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CAPÍTULO VI
LITURGIA DE LA PALABRA
«Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra», se ha de prestar
atención ante todo a la sagrada liturgia. En efecto, este es el ámbito privilegiado
en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y
responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada
Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium, «la importancia
de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las
lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces,
oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración;
de ella reciben su significado las acciones y los signos». Más aún, hay que decir
que Cristo mismo «está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura». Por tanto, «la celebración
litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra
de Dios. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es
siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor
operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres». En
efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en el acto litúrgico, la
Palabra de Dios va acompañada por la íntima acción del Espíritu Santo, que la
hace operante en el corazón de los fieles. En realidad, gracias precisamente al
Paráclito, «la Palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica,
norma y ayuda de toda la vida. Por consiguiente, la acción del Espíritu... va
recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación
de la Palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y,
consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y
proporciona la multiplicidad de actuaciones.» (Benedicto XVI, Exhortación
Apostólica Verbum Domini, n° 52)
I – La Sagrada escritura vivida en la historia
Todas las liturgias de Oriente y Occidente han reservado un puesto
privilegiado a la Sagrada Escritura en todas sus celebraciones. La versión de
los LXX fue el primer libro litúrgico de la Iglesia (cf. 2 Tim 3,15-16).
El aprecio y la celebración de la Palabra de Dios ya era un valor heredado
de los judíos: desde las grandes asambleas del AT, para escuchar la palabra
(Ex 19-24, Neh 8-9) y la estructura de la celebración en el culto sinagogal,
centrado en las lecturas bíblicas y en la oración de los salmos. Era fácil de ahí
el paso a la celebración cristiana, con la conciencia de que Dios, que había
hablado a su pueblo por boca de los profetas, ahora nos ha dirigido su palabra
por medio de su Hijo (Heb 1,1-2), la Palabra hecha persona (Jn 1,14).
El propio Jesús, que citaba las Escrituras del Antiguo Testamento,
aplicándolas a su persona y a su obra, no solamente mandó acudir a la Biblia
para entender su mensaje (Jn 5,39), sino que, además, nos dio ejemplo
ejerciendo el ministerio del lector y del homileta en la sinagoga de Nazareth (Lc
4,16-21) y explicando a los discípulos de Emaús “cuanto se refería a él
comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas” (Lc 24,27), antes de
realizar la “fracción del pan” (Lc 24,30). En efecto, después de la resurrección
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hizo entrega a los discípulos del sentido último de las Escrituras, al “abrirles las
inteligencias” para que las comprendiesen (Lc 24,44-45).
Hacia el año 155, en Roma, San Justino dejó escrita la más antigua
descripción de la eucaristía dominical. La celebración comenzaba con la
Liturgia de la Palabra (San Justino, I Apología 67). Es muy probable que, desde el
principio, la liturgia cristiana siguiera la práctica sinagogal de proclamar la
Palabra de Dios en las reuniones de oración y en particular en la Eucaristía
(Hch 20,7-11). Por otra parte, es fácilmente comprensible que, cuando
empezaron a circular por las Iglesias los “los recuerdos de los Apóstoles”, su
lectura se añadiese a la del Antiguo Testamento. Más aún, muchas de las
páginas del Nuevo Testamento han sido escritas después de haber formado
parte de la transmisión oral en un contexto litúrgico.
La proclamación de la Palabra es un hecho constante y universal en la historia
del culto cristiano, de manera que no hay rito litúrgico que no tenga varios
leccionarios, en los que ha distribuido la lectura de la Palabra de Dios de
acuerdo con el calendario y las necesidades pastorales de la respectiva Iglesia.
II – La Palabra de Dios vivida en la liturgia
«Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la Liturgia de la palabra y la
Eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto.
Por esto el Sagrado Sínodo exhorta vehemente a los pastores de almas para
que en la catequesis instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de la
participación en toda la misa, sobre todo los domingos y fiestas de precepto.»
(Sacrosanctum Concilium, n° 56)
«La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura
fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros.
Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:
– La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración
universal;
– la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de
gracias consecratoria y la comunión.
Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas "un solo acto de
culto" (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a
la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. Dei Verbum, 21).»
(Catecismo de la Iglesia, n. 1346)
«He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus
discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con
ellos, "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf Lc 24,13-35).»
(Catecismo de la Iglesia, n. 1347)
Pues la predicación de la palabra se requiere para el ministerio mismo de los
sacramentos, como quiera que son sacramentos de la fe, la cual nace de la
palabra y de ella se alimenta. Esto se ha de decir sobre todo de la celebración
de la misa, en la cual la liturgia de la palabra tiene la intención de fomentar de
manera peculiar la unión estrecha entre el anuncio y la escucha de la Palabra
de Dios y el misterio eucarístico.
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Por tanto, los fieles, al escuchar la Palabra de Dios, comprendan que las
maravillas que les son anunciadas tienen su punto culminante en el misterio
pascual, cuyo Memorial es celebrado sacramentalmente en la misa. De este
modo, escuchando la Palabra de Dios, alimentados por ella, los fieles son
introducidas en la acción de gracias a una participación fructuosa de los
misterios de la salvación. Así la Iglesia se nutre del pan de vida tanto en la
mesa de la Palabra de Dios como en la del Cuerpo de Cristo. (Dei Verbum, n.
21)
«Junto con el Sínodo, pido que la liturgia de la Palabra se prepare y se viva
siempre de manera adecuada. Por tanto, recomiendo vivamente que en la
liturgia se ponga gran atención a la proclamación de la Palabra de Dios por parte
de lectores bien instruidos. Nunca olvidemos que «cuando se leen en la Iglesia
las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su Pueblo, y Cristo, presente en su
palabra, anuncia el Evangelio». Si las circunstancias lo aconsejan, se puede
pensar en unas breves moniciones que ayuden a los fieles a una mejor
disposición. Para comprenderla bien, la Palabra de Dios ha de ser escuchada y
acogida con espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad con el
Sacramento eucarístico. En efecto, la Palabra que anunciamos y escuchamos es
el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y hace referencia intrínseca a la persona de
Cristo y a su permanencia de manera sacramental. Cristo no habla en el pasado,
sino en nuestro presente, ya que Él mismo está presente en la acción litúrgica.
En esta perspectiva sacramental de la revelación cristiana, el conocimiento y el
estudio de la Palabra de Dios nos permite apreciar, celebrar y vivir mejor la
Eucaristía. A este respecto, se aprecia también en toda su verdad la afirmación,
según la cual «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (Dei Verbum,
25).». (Sacramentum Caritatis, 45)
«Cuando se leen las sagradas Escrituras en la Iglesia, Dios mismo habla a su
pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio.
Por eso las lecturas de la Palabra de Dios, que proporcionan a la Liturgia un
elemento de máxima importancia, deben ser escuchadas por todos con
veneración. Aunque la palabra divina en las lecturas de la sagrada Escritura se
dirija a todos los hombres de todos los tiempos y sea inteligible para ellos, sin
embargo, su más plena inteligencia y eficacia se favorece con una explicación
viva, es decir, con la homilía, que viene así a ser parte de la acción litúrgica.»
(IGMR, 29)
Puede decirse que, en condiciones normales, no hay encuentro humano, ni
reunión, ni asamblea, en los que la palabra o comunicación oral no juegue un
papel importante. La palabra es expresión de la interioridad, medio de
comunicación, llamada al encuentro y al diálogo, epifanía personal, y puerta de
acceso al misterio del otro.
También en la asamblea eucarística tiene un puesto primordial la Palabra.
En la Eucaristía la Palabra se proclama y se anuncia, se explica y se aplica, se
hace oración y canto, diálogo y respuesta, acontecimiento y celebración. Esta
Palabra, aún siendo palabra humana, no es sólo palabra de hombre, es sobre
todo “Palabra de Dios”. Y esto, no es sólo porque nos habla Dios y sobre Dios,
sino porque en ella y a través de ella Dios mismo es el que habla.
Pero se hace necesaria una distinción: no toda palabra que se pronuncia en
la Eucaristía es “Palabra de Dios”. Llamamos “Palabra de Dios” a lo que se
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contiene en la Escritura y se proclama en la asamblea. Llamamos “palabra de
la Iglesia” a la que pronuncia es sacerdote en la homilía, en comunión con la
enseñanza de la Iglesia. Llamamos “palabra sacramental” a la palabra que
expresa y realiza el misterio o “plegaria eucarística”. Llamamos “palabra
oracional de la fe” a la que se contiene en las diversas oraciones de la Misa, y
por la que la misma Iglesia y la asamblea celebrante expresa su fe.
Todas estas “palabras” tienen su sentido y su intención, expresan y realizan
algo, nos interpelan y nos convocan, suponen la llamada y la respuesta. Ni el
que dice, ni el que escucha estas palabras puede permanecer indiferente.
Actitudes para la participación: disposición para el diálogo personal
Estar dispuestos al diálogo con Dios desde su Palabra, es abrirse a las
actitudes que permiten el desarrollo de las virtualidades de dicha Palabra. Y
estas actitudes pueden concretarse en los siguientes puntos:
• Escuchar como si no hubiera otra Palabra.
• Comprender en la medida en que permite esa Palabra.
• Acoger el don que nos ofrece la Palabra.
• Comprometerse en la respuesta que damos a la Palabra.
Cuando se desea escuchar, comprender, acoger y vivir el mensaje de
Salvación de la Palabra, ya esa misma Palabra está obrando dicha Salvación, y
ya se puede dialogar desde la Palabra, aunque no se llegue a escucharla, o
comprenderla, o acogerla o vivirla como se debiera.
Colaboración para el diálogo comunitario
La Palabra no admite monopolios, ni manipulaciones. Su fuerza dialógica
nos implica y nos compromete, no sólo como individuos, sino también como
comunidad. La comunidad es el lugar propio de proclamación de la Palabra, y
es donde ella encuentra sus ecos y resonancias. Es necesario que la
comunidad no sólo sea un grupo necesariamente presente, sino que también lo
sea dialogalmente. Que cada uno no escuche entre interesado e indiferente,
los que otros dicen o piensan sobre la Palabra, sin poder expresar lo que él
piensa y cree. Para poder formar una verdadera comunidad que viva la
Palabra, es preciso en una formación personal sobre la Escritura, que haga
posible su interpretación en comunidad y en una disposición personal a
comunicar a los demás lo que el Espíritu nos dice sobre la Palabra.
Acogida del mensaje de salvación
Por la palabra se nos anuncia y transmite un mensaje no simplemente
humano, sino divino. La Palabra de Dios transmitiéndose y dándose a sí
mismo. Acoger el mensaje es necesariamente acoger al que se transmite en el
mensaje. Y esta acogida sólo se da cuando existe una real apertura y la
sencillez del niño; cuando se está verdaderamente dispuesto para que el Otro
irrumpa en mi propio ser; cuando no se teme a la aventura de nuevos
horizontes, el cambio que supone “abandonarlo todo y seguir”; cuando se sabe
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que el fiarse de esta Palabra, el apostar por su verdad, es el camino para la
plenitud y la salvación.
Acoger cada día el mensaje es alegrarse de haberlo acogido de una vez
para siempre, sabiendo que merece la pena fiarse de lo que anuncia.
Aceptación de la palabra fraterna
Sucede, a veces, que nuestras actitudes subjetivas, aún siendo muy buenas,
chocan contra la barrera de unas condiciones y formas de transmisión
mediocres y deficientes. Y la palabra del que predica nos suena más a humano
que a divino, su forma de explicar y aplicar puede parecernos más un obstáculo
que ayuda. Y sin embargo es preciso saber aceptar la palabra fraterna,
escuchar a través de ella la llamada de Dios, ver más allá de la humana
limitación, atender más al contenido que a la forma, sentirse, en fin, interpelado
en aquello sobre lo que nosotros mismos podríamos interpelar al hermano. Con
todo, Dios se acerca también a través de la miseria y fragilidad humana.
III – La proclamación de la Palabra en las lecturas
«La parte principal de la Liturgia de la Palabra la constituyen las lecturas
tomadas de la Sagrada Escritura, junto con los cánticos que se intercalan entre
ellas; y la homilía, la profesión de fe y la oración universal u oración de los fieles,
la desarrollan y la concluyen. Pues en las lecturas, que la homilía explica, Dios
habla a su pueblo, le desvela los misterios de la redención y de la salvación, y le
ofrece alimento espiritual; en fin, Cristo mismo, por su palabra, se hace presente
en medio de los fieles. El pueblo hace suya esta palabra divina por el silencio y
por los cantos; se adhiere a ella por la profesión de fe; y nutrido por ella, expresa
sus súplicas con la oración universal por las necesidades de toda la Iglesia y por
la salvación de todo el mundo.» (IGMR, 55).
La liturgia de la Palabra constituye una unidad dinámica y rítmica, donde los
distintos elementos que la componen, se enlazan y apoyan para desarrollar del
carácter dialógico que la especifica. La Palabra se proclama y se escucha en la
lectura; se medita y se acoge en el silencio y el canto; se profundiza y se aplica
en la homilía, y se torna en respuesta de fe, oración sacerdotal y compromiso
en el Credo y la Oración universal u Oración de los fieles. Así tenemos que se
da un triple movimiento: el descendente de Dios al hombre; el expandiente: de
la Iglesia al bautizado; el ascendente: del creyente por la Iglesia a Dios.
Dios llama por su Palabra proclamada en la Iglesia y el hombre responde
con su fe, en la fe de la Iglesia. La Palabra de Dios es pro-vocación (interpela),
en la con-vocación (asamblea), para la in-vocación (respuesta). En esto se
diferencia la Palabra de Dios proclamada y celebrada en la asamblea, de la
Palabra de Dios leída y meditada en privado: en que allí se expresa y realiza la
mediación dialogante de la Iglesia en forma privilegiada.
Y esta Palabra de Dios proclamada implica la misma presencia de Dios
como el verdadero proclamador que se dirige a su pueblo congregado:
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Porque Cristo está presente en su Palabra, la Palabra hace presente a
Cristo en los que la escuchan. Es una forma especial de hacerse presente en
nosotros, ya que no vemos su articulación, pero le oímos por la Palabra, pero
no sentimos su presencia. Más aún, la Palabra que nos es dirigida hoy y aquí,
no es una Palabra anunciada por primera vez este hoy y aquí. Es más bien la
Palabra que, desde que fuera proclamada en un tiempo y espacio concretos,
se ha convertido en un hoy y aquí eterno, inmutable, permanentemente actual.
Su fuerza y fecundidad, su capacidad de convocación y conversión, su verdad
y virtud salvadoras no son sólo de ayer, son de hoy y serán de siempre. Por
eso mismo proclamar la Palabra en la asamblea eucarística, es hacer presente
entre nosotros al que permanece presente en su Palabra, con su fuerza
salvadora y su virtud transformante, más allá del espacio y del tiempo, en un
hoy que se extiende hasta la eternidad. Dios no ha caído en silencio, Dios
sigue presente en su Palabra y hoy, aquí y ahora, sigue hablándonos en forma
personal a cada uno.
Sean cuales sean los textos que se proclaman, siempre se anuncia y se
realiza el único misterio de la Redención y Salvación, anunciado de antiguo por
los Profetas, realizado en Cristo Jesús, continuado por la Iglesia y en tensión
hacia su plenitud escatológica.
IV – Estructura de la Liturgia de la Palabra
• Primera lectura
• Salmo responsorial
• Segunda lectura
• Secuencia
• Aleluya
• Evangelio
• Credo
• Oración de los fieles
«En los textos que han de pronunciarse en voz alta y clara, sea por el
sacerdote o por el diácono, o por el lector, o por todos, la voz debe
responder a la índole del respectivo texto, según éste sea una lectura,
oración, monición, aclamación o canto; como también a la forma de la
celebración y de la solemnidad de la asamblea. Además, téngase en
cuenta la índole de las diversas lenguas y la naturaleza de los pueblos.»
(IGMR, 38)
«Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y
abren para ellos los tesoros de la Biblia. (SC, 51) Conviene, por lo tanto, que se
conserve la disposición de las lecturas, que aclara la unidad de los dos
Testamentos y de la historia de la salvación; y no es lícito que las lecturas y el
salmo responsorial, que contienen la Palabra de Dios, sean cambiados por otros
textos no bíblicos.» 62]. (IGMR, 57)
«En la celebración de la Misa con el pueblo, las lecturas se proclamarán
siempre desde el ambón.» (IGMR, 58)
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«Según la tradición, el servicio de proclamar las lecturas no es presidencial,
sino ministerial. Por consiguiente, que las lecturas sean proclamadas por un
lector; en cambio, que el diácono, o estando éste ausente, otro sacerdote,
anuncie el Evangelio. Sin embargo, si no está presente un diácono u otro
sacerdote, corresponde al mismo sacerdote celebrante leer el Evangelio; y si no
se encuentra presente otro lector idóneo, el sacerdote celebrante proclamará
también las lecturas.
Después de cada lectura, el lector propone una aclamación, con cuya
respuesta el pueblo congregado tributa honor a la Palabra de Dios recibida con
fe y con ánimo agradecido.» (IGMR, 59)
«La lectura del Evangelio constituye la cumbre de la Liturgia de la Palabra. La
Liturgia misma enseña que debe tributársele suma veneración, cuando la
distingue entre las otras lecturas con especial honor, sea por parte del ministro
delegado para anunciarlo y por la bendición o la oración con que se prepara; sea
por parte de los fieles, que con sus aclamaciones reconocen y profesan la
presencia de Cristo que les habla, y escuchan de pie la lectura misma; sea por
los mismos signos de veneración que se tributan al Evangeliario.» (IGMR, 60)
La primera lectura
La liturgia de la palabra se inicia de un modo muy significativo: su arranque
consiste, sencillamente, en ponernos a la escucha. Nos invita a prestar oídos a
Otro. Lo primero que hace la liturgia es situarnos en la presencia de Dios con el
fin de escucharle. Se nos revela así la estructura misma de la fe, que es
iniciativa de Dios, antes que respuesta nuestra.
El protagonismo de la sede ha terminado por ahora, lo recuperará más tarde,
cuando el celebrante pronuncie la homilía desde ella, como hizo Jesús en
Cafarnaúm: "Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, se sentó (...) y
comenzó a decirles".
No hay inconveniente en pronunciar la homilía también desde el ambón
puesto que se trata de una acción verdaderamente litúrgica. Si se hace de pie
desde el ambón, se subraya que la homilía forma parte de la liturgia de la
palabra, cuya sede es el ambón, y se expresa, por tanto, que es una
predicación que se ha de entender desde el estatuto teológico de la liturgia; si
se predica sentado en la sede, se subraya la autoridad de la que el presidente
participa directamente de Cristo-profeta, mientras predica. La Ordenación
General del Misal Romano nombra ambos lugares, por este orden, primero la
sede y luego el ambón
A partir de ahora y durante toda la liturgia de la palabra, habrá un único polo
de atención: el ambón, que es la sede de la palabra de Dios. Desde el ambón,
el lector pronuncia las lecturas, el salmista canta el salmo, el diácono proclama
el evangelio y un ministro puede proponer las intenciones de la oración
universal. Otros atriles para usos auxiliares podrían ser oportunos, como por
ejemplo delante de la sede, pero diseñados de tal manera que no resten
significación ni protagonismo al único ambón.
Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line
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Un lector, especialmente formado para ser idóneo servidor de la palabra, se
acerca al ambón haciendo previamente una reverencia al altar, porque hay un
misterio del altar cristiano. Esta presencia del lector, que bien podría ser un fiel
distinto de quien preside la celebración, obedece a una comprensión teológica
de la acción litúrgica: es más expresivo que quien representa a Cristo-Cabeza
realice sólo las acciones capitales; no todas las acciones de la celebración,
sino aquellas que le corresponden: al presidente le corresponden las
presidenciales. Es otro modo de manifestar que la celebración litúrgica expresa
el misterio de la Iglesia: una comunidad sacerdotal, orgánicamente constituida,
donde el sacerdocio bautismal concurre con el ministerial en la oblación de la
Eucaristía.
Al llegar al ambón, el lector se encuentra con el leccionario: de ese libro lee
la primera lectura, sin decir primera lectura, porque esas dos palabras estás
escritas en caracteres rojos. Es una lectura pausada de un texto inspirado
cuyos grandes periodos podrían distinguirse por una recitación que los separa
por medio de brevísimas pausas que faciliten su asimilación. También la
técnica está al servicio de la palabra de Dios. Si alguien ha leído una sucinta
monición previa, útil para introducirnos en la lectura, ésta no se ha pronunciado
desde el ambón. Terminada la lectura, se puede guardar un tiempo de silencio,
según la coyuntura o circunstancias de la celebración, de la asamblea
Al terminar la proclamación de la primera lectura, el lector dirige a la
asamblea la aclamación "palabra de Dios". No es bueno postergar la respuesta
"Demos gracias a Dios" porque indica que los fieles han oído a Dios, que se ha
oído y entendido lo que se acaba de decir
El salmo responsorial
«Después de la primera lectura, sigue el salmo responsorial, que es parte
integral de la Liturgia de la Palabra y en sí mismo tiene gran importancia litúrgica
y pastoral, ya que favorece la meditación de la Palabra de Dios.
El salmo responsorial debe corresponder a cada una de las lecturas y se
toma habitualmente del leccionario.
Conviene que el salmo responsorial sea cantado, al menos la respuesta que
pertenece al pueblo. Así pues, el salmista o el cantor del salmo, desde el ambón
o en otro sitio apropiado, proclama las estrofas del salmo, mientras que toda la
asamblea permanece sentada, escucha y, más aún, de ordinario participa por
medio de la respuesta, a menos que el salmo se proclame de modo directo, es
decir, sin respuesta. Pero, para que el pueblo pueda unirse con mayor facilidad a
la respuesta salmódica, se escogieron unos textos de respuesta y unos de los
salmos, según los distintos tiempos del año o las diversas categorías de Santos,
que pueden emplearse en vez del texto correspondiente a la lectura, siempre
que el salmo sea cantado. Si el salmo no puede cantarse, se proclama de la
manera más apta para facilitar la meditación de la Palabra de Dios.
En vez del salmo asignado en el leccionario, puede también cantarse el
responsorio gradual tomado del Gradual Romano, o el salmo responsorial o
aleluyático tomado del Gradual Simple, tal como se presentan en esos libros.»
(IGMR, 61)
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La recitación seguida y continua de un texto bíblico, sin más, no es la
costumbre litúrgica de la Iglesia. Ella interrumpe, interviene. ¿Por qué? Porque
es la Esposa. Y porque es la Esposa escucha, responde, se alza, aclama,
vuelve a escuchar, canta, guarda silencio, da gracias, intercede. Por eso, a la
primera lectura le sucede un salmo y cuando el lector abandona el ambón, un
salmista le sustituye. Se produce un cambio del género literario: se ha pasado
de la prosa a la poesía; un poema no es una carta. Y también se pasa de la
recitación al canto; cuando el salmo se canta con una melodía simple, su
belleza literaria y su contenido espiritual rompen la austeridad inherente a la
mera recitación.
Si el canto de los salmos fue considerado en el Antiguo Testamento como
canto de David, los cristianos entendieron que esos cantos habían brotado del
corazón del verdadero David, Cristo. La Iglesia primitiva oró con los salmos y
los cantó como himnos de Cristo. Cristo mismo se convierte así en el director
de coro que nos enseña el canto nuevo, que da a la Iglesia el tono y le enseña
el modo de alabar a Dios y de unirse a la liturgia celeste.
El salmista se dirige al ambón para guiar la respuesta de la asamblea a la
iniciativa de la palabra divina. Estamos, pues, inmersos en una estructura de
diálogo. La liturgia vive siempre dentro de este diálogo eminente entre el Dios
glorificado y los hombres santificados. Si la palabra de Dios "ha caído", una vez
más, sobre el nuevo Israel, ahora la asamblea alza su canto de respuesta:
siempre la dimensión descendente y la dimensión ascendente de la liturgia.
Pero el salmo no es una respuesta cualquiera, sino la adecuada. A partir de
la reforma del Vaticano II, es una ley constante que cada día exista un salmo
específico y congruente para cada lectura. Primera lectura y salmo responsorial
son elementos ensamblados. ¿Porqué? Porque la finalidad del salmo es
favorecer la meditación de la palabra de Dios. Según sea el salmo que
acompañe a la primera lectura así el significado con que la liturgia la entiende.
Notemos que, si la actitud de la asamblea durante la proclamación de la
primera lectura era pasiva, contemplativa, de pura acogida, ahora, sin
embargo, cambia de signo y pasa a ser activa, protagonista. Que los cristianos
se unan sinceramente en el canto del salmo debería implicar dos cosas: haber
entendido por qué se canta el salmo que se canta e identificar la propia fe con
esa respuesta. Es una tarea de la inteligencia ayudada por las luces del
Espíritu, porque es Él quien da a los oyentes, según las disposiciones de
interiores, la inteligencia espiritual de la palabra de Dios.
La segunda lectura
Cuando el salmista se retira del ambón, un nuevo lector podría sustituirle
para proclamar el texto de un apóstol, si es domingo o solemnidad. Esta lectura
de las cartas apostólicas es importante porque la Iglesia es apostólica, se
apoya en el testimonio de los apóstoles. Lo mismo que los primeros cristianos,
los del siglo XXI tienen necesidad de alimentar su fe con las fulgurantes
incursiones de Pablo en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Al igual que les
sucedía a los oyentes del apóstol, el pensamiento de Pablo sobre Cristo
Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line
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"nacido de mujer", pero al mismo tiempo "Señor de la gloria", nos prepara para
recibir el evangelio, pues sus cartas son anteriores en más de diez años, al
menos, a la redacción de los evangelios.
La proclamación del Evangelio
«Después de la lectura, que precede inmediatamente al Evangelio, se canta el
Aleluya u otro canto determinado por las rúbricas, según lo pida el tiempo litúrgico.
Esta aclamación constituye por sí misma un rito, o bien un acto, por el que la
asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien le hablará en el Evangelio, y en
la cual profesa su fe con el canto. Se canta estando todos de pie, iniciándolo los
cantores o el cantor, y si fuere necesario, se repite, pero el versículo es cantado por
los cantores o por un cantor.
a) El Aleluya se canta en todo tiempo, excepto durante la Cuaresma. Los versículos
se toman del leccionario o del Gradual.
b) En tiempo de Cuaresma, en vez del Aleluya, se canta el versículo antes del
Evangelio que aparece en el leccionario. También puede cantarse otro salmo u otra
selección (tracto), según se encuentra en el Gradual.» (IGMR, 62)
«Cuando hay solo una lectura antes del Evangelio:
a) En el tiempo en que debe decirse Aleluya, puede tomarse o el salmo aleluyático
o el salmo y el Aleluya con su versículo.
b) En el tiempo en que no debe decirse Aleluya, puede tomarse o el salmo y el
versículo antes del Evangelio, o solamente el salmo..
c) El Aleluya o el versículo antes del Evangelio, si no se canta, puede omitirse.»
(IGMR, 63)
«La Secuencia, que sólo es obligatoria los días de Pascua y de Pentecostés, se
canta antes del Aleluya.» (IGMR, 64)
Al concluir del canto del salmo, podríamos quedar sorprendidos por el
arranque simultáneo de no pocos ritos. Se produce una cierta escenificación
que sugiere el inicio de algo valioso. En efecto, la asamblea, sentada desde
hace tiempo, ahora se pone de pie. El diácono recibe la bendición del
presidente. Los ministros le acompañan al ambón con cirios encendidos.
Llegan al olfato los primeros aromas del incienso. El libro es llevado en alto
porque el evangelio no es para ser ocultado sino para que brille. Y el canto del
Alleluia se escucha durante la procesión al ambón.
«Proclamación solemne de la Palabra de Dios
Otra sugerencia manifestada en el Sínodo ha sido la de resaltar, sobre todo
en las solemnidades litúrgicas relevantes, la proclamación de la Palabra,
especialmente el Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado procesionalmente
durante los ritos iniciales y después trasladado al ambón por el diácono o por un
sacerdote para la proclamación. De este modo, se ayuda al Pueblo de Dios a
reconocer que «la lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta
liturgia de la palabra». Siguiendo las indicaciones contenidas en la Ordenación
de las lecturas de la Misa, conviene dar realce a la proclamación de la Palabra
de Dios con el canto, especialmente el Evangelio, sobre todo en solemnidades
determinadas. El saludo, el anuncio inicial: «Lectura del santo evangelio...», y el
final, «Palabra del Señor», es bueno cantarlos para subrayar la importancia de lo
que se ha leído.» (Exhortación Apostólica Verbum Domini, Benedicto XVI, n° 67)
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59
Procesionar, desplazarse de un lugar a otro; desde el altar hasta el ambón.
Además de los elementos acústicos y ópticos, además de los gestos, también
el movimiento tiene un papel en la celebración. No es del todo acertado
confundir liturgia con estática. La liturgia es acción; acción primero y sobre todo
de Dios y luego de la Iglesia. En un momento fundante para el culto cristiano,
como fue el cenáculo, Jesús dijo: "Hagan esto en conmemoración mía". Dijo
"hagan", no dijo, por ejemplo, lean. Dispuso que la Iglesia realizara una acción.
En consecuencia, la liturgia pide un lenguaje total en donde se conjuguen
armónicamente la palabra, el canto, el gesto y también el movimiento del que la
procesión antes del evangelio es un signo expresivo.
Es lógico y teológico que todos se hayan puesto de pie. Imaginemos que
estamos sentados, descansando. Y llega de pronto una persona, para nosotros
respetable, y nos dirige la palabra. Puestos al punto de pie, le escuchamos, y
respondemos a sus preguntas erguidos. Estar de pie es actitud expectante y
despierta. Implica ánimo dispuesto.
Si la vida eterna significa contemplar al Dios que es Luz, también significa oír
al Dios que es Palabra. Cuando el diácono deposita cuidadosamente el
evangeliario sobre el ambón, todos los concelebrantes se vuelven hacia él.
Mirando a la asamblea, el diácono dice: "El Señor esté con ustedes". Es la
primera vez que toma la palabra en la celebración y es la única que al diácono
le está permitido decir ese saludo en presencia de un obispo o un presbítero.
¿Porqué? Porque no se puede dejar de manifestar por todos los medios
posibles que ahora el Señor está con su Iglesia, dirige la palabra a su Iglesia:
El Señor - con ustedes.
Al concluir la proclamación del evangelio, el diácono ha aclamado no
"palabra de Dios", como sucedía en la primera y en la segunda lectura, sino
"¡Palabra del Señor!" a lo que la asamblea responde "¡Gloria a ti, Señor
Jesús!". Es el modo que la asamblea tiene de confesar que el evangelio que ha
escuchado no es letra muerta sino palabra pascual del Resucitado. Por último,
el diácono besa el libro manifestando de ese modo la alegría y el amor que
inspira la palabra de Dios.
La homilía
La predicación de la homilía dentro de la Misa, a diferencia de la
proclamación del evangelio, es una acción primariamente presidencial. El
pueblo se sienta y el celebrante principal ocupa la sede, como icono de Cristo
maestro. Hasta ahora han permanecido de pie y orientados hacia el ambón
mientras transcurría el momento culminante de la proclamación evangélica
porque, entre todos los libros inspirados, la liturgia otorga un honor singular a
los evangelios. En su momento cultual, los textos bíblicos proclamados no son
todos iguales; la primacía la tienen los evangelios.
La homilía no es una predicación inserta en la celebración, sino un elemento
de la celebración misma. La homilía forma parte de la liturgia de la palabra y en
los documentos eclesiales aparece muy recomendada.
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60
«La homilía es parte de la Liturgia y es muy recomendada, pues es necesaria
para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún
aspecto de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o
del Propio de la Misa del día, teniendo en cuenta, sea el misterio que se celebra,
sean las necesidades particulares de los oyentes.» (IGMR, 65)
«La homilía la hará de ordinario el mismo sacerdote celebrante, o éste se la
encomendará a un sacerdote concelebrante, o alguna vez, según las
circunstancias, también a un diácono, pero nunca a un laico. En casos
especiales, y por justa causa, la homilía puede hacerla también el Obispo o el
presbítero que esté presente en la celebración sin que pueda concelebrar.
Los domingos y las fiestas del precepto debe tenerse la homilía en todas las
Misas que se celebran con asistencia del pueblo y no puede omitirse sin causa
grave, por otra parte, se recomienda tenerla todos días especialmente en las
ferias de Adviento, Cuaresma y durante el tiempo pascual, así como también en
otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude numeroso a la Iglesia.» (IGMR,
66)
La homilía está al servicio de la palabra de Dios y simultáneamente al
servicio de la asamblea. Sólo así tiene sentido cristiano. La homilía es un "venir
ministerial" de la palabra, en la coyuntura histórica que vive la asamblea; tarea,
pues, que requiere una sensibilidad particularmente solícita a sus problemas y
expectativas del momento.
Esta realidad está cargada de consecuencias. Con la homilía no se trata de
persuadir a los fieles para que piensen lo que piensa el predicador, sino de
disponerles para que escuchen y acojan lo que les dice el Señor. Es Dios
mismo quien en la liturgia quiere hablar con sus hijos. Hay que tener en cuenta
que esta comunicación, que es directa, se realiza además en la Iglesia y, por
tanto, con la mediación de varias autoridades: la Biblia, la tradición litúrgica, la
predicación.
«Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé
que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la
importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción
litúrgica”; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la
Palabra de Dios en la vida de los fieles». La homilía constituye una actualización
del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y
la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la
comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la
asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística.
Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la
predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías
genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como
inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el
predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a
los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser
el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores tengan
familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado; que se preparen para la homilía
con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión. La
Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las siguientes
preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí
personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su
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61
situación concreta?». El predicador tiene que «ser el primero en dejarse
interpelar por la Palabra de Dios que anuncia», porque, como dice san Agustín:
«Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente
de ella en su interior». Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la
de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible,
breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum
populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra
escuchada.» (Exhortación Apostólica Verbum Domini, Benedicto XVI, n° 59)
En la homilía, que no debe ser ni demasiado larga ni demasiado breve, se
trata de partir de las lecturas bíblicas para mostrar en el hoy litúrgico que vive la
Iglesia, el acontecimiento que se celebra, de manera que el don de Dios se
haga vida en el hoy histórico de cada cristiano. Cuando no se pronuncia
homilía, se puede guardar un tiempo de silencio sagrado.
Conviene recordar que la palabra celebrada es una palabra encarnada,
salvífica, eficaz. Requiere, en consecuencia, un lenguaje que es el propio de la
liturgia, que no es discursivo, ni didactista, ni moralista, ni argumentativo lógico
y deductivo, sino un lenguaje eminentemente simbólico, de tono evocativo, apto
para involucrar a la asamblea y capaz de dejarla situada a las puertas del
misterio de Dios. Este lenguaje debe ser el más adecuado para hacer presente
la atmósfera del misterio que debe empapar todo el desenvolverse de la acción
sagrada.
«La homilía, que se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es
parte de la misma Liturgia, «la hará, normalmente, el mismo sacerdote
celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces,
según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico. En casos
particulares y por justa causa, también puede hacer la homilía un obispo o un
presbítero que está presente en la celebración, aunque sin poder concelebrar.»
(Redemptionis Sacramentum, n° 64)
«Se recuerda que debe tenerse por abrogada, según lo prescrito en el canon
767 § 1, cualquier norma precedente que admitiera a los fieles no ordenados
para poder hacer la homilía en la celebración eucarística. Se reprueba esta
concesión, sin que se pueda admitir ninguna fuerza de la costumbre.»
(Redemptionis Sacramentum, n° 65)
«§ 1. Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la
misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año
litúrgico, expónganse en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y
las normas de vida cristiana.» (Código de Derecho Canónico, n° 767)
«La prohibición de admitir a los laicos para predicar, dentro de la celebración
de la Misa, también es válida para los alumnos de seminarios, los estudiantes de
teología, para los que han recibido la tarea de «asistentes pastorales» y para
cualquier otro tipo de grupo, hermandad, comunidad o asociación, de laicos.»
(Redemptionis Sacramentum, n° 66)
«Sobre todo, se debe cuidar que la homilía se fundamente estrictamente en
los misterios de la salvación, exponiendo a lo largo del año litúrgico, desde los
textos de las lecturas bíblicas y los textos litúrgicos, los misterios de la fe y las
normas de la vida cristiana, y ofreciendo un comentario de los textos del
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62
Ordinario y del Propio de la Misa, o de los otros ritos de la Iglesia. Es claro que
todas las interpretaciones de la sagrada Escritura deben conducir a Cristo, como
eje central de la economía de la salvación, pero esto se debe realizar
examinándola desde el contexto preciso de la celebración litúrgica. Al hacer la
homilía, procúrese iluminar desde Cristo los acontecimientos de la vida. Hágase
esto, sin embargo, de tal modo que no se vacíe el sentido auténtico y genuino de
la palabra de Dios, por ejemplo, tratando sólo de política o de temas profanos, o
tomando como fuente ideas que provienen de movimientos pseudo-religiosos de
nuestra época.» (Redemptionis Sacramentum, n° 67)
«El Obispo diocesano vigile con atención la homilía, difundiendo, entre los
ministros sagrados, incluso normas, orientaciones y ayudas, y promoviendo a
este fin reuniones y otras iniciativas; de esta manera tendrán ocasión frecuente
de reflexionar con mayor atención sobre el carácter de la homilía y encontrarán
también una ayuda para su preparación.» (Redemptionis Sacramentum, n° 68)
«§ 1. El Obispo diocesano debe enseñar y explicar a los fieles las verdades
de fe que han de creerse y vivirse, predicando personalmente con frecuencia;
cuide también de que se cumplan diligentemente las prescripciones de los
cánones sobre el ministerio de la palabra, principalmente sobre la homilía y la
enseñanza del catecismo, de manera que a todos se enseñe la totalidad de la
doctrina cristiana.» (Código de Derecho Canónico, n° 386)
El símbolo de la fe
Una vez que el celebrante principal concluye la homilía, la asamblea guarda
un espacio de silencio sagrado. Ahora el coro y la asamblea, juntos o
alternados, o la sola asamblea canta o recita de pie el Símbolo de la fe los
domingos, solemnidades u otros días señalados.
«En la santa Misa y en otras celebraciones de la sagrada Liturgia no se
admita un «Credo» o Profesión de fe que no se encuentre en los libros litúrgicos
debidamente aprobados.» (Redemptionis Sacramentum, n° 69)
Cuando la Instrucción General del Misal Romano expone el qué y el cómo
del Símbolo, emplea una redacción que conviene leer con atención: dice que
mientras la asamblea pronuncia la regla de la fe, rememora los grandes
misterios de la fe y los confiesa antes de comenzar su celebración en la
Eucaristía.
«El Símbolo o Profesión de Fe, se orienta a que todo el pueblo reunido
responda a la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura
y explicada por la homilía. Y para que sea proclamado como regla de fe,
mediante una fórmula aprobada para el uso litúrgico, que recuerde, confiese y
manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la
Eucaristía.» (IGMR, 67)
Fijémonos en la última expresión: la asamblea rememora y confiesa y luego
pasa a la "la celebración" de aquello mismo que ha rememorado y confesado
antes. Esto indica que la plegaria eucarística entraña una confesión de fe
particularmente plena, más intensa aún, podríamos decir, que la del Credo,
porque en éste los misterios son conmemorados y confesados, mientras que
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63
en aquélla son celebrados, es decir, confesados, conmemorados y reactualiza-
dos, hechos de nuevo presentes in mysterio aquí y ahora. La liturgia de la
palabra, ya en su tramo final, está mirando a la liturgia eucarística.
«El Símbolo debe ser cantado o recitado por el sacerdote con el pueblo los
domingos y en las solemnidades; puede también decirse en celebraciones
especiales más solemnes.
Si se canta, lo inicia el sacerdote, o según las circunstancias, el cantor o los
cantores, pero será cantado o por todos juntamente, o por el pueblo alternando
con los cantores.
Si no se canta, será recitado por todos en conjunto o en dos coros que se
alternan.» (IGMR, 68)
La oración universal
Al interceder en favor de todo el género humano ante el Padre, la asamblea
experimenta la conciencia de su condición de cuerpo sacerdotal de Cristo.
Participa de un modo simbólico pero eficaz, o sea sacramental, en la
intercesión perenne de Cristo ante el Padre. De ahí que, en la Iglesia primitiva,
los catecúmenos fueran invitados a abandonar la asamblea al comienzo de
esta oración: por carecer del sacerdocio bautismal, no eran mediadores, no
podían interceder.
«En la oración universal, u oración de los fieles, el pueblo responde en cierto
modo a la Palabra de Dios recibida en la fe y, ejercitando el oficio de su
sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Conviene
que esta oración se haga de ordinario en las Misas con participación del pueblo,
de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes,
por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la
salvación de todo el mundo.» (IGMR, 69)
Las intenciones, que son necesarias pero adjetivas en relación a lo
verdaderamente sustantivo, que es la respuesta letánica del pueblo, obedecen
siempre a un molde preestablecido. Las intenciones, ordinariamente cuatro, se
suceden unas a otras y se refieren, con formas literarias diversas, a estos
argumentos:
«Las serie de intenciones de ordinario será:
a) Por las necesidades de la Iglesia.
b) Por los que gobiernan y por la salvación del mundo.
c) Por los que sufren por cualquier dificultad.
d) Por la comunidad local.
Sin embargo, en alguna celebración particular, como la Confirmación, el
Matrimonio o las Exequias, el orden de las intenciones puede tener en cuenta
más expresamente la ocasión particular.» (IGMR, 70)
«Pertenece al sacerdote celebrante dirigir las preces desde la sede. Él mismo
las introduce con una breve monición, en la que invita a los fieles a orar, y la
termina con la oración. Las intenciones que se proponen deben ser sobrias,
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64
compuestas con sabia libertad y con pocas palabras y expresar la súplica de
toda la comunidad.
Las propone el diácono, o un cantor, o un lector, o bien, uno de los fieles
laicos desde el ambón o desde otro lugar conveniente.
Por su parte, el pueblo, de pie, expresa su súplica, sea con una invocación
común después de cada intención, sea orando en silencio.» (IGMR, 71)
En ocasiones señaladas y sin apartarse de ese molde, podría resultar
expresivo que las intenciones se construyeran en torno a un mismo texto que
podría haber sido proclamado en la liturgia de la palabra, como si fuera su eco.
Podría ser el caso, por ejemplo, de un formulario de oración universal para una
liturgia de difuntos construido en torno al salmo 22, que ha sido cantado por la
asamblea como salmo responsorial.
Esta expresividad, propia de la intercesión letánica y que brilla de manera
especial en esta oración, quedaría desvirtuada si se adoptaran para ella los
formularios correspondientes a las Preces del Oficio divino. El contexto de una
y de otras es diverso, como los es también su misma justificación. Las Preces
de laudes sirven para consagrar a Dios el día y el trabajo; las Preces de
vísperas son plegarias de intercesión, pero de modo distinto a las que se hacen
en la Misa. Mientras que la oración universal, que pertenece a la estructura de
la liturgia de la palabra, es un modo de respuesta a la palabra proclamada, las
Preces constituyen el despliegue natural de la alabanza que les ha precedido,
constituyen el momento intercesor del Oficio y completan el esquema de la
beraká judía (acción de gracias).

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Curso de liturgia

  • 1. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 49 CAPÍTULO VI LITURGIA DE LA PALABRA «Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra», se ha de prestar atención ante todo a la sagrada liturgia. En efecto, este es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su pueblo, que escucha y responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum Concilium, «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones y cantos litúrgicos están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado las acciones y los signos». Más aún, hay que decir que Cristo mismo «está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura». Por tanto, «la celebración litúrgica se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres». En efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en el acto litúrgico, la Palabra de Dios va acompañada por la íntima acción del Espíritu Santo, que la hace operante en el corazón de los fieles. En realidad, gracias precisamente al Paráclito, «la Palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica, norma y ayuda de toda la vida. Por consiguiente, la acción del Espíritu... va recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la Palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y, consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y proporciona la multiplicidad de actuaciones.» (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Verbum Domini, n° 52) I – La Sagrada escritura vivida en la historia Todas las liturgias de Oriente y Occidente han reservado un puesto privilegiado a la Sagrada Escritura en todas sus celebraciones. La versión de los LXX fue el primer libro litúrgico de la Iglesia (cf. 2 Tim 3,15-16). El aprecio y la celebración de la Palabra de Dios ya era un valor heredado de los judíos: desde las grandes asambleas del AT, para escuchar la palabra (Ex 19-24, Neh 8-9) y la estructura de la celebración en el culto sinagogal, centrado en las lecturas bíblicas y en la oración de los salmos. Era fácil de ahí el paso a la celebración cristiana, con la conciencia de que Dios, que había hablado a su pueblo por boca de los profetas, ahora nos ha dirigido su palabra por medio de su Hijo (Heb 1,1-2), la Palabra hecha persona (Jn 1,14). El propio Jesús, que citaba las Escrituras del Antiguo Testamento, aplicándolas a su persona y a su obra, no solamente mandó acudir a la Biblia para entender su mensaje (Jn 5,39), sino que, además, nos dio ejemplo ejerciendo el ministerio del lector y del homileta en la sinagoga de Nazareth (Lc 4,16-21) y explicando a los discípulos de Emaús “cuanto se refería a él comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas” (Lc 24,27), antes de realizar la “fracción del pan” (Lc 24,30). En efecto, después de la resurrección
  • 2. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 50 hizo entrega a los discípulos del sentido último de las Escrituras, al “abrirles las inteligencias” para que las comprendiesen (Lc 24,44-45). Hacia el año 155, en Roma, San Justino dejó escrita la más antigua descripción de la eucaristía dominical. La celebración comenzaba con la Liturgia de la Palabra (San Justino, I Apología 67). Es muy probable que, desde el principio, la liturgia cristiana siguiera la práctica sinagogal de proclamar la Palabra de Dios en las reuniones de oración y en particular en la Eucaristía (Hch 20,7-11). Por otra parte, es fácilmente comprensible que, cuando empezaron a circular por las Iglesias los “los recuerdos de los Apóstoles”, su lectura se añadiese a la del Antiguo Testamento. Más aún, muchas de las páginas del Nuevo Testamento han sido escritas después de haber formado parte de la transmisión oral en un contexto litúrgico. La proclamación de la Palabra es un hecho constante y universal en la historia del culto cristiano, de manera que no hay rito litúrgico que no tenga varios leccionarios, en los que ha distribuido la lectura de la Palabra de Dios de acuerdo con el calendario y las necesidades pastorales de la respectiva Iglesia. II – La Palabra de Dios vivida en la liturgia «Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la Liturgia de la palabra y la Eucaristía, están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto. Por esto el Sagrado Sínodo exhorta vehemente a los pastores de almas para que en la catequesis instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de la participación en toda la misa, sobre todo los domingos y fiestas de precepto.» (Sacrosanctum Concilium, n° 56) «La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica: – La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal; – la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión. Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas "un solo acto de culto" (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. Dei Verbum, 21).» (Catecismo de la Iglesia, n. 1346) «He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf Lc 24,13-35).» (Catecismo de la Iglesia, n. 1347) Pues la predicación de la palabra se requiere para el ministerio mismo de los sacramentos, como quiera que son sacramentos de la fe, la cual nace de la palabra y de ella se alimenta. Esto se ha de decir sobre todo de la celebración de la misa, en la cual la liturgia de la palabra tiene la intención de fomentar de manera peculiar la unión estrecha entre el anuncio y la escucha de la Palabra de Dios y el misterio eucarístico.
  • 3. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 51 Por tanto, los fieles, al escuchar la Palabra de Dios, comprendan que las maravillas que les son anunciadas tienen su punto culminante en el misterio pascual, cuyo Memorial es celebrado sacramentalmente en la misa. De este modo, escuchando la Palabra de Dios, alimentados por ella, los fieles son introducidas en la acción de gracias a una participación fructuosa de los misterios de la salvación. Así la Iglesia se nutre del pan de vida tanto en la mesa de la Palabra de Dios como en la del Cuerpo de Cristo. (Dei Verbum, n. 21) «Junto con el Sínodo, pido que la liturgia de la Palabra se prepare y se viva siempre de manera adecuada. Por tanto, recomiendo vivamente que en la liturgia se ponga gran atención a la proclamación de la Palabra de Dios por parte de lectores bien instruidos. Nunca olvidemos que «cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla a su Pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio». Si las circunstancias lo aconsejan, se puede pensar en unas breves moniciones que ayuden a los fieles a una mejor disposición. Para comprenderla bien, la Palabra de Dios ha de ser escuchada y acogida con espíritu eclesial y siendo conscientes de su unidad con el Sacramento eucarístico. En efecto, la Palabra que anunciamos y escuchamos es el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y hace referencia intrínseca a la persona de Cristo y a su permanencia de manera sacramental. Cristo no habla en el pasado, sino en nuestro presente, ya que Él mismo está presente en la acción litúrgica. En esta perspectiva sacramental de la revelación cristiana, el conocimiento y el estudio de la Palabra de Dios nos permite apreciar, celebrar y vivir mejor la Eucaristía. A este respecto, se aprecia también en toda su verdad la afirmación, según la cual «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (Dei Verbum, 25).». (Sacramentum Caritatis, 45) «Cuando se leen las sagradas Escrituras en la Iglesia, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso las lecturas de la Palabra de Dios, que proporcionan a la Liturgia un elemento de máxima importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración. Aunque la palabra divina en las lecturas de la sagrada Escritura se dirija a todos los hombres de todos los tiempos y sea inteligible para ellos, sin embargo, su más plena inteligencia y eficacia se favorece con una explicación viva, es decir, con la homilía, que viene así a ser parte de la acción litúrgica.» (IGMR, 29) Puede decirse que, en condiciones normales, no hay encuentro humano, ni reunión, ni asamblea, en los que la palabra o comunicación oral no juegue un papel importante. La palabra es expresión de la interioridad, medio de comunicación, llamada al encuentro y al diálogo, epifanía personal, y puerta de acceso al misterio del otro. También en la asamblea eucarística tiene un puesto primordial la Palabra. En la Eucaristía la Palabra se proclama y se anuncia, se explica y se aplica, se hace oración y canto, diálogo y respuesta, acontecimiento y celebración. Esta Palabra, aún siendo palabra humana, no es sólo palabra de hombre, es sobre todo “Palabra de Dios”. Y esto, no es sólo porque nos habla Dios y sobre Dios, sino porque en ella y a través de ella Dios mismo es el que habla. Pero se hace necesaria una distinción: no toda palabra que se pronuncia en la Eucaristía es “Palabra de Dios”. Llamamos “Palabra de Dios” a lo que se
  • 4. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 52 contiene en la Escritura y se proclama en la asamblea. Llamamos “palabra de la Iglesia” a la que pronuncia es sacerdote en la homilía, en comunión con la enseñanza de la Iglesia. Llamamos “palabra sacramental” a la palabra que expresa y realiza el misterio o “plegaria eucarística”. Llamamos “palabra oracional de la fe” a la que se contiene en las diversas oraciones de la Misa, y por la que la misma Iglesia y la asamblea celebrante expresa su fe. Todas estas “palabras” tienen su sentido y su intención, expresan y realizan algo, nos interpelan y nos convocan, suponen la llamada y la respuesta. Ni el que dice, ni el que escucha estas palabras puede permanecer indiferente. Actitudes para la participación: disposición para el diálogo personal Estar dispuestos al diálogo con Dios desde su Palabra, es abrirse a las actitudes que permiten el desarrollo de las virtualidades de dicha Palabra. Y estas actitudes pueden concretarse en los siguientes puntos: • Escuchar como si no hubiera otra Palabra. • Comprender en la medida en que permite esa Palabra. • Acoger el don que nos ofrece la Palabra. • Comprometerse en la respuesta que damos a la Palabra. Cuando se desea escuchar, comprender, acoger y vivir el mensaje de Salvación de la Palabra, ya esa misma Palabra está obrando dicha Salvación, y ya se puede dialogar desde la Palabra, aunque no se llegue a escucharla, o comprenderla, o acogerla o vivirla como se debiera. Colaboración para el diálogo comunitario La Palabra no admite monopolios, ni manipulaciones. Su fuerza dialógica nos implica y nos compromete, no sólo como individuos, sino también como comunidad. La comunidad es el lugar propio de proclamación de la Palabra, y es donde ella encuentra sus ecos y resonancias. Es necesario que la comunidad no sólo sea un grupo necesariamente presente, sino que también lo sea dialogalmente. Que cada uno no escuche entre interesado e indiferente, los que otros dicen o piensan sobre la Palabra, sin poder expresar lo que él piensa y cree. Para poder formar una verdadera comunidad que viva la Palabra, es preciso en una formación personal sobre la Escritura, que haga posible su interpretación en comunidad y en una disposición personal a comunicar a los demás lo que el Espíritu nos dice sobre la Palabra. Acogida del mensaje de salvación Por la palabra se nos anuncia y transmite un mensaje no simplemente humano, sino divino. La Palabra de Dios transmitiéndose y dándose a sí mismo. Acoger el mensaje es necesariamente acoger al que se transmite en el mensaje. Y esta acogida sólo se da cuando existe una real apertura y la sencillez del niño; cuando se está verdaderamente dispuesto para que el Otro irrumpa en mi propio ser; cuando no se teme a la aventura de nuevos horizontes, el cambio que supone “abandonarlo todo y seguir”; cuando se sabe
  • 5. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 53 que el fiarse de esta Palabra, el apostar por su verdad, es el camino para la plenitud y la salvación. Acoger cada día el mensaje es alegrarse de haberlo acogido de una vez para siempre, sabiendo que merece la pena fiarse de lo que anuncia. Aceptación de la palabra fraterna Sucede, a veces, que nuestras actitudes subjetivas, aún siendo muy buenas, chocan contra la barrera de unas condiciones y formas de transmisión mediocres y deficientes. Y la palabra del que predica nos suena más a humano que a divino, su forma de explicar y aplicar puede parecernos más un obstáculo que ayuda. Y sin embargo es preciso saber aceptar la palabra fraterna, escuchar a través de ella la llamada de Dios, ver más allá de la humana limitación, atender más al contenido que a la forma, sentirse, en fin, interpelado en aquello sobre lo que nosotros mismos podríamos interpelar al hermano. Con todo, Dios se acerca también a través de la miseria y fragilidad humana. III – La proclamación de la Palabra en las lecturas «La parte principal de la Liturgia de la Palabra la constituyen las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura, junto con los cánticos que se intercalan entre ellas; y la homilía, la profesión de fe y la oración universal u oración de los fieles, la desarrollan y la concluyen. Pues en las lecturas, que la homilía explica, Dios habla a su pueblo, le desvela los misterios de la redención y de la salvación, y le ofrece alimento espiritual; en fin, Cristo mismo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. El pueblo hace suya esta palabra divina por el silencio y por los cantos; se adhiere a ella por la profesión de fe; y nutrido por ella, expresa sus súplicas con la oración universal por las necesidades de toda la Iglesia y por la salvación de todo el mundo.» (IGMR, 55). La liturgia de la Palabra constituye una unidad dinámica y rítmica, donde los distintos elementos que la componen, se enlazan y apoyan para desarrollar del carácter dialógico que la especifica. La Palabra se proclama y se escucha en la lectura; se medita y se acoge en el silencio y el canto; se profundiza y se aplica en la homilía, y se torna en respuesta de fe, oración sacerdotal y compromiso en el Credo y la Oración universal u Oración de los fieles. Así tenemos que se da un triple movimiento: el descendente de Dios al hombre; el expandiente: de la Iglesia al bautizado; el ascendente: del creyente por la Iglesia a Dios. Dios llama por su Palabra proclamada en la Iglesia y el hombre responde con su fe, en la fe de la Iglesia. La Palabra de Dios es pro-vocación (interpela), en la con-vocación (asamblea), para la in-vocación (respuesta). En esto se diferencia la Palabra de Dios proclamada y celebrada en la asamblea, de la Palabra de Dios leída y meditada en privado: en que allí se expresa y realiza la mediación dialogante de la Iglesia en forma privilegiada. Y esta Palabra de Dios proclamada implica la misma presencia de Dios como el verdadero proclamador que se dirige a su pueblo congregado:
  • 6. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 54 Porque Cristo está presente en su Palabra, la Palabra hace presente a Cristo en los que la escuchan. Es una forma especial de hacerse presente en nosotros, ya que no vemos su articulación, pero le oímos por la Palabra, pero no sentimos su presencia. Más aún, la Palabra que nos es dirigida hoy y aquí, no es una Palabra anunciada por primera vez este hoy y aquí. Es más bien la Palabra que, desde que fuera proclamada en un tiempo y espacio concretos, se ha convertido en un hoy y aquí eterno, inmutable, permanentemente actual. Su fuerza y fecundidad, su capacidad de convocación y conversión, su verdad y virtud salvadoras no son sólo de ayer, son de hoy y serán de siempre. Por eso mismo proclamar la Palabra en la asamblea eucarística, es hacer presente entre nosotros al que permanece presente en su Palabra, con su fuerza salvadora y su virtud transformante, más allá del espacio y del tiempo, en un hoy que se extiende hasta la eternidad. Dios no ha caído en silencio, Dios sigue presente en su Palabra y hoy, aquí y ahora, sigue hablándonos en forma personal a cada uno. Sean cuales sean los textos que se proclaman, siempre se anuncia y se realiza el único misterio de la Redención y Salvación, anunciado de antiguo por los Profetas, realizado en Cristo Jesús, continuado por la Iglesia y en tensión hacia su plenitud escatológica. IV – Estructura de la Liturgia de la Palabra • Primera lectura • Salmo responsorial • Segunda lectura • Secuencia • Aleluya • Evangelio • Credo • Oración de los fieles «En los textos que han de pronunciarse en voz alta y clara, sea por el sacerdote o por el diácono, o por el lector, o por todos, la voz debe responder a la índole del respectivo texto, según éste sea una lectura, oración, monición, aclamación o canto; como también a la forma de la celebración y de la solemnidad de la asamblea. Además, téngase en cuenta la índole de las diversas lenguas y la naturaleza de los pueblos.» (IGMR, 38) «Por las lecturas se prepara para los fieles la mesa de la Palabra de Dios y abren para ellos los tesoros de la Biblia. (SC, 51) Conviene, por lo tanto, que se conserve la disposición de las lecturas, que aclara la unidad de los dos Testamentos y de la historia de la salvación; y no es lícito que las lecturas y el salmo responsorial, que contienen la Palabra de Dios, sean cambiados por otros textos no bíblicos.» 62]. (IGMR, 57) «En la celebración de la Misa con el pueblo, las lecturas se proclamarán siempre desde el ambón.» (IGMR, 58)
  • 7. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 55 «Según la tradición, el servicio de proclamar las lecturas no es presidencial, sino ministerial. Por consiguiente, que las lecturas sean proclamadas por un lector; en cambio, que el diácono, o estando éste ausente, otro sacerdote, anuncie el Evangelio. Sin embargo, si no está presente un diácono u otro sacerdote, corresponde al mismo sacerdote celebrante leer el Evangelio; y si no se encuentra presente otro lector idóneo, el sacerdote celebrante proclamará también las lecturas. Después de cada lectura, el lector propone una aclamación, con cuya respuesta el pueblo congregado tributa honor a la Palabra de Dios recibida con fe y con ánimo agradecido.» (IGMR, 59) «La lectura del Evangelio constituye la cumbre de la Liturgia de la Palabra. La Liturgia misma enseña que debe tributársele suma veneración, cuando la distingue entre las otras lecturas con especial honor, sea por parte del ministro delegado para anunciarlo y por la bendición o la oración con que se prepara; sea por parte de los fieles, que con sus aclamaciones reconocen y profesan la presencia de Cristo que les habla, y escuchan de pie la lectura misma; sea por los mismos signos de veneración que se tributan al Evangeliario.» (IGMR, 60) La primera lectura La liturgia de la palabra se inicia de un modo muy significativo: su arranque consiste, sencillamente, en ponernos a la escucha. Nos invita a prestar oídos a Otro. Lo primero que hace la liturgia es situarnos en la presencia de Dios con el fin de escucharle. Se nos revela así la estructura misma de la fe, que es iniciativa de Dios, antes que respuesta nuestra. El protagonismo de la sede ha terminado por ahora, lo recuperará más tarde, cuando el celebrante pronuncie la homilía desde ella, como hizo Jesús en Cafarnaúm: "Y enrollando el libro se lo devolvió al ministro, se sentó (...) y comenzó a decirles". No hay inconveniente en pronunciar la homilía también desde el ambón puesto que se trata de una acción verdaderamente litúrgica. Si se hace de pie desde el ambón, se subraya que la homilía forma parte de la liturgia de la palabra, cuya sede es el ambón, y se expresa, por tanto, que es una predicación que se ha de entender desde el estatuto teológico de la liturgia; si se predica sentado en la sede, se subraya la autoridad de la que el presidente participa directamente de Cristo-profeta, mientras predica. La Ordenación General del Misal Romano nombra ambos lugares, por este orden, primero la sede y luego el ambón A partir de ahora y durante toda la liturgia de la palabra, habrá un único polo de atención: el ambón, que es la sede de la palabra de Dios. Desde el ambón, el lector pronuncia las lecturas, el salmista canta el salmo, el diácono proclama el evangelio y un ministro puede proponer las intenciones de la oración universal. Otros atriles para usos auxiliares podrían ser oportunos, como por ejemplo delante de la sede, pero diseñados de tal manera que no resten significación ni protagonismo al único ambón.
  • 8. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 56 Un lector, especialmente formado para ser idóneo servidor de la palabra, se acerca al ambón haciendo previamente una reverencia al altar, porque hay un misterio del altar cristiano. Esta presencia del lector, que bien podría ser un fiel distinto de quien preside la celebración, obedece a una comprensión teológica de la acción litúrgica: es más expresivo que quien representa a Cristo-Cabeza realice sólo las acciones capitales; no todas las acciones de la celebración, sino aquellas que le corresponden: al presidente le corresponden las presidenciales. Es otro modo de manifestar que la celebración litúrgica expresa el misterio de la Iglesia: una comunidad sacerdotal, orgánicamente constituida, donde el sacerdocio bautismal concurre con el ministerial en la oblación de la Eucaristía. Al llegar al ambón, el lector se encuentra con el leccionario: de ese libro lee la primera lectura, sin decir primera lectura, porque esas dos palabras estás escritas en caracteres rojos. Es una lectura pausada de un texto inspirado cuyos grandes periodos podrían distinguirse por una recitación que los separa por medio de brevísimas pausas que faciliten su asimilación. También la técnica está al servicio de la palabra de Dios. Si alguien ha leído una sucinta monición previa, útil para introducirnos en la lectura, ésta no se ha pronunciado desde el ambón. Terminada la lectura, se puede guardar un tiempo de silencio, según la coyuntura o circunstancias de la celebración, de la asamblea Al terminar la proclamación de la primera lectura, el lector dirige a la asamblea la aclamación "palabra de Dios". No es bueno postergar la respuesta "Demos gracias a Dios" porque indica que los fieles han oído a Dios, que se ha oído y entendido lo que se acaba de decir El salmo responsorial «Después de la primera lectura, sigue el salmo responsorial, que es parte integral de la Liturgia de la Palabra y en sí mismo tiene gran importancia litúrgica y pastoral, ya que favorece la meditación de la Palabra de Dios. El salmo responsorial debe corresponder a cada una de las lecturas y se toma habitualmente del leccionario. Conviene que el salmo responsorial sea cantado, al menos la respuesta que pertenece al pueblo. Así pues, el salmista o el cantor del salmo, desde el ambón o en otro sitio apropiado, proclama las estrofas del salmo, mientras que toda la asamblea permanece sentada, escucha y, más aún, de ordinario participa por medio de la respuesta, a menos que el salmo se proclame de modo directo, es decir, sin respuesta. Pero, para que el pueblo pueda unirse con mayor facilidad a la respuesta salmódica, se escogieron unos textos de respuesta y unos de los salmos, según los distintos tiempos del año o las diversas categorías de Santos, que pueden emplearse en vez del texto correspondiente a la lectura, siempre que el salmo sea cantado. Si el salmo no puede cantarse, se proclama de la manera más apta para facilitar la meditación de la Palabra de Dios. En vez del salmo asignado en el leccionario, puede también cantarse el responsorio gradual tomado del Gradual Romano, o el salmo responsorial o aleluyático tomado del Gradual Simple, tal como se presentan en esos libros.» (IGMR, 61)
  • 9. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 57 La recitación seguida y continua de un texto bíblico, sin más, no es la costumbre litúrgica de la Iglesia. Ella interrumpe, interviene. ¿Por qué? Porque es la Esposa. Y porque es la Esposa escucha, responde, se alza, aclama, vuelve a escuchar, canta, guarda silencio, da gracias, intercede. Por eso, a la primera lectura le sucede un salmo y cuando el lector abandona el ambón, un salmista le sustituye. Se produce un cambio del género literario: se ha pasado de la prosa a la poesía; un poema no es una carta. Y también se pasa de la recitación al canto; cuando el salmo se canta con una melodía simple, su belleza literaria y su contenido espiritual rompen la austeridad inherente a la mera recitación. Si el canto de los salmos fue considerado en el Antiguo Testamento como canto de David, los cristianos entendieron que esos cantos habían brotado del corazón del verdadero David, Cristo. La Iglesia primitiva oró con los salmos y los cantó como himnos de Cristo. Cristo mismo se convierte así en el director de coro que nos enseña el canto nuevo, que da a la Iglesia el tono y le enseña el modo de alabar a Dios y de unirse a la liturgia celeste. El salmista se dirige al ambón para guiar la respuesta de la asamblea a la iniciativa de la palabra divina. Estamos, pues, inmersos en una estructura de diálogo. La liturgia vive siempre dentro de este diálogo eminente entre el Dios glorificado y los hombres santificados. Si la palabra de Dios "ha caído", una vez más, sobre el nuevo Israel, ahora la asamblea alza su canto de respuesta: siempre la dimensión descendente y la dimensión ascendente de la liturgia. Pero el salmo no es una respuesta cualquiera, sino la adecuada. A partir de la reforma del Vaticano II, es una ley constante que cada día exista un salmo específico y congruente para cada lectura. Primera lectura y salmo responsorial son elementos ensamblados. ¿Porqué? Porque la finalidad del salmo es favorecer la meditación de la palabra de Dios. Según sea el salmo que acompañe a la primera lectura así el significado con que la liturgia la entiende. Notemos que, si la actitud de la asamblea durante la proclamación de la primera lectura era pasiva, contemplativa, de pura acogida, ahora, sin embargo, cambia de signo y pasa a ser activa, protagonista. Que los cristianos se unan sinceramente en el canto del salmo debería implicar dos cosas: haber entendido por qué se canta el salmo que se canta e identificar la propia fe con esa respuesta. Es una tarea de la inteligencia ayudada por las luces del Espíritu, porque es Él quien da a los oyentes, según las disposiciones de interiores, la inteligencia espiritual de la palabra de Dios. La segunda lectura Cuando el salmista se retira del ambón, un nuevo lector podría sustituirle para proclamar el texto de un apóstol, si es domingo o solemnidad. Esta lectura de las cartas apostólicas es importante porque la Iglesia es apostólica, se apoya en el testimonio de los apóstoles. Lo mismo que los primeros cristianos, los del siglo XXI tienen necesidad de alimentar su fe con las fulgurantes incursiones de Pablo en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Al igual que les sucedía a los oyentes del apóstol, el pensamiento de Pablo sobre Cristo
  • 10. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 58 "nacido de mujer", pero al mismo tiempo "Señor de la gloria", nos prepara para recibir el evangelio, pues sus cartas son anteriores en más de diez años, al menos, a la redacción de los evangelios. La proclamación del Evangelio «Después de la lectura, que precede inmediatamente al Evangelio, se canta el Aleluya u otro canto determinado por las rúbricas, según lo pida el tiempo litúrgico. Esta aclamación constituye por sí misma un rito, o bien un acto, por el que la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien le hablará en el Evangelio, y en la cual profesa su fe con el canto. Se canta estando todos de pie, iniciándolo los cantores o el cantor, y si fuere necesario, se repite, pero el versículo es cantado por los cantores o por un cantor. a) El Aleluya se canta en todo tiempo, excepto durante la Cuaresma. Los versículos se toman del leccionario o del Gradual. b) En tiempo de Cuaresma, en vez del Aleluya, se canta el versículo antes del Evangelio que aparece en el leccionario. También puede cantarse otro salmo u otra selección (tracto), según se encuentra en el Gradual.» (IGMR, 62) «Cuando hay solo una lectura antes del Evangelio: a) En el tiempo en que debe decirse Aleluya, puede tomarse o el salmo aleluyático o el salmo y el Aleluya con su versículo. b) En el tiempo en que no debe decirse Aleluya, puede tomarse o el salmo y el versículo antes del Evangelio, o solamente el salmo.. c) El Aleluya o el versículo antes del Evangelio, si no se canta, puede omitirse.» (IGMR, 63) «La Secuencia, que sólo es obligatoria los días de Pascua y de Pentecostés, se canta antes del Aleluya.» (IGMR, 64) Al concluir del canto del salmo, podríamos quedar sorprendidos por el arranque simultáneo de no pocos ritos. Se produce una cierta escenificación que sugiere el inicio de algo valioso. En efecto, la asamblea, sentada desde hace tiempo, ahora se pone de pie. El diácono recibe la bendición del presidente. Los ministros le acompañan al ambón con cirios encendidos. Llegan al olfato los primeros aromas del incienso. El libro es llevado en alto porque el evangelio no es para ser ocultado sino para que brille. Y el canto del Alleluia se escucha durante la procesión al ambón. «Proclamación solemne de la Palabra de Dios Otra sugerencia manifestada en el Sínodo ha sido la de resaltar, sobre todo en las solemnidades litúrgicas relevantes, la proclamación de la Palabra, especialmente el Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado procesionalmente durante los ritos iniciales y después trasladado al ambón por el diácono o por un sacerdote para la proclamación. De este modo, se ayuda al Pueblo de Dios a reconocer que «la lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia de la palabra». Siguiendo las indicaciones contenidas en la Ordenación de las lecturas de la Misa, conviene dar realce a la proclamación de la Palabra de Dios con el canto, especialmente el Evangelio, sobre todo en solemnidades determinadas. El saludo, el anuncio inicial: «Lectura del santo evangelio...», y el final, «Palabra del Señor», es bueno cantarlos para subrayar la importancia de lo que se ha leído.» (Exhortación Apostólica Verbum Domini, Benedicto XVI, n° 67)
  • 11. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 59 Procesionar, desplazarse de un lugar a otro; desde el altar hasta el ambón. Además de los elementos acústicos y ópticos, además de los gestos, también el movimiento tiene un papel en la celebración. No es del todo acertado confundir liturgia con estática. La liturgia es acción; acción primero y sobre todo de Dios y luego de la Iglesia. En un momento fundante para el culto cristiano, como fue el cenáculo, Jesús dijo: "Hagan esto en conmemoración mía". Dijo "hagan", no dijo, por ejemplo, lean. Dispuso que la Iglesia realizara una acción. En consecuencia, la liturgia pide un lenguaje total en donde se conjuguen armónicamente la palabra, el canto, el gesto y también el movimiento del que la procesión antes del evangelio es un signo expresivo. Es lógico y teológico que todos se hayan puesto de pie. Imaginemos que estamos sentados, descansando. Y llega de pronto una persona, para nosotros respetable, y nos dirige la palabra. Puestos al punto de pie, le escuchamos, y respondemos a sus preguntas erguidos. Estar de pie es actitud expectante y despierta. Implica ánimo dispuesto. Si la vida eterna significa contemplar al Dios que es Luz, también significa oír al Dios que es Palabra. Cuando el diácono deposita cuidadosamente el evangeliario sobre el ambón, todos los concelebrantes se vuelven hacia él. Mirando a la asamblea, el diácono dice: "El Señor esté con ustedes". Es la primera vez que toma la palabra en la celebración y es la única que al diácono le está permitido decir ese saludo en presencia de un obispo o un presbítero. ¿Porqué? Porque no se puede dejar de manifestar por todos los medios posibles que ahora el Señor está con su Iglesia, dirige la palabra a su Iglesia: El Señor - con ustedes. Al concluir la proclamación del evangelio, el diácono ha aclamado no "palabra de Dios", como sucedía en la primera y en la segunda lectura, sino "¡Palabra del Señor!" a lo que la asamblea responde "¡Gloria a ti, Señor Jesús!". Es el modo que la asamblea tiene de confesar que el evangelio que ha escuchado no es letra muerta sino palabra pascual del Resucitado. Por último, el diácono besa el libro manifestando de ese modo la alegría y el amor que inspira la palabra de Dios. La homilía La predicación de la homilía dentro de la Misa, a diferencia de la proclamación del evangelio, es una acción primariamente presidencial. El pueblo se sienta y el celebrante principal ocupa la sede, como icono de Cristo maestro. Hasta ahora han permanecido de pie y orientados hacia el ambón mientras transcurría el momento culminante de la proclamación evangélica porque, entre todos los libros inspirados, la liturgia otorga un honor singular a los evangelios. En su momento cultual, los textos bíblicos proclamados no son todos iguales; la primacía la tienen los evangelios. La homilía no es una predicación inserta en la celebración, sino un elemento de la celebración misma. La homilía forma parte de la liturgia de la palabra y en los documentos eclesiales aparece muy recomendada.
  • 12. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 60 «La homilía es parte de la Liturgia y es muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del Propio de la Misa del día, teniendo en cuenta, sea el misterio que se celebra, sean las necesidades particulares de los oyentes.» (IGMR, 65) «La homilía la hará de ordinario el mismo sacerdote celebrante, o éste se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o alguna vez, según las circunstancias, también a un diácono, pero nunca a un laico. En casos especiales, y por justa causa, la homilía puede hacerla también el Obispo o el presbítero que esté presente en la celebración sin que pueda concelebrar. Los domingos y las fiestas del precepto debe tenerse la homilía en todas las Misas que se celebran con asistencia del pueblo y no puede omitirse sin causa grave, por otra parte, se recomienda tenerla todos días especialmente en las ferias de Adviento, Cuaresma y durante el tiempo pascual, así como también en otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude numeroso a la Iglesia.» (IGMR, 66) La homilía está al servicio de la palabra de Dios y simultáneamente al servicio de la asamblea. Sólo así tiene sentido cristiano. La homilía es un "venir ministerial" de la palabra, en la coyuntura histórica que vive la asamblea; tarea, pues, que requiere una sensibilidad particularmente solícita a sus problemas y expectativas del momento. Esta realidad está cargada de consecuencias. Con la homilía no se trata de persuadir a los fieles para que piensen lo que piensa el predicador, sino de disponerles para que escuchen y acojan lo que les dice el Señor. Es Dios mismo quien en la liturgia quiere hablar con sus hijos. Hay que tener en cuenta que esta comunicación, que es directa, se realiza además en la Iglesia y, por tanto, con la mediación de varias autoridades: la Biblia, la tradición litúrgica, la predicación. «Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción litúrgica”; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles». La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado; que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión. La Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su
  • 13. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 61 situación concreta?». El predicador tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia», porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior». Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada.» (Exhortación Apostólica Verbum Domini, Benedicto XVI, n° 59) En la homilía, que no debe ser ni demasiado larga ni demasiado breve, se trata de partir de las lecturas bíblicas para mostrar en el hoy litúrgico que vive la Iglesia, el acontecimiento que se celebra, de manera que el don de Dios se haga vida en el hoy histórico de cada cristiano. Cuando no se pronuncia homilía, se puede guardar un tiempo de silencio sagrado. Conviene recordar que la palabra celebrada es una palabra encarnada, salvífica, eficaz. Requiere, en consecuencia, un lenguaje que es el propio de la liturgia, que no es discursivo, ni didactista, ni moralista, ni argumentativo lógico y deductivo, sino un lenguaje eminentemente simbólico, de tono evocativo, apto para involucrar a la asamblea y capaz de dejarla situada a las puertas del misterio de Dios. Este lenguaje debe ser el más adecuado para hacer presente la atmósfera del misterio que debe empapar todo el desenvolverse de la acción sagrada. «La homilía, que se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es parte de la misma Liturgia, «la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico. En casos particulares y por justa causa, también puede hacer la homilía un obispo o un presbítero que está presente en la celebración, aunque sin poder concelebrar.» (Redemptionis Sacramentum, n° 64) «Se recuerda que debe tenerse por abrogada, según lo prescrito en el canon 767 § 1, cualquier norma precedente que admitiera a los fieles no ordenados para poder hacer la homilía en la celebración eucarística. Se reprueba esta concesión, sin que se pueda admitir ninguna fuerza de la costumbre.» (Redemptionis Sacramentum, n° 65) «§ 1. Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expónganse en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana.» (Código de Derecho Canónico, n° 767) «La prohibición de admitir a los laicos para predicar, dentro de la celebración de la Misa, también es válida para los alumnos de seminarios, los estudiantes de teología, para los que han recibido la tarea de «asistentes pastorales» y para cualquier otro tipo de grupo, hermandad, comunidad o asociación, de laicos.» (Redemptionis Sacramentum, n° 66) «Sobre todo, se debe cuidar que la homilía se fundamente estrictamente en los misterios de la salvación, exponiendo a lo largo del año litúrgico, desde los textos de las lecturas bíblicas y los textos litúrgicos, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, y ofreciendo un comentario de los textos del
  • 14. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 62 Ordinario y del Propio de la Misa, o de los otros ritos de la Iglesia. Es claro que todas las interpretaciones de la sagrada Escritura deben conducir a Cristo, como eje central de la economía de la salvación, pero esto se debe realizar examinándola desde el contexto preciso de la celebración litúrgica. Al hacer la homilía, procúrese iluminar desde Cristo los acontecimientos de la vida. Hágase esto, sin embargo, de tal modo que no se vacíe el sentido auténtico y genuino de la palabra de Dios, por ejemplo, tratando sólo de política o de temas profanos, o tomando como fuente ideas que provienen de movimientos pseudo-religiosos de nuestra época.» (Redemptionis Sacramentum, n° 67) «El Obispo diocesano vigile con atención la homilía, difundiendo, entre los ministros sagrados, incluso normas, orientaciones y ayudas, y promoviendo a este fin reuniones y otras iniciativas; de esta manera tendrán ocasión frecuente de reflexionar con mayor atención sobre el carácter de la homilía y encontrarán también una ayuda para su preparación.» (Redemptionis Sacramentum, n° 68) «§ 1. El Obispo diocesano debe enseñar y explicar a los fieles las verdades de fe que han de creerse y vivirse, predicando personalmente con frecuencia; cuide también de que se cumplan diligentemente las prescripciones de los cánones sobre el ministerio de la palabra, principalmente sobre la homilía y la enseñanza del catecismo, de manera que a todos se enseñe la totalidad de la doctrina cristiana.» (Código de Derecho Canónico, n° 386) El símbolo de la fe Una vez que el celebrante principal concluye la homilía, la asamblea guarda un espacio de silencio sagrado. Ahora el coro y la asamblea, juntos o alternados, o la sola asamblea canta o recita de pie el Símbolo de la fe los domingos, solemnidades u otros días señalados. «En la santa Misa y en otras celebraciones de la sagrada Liturgia no se admita un «Credo» o Profesión de fe que no se encuentre en los libros litúrgicos debidamente aprobados.» (Redemptionis Sacramentum, n° 69) Cuando la Instrucción General del Misal Romano expone el qué y el cómo del Símbolo, emplea una redacción que conviene leer con atención: dice que mientras la asamblea pronuncia la regla de la fe, rememora los grandes misterios de la fe y los confiesa antes de comenzar su celebración en la Eucaristía. «El Símbolo o Profesión de Fe, se orienta a que todo el pueblo reunido responda a la Palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y explicada por la homilía. Y para que sea proclamado como regla de fe, mediante una fórmula aprobada para el uso litúrgico, que recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía.» (IGMR, 67) Fijémonos en la última expresión: la asamblea rememora y confiesa y luego pasa a la "la celebración" de aquello mismo que ha rememorado y confesado antes. Esto indica que la plegaria eucarística entraña una confesión de fe particularmente plena, más intensa aún, podríamos decir, que la del Credo, porque en éste los misterios son conmemorados y confesados, mientras que
  • 15. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 63 en aquélla son celebrados, es decir, confesados, conmemorados y reactualiza- dos, hechos de nuevo presentes in mysterio aquí y ahora. La liturgia de la palabra, ya en su tramo final, está mirando a la liturgia eucarística. «El Símbolo debe ser cantado o recitado por el sacerdote con el pueblo los domingos y en las solemnidades; puede también decirse en celebraciones especiales más solemnes. Si se canta, lo inicia el sacerdote, o según las circunstancias, el cantor o los cantores, pero será cantado o por todos juntamente, o por el pueblo alternando con los cantores. Si no se canta, será recitado por todos en conjunto o en dos coros que se alternan.» (IGMR, 68) La oración universal Al interceder en favor de todo el género humano ante el Padre, la asamblea experimenta la conciencia de su condición de cuerpo sacerdotal de Cristo. Participa de un modo simbólico pero eficaz, o sea sacramental, en la intercesión perenne de Cristo ante el Padre. De ahí que, en la Iglesia primitiva, los catecúmenos fueran invitados a abandonar la asamblea al comienzo de esta oración: por carecer del sacerdocio bautismal, no eran mediadores, no podían interceder. «En la oración universal, u oración de los fieles, el pueblo responde en cierto modo a la Palabra de Dios recibida en la fe y, ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga de ordinario en las Misas con participación del pueblo, de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo.» (IGMR, 69) Las intenciones, que son necesarias pero adjetivas en relación a lo verdaderamente sustantivo, que es la respuesta letánica del pueblo, obedecen siempre a un molde preestablecido. Las intenciones, ordinariamente cuatro, se suceden unas a otras y se refieren, con formas literarias diversas, a estos argumentos: «Las serie de intenciones de ordinario será: a) Por las necesidades de la Iglesia. b) Por los que gobiernan y por la salvación del mundo. c) Por los que sufren por cualquier dificultad. d) Por la comunidad local. Sin embargo, en alguna celebración particular, como la Confirmación, el Matrimonio o las Exequias, el orden de las intenciones puede tener en cuenta más expresamente la ocasión particular.» (IGMR, 70) «Pertenece al sacerdote celebrante dirigir las preces desde la sede. Él mismo las introduce con una breve monición, en la que invita a los fieles a orar, y la termina con la oración. Las intenciones que se proponen deben ser sobrias,
  • 16. Celebrando la Vida Curso de Liturgia On Line 64 compuestas con sabia libertad y con pocas palabras y expresar la súplica de toda la comunidad. Las propone el diácono, o un cantor, o un lector, o bien, uno de los fieles laicos desde el ambón o desde otro lugar conveniente. Por su parte, el pueblo, de pie, expresa su súplica, sea con una invocación común después de cada intención, sea orando en silencio.» (IGMR, 71) En ocasiones señaladas y sin apartarse de ese molde, podría resultar expresivo que las intenciones se construyeran en torno a un mismo texto que podría haber sido proclamado en la liturgia de la palabra, como si fuera su eco. Podría ser el caso, por ejemplo, de un formulario de oración universal para una liturgia de difuntos construido en torno al salmo 22, que ha sido cantado por la asamblea como salmo responsorial. Esta expresividad, propia de la intercesión letánica y que brilla de manera especial en esta oración, quedaría desvirtuada si se adoptaran para ella los formularios correspondientes a las Preces del Oficio divino. El contexto de una y de otras es diverso, como los es también su misma justificación. Las Preces de laudes sirven para consagrar a Dios el día y el trabajo; las Preces de vísperas son plegarias de intercesión, pero de modo distinto a las que se hacen en la Misa. Mientras que la oración universal, que pertenece a la estructura de la liturgia de la palabra, es un modo de respuesta a la palabra proclamada, las Preces constituyen el despliegue natural de la alabanza que les ha precedido, constituyen el momento intercesor del Oficio y completan el esquema de la beraká judía (acción de gracias).