2. Sueño de niñez
• Francisco Eduardo, para los amigos sólo Eduardo, era un “crack”. Moribundo sobre su cama, a sus 90 años, aún miraba
sus medallas de oro, sus premios y sus diplomas. Con la poca vitalidad que le quedaba, solo tenía fuerzas para
recordar y volver décadas atrás hasta sus años de gloria y frustración. Sin duda, Eduardo era un virtuoso con el
balón. Podía pasar horas y horas dominándolo, sin que éste siquiera rozara el suelo. Era un prodigio, y por supuesto
que sus amigos y gente del medio futbolístico lo notaban. Tanto era su amor al fútbol, que sus abuelos, con quienes se
crió, lo castigaban con “no ir a la cancha” si se portaba mal. Más de alguna vez hizo una que otra travesura, lo que
costaba lágrimas de dolor por no estar dentro de una cancha. Siempre jugó en el barrio, desarrollando sus
habilidades en el medio campo creativo y por las bandas, con técnica exquisita, pisando el balón y humillando a sus
rivales.
Fue así entonces que a los 6 años de edad va a probar suerte a un club profesional. Después de meses de pruebas
físicas y de habilidad, Eduardo fue citado para formar parte de los cadetes del club. Sin embargo para ello, se
necesitaría algo más que solo el amor al fútbol. Siendo tan solo un niño, se necesitaba la aprobación de los padres. En
este caso, solo la aprobación de la madre, ya que su padre murió y no alcanzó a conocerlo. Todo parecía ir bien
encaminado, hasta que se pidió la firma de la madre. Ella sin pensarlo dos veces se negó, y evitó emitir palabra alguna
que justificara su, en esos momentos, tan firme decisión. Eduardo simplemente lloró, abrazó a sus abuelos y no
dirigió palabra alguna a su madre. Siendo tan pequeño, sintió por primera vez la frustración, de no poder hacer nada
para evitar que su tan amado fútbol y el sueño de ser profesional se escapara frente a sus ojos. Su madre tardó mas
de cinco años en justificarse y explicar a su hijo el porque de su decisión. Allí llegó, se sentó a su lado y le dijo:
- Sólo pensando en ti y en tus estudios es que me negué a firmar ese contrato. La vida de un futbolista es muy corta.
A los treinta años te consideran “viejo” en el rubro y simplemente no sirves. ¿Acaso crees que yo quería eso para ti?
En silencio, Eduardo sólo escuchaba a su madre y hablaba con sus pensamientos, cuestionando el criterio y
coherencia de los dichos de su madre.
- Fue por eso que no pude firmar, y sabes, no me arrepiento, porque frente a mi, veo a un joven inteligente, aplicado,
y que demuestra académicamente lo que vale- Dijo la madre.
Eduardo mantenía su silencio y frustración en su interior y no era capaz de emitir palabra alguna a su madre. La
conversación terminó, pasaron los años y Eduardo siguió estudiando, entró a la universidad a estudiar publicidad,
egresó y ejerció durante algunos años.
Es así entonces que Eduardo dejó de recordar, su inminente muerte y avanzada edad le impedían seguir recordando.
3. Esperando el milagro
Habían transcurrido muchas horas de inútil andar por hostiles paisajes carentes de flora y fauna. Nada era reconocible en su entorno y Pedro pensaba, con significativa
dosis de abandono, que se aproximaba el fin, pues el hambre y la sed resultaban ya irresistibles. Su cuerpo osciló luego de un detenimiento voluntario, de un stop
de su conciencia; se tambaleó pronunciadamente como un beodo y cayó de espalda sobre los pastos secos.
-Dios, no puedes abandonarme! -vociferó, aplicando la potencia máxima de su flaqueada voz. Estuvo unos minutos contemplando el firmamento que comenzaba a
expulsar las estrellas y a reflejar la pobre escenografía del lugar.
Pedro se incorporó y fijó la mirada a la distancia, descubriendo un monte que proponía una suerte de continuidad tras su lomo. Caminó hacia allí con paso lento y
penoso, intentando contrarrestar la oposición del ascenso y la intención desertora de sus piernas y espalda.
-Dios, dame fuerzas -suplicó Pedro, cuando ya le costaba levantar la cabeza para seguir adelante.
Después de una hora de andar, a no muchos metros de la cima, volvió a tomar conciencia del entorno y la situación (que había preferido evitar valiéndose de una
alternativa, podría decirse, onírica). Vió una luz que allá arriba titilaba. Inmediatamente una invasión de nubes oscuras se apoderaron del cielo y un violento rayo,
anunciado por explosivos truenos, se dibujó en las alturas bocetando un enorme dedo indicador. Pedro alzó su semblante y descubrío la imagen:
En la cima había un hombre colgado con los brazos abiertos y la cabeza gacha. Entendió inmediatamente que el premio de tanto sufrimiento había llegado. ¿Estaba
viendo, con sus propios ojos, lo que muchos hubieran querido presenciar desde hace más de dos mil años?
Una llovizna copiosa comenzó a filtrarse por sus cabellos y a acariciar su rostro, mezclándose con las incontenibles lágrimas. La visibilidad era escasa y prefirió
imaginar. Imaginar las manos y los pies horadados por la injusticia de una sociedad impía; el costado hendido por el arbitrario juicio de una lanza incrédula; la
corona de espinas condecorando la grandeza y la abnegación de un hombre único.
Hallando vigor sobrenatural Pedro corría con la cabeza baja, protegiendo sus ojos de la garúa persistente y de tanto en tanto dirigía una mirada al soslayo para
mantener en andas las emociones, considerando que sólo el tacto, el abrazar al cuerpo sufrido, podría brindar la salvación de su alma, sin importarle lo que el
destino después le depararía a su cuerpo.
Llegó hasta la figura pero un violento sentimiento de culpa lo invadió súbitamente y no le permitió alzar la mirada. Un conteo progresivo resonaba en sus oídos
como si ese round de su vida determinara el final, noqueando al fin la carga de sus pecados. Sólo rodeó con sus brazos los pies pendientes, clamando, sufriendo,
agradeciendo. Se sentía elevar, como si su alma recogiera lo fructífero del suceso.
-Señor, límpiame, Señor! -exclamó en una plegaria desgarradora, que concluyó con su voz afinada por la angustia
Sentíase en las alturas, cuando de repente se precipitó recibiendo sobre si el peso de un cuerpo muerto.
-¡Qué hacés! -Escuchó como la severa voz de su conciencia, acusándolo por el descuido, por la torpeza de agredir una vez más en la historia, al que vino a dar su
vida por la humanidad. Se postró sobre el cuerpo, dispuesto a clamar por su perdón, cuando la voz se manifestó ahora más sentenciosa.
-Salí de encima idiota, dejame terminar -dijo el hombre, incorporándose rápidamente y quitándose los pastos mojados de su enorme contextura. El musculoso se
volvió a colgar de la barra y con el mismo tono seco y resonante contó:
-Ocho, nueve y ... diezzz.
Al concluir la serie, desató de su cintura una toalla y se secó la transpiración del rostro y las axilas. Miró a Pedro con maligna indiferencia y de un empujón lo hizo
a un lado. Claro, estaba comenzando a diluviar y deseaba ir a su choza para resguardarse.
4. El collar
• Mi abuelo me contaba una rara historia que a su vez le había contado su abuelo Francis y que había acontecido a fines del siglo diecinueve.
Buscando alejarse de Londres, por problemas judiciales, emigró a una aldea de Australia Occidental llamada Southern Cross.
Él y la bisabuela Mery entraron a trabajar al servicio de una familia muy rica del lugar, los Smit.
Un día Mery encontró en el basurero un collar de perlas finísimo. Pensando que su ama lo había tirado por error, lo llevó a su presencia y le contó
donde lo había hallado. Su ama le ordenó volverlo al mismo lugar.
-Pero, señora es de gran valor- dijo Mery.
-Tírelo, está embrujado- fue la respuesta. La mujer hizo un silencio y continúo:
-Mery le voy a relatar la historia de ese collar…
“Cuando me lo regaló mi suegro me sentí halagada y feliz, pero mi hermana lo tomó en sus manos, lo observó y me dijo: este collar es maléfico.
Yo no le creí, pero con el paso del tiempo comprobé que su pronóstico se cumplió. Nos enriquecimos rápidamente, crecíamos en lo material, pero
perdíamos la armonía familiar. Mis hijos se alejaron muy jóvenes de la casa y no supimos de ellos, últimamente mi esposo enfermó, de una extraña
dolencia a la que los médicos no le encuentran solución.
Fue entonces cuando mi hermana me recordó el collar, así que lo puse en el fogón, con mucha madera encendí fuego y me quedé a esperar su
destrucción.
Mientras el fuego se alzaba en lenguas rojas y amarillas, un fuerte olor a azufre inundo la cocina. El miedo me paralizaba, por mi espalda corría un
sudor frío.
Después de varias horas, removí las cenizas y lo hallé brillante y perfecto.
¡No había sufrido ningún daño!
Lo golpeé con una maza y…nada.
Sentí miedo… Así que lo puse en el basurero para que lo lleven a las afueras del pueblo y lo entierren, como se hace con la basura, así nadie lo
volverá a ver.”
Lo curioso de la historia, es que mucho tiempo después el sirviente encargado de trasladar la basura a las afueras de la aldea, hombre muy pobre
y medio lelo, resultó en unos años ser el dueño de las mayores plantaciones de trigo de toda Australia Occidental.
¿Por qué recordé está vieja historia?
Seguramente lo sucedido ayer en la joyería fue el motivo. Mi esposa y yo cumplimos años de casados, quise regalarle una alhaja para el aniversario
y eligió un collar de perlas.
El vendedor, para darle categoría a la joya, nos dijo que perteneció a una ilustre dama inglesa muy rica, fallecida recientemente, y que sus hijos
decidieron venderlo. La alhaja es muy antigua y según contó, lleva muchos años en la familia.
Mientras el vendedor relataba la historia me pareció oler un suave aroma a azufre, sentí un escalofrió, y el recuerdo del abuelo Francis comenzó
a dar vueltas por mi cabeza.
¡Qué duda…! al contarle la historia a mi esposa se echó a reír, no quiso creer lo que le contaba… pero no puedo mirar el collar… me da miedo…