El documento relata el martirio de Policarpo, obispo de Esmirna en el siglo II d.C. Fue arrestado y llevado ante el procónsul, quien le pidió renegar de su fe cristiana. Policarpo se negó y fue condenado a morir en la hoguera. A pesar del intenso dolor, oró agradeciendo a Dios por contarlo entre los mártires. Finalmente murió apuñalado cuando las llamas no lograban consumir su cuerpo. Su ejemplo inspiró a los primeros cristian
1. 1
El martirio de Policarpo
Los cristianos de los primeros siglos debieron enfrentar sangrientas y crueles
persecuciones. La entrega al Señor y la profunda fe impidieron que el falso poder humano
pudiera derrotar el crecimiento de la iglesia.
La persecución contra los cristianos alcanzo una crueldad sin límites en el Asia
Menor, donde, entre otros muchos, padeció el martirio el venerable Policarpo.
Hay una carta circular, escrita por la iglesia de Esmirna, que ha conservado la
relación de aquel suceso. Por su importancia, la reproducimos casi por entero.
En la carta se comenta los tormentos que sufrían los cristianos de aquella
región, señalando específicamente el entusiasmo y el calor demostrado por un
tal Germánico, quien, una vez, arrojado a las fieras, en ves de temblar ante ellas,
las excitaba. La multitud se maravillaba del valor de los cristianos, sin que por
eso los mirara con más simpatía. Al contrario; la entereza de Germánico excito
de tal modo a la muchedumbre que, en el colmo de su furor gritaba: “¡matad a
los ateos! ¡Que traigan a Policarpo!”
Al principio, Policarpo se había propuesto no salir de la ciudad; pero, cediendo
por sus amigos, salió por fin al campo, donde perseveraba en la oración. Tres
días antes de ser preso, tuvo una visión: la almohada donde apoyaba su cabeza,
la vio rodeada de llamas, voy a ser quemado por Jesucristo, dijo proféticamente
a los que se encontraban en su compañía. Uno de sus criados que había sido
preso, no pudiendo soportar la tortura, denuncio a Policarpo, quien avisado
oportunamente, desdeño la ocasión que se le ofrecía huir, contestando a los que
le suplicaban: ¡cúmplase la voluntad de Dios! Cuando le avisaron de la llegada
de sus perseguidores, bajo de la cámara alta y se les ordeno que les diera de
comer, al par que suplicaba a sus enemigos que le concedieran un momento
para congregarse a la oración. En sus ruegos, acordóse de todas las personas
que había conocido, grandes y pequeños, dignos e indignos, y oró por la iglesia
esparcida por todo el mundo. Así permaneció por más de dos horas,con tal
unción, que los que avían ido a prenderle lamentábanse de la suerte de un
hombre tan piadoso y tan vulnerable.
Después, fue llevado a la ciudad, montando en un borrico. Antes de llegar a ella,
encontraron al primer magistrado que acompañaba su padre y, colándolo en su
carruaje, procuraron hacerle vacilar la fe.
2. 2
-vamos – le decían- ¿Qué mal puede venirte si te decides a sacrificar, pronunciando
sencillamente estas palabras: señor Cesar?
A pesar de aquella insistencia, Policarpo permaneció silencioso, hasta que a los
ruegos de sus acompañantes, replico: Nunca seguiré vuestro consejo. Ellos.
Enojados, le injuriaron y le arrojaron del carro con tanta violencia, que se
produjo una dislocación en un pie. Impasible ante el mal que le quejaba, hostigo
a su cabalgadura a llegar cuanto antes a la ciudad.
Ya en el circo, miro resignado aquella multitud que lo llenaba, ávida de la
sangre del varón ferviente. Mientras entraba- añade la carta-, oyóse una vos del
cielo, que decía: ¡esfuérzate, Policarpo, ten valor! Al tiempo que la
muchedumbre daba gritos ensordecedores, al verlo en la pista.
Conducido a la presencia del Procónsul pregunto este:
-¿Eres tu Policarpo?
-Si, contesto
-Pues jura por la fortuna de Cesar. ¡Arrepiéntete y di que los ateos sean
cercenados de este mundo!
Policarpo, volviéndose gravemente hacia la multitud que le rodeaba y
señalándola con la mano, mirando al cielo, gimió diciéndole:
-Si, ¡que los ateos sean cercenados de este mundo!
-Jura por la fortuna de Cesar –añadió el procónsul-, maldice a Cristo, y te
devuelvo a la libertad.
-Hace ochenta y seis años que le sirvo y no me hizo ningún daño, ¿como podre
maldecir a mi Rey y Salvador? Ya que parecéis ignorar quien soy, os diré con
franqueza que soy cristiano, indicadme el día, y yo os lo diré.
-Dirigíos al pueblo
-yo he aprendido a honrar los poderes establecidos por Dios, motivo que me
obliga a responderos; en cuanto al pueblo, no lo considero digno de que oiga mi
defensa.
-Tenemos las fieras, a las que os echare si nos os arrepentís.
3. 3
-Haced lo que queráis; no es posible abandonar el bien para abrasar el mal.
-Ya que no teméis a las fieras, seréis quemado vivo, si no os arrepentís
-El fuego a que me condenáis llamea un instante; después se extingue, y es
preciso saber que hay otro fuego que no se extinguirá nunca, reservado en el
último juicio para los impíos. ¿Qué esperáis? Realizad en mí vuestro propósito.
El procónsul ordeno, desde luego, que un heraldo lo condujera e medio del
circo y anunciara por tres veces que Policarpo había confesado que era
cristiano.
Furiosa la muchedumbre, daba gritos, diciéndole: ¡Este es el doctor del Asia,
el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses! Seguidamente,
llamaron al asiarca (el presidente de los juegos), pidiéndole que lanzara un
león a Policarpo. El asiarca negóse a ello, alegando que había concluido la
temporada de los juegos. Entonces todo el pueblo dio voces, diciendo:
¡quemadle! ¡Quemadle!
La multitud lo arrojó a la calle, buscando las tiendas donde vendieran maderas,
y en los baños, haces de leña. Los judíos se mostraron lo más ardientes: la
hoguera quedo formada en pocos instantes.
Policarpo se quito los vestidos, desabrocho su cinto y, como quisieran sujetarle
con clavos al madero, dijóles: Dejadme, que aquel que me da las fuerzas
para resistir al fuego me las dará también para que inmóvil me consuma
la hoguera. Entonces lo ataron con soga y Policarpo, dirigiendo la mirada al
cielo, oro:
Señor, Dios Todopoderoso, Padre de Jesucristo, tu Hijo amado, y bendito,
por quien hemos recibido la aventura de conocerte, te doy gracias porque
me has juzgado digno de este día y de esta hora, contándome el numero
de los mártires y haciendo que participe con ellos del cáliz de Jesucristo,
para resucitar alma y cuerpo a la vida eterna y gozar de la
incorruptibilidad por tu Santo Espíritu. ¡Pueda yo ser recibido hoy en
medio de tus elegidos como victima agradable! ¡Oh, Dios verdadero y fiel!
Como lo habías preparado y manifestado de antemano, así lo has
cumplido. Yo te alabo, ¡Oh Dios! Por todas estas cosas; te bendigo, te
glorifico al par que Jesucristo, tu eterno hijo, divino y amado, el cual,
como a Ti y al Espíritu Santo, sea la gloria desde ahora y para siempre.
4. 4
Encendida la hoguera se levanto una gigante llamarada que formo alrededor
del cuerpo del mártir como una bóveda, parecida a la vela hinchada de un
buque, semejante al oro o plata que brilla en el crisol, al mismo tiempo que al
cuerpo de aquel sufrido mártir descendía un olor a incienso, mezclado con
perfumes deliciosos.
Uno de los verdugos, viendo que el fuego no llegaba a él. Se acercó y le atravesó
con una espada. De la herida manaba sangre, con tal abundancia que apago el
fuego. Los fieles procuraron recoger su cuerpo, pero los judíos que avían
adivinado su deseo, pidieron al gobernador que no lo permitiera. Tal vez
–decían- olviden al crucificado para adorar a Policarpo.
¡Como si fuera posible –añaden los autores de la carta- abandonar a Cristo, que
sufrió la redención del mundo entero, para adorar a otro! Nosotros, adoramos a
Cristo: en cuanto a los mártires, solamente los rodeamos de nuestro respetuoso
amor, porque han sido los imitadores del salvador y de sus discípulos.
Y termina la carta diciendo que los fieles recogieron sus calcinados huesos, de
mas valor para ellos, que “las alhajas mas preciosas y que el oro mas puro”:
“Los colocamos en un sitio a donde pudiéramos llegar, con el permiso de Dios, y
celebrar con alegría el aniversario de su martirio”. Permítasenos producir las
notables reflexiones que el deán Milman hizo al relato que acabamos de leer:
“Toda esta relación lleva impreso el sello de la verdad. La actitud prudente al
par que resuelta del anciano obispo, el furor del populacho, los judíos,
aprovechando la ocasión de manifestar su odio, siempre vivo, al nombre
cristiano, todo esta descrito con sencillez y naturalidad. Lo maravilloso de la
carta no puede sorprendernos. La exaltada imaginación de los espectadores
cristianos transformar en milagro cualquier incidente. La voz del cielo, que
solo fieles pueden percibir, la llama de hoguera, con tan poco tiempo
preparada, formado una bóveda sobre le cuerpo indemne, el olor, suave,
producido probablemente por los haces de plantas aromáticas sacadas de las
casas de los baños públicos, que se destinaban para calentar los baños de los
ricos, la efusión de su sangre, en fin, todo ello podía asombrarles a causa de la
decrepitud de un anciano que tendría lo menos cien años de edad. Hasta la
visión pudo presentarse a su espíritu en una tan peligrosa crisis”. De Policarpo
ha quedado su Epístola a los filipenses, en la cual habla del apóstol pablo:
“Cuando estaba entre vosotros, os enseñaba, fiel y contentamente, la palabra de
5. 5
verdad. Cuando estuve lejos de vosotros, os escribí una carta. Si queréis
edificaros en la fe, la esperanza y la caridad, estudiadla con cuidado”
Su epístola se compone, casi enteramente, de citas bíblicas y referencias a
pasajes de Pablo, pues compone que los filipenses conocían las Escrituras.
Andamos que Policarpo no escribió solo su nombre, sino también en el de los
presbíteros y ancianos que estaban con el.
Debido a su larga vida, Policarpo es, de alguna manera, el lazo que une la época
apostólica con el siglo III. Uno de sus discípulos, Ireneo, obispo de Sion, viva aun
en el año 202. En una carta al final de su vida, donde cuenta los recuerdos de su
infancia –mas frescos en su memoria que muchos suceso mas recientes, según
dice- , Ireneo da de su reverenciado maestro los detalles siguientes: “Yo podría
indicar el sitio donde el bienaventurado Policarpo tenia la costumbre de sentarse
a hablar… Me acuerdo de ese humor, de sus ademanes, de su talle. Podría repetir
sus discursos y, ordinariamente, lo que contaba con sus relaciones familiares con
Juan y con otro que avía encontrado al señor. De que modo repetía sus discursos
y hablar de los milagros de Cristo y de su doctrina, como se lo habían contado los
que lo habían visto. Todo los que nos decía de estas cosas estaba de acuerdo con
lo que leemos en las Escrituras. Por la gracia de Dios, escuche con mucha atención
–anotando cada detalle, no en el papel, sino en mi propio corazón-, lo que
refresco a menudo el recuerdo de mi juventud”
Tomado del libro de Historia de la iglesia primitiva, desde el siglo I hasta la
muerte de Constantino, E. Backhouse y C. Tyler.