú eres, pues, el primero. Ea, cuéntame tus penas y yo
te contaré las mías. Yo te juro que si tus penas son mayores que las mías
esto me servirá de consuelo, volveré al mundo de los vivos y ceñiré de
nuevo mi espada; pero si mis penas son mayores que las tuyas, me he de
matar con mis propias manos.
34
—Caballero —respondió Pelinor—, sin duda alguna vivirás muchos
años. Pues dudo que tus penas o las penas de cualquier otro hombre
puedan llegar a ser mayores que el pesar que a mí me aflige, porque me
encuentro dividido entre lo que debo hacer y lo que quiero hacer; ése es
el mayor dolor que puede tener un ser humano.
—Poca desdicha me parece esa que me cuentas —dijo el Caballero
Ermitaño— pues ese mal es muy común y casi se diría que la mayor
parte de los hombres quieren hacer una cosa y están obligados a hacer
otra; raro es el que hace lo que quiere y quiere lo que hace. Pero
cuéntame con más detalle el motivo de tu tristeza, para que pueda yo
calibrar si verdaderamente tu dolor es tan grande como dices.
—Caballero —dijo Pelinor—: hace mucho tiempo un santo varón
llamado José de Arimatea recogió en un vaso de oro y piedras preciosas
la sangre de Nuestro Señor el día aciago en que murió en aquel monte
que unos llaman Gólgota y otros Calvario. Este vaso fue robado por los
malignos y es fama que cuando esta adorada prenda, que se llama Grial,
llegue a manos del rey Arturo, se establecerá sobre la tierra un reino de
paz y de justicia, desaparecerá el mal y no habrá ya más disputas entre
los hombres. Muchas generaciones de barones valerosos lucharon y
murieron por conseguir el Santo Grial; y hoy está ya a nuestro alcance.
Yo bien quisiera correr en pos de él y traerlo a los pies de mi buen rey
Arturo, a quien sirvo de todo corazón, y así vendría la Nueva Edad que
esperamos. Pero es el propio Arturo quien me manda robarlo y
esconderlo donde nadie lo pueda hallar. Esta es la causa de mi dolor.
Juzga por ti mismo si puede haber hombre más desgraciado sobre la
tierra.
—¡Ay, caballero! Ya veo que tu pena es tan pequeña al lado de la mía
como puede serlo un ratón al lado de un elefante. Escucha: desde la hora
en que nací cayó sobre mí una maldición terrible. Me parió mi madre
una mañana de domingo a la hora en que todos los astros me eran
favorables; cuando yo nací no aulló perro ni cantó gallo por el lado
izquierdo. Desde aquel día dispusieron las hadas que todos mis deseos
fuesen satisfechos y que todo lo bueno que anhelase me fuera concedido.
35
Así ha sucedido desde entonces: en tiempos deseé riquezas y las tuve en
cantidad tal que ningún hombre hubiese podido contarlas en su vida;
quise a una doncella —nunca la hubo igual en gracia, en belleza y en
nobleza— y ella se me ofreció al punto complacida; nos amamos más de
un año y pude comprobar cuánto hastía el amor en todo correspondido;
y al cabo de este año deseé marchar a conquistar la gloria por la fuerza
de mis armas; tanta fue la gloria que conquisté y tantas las aventuras
afortunadas que corrí, que cuando regresé a mis tierras nadie quería creer
mis proezas. Pero me bastó desear que me creyeran para que todos lo
hicieran así sin fingimiento. Quise luego dedicarme al servicio de
Dios y tal fue mi santidad que llegaron a obrarse milagros por mi
mediación. Fue entonces cuando decidí apartarme del mundo y de Dios
para dedicarme sólo a llorar mi desdicha.
—Amigo —dijo el Caballero de la Verde Oliva—, ahora sí que no
entiendo nada. Deberías ser el hombre más feliz de la tierra y eres el más
desdichado. Te juro por lo más sagrado que no comprendo la causa de tu
tristeza.
—¡Ay, caballero, cómo se advierte tu juventud! Pues si fueras viejo y
entrado en años comprenderías que la mayor desdicha que le puede
acaecer a un hombre es no tener nada en qué ocupar la vida. Yo todo lo
hice, todo lo conseguí, todo lo he probado. ¿Qué me queda ahora? Pero
tú dime: ¿qué deseas?
—Lo que deseo, mi buen señor, te lo he dicho antes. Deseo dos cosas
contrapuestas e incompatibles: salvar el Grial y perderlo, entregárselo a
Arturo y robárselo a Arturo.
—Mi buen amigo, yo en cambio no deseo nada. Justo es que yo
muera, puesto que nada deseo; como justo sería que tú vivieses dos
vidas, una para cumplir cada uno de tus dos deseos.
Así dijo el Caballero de la Choza de Tristura y, tomando su
herrumbrosa espada con ambas manos, se dejó caer sobre ella. Pronto
descendió sobre él la muerte. Y el Caballero de la Verde Oliva siguió
su camino.
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37
El combate con el Caballero de Hierro
No había andado mucho cuando se encontró ante una llanura verde;
para alcanzarla desde donde estaba tenía que saltar sobre un regato de
agua clara. Como el caballo estaba sediento, se paró, hundió los belfos
en el agua y bebió un poco.
Apenas había hecho esto cuando el valiente Pelinor vio ante sí a un
caballero terriblemente armado de la cabeza a los pies; tantas eran sus
armas y tan completas que no se le veía ninguno de sus miembros, pues
incluso las manos las llevaba protegidas con guanteletes de hierro. Y el
caballo iba igualmente armado, con sus gualdrapas chapadas de acero y
la testuz cubierta de hierro.
El caballo de Pelinor saltó el regato y entró en el prado verde y se
dirigió al trote hacia el Caballero de Hierro. Dijo Pelinor:
—Caballero de Hierro, dime quién eres.
—Yo soy —respondió el Caballero de Hierro— el amo y señor de
estas tierras en las que has entrado sin mi permiso, y el dueño de ese
regato que fluía claro y limpio antes de que lo enturbiasen los cascos de
tu caballo. No debías haber entrado así en mis tierras ni ensuciado mi
agua, y a quien tal hace yo le declaro la guerra.
—Pues ea, señor —respondió Pelinor—, embracemos la lanza y
arremetamos el uno contra el otro como caballeros que somos. Y el que
quede vivo quedará más honrado de ahora en adelante.
—No es ésa la costumbre de esta tierra —dijo el Caballero de Hierro—,
y antes la tenemos por bárbara y cruel que por honrosa. ¿De qué vale
alabar la nobleza del adversario después de haber derramado su sangre?
Muy otro es el uso de este país. Ea, acompáñame, y yo te daré la batalla
en otro campo, según la costumbre que aquí rige.
38
Muy sorprendido se queda Pelinor por estas palabras, pero por no
parecer cobarde sigue al Caballero de Hierro hasta un gran castillo que
se levanta en el centro del valle. Cuando el Caballero de Hierro llegó a
las puertas de este castillo, el rastrillo se alzó solo y el puente levadizo
cayó sobre el foso sin que nadie lo maniobrase. Una vez dentro, el
Caballero de Hierro dijo a sus sirvientes:
—Montad las mesas y preparad el más espléndido convite que se
recuerde en muchos años, porque traigo conmigo un gran enemigo mío
que mucho me ha ofendido y a quien debo vencer.
Así lo hicieron los servidores y en seguida estuvieron las mesas
armadas. Allí vio y gustó el valiente Pelinor los más exquisitos, raros y
abundantes manjares que nunca había probado: los capones asados v las
gallinas rellenas, los pavos henchidos de castañas y de trufas, los lomos
de vaca, los perniles de cerdo y las patas de cordero, las cecinas y las
mojamas, los peces de todos los ríos y de todos los mares, las aves de
caza junto a los tiernos pichones, el conejo y la liebre, los vinos rojos y
fuertes y los dorados vinos blancos, la miel y las especias más olorosas
de Oriente, los dulces de los mil conventos de aquel reino, los saropes.
las confituras y los tocinos de cielo, la fruta de todas las estaciones y los
delicados y aromáticos frutos de los países lejanos.
Cuando hubieron acabado de comer aún siguieron bebiendo, porque
el vino manaba de una fuente inagotable; y cuando ya se habían cansado
de beber, se alzó el Caballero de Hierro, con las barbas rezumando grasa
de los buenos perniles de cerdo y con los bigotes salpicados de la canela
de los postres, y dijo:
—Muy orgulloso estoy, caballero Pelinor, de la gran batalla que acabo
de darte. Sabe que éste es el uso de nuestra tierra: que cuando alguien
nos agravia o nos ofende le declaramos una guerra de convites, y he aquí
que ésta era la primera batalla. Ahora tú puedes elegir entre tres cosas:
retirarte del combate del convite y darte por vencido, y quedarás sujeto a
mi dominio; huir como un cobarde y quedar deshonrado para siempre; o
darme otro convite que supere a éste, para intentar vencerme.
Allí se alzó Pelinor, cuya barba lampiña destilaba arrope; bien oiréis
lo que dijo:
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—Señor, en verdad es una gran batalla esta que me has ofrecido. Me
ofendes si me tienes por cobarde y piensas que voy a huir; y me ofendes
más aún si crees que voy a declararme vencido y vasallo tuyo. Antes
bien, pienso tomarme el desquite: quedas invitado a comer a mi costa el
día que tú quieras. Pero no vayas solo: lleva trescientos de tus caballeros
y trescientos escuderos de a pie que los acompañen y a todos ofreceré un
banquete tan magnífico que deje pequeño a éste; y te juro que te he de
vencer, aunque sea después de muerto. Mas si te venzo me cederás tu
cetro, tu corona y el dominio de tu reino.
Dijo así Pelinor y en seguida mandó ensillar su caballo y partió de allí
después de despedirse de su enemigo y anfitrión, el Caballero de Hierro.
Y desde aquel día quedó declarada la guerra entre ellos.
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41
El Caballero de Morado
Muy amena estaba la floresta y cantaban la alondra y el ruiseñor,
diciéndose palabras de amor y cortesía. Al oír el canto de los pájaros y
entender sus dulces trinos, el valiente Pelinor comenzó a sentir una dulce
nostalgia y recordó de repente a la doncella en la que tenía su amor
puesto, que era blanca y colorada y hermosa como una estrella, con la
piel hecha de leche y sangre. En su honor y en su recuerdo embrazó su
lanza el caballero y muy contento estaba con ella y con sus pensamientos
cuando vio ante sí un caballero que se le acercaba hasta quedar parado
delante de él. Iba vestido de morado de pies a cabeza y su enseña era un
pendón también morado con un espejo de Venus blanco y en su interior
un puño cerrado sobre el pomo de la espada. Allí habló Pelinor, bien
oiréis lo que dijo:
—Caballero, por Dios te pido que me digas quién eres, adónde vas y
qué pretendes. Muy descortés serías si no me contestases.
—Caballero —respondió el de Morado—, nada puedo decirte de mi
nombre ni de mi alcuña, pues es secreto sellado. Y tampoco te diré qué
es lo que pretendo: muy mal obraría si lo hiciera. Pero bástete saber que
me dirijo al castillo de Acabarás, que poco dista de aquí.
Entonces comprendió el valiente Pelinor que aquél era uno de los
caballeros que iban en busca del Grial y que él había de matar. Y se
entristeció, pues le parecía un caballero muy apuesto y de muy dulce
voz. Y, sin decir palabra, le atacó y el otro se defendió bien: en verdad,
no se estuvo quieto ni esperó el golpe, sino que supo manejar muy bien v
con gran maestría su espada.
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Todo el día lucharon los caballeros sin darse tregua y ya les dolía a
ambos el brazo diestro de manejar la espada. Pero en uno de los golpes
el mandoble del Caballero de Morado se quebró y el que tan
diestramente se había defendido quedó desarmado. Embrazó Pelinor su
lanza y el de Morado no pudo hacer otro tanto, que lanza no tenía.
43
Perceval o el Caballero Marino
Ya clareaba el día cuando el valeroso Perceval llegó al puerto. Los
pescadores acababan de amarrar sus barquitos y habían comenzado a
descargar el pescado, así que los muelles estaban cubiertos de peces
plateados que se debatían en los últimos coletazos de la agonía.
El valiente Perceval atravesó a caballo aquel mar plateado y
palpitante y llegó hasta el extremo del espigón inspeccionando los
barcos que estaban amarrados, pero ninguno le parecía bien. Ya había
llegado a la bocana y se había detenido sin saber qué hacer, cuando
comprobó que las gaviotas que volaban alto comenzaban a descender
hacia el mar y los peces que nadaban en el hondo subían a la
superficie; siete barcos que estaban perdidos en tormentas lejanas
arribaron al puerto con viento favorable de popa y un pescador llegó
diciendo que su mujer, que estaba de parto, había parido sin dolores.
Entonces se vio llegar un navío maravilloso que tenía las velas de seda y
la jarcia de oro torzal; el marinero que lo guiaba iba cantando un cantar
desconocido con una voz tan suave y armoniosa que Perceval
comprendió en seguida que aquélla era la causa de tantos prodigios.
Descabalgó el caballero al instante y descendió como pudo por la
escollera hasta el borde del agua. La borda del navío estaba muy cerca y
Perceval pudo comprobar que el maderamen era todo de palo de rosa.
—Marinero —exclamó el valiente caballero—, te pido por Dios que
me digas ese cantar que sabes.
—Señor, yo no digo mi canción sino al que conmigo va y conmigo
cruza los mares y arriba a los continentes desconocidos donde los
hombres no creen en Dios.
—Yo iré contigo —respondió Perceval— y aprenderé esa canción que
sólo tú sabes.
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—Y si la aprendes, señor, serás el patrón de mi barco y yo pondré
proa adonde tú me digas.
Dicho esto, el Marinero lanza una escala. Muy bien sube el valiente
Perceval, trepando por ella como si en su vida hubiera hecho otra cosa.
Apenas había pisado el caballero la cubierta, cuando el navío partió con
las velas hinchadas por un viento que nadie supo decir si era del sur o
del norte.
En una hora hizo el barco el camino de siete días y, cuando ya estaba
en alta mar y no se divisaba la costa por ningún lado, el Marinero —que
todo este tiempo había guardado silencio— tornó a cantar. Su canción
era tan dulce que los vientos amainaron de pronto y las olas se quedaron
en suspenso, con sus crestas de espuma detenidas como si se hubieran
congelado en lo alto de las ondas o como si fueran filigranas de rocalla
milagrosamente flotantes. Oíd ahora la canción del Marinero:
Por el val de Monasterio.
mañanita de san Juan,
cabalgaba un caballero
en su caballo alazán;
los cabellos trae revueltos,
la barba sin retajar,
llorando de los sus ojos
bien oiréis lo que dirá:
-Ay, quién tuviera un barquito
del que fuera capitán,
quién viviera en una torre
a las orillas del mar,
quién reinara en una isla
toda de arena y coral.
Sino yo, triste y cuitado,
que nací en tierras de pan:
mañanita de mañana
al campo salgo a cazar;
las tierras de este secano
todas a mi mando están
y el castillo en el que vivo
está en medio de un trigal.
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Cuando lo hubo oído el valiente Perceval, le pareció que la canción
estaba hecha para él y deseó vivamente ser él el Caballero Marino y
cambiar su enseña por las velas y su lanza por el remo. Cayó en la
cuenta de que era la primera vez que navegaba, pues toda su vida había
transcurrido en la desolación de los valles verdes —que, tras haber visto
el mar, ya le parecía desolado lo que otrora le fue ameno—, y no conocía
sino los castillos inexpugnables y los rubios trigales, y su lecho se había
asentado siempre en la aspereza de la tierra firme y jamás había dormido
en la cuna de un navío suavemente mecido por las olas. Tanto le
entristecieron sus reflexiones y tanto dolor le causó no haber disfrutado
de aquellos bienes que jamás había añorado antes, que comenzó a cantar
la misma canción con acento tan lastimero que el propio Marinero se
sorprendió, porque la cantaba como si los versos hubieran salido de su
corazón.
Cuando hubo terminado de cantar, desaparecieron las estrellas de los
cielos y se oscureció el claro de luna. El Marinero soltó el timón y se
postró a los pies del noble Perceval. Bien oiréis lo que dijo:
—Señor, grande es tu valor por haberme seguido hasta los confines
del mar, donde siempre es de noche. Pero mayor aún es la belleza de tu
voz y la claridad de tu entendimiento, porque has aprendido en un solo
punto el cantar que yo tardé catorce años en aprender. Ea, señor,
considérame tu servidor y obra como si tú fueras el patrón de esta nave,
que yo te lo prometí y bien que lo has ganado.
—Puesto que soy patrón —dijo el caballero Perceval— pondrás proa
adonde yo te diga y encaminarás tu barco adonde yo quiera.
—Así lo haré, señor —respondió el Marinero—, aunque me costase la
vida o aunque me ordenases ir a los bajíos donde los barcos quedan
atrapados y no vuelven jamás.
—Llévame al castillo de Acabarás, pues allí me manda mi rey, el
noble Arturo, a rescatar el Santo Grial.
Amargas lágrimas brotaron de los ojos del Marinero y un buen rato
estuvo sin poder hablar. Al fin abrió la boca, pero fue para proferir
suspiros y para derramar más lágrimas; y como el caballero le pidió que
hablase, por fin lo hizo. He aquí lo que dijo:
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—Señor, mala cosa me pedís, pero yo por fuerza he de cumplírosla.
Mal os aconsejó quien os dijo que fueseis al castillo de Acabarás por
mar, pues dista de la costa no menos de cien millas. Pero con todo yo
haré lo que mandas Y si me falta mar, a fe mía que he de intentar
navegar por la tierra.
Así lo hizo el Marinero: puso proa a la costa inmediatamente. Siete
días con sus noches tardaron en arribar a las costas de Bretaña. Entonces
habló el Marinero:
—Señor, he aquí las costas de tu dulce país. El castillo de Acabarás se
encuentra, como ya te dije, cien millas tierra adentro. Dime si he de
echar anclas en un lugar recogido para que desembarques o si, por el
contrario, prefieres que encamine mi navío por tierra hasta el mismo
foso del castillo, tomando la derrota del Val de la Ceniza.
No dudó ni un momento el valeroso Perceval y respondió al punto:
—Marinero, mi buen rey Arturo, que Dios guarde, me ordenó llegar
al castillo por mar en el más bello navío que encontrar pudiera. Sería un
mal nacido si, desoyendo las órdenes de mi rey, desembarcase ahora
para llegar al castillo por tierra. Enfila pues con tu navío la derrota del
Val de la Ceniza y lleguemos cuanto antes, atravesando valles y cañadas,
al castillo de Acabarás.
Así lo hizo el Marinero: arremetió con la proa contra el acantilado.
Como crujen y se astillan los huesos del guerrero que es derribado en
tierra y muerto a golpes de mangual, así crujieron y se astillaron los
remos contra las erizadas peñas. Ya había el velero remontado la cornisa
rocosa y comenzado a navegar sobre la hierba de los prados que van a
morir a las escolleras, cuando el Marinero exclamó:
—Caballero y señor mío, tenemos una vía por la parte de popa.
—¿Una vía de agua? —preguntó el noble Perceval.
—No, señor: una vía de tierra.
En efecto, en la madera de la quilla se había abierto una herida por la
que entraba a borbotones la tierra negra y fértil de los prados, mezclada
con briznas de hierba fresca. Tras las bocanadas de tierra vinieron los
aluviones de blancas piedras calizas, que iban inundando la cala en
borbollones incontenibles. En el puente de mando, el Marinero pugnaba
en vano por enderezar el timón rebelde y roto. Al fin dijo:
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—¡Señor, nos hundimos! ¡Naufragamos en la fértil tierra de Bretaña!
—Si es así —respondió muy serenamente el valeroso Perceval—
preparémonos a bien morir. Yo procuraré enfrentarme a la muerte con
una dignidad que te sirva de estímulo. Y tú, mi amigo —pues en verdad
puedo llamarte amigo, aunque ignoro tu nombre y tu alcuña—, sé
también valiente para que yo me conforte con la serenidad de tu buen
morir.
No habló más el caballero y nada le respondió el Marinero, porque la
tierra ya anegaba el barco todo, que flotó a la deriva un momento sobre
el humus y después fue a encallar en los acantilados. Aún hoy pueden
verlo los navegantes que arriban a las costas de Bretaña por la parte de
Bateau.
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La muerte del Caballero de Morado
Muy bravamente había luchado el Caballero de Morado, pero al fin
yacía en tierra boca arriba y el valiente Pelinor clavaba su rodilla en el
pecho del caballero caído, al tiempo que colocaba la punta de su espada
sobre su garganta. Allí habló Pelinor, bien oiréis lo que dijo:
—Por Dios y por tu vida y por el rey mi señor a quien sirvo y por la
dama en quien tengo puestos mis pensamientos, que has de decirme al
fin tu nombre y tu alcuña, de dónde vienes y adónde vas, si es que
quieres conservar la vida.
—Señor —contestó el Caballero de Morado con firmeza—, antes
moriría que decirte eso que pides. No me es lícito, por juramento que
tengo hecho ante Dios y ante el rey a quien sirvo, decir mi nombre ni mi
alcuña, ni de dónde vengo y adónde voy y no te los diría ni a ti, aunque
bien conozco quién eres y cuál es la dama a quien sirves. Pero escucha,
te recitaré un hermoso cantar que mi madre solía entonar en los días de
mi niñez; seguramente te causará gran placer oírlo y es posible que así
salve yo mi vida.
—Canta cuanto quieras, pero he de advertirte —respondió el noble
Pelinor sin quitar su espada del cuello del caballero— que mucho ha de
placerme ese canto tuyo para que te perdone la vida y te deje marchar.
—Escucha, señor, bien oiréis mi canto y luego me diréis si no es
hermoso y si la dama a quien servís no vertería lágrimas al oírlo y al
punto os pediría que perdonéis a quien es capaz de narrar tan linda
historia; pues si los nobles atenienses, cuando estaban prisioneros de los
ciudadanos de Siracusa, ganaban su vida y su libertad recitando las
tragedias que habían aprendido en su lejana tierra, tal vez pueda yo hacer
lo mismo con esta historia que me sé. Sucedió una vez en la corte del rey
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de Francia que el emperador, deseando declarar la guerra al rey moro de
Aragón, que era enemigo suyo, mandó echar un pregón para que todos
los caballeros de su reino, los más fuertes y barraganes que nunca se
hayan conocido, acudiesen a defenderlo a él y a la causa de la
Cristiandad; juntáronse las cortes y reuniéronse los caballeros armados
dispuestos para ir a la guerra. Había allí un caballero muy anciano; en
tiempos había servido bien al rey emperador, pero ahora sus fuerzas
estaban disminuidas por la vejez y no podía valerse de sus miembros.
Tenía este caballero siete hijas jóvenes y hermosas, mas no le había
concedido Dios ningún hijo. De que supo que el rey emperador había
declarado la guerra al moro, quiso ir en campaña, pero habíale disuadido
el propio monarca al ver lo menguado de su fuerza. Lamentóse entonces
el anciano caballero de no tener un hijo a quien poder enviar a la guerra
por él para que mantuviese en alto sus armas y su apellido: y,
desesperado como estaba, comenzó a maldecir a su mujer diciendo:
«¡Reventada seas, Alda, por mitad del corazón, que pariste siete hijas y
ningún varón!». Allí saltó la más chiquita de sus hijas para decir: «No
maldigas tú, mi padre, que a la guerra me iré en hábitos de varón».
Respondió el anciano caballero: «¿Y qué harás con tus tetas redonditas?
No parecen de varón y algún caballero enemigo ha de sospechar». Y dijo
la niña: «Cota de mallas dobles me ha de cubrir las teticas». E insistió el
padre: «¿Y tus cabellos largos, que solías peinar al sol? ¡En verdad que
no hay varón que los tenga iguales!». Y contestó la doncella muy
decidida: «Con cofia de lino y casco de acero me los he de cubrir».
Marchóse pues la doncella a la lejana guerra. Ganó siete batallas sin ser
descubierta, pero al cabo de las ocho sucedió que se le cayó el casco y se
le arrancó la cofia mientras peleaba con un caballero. Y el caballero, al
ver las hermosas trenzas cloradas, comprendió que era doncella y no
varón con quien estaba luchando. Enamoróse de ella, se hizo cristiano y
con ella se casó.
—Caballero —exclamó el valiente Pelinor con impaciencia—, no me
ha gustado la historia que me contaste. En verdad que no sé cómo has
podido pensar que te salvaría la vida esta patraña de viejas. Sin duda la
aprendiste de tu abuela mientras vegetabas al calor del hogar una noche
de invierno, o tal vez te la contó alguna alcahueta de burdel. ¡Bien está la
historia para viejas chochas y doncellas tejedoras, pero avergüenza oírla
en boca de un caballero! Pero ea, dime tu nombre y tu alcuña, de dónde
vienes y adónde vas y te he de perdonar la vida.
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—Mi nombre no puedo decírtelo —gimió el Caballero de Morado—
pero por Dios te ruego que desates las cintas de mi morrión y me quites
la cofia de la cabeza, pues me siento morir de calor.
—¡De miedo tal vez sea de lo que mueras! —se burló el bravo Pelinor
con dureza—. Pero dime quién eres y yo haré eso que me pides.
—Buen caballero, pues que me venciste, llámame si quieres
Caballero de Santa Águeda y no me preguntes más, pues más no puedo
decirte. Pero desátame, te lo ruego, las cintas de mi casco y quítame la
cofia de lino.
—Antes has de decirme adónde vas y de dónde vienes, y por Dios
que estoy perdiendo la paciencia.
Siete veces porfiaron el valiente Pelinor y el Caballero de Santa
Águeda en parecidos términos y en el cabo de las ocho Pelinor, airado,
hincó su firme espada en el vientre de su vencido enemigo, que ya no
podía defenderse. La espada entró bien, hasta la empuñadura, tan
fácilmente como si se introdujera en la vaina. Pero no sangró la carne
porque una vez el caballero había envainado la espada de Arturo y
habían manado de su vientre unas gotas de sangre; y desde entonces sólo
sangraba el vientre del caballero en las noches de luna nueva: ¡tal era el
poder de la espada del rey!
Pelinor hizo entrar su espada en la herida no una, sino varias veces y,
cuando hubo terminado, se alzó, se reafirmó las ropas y degolló al
caballero con la misma espada. Comenzó entonces a manar sangre en
abundancia, las ropas moradas del Caballero de Santa Águeda se
oscurecieron y huyó de él la vida. Pelinor volvió a montar, llevándose
como prenda la vaina de la espada del caballero muerto. Y allí quedó,
sobre el polvo, el pendón morado con el espejo de Venus y el puño que
blandía una espada.
Y Pelinor no se dignó a desatar las cintas del morrión del Caballero
de Morado ni quiso quitarle la cofia, tal como él le había pedido cuando
vivía. En verdad obró muy mal en esto.
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La Garganta de los Ecos
Aún sentía en sus manos y en su ropa el calor de la sangre del
Caballero de Santa Águeda, cuando el Caballero de la Verde Oliva
penetró en el desfiladero que llaman Garganta de los Ecos. Es fama que
este desfiladero es todo de piedra pulida y de cristal, de forma que ni
árboles ni arbustos pueden arraigar en sus paredes. Sólo el agua de las
lluvias, filtrándose por las grietas, ha conseguido horadar los macizos
muros de mármol y ha excavado cuevas y grutas que se asoman a los
farallones como ojos a cuyo fondo nadie ha podido llegar; y algunas
veces, en las noches gélidas del invierno, el agua cuaja en cuñas de hielo
que resquebrajan las peñas como la rama vieja que se desgaja del árbol.
Ni grajo ni paloma torcaz anida en estas murallas de piedra y sólo
algunas veces vuelan sobre ellas el águila y el alcotán. Pero su más
maravillosa cualidad es la de que por sus paredes resbalen las palabras
como resbalan el agua o la nieve y que los sonidos reboten contra sus
muros no una, sino mil veces. El graznido de una sola ave se repite
fingiendo una bandada de aves y la voz de un hombre se saluda a sí
misma como si fuese un ejército. No por otro motivo le llaman la
Garganta de los Ecos.
Se adentró pues el Caballero de la Verde Oliva por el desfiladero y
los cascos de su caballo se multiplicaron de tal forma que pensó que un
ejército entero le seguía. Y cuando se volvió para ver la hueste no
encontró otra cosa que el sendero estrecho y las pulidas murallas de
piedra que le devolvían su imagen difuminada como en un espejo turbio.
Y al frente vio, más nítida, su imagen reflejada a la salida del
desfiladero: llevaba las mismas ropas verdes y el mismo morrión dorado
con penacho de plumas esmeralda y calzaba los mismos guantes color
musgo y montaba el mismo caballo blanco con sudaderos y gualdrapas
de seda verde; y también sus ropas estaban salpicadas de sangre.
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Dirigióse el Caballero de la Verde Oliva al trote hacia su imagen y le
siguieron por los farallones y por las altas peñas mil caballeros iguales
que él, los cascos de cuyos caballos hacían temblar toda la garganta en
un estrépito de ecos. Y pronto llegó a la altura del otro Caballero de la
Verde Oliva, que estaba detenido en mitad del desfiladero y que dijo:
—Dime quién eres.
Y los mil caballeros que estaban detenidos en todas las peñas
repitieron la pregunta. Y el Caballero de la Verde Oliva, dirigiéndose al
Caballero de la Verde Oliva, dijo a coro con los otros mil:
—Yo soy el Caballero de la Verde Oliva.
Pero éste, mientras mil caballeros le coreaban, ya le había
preguntado:
—Dime quién eres.
Y el otro, secundado por mil caballeros, le contestó:
—Soy el Caballero de la Verde Oliva.
Y sus palabras se mezclaban de tal forma que ninguno de los
Caballeros de la Verde Oliva hubiera sabido distinguir las palabras que
había proferido de las que había escuchado. Allí habló uno de los
caballeros y dijo al otro:
—No has de pasar por este desfiladero, que lleva directamente al
castillo de Acabarás, pues mi misión es detenerte como me lo manda mi
señor.
Y las bocas de las grutas repitieron una y otra vez sus palabras, de
manera que cuando llegó al final de la frase aún estaban algunas cuevas
diciendo «No has de pasar...»; y ya había terminado el caballero de
hablar hacía mucho rato cuando las peñas más rezagadas todavía decían
«... me lo manda mi señor». Mas con tanta algarabía y en medio de
tantas voces entrecruzadas, lo entendió el Caballero de la Verde Oliva,
quien dijo con mil voces escalonadas:
—Y yo he de pasar, aunque haya de matarte.
—O te mataré yo —respondieron el Caballero de la Verde Oliva y sus
mil compañeros de piedra.
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Aquí habló el otro caballero; bien oiréis lo que dijo y la Garganta de
los Ecos estuvo repitiendo largo rato:
—En verdad creo que lucho contra mi propia sombra. Pero si mi
sombra me desafía no sería honroso que le volviese la espalda: sin duda
quedaría como un cobarde si huyese de mí mismo. Y si a mis propias
manos he de morir, moriré con honor y nadie podrá decir qué hice con
más gallardía: si morir a mis manos o matarme a mí mismo.
Así habló y mil voces iguales que la suya respondieron:
—Sea como has dicho. Y si te mato, has de saber que no serás el
primer barón que muere a mis manos en el día de hoy.
Y allí conoció el valiente Caballero de la Verde Oliva que luchaba
contra su propia sombra, pues, en efecto, creía haber matado en aquel
día a un varón, ya que a sus manos había muerto el Caballero de Santa
Águeda.
No hablaron más los caballeros, sino que embrazaron sus lanzas y se
arremetieron el uno al otro. Y, con la fuerza del golpe y de los mil golpes
que siguieron, cada lanza se rompió en dos pedazos, que se convirtieron
en dos mil en los espejos de las pulidas rocas. Y una vez perdida la
lanza, los caballeros descabalgaron y sus pasos crujieron sobre la grava
del sendero como si hubiese una multitud silenciosa. Cada uno blandía
mil espadas y cada golpe se repetía mil veces en el eco.
Mucho tiempo lucharon con tanta bravura que los golpes se sucedían
y las peñas no daban abasto para repetirlos, de forma que a veces el
sonido del golpe anterior se quedaba tan rezagado que el ruido del golpe
siguiente parecía precederle y era toda la Garganta de los Ecos una
algarabía inmensa, como si allí luchasen dos ejércitos. Y por fin el
Caballero de la Verde Oliva hirió de muerte al Caballero de la Verde
Oliva. Mas no se ensañó con él ni quiso despojarle, sino que, viendo que
su herida era tan grave que no podía salvarse, lo montó piadosamente
sobre su caballo de gualdrapas dejó partir y él siguió su camino. Y el
herido salió del desfiladero, cayó de su bajo la copa de un olivo fue a
morir.
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En el Castillo de Acabarás
El Caballero de la Verde Oliva descabalgó de su caballo de
gualdrapas verdes y se sentó a tomar el sol en un poyete que había frente
a las puertas del castillo de Acabarás y que en otro tiempo había servido
de descanso para los centinelas que hacían la guardia. Era la estación
suave y el campo estaba verde y florido, cantaba un jilguero en una
oculta rama y una nubecilla blanca recorría despacio el cielo azul
empujada por el suave viento que hacía ondear levemente el pendón de
la torre del homenaje. El caballero se despojó de sus armas y púsose a
descansar apoyado en su poderosa lanza, que el sol hería arrancando de
su punta luminosos destellos.
Muy pronto las almenas del castillo se llenaron de caras de
doncellitas curiosas que miraban a hurtadillas la lanza del caballero;
algunas más atrevidas se reían y se daban codazos las unas a las otras, se
tapaban con las blancas manitas el congestionado rostro y entreabrían los
menudos dedos para mirar entre ellos como a través de la más linda
celosía que jamás se haya visto; otras, más inocentes, preguntaban a sus
compañeras qué era aquella reluciente y enorme verga que llevaba el
caballero desconocido, pues nunca habían visto otra igual ni sabían cuál
era su utilidad.
En estas palabras estaban las doncellas cuando apareció en un
matacán la linda Blancaniña quien, como mayoral que era de todas, se
dirigió al caballero diciendo:
—Salve, caballero, y en buena hora seas venido. Tu presencia alegra
y conforta a damas tan desvalidas y solas como nosotras, que tanto
tiempo llevamos sin catar la benefactora presencia de un varón que nos
proteja.
58
Mucho nos holgamos de la llegada de un caballero tan bizarro y de tan
esforzadas armas y a fe que me llena de alegría la visión de una lanza tan
inhiesta como la tuya, que me parece de las mejores y más robustas que
he visto; si bien es verdad que, como doncella que soy y poco avezada
en las artes de la lucha, no he tenido ocasión de comprobar la fortaleza y
el valor de arma ninguna. Pero paréceme que tu lanza ha de cumplir
bien su cometido y que ninguna dama a cuyo servicio la pusieres
quedaría enojada o poco satisfecha. Mas ea, dinos tu nombre y tu alcuña,
para que podamos conocerte.
—Señora —dijo el caballero—, mi nombre y mi alcuña poco vienen al
caso para lo que entiendo que queréis, pero, si algún nombre habéis de
darme, sea el de Caballero de la Verde Oliva, pues así me bautizó mi
padrino, si no en la pila, sí en la orden de caballeros. En cuanto a lo que
decíais de mi lanza, pronto podréis comprobar cómo es de esforzada y
valerosa, si me dais licencia para subir y ponerla a vuestro servicio. Y no
sólo al servicio de una sola, sino al servicio de cien y de mil damas la
pondría yo gustoso y veríais como no desmayaba.
—Si es así, Caballero de la Verde Oliva, sube y no te arrepentirás,
pues la lanza ha sido hecha para la lucha como la llave para la cerradura
y vergüenza es tener inactivas armas tan valerosas habiendo aún
doncellas en el mundo.
Dicho esto, Blancaniña abrió de par en par las puertas del castillo y
en el patio de armas fuéronse congregando las cien doncellas, que se
disputaban el honor de tomar primero las armas del caballero benefactor.
Una a una fueron tomando la lanza con sus manos blancas y pulidas y
comprobaron cómo era de robusta; y, tras lavársela con agua de azahar
y pesársela en un peso de oro en el que arrojó un total de veinte arrobas,
le pidieron todas a una voz que les enseñase a embrazarla.
A todas fue complaciendo el esforzado caballero sin dar muestra
alguna de cansancio o de fastidio; y cuando ya creía haber acabado su
tarea, presentóse Blancaniña muy enojada y le echó en cara haberla
olvidado y haber atendido los ruegos de todas las doncellas antes de
complacerla a ella.
59
—Yo, señora —arguyó el caballero—, no me olvidé de ti. Antes bien,
quise guardar para el final el momento de atenderte y declararme
rendido servidor tuyo, por mor de tener más largo tiempo para servirte.
Pero antes dime cuál es ese plato cuajado de piedras preciosas que allí
veo, que desde que entré me roba la mirada y siento que su brillo y
resplandor es más vivo que el de la punta de mi lanza.
—Ese plato llámase Grial y es fama que por él lucharon y vagaron
durante muchos años muchos valerosos caballeros; por él dejaron sus
castillos y sus dulces amigas y anduvieron errantes por tierras ajenas;
por él fueron encantados, malheridos y muertos; por él perdieron la
hacienda, la mujer y la vida; por él se declararon vasallos del noble
rey Arturo y lucharon contra otros nobles y valerosos reyes y hasta
contra caballeros embrujados; por él, en fin, va andando el mundo y por
él se hacen todas las cosas que se hacen. Pero a ti te lo daré como premio
si me enseñas cómo embrazar tu lanza, pues entiendo que eres más
arrojado que aquellos caballeros que lo perseguían y en el día de hoy has
hecho tú mayores proezas que ellos.
60
61
El mal encanto
No había pasado mucho tiempo desde que el Caballero de la Verde
Oliva llegó al castillo de Acabarás, cuando se congregaron ante su
señora las cien doncellas.
—Señora —dijo una de ellas—, nos ha sucedido una desgracia; alguna
mala yerba debimos pisar en uno de nuestros paseos por la campiña, o
tal vez bebimos de alguna fuente embrujada. Es fama que esto sucede a
veces a las doncellas. Pero he aquí que las cien sufrimos el mismo
embrujo y no sabemos qué hacer para contrarrestarlo: cada día que pasa
nos aprieta más el corpiño y mucho me temo que acabará por
asfixiarnos, si antes no sale alguna cosa.
—La misma mala yerba pisé yo —respondió Blancaniña— o quizás
bebí de la misma agua, porque se me estrecha el brial de día en día y
nada puedo hacer por evitarlo. Preguntemos al valeroso Caballero de la
Verde Oliva, que tan a nuestro gusto nos ha servido, pues sin duda él
sabrá algo de esto.
Allí llamaron al Caballero de la Verde Oliva, que compareció al
punto. Iba todo vestido de verde, según era su costumbre, y a todas les
pareció muy hermoso. Expúsole Blancaniña lo que había sucedido:
cómo habían sido embrujadas sin saber de qué manera y no sabían qué
hacer.
No respondió en seguida el caballero; antes bien, lloraba tiernamente
de los ojos y suspiraba de forma tan lastimera que a todas movía a
compasión. Cuando se hubo serenado un tanto, respondió:
—Señoras, mala cosa es ésa que decís. Mucho me temo que sea yo el
culpable de vuestro embrujo. Algún mal mago o alguna meiga malvada
hizo caer esta desgracia sobre mí, pues a decir verdad nunca puse mi
lanza al servicio de una dama, que no le pasase esto al poco de yo
servirla: perder el color de la cara y estrechársele el brial día por día.
62
Pero vosotras me pedisteis que pusiese mi lanza a vuestro servicio y yo
no pude resistirme, pues al fin soy caballero y hubiera hecho muy mal si
me negase.
—¡Caballero! —exclamó Blancaniña muy airada—, en verdad hiciste
muy mal en no advertirnos, pues tal vez hubiéramos podido poner algún
remedio. Debiste decirnos cuál era el encanto de tu lanza, para que así
supiésemos el peligro que corríamos. Pero dejémonos de lamentaciones,
pues el mal ya está hecho. He aquí que tienes a ciento y una doncellas
embrujadas por tu virtud y algo has de hacer, pues no sería justo
abandonar ahora a quienes te comprometiste a proteger.
—Señoras —contestó el Caballero de la Verde Oliva con lágrimas en
los ojos—, no veo otra solución sino casarme con todas vosotras; tal vez
así el encanto, si no desaparece, sea más llevadero. Mas sucede que
nunca podré casarme con todas viviendo en tierra de cristianos: la
Doctrina manda que un hombre tenga una sola esposa. Pero no ocurre
así en tierras de gentiles; es fama que los otomanos de la Turquía pueden
tener hasta cien mujeres y entre cien bien pienso que pueda camuflarse
una. Vosotras sois ciento y una. Ea, armemos un navío y partamos para
tierra de moros y allí yo he de casarme con todas para que este encanto
nos sea a todos más llevadero.
Todas respondieron a una voz: «Sea como has dicho».
Así hablan y se ponen todas manos a la obra: toman sus ropas y sus
joyas, sus afeites y sus perfumes, sus altos chapines de corcho y las
camisas de fino cendal y los colocan en cofres a lomos de mulas. Toman
también vinos exquisitos, pan, quesos y cecinas, mojamas y salazones,
galleta y todas las viandas necesarias para un largo viaje, y las cargan en
carros tirados por bueyes. Entre los sacos de harina colocan el Grial; en
verdad nadie podría suponer dónde se esconde. Emprenden caravana
hacia la costa y, cuando llegan a la orilla del mar, compran el más bello
barco que encuentran pagando su precio en clavo y canela y en dorado
azafrán. Pronto suben al barco, en seguida la bodega se llena con tan
valiosa carga. Y se hacen a la mar camino de Turquía: ¡triste estaría
Arturo si supiera que el Grial se dirige hacia tierra de infieles!
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EL RAPTO DEL SANTO GRIAL (1978-1982) Paloma Diaz-Mas

  • 1. EL RAPTO DEL SANTO GRIAL (1978-1982) Dante Gabriel Rossetti Paloma Díaz-Mas Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO Por lo visto, la característica principal de las mujeres es la pasividad, el esperar que los demás, los hombres, tomen la iniciativa, las decisiones, lo que algunas mujeres definen como un caballero. Una pobre idea de la mujer, de sus capacidades, voluntades, que sigue inasequible al desaliento, a la modernidad. El género de caballería, el Disney de la época, es la quintaesencia de este pensamiento, prejuicio. Una mujer enclaustrada en su almena esperando que los hombres se ganen sus favores, devoción, a base de sangre, sudor y sangre. Lo que viene siendo ser un objeto, un trofeo, para el ganador. Visión materialista, posesiva, del “amor” que comparten por igual los hombres, y una gran parte de las mujeres, de izquierdas y de derechas, el machismo es unisex, carece de ideología, de ideas. No es casual que sea el género literario que menos han tocado las escritoras, es muy difícil sentirse cómodas dentro de unas coordenadas en el que las mujeres quedan reducidas al mero papel de espectadoras, de sufridoras. Las únicas incursiones actuales (al margen de la proto-feminista “Historia de los invictos y magnánimos caballeros don Cristalián de España, príncipe de Trapisonda, y del infante Luzescanio su hermano, hijos del famosísimo emperador Lindedel de Trapisonda” (1545) de la vallisoletana Beatriz Bernal) son las que afrontan el género con distancia crítica, irónica, paródica. Aunque esta novela más que paródica es crepuscular, pacifista, como el “Lancelot du Lac” de Robert Bresson, luego están todos los elementos clásicos del género pero exacerbados, condensados, para mostrar mejor sus costuras, contradicciones, para desmitificarlo. Con un plus de romanticismo, de lirismo, de belleza, en el caso de Paloma Díaz-Mas, se nota la huella de los Romanceros castellanos, del Quijote, del Doncel de Sigüenza.
  • 4. 4 Lo bueno que toda esa intertextualidad, hipertextualidad, no limita ni enturbia el acceso al texto, no es una novela para iniciados, para arturistas, para hispanistas. Tiene diferentes niveles de comprensión, de juego, no captar todos los guiños no impide el disfrute completo. El espíritu de la novela se puede resumir en dos proverbios: “Desprenderse de una realidad no es nada; lo heroico es desprenderse de un sueño” y “Los deseos son como los peldaños de una escalera: cuanto más asciendes, menos seguro te encuentras”. La ilusión, la esperanza, el placer, desaparece con la consecución del objeto de deseo. La moraleja en una frase de Sun Tzu: “El combatir y vencer en todas las batallas no es la excelencia suprema, la excelencia suprema consiste en romper la resistencia del enemigo sin luchar”. “En general la crítica feminista, salvo para las muy convencidas, creo que entre las escritoras españolas no tiene mucho predicamento por una razón. No sabría cómo decirlo, pero poniéndolo muy a lo bestia, a las mujeres que escribimos en España en general nos gusta que nos consideren como escritores, o sea, como un escritor que es mujer. Es decir, no hacemos tanto, salvo algunas excepciones, literatura militantemente feminista. A mí me fastidia que me consideren una chica que escribe y que por tanto está determinada. Lógicamente, el hecho de ser mujer determina, como el hecho de ser española, ser profesora de literatura, vivir en Vitoria… pero no me gusta que lo consideren el elemento dominante, ni me gusta que consideren mi obra como la de una mujer que escribe y que por tanto la cubran de una manera distinta que juzgarían la obra de un hombre. Hay una especie de relación allí de amor-odio hacia esa crítica feminista. Por una parte es cierto que está prestando una atención preferente a la literatura que hacemos las mujeres. Pero a veces a mí esa atención no me gusta, si está orientada hacia ver lo que hay de femenino en nuestra literatura y no lo que hay de literatura.
  • 5. 5 En el caso de algún artículo —por ejemplo de uno que analiza obras de varias autoras, Ana Rosetti, yo misma y no sé si alguien más— la autora nos exige a las mujeres que escribimos que adoptemos una actitud determinada que ha de ser conscientemente feminista. Y lo que no sea atenernos a lo que ella considera que son las pautas de la literatura feminista o femenina, como tiene que ser, es escapismo. Pues no me da la gana pasar por allí. Ya hemos tenido las mujeres suficientes cortapisas a la hora de escribir libremente para que ahora nos caigan otras cortapisas distintas, y no por el mundo de los hombres, sino por el mundo de las mujeres. Yo quiero escribir lo que quiera. Sobre todo, teniendo en cuenta que soy una escritora española y que en España durante muchos años no ha habido libertad para escribir libremente y sin cortapisas. Hemos pasado de unas limitaciones por razones de censura, por razones de estrechez cultural y por razones de autocensura y de exigencias de militancia incluso hacia los escritores y, ahora que podemos escribir lo que queremos, en el tono que queremos, eligiendo el estilo que queremos y la orientación que queremos, no nos vamos a someter voluntariamente a examinarnos. […] “Yo perder la libertad no, porque no voy a hacer ningún caso. Pero sí que es cierto que a mí me puede en un momento dado irritar que haya escrito una obra y que me la valoren en la medida en que me muestro consciente de los problemas de la mujer dando manifiesto en mi obra y además, explícitamente. No entiendo por qué tengo que hacer eso. […] “Es un poco como en los tiempos en que se exigía al autor que estuviera “engagé” con la realidad política. Pues hombre, si yo quiero escribir una literatura política, de lucha y de combate, soy muy libre y si quiero escribir una literatura de otro tipo, de evasión, o de reflexión moral, o de lo que me dé la gana, soy muy libre. Lo que me disgusta no es que haya gente que haga ese tipo de lecturas, sino que haya gente que vaya buscando eso y que considere que las mujeres que escribimos tenemos la obligación de hacer una militancia feminista cada vez que escribimos. La haremos si queremos. Y a veces incluso la haremos inconscientemente.” “Poco hay de específicamente artúrica en ella: el motivo inicial del Grial como pretexto para que mis caballeros salgan a buscar algo que en realidad no quieren encontrar y... los nombres de los personajes. Se trataba naturalmente de escoger el ropaje artúrico como una especie de disfraz para una fábula que tal vez pudiera ser actual; a disfrazar a mis personajes contribuyeron definitivamente los nombres de Arturo, Lanzarote, Gauvain, Pelinor o Perceval un poco escogidos a voleo y sin relación estricta con la verdadera personalidad de estos caballeros en las verdaderas historias artúricas (el papel de joven e inexperto que Chretien de Troyes atribuye a Perceval lo encarna aquí Pelinor, por ejemplo) pero que me valieron para que todos mis lectores aceptasen la convención literaria que yo quería proponerles. Los que además eran aficionados al romancero pudieron encontrar una Blancaniña que encarna (como el personaje homónimo de los romances) a la mujer sensual y decidida. Quiero mantener la ilusión de que alguno de ellos supo, nada más ver su nombre que Blancaniña seducía al Caballero de la Verde Oliva.”
  • 6. 6
  • 7. 7 Cómo y por qué escribir una novela artúrica contemporánea: El rapto del Santo Grial El rapto del Santo Grial fue la primera novela que publiqué, aunque no la primera que escribí. La fui creando a lo largo de cuatro años, desde 1978 hasta 1982 (es decir, cuando yo tenía entre 24 y 28 años). Por esa época yo era una joven universitaria que, una vez acabada la licenciatura, empezaba su formación como investigadora con una beca para hacer la tesis doctoral sobre literatura sefardí en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid. En España corrían vientos de cambio. Tras la muerte, en 1975, del dictador Francisco Franco, se inició la llamada Transición política. Una etapa llena de zozobras, pero también de esperanzas y, sobre todo, de la ilusión de estrenar libertades individuales y colectivas que durante muchos años se nos habían hurtado. Era, también, una época en la que lo viejo ya no valía y lo nuevo estaba por construir. Esto era cierto también en el ámbito literario. Se sentía la necesidad de inventar una nueva literatura para la nueva sociedad que nacía; y el mercado literario estaba entonces, en España, tan desestructurado y era tan cambiante, tan inestable, como el resto de la sociedad. Eso tenía una ventaja: en ese momento, todo parecía posible, porque las posibilidades y las oportunidades estaban todavía por definir. Incluso era posible que un autor novel se diera a conocer y empezase a publicar sin tener contactos o apoyos en el mundillo literario. Varias editoriales jóvenes y progresistas estaban dispuestas a publicar a autores desconocidos y los premios literarios no estaban todavía tan maleados como hoy, así que ganar un premio podía ser una forma de romper el cascarón, de darse a conocer y empezar a publicar.
  • 8. 8 Yo tenía escritas dos novelas, que había acabado con un par de años de diferencia y que –a falta de relaciones y amigos que me introdujeran en el mundo literario y editorial– me dedicaba a presentar a todos los premios literarios del momento. Hay que tener en cuenta que entonces no había internet, esa herramienta que parece que hubiera estado siempre ahí, hasta el punto de que nos cuesta trabajo recordar cómo vivíamos sin ella. La única forma de enterarse de la existencia de premios literarios era a través de los periódicos, que publicaban las convocatorias y sus bases y, consecuentemente, también los resultados de los certámenes. Recuerdo que era tal el barullo de concursos (patrocinados por editoriales, por asociaciones culturales, por ayuntamientos y organismos locales, y hasta por bancos y cajas de ahorros o empresas) que, para no perderme, acabé elaborando un cuadro en el que constaba el nombre de cada premio al que tenía presentadas las novelas, la fecha tope de admisión de originales, la fecha aproximada en que se esperaba el fallo, si éste se había producido, etc. Según iba pasando el tiempo, yo iba poniendo crucecitas en las distintas casillas y así mis novelas se pasearon por más de una veintena de certámenes convocados por distintas instituciones, para regocijo del dueño de la fotocopistería del barrio –entonces tampoco existían los ordenadores personales ni las impresoras domésticas– a quien yo encargaba cada vez más copias de mis dos originales mecanografiados para presentarlos a cada vez más concursos; me gasté en ello un buen dinero de mi modesta economía de estudiante, porque las fotocopias eran bastante caras. Incluso llegué a copiar a mano una de las novelas para presentarme a un pintoresco premio de narraciones manuscritas. Como se ve, mi deseo de publicar era desesperado. En esta marabunta, después de haber quedado decepcionantemente finalista varias veces, las dos novelas acabaron publicándose. Una de ellas (la primera que escribí y, por tanto, la peor) Tras las huellas de Artorius, ganó el premio Cáceres de novela, fue publicada por un organismo público y casi no se distribuyó. Mejor así, porque se trata de un primer torpe intento de convertirme en novelista. Más trascendente para mi trayectoria posterior fue el que la “otra” novela, la que había escrito en segundo lugar (El rapto del Santo Grial o el Caballero de la Verde Oliva) quedase finalista del I Premio Herralde de novela, que convocó la editorial Anagrama. Hoy el premio Herralde va por su trigésimo novena edición, se ha convertido en uno de los más prestigiosos del panorama literario español (me enorgullece decir que en varias ocasiones he formado parte del jurado) y la editorial Anagrama (que en 2019 cumplió 50 años) es un referente en el mercado literario español y latinoamericano. Pero aquel premio Herralde era el primero que se convocaba, un premio de narrativa incipiente, creado por una editorial que hasta entonces se había dedicado sobre todo a publicar ensayo político. Esa primera edición la ganó Álvaro Pombo con El héroe de las mansardas de Mansard y quedamos finalistas Enrique Vila-Matas, y yo. Jorge Herralde, el editor, decidió publicar las novelas finalistas y algunas otras de las que habían concurrido (y que le gustaban especialmente) en la entonces naciente colección «Narrativas hispánicas», que fue el germen de la llamada «Nueva narrativa española», una corriente literaria (que no una generación: somos autores de muy distintas edades y perfiles) a la que por lo visto pertenezco.
  • 9. 9 Creo que fue Umberto Eco quien dijo que los escritores escriben sobre lo que han leído, más que sobre lo que han vivido; o, dicho de otra forma, que la experiencia vital que nos sirve de inspiración a la hora de crear no son sólo las cosas que nos han sucedido, sino los libros que hemos leído. Quizás Umberto Eco exagere, pero lo cierto es que El rapto del Santo Grial fue producto del poso que habían ido dejando en mí diversos géneros y obras literarias que yo había leído (y hasta estudiado) durante mis años de carrera, unos años en los que me había sentido especialmente atraída por la literatura medieval; pero también hay en la novela ecos de la literatura que había leído simplemente por gusto, o la que había tenido que manejar para redactar mi tesis doctoral sobre literatura sefardí. ¿Por qué una chica de veintitantos años escogió la leyenda artúrica como tema para una novela escrita a finales de la década de 1970, en plena Transición política española? Simplemente, porque la leyenda del rey Arturo y sus caballeros me había fascinado en mis años de estudiante, en gran medida gracias a una buena profesora de francés en la especialidad de Filología Románica, que estudié en la Universidad Complutense. Se llamaba Mercedes Rolland y, una vez acabada la licenciatura, nunca más volví a saber de ella; pero jamás le podré agradecer lo suficiente que me hiciese leer, en traducción al castellano, varias obras de Chrétien de Troyes, el poeta francés del siglo XII que perteneció a la corte de María de Francia y que escribió varias narraciones caballerescas en verso sobre la historia del Grial. Aunque mi novela no podía ser (¡qué más quisiera!) como las de Chrétien de Troyes. Para desarrollar la historia que quería contar, yo tenía que buscar un lenguaje y unos motivos literarios que hicieran la trama creíble y accesible para los lectores contemporáneos; es decir, a los lectores como yo. Los encontré en la literatura que mejor conocía y que más había leído. El bastidor sobre el que tejer la trama me lo ofrecieron, como ya he dicho, el mundo artúrico y caballeresco de la narrativa medieval, sobre todo del roman francés en verso.
  • 10. 10 Pero también hay elementos del lenguaje y una serie de temas y motivos que provienen del romancero hispánico y de la poesía popular de transmisión oral, que ya me fascinaron en mi época de estudiante y que luego se han convertido en uno de mis principales temas de investigación: el poder mágico del canto del marinero que hace que los peces del mar suban a la superficie y amainen las tormentas proviene de uno de los más hermosos romances medievales, El conde Arnaldos. La muchacha que se viste de hombre para ir a la guerra es un viejo motivo extendido por la baladística internacional, una de cuyas manifestaciones es el romance de La doncella guerrera. El embarazo de cien doncellas que custodian el Grial en el castillo de Acabarás se debe a que «alguna mala yerba debimos pisar en uno de nuestros paseos por la campiña, o tal vez bebimos de alguna fuente embrujada»: dos motivos folklóricos –el de la fuente fecundante y el de la hierba que deja embarazada a la mujer que la pisa– que aparecen en romances y canciones populares. La aparición del Caballero de la Verde Oliva «malo» y bestial ante las doncellas se inspira en una cancioncilla tradicional obscena de los sefardíes de Marruecos, el Paipero (deformación de Fray Pedro) en la que el personaje principal se presenta ante unas doncellas «con las manitas juntas y afuera el cordón» y ellas lo acogen entusiasmadas: «con peso de plata / pesáronselo. / Más de veinte arrobas / en el peso dio» hasta que al final acaban «ciento veinte cunas / en un corredor». El romancero me proporcionó una cantera de elementos en los que se unen lo mágico y lo maravilloso con lo obsceno, lo simbólico con lo cotidiano, lo extraordinario con lo habitual. Mis personajes se mueven entre la realidad y lo imposible con la misma naturalidad con la que lo hacen los personajes de Chrétien de Troyes o del romancero. Sin embargo, la historia está, de principio a fin, impregnada de una melancolía muy propia de nuestra época incierta e insatisfecha, muy contemporánea: la melancolía de los caballeros obligados por Arturo a ir en busca de un Santo Grial que por primera vez tienen al alcance de su mano, pero cuyo rescate supondrá el fin de su mundo, de los ideales por los que han luchado; la melancolía del propio Arturo que, consciente de la situación, manda a unos caballeros a rescatar el Grial y, a escondidas, a otros para que se lo impidan; la melancolía de la doncella que va a la guerra vestida de varón y prefiere morir a manos de quien más la ama antes de revelar su verdadera condición de mujer; la de Pelinor, el mejor de los caballeros, el único que verdaderamente cree en su misión, que muere en el intento y que, como los buenos héroes épicos, gana una batalla después de muerto; y también la melancolía del Caballero de Hierro, irremisiblemente vencido por ese Pelinor ya muerto, que debe entregar su reino al vencedor y partir para las islas del exilio. El rapto del Santo Grial es, desde luego, una novela original, muy mía. Pero integra elementos que provienen del romancero y del cancionero españoles antiguos, hasta el punto de que en algún pasaje se prosifican versos de romances, de manera parecida a como en la prosa de las crónicas medievales se insertan versos de poemas épicos. Ecos de una literatura que también es muy mía: era la que estaba leyendo con fruición mientras escribía el libro. Paloma Díaz-Mas
  • 11. 11 ÍNDICE Introito (Julio Tamayo)………………………………………..………...3 Cómo y por qué escribir una novela artúrica contemporánea: El rapto del Santo Grial (Paloma Díaz-Mas)………………….……..…7 El rapto del Santo Grial La cena de los caballeros…………………………………………..…..13 La misión de Pelinor………………………………………………..….19 El soliloquio de Perceval………………………………………….…...25 Lanzarote y el Caballero de la Verde Oliva…………………………....29 El Caballero de la Choza de Tristura…………………………………..33 El combate con el Caballero de Hierro……………………….………..37 El Caballero de Morado…………………………………………...…...41 Perceval o el Caballero Marino……………………………………..….43 La muerte del Caballero de Morado…………………………………...49 La Garganta de los Ecos…………………………………………...…..53 En el Castillo de Acabarás……………………………………………..57 El mal encanto……………………………………………………….....61 La traición de Gauvain……………………………………………..…..63 Las obsequias de Pelinor…………………………………………..…...67
  • 12. 12
  • 13. 13 La cena de los caballeros Amanecía ya cuando los caballeros se aprestaban a engalanar las bestias con los lujosos sudaderos de seda y a colocar encima las sillas y a ponerse ellos mismos los tupidos almófares sobre las blancas cofias de lino y a calzarse las huesas para poner ya el pie en el estribo y cabalgar de nuevo, esta vez —por primera vez en sus vidas— con un destino fijo y determinado. Acostumbrados a vagar sin rumbo, a dejar sueltas las riendas de sus caballos para que fuesen las bestias quienes escogiesen el camino, a esperar pasiva y sosegadamente las aventuras que sin duda habrían de salirles al encuentro, los caballeros de la Mesa Redonda se encontraban por primera vez con un itinerario marcado y un horario fijo: tenían que llegar antes de mediodía al castillo de Acabarás, distante unas cinco leguas del lugar donde Arturo había asentado sus reales. La noche había sido larga y memorable. Los caballeros se habían reunido, como de costumbre, en torno a la mesa que presidía su rey; no les había llamado la atención la expresión de tristeza del monarca ni habían concedido ninguna importancia al hecho de que, mientras se trinchaban las aves y se servía el vino, Arturo hubiese posado sobre sus camaradas y vasallos unos ojos empañados de lágrimas: el rey era anciano y estas cosas le sucedían ya con frecuencia. Así que los caballeros habían comido y bebido sin preocuparse, habían recordado historias caballerescas de laberintos imposibles y princesas inverosímilmente bellas, habían discutido sobre la mejor forma de anudarse las moncluras y sobre las ventajas de la espuela de rodajuela sobre la de aguijón y —como siempre desde que ya eran un poco viejos— se habían emborrachado ligeramente.
  • 14. 14 Cantaban ya unos y otros comenzaban a aburrirse cuando Arturo hizo una seña indicando que quería hablar; pero algunos no se dieron cuenta v fue preciso chistarles para que se hiciese silencio y el rey pudiese comenzar. Lo que dijo fue breve e inesperado: un centenar de tejedoras presas en el castillo de Pésima Aventura, capitaneadas por una tal Blancaniña, habían logrado hacerse con el Santo Grial y lo custodiaban en el castillo de Acabarás, en espera de que los caballeros de la Mesa Redonda fuesen a recogerlo. En cuanto el Grial volviese a la corte del rey Arturo acabarían aquellas luchas fratricidas en las que con tanto vigor se ejercitaban los caballeros, desaparecerían el hambre, la peste y la injusticia y se instauraría un nuevo reino en el que imperarían la paz, la justicia y la bondad. Eso era todo. Los caballeros fingieron gran alborozo: desde aquellos tiempos lejanos en que eran jóvenes y no tenían el pelo cano y hasta eran capaces de subir a la montura de un salto, sin necesidad de encaramarse penosamente a un escabel, no habían luchado más que porque llegase el ansiado momento de recuperar el Grial. Con el pensamiento puesto en el Grial habían comido un pedazo de pan sin desmontar del caballo, habían bebido el agua turbia y quién sabe si encantada de las fuentes y los lagos, habían amado a doncellas mucho menos hermosas de lo que ellos mismos querían imaginar, se habían jugado la vida, se habían dejado herir y habían perdido su mejor y más fiel caballo y habían arrebatado su caballo a un enemigo. En pos de aquel Grial inalcanzable habían recorrido tanto mundo que eran incapaces de recordar los castillos con que se habían topado y de reconstruir los itinerarios de los mil caminos que se entrecruzaban en su memoria. Desde un extremo de la inmensa mesa —los caballeros se habían ido multiplicando en los últimos tiempos, de forma que ya ni siquiera se conocían todos entre sí— Lanzarote del Lago buscó un rostro en el que posar su mirada de desencanto. Encontró los ojos de Gauvain. Ambos habían sido los primeros en unirse a Arturo y en creer en aquel hipotético reino de paz y de justicia que prometía el Grial. En la mirada de Gauvain, Lanzarote leyó como en un libro abierto: ¿y ahora, qué?
  • 15. 15 Mientras, Arturo se entretenía en una prolija descripción del camino ameno que llevaba hasta el castillo de Acabarás: un sendero desesperantemente seguro y sin enemigos, bordeado de laureles en cuyas ramas frondosas cantaba la alondra como signo de buen agüero. Ni un solo riesgo —hubiera sido la última esperanza de los caballeros que presentían con horror la llegada de la felicidad— turbaba la paz de aquel camino corto y seguro. Sería como un juego llegar hasta el castillo, tomar el Grial y arreglar el mundo. Llegó la hora de decidir quién sería el caballero designado para recuperar el Grial; todos fingieron un apagado entusiasmo y se disputaron sin deseo alguno el honor de ser elegidos. Sólo el valiente Pelinor, el más niño de los caballeros —aún demasiado pesada la espada para sus manos sin encallecer—, deseaba ardiente y sinceramente ser él el escogido. Pero Arturo le hizo una seña, le mandó salir y descolgar de su percha el gerifalte de capuchón dorado y regresar con él posado en el guantelete, y Pelinor comprendió que sólo era un pretexto para hacerle salir de la reunión, y se marchó con lágrimas en los ojos a despertar al halcón dormido. Aún no había salido Pelinor de la estancia cuando comenzó el sorteo de los caballeros y todos disputaban por ir en busca del Grial, ya que de no haberlo hecho así hubieran sido tachados de cobardes y hubieran quedado deshonrados de por vida. Decidió Arturo designar a tres caballeros, que irían al castillo por tres lugares distintos: uno por el bosque, otro por el mar y otro por el camino. Para ir por el bosque designó el buen Arturo a Lanzarote del Lago: él había sido el primero en creer en el Grial y justo era que fuese también el primero en dejar de creer. Para ir por el mar eligió a Perceval, a quien mandó embarcar en el navío más hermoso que pudiese encontrar y llegar en él hasta el foso del castillo de Acabarás. Faltaba elegir al caballero que iría por el camino y Arturo no sabía por quién decidirse.
  • 16. 16 Había allí un caballero muy anciano; en tiempos había servido bien a Arturo, pero ahora sus fuerzas estaban disminuidas por la vejez y no podía valerse de sus miembros; tenía este caballero siete hijas jóvenes y hermosas, mas no le había dado Dios ningún hijo. Él también había querido partir en busca del Grial, pero habíale disuadido el propio monarca al ver lo menguado de su fuerza. Lamentóse entonces el anciano caballero de no tener un hijo a quien poder enviar a la busca por él, para que mantuviese en alto sus armas y su apellido; y, desesperado como estaba, comenzó a maldecir a su mujer: —¡Así fueras reventada por mitad del corazón, Alda esposa mía —decía el anciano—, por no haberme dado hijo varón que por mí fuera en busca del Grial! Y no que ahora quedaré cubierto de vergüenza y con siete hijas sin dote y por casar. Oyó esto la más pequeña de las hijas del anciano caballero, que estaba sentada en un estrado de palo de rosa en la estancia contigua y, armándose de valor, dejó la rueca y entró en la sala donde estaba el rey con todos sus cortesanos. Dijo la doncella: —Padre y muy señor mío, no maldigas a mi madre, pues no es ella culpable de haber parido siete hijas y ningún hijo varón; y pues lloras y te lamentas de no tener quien vaya a la busca del Grial en tu nombre y así defienda tu pendón y su apellido, yo iré y te juro que no he de volver sin haber vencido diez peligros. Allí habló el rey muy airado, bien oiréis lo que dijo: —Doncella, lo que has dicho muy mal me ha parecido. Nunca se oyó en mi reino ni en ningún otro que doncella alguna vistiese armas y entrase en combate singular. Sin duda has perdido el juicio. Pero la doncella no estaba dispuesta a dejarse arredrar y respondió altivamente al rey, diciendo: —No me tengas por necia, señor, a causa de lo que he dicho; pues si por necia me tienes, habrías de considerar necios y locos a Aristóteles, a Ovidio, a Plinio y a otros muchos autores de la Antigüedad que en sus historias narran —no lo digo yo, escrito está en los libros— lo que aconteció en el país de las Amazonas. ¡En verdad que en aquel reino no había varón que ciñese espada!
  • 17. 17 Replicóle el rey muy enojado: —Doncella, lo que dices me parece un despropósito. Mira que tus teticas son redondas y han de empecerte para arremeter con la lanza. Pero la doncella era testaruda y de nuevo replicó al rey: —No me tengas por alocada, señor, por haber pronunciado estas palabras. Bajo la cota de malla poco importa que haya teticas redondas o pecho velludo, y no eran menos redondas las tetas de las Amazonas, según dice Platón y otros muchos lo corroboran. Díjole el rev muy irritado: —Doncella, lo que dices no me parece bien. ¿Qué harás de tus trenzas doradas? Enredarse se enredarán entre las patas de tu caballo y tú y él caeréis por tierra. Pero ea, no discutamos más. Te armaré caballero si eres capaz de meter mi espada en tu vaina. Si así lo haces, podrás marchar en busca del Grial; mas si no lo consigues, hemos de verte todos profesar en un convento de monjas. Mucho se entristeció la doncella por su amigo, el valiente Pelinor, que tenía amor con ella y al que ella había prometido no envainar en su vaina más espada que la del joven caballero. Pero ya se había comprometido con el rey ante toda la corte y no podía volverse atrás, así que aceptó la prueba que le proponía el rey; y en verdad que envainó la espada con tanta maestría que no parecía sino que no había hecho otra cosa en su vida. Dijo el buen rey: —Doncella, me has dejado sorprendido. Has manejado la espada como quien mejor sabe hacerlo; no esperaba que lo hicieses tan bien, siendo tan niña como eres. Gran placer me has proporcionado. Pero júrame que es la primera espada que tocas y que jamás antes envainaste ninguna otra. He de ver si te heriste o no con ella y si brotó sangre cuando la metiste en tu vaina, pues de lo contrario no te concederé lo que pides. Dijo la doncella: —Señor, que jamás envainé ninguna otra espada antes de hoy puedo jurarlo por Santa Águeda. Mas si no lo crees, ven y mira mi camisa: hay en ella una mancha de sangre. ¡Sólo a quien es muy inexperto en el manejo de la espada puede ocurrirle esto!
  • 18. 18 Y el rey quedó satisfecho de la prueba a la que había sometido a la doncella y le dijo: —Tú irás por el camino en busca del Grial. Pero elige ahora tus colores y tus armas, pues no está bien que un caballero salga al campo sin ellas. La doncella respondió: —Señor, vestiré de morado y mi pendón será morado con un espejo de Venus y en su interior un puño cerrado sobre el pomo de la espada. Apenas había dicho esto cuando entró Pelinor en la sala, llevando el gerifalte en su mano derecha. El rey le dijo: —Ahora vuelve el halcón a su percha. Y Pelinor obedeció y volvió a colocar el animal en su sitio, pero iba llorando y sus lágrimas empapaban las plumas del ave y el capuchón bordado con hilos de oro.
  • 19. 19 La misión de Pelinor Era Pelinor el más bello de los caballeros: chiquito de cuerpo y de tez morena y cintura delgada, tenía la gracia de los donceles criados entre damas; pero era, al mismo tiempo que cortés y grácil, valiente y arrojado. Había nacido un veintitrés de abril y no se arredraba ante los dragones ni retrocedía ante los endriagos: más de una vez había empapado las gualdrapas de su caballo con la sangre verdosa de un monstruo terrible que arrojaba fuego por la boca. Mas entre dragones, sierpes y endriagos aún tenía tiempo para el libro y la rosa y después de cada liza hacia el amor y componía un poema. Ninguno de los caballeros de Arturo sabía como él cantar y tañer, y ningún instrumento se le resistía; y aun algunos decían que entendía el canto de los pájaros desde que una vez se bañara desnudo en la sangre de un culebro volador de membranosas alas. Sobresalía en el juego y más de una dama había sido vencida por él, tal era el buen tino con que tiraba sus dados. Manejaba su lanza con tanta maestría como su espada y era tan buen amador como valiente guerrero. Una vez que los caballeros se hubieron marchado cada uno por su camino y el buen rey supuso que el valiente Perceval y el noble Lanzarote se encontraban ya muy lejos de allí, Arturo mandó llamar al joven Pelinor, que estaba todavía recorriendo el dédalo de pasadizos y corredores del castillo, de vuelta de la sala en la que dormitaban las aves cetreras cada una en su percha.
  • 20. 20 Cuando Pelinor, sorbiéndose las lágrimas de despecho y de humillación, llegó al salón del trono, el buen rey le mandó acercarse y le hizo sentar en un escabel a sus pies. El joven Pelinor nunca había estado tan cerca de su señor natural y su corazón empezó a latir con tanta fuerza que el propio Arturo lo oyó, pues aunque estaba ya anciano y sus sentidos se encontraban muy disminuidos, aún conservaba el monarca un oído muy fino. Allí habló el noble Arturo, bien oiréis lo que dijo: —Noble y valiente hijo mío: en verdad que, pese a tus pocos años, ya hace mucho que me sirves y mi corazón está lleno de gratitud hacia ti, porque eres valiente y has hallado gracia a mis ojos. Pero ea, serena tu corazón y acalla sus latidos, que muy quedo he de hablarte y muy secretas son las palabras que tengo que decir y no conviene que el tono de mi voz sea más alto que el latido de tu corazón. De pecho a pecho he de hablarte y de mi boca a tu oído han de ir mis palabras directamente, sin cruzar el aire, pues de lo contrario alguien podría escuchar. Que, como bien dijo el sabio, las paredes han oídos. Muy extrañado quedó el joven caballero con estas palabras: en verdad su rey nunca le había hablado así. Pero hizo lo que pudo para serenar su corazón y, cuando los latidos hubieron amainado, el anciano rey tomó entre sus manos la cabeza del doncel y, acercando el oído de éste a su boca, habló de esta manera: —Bien he visto tus lágrimas, querido hijo, cuando te hice salir de la asamblea de los caballeros. Sin duda querrías tú también partir en busca del Grial, pero no lo ha querido así el cielo, porque otra tarea más noble y más honrosa te está destinada. —¡Ay, señor! —respondió el joven Pelinor mientras sentía de nuevo asomarse las lágrimas—, no toméis mis palabras como un reproche, pero poco consuelo es el que me dais; pues, en verdad, ¿puede haber misión más honrosa y de la que un caballero pueda enorgullecerse con mayor motivo que la de recuperar el Santo Grial? ¡Mucho envidio al valiente Perceval y al noble Lanzarote por la suerte que han tenido! Sin duda sus nombres serán recordados para siempre y los bendecirán las generaciones futuras.
  • 21. 21 —¡Ah, hijo mío! —exclamó dulcemente el rey—. Bien se nota que eres joven y poco sabes de las cosas del mundo y de la vida y no conoces el corazón de los hombres. Pues en verdad te digo que, si tú no lo impides, las generaciones futuras maldecirán para siempre no sólo al valiente Perceval y al noble Lanzarote, sino a todos los caballeros de la Mesa Redonda. Y a mí me llenarán de oprobio y verterán insultos sobre mi cabeza hasta los propios caballeros que me rendían pleitesía y vasallaje. Muy confuso quedó el joven Pelinor con estas reflexiones del rey, pero calló para no parecer impertinente. Ahora oiréis lo que continuó diciendo Arturo: —Es fama, hijo mío —no lo digo yo, escrito está en el Libro—, que el hombre vivía feliz y dichoso en aquel jardín llamado Edén en el que Dios lo había puesto, hasta que, llevado por su impertinente curiosidad, comió de la manzana prohibida que le ofrecía Eva. Desde entonces el mal se apoderó del corazón del hombre y la sangre derramada comenzó a bañar la tierra. Muchos siglos, en verdad, hace que los hombres hacen correr la sangre de sus semejantes, desde que Caín lo hiciera por primera vez con su hermano Abel. Fértil se ha hecho la tierra con tan buen abono y gran parte de los frutos que en los amenos campos se recogen han sido regados con sangre. ¿De qué valle, cañada o desfiladero podrá afirmarse: aquí no hubo nunca una batalla? ¿Qué ciudad existe que no haya sido sitiada alguna vez y sus habitantes pasados a cuchillo? ¿Qué mar es tan pacífico que en sus olas no se hayan deshecho jamás las quillas de naves enemigas? Es la costumbre de matar a sus semejantes el más noble hábito del hombre, pues por él se distingue de los brutos animales: ¿se aniquilan entre sí los leones, con ser tan nobles? ¿Se atacan los lobos? ¿Se destrozan las imperiales águilas? Sólo el hombre hace la guerra y lucha contra sus enemigos y salpica con su sangre sus manos y sus vestiduras. En este noble hábito se basa el honor humano porque ¿qué caballero podría afirmar «noble soy» sin haber matado a alguno de sus semejantes? ¿Qué rey se consideraría poderoso si nunca hubiese vencido a un enemigo? ¿Qué nación podría
  • 22. 22 ser orgullosa y fuerte si no tuviera sojuzgada a otra cuya voz está acallada por las lágrimas y la sangre? En este honor se basa todo nuestro mundo: por él se construyen los almenados castillos, las amuralladas ciudades y hasta las fortificadas catedrales y los bien murados conventos; por él se enriquecen los mercaderes y se llenan de gloria los guerreros; por él se acrecienta el fervor de los soldados, que piadosamente oyen misa y comulgan el cuerpo de Nuestro Señor y otorgan óbolos y sufragios antes de entrar en batalla; para enriquecer con filigranas de oro el puño de la mortífera espada trabaja el orfebre, para herrar convenientemente el caballo de batalla suda el herrero; por la lucha se templan los varones, se hacen hombres los niños, se tornan poderosos los reyes, maduran en lágrimas las doncellas viudas antes que casadas, se serenan en dulce tristeza las madres cuyos hijos murieron de forma heroica. En fin, el sacrificio de unos hombres a manos de otros es el motor que mueve nuestro mundo, Con torrentes de sangre anda el molino que muele nuestro pan y con el furor de la batalla da vueltas la noria que riega nuestros campos. —Mas todo eso desaparecerá, señor —se atrevió a decir el joven caballero—, cuando sea recuperado el Grial. —Tú lo has dicho —respondió el buen Arturo con cariño—. Y ¿qué hará entonces el mundo? Una vez hallado el Grial: ¿de qué hazañas podrán gloriarse mis caballeros? ¿Por quién orarán los religiosos? ¿Qué sacrificio harán las madres? ¿De qué servirán las afiladas espadas y las agudas lanzas? ¿Qué será de los caballos expresamente domados para entrar en batalla? ¿Habrán de partir en estampida buscando una guerra inexistente? ¿Habrán de permanecer mis caballeros ociosos, indolentes y sin honor junto a sus mujeres solícitas y felices? ¿Tendremos que dejar que se desmoronen los castillos y las inútiles murallas? Mis caballeros, que toda su vida se dedicaron a la lucha y a la guerra, ¿qué harán? ¿Cómo vivirán en adelante? ¡Ah, dulce amigo Pelinor! ¿No viste la cara de tristeza de mis barones cuando les comuniqué la feliz noticia? ¿No observaste como alguno de ellos se esforzaba por contener las lágrimas?
  • 23. 23 Aún no está el mundo preparado para la paz, ni los hombres sabrían ser felices. Acostumbrados a la vida dura y a las continuas desdichas, se sentirían perdidos en un mundo feliz en el que reinase la armonía. Mas ese mundo llegará si el Grial cae en nuestras manos y se instaura la Nueva Edad. Es nuestro deber, por tanto, impedir que tal cosa ocurra. Es preciso que, al menos durante un tiempo, siga habiendo luchas y disputas: nada hay más triste que no tener un ideal por el que luchar y una meta inalcanzable que perseguir. Es por ello necesario que vayas al castillo de Acabarás e impidas que allí lleguen los otros caballeros. De esta forma seguirán los hombres luchando por alcanzar el Grial y sus vidas tendrán un bello objetivo. Tal es mi deseo y así te lo mando. —Muy dura es la misión que me encomendáis, señor —gimió el joven caballero—, pues desde el fondo de mi corazón deseo vivamente que el Grial sea hallado y comience pronto la feliz Nueva Edad. Y en cuanto a los hombres, yo bien creo que pronto se habituarían a vivir sin el honor de verter la sangre de sus semejantes y, cuando les faltase la busca del Grial, encontrarían otro bello ideal por el que vivir. —Mucho me irritan tus palabras —replicó Arturo muy airado— y en verdad que sólo puedo entenderlas considerando que eres muy joven y casi niño y no sabes lo que dices. Me ofendes al hablar así y ofendes a todos tus compañeros y a la institución a la que perteneces. ¡Mucho se indignarían los barones de la Mesa Redonda si pudieran oírte! —No os enojéis, señor, ni me tengáis rigor alguno —suplicó el joven Pelinor—, pues seguramente es la inexperiencia de mi juventud la que me hace hablar tan alocadamente. Pero ea, señor, dime qué he de hacer, que yo por obediencia lo haré y por disciplina me someteré a tu voluntad muy gallardamente. Cuando entré en la Mesa Redonda hice un juramento muy solemne y quiero cumplirlo. —Mucho me agrada lo que has dicho —replicó Arturo—. Escoge ahora un nombre y unos colores nuevos, pues no conviene que nadie te reconozca ni que sepan quién eres y que yo te mando. —Señor, sea mi nombre Caballero de la Verde Oliva y sea de ese color mi enseña pues es el olivo el símbolo de la paz en la que creo. Así dijo Pelinor y a Arturo le pareció bien.
  • 24. 24
  • 25. 25 El soliloquio de Perceval Partió el noble Perceval a cumplir la triste misión que su señor Arturo le había encomendado: ir hacia el Grial en el más hermoso navío que encontrar pudiese. Partía obediente y sumiso —pues no está bien que un caballero se rebele contra su señor— pero con el corazón lleno de tristeza. Y como el noble Gauvain, que tenía amistad con él, le vio lo despaciosamente que ensillaba el caballo y la parsimonia con la que se ceñía la armadura —que a veces la tristeza se muestra en la lentitud de los actos, como la alegría suele manifestarse en la rapidez y en el brío con que se obra— no quiso dejarle solo y subrepticiamente ensilló él también y siguió a su amigo un poco a distancia por los collados y las vaguadas que conducían a la ciudad asentada a orillas del mar. Y sucedió que el noble Perceval, creyéndose solo, comenzó a hablar consigo mismo y a compadecerse en voz alta. Bien oiréis lo que dijo: —¡Ah, Grial antes amado y ahora aborrecido! En verdad eres como el amante imposible de conseguir, que siempre se desea cuando está lejos y se aborrece cuando se le tiene al alcance de la mano. Sabe un caballero de una doncella muy hermosa, de cuya belleza se hacen todos lenguas. Y sin conocerla, sólo por el bien que de ella ha oído decir, se enamora al punto. Mas sabe que ella está lejos y que nunca la conocerá y que si algún día la ve tal vez sea de lejos y que, aun si es de cerca, sin duda ella no reparará en él, pues estará rodeada de otros caballeros que la agasajarán solícitos. Y se angustia el enamorado pensando en la imposibilidad de su amor, desesperándose porque ella no sabe que es amada, sufriendo de pensar que tal vez en ese mismo momento ella concede su favor a otro más afortunado. Da vueltas el caballero en su cama y en su desesperación finge diálogos con una amada fantasma,
  • 26. 26 abraza el aire y besa la almohada y, cuando viene a caer en la cuenta de que está amando una sombra, se hunde en la más profunda decepción y pasea impaciente por la estancia maquinando cómo hará para conocer a la doncella, qué dirá o qué continente adoptará para que ella se dé cuenta de su presencia y lo prefiera entre todos los que la solicitan. Y una y otra vez teje y desteje en su imaginación diálogos y encuentros y sueña que la salva, que la honra, que la ofende, que la desprecia, que sufre su arrogancia, que la logra, que la protege, que la ama, que la solicita, que ella le rechaza, que le acepta, que se enoja, que le muestra su contento, que le desprecia, que le declara su amor, que se prenda de él al primer golpe de vista, que se muestra ingrata largo tiempo y él ha de ganarla, que al fin la vence, que la goza muy de su grado, que la fuerza, que ella le odia, que le ama, que le teme, que todo se deshace en lágrimas, en risas, en olvido, en añoranza, en desesperación, en reconciliaciones, en rencor y, en fin, que su amor vence. Pasan uno, dos, tres años y el caballero sigue desesperado por tan loco amor, desanimándose a cada paso de poder ver siquiera a su amada, de cruzar con ella una palabra. Mas el amor se ha hecho un nido en el corazón del enamorado y es como una espina de oro que se clava en la carne y cuyo dolor es tan dulce que, si se arrancase, el caballero se sentiría descorazonado y con un vacío muy hondo. Pero si por desventura el enamorado llega a conocer al objeto de su amor, si la ve, la habla, la requiebra, la acaricia y la logra, en seguida echa de ver que su hermosura no es tanta como las lenguas ponderaban, que la doncella dista mucho de ser discreta y que las noches de amor que con ella pasa no tienen la plenitud de las que él había imaginado en sus horas de soledad. Igual me sucede a mí con el Grial, al que tanto amé: por él he vivido todos los días de mi vida. Tras él he errado sin sosiego, sabedor de que no había de encontrarlo. Por él luché sin tregua, seguro de que no lo lograría. Por él me alcé al heroísmo y descendí a la villanía, consciente de que el Grial estaba lejos y mi heroísmo era inútil y mi villanía me manchaba en vano. Y ¿qué haré ahora que está a mi alcance, ahora que sé que dentro de poco lo tendré en mis manos? Pronto el Grial no será para mí más que lo que realmente es: un plato cubierto de piedras preciosas. Y mi corazón quedará vacío, privado de aquella espina dorada que tantos años tuve clavada en él.
  • 27. 27 Así iba diciendo el caballero y lloraban sus ojos tan abundantemente que sus lágrimas, bajando por los pechos del caballo como en cascada, iban regando la hierba del camino que ya estaba casi agostada y formaban un arroyo en cuyas márgenes comenzaron a crecer la madreselva, el saúco y la azulada flor del poleo. Siguiendo este arroyo el valiente Gauvain llegó hasta su amigo: ¡en verdad no era fácil perderse con tan florido rastro! —Amado amigo —exclamó el caballero Gauvain—, no te alteres ni temas, que por mí nadie sabrá lo que has dicho. En verdad tu amor al Grial es superior al de todos los caballeros y, si no temiera pecar de irrespetuoso, diría que hasta mayor que el del propio Arturo: sabido es que el amor más puro es el de quien no quiere poseer lo que ama y tú amas tanto al Grial que no deseas alcanzarlo y de buena gana errarías otros cuarenta años con tal de no lograrlo jamás. En verdad mereces que tu deseo se cumpla y el Grial no sea hallado nunca. —Mucho me enoja y me entristece lo que has dicho —replicó el valiente Perceval—, pues de esas palabras podría entenderse que me propones una cosa muy poco honesta: que abandone la busca e incumpla el mandato de mi rey y señor. —Nada de eso te propongo —respondió Gauvain— porque sé cuán fiel eres y me consta que no lo aceptarías. Pero eres también mi amigo y mentiría si dijera que no sufro al ver cómo se entristece tu corazón; y mi amistad no valdría nada si no tratase de aliviar tu dolor. Ve, pues, a la busca del Grial y cumple el mandato de tu natural señor Arturo. Que yo mientras tanto procuraré que no llegues nunca y que nunca logres tu objetivo. Permíteme, mi amigo, que te traicione por tu bien: nada deshonroso hay en ello para ti, puesto que no puedes impedir mi traición, que ni yo mismo sé en qué cuajará ni cómo la llevaré a cabo. Sigue tu camino y haz tu obligación, que yo te traicionaré para que nunca llegues a tu destino. En todas las bellas historias de nobles barones valerosos ha habido siempre una traición y no pocas veces un héroe ha alcanzado la gloria gracias a un traidor: recuerda, si no, al conde Roldán, que pasó a las gestas gracias a la traición de Ganelón, su padrastro. Permíteme, por la amistad que nos une, que sea yo tu traidor y así quizás alcances tú la gloria sin sufrir daño ni dolor.
  • 28. 28 —Sea como has dicho —respondió Perceval. Y Gauvain espoleó su caballo y se alejó al galope, dejando tras de sí una estela de tenue polvo. Perceval lo estuvo mirando hasta que se perdió en la lejanía; Gauvain era tan gallardo que Perceval pensó: «Todos los traidores son hermosos».
  • 29. 29 Lanzarote y el Caballero de la Verde Oliva Iba el valiente Lanzarote sumido en tristes pensamientos cuando oyó grandes golpes y una voz que salía de lo más hondo del bosque. Encaminóse hacia allá —pues la costumbre de los caballeros es ésta: dirigirse hacia todo lo que pueda ser extraño y portentoso— y no tardó en llegar a un claro del bosque en cuyo centro crecía un hermosísimo olivo que sobrepasaba en altura a todos los árboles circundantes; su copa era de un bello tono verde plateado y su añoso tronco asombraba por su corpulencia y vigor. Un hombretón no menos corpulento y desnudo de medio cuerpo iba descargando sobre el viejo tronco feroces hachazos que hacían estremecerse todo el árbol y provocaban una constante lluvia de aceitunas negras. El hombretón estaba empapado en sudor y congestionado por el esfuerzo, pero no por eso dejaba de cantar a todo pulmón una bella canción que hablaba de una infantina de cabellos de oro que se aparecía a los caminantes sobre un árbol de plata fina. —¡Eh, tú, hombre desconocido! —gritó el caballero Lanzarote. —Sin pecado concebida: para servir a voacé —respondió el otro interrumpiendo un momento su tarea. Muy asombrado quedó el caballero ante esta respuesta, pues en su vida había oído otra igual. Pero entonces se levantó un viento suave y las hojas del olivo se mecieron mostrando su envés plateado; y el caballero no dudó que aquél era un olivo maravilloso, todo de plata desde la raíz hasta la copa, y que había de preguntar cuál era el misterio que encerraba. En aquel tiempo los caballeros solían preguntar por todo lo que veían, pues ninguno ignoraba que el valeroso Perceval quedó deshonrado por no preguntar cuando debía, y no querían caer en la misma deshonra y que a ellos les sobreviniesen los mismos males. Así pues, preguntó Lanzarote:
  • 30. 30 —Hombre, no me ocultes nada: ¿de quién es este olivo todo de plata y por qué lo talas? —Señor —respondió el hombretón—, el olivo no es de plata y es de nadie: creció solo en este claro del bosque. Y lo talo no más que porque me da la gana y también talaré a hachazos la cabeza del primer chulo que venga a estorbármelo. Pero ea, ya que yo he contestado tu pregunta, contesta tú la que a mí me apetece preguntarte. Dime, caballero, y no te pongas tonto si no quieres probar el filo de mi hacha: ¿qué es esa larga vara que llevas tan sujeta? Un poco gruesa me parece para varear aceitunas y un poco larga como espeto para asar. —Hombre, tus palabras no me enfadan sino que me causan risa. Esto es una lanza y con ella suelen pelear los caballeros cuando van montados. —Sin duda eres un poco tonto para ir por el mundo con semejante cachivache. Pero dime: ¿qué diablos es eso tan brillante que llevas en el otro brazo? —Escudo es su nombre y tú eres el hombre más ignorante que he visto en mi vida. —Eso será dicho sin ánimo de ofender, ¿no? —dijo la bestia en tono amenazador, y prosiguió—: Ea, cuéntame; ese trapo que ondea en la punta del palo que tú llamas lanza, ¿sirve acaso para indicarte la dirección del viento? —¡Ahora sí que me haces reír! —se burló el caballero—. Pues ¿qué utilidad puede tener saber de dónde viene el viento y adónde va? En verdad que para saber una cosa tan inútil no cargaría yo ni con un grano de sal. Pero ésta es mi enseña, de ella me glorío y por ella se me conoce desde lejos. —Señor, tan inútil me parece gloriarse de un trapo y ser conocido a una legua como saber la dirección del viento. Pero en fin, sobre gustos no hay nada escrito; puedes marcharte, caballero, pues he decidido que no te cortaré la cabeza; y pues tienes gustos tan raros, sin duda podrás comprender muy bien mi gusto: quiero talar este olivo centenario y quemarlo después, para que no quede recuerdo de él sobre la faz de la tierra. Me da la gana hacerlo así y no veo por qué he de dar cuentas a nadie de ello. Pero antes de marcharte contesta a mi última pregunta: ¿qué es ese largo puñal que llevas colgado a la cintura? En mi vida vi semejante hoja en cuchillo, en daga ni en navaja.
  • 31. 31 —Ahora demuestras que no sólo eres ignorante, sino que también careces de nobleza, pues no has reconocido la espada. Pero tus preguntas me han hecho gracia. Dime ahora una cosa: ¿querrías ser mi enemigo? —Con mucho gusto lo haré, señor —respondió el hombretón—, pero no sé cómo. Mal podré ser enemigo tuyo si no sé siquiera el nombre de tus armas ni cómo manejarlas. —Yo todo te lo enseñaré —respondió Lanzarote— si accedes a lo que voy a proponerte: existe a pocas leguas de aquí un castillo que los labriegos y los pecheros llaman de la Buena Noticia, pero al cual los caballeros y la gente noble no da otro nombre que el de Acabarás. Hay en ese castillo cien doncellas muy hermosas que guardan un plato todo de oro, que pesa más de dos arrobas; en su borde se han engastado rubíes, zafiros y esmeraldas: ¡en verdad el oro no vale nada al lado de estas piedras preciosas, pues la menor de ellas vale lo que una ciudad! El plato con sus piedras podrá ser tuyo, y lo mismo las cien doncellas, si haces lo que te digo. Mucho se alegró en su corazón el labriego al oír lo que el caballero decía. Bien oiréis lo que respondió: —Señor, sin duda eres un enviado de Dios. Mucho me place lo que has dicho y no sé de qué alegrarme más: si de los rubíes y las esmeraldas o de poder tener cien doncellas que me sirvan. Que con tales promesas sólo me entristece que el día no tenga cien horas. Pero ea, dime qué he de hacer. —Sólo has de encaminarte al castillo de Acabarás y, si por ventura encuentras en el camino algún caballero, has de matarle inmediatamente y sin vacilar. —Señor —respondió el rústico—, deseando estoy de dejar de hablar para ponerme en camino. Y en cuanto a lo de matar a los caballeros, yo te aseguro que ningún cuello resiste el filo de mi hacha. —Tate, tate, señor rústico, que no ha de ser así —replicó el caballero—. Primero has de saber que tal vez uno de los caballeros que habrás de matar seré yo, pues mi rey me encomienda ir al castillo de Acabarás y es posible que nos encontremos. —Con mucho gusto te mataré yo —dijo el campesino— si con ello gano las doncellas y el plato de propina, que será como alzarse con el santo y la limosna.
  • 32. 32 —Y además es menester que aprendas el uso de la lanza y de la espada, pues no es decoroso que un caballero muera al filo de tu hacha. Has de saber que existen dos clases de armas y, por tanto, dos clases de muertes: las nobles y las innobles. Las armas nobles son propias de los de alta sangre: ni conde ni rey se sentiría deshonrado por morir herido por la espada o atravesado por la lanza de un noble enemigo; mas las armas innobles, como el puñal, el hacha o la hoz son propias de villanos y gentes de baja estofa y sería vergonzoso matar con ellas a algún noble caballero. Por ello has de aprender a manejar la lanza y la espada, para que puedas darme si viene al caso la muerte que me corresponde. ¡Mucho me enojaría morir como un villano! —Así lo haré, señor —respondió el mozo—, si con ello obtengo beneficio. Y Lanzarote descendió de su caballo, se desarmó y le colocó sus armas al hombretón y le enseñó cómo debía usarlas y cómo podía matar con ellas. Muy pronto lo aprendió el rústico: sin duda por sus venas corría alguna gota de sangre noble, pues de lo contrario no le habría sido tan fácil. Una vez que le hubo enseñado, el noble Lanzarote preguntó al campesino cuál quería que fuese su color y qué nombre tomaría para salir al campo, pues no era justo que se enfrentase a otros caballeros sin tener nombre ni enseña. Y como Lanzarote lo había encontrado talando un olivo, decidió llamarse Caballero de la Verde Oliva e ir vestido de verde de la cabeza a los pies. Y, hecho esto, el valeroso Lanzarote partió hacia el castillo de Acabarás a rescatar el Grial, mientras el Caballero de la Verde Oliva ponía gualdrapas verdes a un caballo nuevo. Y aquel mismo día cruzó Lanzarote sin miedo ni temor el puente frágil que separa las dos orillas —la de la vida y la de la muerte—; y fue el caballero villano quien le guió en tan honroso paso.
  • 33. 33 El Caballero de la Choza de Tristura Llevaba un buen rato cabalgando el valiente Pelinor, cuando llegó a un paraje inhóspito; ásperos zarzales crecían en una tierra color ceniza. No había allí ni río ni fuente, ni árbol ni flor, ni ruiseñor ni alondra, ni nada que pudiera hacer grata la vida. Sólo las rocas desnudas, las zarzas punzantes y el polvo gris. En medio de aquel paraje se levantaba una choza de tristura; estaba hecha de cal y canto, y pintada por fuera y por dentro con negra pez; el caballero que la habitaba llevaba siete años viviendo en ella sin comer otra cosa que las ralas hierbas del campo y sin beber más que sus propias lágrimas. A la puerta de la choza yacían abandonadas las armas del caballero, que habían sido ricas y poderosas pero que ahora estaban cubiertas de orín; allí yacía también la osamenta de su caballo, aún con la silla y el arnés puestos. Muy sorprendido se quedó el valiente Pelinor al ver la choza, las armas y el esqueleto del caballo; pero mucho más se sorprendió al ver aparecer entre las breñas una figura espantosa: era un hombre casi desnudo, de largas barbas enmarañadas y cuerpo apenas cubierto con jirones de sedas que habían sido ricas. —Valiente Pelinor —dijo el Caballero Ermitaño—, me alegro de que hayas venido. No te espantes ni te burles ni me consideres en poco por verme así como me ves. Has de saber que soy el caballero más desdichado que nunca haya ceñido espada y hace ya siete años que, no pudiendo soportar mi desdicha, decidí hacerme ermitaño, construir una choza de cal y canto y no comer sino yerbas y no beber sino mis propias lágrimas hasta que pasase por aquí otro caballero que pudiera contarme sus desgracias. Hace ya siete años que espero y nadie hasta ahora había pasado por aquí. Tú eres, pues, el primero. Ea, cuéntame tus penas y yo te contaré las mías. Yo te juro que si tus penas son mayores que las mías esto me servirá de consuelo, volveré al mundo de los vivos y ceñiré de nuevo mi espada; pero si mis penas son mayores que las tuyas, me he de matar con mis propias manos.
  • 34. 34 —Caballero —respondió Pelinor—, sin duda alguna vivirás muchos años. Pues dudo que tus penas o las penas de cualquier otro hombre puedan llegar a ser mayores que el pesar que a mí me aflige, porque me encuentro dividido entre lo que debo hacer y lo que quiero hacer; ése es el mayor dolor que puede tener un ser humano. —Poca desdicha me parece esa que me cuentas —dijo el Caballero Ermitaño— pues ese mal es muy común y casi se diría que la mayor parte de los hombres quieren hacer una cosa y están obligados a hacer otra; raro es el que hace lo que quiere y quiere lo que hace. Pero cuéntame con más detalle el motivo de tu tristeza, para que pueda yo calibrar si verdaderamente tu dolor es tan grande como dices. —Caballero —dijo Pelinor—: hace mucho tiempo un santo varón llamado José de Arimatea recogió en un vaso de oro y piedras preciosas la sangre de Nuestro Señor el día aciago en que murió en aquel monte que unos llaman Gólgota y otros Calvario. Este vaso fue robado por los malignos y es fama que cuando esta adorada prenda, que se llama Grial, llegue a manos del rey Arturo, se establecerá sobre la tierra un reino de paz y de justicia, desaparecerá el mal y no habrá ya más disputas entre los hombres. Muchas generaciones de barones valerosos lucharon y murieron por conseguir el Santo Grial; y hoy está ya a nuestro alcance. Yo bien quisiera correr en pos de él y traerlo a los pies de mi buen rey Arturo, a quien sirvo de todo corazón, y así vendría la Nueva Edad que esperamos. Pero es el propio Arturo quien me manda robarlo y esconderlo donde nadie lo pueda hallar. Esta es la causa de mi dolor. Juzga por ti mismo si puede haber hombre más desgraciado sobre la tierra. —¡Ay, caballero! Ya veo que tu pena es tan pequeña al lado de la mía como puede serlo un ratón al lado de un elefante. Escucha: desde la hora en que nací cayó sobre mí una maldición terrible. Me parió mi madre una mañana de domingo a la hora en que todos los astros me eran favorables; cuando yo nací no aulló perro ni cantó gallo por el lado izquierdo. Desde aquel día dispusieron las hadas que todos mis deseos fuesen satisfechos y que todo lo bueno que anhelase me fuera concedido.
  • 35. 35 Así ha sucedido desde entonces: en tiempos deseé riquezas y las tuve en cantidad tal que ningún hombre hubiese podido contarlas en su vida; quise a una doncella —nunca la hubo igual en gracia, en belleza y en nobleza— y ella se me ofreció al punto complacida; nos amamos más de un año y pude comprobar cuánto hastía el amor en todo correspondido; y al cabo de este año deseé marchar a conquistar la gloria por la fuerza de mis armas; tanta fue la gloria que conquisté y tantas las aventuras afortunadas que corrí, que cuando regresé a mis tierras nadie quería creer mis proezas. Pero me bastó desear que me creyeran para que todos lo hicieran así sin fingimiento. Quise luego dedicarme al servicio de Dios y tal fue mi santidad que llegaron a obrarse milagros por mi mediación. Fue entonces cuando decidí apartarme del mundo y de Dios para dedicarme sólo a llorar mi desdicha. —Amigo —dijo el Caballero de la Verde Oliva—, ahora sí que no entiendo nada. Deberías ser el hombre más feliz de la tierra y eres el más desdichado. Te juro por lo más sagrado que no comprendo la causa de tu tristeza. —¡Ay, caballero, cómo se advierte tu juventud! Pues si fueras viejo y entrado en años comprenderías que la mayor desdicha que le puede acaecer a un hombre es no tener nada en qué ocupar la vida. Yo todo lo hice, todo lo conseguí, todo lo he probado. ¿Qué me queda ahora? Pero tú dime: ¿qué deseas? —Lo que deseo, mi buen señor, te lo he dicho antes. Deseo dos cosas contrapuestas e incompatibles: salvar el Grial y perderlo, entregárselo a Arturo y robárselo a Arturo. —Mi buen amigo, yo en cambio no deseo nada. Justo es que yo muera, puesto que nada deseo; como justo sería que tú vivieses dos vidas, una para cumplir cada uno de tus dos deseos. Así dijo el Caballero de la Choza de Tristura y, tomando su herrumbrosa espada con ambas manos, se dejó caer sobre ella. Pronto descendió sobre él la muerte. Y el Caballero de la Verde Oliva siguió su camino.
  • 36. 36
  • 37. 37 El combate con el Caballero de Hierro No había andado mucho cuando se encontró ante una llanura verde; para alcanzarla desde donde estaba tenía que saltar sobre un regato de agua clara. Como el caballo estaba sediento, se paró, hundió los belfos en el agua y bebió un poco. Apenas había hecho esto cuando el valiente Pelinor vio ante sí a un caballero terriblemente armado de la cabeza a los pies; tantas eran sus armas y tan completas que no se le veía ninguno de sus miembros, pues incluso las manos las llevaba protegidas con guanteletes de hierro. Y el caballo iba igualmente armado, con sus gualdrapas chapadas de acero y la testuz cubierta de hierro. El caballo de Pelinor saltó el regato y entró en el prado verde y se dirigió al trote hacia el Caballero de Hierro. Dijo Pelinor: —Caballero de Hierro, dime quién eres. —Yo soy —respondió el Caballero de Hierro— el amo y señor de estas tierras en las que has entrado sin mi permiso, y el dueño de ese regato que fluía claro y limpio antes de que lo enturbiasen los cascos de tu caballo. No debías haber entrado así en mis tierras ni ensuciado mi agua, y a quien tal hace yo le declaro la guerra. —Pues ea, señor —respondió Pelinor—, embracemos la lanza y arremetamos el uno contra el otro como caballeros que somos. Y el que quede vivo quedará más honrado de ahora en adelante. —No es ésa la costumbre de esta tierra —dijo el Caballero de Hierro—, y antes la tenemos por bárbara y cruel que por honrosa. ¿De qué vale alabar la nobleza del adversario después de haber derramado su sangre? Muy otro es el uso de este país. Ea, acompáñame, y yo te daré la batalla en otro campo, según la costumbre que aquí rige.
  • 38. 38 Muy sorprendido se queda Pelinor por estas palabras, pero por no parecer cobarde sigue al Caballero de Hierro hasta un gran castillo que se levanta en el centro del valle. Cuando el Caballero de Hierro llegó a las puertas de este castillo, el rastrillo se alzó solo y el puente levadizo cayó sobre el foso sin que nadie lo maniobrase. Una vez dentro, el Caballero de Hierro dijo a sus sirvientes: —Montad las mesas y preparad el más espléndido convite que se recuerde en muchos años, porque traigo conmigo un gran enemigo mío que mucho me ha ofendido y a quien debo vencer. Así lo hicieron los servidores y en seguida estuvieron las mesas armadas. Allí vio y gustó el valiente Pelinor los más exquisitos, raros y abundantes manjares que nunca había probado: los capones asados v las gallinas rellenas, los pavos henchidos de castañas y de trufas, los lomos de vaca, los perniles de cerdo y las patas de cordero, las cecinas y las mojamas, los peces de todos los ríos y de todos los mares, las aves de caza junto a los tiernos pichones, el conejo y la liebre, los vinos rojos y fuertes y los dorados vinos blancos, la miel y las especias más olorosas de Oriente, los dulces de los mil conventos de aquel reino, los saropes. las confituras y los tocinos de cielo, la fruta de todas las estaciones y los delicados y aromáticos frutos de los países lejanos. Cuando hubieron acabado de comer aún siguieron bebiendo, porque el vino manaba de una fuente inagotable; y cuando ya se habían cansado de beber, se alzó el Caballero de Hierro, con las barbas rezumando grasa de los buenos perniles de cerdo y con los bigotes salpicados de la canela de los postres, y dijo: —Muy orgulloso estoy, caballero Pelinor, de la gran batalla que acabo de darte. Sabe que éste es el uso de nuestra tierra: que cuando alguien nos agravia o nos ofende le declaramos una guerra de convites, y he aquí que ésta era la primera batalla. Ahora tú puedes elegir entre tres cosas: retirarte del combate del convite y darte por vencido, y quedarás sujeto a mi dominio; huir como un cobarde y quedar deshonrado para siempre; o darme otro convite que supere a éste, para intentar vencerme. Allí se alzó Pelinor, cuya barba lampiña destilaba arrope; bien oiréis lo que dijo:
  • 39. 39 —Señor, en verdad es una gran batalla esta que me has ofrecido. Me ofendes si me tienes por cobarde y piensas que voy a huir; y me ofendes más aún si crees que voy a declararme vencido y vasallo tuyo. Antes bien, pienso tomarme el desquite: quedas invitado a comer a mi costa el día que tú quieras. Pero no vayas solo: lleva trescientos de tus caballeros y trescientos escuderos de a pie que los acompañen y a todos ofreceré un banquete tan magnífico que deje pequeño a éste; y te juro que te he de vencer, aunque sea después de muerto. Mas si te venzo me cederás tu cetro, tu corona y el dominio de tu reino. Dijo así Pelinor y en seguida mandó ensillar su caballo y partió de allí después de despedirse de su enemigo y anfitrión, el Caballero de Hierro. Y desde aquel día quedó declarada la guerra entre ellos.
  • 40. 40
  • 41. 41 El Caballero de Morado Muy amena estaba la floresta y cantaban la alondra y el ruiseñor, diciéndose palabras de amor y cortesía. Al oír el canto de los pájaros y entender sus dulces trinos, el valiente Pelinor comenzó a sentir una dulce nostalgia y recordó de repente a la doncella en la que tenía su amor puesto, que era blanca y colorada y hermosa como una estrella, con la piel hecha de leche y sangre. En su honor y en su recuerdo embrazó su lanza el caballero y muy contento estaba con ella y con sus pensamientos cuando vio ante sí un caballero que se le acercaba hasta quedar parado delante de él. Iba vestido de morado de pies a cabeza y su enseña era un pendón también morado con un espejo de Venus blanco y en su interior un puño cerrado sobre el pomo de la espada. Allí habló Pelinor, bien oiréis lo que dijo: —Caballero, por Dios te pido que me digas quién eres, adónde vas y qué pretendes. Muy descortés serías si no me contestases. —Caballero —respondió el de Morado—, nada puedo decirte de mi nombre ni de mi alcuña, pues es secreto sellado. Y tampoco te diré qué es lo que pretendo: muy mal obraría si lo hiciera. Pero bástete saber que me dirijo al castillo de Acabarás, que poco dista de aquí. Entonces comprendió el valiente Pelinor que aquél era uno de los caballeros que iban en busca del Grial y que él había de matar. Y se entristeció, pues le parecía un caballero muy apuesto y de muy dulce voz. Y, sin decir palabra, le atacó y el otro se defendió bien: en verdad, no se estuvo quieto ni esperó el golpe, sino que supo manejar muy bien v con gran maestría su espada.
  • 42. 42 Todo el día lucharon los caballeros sin darse tregua y ya les dolía a ambos el brazo diestro de manejar la espada. Pero en uno de los golpes el mandoble del Caballero de Morado se quebró y el que tan diestramente se había defendido quedó desarmado. Embrazó Pelinor su lanza y el de Morado no pudo hacer otro tanto, que lanza no tenía.
  • 43. 43 Perceval o el Caballero Marino Ya clareaba el día cuando el valeroso Perceval llegó al puerto. Los pescadores acababan de amarrar sus barquitos y habían comenzado a descargar el pescado, así que los muelles estaban cubiertos de peces plateados que se debatían en los últimos coletazos de la agonía. El valiente Perceval atravesó a caballo aquel mar plateado y palpitante y llegó hasta el extremo del espigón inspeccionando los barcos que estaban amarrados, pero ninguno le parecía bien. Ya había llegado a la bocana y se había detenido sin saber qué hacer, cuando comprobó que las gaviotas que volaban alto comenzaban a descender hacia el mar y los peces que nadaban en el hondo subían a la superficie; siete barcos que estaban perdidos en tormentas lejanas arribaron al puerto con viento favorable de popa y un pescador llegó diciendo que su mujer, que estaba de parto, había parido sin dolores. Entonces se vio llegar un navío maravilloso que tenía las velas de seda y la jarcia de oro torzal; el marinero que lo guiaba iba cantando un cantar desconocido con una voz tan suave y armoniosa que Perceval comprendió en seguida que aquélla era la causa de tantos prodigios. Descabalgó el caballero al instante y descendió como pudo por la escollera hasta el borde del agua. La borda del navío estaba muy cerca y Perceval pudo comprobar que el maderamen era todo de palo de rosa. —Marinero —exclamó el valiente caballero—, te pido por Dios que me digas ese cantar que sabes. —Señor, yo no digo mi canción sino al que conmigo va y conmigo cruza los mares y arriba a los continentes desconocidos donde los hombres no creen en Dios. —Yo iré contigo —respondió Perceval— y aprenderé esa canción que sólo tú sabes.
  • 44. 44 —Y si la aprendes, señor, serás el patrón de mi barco y yo pondré proa adonde tú me digas. Dicho esto, el Marinero lanza una escala. Muy bien sube el valiente Perceval, trepando por ella como si en su vida hubiera hecho otra cosa. Apenas había pisado el caballero la cubierta, cuando el navío partió con las velas hinchadas por un viento que nadie supo decir si era del sur o del norte. En una hora hizo el barco el camino de siete días y, cuando ya estaba en alta mar y no se divisaba la costa por ningún lado, el Marinero —que todo este tiempo había guardado silencio— tornó a cantar. Su canción era tan dulce que los vientos amainaron de pronto y las olas se quedaron en suspenso, con sus crestas de espuma detenidas como si se hubieran congelado en lo alto de las ondas o como si fueran filigranas de rocalla milagrosamente flotantes. Oíd ahora la canción del Marinero: Por el val de Monasterio. mañanita de san Juan, cabalgaba un caballero en su caballo alazán; los cabellos trae revueltos, la barba sin retajar, llorando de los sus ojos bien oiréis lo que dirá: -Ay, quién tuviera un barquito del que fuera capitán, quién viviera en una torre a las orillas del mar, quién reinara en una isla toda de arena y coral. Sino yo, triste y cuitado, que nací en tierras de pan: mañanita de mañana al campo salgo a cazar; las tierras de este secano todas a mi mando están y el castillo en el que vivo está en medio de un trigal.
  • 45. 45 Cuando lo hubo oído el valiente Perceval, le pareció que la canción estaba hecha para él y deseó vivamente ser él el Caballero Marino y cambiar su enseña por las velas y su lanza por el remo. Cayó en la cuenta de que era la primera vez que navegaba, pues toda su vida había transcurrido en la desolación de los valles verdes —que, tras haber visto el mar, ya le parecía desolado lo que otrora le fue ameno—, y no conocía sino los castillos inexpugnables y los rubios trigales, y su lecho se había asentado siempre en la aspereza de la tierra firme y jamás había dormido en la cuna de un navío suavemente mecido por las olas. Tanto le entristecieron sus reflexiones y tanto dolor le causó no haber disfrutado de aquellos bienes que jamás había añorado antes, que comenzó a cantar la misma canción con acento tan lastimero que el propio Marinero se sorprendió, porque la cantaba como si los versos hubieran salido de su corazón. Cuando hubo terminado de cantar, desaparecieron las estrellas de los cielos y se oscureció el claro de luna. El Marinero soltó el timón y se postró a los pies del noble Perceval. Bien oiréis lo que dijo: —Señor, grande es tu valor por haberme seguido hasta los confines del mar, donde siempre es de noche. Pero mayor aún es la belleza de tu voz y la claridad de tu entendimiento, porque has aprendido en un solo punto el cantar que yo tardé catorce años en aprender. Ea, señor, considérame tu servidor y obra como si tú fueras el patrón de esta nave, que yo te lo prometí y bien que lo has ganado. —Puesto que soy patrón —dijo el caballero Perceval— pondrás proa adonde yo te diga y encaminarás tu barco adonde yo quiera. —Así lo haré, señor —respondió el Marinero—, aunque me costase la vida o aunque me ordenases ir a los bajíos donde los barcos quedan atrapados y no vuelven jamás. —Llévame al castillo de Acabarás, pues allí me manda mi rey, el noble Arturo, a rescatar el Santo Grial. Amargas lágrimas brotaron de los ojos del Marinero y un buen rato estuvo sin poder hablar. Al fin abrió la boca, pero fue para proferir suspiros y para derramar más lágrimas; y como el caballero le pidió que hablase, por fin lo hizo. He aquí lo que dijo:
  • 46. 46 —Señor, mala cosa me pedís, pero yo por fuerza he de cumplírosla. Mal os aconsejó quien os dijo que fueseis al castillo de Acabarás por mar, pues dista de la costa no menos de cien millas. Pero con todo yo haré lo que mandas Y si me falta mar, a fe mía que he de intentar navegar por la tierra. Así lo hizo el Marinero: puso proa a la costa inmediatamente. Siete días con sus noches tardaron en arribar a las costas de Bretaña. Entonces habló el Marinero: —Señor, he aquí las costas de tu dulce país. El castillo de Acabarás se encuentra, como ya te dije, cien millas tierra adentro. Dime si he de echar anclas en un lugar recogido para que desembarques o si, por el contrario, prefieres que encamine mi navío por tierra hasta el mismo foso del castillo, tomando la derrota del Val de la Ceniza. No dudó ni un momento el valeroso Perceval y respondió al punto: —Marinero, mi buen rey Arturo, que Dios guarde, me ordenó llegar al castillo por mar en el más bello navío que encontrar pudiera. Sería un mal nacido si, desoyendo las órdenes de mi rey, desembarcase ahora para llegar al castillo por tierra. Enfila pues con tu navío la derrota del Val de la Ceniza y lleguemos cuanto antes, atravesando valles y cañadas, al castillo de Acabarás. Así lo hizo el Marinero: arremetió con la proa contra el acantilado. Como crujen y se astillan los huesos del guerrero que es derribado en tierra y muerto a golpes de mangual, así crujieron y se astillaron los remos contra las erizadas peñas. Ya había el velero remontado la cornisa rocosa y comenzado a navegar sobre la hierba de los prados que van a morir a las escolleras, cuando el Marinero exclamó: —Caballero y señor mío, tenemos una vía por la parte de popa. —¿Una vía de agua? —preguntó el noble Perceval. —No, señor: una vía de tierra. En efecto, en la madera de la quilla se había abierto una herida por la que entraba a borbotones la tierra negra y fértil de los prados, mezclada con briznas de hierba fresca. Tras las bocanadas de tierra vinieron los aluviones de blancas piedras calizas, que iban inundando la cala en borbollones incontenibles. En el puente de mando, el Marinero pugnaba en vano por enderezar el timón rebelde y roto. Al fin dijo:
  • 47. 47 —¡Señor, nos hundimos! ¡Naufragamos en la fértil tierra de Bretaña! —Si es así —respondió muy serenamente el valeroso Perceval— preparémonos a bien morir. Yo procuraré enfrentarme a la muerte con una dignidad que te sirva de estímulo. Y tú, mi amigo —pues en verdad puedo llamarte amigo, aunque ignoro tu nombre y tu alcuña—, sé también valiente para que yo me conforte con la serenidad de tu buen morir. No habló más el caballero y nada le respondió el Marinero, porque la tierra ya anegaba el barco todo, que flotó a la deriva un momento sobre el humus y después fue a encallar en los acantilados. Aún hoy pueden verlo los navegantes que arriban a las costas de Bretaña por la parte de Bateau.
  • 48. 48
  • 49. 49 La muerte del Caballero de Morado Muy bravamente había luchado el Caballero de Morado, pero al fin yacía en tierra boca arriba y el valiente Pelinor clavaba su rodilla en el pecho del caballero caído, al tiempo que colocaba la punta de su espada sobre su garganta. Allí habló Pelinor, bien oiréis lo que dijo: —Por Dios y por tu vida y por el rey mi señor a quien sirvo y por la dama en quien tengo puestos mis pensamientos, que has de decirme al fin tu nombre y tu alcuña, de dónde vienes y adónde vas, si es que quieres conservar la vida. —Señor —contestó el Caballero de Morado con firmeza—, antes moriría que decirte eso que pides. No me es lícito, por juramento que tengo hecho ante Dios y ante el rey a quien sirvo, decir mi nombre ni mi alcuña, ni de dónde vengo y adónde voy y no te los diría ni a ti, aunque bien conozco quién eres y cuál es la dama a quien sirves. Pero escucha, te recitaré un hermoso cantar que mi madre solía entonar en los días de mi niñez; seguramente te causará gran placer oírlo y es posible que así salve yo mi vida. —Canta cuanto quieras, pero he de advertirte —respondió el noble Pelinor sin quitar su espada del cuello del caballero— que mucho ha de placerme ese canto tuyo para que te perdone la vida y te deje marchar. —Escucha, señor, bien oiréis mi canto y luego me diréis si no es hermoso y si la dama a quien servís no vertería lágrimas al oírlo y al punto os pediría que perdonéis a quien es capaz de narrar tan linda historia; pues si los nobles atenienses, cuando estaban prisioneros de los ciudadanos de Siracusa, ganaban su vida y su libertad recitando las tragedias que habían aprendido en su lejana tierra, tal vez pueda yo hacer lo mismo con esta historia que me sé. Sucedió una vez en la corte del rey
  • 50. 50 de Francia que el emperador, deseando declarar la guerra al rey moro de Aragón, que era enemigo suyo, mandó echar un pregón para que todos los caballeros de su reino, los más fuertes y barraganes que nunca se hayan conocido, acudiesen a defenderlo a él y a la causa de la Cristiandad; juntáronse las cortes y reuniéronse los caballeros armados dispuestos para ir a la guerra. Había allí un caballero muy anciano; en tiempos había servido bien al rey emperador, pero ahora sus fuerzas estaban disminuidas por la vejez y no podía valerse de sus miembros. Tenía este caballero siete hijas jóvenes y hermosas, mas no le había concedido Dios ningún hijo. De que supo que el rey emperador había declarado la guerra al moro, quiso ir en campaña, pero habíale disuadido el propio monarca al ver lo menguado de su fuerza. Lamentóse entonces el anciano caballero de no tener un hijo a quien poder enviar a la guerra por él para que mantuviese en alto sus armas y su apellido: y, desesperado como estaba, comenzó a maldecir a su mujer diciendo: «¡Reventada seas, Alda, por mitad del corazón, que pariste siete hijas y ningún varón!». Allí saltó la más chiquita de sus hijas para decir: «No maldigas tú, mi padre, que a la guerra me iré en hábitos de varón». Respondió el anciano caballero: «¿Y qué harás con tus tetas redonditas? No parecen de varón y algún caballero enemigo ha de sospechar». Y dijo la niña: «Cota de mallas dobles me ha de cubrir las teticas». E insistió el padre: «¿Y tus cabellos largos, que solías peinar al sol? ¡En verdad que no hay varón que los tenga iguales!». Y contestó la doncella muy decidida: «Con cofia de lino y casco de acero me los he de cubrir». Marchóse pues la doncella a la lejana guerra. Ganó siete batallas sin ser descubierta, pero al cabo de las ocho sucedió que se le cayó el casco y se le arrancó la cofia mientras peleaba con un caballero. Y el caballero, al ver las hermosas trenzas cloradas, comprendió que era doncella y no varón con quien estaba luchando. Enamoróse de ella, se hizo cristiano y con ella se casó. —Caballero —exclamó el valiente Pelinor con impaciencia—, no me ha gustado la historia que me contaste. En verdad que no sé cómo has podido pensar que te salvaría la vida esta patraña de viejas. Sin duda la aprendiste de tu abuela mientras vegetabas al calor del hogar una noche de invierno, o tal vez te la contó alguna alcahueta de burdel. ¡Bien está la historia para viejas chochas y doncellas tejedoras, pero avergüenza oírla en boca de un caballero! Pero ea, dime tu nombre y tu alcuña, de dónde vienes y adónde vas y te he de perdonar la vida.
  • 51. 51 —Mi nombre no puedo decírtelo —gimió el Caballero de Morado— pero por Dios te ruego que desates las cintas de mi morrión y me quites la cofia de la cabeza, pues me siento morir de calor. —¡De miedo tal vez sea de lo que mueras! —se burló el bravo Pelinor con dureza—. Pero dime quién eres y yo haré eso que me pides. —Buen caballero, pues que me venciste, llámame si quieres Caballero de Santa Águeda y no me preguntes más, pues más no puedo decirte. Pero desátame, te lo ruego, las cintas de mi casco y quítame la cofia de lino. —Antes has de decirme adónde vas y de dónde vienes, y por Dios que estoy perdiendo la paciencia. Siete veces porfiaron el valiente Pelinor y el Caballero de Santa Águeda en parecidos términos y en el cabo de las ocho Pelinor, airado, hincó su firme espada en el vientre de su vencido enemigo, que ya no podía defenderse. La espada entró bien, hasta la empuñadura, tan fácilmente como si se introdujera en la vaina. Pero no sangró la carne porque una vez el caballero había envainado la espada de Arturo y habían manado de su vientre unas gotas de sangre; y desde entonces sólo sangraba el vientre del caballero en las noches de luna nueva: ¡tal era el poder de la espada del rey! Pelinor hizo entrar su espada en la herida no una, sino varias veces y, cuando hubo terminado, se alzó, se reafirmó las ropas y degolló al caballero con la misma espada. Comenzó entonces a manar sangre en abundancia, las ropas moradas del Caballero de Santa Águeda se oscurecieron y huyó de él la vida. Pelinor volvió a montar, llevándose como prenda la vaina de la espada del caballero muerto. Y allí quedó, sobre el polvo, el pendón morado con el espejo de Venus y el puño que blandía una espada. Y Pelinor no se dignó a desatar las cintas del morrión del Caballero de Morado ni quiso quitarle la cofia, tal como él le había pedido cuando vivía. En verdad obró muy mal en esto.
  • 52. 52
  • 53. 53 La Garganta de los Ecos Aún sentía en sus manos y en su ropa el calor de la sangre del Caballero de Santa Águeda, cuando el Caballero de la Verde Oliva penetró en el desfiladero que llaman Garganta de los Ecos. Es fama que este desfiladero es todo de piedra pulida y de cristal, de forma que ni árboles ni arbustos pueden arraigar en sus paredes. Sólo el agua de las lluvias, filtrándose por las grietas, ha conseguido horadar los macizos muros de mármol y ha excavado cuevas y grutas que se asoman a los farallones como ojos a cuyo fondo nadie ha podido llegar; y algunas veces, en las noches gélidas del invierno, el agua cuaja en cuñas de hielo que resquebrajan las peñas como la rama vieja que se desgaja del árbol. Ni grajo ni paloma torcaz anida en estas murallas de piedra y sólo algunas veces vuelan sobre ellas el águila y el alcotán. Pero su más maravillosa cualidad es la de que por sus paredes resbalen las palabras como resbalan el agua o la nieve y que los sonidos reboten contra sus muros no una, sino mil veces. El graznido de una sola ave se repite fingiendo una bandada de aves y la voz de un hombre se saluda a sí misma como si fuese un ejército. No por otro motivo le llaman la Garganta de los Ecos. Se adentró pues el Caballero de la Verde Oliva por el desfiladero y los cascos de su caballo se multiplicaron de tal forma que pensó que un ejército entero le seguía. Y cuando se volvió para ver la hueste no encontró otra cosa que el sendero estrecho y las pulidas murallas de piedra que le devolvían su imagen difuminada como en un espejo turbio. Y al frente vio, más nítida, su imagen reflejada a la salida del desfiladero: llevaba las mismas ropas verdes y el mismo morrión dorado con penacho de plumas esmeralda y calzaba los mismos guantes color musgo y montaba el mismo caballo blanco con sudaderos y gualdrapas de seda verde; y también sus ropas estaban salpicadas de sangre.
  • 54. 54 Dirigióse el Caballero de la Verde Oliva al trote hacia su imagen y le siguieron por los farallones y por las altas peñas mil caballeros iguales que él, los cascos de cuyos caballos hacían temblar toda la garganta en un estrépito de ecos. Y pronto llegó a la altura del otro Caballero de la Verde Oliva, que estaba detenido en mitad del desfiladero y que dijo: —Dime quién eres. Y los mil caballeros que estaban detenidos en todas las peñas repitieron la pregunta. Y el Caballero de la Verde Oliva, dirigiéndose al Caballero de la Verde Oliva, dijo a coro con los otros mil: —Yo soy el Caballero de la Verde Oliva. Pero éste, mientras mil caballeros le coreaban, ya le había preguntado: —Dime quién eres. Y el otro, secundado por mil caballeros, le contestó: —Soy el Caballero de la Verde Oliva. Y sus palabras se mezclaban de tal forma que ninguno de los Caballeros de la Verde Oliva hubiera sabido distinguir las palabras que había proferido de las que había escuchado. Allí habló uno de los caballeros y dijo al otro: —No has de pasar por este desfiladero, que lleva directamente al castillo de Acabarás, pues mi misión es detenerte como me lo manda mi señor. Y las bocas de las grutas repitieron una y otra vez sus palabras, de manera que cuando llegó al final de la frase aún estaban algunas cuevas diciendo «No has de pasar...»; y ya había terminado el caballero de hablar hacía mucho rato cuando las peñas más rezagadas todavía decían «... me lo manda mi señor». Mas con tanta algarabía y en medio de tantas voces entrecruzadas, lo entendió el Caballero de la Verde Oliva, quien dijo con mil voces escalonadas: —Y yo he de pasar, aunque haya de matarte. —O te mataré yo —respondieron el Caballero de la Verde Oliva y sus mil compañeros de piedra.
  • 55. 55 Aquí habló el otro caballero; bien oiréis lo que dijo y la Garganta de los Ecos estuvo repitiendo largo rato: —En verdad creo que lucho contra mi propia sombra. Pero si mi sombra me desafía no sería honroso que le volviese la espalda: sin duda quedaría como un cobarde si huyese de mí mismo. Y si a mis propias manos he de morir, moriré con honor y nadie podrá decir qué hice con más gallardía: si morir a mis manos o matarme a mí mismo. Así habló y mil voces iguales que la suya respondieron: —Sea como has dicho. Y si te mato, has de saber que no serás el primer barón que muere a mis manos en el día de hoy. Y allí conoció el valiente Caballero de la Verde Oliva que luchaba contra su propia sombra, pues, en efecto, creía haber matado en aquel día a un varón, ya que a sus manos había muerto el Caballero de Santa Águeda. No hablaron más los caballeros, sino que embrazaron sus lanzas y se arremetieron el uno al otro. Y, con la fuerza del golpe y de los mil golpes que siguieron, cada lanza se rompió en dos pedazos, que se convirtieron en dos mil en los espejos de las pulidas rocas. Y una vez perdida la lanza, los caballeros descabalgaron y sus pasos crujieron sobre la grava del sendero como si hubiese una multitud silenciosa. Cada uno blandía mil espadas y cada golpe se repetía mil veces en el eco. Mucho tiempo lucharon con tanta bravura que los golpes se sucedían y las peñas no daban abasto para repetirlos, de forma que a veces el sonido del golpe anterior se quedaba tan rezagado que el ruido del golpe siguiente parecía precederle y era toda la Garganta de los Ecos una algarabía inmensa, como si allí luchasen dos ejércitos. Y por fin el Caballero de la Verde Oliva hirió de muerte al Caballero de la Verde Oliva. Mas no se ensañó con él ni quiso despojarle, sino que, viendo que su herida era tan grave que no podía salvarse, lo montó piadosamente sobre su caballo de gualdrapas dejó partir y él siguió su camino. Y el herido salió del desfiladero, cayó de su bajo la copa de un olivo fue a morir.
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  • 57. 57 En el Castillo de Acabarás El Caballero de la Verde Oliva descabalgó de su caballo de gualdrapas verdes y se sentó a tomar el sol en un poyete que había frente a las puertas del castillo de Acabarás y que en otro tiempo había servido de descanso para los centinelas que hacían la guardia. Era la estación suave y el campo estaba verde y florido, cantaba un jilguero en una oculta rama y una nubecilla blanca recorría despacio el cielo azul empujada por el suave viento que hacía ondear levemente el pendón de la torre del homenaje. El caballero se despojó de sus armas y púsose a descansar apoyado en su poderosa lanza, que el sol hería arrancando de su punta luminosos destellos. Muy pronto las almenas del castillo se llenaron de caras de doncellitas curiosas que miraban a hurtadillas la lanza del caballero; algunas más atrevidas se reían y se daban codazos las unas a las otras, se tapaban con las blancas manitas el congestionado rostro y entreabrían los menudos dedos para mirar entre ellos como a través de la más linda celosía que jamás se haya visto; otras, más inocentes, preguntaban a sus compañeras qué era aquella reluciente y enorme verga que llevaba el caballero desconocido, pues nunca habían visto otra igual ni sabían cuál era su utilidad. En estas palabras estaban las doncellas cuando apareció en un matacán la linda Blancaniña quien, como mayoral que era de todas, se dirigió al caballero diciendo: —Salve, caballero, y en buena hora seas venido. Tu presencia alegra y conforta a damas tan desvalidas y solas como nosotras, que tanto tiempo llevamos sin catar la benefactora presencia de un varón que nos proteja.
  • 58. 58 Mucho nos holgamos de la llegada de un caballero tan bizarro y de tan esforzadas armas y a fe que me llena de alegría la visión de una lanza tan inhiesta como la tuya, que me parece de las mejores y más robustas que he visto; si bien es verdad que, como doncella que soy y poco avezada en las artes de la lucha, no he tenido ocasión de comprobar la fortaleza y el valor de arma ninguna. Pero paréceme que tu lanza ha de cumplir bien su cometido y que ninguna dama a cuyo servicio la pusieres quedaría enojada o poco satisfecha. Mas ea, dinos tu nombre y tu alcuña, para que podamos conocerte. —Señora —dijo el caballero—, mi nombre y mi alcuña poco vienen al caso para lo que entiendo que queréis, pero, si algún nombre habéis de darme, sea el de Caballero de la Verde Oliva, pues así me bautizó mi padrino, si no en la pila, sí en la orden de caballeros. En cuanto a lo que decíais de mi lanza, pronto podréis comprobar cómo es de esforzada y valerosa, si me dais licencia para subir y ponerla a vuestro servicio. Y no sólo al servicio de una sola, sino al servicio de cien y de mil damas la pondría yo gustoso y veríais como no desmayaba. —Si es así, Caballero de la Verde Oliva, sube y no te arrepentirás, pues la lanza ha sido hecha para la lucha como la llave para la cerradura y vergüenza es tener inactivas armas tan valerosas habiendo aún doncellas en el mundo. Dicho esto, Blancaniña abrió de par en par las puertas del castillo y en el patio de armas fuéronse congregando las cien doncellas, que se disputaban el honor de tomar primero las armas del caballero benefactor. Una a una fueron tomando la lanza con sus manos blancas y pulidas y comprobaron cómo era de robusta; y, tras lavársela con agua de azahar y pesársela en un peso de oro en el que arrojó un total de veinte arrobas, le pidieron todas a una voz que les enseñase a embrazarla. A todas fue complaciendo el esforzado caballero sin dar muestra alguna de cansancio o de fastidio; y cuando ya creía haber acabado su tarea, presentóse Blancaniña muy enojada y le echó en cara haberla olvidado y haber atendido los ruegos de todas las doncellas antes de complacerla a ella.
  • 59. 59 —Yo, señora —arguyó el caballero—, no me olvidé de ti. Antes bien, quise guardar para el final el momento de atenderte y declararme rendido servidor tuyo, por mor de tener más largo tiempo para servirte. Pero antes dime cuál es ese plato cuajado de piedras preciosas que allí veo, que desde que entré me roba la mirada y siento que su brillo y resplandor es más vivo que el de la punta de mi lanza. —Ese plato llámase Grial y es fama que por él lucharon y vagaron durante muchos años muchos valerosos caballeros; por él dejaron sus castillos y sus dulces amigas y anduvieron errantes por tierras ajenas; por él fueron encantados, malheridos y muertos; por él perdieron la hacienda, la mujer y la vida; por él se declararon vasallos del noble rey Arturo y lucharon contra otros nobles y valerosos reyes y hasta contra caballeros embrujados; por él, en fin, va andando el mundo y por él se hacen todas las cosas que se hacen. Pero a ti te lo daré como premio si me enseñas cómo embrazar tu lanza, pues entiendo que eres más arrojado que aquellos caballeros que lo perseguían y en el día de hoy has hecho tú mayores proezas que ellos.
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  • 61. 61 El mal encanto No había pasado mucho tiempo desde que el Caballero de la Verde Oliva llegó al castillo de Acabarás, cuando se congregaron ante su señora las cien doncellas. —Señora —dijo una de ellas—, nos ha sucedido una desgracia; alguna mala yerba debimos pisar en uno de nuestros paseos por la campiña, o tal vez bebimos de alguna fuente embrujada. Es fama que esto sucede a veces a las doncellas. Pero he aquí que las cien sufrimos el mismo embrujo y no sabemos qué hacer para contrarrestarlo: cada día que pasa nos aprieta más el corpiño y mucho me temo que acabará por asfixiarnos, si antes no sale alguna cosa. —La misma mala yerba pisé yo —respondió Blancaniña— o quizás bebí de la misma agua, porque se me estrecha el brial de día en día y nada puedo hacer por evitarlo. Preguntemos al valeroso Caballero de la Verde Oliva, que tan a nuestro gusto nos ha servido, pues sin duda él sabrá algo de esto. Allí llamaron al Caballero de la Verde Oliva, que compareció al punto. Iba todo vestido de verde, según era su costumbre, y a todas les pareció muy hermoso. Expúsole Blancaniña lo que había sucedido: cómo habían sido embrujadas sin saber de qué manera y no sabían qué hacer. No respondió en seguida el caballero; antes bien, lloraba tiernamente de los ojos y suspiraba de forma tan lastimera que a todas movía a compasión. Cuando se hubo serenado un tanto, respondió: —Señoras, mala cosa es ésa que decís. Mucho me temo que sea yo el culpable de vuestro embrujo. Algún mal mago o alguna meiga malvada hizo caer esta desgracia sobre mí, pues a decir verdad nunca puse mi lanza al servicio de una dama, que no le pasase esto al poco de yo servirla: perder el color de la cara y estrechársele el brial día por día.
  • 62. 62 Pero vosotras me pedisteis que pusiese mi lanza a vuestro servicio y yo no pude resistirme, pues al fin soy caballero y hubiera hecho muy mal si me negase. —¡Caballero! —exclamó Blancaniña muy airada—, en verdad hiciste muy mal en no advertirnos, pues tal vez hubiéramos podido poner algún remedio. Debiste decirnos cuál era el encanto de tu lanza, para que así supiésemos el peligro que corríamos. Pero dejémonos de lamentaciones, pues el mal ya está hecho. He aquí que tienes a ciento y una doncellas embrujadas por tu virtud y algo has de hacer, pues no sería justo abandonar ahora a quienes te comprometiste a proteger. —Señoras —contestó el Caballero de la Verde Oliva con lágrimas en los ojos—, no veo otra solución sino casarme con todas vosotras; tal vez así el encanto, si no desaparece, sea más llevadero. Mas sucede que nunca podré casarme con todas viviendo en tierra de cristianos: la Doctrina manda que un hombre tenga una sola esposa. Pero no ocurre así en tierras de gentiles; es fama que los otomanos de la Turquía pueden tener hasta cien mujeres y entre cien bien pienso que pueda camuflarse una. Vosotras sois ciento y una. Ea, armemos un navío y partamos para tierra de moros y allí yo he de casarme con todas para que este encanto nos sea a todos más llevadero. Todas respondieron a una voz: «Sea como has dicho». Así hablan y se ponen todas manos a la obra: toman sus ropas y sus joyas, sus afeites y sus perfumes, sus altos chapines de corcho y las camisas de fino cendal y los colocan en cofres a lomos de mulas. Toman también vinos exquisitos, pan, quesos y cecinas, mojamas y salazones, galleta y todas las viandas necesarias para un largo viaje, y las cargan en carros tirados por bueyes. Entre los sacos de harina colocan el Grial; en verdad nadie podría suponer dónde se esconde. Emprenden caravana hacia la costa y, cuando llegan a la orilla del mar, compran el más bello barco que encuentran pagando su precio en clavo y canela y en dorado azafrán. Pronto suben al barco, en seguida la bodega se llena con tan valiosa carga. Y se hacen a la mar camino de Turquía: ¡triste estaría Arturo si supiera que el Grial se dirige hacia tierra de infieles!