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Instrumentos de martirio Iglesia de los Santos en Nantes i
______ n »-f* a r'i i < g a « a M !
D I A 24 D E M A Y O
SANTOS DONACIANO Y ROQACIANO
AS Actas del martirio de los dos hermanos Santos Donaciano y Ro-
gaciano, llamados los «Niños de Nantes», del lugar de su nacimien-
to, que lo fué también de su gloriosa muerte, son de reconocida
autenticidad en todos sus detalles, y de ellas se han hecho varias
ediciones. Pero nada nos dicen sobre la fecha exacta en que estos valientes
soldados de Cristo vertieron su sangre por la fe.
Sin embargo, como los habitantes de Nantes, que los han elegido por
patronos y que parecen los más directamente interesados en esta cuestión,
celebraron el X V I centenario de su martirio con solemnísimas fiestas desde
el 19 al 21 de octubre de 1889, daremos como bueno el año 289 de la era
cristiana.
Al subir Diocleciano al trono imperial se propuso dar al Imperio un es-
plendor extraordinario. Al efecto, en 285 compartió el poder con Maxi-
miano Hércules, confiriéndole el título de Augusto y el gobierno de las pro-
vincias occidentales, con capital en Milán; mientras él gobernaba el Oriente
desde Nicomedia. Diocleciano no tenía odio a los cristianos: los había en
su mismo palacio. Los historiadores nos dicen que varios parientes suyos
H ERM ANOS M A R TIR E S ( ¡- 288 ó 289?)
eran cristianos, y que el papa San Cayo era su primo. Maximiano, en cam-
bio, los odiaba sobremanera y no cesó de perseguirlos y maltratarlos en
Occidente. Así fué que mientras la Iglesia de Oriente disfrutaba de paz y
aun hacía conquistas, la de Occidente registraba todos los días nombres de
nuevos confesores de la fe.
Desde los primeros años de su reinado, Maximiano envió a ¡as Gaiias un
ministro cruel con orden de degollar a cuantos se negasen a ot/ecer incienso
a Júpiter y Apolo. Muchas eran las víctimas preparadas para el sacrificio.
DESENGAÑADO DEL PAGANISMO. — SU CONVERSIÓN
A
L anuncio de la llegada del cruel gobernador, muchos temblaban de
espanto; sólo un joven cristiano de Nantes declaró su alegría por la
ocasión que se le brindaba de derramar su sangre por Cristo. Era
Donaciano, descendiente de una de las más ilustres familias de la ciudad.
La muerte que se sufre por Dios es tan santa y tan gloriosa, que sus valien-
tes servidores, lejos de temerla, la desean cono una gracia extraordinaria.
Donaciano era de nobilísima familia, pero esta gloria la tenía en nada,
por no haber recibido aún la gracia de la fe. En efecto, los padres de
Donaciano eran idólatras, y él mismo había sido educado en los groseros
errores del paganismo; era aficionado al circo y a los juegos, y su natural
fogoso le llevó a tomar parte en los sangrientes combates del anfiteatro.
Pero Dios tenía puestos los ojos sobre este joven; la gracia divina iba
penetrando poco a poco en su alma a medida que crecía en edad. Pronto
empezó a comprender Donaciano lo inhuman» de sus juegos favoritos, en
los que corría a torrentes la sangre humana. Veía con dolor en el paganismo
muchas traiciones y engaños, bajas adulaciones, tristezas que nadie podía
consolar; por el contrario, veía a los cristianos llenos de inagotable caridad,
intrépidos ante la muerte, alegres en las torturas, y veía a sus sacerdotes ad-
mirables para su alma, amiga de la virtud. Sus ojos entreabiertos a la luz
de la fe, vislumbraban ya grandezas y hermosuras muy superiores a las
bellezas y excelsitudes humanas.
Donaciano se iba aproximando a los cristianos, cada día más resuelto
a alistarse en sus filas. Por de pronto, no iba ya a los sacrificios paganos,
ni a los teatros y grandes festines; abandonó la compañía de los peligrosos
aduladores que le asediaban por doquier. En fin, rotos los lazos que le
unían al paganismo, abrazó, tras poco tiempe, la verdadera fe.
La mudanza tuvo gran resonancia. Los paganos no comprendían cómo,
en la flor de la edad, el heredero de una gran fortuna despreciase honores,
dignidades y riquezas, para exponerse a una nuerte cierta, haciéndose adepto
ile la religión de Cristo. Preguntábanse qué atractivos tan poderosos habría
para que su corazón se hubiera entregado a los encantos de una religión
aborrecida por los voluptuosos. Despreció Donaciano todas las frivolas con-
sideraciones mundanas y no se dejó intimidar por los tormentos que tal vez
tendría que sufrir. Deseoso de entregarse por entero a Jesús de Nazaret. fué
a presentarse a los sacerdotes de los cristianos para alistarse como cate-
cúmeno. Muy pronto se halló preparado para recibir las aguas regenerado-
ras del Bautismo, que habían de abrirle las puertas de la gloria y hacerle
heredero del reino celestial.
Por fin, el sacerdote admite a Donaciano al Bautismo. El nuevo cris-
tiano. que ha escogido al Señor por herencia, siente ya los efectos de la
misericordia divina; su alma se ve inundada de sobrehumana alegría. Falta,
sin embargo, algo para completar su dicha: Rogaciano no está a su lado;
el demonio le tiene aún bajo su imperio.
A Dios gracias, también esta presa iba muy pronto a serle arrebatada,
pues Rogaciano sentía ya hastío del paganismo; veía lo inútil y necio que
era el culto a Júpiter y Apolo; su alma no hallaba reposo ni paz y, sin ver
aún claramente la luz de la verdad, envidiaba la dicha de su hermano.
Dios recompensó esa envidia santa, y, por las oraciones de Donaciano,
la gracia divina inundó el corazón del que deseaba llegar al conocimiento
y amor de su Criador.
ONACIANO se ofreció a ser su catequista, resuelto además a no
cejar en el empeño hasta atraerle a la religión cristiana.
Rogaciano, aunque era el primogénito, escuchaba con gran atención
las lecciones de su hermano menor, que con celo y amor procuraba instruir-
le en las verdades de la religión del Crucificado. En breve tuvo el consuelo
de ver que su discípulo abría los ojos a la verdad, y se lamentaba honda-
mente de haber conocido tan tarde la belleza siempre antigua y siem-
pre nueva.
Por fin, un día le abrió el corazón y le dijo: «Donaciano, desde ahora
soy tu hermano según la fe y la gracia, como lo soy según la naturaleza».
Con qué alegría le hizo inscribir en la lista de los catecúmenos que se pre-
paraban para recibir el Bautismo.
LAS PRIMICIAS DE UN APOSTOLADO
MENSAJEROS DE LA BUENA NUEVA
A
PENAS convertido. Rogaciano se hizo también apóstol. Recibía las
instrucciones del sacerdote y con fervor las repetía a los otros para
atraer a Jesucristo las almas de los que habían sido sus compañeros
en el error. Ya se oían rumores de persecución contra los cristianos; pero
sólo un temor le asaltaba: no haber recibido la gracia bautismal que rege-
nera y fortalece.
Bajo esta aprensión se disimulaba una ten'.ación del enemigo, que Roga-
ciano logró vencer en uno de sus santos y duices coloquios con su hermano.
Mutuamente sostenidos en la fe, ambos jóvenes cristianos comparecían, de-
cididos, en público para anunciar a Jesucristc a cuantos quisieran escuchar-
los. Demostraban la vanidad e impotencia de los ídolos, que no podían
tomar venganza, y la necedad de ofrecer sacrificios a unos dioses de piedra
sin alma y sin vida e inferiores a los mismos vegetales y animales. Estos
discursos llenos de fuego, arrebataban a la nultitud y la llenaban de admi-
ración, y muchos paganos se convertían ante las persuasivas razones de
los dos jóvenes apóstoles.
Los dos hermanos trabajaban incesantemente, y además de predicar en
público a la muchedumbre, lo hacían privadamente para obtener la con-
versión de sus amigos. El perfume de sus virtudes, su trato afable y su
caridad sin límites, cautivaban todos los coiazones, y lograban, con la gra-
cia de Dios, conquistas consoladoras más por el efecto de sus oraciones
que por su elocuencia.
DONACIANO Y ROGACIANO, SON DENUNCIADOS
E
L comisario especial nombrado por ú emperador iba camino de la
ciudad, esparciendo por todas partes el terror. Créese que era Riccio-
varo, famoso por sus crueldades con los cristianos de la Galia y Bél-
gica. Al saber su entrada en Nantes, sali» el pueblo a su encuentro para
honrar al enviado del emperador. Pidióle al mismo tiempo víctimas para
sus juegos; víctimas que eran... los cristianos. «¡Mueran los cristianos...!»,
fué el grito del populacho, sediento de sangre y de venganza. En medio del
tumulto un pagano se acercó a Ricciovaro para señalar las primeras víctimas.
«Justo juez — le dijo doblando la rodilla— ; llegáis oportunamente para
traer al culto de los dioses a los que de él se han apartado para entregarse
al amor de un hombre a quien los judíos hicieron morir en ignominiosa
cruz. Sabed, pues, que Donaciano es discípulo de esta secta, y que debéis
P
ERSEVERAN ambos hermanos durante toda la noche en ora-
ción, preparándose para la lucha del día siguiente. E n efecto,
de madrugada los sacan cargados de cadenas como están, tras breve
interrogatorio, los atraviesan con lanzas el cuello y, finalmente,
les cortan la cabeza.
proceder con él rigurosamente. No sólo ha abandonado el culto que debe
a los dioses soberanos, mas, por la tenacidad de sus vanos discursos, ha
seducido a su hermano; en forma que ambos desprecian con obstinación
a los dioses inmortales, a quienes los emperadores invencibles adoran y
desean ver venerados por todos sus súbditos. La propia confesión de los
dos hermanos os convencerá, cuando os plazca interrogarlos, de que nues-
tra acusación no es falsa.»
El lugarteniente de Maximiano contaba poder saciar su cólera presen-
ciando con sus ojos los sangrientos espectáculos. El pueblo le vitoreaba
y pedía la muerte de los cristianos. Al momento envió sus satélites con
orden de traer a Donaciano ante el tribunal. No se ocultó Donaciano, y el
domicilio de su noble familia era bien conocido de todos. Los soldados
volvieron muy pronto con la presa ante la multitud impaciente y ávida
de sangre.
INTERROGATORIO DE SAN DONACIANO
C
OMPARECIÓ Donaciano solo ante el comisario especial, que había
querido quitarle hasta el consuelo supremo de verse confortado por
la presencia de un compañero de sufrimientos. Ricciovaro esperaba
intimidar a esta gran alma con la contemplación de la muchedumbre que
pedía su sangre. Los instrumentos del suplicio rodeaban el tribunal; todo res-
piraba muerte. Pero nada fué capaz de turbar la calma del mártir; confiaba
en la gracia de Dios Todopoderoso, que vendría en su ayuda en el combate
que libraba por su amor; y en el fondo de su corazón invocaba con gran
fervor a su celestial Rey, dichoso de ofrecerle su vida cual soldado bue-
no y fiel.
— Donaciano —le dijo el juez— , no sólo rehúsas con desobediencia cri-
minal adorar a Júpiter y Apolo, de los que hemos recibido la vida y su con-
servación, sino que parece que llegas a deshonrarlos con discursos injuriosos
y, con una pretensión extravagante, publicas que nadie puede salvarse si
no cree en la muerte de un hombre que ha sido castigado con el suplicio
de la cruz, a cuyo culto tratas de convertir a todos.
— A pesar tuyo, dices la verdad —respondió Donaciano— : todo mi deseo
es llevar a Cristo, maestro universal, a este pueblo que vosotros conducís
por los caminos del error.
Y, desafiando el furor del prefecto, se vuelve a la muchedumbre que se
estrecha alrededor del tribunal, y predica con fuerza y claridad la doctrina
cristiana. En vano el gobernador, irritado, le amenaza con muerte inminente
si no cesa en semejantes discursos. Donaciano desprecia esas amenazas y
continúa demostrando al pueblo, que le escuchaba atento y admirado, la
vanidad de sus ídolos y la grandeza del Dios de los cristianos.
Fué para la fe un triunfo tan grande, que el mismo juez, temiendo que
sobrevinieran numerosas conversiones, dió orden de arrojar al Santo en un
oscuro calabozo, cargado de pesadas cadenas. Luego hizo comparecer a su
hermano Rogaciano.
ROGACIANO, ANTE EL TRIBUNAL
R
OGACIANO no había recibido aún la gracia del Bautismo, pero había
rogado con fervor, y su súplica, penetrando el Cielo, le había obtenido
la fuerza del Todopoderoso. Su amor a Jesucristo era tan grande y
sincero, que estaba decidido a sufrir mil muertes antes que abandonarle en
el momento del combate y de la victoria. Los soldados le apresaron y con-
dujeron a la plaza ante ol juez ya irritado contra su hermano.
Disimulando su odio y su cólera, Ricciovaro le dispensó una paternal aco-
gida, e intentó ganarle por la suavidad y las lisonjas:
— He sido informado — Ic dijo— de que quieres abandonar inconsiderada-
mente el culto de nuestros dioses inmortales que te han dado la vida y
adornado tu espíritu con la sabiduría y con grandes conocimientos; lástima
me da ver que tantas prendas y dotes como tienes no te hayan impedido
perder el juicio. Ten muy presente que, al no querer confesar más que a un
solo Dios, te atraerás la cólera de los otros dioses. En fin, como aun no has
sido infectado con no sé qué bautismo de los cristianos, te ruego, por tu
bien, que no sigas obstinado en profesar esa proscrita religión. De este modo
conservarás todo lo que !a clemencia del emperador y la bondad de los dioses
te han dado, salvarás tu vida, y verás aumentadas tus riquezas y dignidades.
Rogaciano, lleno del espíritu de Dios, cortó el vano discurso del prefec-
to dicicndole:
—No me admira que antepongas la clemencia del emperador a la bon-
dad de los dioses. Todo está pervertido, en tu espíritu, aunque en cierto
modo tienes razón al dar la preferencia a seres vivos, que valen más que
los dioses de piedra o bronce; pero al adorarlos os hacéis semejantes a vues-
tros ídolos, pues si vuestros dioses de piedra no tienen alma ni vida, los
que los adoráis perderéis la inteligencia y el sentido común.
Rogaciano, pues, estaba tan inquebrantable en la fe, como su hermano.
Jesucristo hablaba por su boca, y ponía en su alma una fuerza divina con-
tra los tormentos, la adulación y todas las asechanzas del infierno.
('emprendió el juez que era inútil insistir más con palabras, e hizo arro-
jar al confesor de la fe en el calabozo donde estaba encadenado su hermano.
«Mañana — pensaba el tirano— , los tormentos doblegarán la firmeza de ambos
o castigaré su desobediencia con una muerte fulminante». Y mientras llegaba
la hora de poner en ejecución sus planes, fuése a presidir una fiesta, dejando
que sus inocentes víctimas sufriesen las torturas de grillos y cadenas.
PRISIÓN. — MARTIRIO DE LOS DOS HERMANOS
E
N tanto que el prefecto recibía con orgullo los aplausos de la muche-
dumbre aduladora, ¡cuán tierna y sublime era la entrevista de los dos
hermanos en el calabozo! Se abrazaron con efusión después del primer
combate del que ambos habían salido vencedores. Dieron rendidas gracias
a Dios por haberles concedido el favor de reunirse, y poder así consolarse
y fortalecerse mutuamente. Juzgábanse felices de haber sido dignos de sufrir
por Jesucristo, y suplicaban a los santos ángeles que les ayudasen en las
próximas luchas contra el poder de las tinieblas.
Sin embargo, una cosa afligía el corazón de Rogaciano: no haber recibido
aún el Bautismo. Donaciano, que le consolaba y aseguraba que el martirio
le abriría el cielo, hizo en alta voz esta oración: «Señor, Tú que ves en los
deseos sinceros el mérito de la acción, cuando la impotencia absoluta im-
pide los efectos de una voluntad que te está enteramente consagrada, haz
que la fe pura de mi hermano Rogaciano le sirva de Bautismo, y, si mañana
la espada del verdugo pone fin a nuestra vida, sírvale su sangre de Con-
firmación».
Luego los dos ofrecieron generosamente su vida al Señor; parecíales que
la tierra ya no existía para ellos y que sólo un frágil velo que rasgarían
con la muerte, los separaba del cielo. Así pasaron la noche en piadosos
ejercicios y en santos coloquios.
Al día siguiente los soldados los condujeron ante el tirano. Los dos jó-
venes cristianos caminaban gozosos y firmes en la fe, aunque a paso lento
por causa de las pesadas cadenas que habían de arrastrar; sus rostros res-
plandecían como el sol, y dejaban entrever indecible alegría y tierna con-
fianza. Atravesaron la plaza, llena de público, y llegaron ante el tribunal
en que se sentaba Ricciovaro.
— He usado de moderación con vosotros hasta ahora, y os he dirigido
blandas palabras — les dijo el magistrado pagano— , mas es tiempo de que
caiga sobre vosotros todo el rigor de la ley, porque menospreciáis el culto
de los dioses inmortales, por ignorancia, o, lo que es peor, aun, porque tra-
bajáis por destruirlo creyéndoos más instruidos que nosotros.
Los mártires respondieron a una:
—Nos acusas de ignorancia; y ¿cuál es, pues, la ciencia de que hacéis
alarde adorando neciamente a dioses insensibles y sin vida como el metal
ilo que están fabricados? Por lo que toca a nosotros, dispuestos estamos
a sufrir por Jesucristo cuantos tormentos puedan inventar tu crueldad y
(lis verdugos. Nuestra vida nada pierde al ser entregada a su divino Autor,
ya que la recobraremos mil veces más bella en los esplendores del cielo que
nos espera.
Lleno de cólera el juez, ordena a los verdugos que aten en el potro a
las dos inocentes víctimas; sus miembros son desgarrados y rotos, con tor-
mentos indecibles; mas la virtud de Dios los sostiene y conforta, y sus
almas permanecen invencibles; lejos de apostatar no dejan escapar ni una
sola queja, y Jesucristo queda victorioso en sus siervos.
Viendo el prefecto la constancia de los dos hermanos, pronuncia la sen-
tencia de muerte contra ellos. Condúcenlos al lugar del suplicio, y el verdugo,
fiel imitador de la crueldad dé su amo, traspasa con una lanza la garganta
de sus victimas, sin que este tormento hubiera sido ordenado, y les corta
luego la cabeza de un hachazo. Este martirio tuvo lugar el 24 de mayo.
Convertida al cristianismo la ciudad de Nantes, no se olvidó de sus
mártires. Se construyó una iglesia en su honor y fueron designados patronos
de la ciudad. San Gregorio de Tours nos dice que cuando Clodoveo era aún
pagano, puso sitio a Nantes, estableciendo un cerco estrechísimo, pues es-
taba decidido a conquistarla. A los dos meses, todavía resistían sus habitantes
a las poderosas armas del rey de los francos; iban por fin a sucumbir sin
esperanza de socorro humano. En aquel trance, acudieron al Cielo por in-
tercesión de sus santos Patronos. Toda la ciudad rezaba fervorosamente.
Al día siguiente debía entregarse.
Sucedió, pues, que durante la noche las puertas de la basílica de los
Santos Donaciano y Rogaciano se abrieron y unos personajes vestidos de
blanco, cirio en mano, salieron del recinto sagrado.
El mismo suceso misterioso se repite poco después en la iglesia de San
Similiano, saliendo análogo cortejo. Ambos grupos marchan en procesión;
se juntan, se dan un saludo afectuoso y, cayendo de rodillas, se ponen a
rezar; luego vuelven en el mismo orden, desapareciendo la visión a medida
que entran en sus respectivas iglesias. Con esto, el enemigo huyó despavorido
en el más completo desorden y con tal rapidez, que al amanecer todos los
sitiadores habían desaparecido, con gran regocijo para la ciudad de Nantes.

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  • 1. Instrumentos de martirio Iglesia de los Santos en Nantes i ______ n »-f* a r'i i < g a « a M ! D I A 24 D E M A Y O SANTOS DONACIANO Y ROQACIANO AS Actas del martirio de los dos hermanos Santos Donaciano y Ro- gaciano, llamados los «Niños de Nantes», del lugar de su nacimien- to, que lo fué también de su gloriosa muerte, son de reconocida autenticidad en todos sus detalles, y de ellas se han hecho varias ediciones. Pero nada nos dicen sobre la fecha exacta en que estos valientes soldados de Cristo vertieron su sangre por la fe. Sin embargo, como los habitantes de Nantes, que los han elegido por patronos y que parecen los más directamente interesados en esta cuestión, celebraron el X V I centenario de su martirio con solemnísimas fiestas desde el 19 al 21 de octubre de 1889, daremos como bueno el año 289 de la era cristiana. Al subir Diocleciano al trono imperial se propuso dar al Imperio un es- plendor extraordinario. Al efecto, en 285 compartió el poder con Maxi- miano Hércules, confiriéndole el título de Augusto y el gobierno de las pro- vincias occidentales, con capital en Milán; mientras él gobernaba el Oriente desde Nicomedia. Diocleciano no tenía odio a los cristianos: los había en su mismo palacio. Los historiadores nos dicen que varios parientes suyos H ERM ANOS M A R TIR E S ( ¡- 288 ó 289?)
  • 2. eran cristianos, y que el papa San Cayo era su primo. Maximiano, en cam- bio, los odiaba sobremanera y no cesó de perseguirlos y maltratarlos en Occidente. Así fué que mientras la Iglesia de Oriente disfrutaba de paz y aun hacía conquistas, la de Occidente registraba todos los días nombres de nuevos confesores de la fe. Desde los primeros años de su reinado, Maximiano envió a ¡as Gaiias un ministro cruel con orden de degollar a cuantos se negasen a ot/ecer incienso a Júpiter y Apolo. Muchas eran las víctimas preparadas para el sacrificio. DESENGAÑADO DEL PAGANISMO. — SU CONVERSIÓN A L anuncio de la llegada del cruel gobernador, muchos temblaban de espanto; sólo un joven cristiano de Nantes declaró su alegría por la ocasión que se le brindaba de derramar su sangre por Cristo. Era Donaciano, descendiente de una de las más ilustres familias de la ciudad. La muerte que se sufre por Dios es tan santa y tan gloriosa, que sus valien- tes servidores, lejos de temerla, la desean cono una gracia extraordinaria. Donaciano era de nobilísima familia, pero esta gloria la tenía en nada, por no haber recibido aún la gracia de la fe. En efecto, los padres de Donaciano eran idólatras, y él mismo había sido educado en los groseros errores del paganismo; era aficionado al circo y a los juegos, y su natural fogoso le llevó a tomar parte en los sangrientes combates del anfiteatro. Pero Dios tenía puestos los ojos sobre este joven; la gracia divina iba penetrando poco a poco en su alma a medida que crecía en edad. Pronto empezó a comprender Donaciano lo inhuman» de sus juegos favoritos, en los que corría a torrentes la sangre humana. Veía con dolor en el paganismo muchas traiciones y engaños, bajas adulaciones, tristezas que nadie podía consolar; por el contrario, veía a los cristianos llenos de inagotable caridad, intrépidos ante la muerte, alegres en las torturas, y veía a sus sacerdotes ad- mirables para su alma, amiga de la virtud. Sus ojos entreabiertos a la luz de la fe, vislumbraban ya grandezas y hermosuras muy superiores a las bellezas y excelsitudes humanas. Donaciano se iba aproximando a los cristianos, cada día más resuelto a alistarse en sus filas. Por de pronto, no iba ya a los sacrificios paganos, ni a los teatros y grandes festines; abandonó la compañía de los peligrosos aduladores que le asediaban por doquier. En fin, rotos los lazos que le unían al paganismo, abrazó, tras poco tiempe, la verdadera fe. La mudanza tuvo gran resonancia. Los paganos no comprendían cómo, en la flor de la edad, el heredero de una gran fortuna despreciase honores, dignidades y riquezas, para exponerse a una nuerte cierta, haciéndose adepto
  • 3. ile la religión de Cristo. Preguntábanse qué atractivos tan poderosos habría para que su corazón se hubiera entregado a los encantos de una religión aborrecida por los voluptuosos. Despreció Donaciano todas las frivolas con- sideraciones mundanas y no se dejó intimidar por los tormentos que tal vez tendría que sufrir. Deseoso de entregarse por entero a Jesús de Nazaret. fué a presentarse a los sacerdotes de los cristianos para alistarse como cate- cúmeno. Muy pronto se halló preparado para recibir las aguas regenerado- ras del Bautismo, que habían de abrirle las puertas de la gloria y hacerle heredero del reino celestial. Por fin, el sacerdote admite a Donaciano al Bautismo. El nuevo cris- tiano. que ha escogido al Señor por herencia, siente ya los efectos de la misericordia divina; su alma se ve inundada de sobrehumana alegría. Falta, sin embargo, algo para completar su dicha: Rogaciano no está a su lado; el demonio le tiene aún bajo su imperio. A Dios gracias, también esta presa iba muy pronto a serle arrebatada, pues Rogaciano sentía ya hastío del paganismo; veía lo inútil y necio que era el culto a Júpiter y Apolo; su alma no hallaba reposo ni paz y, sin ver aún claramente la luz de la verdad, envidiaba la dicha de su hermano. Dios recompensó esa envidia santa, y, por las oraciones de Donaciano, la gracia divina inundó el corazón del que deseaba llegar al conocimiento y amor de su Criador. ONACIANO se ofreció a ser su catequista, resuelto además a no cejar en el empeño hasta atraerle a la religión cristiana. Rogaciano, aunque era el primogénito, escuchaba con gran atención las lecciones de su hermano menor, que con celo y amor procuraba instruir- le en las verdades de la religión del Crucificado. En breve tuvo el consuelo de ver que su discípulo abría los ojos a la verdad, y se lamentaba honda- mente de haber conocido tan tarde la belleza siempre antigua y siem- pre nueva. Por fin, un día le abrió el corazón y le dijo: «Donaciano, desde ahora soy tu hermano según la fe y la gracia, como lo soy según la naturaleza». Con qué alegría le hizo inscribir en la lista de los catecúmenos que se pre- paraban para recibir el Bautismo. LAS PRIMICIAS DE UN APOSTOLADO
  • 4. MENSAJEROS DE LA BUENA NUEVA A PENAS convertido. Rogaciano se hizo también apóstol. Recibía las instrucciones del sacerdote y con fervor las repetía a los otros para atraer a Jesucristo las almas de los que habían sido sus compañeros en el error. Ya se oían rumores de persecución contra los cristianos; pero sólo un temor le asaltaba: no haber recibido la gracia bautismal que rege- nera y fortalece. Bajo esta aprensión se disimulaba una ten'.ación del enemigo, que Roga- ciano logró vencer en uno de sus santos y duices coloquios con su hermano. Mutuamente sostenidos en la fe, ambos jóvenes cristianos comparecían, de- cididos, en público para anunciar a Jesucristc a cuantos quisieran escuchar- los. Demostraban la vanidad e impotencia de los ídolos, que no podían tomar venganza, y la necedad de ofrecer sacrificios a unos dioses de piedra sin alma y sin vida e inferiores a los mismos vegetales y animales. Estos discursos llenos de fuego, arrebataban a la nultitud y la llenaban de admi- ración, y muchos paganos se convertían ante las persuasivas razones de los dos jóvenes apóstoles. Los dos hermanos trabajaban incesantemente, y además de predicar en público a la muchedumbre, lo hacían privadamente para obtener la con- versión de sus amigos. El perfume de sus virtudes, su trato afable y su caridad sin límites, cautivaban todos los coiazones, y lograban, con la gra- cia de Dios, conquistas consoladoras más por el efecto de sus oraciones que por su elocuencia. DONACIANO Y ROGACIANO, SON DENUNCIADOS E L comisario especial nombrado por ú emperador iba camino de la ciudad, esparciendo por todas partes el terror. Créese que era Riccio- varo, famoso por sus crueldades con los cristianos de la Galia y Bél- gica. Al saber su entrada en Nantes, sali» el pueblo a su encuentro para honrar al enviado del emperador. Pidióle al mismo tiempo víctimas para sus juegos; víctimas que eran... los cristianos. «¡Mueran los cristianos...!», fué el grito del populacho, sediento de sangre y de venganza. En medio del tumulto un pagano se acercó a Ricciovaro para señalar las primeras víctimas. «Justo juez — le dijo doblando la rodilla— ; llegáis oportunamente para traer al culto de los dioses a los que de él se han apartado para entregarse al amor de un hombre a quien los judíos hicieron morir en ignominiosa cruz. Sabed, pues, que Donaciano es discípulo de esta secta, y que debéis
  • 5. P ERSEVERAN ambos hermanos durante toda la noche en ora- ción, preparándose para la lucha del día siguiente. E n efecto, de madrugada los sacan cargados de cadenas como están, tras breve interrogatorio, los atraviesan con lanzas el cuello y, finalmente, les cortan la cabeza.
  • 6. proceder con él rigurosamente. No sólo ha abandonado el culto que debe a los dioses soberanos, mas, por la tenacidad de sus vanos discursos, ha seducido a su hermano; en forma que ambos desprecian con obstinación a los dioses inmortales, a quienes los emperadores invencibles adoran y desean ver venerados por todos sus súbditos. La propia confesión de los dos hermanos os convencerá, cuando os plazca interrogarlos, de que nues- tra acusación no es falsa.» El lugarteniente de Maximiano contaba poder saciar su cólera presen- ciando con sus ojos los sangrientos espectáculos. El pueblo le vitoreaba y pedía la muerte de los cristianos. Al momento envió sus satélites con orden de traer a Donaciano ante el tribunal. No se ocultó Donaciano, y el domicilio de su noble familia era bien conocido de todos. Los soldados volvieron muy pronto con la presa ante la multitud impaciente y ávida de sangre. INTERROGATORIO DE SAN DONACIANO C OMPARECIÓ Donaciano solo ante el comisario especial, que había querido quitarle hasta el consuelo supremo de verse confortado por la presencia de un compañero de sufrimientos. Ricciovaro esperaba intimidar a esta gran alma con la contemplación de la muchedumbre que pedía su sangre. Los instrumentos del suplicio rodeaban el tribunal; todo res- piraba muerte. Pero nada fué capaz de turbar la calma del mártir; confiaba en la gracia de Dios Todopoderoso, que vendría en su ayuda en el combate que libraba por su amor; y en el fondo de su corazón invocaba con gran fervor a su celestial Rey, dichoso de ofrecerle su vida cual soldado bue- no y fiel. — Donaciano —le dijo el juez— , no sólo rehúsas con desobediencia cri- minal adorar a Júpiter y Apolo, de los que hemos recibido la vida y su con- servación, sino que parece que llegas a deshonrarlos con discursos injuriosos y, con una pretensión extravagante, publicas que nadie puede salvarse si no cree en la muerte de un hombre que ha sido castigado con el suplicio de la cruz, a cuyo culto tratas de convertir a todos. — A pesar tuyo, dices la verdad —respondió Donaciano— : todo mi deseo es llevar a Cristo, maestro universal, a este pueblo que vosotros conducís por los caminos del error. Y, desafiando el furor del prefecto, se vuelve a la muchedumbre que se estrecha alrededor del tribunal, y predica con fuerza y claridad la doctrina cristiana. En vano el gobernador, irritado, le amenaza con muerte inminente si no cesa en semejantes discursos. Donaciano desprecia esas amenazas y
  • 7. continúa demostrando al pueblo, que le escuchaba atento y admirado, la vanidad de sus ídolos y la grandeza del Dios de los cristianos. Fué para la fe un triunfo tan grande, que el mismo juez, temiendo que sobrevinieran numerosas conversiones, dió orden de arrojar al Santo en un oscuro calabozo, cargado de pesadas cadenas. Luego hizo comparecer a su hermano Rogaciano. ROGACIANO, ANTE EL TRIBUNAL R OGACIANO no había recibido aún la gracia del Bautismo, pero había rogado con fervor, y su súplica, penetrando el Cielo, le había obtenido la fuerza del Todopoderoso. Su amor a Jesucristo era tan grande y sincero, que estaba decidido a sufrir mil muertes antes que abandonarle en el momento del combate y de la victoria. Los soldados le apresaron y con- dujeron a la plaza ante ol juez ya irritado contra su hermano. Disimulando su odio y su cólera, Ricciovaro le dispensó una paternal aco- gida, e intentó ganarle por la suavidad y las lisonjas: — He sido informado — Ic dijo— de que quieres abandonar inconsiderada- mente el culto de nuestros dioses inmortales que te han dado la vida y adornado tu espíritu con la sabiduría y con grandes conocimientos; lástima me da ver que tantas prendas y dotes como tienes no te hayan impedido perder el juicio. Ten muy presente que, al no querer confesar más que a un solo Dios, te atraerás la cólera de los otros dioses. En fin, como aun no has sido infectado con no sé qué bautismo de los cristianos, te ruego, por tu bien, que no sigas obstinado en profesar esa proscrita religión. De este modo conservarás todo lo que !a clemencia del emperador y la bondad de los dioses te han dado, salvarás tu vida, y verás aumentadas tus riquezas y dignidades. Rogaciano, lleno del espíritu de Dios, cortó el vano discurso del prefec- to dicicndole: —No me admira que antepongas la clemencia del emperador a la bon- dad de los dioses. Todo está pervertido, en tu espíritu, aunque en cierto modo tienes razón al dar la preferencia a seres vivos, que valen más que los dioses de piedra o bronce; pero al adorarlos os hacéis semejantes a vues- tros ídolos, pues si vuestros dioses de piedra no tienen alma ni vida, los que los adoráis perderéis la inteligencia y el sentido común. Rogaciano, pues, estaba tan inquebrantable en la fe, como su hermano. Jesucristo hablaba por su boca, y ponía en su alma una fuerza divina con- tra los tormentos, la adulación y todas las asechanzas del infierno. ('emprendió el juez que era inútil insistir más con palabras, e hizo arro- jar al confesor de la fe en el calabozo donde estaba encadenado su hermano.
  • 8. «Mañana — pensaba el tirano— , los tormentos doblegarán la firmeza de ambos o castigaré su desobediencia con una muerte fulminante». Y mientras llegaba la hora de poner en ejecución sus planes, fuése a presidir una fiesta, dejando que sus inocentes víctimas sufriesen las torturas de grillos y cadenas. PRISIÓN. — MARTIRIO DE LOS DOS HERMANOS E N tanto que el prefecto recibía con orgullo los aplausos de la muche- dumbre aduladora, ¡cuán tierna y sublime era la entrevista de los dos hermanos en el calabozo! Se abrazaron con efusión después del primer combate del que ambos habían salido vencedores. Dieron rendidas gracias a Dios por haberles concedido el favor de reunirse, y poder así consolarse y fortalecerse mutuamente. Juzgábanse felices de haber sido dignos de sufrir por Jesucristo, y suplicaban a los santos ángeles que les ayudasen en las próximas luchas contra el poder de las tinieblas. Sin embargo, una cosa afligía el corazón de Rogaciano: no haber recibido aún el Bautismo. Donaciano, que le consolaba y aseguraba que el martirio le abriría el cielo, hizo en alta voz esta oración: «Señor, Tú que ves en los deseos sinceros el mérito de la acción, cuando la impotencia absoluta im- pide los efectos de una voluntad que te está enteramente consagrada, haz que la fe pura de mi hermano Rogaciano le sirva de Bautismo, y, si mañana la espada del verdugo pone fin a nuestra vida, sírvale su sangre de Con- firmación». Luego los dos ofrecieron generosamente su vida al Señor; parecíales que la tierra ya no existía para ellos y que sólo un frágil velo que rasgarían con la muerte, los separaba del cielo. Así pasaron la noche en piadosos ejercicios y en santos coloquios. Al día siguiente los soldados los condujeron ante el tirano. Los dos jó- venes cristianos caminaban gozosos y firmes en la fe, aunque a paso lento por causa de las pesadas cadenas que habían de arrastrar; sus rostros res- plandecían como el sol, y dejaban entrever indecible alegría y tierna con- fianza. Atravesaron la plaza, llena de público, y llegaron ante el tribunal en que se sentaba Ricciovaro. — He usado de moderación con vosotros hasta ahora, y os he dirigido blandas palabras — les dijo el magistrado pagano— , mas es tiempo de que caiga sobre vosotros todo el rigor de la ley, porque menospreciáis el culto de los dioses inmortales, por ignorancia, o, lo que es peor, aun, porque tra- bajáis por destruirlo creyéndoos más instruidos que nosotros. Los mártires respondieron a una: —Nos acusas de ignorancia; y ¿cuál es, pues, la ciencia de que hacéis
  • 9. alarde adorando neciamente a dioses insensibles y sin vida como el metal ilo que están fabricados? Por lo que toca a nosotros, dispuestos estamos a sufrir por Jesucristo cuantos tormentos puedan inventar tu crueldad y (lis verdugos. Nuestra vida nada pierde al ser entregada a su divino Autor, ya que la recobraremos mil veces más bella en los esplendores del cielo que nos espera. Lleno de cólera el juez, ordena a los verdugos que aten en el potro a las dos inocentes víctimas; sus miembros son desgarrados y rotos, con tor- mentos indecibles; mas la virtud de Dios los sostiene y conforta, y sus almas permanecen invencibles; lejos de apostatar no dejan escapar ni una sola queja, y Jesucristo queda victorioso en sus siervos. Viendo el prefecto la constancia de los dos hermanos, pronuncia la sen- tencia de muerte contra ellos. Condúcenlos al lugar del suplicio, y el verdugo, fiel imitador de la crueldad dé su amo, traspasa con una lanza la garganta de sus victimas, sin que este tormento hubiera sido ordenado, y les corta luego la cabeza de un hachazo. Este martirio tuvo lugar el 24 de mayo. Convertida al cristianismo la ciudad de Nantes, no se olvidó de sus mártires. Se construyó una iglesia en su honor y fueron designados patronos de la ciudad. San Gregorio de Tours nos dice que cuando Clodoveo era aún pagano, puso sitio a Nantes, estableciendo un cerco estrechísimo, pues es- taba decidido a conquistarla. A los dos meses, todavía resistían sus habitantes a las poderosas armas del rey de los francos; iban por fin a sucumbir sin esperanza de socorro humano. En aquel trance, acudieron al Cielo por in- tercesión de sus santos Patronos. Toda la ciudad rezaba fervorosamente. Al día siguiente debía entregarse. Sucedió, pues, que durante la noche las puertas de la basílica de los Santos Donaciano y Rogaciano se abrieron y unos personajes vestidos de blanco, cirio en mano, salieron del recinto sagrado. El mismo suceso misterioso se repite poco después en la iglesia de San Similiano, saliendo análogo cortejo. Ambos grupos marchan en procesión; se juntan, se dan un saludo afectuoso y, cayendo de rodillas, se ponen a rezar; luego vuelven en el mismo orden, desapareciendo la visión a medida que entran en sus respectivas iglesias. Con esto, el enemigo huyó despavorido en el más completo desorden y con tal rapidez, que al amanecer todos los sitiadores habían desaparecido, con gran regocijo para la ciudad de Nantes.