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Belígero
Desde el día en que lo vi por primera vez, intuí su perversidad. Como cuando uno
advierte historias pasadas, alrededor del quehacer de un determinado sujeto.
Vivíamos en Villa Esperanza. Mi familia llegó allí antes que la suya. Cuando su
familia se trasladó desde Miraflores, hasta acá, él tenía trece años. Yo estaba
adportas de cumplir diez. Conocí que nació juntando expresiones, desde ahí,
bandidescas. No había cumplido cinco años, cuando se vio involucrado en una
pelea con su vecino, un niño de seis años. Lo golpeó con una piedra, hasta causarle
la muerte. De ahí en adelante fue todo un personaje cruzado por conflictos
sucesivos. Estuvo en Villa Pinzón, en condición de exiliado. Lo habían amenazado,
a él y a su familia, los hermanos de Andresito, el niño muerto. Allí, dispuso toda su
capacidad para realizar actividades de vulneración a sus pares. Algo así como
incendiar las casitas de cartón con las cuales disfrutaban la mayoría de niños y
niñas; también el envenenamiento de los pececitos de colores que habían criado
don Fulgencio y doña Matilde, en la pecera situada en el parquecito del barrio. Un
diciembre, estando en pleno desarrollo las festividades alusivas a la navidad, rompió
el pesebre comunitario, incluidas las figuritas en yeso que replicaban a María, José
y los pastorcitos. En la tienda de don Eufrasio, robaba arepas y buñuelos, cada día.
Su madre, doña Heliodora, se enfermó de tanto escuchar quejas y amenazas,
dirigidasa Valdemar. Además de soportar vejaciones constantes de que era víctima
don Amaranto, el padre. Cada día se agravaban más las dolencias de la señora.
Hasta que quedó postrada en cama. Se le olvidó caminar; sus piernas empezaron
a llenarse de fisuras y postemas, cada vez más dolorosas. Perdió la capacidadpara
hablar de manera fluida; llegando a una tartamudez que no le permitía comunicarse
con las otras personas.
Entre tanto, Valdemar, seguía creciendo. En cuerpo y en acciones de vulneración.
Cada vez más profundas. Organizó una banda de niños a los cuales iba adiestrando
y que efectuaban cuanta fechoría les dictaba “El Jefe”; como se hacía llamar.
Empezaron a exportarlas a los otros barrios. En la alcaldía y en la estación de policía
conocían cada caso. Y, hasta cierto punto, sufrían la impotencia para detener el
avasallamiento de la banda. Todo se fue tornando inmanejable. Como aplicando la
figura de las imprecaciones y los daños materiales y espirituales de los pobladores
del municipio.
Esa tarde en que llegaron al barrio, todo empezó a ser un presagio de lo que iba a
pasar. Como ese tipo de intuición aciaga. Como si, en el aire, flotara la perversidad
a que íbamos a ser sometidos y sometidas. Ya, en la noche, conocí la noticia
relacionada con las primeras andanzas de “Valde”, como lo llamaba don Amaranto.
La Iglesia del Pilar fue saqueada. Todo se perdió. Desde la custodia, hasta los
candelabros que adornaban la nave principal. En la cantina de la esquina. La de
don Belisario Garzón, Valdemar empezó a beber cerveza y aguardiente. A quienes
cruzaban la esquina, les ofrecía licor. Todo el que quisieran y pudieran beber.
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No había pasado un mes, cuando todo el barrio empezó a sufrir el cerco de este
sujeto y de los amigos que empezó a traer desde los barrios aledaños. Creció en
número de sujetos la banda que se hacía llamar “Los enviados”. Cada nada
victimizaban a los otros jóvenes. Les robaban sus pertenencias y los agredían. A
las muchachas las manoseaban. Violaron a dos niñas (Rosalbita y Pancracia). Casi
mueren, debido a la hemorragia derivada de ese hecho agrio y perverso. Las casas
eran abiertas con alambres. De día y de noche, robaban.
Y sí que empezó el éxodo. El barrio se fue quedando solo. Las casas fueron
envejeciendo sin nadie por dentro. El municipio se fue inundando de temor. El
alcalde Diofanor y el capitán Mesa Laverde Egidio, dio orden a los escasos policías
que quedaban, de levantar todo lo habido y abandonar todo el caserío. Mi familia y
yo, fuimos a dar a la Vereda San Escolástico, de municipio Peña Redonda. Desde
allí. Desdeese altico vimos como todo ardía. Sentimos el vacío profundo. Y supimos
que Valdemar murió. Lo enterraron casi vivo, después de haber sido herido por sus
mismos compañeros, acompañados por el Capitán, que había jurado venganza.
Fin y comienzo
Y sí que estaba ella, en el escampado. No había encontrado refugio. Absolutamente
nadie le tendió la mano. Y yo con esa impotencia bárbara. Por lo que era otro
náufrago, al garete. Algo en mí latía muy hondo. Como diciéndome ¡no la dejes
sola! Benjamín. Como soportados en balineras, mis pasos me llevaron. Y la palpé.
Siendo, ella, niña como la que más. La sin familia, me dijo que se llamaba. Y, en
sus ojos, hice su inventario de vida. Empezando en el por allá en bajo Guaviare. En
ese entonces río empecinado en hacerse grande. Y las aguas bifurcadas,
lentamente llegaban hasta él. Y territorio expandido. Bravo. 1966, recién empezado.
De Guayabero bajaban los itinerantes. Los mismos que habían visto y vivido la
batalla. Ya, la Gran Travesía, se había hecho. Desde ese Tolima grande. Desde los
surcos vivos del Meta. Territorio que había visto crecer todas las rabias juntas. Y del
Sumapaz territorio de altanería y subversión. Ellos y ellas habían sentido, ahí no
más la avanzada de la soldadesca. Y de sus generales, capitanes y mayores,
blandiendo las armas. En defensa espuria de una patria asolada. Matada por ellos
mismos. Y los titanes campesinos. De mirada fija, amable, solidaria. Caminando
pantanos y abismos. Algo parecido a la columna mosaica de la que habla la Biblia
Católica y el Torá. En esa dupla enhebrada desde Abraham y que generó el
crecimiento de opciones diferenciadas, pero soportadas en las mismas y
recurrentes historias.
Cuando la matanza cuajaba. Ellos y ellas. Con sus niños y niñas, resistieron. Sin
inmolarse en pasivo. Más bien con esa fuerza de vida pendiente por vivir. Abriendo
brechas. Instalando fundos en diferentes lugares. Haciéndole el quite al hambre.
Sembradíos de yuca, plátano, maíz…buscando una felicidad cada vez más esquiva.
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Todo el piedemonte llanero, severo y áspero. Y las familias, todas, en trabajo
punzante. Exhibiendo el entusiasmo que solo es posible encontrar en quienes, como
ellos y ellas, ven la vida. Viviéndola en el anchuroso horizonte. Hasta allá abajo.
Caquetá, Arauca. Guainía…
Y “La sin familia” no paraba de enviar palabras con sus ojos. Diciendo “a mi familia
la mataron hace tanto tiempo que casi no lo recuerdo”. “Fui violada y avergonzada.
Ahí no más en las Sabanas de la Fuga. Cerquitica a Puerto Lleras. En el entorno
mismo de San José del Guaviare”. “Y vagué por todos los caminos posible. Si no
los había, mi imaginario los construía. El machete y la rula. Al lado de Arcadio Buen
Hombre. Esquivo como el que más. A sus ochenta años recorrió, conmigo, enojadas
plantas que se cruzaban como largas culebras quietas. Por ensanchadas aguas
desafiantes. Por el borde mismo de la Macarena que ya había sido violentada por
supuestos lingüistas, bajo la fachada del Instituto Lingüístico de Verano.
Obviamente avalados por los acorazados forjadores del Frente Nacional.
Gobernantes de mierda.
Acaricié sus labios. Su frente altanera. Sus ojos que, aunque expeliendo toda la
tristeza del mundo, dejaban verse en la negritud más que azabache. Y miré los
trapos empantanados que le servían de vestido. Y que, a pesar de todo, la hacían
ver ese cuerpo de adolescente adulta. Potente hechura de piernas y de pechos.
Yo no sabía que decirle. Simplemente le susurraba el joropo lejano, azotando las
cuerdas del harpa milenaria. En empatía con absoluta con los pobladores,
aparejados con etnias casi perdidas. Y todo se volvió remolino. Vientos de fuerza
inédita. Ella y yo en abrazo no solemne. Ni premeditado. Fuimos ascendiendo. Y
vimos la Tierra allá abajo. En visión ajena. Como si, ella y yo, estuviéramos
decantando lo humano habido. Como si todo comenzara. Ahí, en ese escenario
puntual. Siendo, los dos, debutantes en ciernes en la gran comedia no inédita; pero
si escrita con otra letra.
Moviola
Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente
como persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este
territorio de infinito abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que
esto supone de crecer. De ir yendo en procura de las ilusiones. Un deambular casi
sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras,
asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando los
cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío.
Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que
vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de
transformación. Todo en un escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como
en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo
llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad
tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los
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acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes.
Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró
en el aire. Y en las montañas insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a
llorar. Y a reír. Editando cada uno de los momentos, en sucesión.
Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo
porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito
la miraba sin verla. Y se dedicóa enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos.
Como se hace nexo con la vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver
volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de
madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella.
Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A
mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir
retos y resolverlos.
Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El
hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la
escuelita, emprendió la lucha por alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la
Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el
régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La
amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros,
inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con
ella de todo lo habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza
amenazada. De la química del universo. Y de los códigos ocultos de las
matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias. Atropelladas,
envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños.
De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron
los colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul
maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del
verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico.
Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un
obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y
sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la inmensidad de los decires. Y
caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del
firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría,
cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella
y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de
superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más.
Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada
hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre,
detrás del viento. Hasta superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio.
De sus gentes amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche
dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella y Él, con sus
secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada cuadra. Dibujos de
pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada hoja.
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De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores
ciertos. Posibles.
Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las
negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento
originado en el arrasamiento de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de
bandidos armados, pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron
por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio Lumumba. Y
con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes. De
rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica
de sus valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a
partir de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en
Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y
sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio pretendió aniquilar a sus gentes.
Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles en los arrozales.
Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los
glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Contodas
las contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido
de vida. Como esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de
sus afugias. Y recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de
sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur. En esa
fracturación aciaga.
Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su
barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las
de su gente, fueron arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres.
Y se sintieron en soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las
ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron
acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a su
Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las
maravillas y las hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche.
Iridiscente. Hecha con su imaginación y sus ilusiones.
Ernestina
La verdad no hay que buscarla en los otros y las otras. La siento como pálpito que
va y viene conmigo. Soy andante. Por los lados habidos y por haber. Como quien
habla, contando historias venidas a memoria cierta. Pero, en veces, soportadas en
invenciones, más no imaginadas. Siempre he dicho que la imaginación será,
siempre un ejercicio de vida, como ilusionario. Y que construyen opciones de vida
potenciados.
Un lunes de mayo, en 1907, me puse a escarbar todo lo que había en el solar de la
tía Hilduara. Comoquiera que, en sueño inmediato; Cuando vi y sentí una huella en
piso. Con cantidad de muertos y muertas, sembrados en ese que siempre fue mi
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solarcito. Ululaban voces, por encima del techo de esa piecita que sirvió de refugio
a mi prima Beatriz, cuando se sentía agobiada por la voz de quienes ya se han ido.
Y cuyos cuerpos no eran otra cosa que brazos y piernas con el pus de las
escoriaciones habidas después de muertos. Es como si hubieran sido maltratados
después que fueron enterrados. Allí, en la casita, Beatriz permanecía día y noche.
Anhelando que, cualquier día la acompañara Lázaro, el resucitado.
Yo, siempre he creído en las premoniciones. Esas que se manifiestan en mis sueños
perdidos. Incursioné en lo insondable. Y me vi metido en ese corredor que ya había
visto antes. Solo que, ahora, aparecía mucho más sórdido. En una de las paredes
colgaba un aviso escrito con sangre. Refería la venganza que se cernía sobre
quienes habitábamos las casas situadas en la misma calle.
Más adelante encontré el cuerpo de un gato de color negro. Había sido destripado.
Conservaba sus ojos abiertos y vertía espuma de color verde por su boca. A pesar
de mi equilibrio mental, empecé a dudar en términos de si seguía avanzando o
echaría marcha atrás. Sin concretar mi opción, escuché un grito venido de lo más
profundo. Decidí investigar y me encontré con el cuerpo, todavía caliente, de la
señora Anastasia, la señora inquilina en la casa dos. Sus ojos estaban expuestos,
por fuera. Toda su cabeza sangraba. Había trozos de cabello, pegados a porciones
de cuero. Y sus dientes aparecían partidos, habían sido arrancados en vivo.
Esa mañana, entonces, me desperté con las imágenes de lo visto en mi sueño.
Decidí salir a la calle, todavía en somnolencia. Estaba desértica. Como si quienes
madrugaban a trabajar, como era lo cotidiano, hubiesen preferido no hacerlo. Un
frío exacerbado cruzaba todo el ambiente. Subí, hasta la esquina, en la cual
funcionaba la tiendita de don Carmelo. Sus puertas estaban cerradas. Algo inusual,
en razón a que su dueño abría y empezaba a atender desde muy temprano. Caminé
hasta el parquecito situado en el centro del barrio. También desolado. Los árboles
se movían fuertemente. Como si el viento estuviera empecinado en arrancarlos de
raíz. Cuando regresaba hasta mi casa, me encontré el cuerpo de don Heliodoro,
brutalmente golpeado. Sus piernas fracturadas y los dedos de su mano izquierda
trozados.
Una obscurana absoluta se vino de un momento a otro. Cuando me disponía a abrir
la puerta, sentí que alguien estaba detrás de mí. Como sombra alargada. Sus
manos dotadas de garfios de inusitada largueza. Soplando su aliento en mí nunca.
Tartamudeaba. Palabras rasgadas sin ningún sentido. Entré y cerré de un portazo.
En la banquita que siempre ocupaba mi madre, había un surtidor de sangre y
empezaba a apelmazarse. Corrí hasta la salita. Allí, colgada de los largueros que
sontenía el techo, encontré a mi hermana Rosa Elvira. Su rostro estaba rebanado,
como si lo hubieran tasajeado con un bisturí. Todavía gemía de dolor.
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Caminé hasta el patio trasero de la casa. Quedé paralizado, luego de observar una
veintena de cuerpos destrozados. Ahí, exhibidos. Algunos se movían, como en
estertores últimos, antes de la muerte. Antes de dar la vuelta para correr y salir de
nuevo, sentí que un punzón hería mi vientre. Por más que me esforcé para
levantarme, no fue posible. Había perdido toda mi fuerza. El dolor fue aumentando,
hasta que no pude más. Mi cuerpo quedó ahí tendido. Lo último que vi fue la cara
de Ernestina, mi novia. Reía estrepitosamente. Me susurró al oído algunas palabras:
lo que te dije Eugenio. Volvería por acá para vengar mi muerte habida cuando me
lanzaste al vacío desde la ventana de tu cuarto. Todos y todas en el barrio han
muerto. Los he matado y las he matado. Ya te lo había dicho: todos y todas morirán
por haberme visto morir, y por haberte ovacionado, mientras lo hacías, cobrándome
el hecho de ser la amante de Virginia Contreras.
La tiendita de Cándido.
Con lo poco que tenía ahorrado fue hasta el almacén de Cándido Benjumea
Manrique. Hacía mucho tiempo no entraba. Desde que murió Baltazara. El señor
Cándido nunca me ha caído bien. Tal vez porque su manera de tratar a las
personas, es muy socarrona. Buscando siempre como enredarlas. Viéndolo bien,
así son todos los negociantes. El otro y la otra son, para él solo clientes reales y
potenciales. A quienes hay que venderles como sea. El rotulo de la utilidad hace
parte del negocio. Se parece al personaje, que hace centro en la novela Eugenia
Grandet. Avaro, mentiroso, tacaño, pérfido. En casa, todos y todas hemos sido
educados, con la bitácora autoritaria como emblema. Mis dos Hermanas (Berenice
y Ernestina), buscaron pronto el casorio para evadirse de ese cerco asfixiante. Mis
hermanos (Leopoldo, Hildebrando y José Raimundo), emigraron. Cada uno por
separado y por su lado. Solo me he mantenido yo. Ahí al lado de mi madre. Tratando
de hacerle menos onerosa su condición esclava. A mi padre no le dirijo palabra
desde que yo tenía quince años, desde que lo vi golpearla, en un diciembre de
tantos. Hasta he olvidado el año.
Estos ahorritos los he venido cultivando desde hace dos años. Moneda, tras
moneda. De lo que me ha venido quedando, después de los mandaditos que le hago
a Josefina, quien es mi mamá. Decidí desconchar mi alcancía, porque quiero
regalarme una muda. A más de lo grosero y autoritario; mi papá es un tacaño
absoluto. Siempre estoy con el mismo pantalón y la misma camisa. Nunca he usado
ropa interior. Aquí, en el almacén de Cándido, se encuentra de todo. Tenía fijado el
hecho de comprar pantalón, camisa y pantaloncillos.
El viejo me atendió. Me miraba fijamente. Como si me estuviera tasando, en razón
a cuanto habría en el talego en el cual llevaba lo que había alcanzado a ahorrar en
el marranito de plástico. En verdad yo soy malo para contar y mucho más malo para
multiplicar o dividir. Nunca he ido a la escuela. Le tengo mucha pereza a la
disciplina. Aprendí a sumar y a restar. De ahí en adelante, nada. Me llegaron los
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recuerdos. Ha sido muy común en mí. Como que extravío mi sesera. Entro en
meditaciones alrededor de lo que voy recordando. Esta vez le tocó el turno a mi
abuela Anita. Trabajó toda su vida en eso de lavar ropas a domicilio. Un día
cualquiera se murió en pleno oficio. Simplemente cayó al piso en casa de doña
Matilde y don Elías. Tuvo su primer hijo a los quince años. Mi mamá nació el mismo
día que cumplió (ella) cuarenta y dos años. Casi se viene mi mamá antes de tiempo.
Tuvo tres amantes. Vivía muy intensamente su sexualidad. A su vez, su mamá,
había nacido en siglo diecinueve, en última década. Su esposo, llamado Fortunato,
estuvo en la denominada Guerra de Los Mil días. En eso de siempre en nuestra
patria, de la pelea entre rojos y azules. Conoció a Rafael Uribe y le dolió en el alma
su brutal asesinato. A más de mi abuela, nacieron tres más. Se murieron sin cumplir
el primer año.
Me puse en el plan de engarzar verdades y mentiras. Como si estuviera en un sueño
dentro del mismo sueño primero. Viendo, a ráfagas, todo lo habido antes. Me
encontré con Robespierre, llevando bajo el brazo la guillotina. Vi a María
Magdalena, suplicándole a Jesús que la perdonara. Me tocó ver a Alejandro Magno,
en sus aventuras de tierra arrasada. Me encontré con el divino Laureano, fusil en
mano matando a todo aquel o aquella que no fuera conservador. Alcancé a conocer
a Policarpa Salavarrieta, la olvidada en el recuento histórico de Henao y Arrubla.
Volví en mí mismo. Hacía mucho tiempo Cándido me estaba hablando. Me decía
algo acerca de los precios. Y de que, en el talego, yo tenía cuatro mil pesos. Y que,
por esas monedas, solo me podía entregar un pantalón de dril y una camiseta. Que
los pantaloncillos no me los podía entregar, porque me sobraban ciento veinte pesos
y costaban trescientos.
Estando en esas, vino esa tempestad. Un huracán de fuerza incalculada. Y las olas
del mar, inundaron toda la ciudad. Lo último que vi, fue a mi mamá suplicando al
altísimo, un poco de clemencia para este pueblo perdido.
Felipao
Y como si fuera poco, él, no habló. Como si hubiésemos acordado pacto de no
palabras. Pero, para mí, Felipe, traía algo por dentro. Como cuando sientes que en
cada suspiro se te va el alma.
El problema era descifrar su silencio. Supe que, en la mañana, estuvo en Arena
Corintians, tratando de resolver la ecuación. Si los cuatro del fondo, unidos a los
tres de contención y dos creativos. Suponiendo que las dos puntas estaban ya
cantadas. El problema, entonces, estaba en aquello que las mamás llaman pálpito.
Todo, porque se venía lo que azarosos comentaristas definían como “la máquina
aria”. De hacer goles. Y de cortar, por lo sano. Ahí, en el medio campo. Entonces,
un problema, de difícil dilucidación. Él siempre acostumbrado a lo que llaman
“marcación, hombre en zona”. Pero, a la vez con un dilema relevante. No estaba el
creativo mayor. Simplemente porque lo lesionó un colombiano, en ese partido en
que se exhibió la máxima muestra de lo que llaman “el arreglao con el juez”. Y es
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que, ese Zúñiga LA VA A PAGAR CARO. Cómo así que levanta al 10 nuestro. Con
vértebra rota, incluida.
Y, como son las cosas, decía el viejo Felipe, anoche soñé con la final en 1998. Los
nuestros, como con borrachera. O con, un no sé qué. Lo cierto es que el sueño es
válido. Porque perdimos. Ahí parados, sin hacer nada.
Y, entonces, vuelve aquello de la repetición. Como si el mundo girara, en condición
de circularidad. Como en eso que los celtas, atribuían al Libro de Urania. En eso de
transportar las divinidades indias e iraníes, al Occidente hereje. Y, el Felipao, no
sabía para dónde coger. Si le daba certeza a ese sueño, sería tanto como perder
antes de comenzar. Y si, cumplía con los célticos primarios, enredaría el sueño de
ser primeros.
Por fin, como a las 10 de la mañana, apareció. Ahí. Vivo. Expeliendo sus destrezas.
Que acá David Luiz. Que Oscar un tanto tirado hacia la raya. Thiago, llévela hasta
los tres cuartos y suéltesela a Fernandiño, para que este la ponga ahí, en los pies
de Julio César, para que este la tire allá a la olla.
Y almorzó pepinillos frescos con calamar asado a la brasilera. Y los concentró a su
mesa. Y fueron todos; menos sus opositores dentro del campo. Habría que llamarlos
los druidas, en la zona tórrida. Un afán por rehacer la figura de jugar a lo que
sabemos. Tratando de llegar a lo que, también, sabemos. Pero esto parece
crucigrama de periódico plebeyo.
Y, comenzó el juego. Todos a una, les dijo. Pero, empezaron, todos a nada. Sin
marcar los que debería marcar. Sin achicar. Sin asfixiar del medio campo hacia
arriba. Sin la pausa que obligue a devolver el juego en la cancha de los arios. Y sin
regreso, luego de una subida de los carrileros. Y, en fin, todos a nada.
Y, el Felipao, haciendo fuerza. En el entretiempo, dijo muchas verdades. E increpó.
O juegan o se van. Voces de susurro entre los once básicos. Como si estuviesen
diciendo: “…es la venganza”. Seguiremos jugando a nada. Que la FIFA, reconsidere
lo de los premios y lo del escalafón. Mientras tanto seguiremos ahí. Parados.
Y, el viejo Felipe, en la encrucijada. Ya está advertido. Dilma lo había dicho: “…o
ganas; o el país se multiplica en las iras desbordadas.”. Y Él sin saber para dónde
coger. Ni lo uno ni lo otro. Los once elegidos, decidieron el partido. Dilma enfrentará
los colaterales de la derrota, Lo arios ganaron, como en esa imagen de Hitler, en
los cultos paganos.
De una historia de Bandidos
Hermenegildo dejó todo como lo encontró. Al salir, además, tuvo el temple necesario
para dejar la puerta asegurada. No fue visto, a pesar de que había transcurrido casi
la mitad de la mañana. El sigilo era una de sus grandes virtudes.
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Ya instalado en su vehículo, repasó una a una las acciones. Desde que tocó la
puerta. Abrió Candelaria. Le respondió que Josías no se encontraba en ese
momento. Había salido desde temprano a visitar a algunos clientes que se habían
retrasado en los pagos. Dijo que regresaría antes del mediodía. Pero, siga “Herne”.
Usted sabe que aquí es bienvenido a cualquier hora. Y se sentó en la cama de la
pareja. Sillas no había. Ni ahora, ni antes. Siguió con la mirada a la negra. Siempre
la había deseado. La desnudó con sus ojos. Ese cuerpazo. Esas tetas como recién
hechas. Y esas nalgas…Su pene crecía, conforme la iba recorriendo. Un imaginario
entre perverso y erótico puro.
No aguató más. Mientras la negra le preparaba un jugo, de espaldas a él,
Hermenegildo se levantó de la cama. La abrazó. Apretando con sus manos los
pezones de la mujer, Esta reaccionó de inmediato. Se colocó de frente. Cogió el
cuchillo con el cual estaba pelando las guayabas. Y lo conminó al respeto. ¿“Qué te
has creído, hijueputa “? ¿Qué soy como las otras? ¡Vete al diablo malparido! ¡Ya
mismo te salís de mi casa!
Una vez pasó el susto, por la reacción de Candelaria, se echó hacia atrás y sacó el
revólver. Le disparó a la rodilla. Y cuando, la negra cayó al piso, la agredió aún más.
Patadas en el vientre y en la cabeza. La izó a la fuerza. La sangre brotaba por la
herida en la pierna. Igual, por la boca y la nariz. La tiró en la cama. La inmovilizó
con una rodilla pegada al pecho, mientras la seguía golpeando.
Candelaria solo veía remolinos. Todo daba vueltas a su alrededor. Sentía los puños
como martillazos; cada vez más dolorosos. Sintió cuando le fracturó el tabique. Y
cuando le partió los dientes. Después, nada más. Desfalleció.
La desvistió. Desgarrando todo el piyama. Se desvistió. Abrió las piernas de la
negra. Y la penetró con fuerza. Como obnubilado. Acezaba. Gritaba. Hasta que se
vació. Con el mismo cuchillo que había cogido Candelaria, la degolló, sin ningún
asomo de piedad. Se vistió, procurando no mancharse la ropa con la sangre que
brotaba como un surtidor.
Puso en marcha el vehículo. Fueron treinta segundos de recordación inmediata.
Aceleró. Se dirigió a la casa de Eugenio Balasanián, su hombre de confianza. Le
ordenó que subiera al carro. Ya en marcha, otra vez, le dijo que debían hallar al
negro Josías. Que él sabía de la traición que estaba fraguando ese malparido. Había
que matarlo, de una.
Y encontraron a Josías. Estaba en la panadería de Alfonso, uno de los más grandes
contribuyentes. Y, sin dar lugar a reacción alguna, el tuerto Balasanián, le disparó
en tres ocasiones. Todos en la cabeza. También mataron al panadero. Y los dejaron
ahí, tirados en el piso. Entre tanto, la lluvia, fue arrastrando los coágulos de sangre.
Ya en su cama. Hermenegildo repasó todo lo sucedido en menos de dos horas. Esa
noche durmió tranquilo. Como nunca antes lo había podido hacer. Tal vez por eso
no advirtió que “el tuerto”, lo estaba mirando con su único ojo disponible. Y que le
disparó una sola vez en la frente. Nunca más, entonces, “Herne”, volvería a
despertar.
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Me quedé allí, sin vida, en la Luna mía
En lo que viene saldré adelante. Eso me dije en pasado remoto. Y lo cierto es que
he seguido en la misma brega. Tal vez, infame; diría yo. Propietario de locomoción
perdida. En esa infancia muy lejana. Me instalé aquí. En este universo del aquí. De
voyerismo equidistante. De la vida mía vivida. Y de los momentos que no viví. En
un vuelo inmenso. Sombrío. Tropezones punzantes. Como quiera que me remite, a
cada momento, a vivir lo mismo vivido. En ese estar de afuera. En el entorno
problemático, de por sí. Dándome opciones a mí mismo. En la intención de volver a
vivir en la reversa no permitida.
Y fui decantando las voces que, conmigo, se hicieron estridencia perversa.
Reclamando a todos y toda una mirada de ojos permisivos. Insondables. De negrura
absoluta. Ojos de siempre. Cautivo quedé desde ese mismo momento en que, en
sueños, te hice creer que eras mía. Desde ese día en que retorcí mi esperanza en
vivir ahí, al lado, de tu cuerpo. Ejercicio de momentos lúcidos. Proclama de vigencia
en el ayer o y en el hoy. Sombrío, por cierto. En esa soledad ampulosa. De
gobernanza entre sublime y perversa.
Con ese referente me hice vuelo de posibilidades abiertas. Yendo por ahí. Como
ceniciento umbrío. En el aspaviento mío vigente. Todo un proceso agotador.
Quedándome ahí. A tu lado. Tú sin verme. Yo, viéndome requerido a todo momento.
Sin ser consciente de lo mucho que eres a mi lado. Como si te hiciese falta para dar
respiro. En ese escenario inventado, por mí. Sin mirar afuera. Solo mirándote en el
adentro tuyo.
Y sí que fui creyéndome cuerpo al lado del tuyo. En plena lucha amable. Tierna.
Siendo voz primera la tuya. Y fui de elusión en elusión. Como si estuviese pagando
la habladuría mí. En ese enganche de ilusiones. Y seguí, siempre, en esa expresión.
De lo mío con lo que lo tuyo no ha sido. Impertinente sujeto. De vocinglería absoluta.
Primera. Única.
Desde la sombra, hasta lo físico mío desmirriado. Como tósigo tuyo. En sabiendo
que, ni tu mirada, ni tu cuerpo, ni nada he sido para ti. Solo navegante amorfo. Sin
mar abierto para desplegar las velas de ese inventario de vida que creí tener. En
esa bravura de aguas asfixiantes. Como si me dijeran, a cada momento, lo
impertinente que he sido. En el aquí. Y en el pasado cercano y lejano.
Y siendo así, entonces, me dio por claudicar. Empecé a no vivir la vida. Como
levitando en cualquier lado y a cualquier hora. Ya no te veía ahí. Ya tus ojos no me
miraban. Ya, tu cuerpo, empezó a diluirse. Y me fui yendo en espacio sonoro. Como
ruido ponzoñoso. Traspasé la línea del ozono. Y empecé a flotar, ingrávido. Me fui
perdiendo. Y fui a parar a la Luna. En esa aridez traté de hacerme fuerte. Y te
enviaba mensajes. Desde allá. Desde esa lejura. Como espurio eco. De voces mías.
Gritando cualquier cosa habida. Palabras gruesas. Y delgadas. E impotentes.
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Discordantes. Por lo mismo que el viento, como vehículo necesario, ahí nunca ha
estado. Nunca ha hecho presencia en esos confines; avalados por la soledad mía.
Y me fu deshaciendo. Empecé a ver lo mío como cercano al no vivir. Al no poder
palpar lo tuyo. Ese vientre pletórico. Esos ojos inmensos y negros. Esa voz tuya
desaparecida. Y, siendo así, fui muriendo. Y la Luna me acogió como novio suyo.
Y, por lo mismo, me quedé allí. Y morí allí Y te olvidé, por siempre.
Delator
Esa noche no pude dormir. Por lo mismo que mi ansiedad daba vueltas. Como
remolino que asfixia. Y, siendo así, recordé que su origen remontaba a esos días
en los cuales conocí lo que es la vida de los silentes. Cuando caí en cuenta de lo
infame, que crece. En esa hechura de acciones que vulneran. Fue cuando vi a toda
la gendarmería de la Provincia. Golpeando a todos y todas. Aquellos y aquellas que,
simplemente, habían expresado su sentir. Con las palabras que brotan. Cuando se
propone una interpretación diferente. Por ejemplo, aquella que habla de la religión
como compulsión incesante. O aquella en con la cual se subvertía la condición de
gregarios y gregarias. Adscritos y adscritas a la solemnidad del poder soportado en
la expoliación sistemática e impuesta como vedad incontrovertible.
Y sí que todo esto me fue convocando. Lo que suponía verificar mis valores. Y la
necesidad de rebatirlos en mí mismo. Como cuando se empieza a percibir que lo
habido, como inventario de acciones y decires, no admite comparación con la
justeza y los derechos en ella. En principio sentí, en mí, una conmoción como
vértigo. En mi entorno todo se ensanchó. En una búsqueda de nuevas opciones.
Tanto con respecto a las verdades; como también en lo que estas imponen una
noción de poder. Como confabulación eterna entre sujetos que, a su vez, lo han
heredado de aquellos que fueron casi faraones. Aquellos que se hicieron
mandatarios a la fuerza.
Y, precisamente, esa noche en esas vueltas mareadoras, aprendí a dilucidar
muchas cosas. De esas que había visto y oído antes; pero que en su momento no
supe interpretarlas como ahora. Y, entonces, vino el recuerdo de la negra Antonia.
Y de su coraje al momento de enfrentar a los vulneradores. Y como la mataron.
Como si fuese insecto. Simplemente aplastaron su cabeza. Y vi su grisáceo cerebro,
arrastrado por la corriente de esa lluvia incesante. Y recordé, también a Arturito
Salamanca. El de esa vozarrona que comunicaba mensajes. Con esas palabras
precisas, hechas por él. Y que, todos y todas nos reuníamos a su alrededor. Y que
hicimos presencia en el Palacio de Gobierno. Y que, justo ahí nos dispararon. Y a
Arturito la despedazaron. Hachazos brutales. Y como su sangre empezó a correr
como rio rojo, buscando el hilo de agua, que la llevaría hasta al mar.
Y seguí en ese remolino penetrante. Gritaba como poseído por todos los demonios
dantescos. Destrocé la cama. Y todo cuanto había en el cuarto. Yendo de un lado
a otro. Con los ojos al vuelo. Como buscando salir de las órbitas. Y empecé a ver
mi cuerpo lleno de estigmas azules y verdes. Desde mis piernas hasta la cara.
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Escoriaciones cada vez más dolorosas. Me fui diluyendo de a poco. Veía correr el
líquido sanguinolento y putrefacto.
Por último, vi como el líquido se evaporaba, formando una nube anaranjada. Que
subía y subía. Hasta el infinito. Lo que fue mi casa, fue derruida por los vientos
venidos de allá. De ese lugar en donde mataron a la negra Antonia. A Arturito. Y a
todos y todas protestantes. Y, ya en esa nube, recordé que fui yo el que los y las
delaté. A cambio de del velo ígneo que siempre llevaba puesto la hija del General.
De la mujer viva. Como vida cierta.
Lo que, si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo
entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A diario
compartida. Con todos y todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero,
siempre, muy suyo en lo que esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu.
No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como
garante del ir y venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi
prístino. Perfilando la aqueia como comienzo. En un andar de a día y noche. Como
Creta viviente arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante. El
Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición de uititas
como si fuesen danza compleja milenaria.
Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi
posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que
yo, en verdad, podía. En un ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios no
vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de
haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de ser
vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en dinámica de
ternura con alas abiertas. Inmensas.
Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la
percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que
crece el desdecir de la alegría. Y, ella percibió, también, que yo ya daba cuenta; en
mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al menos,
constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De inusual
densidad conocida.
Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida.
Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo
absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después.
En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado,
para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una orfandad como
látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo; cuando, en ella,
empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de
ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos
todos y todas.
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Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta;
empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un
glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como
esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la
relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido
matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la
gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto
envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que
crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su
ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su
significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en
ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el
mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación
lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto
de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja de ruta
a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta
que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que,
con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo.
Dos mujeres
Ese día llegó más temprano a casa. Me extrañó. Porque siempre acostumbraba
llegar a las nueve o diez de la noche. En pasado, sucediendo eso de llegar tarde, le
había expresado mi desconcierto y tristeza. Algo así como que “las niñas siempre
preguntan por ti…y lloran hasta quedarse dormidas”. Sin embargo, distraía el
momento, hablando de otro tema. Mientras tanto, yo, me sentía apocado, impotente.
Con la rabia embolatada. Haciendo énfasis en mi promesa en el sentido de no
golpear a quien fuese mí amante; como lo era ella.
Y sí que se dirigió al baño. Sentí la ducha. Al cabo de treinta minutos. Salió, como
siempre lo hace. Desnuda y con la toalla en la mano. Expelía un olor extraño. O, al
menos, diferente. Pero viéndolo bien era una acritud parecida a lo que me sale en
cada eyaculación. Sea encima de ella, o cuando me masturbo mientras la espero
en la noche.
Me tendió los brazos, invitándome al coito. Ese era siempre su lenguaje para
convocar. Desde que fuimos novios lo hace. Un lenguaje que incluye, señalar su
abertura. Ese día la vi mucho más ancha y de color entre azuloso y rojo. Mi pene se
puso en guardia. Con la misma erección que siempre lo hace. Una punta que ha
sido aclamada como la más hermosa, por parte de las mujeres que he tenido. Pero,
vacilé. Como cuando he percibido que alguien se me ha adelantado.
Pero pudo más el arrebato. Esa insaciable lascivia que siempre me ha acompañado.
La tiré al piso y la inundé tres veces. Ella, como en locura delirante, me decía más
Pablito, más. Pero resulta que yo no me llamo Pablo, ni nada parecido. Simplemente
me llamo Hércules. Y este nombre no admite diminutivo. La increpe, diciéndole “esta
perra. Cual Pablito”. Y le enterré más mi verga, que todavía estaba como si apenas
comenzara el agite. Y la hale del pelo. Y mordí sus labios. Todavía escurriendo
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líquido, me levanté y la agarré a patadas. En la cara, en el vientre, mientras le gritaba
“puta, ¿quién es el tal Pablito”?
Cuando llegaron las niñas del colegio, yo ya había levantado ese cuerpo inerte. Lo
puse en debajo de la cama de una de ellas. Como siempre lo hacen, preguntaron si
mamá había llamado. Les dije que sí. Y que había dicho que tenía un viaje por
asuntos relacionados con su trabajo. Además, que se portaran juiciosas. Y que las
ama mucho.
Lorena, la más grandecita, expresó su desagrado. Como solo ella sabe hacerlo.
Con esos ojazos cerrados y sus manos crispadas. Valentina, la pequeña,
simplemente corrió al cuarto y se encerró. Ni por más que la llamamos quiso abrir
la puerta.
Siendo las ocho de la noche, salió del cuarto de manera voluntaria. La noté muy
extraña. Y cubría su cara con el abanico que le habíamos regalado el treinta y uno
de octubre pasado, cuando se disfrazó de gitana. No articuló palabra. Se sentó en
una de las sillas del comedor. Observándola desde cerca, detallé que su pelo había
encanecido. Y que, sus manos, exhibían uñas largas y de color púrpura. Seguía sin
dejarse ver la cara. De un manotón le quité el abanico. Casi pierdo el sentido cuando
observé su rostro. Avejentado. De un color verdoso obscuro. Y empezó a reír de
manera escandalosa para una niña de su edad. Vi que sus dientes tenían color
amarillo. Y que su lengua era algo así como bífida y de color negro.
De pronto se alzó y cogió el cuchillo que estaba en la mesa. Se lo lanzó a Lorena y
le atravesó su garganta. Y, en una velocidad insospechada, le arrancó el cuchillo a
su hermana y lo hendió en mi bajo vientre. Tantas veces que no pude contar.
Simplemente porque caí al piso. Antes de perder el hálito de vida que me quedaba,
Valentina y su madre se abrazaban, celebrando lo sucedido. ¡Bien merecido lo
tienes Pablo Hércules Hinestroza!
Angelito
Al salir, cerró la puerta. Cansado como estaba, caminó hacia la calle 92. En la
esquina con carrera 77, encontró a Zoraida, la negra. La conocía desde 1968,
estando en Ciudad Bolívar. Recién llegaron. Él desde Pasto y ella, desde
Barrancabermeja. Se parecían en sus opciones de vida. Esa pulsión que, en veces,
cruza a quienes ejercen como sujetos del ir y venir. De contera había, entre ella y
él, una atracción, de esas que llaman “fatal”. Por lo mismo que arrasaron con las
barreras primeras. De esas que definen como posturas de moralidad. Esas que
fueron cruzando todo lo habido como colectividad. Como expresión de lo humano.
Algo así como esa herencia cultural desde el medievo. Aun con los matices
expuestos por Agustín, por la vía de sus “Confesiones”.
Y sí que llegaron el mismo día. Ese trece de diciembre de 1956. Día monótono, por
cierto. Se juntaron en el camión que los recogió en Palmira, viniendo desde Quito.
Lo hicieron como si nada. Mientras el ayudante soplaba un cachito. Para Zoraida
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fue su primera vez. Para él la segunda, después de Virgiliana Moncayo. En ese
trotecito se la pasaron hasta que el conductor se aburrió con ella y con él. Y los hizo
bajar en las afueras de Armenia.
La noche, iluminada por una Luna pálida prometía ser, al filo de la madrugada,
absolutamente fría. Ese firmamento explayado dando cabida a la miríada de
estrellas. Y es que, lo que pasó, en la casa de Evangelista Estupiñán fue eso que
llaman del absurdo. Comoquiera que la espada de Valeriano atravesó todo el
abdomen de la pequeñita Alicia. Una trifulca inmensa. De esas que requieren asumir
l imaginario absoluto. No solo para su descripción. También y, fundamentalmente,
para proveer una versión creíble.
Ya le había pasado antes, estando en Tumaco. La desmembración de los cuerpos
de Eloisita Asprilla, de Esteban armero y de Elías Cevallos. Casi el mismo tipo de
contexto y entorno. Empezó con la habladuría de siempre. Ese “trinar” como
cantaleta. Refiriéndose a lo del negocio que se dañó, justo ayer. Y de la necesidad
de alucinar, hallando el chivo o chivos de expiación. La voltereta del matacandelas.
La orilla opuesta. En ese estar ahí, como virulento atizador.
En la “vueltecita” se perdieron como siete millones de pesos. Suma de nimiedad.
Pero, en esos ejercicios perdularios, lo que cuenta es “la palabra empeñada”. El
cicatero Jefe de Jefes, el Patrón, no permitía ningún error. Mucho menos si, de por
medio, había dinero. Porque lo duro que había que meter para conseguir cualquier
billete, ameritaba la consolidación de referentes básicos. Lo que, en términos
coloquiales, se ha dado en llamar “códigos insoslayables”
Lo de Tumaco fue aterrador. Brazos, manos, pies, ojos, dedos, etc., por ahí. En la
cocina, en la sala, en el comedor. Todos por ahí. Sangre en las paredes. Pedazos
por todos lados. Cinco personas que sintieron el dolor. La tortura previa.
Cercenados en vivo. Un dolor absoluto. Y, este hijueputa, como si nada. Salió a la
calle. Se dirigió a la taberna de la mona Abigail. Bebió como si se fuera a acabar el
aguardiente. Sentado, empezó a limpiar la macheta, con el pañuelo que heredó de
la madre. Y que había sido bendecido por el papa Paulo Sexto, cuando estuvo en
Colombia en 1968, en el Congreso Eucarístico. Le propuso a la mona, que fueran
a.…Ella no aceptó aduciendo que lo había hecho tres veces en lo que iba corrido
de la noche. Volvió a ensuciar la macheta. Abigail, alcanzó a ver sus manos caer al
piso. No pudo más.
Zoraida estuvo con él en Neiva, diez años atrás. Le ayudó a envolver, en papel
periódico, las manos y los pies de Baltazar Garzón. El abuelo de alejandrina. Allí
todo empezó por lo de siempre. No cuadraban las cuentas. Sus cuentas. Esta vez
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fueron ochocientos pesos correspondientes a las “vacunas” establecidas para los
tenderos del barrio “la ponzoñita”.
Cuando niño, este lisonjero, siempre estuvo en cuanto problema se presentaba en
Siloé. Desde lo usual relacionado con el robo cuanto almacén había. Hasta el
atraco a quienes conducían los vehículos en que se repartían las gaseosas y la
cerveza. El primer muerto en su haber fue don Ignacio, el sacristán de la iglesita.
Todo, porque el viejo no le quiso entregar “por las buenas”, la palangana en que
recogía la limosna en las misas. Particularmente, el día en que se celebraba la fiesta
de la Virgen de las Mercedes, patrona del barrio. La comunidad se exacerbó.
Quisieron lincharlo, pero pudo más la veloz carrera y el tronante que llevaba en la
mano. Tres personas resultaron heridas. Escapó en dirección a Hobo. Y, allí, logró
que Iván Martínez lo acogiera. El argumento fue convincente. A más de los veinte
mil pesos que ofreció. Como para subsidiar, en parte, la sopita.
La adversidad era lo cotidiano, en casa de “los tíos”. Zoraida estuvo a su cuidado
desde la muerte de mamá Belarmina. Del padre no se supo nada. Como si se lo
hubiera tragado la tierra. Solo, en mayo de 1958, “los tíos” recibieron un mensaje
desde Medellín. Algo así como que “Jeremías armó tremenda revuelta en el Parque
Berrio, por allá en el barrio Loreto en abril de 1957”. No más eso. Es decir que, en
tiempo ido y presente, la mamá de Zoraida asumió, en parte, la carga de criar a la
niña. Digo en parte, porque Aureliano y Otoniel, en verdad, fueron auxiliadores
constantes.
Lo de Belarmina Paternina fue como ese desasosiego que está vigente siempre en
el quehacer de lo cotidiano. Desde muy niña había aprendido el arte de hacer
aparecer un sapo, a partir de un pañuelo. Y de interpretar los sueños de sus
compañeritos y compañeritas de escuela. Eso explica, por cierto, su condición de
mujer indomable. Nadie podía con ella. Aureliano logró, por tiempo breve, acceder
al inframundo de la “cascarrabias”. Alguien le puso esa chapa. Así, al vuelo. Y quedó
bautizada así.
Eso fue por el mismo tiempo en que a, Otoniel, le mataron dos de sus tres hijas. Ahí
en el arrabal del barrio Manrique. Como dijo el policía en su informe “fueron muertas
en extrañas circunstancias”. Y parece que si fue así. Estando “las tres Marielas”
(Mariela Lucía, Lucía Mariela y Mariela del Socorro) en la cuarenta y cinco con
ochenta, en casa de Alba Mariela Sinisterra, en clase d costura, llegaron “el choneto”
y “el chorizo”, dizque buscando al hermano de doña Alba. Como en eso de ir
contando que Hermenegildo, tenía una deudita pendiente con ellos. Y, así. Sinsaber
ni cómo, ni cuándo, ni porqué, hizo explosión el artefacto que llevaba choneto en el
talego que cargaba. Murieron todos y todas.
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Pasando el tiempo, Otoniel conoció a Rafaela Manotas. Supo, por boca, lengua y
memoria de ella que, en verdad, Hermenegildo, había estafado a más de cien
personas en el barrio Belencito. Con eso de adivinar la suerte y vender lotes
situados en el barrio La Castellana. Y que, por eso, choneto y chorizo habían sido
contratados por “la comunidad dolida”. Pero hasta ahí. Esa versión no servía nada
para los propósitos de Otoniel. Él buscaba algo así como saber a quién podía
demandar por daños y perjuicios, derivados de la muerte de sus tres Marielas. A
decir verdad, la otra Mariela, ni la conocía.
Belarmina rodó por casi todo Medellín. Que donde doña Betulia. Que la vieron en el
barrio Fátima arrejuntada con Mauricio Paniagua. Que ya estaba embarazada
cuando la recibieron en hogar comunitario “El Buen Pastor”. Que, de allí, salió para
“Don Matías”, desembarazada. Pero así, sin el mené o la nena. Como que salió
echada. Tal parece que, ella misma, se hizo algo para que saliera lo que fuera, sin
cumplir los nueve meses. Luego, la vieron recabar en San Luis, con Jesús Pimiento
a bordo. Y que, allí, vivieron como cinco meses. Hasta que, la Belarmina, huyó.
Jesús fue encontrado muerto como a los tres días. Con dos heridas de cuchillo en
el cuello.
Aureliano estuvo mucho tiempo al lado de su papá. Don Heliodoro. Su mamá había
muerto el mismo día en que murió Carlos Gardel. Se dice que ella esta noveleriando
en el aeropuerto Olaya Herrera. Y que le dio por cruzar la pista de decolaje, justo
en el momento en que el avión iba a despegar. Hay quienes aseguran que ella fue
quien ocasionó el accidente. Como en eso de interpretar que estaba demasiado
enamorada de Carlitos. O para mí, o para nadie, le oyeron decir.
Cuando dejó la casa del sordo Iván, Ángel María, viajó a Tunja. Como en eso de ir
yendo por todas partes, a ver si resultaba algo. Llegó en esa madrugada fría del 20
de julio. Como llegó, empezó a andar. Con la maletica de cuero que le había
regalado doña Isabelina, la mamá de Nancy. Esa niña que conoció en Puerto
Wilches. Quince añitos no más, cuando conoció la largueza y dureza de Angelito.
En evocación tardía, Angelito, quiso volver un día. Pero pudo más el afán para no
responder por lo que hizo.
En fin, que angelito recorrió toda la ciudad. De aquí para allá. Y de allá hasta
otraparte (como parodiando al maestro Fernando González). Entró a una tiendita en
la cual vendían cocido boyacense. Zoraida le había advertido de lo delicioso. Como
que cuando ella estuvo viviendo al lado de “el esmeraldero”, todos los benditos días
comía. Tanto que, en secreto, se volvió un vomitivo perenne. En la tiendita conoció
a Agripina Valverde. La hija de la dueña. A ella le correspondía atender a los
madrugadores del entorno. Como veinte años aparentaba la china. Angelito tasaba
a las mujeres, por las tetas y las nalgas. Agripinita pasó el corte. Hicieron migas,
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como dicen en la tierrita. Conversando, entre palabra y palabra, angelito conoció de
lo habido sucedido y lo habido actual. En Cascuéz, la cosa estuvo muy difícil entre
1978 y 1989. Victicor Carranza y Gonzalito Gacha se encargaron de arrasar con
todo lo territorial minero. Y, también con lo territorial vivencial. Tremendas grescas.
Puñados e muertos y muertas. Había casas destinadas para la tortura y el
desmembramiento. Tres hermanos de la agraciadacontadora de recuerdos, sueños
y casi verdades, murieron. Uno ahí, donde usted está sentado. Los otros dos,
Patroclo y Olegario, cayeron por el lado de Muzo. Los picaron, como si nada. Y todo,
decía la niña, por culpa de las malditas gemas y de la voracidad de “los de arriba”.
Eran casi las doce del mediodía cuando salió del negocito de doña Epimenia. A ella
también la conoció. Acostumbraba levantarse tarde. Como a las diez de la mañana,
apareció ahí en el comedorcito. Con legañas en los dos ojos. Y una muda
transparente que le servía para dormir y que daba cuenta de sus ajados pechos y
de sus pliegues, ahí abajito en donde terminan las piernas, como marchitos también.
Pero junticos. Angelito, la miró desde, los ojos con esa masita color verde. Pasando
por los ajaditos pechos. Hasta ahí donde todos los palos llegaron. Y pueden, aún
llegar. De ese talante era el morbo de don sujeto pecaminoso.
Cogió para Paipa. La niña Agripina le dijo que allá podía bañarse en los termales. Y
que, además, podía encontrar a Valeriano, el dueño de uno de los hoteles más
bonitos y seguros de la ciudad. De una llegó al hotelito que le recomendó la nena.
Iban siendo como las tres y pucho de la tarde. Entró y miró. Como miran los tesos
(diría el creador de Pedro Navajas). Estaba como alucinado. Le vino a la mente, la
situación vivida cuando chico. Que miseria de alma tan brava en esa casa suya.
Cada quien con su propio inventario de bienes y contrabienes. Lo que ahora llaman
valores. Y que, incluso, ha sido una vena extravagante para muchos teóricos de la
vida. De los que derraman, a puñados, palabras habladas y escritas. Casi como
sortilegio mundano de a cada rato. O de lo de hoy y ayer. O de lo que vendrá. Eso
que Fernando Savater ha exprimido a más no poder en su “Ética Para Amador”.
Una virulencia en diatriba insabora de contenidos.
Y, siguió elucubrando Ángel María, que infancia manifiesta en su hedor de puta
mierda. Una simbología inane. Al menos para él. En esa contracorriente tan infame.
Unos vertimientos de historias entrelazadas por lo bajo. Como ese cuento de con la
bisabuela Serafina. Una mujer de tres mundos. Uno, el del siglo XIX, que conoció
en toda su segunda mitad. Con esos embates de los amos de la tierra. Unos
cruzados peleando hasta morir y hacer morir. Unas arengas embalsamadas, desde
1819. En esas junturas de caminos entre santanderistas y bolivaristas. Cardúmenes
de población societaria retenida o expulsada a la fuerza. Las esclavas y esclavos
todavía con la yunta al cuello. Las repúblicas iban y venían. Como en recetario
perverso. Policromías a partir de surtidores rojos y azules. Como si ese fuera el
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único espectro posible. Una caballería vergonzante. Hoy los unos. Mañana los otros.
Y, así, pasaba el tiempo. Heridas abiertas. Ahí no más, esperando el discurso del
próximo caudillo. Herederos del imperativo y empalagoso General. Dictador de siete
muelas.
El otro mundo, el segundo, de la bisabuela, dado por esos años de comienzo del
Siglo XX. Unos tras otros. Venidos desde la política bifronte consolidada desde
1886. Constitución en mano. Los generalotes. Solo lúcidos para las entelequias y
para la soberbia. Exacerbadores, a partir de manifiestos impúdicos. El reyecito,
Reyes, dando tumbos. Inventándose valores al calor del Sagrado Corazón de Jesús.
Un templario tardío. Llegado al poder a puro pulso de espadas, bayonetas y fusiles.
Y así fue extendiendo su habladuría y su hechura de sujeto obsoleto. Pero, por lo
mismo, atizador de los mismos fuegos de antes. En esos mil y pico de días de
desangre. Y, siempre, los hombres y las mujeres de a pie, ahí. Como depositarios
de las tres o más letras que les dejaron conocer.
Y el tercer mundo de Serafina. Esa última década de su vida. Entre 1947 y 1958.
Que osadía la de ella. Tratando de aplicar lo aprendido de Ignacio Torres y de María
Cano. Confesa partícipe de esos idearios. El PSR, dando y dando vueltas. Por esos
lugares recónditos. El sentimiento de ser mujer en la dermis. Mujer, otrora poseída
y violentada. Casi a la fuerza. Porque eso y solo eso eran las relaciones de amor
unipartitas. Porque, siendo ella inmersa en esa relación; solo surtía como objeto.
Abertura para el falo de los prohombres. U hombres, apenas en nombre.
Machucantes huracanados solo en las noches. Sus noches. O a cualquier hora.
Y sí que cabalgó con la Cano, la abuela Serafina. Conociendo en directo o de ladito
las andanzas de los dueños del país. Llevando ella y la María, panfleticos bien
escritos por el jefe de jefes, Torres Giraldo. Un apocado. Así lo describía la
bisabuela. Un insípido sujeto de buena letra. Pero no más. Lo mismo de los otros
hombrecitos del día a día. Una pulsión de vida, asociada más a un oficio de
omnipotente gendarme ideológico, que de verdaderos pulsos libérrimos. Punzantes.
Revolucionarios.
Murió Serafina, el trece de mayo de 1959, de manos de Serapio Epaminondas
Roldán. Quien la mató por celos. Le faltaban dos añitos para cumplir 106. Qué
malparido varoncito matacandelas. Le hizo los hijos y las hijas que se le antojó tener
con ella. “…En sus ojos quedaron sucesión de imágenes vividas. Tres que
resaltaba ella: el asesinato de Rafael Uribe; el asesinato de J. Eliécer Gaitán y la
figura de la liberta inmensa. Como, a bien tenía de llamar a DOÑA MARIA CANO”.
Así rezaba el texto escrito en su honor, por parte de Virgiliano Cifuentes, quien fuera
su amante furtivo, en toda su vida como mujer incendiaria y sublime.
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Ese tósigo de vida, siguió murmurando angelito. Y le volvió la pensadera. Esta vez
con lo de la abuela Isaura. La sexta hija de Serafina. Esa sí que entró por donde
era. Como queriendo decir que empezó a mandar todo al carajo. Desde pequeñita
ya sabía que mamá Serafina y Virgiliano eran amantes. Para ella fue siempre un
deleite absoluto verlos retozar y gemir en la estera que tenía en “el cuarto de nadie”,
como llamaban la piecita de atrás. Pero, además, sabía de todo un poquito…o
mucho. Nunca se supo, ni se sabrá. Interpretaba sueños. En la escuelita fabricaba
“peos químicos” que cargaba en un frasquito y lo destapaba en clase de religión,
con la señorita Consuelo. Sabía cómo era eso de “venir al mundo”. Lo aprendió,
viéndolo en directo cuando la comadre Eunice asistía los partos de doña Beatriz
Alviar. Nunca se tragó el cuento de El Arca de Noé. Mucho menos lo de El Paraíso
Terrenal. Ella había leído y releído las “Nociones de Historia Sagrada” y el
Catecismo escrito por el padre Astete. Y cotejó esos escritos con los de Charles
Darwin y H. Morgan. Estos últimos los halló en el escaparate que había heredado
Serafina de Antonia, la tatarabuela.
Angelito vivió parte de esa historia. Po ejemplo, le tocó ver como Macario Verdún,
el marido de la abuela Isaura, le arruino uno de sus ojos con el punzón de la cocina.
En “un arrebato de ira santa” como tipificó el malparido cura del barrio, la agresión.
También cuando la azotaron, entre Juvenal y Ponciano, los seminaristas hijos de
Hipólito Benjumea, el dueño de la ferretería “El buen precio”. Todo porque les dio
por creer y aseverar en palabra, que “…esa perra se lo da a Braulio Castañeda”
Angelito sabía que eso no era así. Porque, entre otras cosas, Braulio era
homosexual en su clandestina vida íntima. Los azotes los ordenó Venturiano
Alfonso, papá de doña Eugenia, la tía de Eufrasio Parra. Todo en nombre de “La
Divina Providencia”, nombre y símbolo de los “Neo-Cruzados”.
Mientras esperaba al doctor Valeriano, se puso a mirar, por lo bajo, a tres mujeres
que llegaron después. Con su ojo de buen tasador, les adjudicó entre veinticinco y
treinta añitos a cada una. Qué belleza de cuerpos, dijo para sí. Se les acercó, como
queriendo ir más allá del primer corte. Y, ellas, alborozadas como estaban por haber
llegado al municipio. Es decir, a los termales; se dejaron sonsacar la risa de don
caballero. La conversa fue larga y tendida. Quedaron, en preciso, que se veían en
las piscinas. En esto estaban, cuando apareció “el doctor Valeriano”.
Su mamá Leonilda creció al lado de Joaquina. Dos amigas, de esas que llaman
inseparables. De siempre. Una y la otra, andariegas a más no poder. Yendo y
viniendo por todo el barrio, primero. Luego, por todo el país. En la escuelita
Eucarística, adscrita al barrio Moravia, conocieron los primeros trinos del hablar y
escribir. Con la gramática y la semántica incorporada. Muy tenue, sí, pero en fin de
cuentas con lo necesario. Destacaron, ambas, en los bordados en tambor. Y en el
canto. Tanto así que, en el barrio, las bautizaron “el dueto Lejo”. Amenizaban
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piñatas. Cantaban en la eucaristía de los domingos a las once, en la parroquia Cristo
Sacerdote. Se enamoraron del mismo muchacho. Pero zanjaron diferencias,
rotándolo. Una semana Leo y la otra Joaqui. Y, así, estuvieron largo tiempo. Hasta
que Eusebio Luján se cansó de ellas y se casó con Leopoldina Beltrán; una vecina
que había pasado desapercibida; pero que estuvo al acecho, hasta que conquistó
al caribonito.
Las dos siguieron como si nada. Se matrimoniaron casi al mismo tiempo. La una
(Leo) con Bautisterio Mondragón. La otra (Joaqui), con Bersarión Álvarez. La preñez
vino, también, en simultáneo. Y empezó ese reguero de hijos y de hijas. Uno de
tantos fue angelito. Y, en esa condición de ser uno entre muchos, asumió la vida
desde el rinconcito. Como diciendo, fui a la escuelita. Y estuve al lado de mamá. Y
la respaldé cuando ese pérfido de Bautisterio le pegaba esas zumbas deprimentes
y dolorosas. Y sí que, pensaba angelito, estuvo bien lo que le hice a esa mortecina.
Que se las daba de macho bravucón. Como queriendo ser soporte en la casuística
freudiana. O en la teoría acerca de los niños difíciles, esquizoides; en la opción
neurolingüística. O en el o la sujeto con la palabra autoritaria como forma
permanente de acción hacia la inhabilidad de la palabra como pulsión; a la manera
de Foucault.
Angelito sequía como envarado. No atinaba a entender lo que debía hacer. Si
conversar con el doctor dueño del hotel. O si seguirle la corriente a las tremendas
de cuerpo. Como diría el poeta, en ese decir de “…hay días en que somos tan…”.
O si seguir en la pensadera en que estaba desde hacía mucho rato. En ese
inventario de vida, en que se había metido. Se decidió por lo último.
Y Leo, su mamá, siguió por ahí. Por esa brecha abierta desde la bisabuela, la
abuela. Ahora era ella. Tejiendo esa tesura de vida inmediata. Sin el asidero en
ciernes que solo puede dar la ternura, tierna. Física, verdadera. Por lo que ternura
es y ha sido puerto de salida y de llegada. Desde el momento mismo en que fue
inventada. Y es que, en veces a cualquiera le da por enhebrar delgadito. Y como
que se apega al dicho “…de que y, precisamente, las guerras y la erosión de la
ternura, como que son y han sido sinónimos compuestos. En lo que este símil tiene
de juntar palabras. Más allá de una sola. O de, simplemente, azuzar el ambiente
equívoco de los poderes.
El doctor sí que estaba puto ese día. Lo que ahora llaman estresado. Todo por
cuenta de “esos negocitos que, siendo pequeños (como caja menor) no dejan de
ser importantes, todos juntos. Nada que le había resultado lo de la apertura de
mercado en las zonas de librecambio e intercambio. Candidaticos buscando, por
ahí, electores en su carrera hacia la alcaldía; o en el concejo, según sea el caso, la
apuesta o el peso político de los padrinazgos. Y se atraviesan, como vaca en
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autopista. Y, sigue diciendo el dueño del hotel, lo que le emberraca a uno es que
unta y unta manos y manos. Y nada. Y, así, no hay billete que alcance.
Y, “las tres bellezas”, seguían por ahí dando lora. Con esos cuerpazos al viento.
Para deleite de turistas y pobladores. A cada nada echaban a reír. Al mismo tiempo.
Y por lo mismo. O por cualquier otra cosa. Eso resultaron bebedoras inagotables. O
whisqui. O ron. Menos aguardientico. Y, angelito, dudando de nuevo. Como entre el
ser y no ser. Horadando esa historia de vida suya. O los triangulitos de las nenas.
O con lo recién recordado compromiso con la niña de la tiendita. Habían quedado
en verse aquí. Pero dentro de dos días. En el hotelito de la señora Fortunata. La
misma de las almojábanas símbolo de Paipa.
Siguió en esa brega tan jarta de la recordadera. Esta vez se fue por el lado de lo
que le había contado Zoraida, acerca de su pasado. Remoto e inmediato. Por ahí
rodando, hasta que llegó donde “los tíos”. En esa bravura de hechos no declinados.
Con ese acerbo de cosas alrededor de su madre Belarmina. Ese estar de un lado
para el otro. Como noria urbana y campesina. No registrada en ninguna bitácora de
vuelo. Un desarraigo absoluto. Los valores, si acaso los hubo, trastocados. Tirados
en cualquier andén de cualquier barrio o ciudad. Y, para acabar de ajustar, se lo
encontró a él. Como si nada. Empezando, desde allí, la torcedura de camino. Con
esas matanzas ramplonas. Casi como del absurdo. No tanto, insitu, como el de
Salvador Dalí en sus lentejuelas purpúreas. Iconoclastas. Pero sin ningún sentido;
aún en el contrasentido.
Como, en el entretiempo, de cualquier competencia viva, angelito hizo giro hacia
otro lado. Y empezó la bebeta. La primera ronda a su cuenta. De ahí en adelante,
cargadas a la cuenta del doctor dueño el hotel. Con los cuerpazos de las tres en
vivo. Hablando en palabra ligera. De todo lo que ha habido y habrá en el mundo.
Que, si no se hubiera muerto Cantinflas, cuántas películas más habría filmado. Que,
si Silvestre Stalone hubiera trabajado su Rocky Balboa XV, al lado de Angelina Jolie
tal vez le hubiera curado el mal de ojo que le acompaña desde pequeño. Y, siguieron
hablando, como hasta las siete de la noche. Sin embargo, no se les notaban los
siete litros de licor. Ni a ellas. Ni a ellos.
Le siguió rondando la pensadera, a angelito. Se quedó dormido en el sofá de la sala
de recepción. Y empezaron los sueños a dar tumbos y golpes de vida. Veía a leíto
al lado de Gumersindo Arbeláez, su amante. Él lo supo estando aún muy niño.
Cualquier día le dio por salir al solarcito que tenía la casita en que vivían, allá en el
barrio Palermo. Estaban en el piso, en una revolcadera convocante. Pletórica de
contorsiones y siseos, como en los serpentarios. Ni Leonilda le advirtió nada. Ni él
dijo nada, nunca. Y esos encuentros furtivos se prolongaron. En tiempo y espacio.
En un sueño, dentro del mismo sueño primero la vio con Hermógenes Bobadilla, el
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carnicero del barrio. Casi en el mismo sitio. Casi a las mismas horas. Tampoco dijo
nada, nunca. Y así, sucesivamente. Belisario, Norberto Elías, Franklin Mayolo,
Juvenal Alzate; el negro Apolinar Vargas. Insaciable, mamá Leonilda. Una
promiscuidad que resultó ser imagen y acción bella para él. Lo erótico en superficie.
Nunca le preguntó, a mamá Leonilda, de la profundidad de su goce. Si era o no
directamente proporcional a las contorsiones y la gemidera. Lo cierto es que navegó
(angelito) entre sueños y más sueños. Todos en fijación a la cual le construyeron un
soporte sublime, de su perspectiva de sujeto entero.
Cuando lo despertó la negrita Caribú (uno de los tres cuerpazos que conoció), eran
algo así como las dos de la mañana. Se le quedó metidita al ladito. Cuántas veces
lo hicieron, nunca lo supo. Lo que sí se supo fue que el hotel perdió mucha de su
clientela por culpa del espectáculo, ya que fue asumido como inmoral. Aún en el
contexto de la libérrima Paipa, ciudad turística y mundana.
Salieron a la calle alumbrada por una canícula protagónica. En una inmensidad de
cuerpo brillante que había emergido hacía ya casi seis horas. Por el Oriente fugaz.
Se acercaron a las piscinas. Un hervidero a esa hora. Cogidosde la mano, cruzaron
por la zona que llaman de vestieres. Una turbamulta acezante; sudorosa,
acebollada. Así como estaban, vestidos. Ella en traje color panela. Trenzado con
hilos de algodón multicolores. Él con pantalón verde militar y camisa blanca, ya
ajada y con líneas grises en el cuello. Más producto de la acumulación de polvo y
sudor. Se metieron a la primera piscina. Un tanto más calientica que las otras.
Sumergidos en profundidad mediana, como lo que puede de hondura la masa de
agua entrelazaron otra vez los cuerpos. Una y otra vez. Orgasmos preciosos. Como
si estuvieran al compás del coro de “…ranas y sapos”, en la canción de Leonardo
Favio. De allí fueron desalojados a la fuerza. Entre tres vigilantes del hotel y seis
policías municipales, los tuvieron que cargar hasta la calle.
Y… ¿de qué ternura estás hecha?, soñó que le preguntaba a Leonilda; justo un día
después de haber estado con Caribú. En las andanzas intoleradas en el hotel del
doctor. Y por la alcaldía de Paipa. Un poco lo cantado por Joan Báez en “El Cristo
de Palacagüina”. O en “Un mundo de fruta encendida” de Piero. Como navegante
nacido para circunnavegar los Océanos. Pero que, justo a mitad de camino, perdió
rumbo, brújula y bitácora. Y que, por eso mismo, llegó esmirriado a lomo del
recuerdo de Caribú. La negrita insaciable en cuanto a recibir ternura. Insaciables,
las dos, otorgadoras de ese zumbido de viva fuente y voz. Elongado casi al infinito.
Espasmos que desparraman la locura del deseo bien habido. Bien interpretado. En
sincronía perenne. Como en “Las estaciones” de Vivaldi. O como el torbellino pleno
del Bolero. De un Ravel inmenso en fuerza de Luna plena. Llena. Nítida. En un
desafío al mismo Sol.
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Zoraida, en sumisión estaba, cuando la azotó el sueño viajero. En locomoción
simbólica. Atada a los rigores de lo incendiario. Ya “los tíos” habían muerto. Tal vez
de tanto amarse. Una juntura nacida de tanta soledad compartida. Los y las que se
fueron yendo, fueron condicionando el quehacer. Del vivir de ellos. En cada espacio
de su casa. En cada recodo esquinero de su barrio. Por fin pudieron amarse en la
libertad del albedrío. Centinelas, uno y otro, creativos. Desde la desesperanza
primera habida, cuando les mataron sus almas, por la vía de matar a sus crías. Y
desde allí. Desde esa desesperanza, empezaron construir la esperanza que habrían
de ser sus vidas. Juntas. Retozos bien hechos. Mejor culminados. En cada
acechanza. El uno y el otro. Buscándose en todos los entornos. Entregándose en
cualquiera de ellos. No hubo en esa, su casa, rincón que no conocieran en sus
escarceos pulcros, prístinos. De ternura no afanada por nadie. Solo él, uno, y él
otro. En combinatoria perfecta. Como ajedrecistas vitales. Tan vitales eran que no
se dieron cuenta cuando pasó la vida pasando. Y, ellos, ahí. En esa vida que pasó
sin advertirles nada. Tal vez para no desdibujar lo hecho por ellos. En esas
pinceladas gruesas. Como las de los niños y las niñas. Como aprendices de
motricidad fina. Ya estando viejos.
Angelito se deslizó, otra vez, hacia la soñadera y la pensadera. En fin de cuentas
siempre la tuvo clara. Ir de tiempo en tiempo. Corroborando los decires y los
haceres. De su historia. De sus parentescos. De lo que fue. Bien o mal haya sido.
Como infusiones milenarias. Tratando de azotar lo cotidiano con el cuero habido en
la vida. De lo inmemorial. O de lo del entorno en cercanía. Y se vio, otra vez,
sumergido en el follaje de la diatriba y de lo atrabiliario. Regresó a uno de los tres
mundos de la bisabuela. Al tercero. Y lo sintió como viacrucis sin el crucificado a
bordo. Más bien como esa hechura plena. De instantes en la voltereta. Viéndolos y
viéndolas a todos y a todas. Desde López Pumarejo a Eduardo Santos. Desde
Laureano hasta Ospina Pérez. Desde “el caudillo del pueblo”; hasta Lleras
Camargo. Pasando por “el sargento hecho poder nimio, vergonzante”, hasta el
triunvirato. Y desde ahí hasta…la letanía continuada.
Siguió soñando. Angelito, cada vez más extirpado de sesera propia. Corría veloz.
En el tiempo. Como aventajado sujeto; al que le dio por buscar la ternura. En
cualquier evento. O en cualquier recodo de vida. Haciendo de su quehacer ramplón
y perverso de ayer; pulsión de vida. Percepción de lo sublime. Como desesperado
jinete cabalgando a los rígidos dromedarios en el desierto: Tratando de llevarlos por
el camino cierto. Sin esa ambivalencia de los plenipotenciarios negociadores
perennes. Sin la cantinela de los pregoneros. Gnomos perdularios. Heraldos con la
semiótica perdida. Como perdido fue y ha sido el rastro de los lobos de la estepa.
La niña que conoció en Tunja, llegó puntual. A las ocho de la mañana ya estaba en
el hotelito de la comadre de su papá. Bien acicalada estaba ella. La niña bella que
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presurosa llegaba en búsqueda de su furtivo convocante. Como es de hermosa la
niña. La que llegó vestida con traje de tulipanes bordados; en toda la anchura de su
cuerpo. Co escote pronunciado. Como queriendo sonsacar al sonsacador impávido.
Y fue llegando ella, conforme lo había prometido. Porque, como bien hecha
doncella. De cuerpo bien hecho y puesto. En crecimiento sus pechos. Inflamados
estaban. Tal vez por el mismo afán en encontrar a quien sería su desfoliador. Aquel
a quien ya amaba. Desde la mañana misma en que lo vio. Y su carita, en rojizo color
ya expreso, tanto que le quemaba. Y que se iba bien adentro. Ojazos de ensueño.
Sin necesidad de forzar mirada, buscaban al sujeto suyo; desde día y hora en que
lo vio llegando a ese entorno suyo. Entre lo uno o lo otro. Es decir que, la doncella,
entre dichosa y cándida, llegó como lo había prometido. Con ansias locas de sentir
adentro; bien adentro ese falo inmenso con el que empezó a soñar, sin verlo.
Las tumbas
Y conocí a Joaquín Puebla allá, en Villa Pomares. Un día cualquiera. De esos que
corren a vuelo y el riesgo de no ser recordado. Por cierto, Joaco, estaba en lo suyo.
Andando y andando entre malevos. Y sí que lo eran. El de menos contaba con
dieciséis entradas a la gayola. La mitad de ellas por lo que llaman "asalto a mano
armada". Y esto se repetía, casi setenta veces siete.
El viejo Joaco ahí. Como si nada. Tan faltón, que me contaba lo que él daba en
llamar "mis travesuras". Y no le importaba, para nada, el sufrimiento de sus mamás.
Que eran todas las mujeres de su entorno. Porque, a decir verdad, sí que lo querían.
Como decía mi abuela "más que a un hijo bobo". Y ojalá hubiese sido así. Yo lo
preferiría mejor bobo que bandido por lo bajo.
Porque, en eso del bandidaje, nadie me saca de mi dicho: bandidos y bandidas, que
más. Pero siempre y cuando sean a lo Robín Hood. O a lo Sacco y Vanzetti. O ese
bacán de Pistochoi, en nuestra historia criolla no mafiosa; o a lo Garibaldi
Más bien, lo suyo, era la degradación del oficio. Como si nada. Mataba a lo que se
le moviera, en el espectro de sus andanzas. Tanto como decir que no le paraba
bolas a nada. Obvio, siempre y cuando estuviese sobre seguro. Lo que, antes, era
una opción ética de lo ortodoxo en términos de confrontación, pudiera decirse de
esos que no se dejaban sonsacar por el dinero inmediato, pérfido, aciago.
Cuando, de niños, jugábamos en la calle. Al fútbol libre. Ese verdadero. En pleno
pavimento. Con las porterías cifradas en piedras. De doce pasos entre una y otra.
Con ese seis y seis, apenas justo para la amplitud de la calzada. Y para los cien
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metros de cuadra. Y yo ilusionado con mi ejercicio de cancerbero. Y él, como eterno
huevero. Allí, esperando que Josías vacilara en recortar. O que soltara el impacto
del viejo Peder. Delantero absoluto. Recuerdo que, el Joaco le dañó su rodilla. De
por vida. Y, como si nada. Siguió, el bandido avieso, en sus balandronadas. Solo lo
sacó del camino, el acuerdo tácito de no alinearlo. Ni los de "El combo de la setenta
y seis"; ni los de "Patota de la Ochenta y Cuatro", las dos expresiones máximas de
nuestro Manrique Cimero.
Recuerdo. Nostalgia. Qué sé yo. Al verlo, ese veinticuatro de abril, anclado en el
poste de las "marianas". Con esas yuntas de los "polis". Sangrando en sus
muñecas. Sentí lo que llamaba mi madre, "un frío en las tripas". Porque, con todo y
todo, le tenía afecto todavía. Ante todo, porque, yendo más allá, a la infancia
temprana, primera. Lo veía conmigo. Tentando las gallinas de la abuela Sara.
Sobándole el sapo a las piernas de la tía Altagracia, para aliviarle en algo el reuma.
Con las primas Cecilia Y Marina, jugando a la mamacita y el papacito. Con tocaditas
de nalga incluidas.
Pero, el man, se perdió durante largo tiempo. Como si se la hubiera tragado la tierra.
Cuando lo volví a ver ya era un grandulón hecho y derecho. Ahí, en lo del tío
Epifanio. ¡Decía mi mamá Josefina! Ése sinvergüenza no tiene arreglo refiriéndose
a la historia que tenía detrás. Como ese hecho narrado por Evaristo, cuando viajó
como polizón en el barco "Éufrates", siendo todavía un pelao. Y, así, llegó hasta
Barbados. Allí se quedó. Aprendió el idioma inglés, un tanto chapucero. Pero inglés,
al fin y al cabo. Después, se dice a cada rato, empezó con lo del contrabando de
licores. Todos los rones del Caribe pasaron por sus manos y lo enriquecieron. Decía
que vi al Joaco ese día. Había acentuado y profundizado su bandolerismo. Gruesas
cadenas y pulseras de oro puro. Camisas de seda Bombyx mori. Reloj Rolex
absoluto. Yo me olía algo raro. Como cuando vos sentís que algo anda mal. Y
recordé lo que decía mi prima Eugenia: "...lo que mal comienza, mal termina". Y,
viéndolo ahora en retrospectiva, así fue.
Se le dio por meterse con el negro Abel. Tenaz broncote ese. No lo digo porque
sea negro. Lo digo más bien porque se le medía a lo que fuera. Dicen que tuvo algo
que ver con el robo de armas en el Cantón Norte. Al lado de la Comandante Uno.
La misma que actúo en la toma a la Embajada de República Dominicana. Y que,
por lo demás, se hizo presente en el gran robo al Banco de la República en 1994.
Abel le enseñó a mirar como Pedro Navajas. Es decir, para un lado y para el otro,
en la avenida y en la vida. De reojo, mirando quien viene y cómo robarlo o matarlo.
Me llamó el sábado desde la Alpujarra. Lo habían detenido el viernes en la noche.
Tal vez por lo de siempre. Pero, además, por algo nuevo: se metió con nadie menos
que "El Ángel". El tipejo ese, mandón en La Zona Tres. Desde el municipio de Bello,
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hacia el suroccidente. Hasta El Volador, pasando por la Terminal del Norte. Ni más
ni menos que "metérsele al rancho". Ese amplio espectro de lo que ahora se llama
el micro tráfico. De todo al menudeo. Desde bazuco ordinario, hasta la blanquita
pura.
Y, entonces, lo aventaron. Los mismos del combo suyo (Los Alacranes). Dizque
"concierto para delinquir". Un aspaviento ni el verraco. Los abogados toderos al
acecho. Allí. A bocajarro. Ofreciendo todo tipo de servicios. A una, dos y tres
bandas. Dependiendo de lo uno o de lo otro. De una u otra tipificación, que llaman,
cuando se trata de interpretar el Código de Procedimiento y el Código Penal. Desde
"hablar con el fiscal"; hasta "hablar con el señor Juez". Todo a precio de ganga.
Según el día y la hora. Leguleyos de más de un tono y color. Desde azul celeste,
hasta el rojo punible.
Y yo me fui hay mismo para donde el viejo Joaco. Porque, a pesar de todo, todo le
cogí cariño al gañán ese. Me metí por lo bajo. Es decir, supongo, algo parecido a
lo que llaman "El Hueco", en el cruce por la frontera entre Méjico y Estados Unidos.
Unos calabozos tétricos y pútridos. Recordé un dicho de la mamá de un amigo:"...el
entendido humano de un país, se mide por el trato que les dan a sus presos, a los
ancianos y a los niños y las niñas...". Inteligente señora. Por cierto, se llamaba
Fulgencia. La mató el papá de mi amigo porque no quiso servir de mula interurbana.
Que feura de espacios. Y que hediondez. El viejo Joaco estaba allí. Con otros
cuarenta sujetos. Le llevé un pollito asado, con todo: papa salada, arepitas fritas,
guacamole, etc. Y quien dijo hambre. A Joaco, a duras penas, le tocó una alita. Me
dijo que debía hablar con el doctor Blas Posada. Dueño del séquito supremo de
abogados al servicio de cualquiera de las bandas. Desde la de "El Ángel", hasta la
de “Moisés", su contrincante.
Y sí que hablé con el tal doctor Blas. Que pichurria de tipo. Blasfemo, en lo que este
término tiene de burdo para hablar. Sin conocer mucho del lenguaje jurídico, me dio
la impresión de que confunde casuística con soda cáustica; delación con Adela en
un balcón; prolegómenos con la prole de Diógenes. A pesar de mi fastidio, le
pregunté por el caso de Joaco. Me dijo, algo así como que el man está jodido.
Porque el equilibrio entre las bandolas ya estaba saturado. Solo me queda un cupo
para el hablar con el Juez Eustasio Sastoque. Y ese ya lo comprometí con Efímero
Palacios, un pirobo que lo detuvieron en Necoclí, tratando de pasar dos quilitos de
la refinada hasta Panamá. Le sugiero patrón que hable con Eufrasio Molinara. Él
es nuestro Plan B. Un poco más barato. Y, por lo mismo, no del todo garantizado.
Tiene poco talento. Es muy lento. Además, que les debe unas coimas a varios
jueces y, por lo tanto, ya no le caminan. Pero dígale, de todas maneras, que va
recomendado por mí, a ver qué pasa.
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Y si, que hablé con el tal Eufrasio. Mucho más áspero que Blas. Y Más bruto. Le
dije que le iba a exponer el caso de Joaco con todos sus intríngulis. Me dijo que ese
último término no lo entendía, pero que estaba dispuesto a escucharme, sin eso de
los intríngulis. Y me mandé con la historia. Cuando terminé, me dijo: “el caso lo veo
muy difícil. Y, fuera de eso, estoy escaso de billete. Usted entiende; para eso de
fotocopias y de untadas. Pero lo más tenaz es que la bandola de “El Ángel”, me
tiene asediado. Están que me levantan, porque me pasé del tope permitido en el
acuerdo.
¡Puta la Madre ¡dije. Y, ahora, que hago. Porque lo cierto es que yo no me puedo
envainar por lo de Joaco. Ni tengo plata. Ni tiempo. Ni valentía. Qué tal que me
tumben por ahí, como si nada.
Aunque, viéndolo bien, podría intentar con Luis Alfonso Céspedes. Hice con él la
primaria y el bachillerato. Ahora es una especie de reyezuelo en el Ministerio de
Interior. Con decir que elaboró el pre borrador del proyecto de reforma a la justicia
en 2012. Dicen que Irragorri le tiene físico miedo. Es voz campante en los pasillos
del Congreso. Comoquiera que le sabe llevar los caprichos a cada congresista. De
Senado y Cámara. Y eso, de por sí, es mucho decir.
Llamé a Luis Alfonso, de ahí. Desde un teléfono público. De esos de Une, en los
cuales uno marca el 03 y el número de la flecha a contactar. Tan de buenas que me
contestó rápido y de una. Lo saludé y le pregunté por Valerio, su compañero
sentimental. Lo de rutina. Me dijo que bien. Que Vale estaba sin trabajo. Se queda
en el apartamento arreglándolo y cocinando. Me llama cada media hora. Es muy
intenso. Pero lo amo. Cada que puedo saco algunos días libres y nos vamos a
pasear, Nos encanta el mar.
Y me le fui con todo. Le conté que estaba ahora con Luciano. Me embarqué con él,
tan pronto supe que había terminado con el Coronel Salatiel Aldana. Como su
ruptura fue un tanto brusca; este Coronel me la montó. Cada nada me enviaba
emisarios en posición amenazante, para ablandarme y obligarme a no seguir con
Luciano.
Sin más rodeos le conté grosso modo lo de Joaco. Y, ahí mismo, le solicité que me
ayudara. Por los viejos tiempos. Cuando desafiamos medio mundo con nuestras
herejías. Cuando lo amé sin fronteras. Me dijo: creo que sé qué podemos hacer.
Voy hablar con el juez Venancio Herrera. No si lo recuerdas. Estuvo de novio con
Maximiliano Benjumea, el piloto de los chárter que cruzaban, cada nada, el Caribe
hasta Jamaica. En varias ocasiones estuvimos allí.
Y sí que, al día siguiente, me llamó. Todo arreglado, me dijo. De paso, te invito a
celebrar. Ven con Luciano al apartacho. Valerio se muere por verte. Quiere conocer,
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en vivo, como estás; después de más de diez años sin verte.
Cuando me vi con Joaco, ese sábado, no sabía lo que me esperaba. Tan pronto lo
saludé, escuché tremendo estruendo. Como cuando entran en pelotera muchas
personas. Nos sacaron de la casa. Vendados nos llevaron a no sé qué sitio. Lo
cierto es que empezaron con Joaquín. Lo desmembraron. Cuando llegó mi turno
perdí el conocimiento, pero creo que hicieron lo mismo conmigo.
Ningún Tribunal Internacional, ha erigido esa ignominia como delito de lesa
humanidad. Siendo, como fue en verdad, secuestro extorsivo agravado. Por lo
mismo que el victimario victimizó de manera intencional. Inclusive, desde la opción
conceptual propia de la extensión de conducta dolosa, la infame Monarquía
Española, fue sujeto de culpa, Por cuanto sus agentes perpetraron, en su nombre,
la tropelía mayor de asesinato en persona inerme. En el sujeto representante del
Imperio Inca. Con tanto o, mucho más, soporte de legalidad que la misma Corona.
Por cuanto se ejercía, (como en todo poder de gobernanza) en representación de
un pueblo. Más, aún, siendo éste Pueblo Nativo invadido., Avasallado. Habiendo
sido violentadas sus fronteras, su religiosidad, su cultura. Trastocados todos
sus cimientos; a nombre de Poder Lejano. Siendo ese, aquí, sin derecho a
reconocimiento alguno. Por lo mismo que manipuló, tejió y ejecutó el
exterminio. A través de sus tutelados.
Pero es la misma impronta bandidescas. Ni que decir tiene, de sucesivas
realizaciones. Con la misma saña. Por lo mismo que, tan perdulario fue eso; como
ha sido y seguirá siendo el quehacer de la gendarmería internacional, actuando "a
nombre de la civilización". Que no es lo mismo que de la Humanidad avergonzada.
Tren de la muerte
En uno de los vagones iba el potencial asesino. No le comenté a Nubia, ese pálpito
que me acompañaba. Un tanto, porque ella es, a más de susceptible, una mujer que
nunca ha entendido la dinámica de lo perdulario. Y está bien que así fuera porque,
mi amante, creció alojada en ese tipo de familia que ha expresado que lo que pasa,
pasa por lo mismo que es concreta la predestinación. Algo así como que, nosotros
y nosotras, no somos más que reservorios en donde anida el Espíritu del Dios
Humanado. Siendo así, ella, nunca alcanzó plena autonomía. Todos y todas,
pensaba y actuaban en su reemplazo.
Y vino a mí lo que he sido. Recuerdo, por ejemplo, siendo niño, las aventuras
soportadas en los íconos de ladrones, bandidos y enhiestos. Y mis latidos eran cada
vez más fuertes. Porque yo había aprendido a decodificar los sueños, las pulsiones,
los enredos surgidos a partir de esas violencias vulneradoras.
Sigo callado. Pero con esa sensación de desasosiego cada vez más punzante. Y,
ni, aun así, le hablé a Nubia. Tal vez dejando que corriera el tiempo. Yo tenía porque
saber que Belisario Guaneme, me había amenazado de muerte, el día aquel en que
31
descubrí sus mañas para hacer el mal. Fue ese día de enero, cuando lo vi en el
escampado esquinero, en donde termina la calle octava del barrio. Y vi ese
cuerpecito de niña como surtidor de sangre. Desnuda y con su vagina abierta,
destrozada.
Me lo volví a encontrar en la “Fiesta de los Mangos”. Allá en ese pedacito de tierra
en el cual yo nací. Y, tal parece, que él también. Desde lejos me hizo saber, con el
lenguaje de sus manos, que nunca se olvidaría de mi presencia el día de la muerte
de la niña. Y sí que me entró un viento frío en todo el cuerpo. Como cuando el miedo
empieza a crecer.
Ayer en la tarde, cuando decidí acompañar a Nubia a Cisneros, lo vi. Con ese
sombrero inmenso que siempre lleva puesto. Como que adivinó mi propósito. Y me
siguió todo el resto de la tarde. Inclusive, cuando entre a la iglesia. Se me había
hecho tarde para cumplir con la promesa que le hice al Señor Caído de Girardota.
También entró. Casi a la par conmigo. Yo me arrodille ante el altar mayor. Abrí mis
brazos y empecé a orar, casi a gritos. Después salí y él seguía detrás de mí.
Esa mañana, cuando abordamos; Nubia y yo, el tren; alcancé a ver su sobrero,
cuando entraba al vagón H5. Nosotros abordamos el vagón G4. Y por eso mi
conmoción. Como si supiera que aquí él iba a hacer verdad la amenaza hecha. Y,
no sé por qué, vino a mí el recuerdo del cuerpo vejado de la niña. Ya habían
transcurrido casi siete meses.
Cuando el tren hizo su parada en Puerto Berrio, bajamos a estirar las piernas. Y, él,
ya estaba allí. En la acera aceitosa. Lo vi cuando sacó su pistola. Se dirigió hacia
donde estábamos. Quedé paralizado. Nubia me hablaba. En fin que ella no sabía
nada de lo que estaba pasando. Casi a tres metros de nosotros, disparó primero a
la cabeza de Nubia y luego a la mía. Mientras caía al piso, alcancé a ver su risa
malvada. Estando mi cuerpo en el piso, sentí un dolor inmenso en mi estómago. Él,
no contento con la bala alojada en mi cabeza, quería verme azotado hasta el final.
El honorable traficante
Fue directo. A las palabras pensadas de tiempo ha. Pero al ir, de esa manera, no
se percató de lo que había dicho antes. En esa largueza de vaguedad. Como si lo
estuvieran confesando antes. Y dijo lo mismo que había dicho en su pasado. Qué
pasado furtivo. Qué pasado inhóspito. Por lo mismo que no decía nada acerca de
la construcción de su perfil. Plano. Tocado por la bruma de las no verdades. Como
siempre fue. Navegante improvisado. Sujeto de múltiples quejas. En ese tono en
que se dicen estas, cuando no existe ningún compromiso, en vehemencia, con el
trasunto cotidiano.
32
Y, como si fuese poco, se metió en lo empalagoso de la mentira habida. Ahí. Con
él, siempre. Y, por si acaso, devino en la amargura circunstancial. Esa que hace del
día, la noche embadurnada. De esto y aquello. De lo profano adormecido. De la
diatriba perdularia. De ese son incitante. A empuñar armas de matanza. En
tormentosa ejecución. De matador avieso. Inverso de valiente. Porque, de por sí.
En él no existe ese sustantivo. Siempre traficó en lo suyo. En cobardía que erigió
siempre. Como constante acción de ilusiones mal habidas. De esas que trastocan
horizontes. Y los colocan al servicio de la veeduría nefasta. Como hiriente asiduo.
De esa hechura plena. La que, si fue cierto que, si la conoció algún día, su
recordación retrotrae lo no aprendido. De ella y de sus aplicaciones.
Y, en ese delirio suyo, empalmó una cosa con otra. Hasta convertir en amasijo
ampuloso, cualquier expectativa. Y, más bien, se puso en posición de orador. En
hacedor de entuertos. Con la palabra embolatada. Con esa manera de explicar lo
que somos como itinerantes. De tal manera que siendo eso, incluido él; aparecemos
desdibujando el espectro de vitalidad posible. Colocándolo a merced de su
interpretación acicalada. Bochornosa.
Y siguió ejerciendo como negociante de lo habido y de lo por haber. Y se empecinó
en ello. De tal manera que asimiló el lenguaje y las acciones de los templarios
modernos. Los de la jugarreta expresada como axiomas confesionales. De los
todopoderosos milenarios. De los mercaderes de miserias. De la amansa guapos
inveterados. De los ejecutores de uno y más exterminios. Como proxenetas activos.
Los de la magia asimilada a los estertores de la esperanza. En esa puja en la cual
ella murió siempre. Y, aun, sigue muriendo. Mejor dicho, sería decir que la
inmovilizaron. Que la situaron en los inframundos dantescos.
Y, él, siguió ahí impávido. Como icono convocante. Como continuo referente de lo
oneroso viviente. De los predicadores de oficio. De la santidad que ha ejercido como
supuesto paliativo a la ignominia. Y en ese, su pasado. Se regodeó. Se explayó
como si fuese magnánimo otorgante. Y estuvo en todos los puntos. Al mismo tiempo
tejidos. Con la aguja de hechicero vergonzante. De bandido. De asaltante. A mano
armada siempre. Como ilusionista de la malparidez. Como puto sujeto impoluto.
Como acezante energúmeno de contrabando.
Y, luego, le dio por ejercer la redentoría. En el salón de los espejos. De la repitencia
de favores y figuras. Empeloto. En cueros. Vertiendo, por ellos, el pus ululante.
Transmisora de enfermedades terminales. De dolor. Desufrimiento. Y se hizo nuevo
César. Nuevo Emperador. Postulando la agonía eterna, como solución. Como
instrumento de recuperación de los valores. De sus valores de puta mierda. De su
patrimonio moralizante. Como traqueto que fue y ha sido. Y es. Como traficante de
retahílas impúdicas. Diciendo y haciendo, como solo él y los suyos saben hacerlo.
33
Qué vida esta. La nuestra. Condenados a soportar tanta hediondez. Por todos los
medios. Con todos los comunicadores mentirosos. Con todos los analistas políticos
a su servicio. Con todos los arrepentidos Vendiendo verdades hechas por ellos
mismos.
Vendimia
Ni que esta vida mía estuviera en latencia básica. Ni que las cosas fueran trazadas
de acuerdo al periplo de un albur. Y, por lo mismo que digo esto, siento que me
cruza una nostalgia plena. Como cuando se tiene enfrente la soledad primaria
absoluta. En ese yendo por ahí que voy. De aquí y de allá, alusiones constantes. A
la desvertebración del universo mío de conformidad, sin poder localizar la
participación mía en el entorno. En la manera de ser sin sentir la ausencia de
condiciones para acceder a todo lo habido. Desde antes y ahora. Como subsumido
en la querella conmigo y con el otro yo de afuera. En ese espacio colectivo que no
reconozco. Por lo mismo que sigue siendo una convocatoria a vivir la vida de otra
manera. En una figura de extrañamiento y de extravío. Un andar sin reconocer lo
posible adjudicado a la belleza tierna. Efímera o constante. Es, en mí, una especie
de violentación de los supuestos íntimos. Asociados a todo lo que, en potencia,
pueda ser expresado. O, al menos, sentido.
Un organigrama, lo mío, uniforme. Como simple plano a dos voces. En una hondura
de dolor manifiesto. Como queriéndome ir adonde han ido antes, quienes han
muerto. Tal vez en la intención de no enfrentar más lo habido ahora. Por una vía en
la cual no haga presencia la lucidez. Porque he ido entendiendo que, haber nacido,
me sitúa en minusvalía propia. Como construida desde adentro. En una simpleza
de vida. Como hecha en papel calcado. Subsumido en condiciones inherentes a la
vacuidad. Andando y andando caminos que llevan a ninguna parte.
Sintiendo el malestar de no vivir, viviendo otra instancia. Por ahí en cualquier otra
parte anudada a la desviación. Localizando la volatilidad del viento. Traspasando
las ilusiones, con la espada mía insertada en el vacío. En una urdimbre apretada,
asfixiante. En vuelo raudo hacia el límite del universo lejano. Presintiendo que ya he
llegado, Que ya he desnudado lo que soy. Un yo mismo aplastante, irrelevante, no
promiscuo. En lo que esto tiene de incapacidad para ser uno solo. Y no muchos,
desenvolviendo el mismo ovillo.
Una enajenación potente. Absorbente. Vinculada al no ser siendo. En búsqueda de
camino de escape propuesto por mí mismo. En lo que soy y he sido. Como en
recordación de lo que, en un tiempo, fui. Como pretendiendo volver al vientre, para
no salir. Como en reversa. Como atado a la memoria perdida. Envejecida. O, por lo
menos, nunca utilizada para hacer posible la largueza de la esperanza. Una figura,
la mía, tan banal. Tan inmersa en la negación de todo. En lo circunstancial perdido.
En el contexto proclamado como aluvión de rigores. De itinerarios envolventes.
Surtidos de simples cosas.
Un yugo que he sentido y siento. Como aspaviento demoledor. En vocinglería innata
y rústica. Con las voces en eco idas. Y de regreso, en lo mismo sonido. Un estar y
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Ernestina y otros relatos copia (2)

  • 1. 1 Belígero Desde el día en que lo vi por primera vez, intuí su perversidad. Como cuando uno advierte historias pasadas, alrededor del quehacer de un determinado sujeto. Vivíamos en Villa Esperanza. Mi familia llegó allí antes que la suya. Cuando su familia se trasladó desde Miraflores, hasta acá, él tenía trece años. Yo estaba adportas de cumplir diez. Conocí que nació juntando expresiones, desde ahí, bandidescas. No había cumplido cinco años, cuando se vio involucrado en una pelea con su vecino, un niño de seis años. Lo golpeó con una piedra, hasta causarle la muerte. De ahí en adelante fue todo un personaje cruzado por conflictos sucesivos. Estuvo en Villa Pinzón, en condición de exiliado. Lo habían amenazado, a él y a su familia, los hermanos de Andresito, el niño muerto. Allí, dispuso toda su capacidad para realizar actividades de vulneración a sus pares. Algo así como incendiar las casitas de cartón con las cuales disfrutaban la mayoría de niños y niñas; también el envenenamiento de los pececitos de colores que habían criado don Fulgencio y doña Matilde, en la pecera situada en el parquecito del barrio. Un diciembre, estando en pleno desarrollo las festividades alusivas a la navidad, rompió el pesebre comunitario, incluidas las figuritas en yeso que replicaban a María, José y los pastorcitos. En la tienda de don Eufrasio, robaba arepas y buñuelos, cada día. Su madre, doña Heliodora, se enfermó de tanto escuchar quejas y amenazas, dirigidasa Valdemar. Además de soportar vejaciones constantes de que era víctima don Amaranto, el padre. Cada día se agravaban más las dolencias de la señora. Hasta que quedó postrada en cama. Se le olvidó caminar; sus piernas empezaron a llenarse de fisuras y postemas, cada vez más dolorosas. Perdió la capacidadpara hablar de manera fluida; llegando a una tartamudez que no le permitía comunicarse con las otras personas. Entre tanto, Valdemar, seguía creciendo. En cuerpo y en acciones de vulneración. Cada vez más profundas. Organizó una banda de niños a los cuales iba adiestrando y que efectuaban cuanta fechoría les dictaba “El Jefe”; como se hacía llamar. Empezaron a exportarlas a los otros barrios. En la alcaldía y en la estación de policía conocían cada caso. Y, hasta cierto punto, sufrían la impotencia para detener el avasallamiento de la banda. Todo se fue tornando inmanejable. Como aplicando la figura de las imprecaciones y los daños materiales y espirituales de los pobladores del municipio. Esa tarde en que llegaron al barrio, todo empezó a ser un presagio de lo que iba a pasar. Como ese tipo de intuición aciaga. Como si, en el aire, flotara la perversidad a que íbamos a ser sometidos y sometidas. Ya, en la noche, conocí la noticia relacionada con las primeras andanzas de “Valde”, como lo llamaba don Amaranto. La Iglesia del Pilar fue saqueada. Todo se perdió. Desde la custodia, hasta los candelabros que adornaban la nave principal. En la cantina de la esquina. La de don Belisario Garzón, Valdemar empezó a beber cerveza y aguardiente. A quienes cruzaban la esquina, les ofrecía licor. Todo el que quisieran y pudieran beber.
  • 2. 2 No había pasado un mes, cuando todo el barrio empezó a sufrir el cerco de este sujeto y de los amigos que empezó a traer desde los barrios aledaños. Creció en número de sujetos la banda que se hacía llamar “Los enviados”. Cada nada victimizaban a los otros jóvenes. Les robaban sus pertenencias y los agredían. A las muchachas las manoseaban. Violaron a dos niñas (Rosalbita y Pancracia). Casi mueren, debido a la hemorragia derivada de ese hecho agrio y perverso. Las casas eran abiertas con alambres. De día y de noche, robaban. Y sí que empezó el éxodo. El barrio se fue quedando solo. Las casas fueron envejeciendo sin nadie por dentro. El municipio se fue inundando de temor. El alcalde Diofanor y el capitán Mesa Laverde Egidio, dio orden a los escasos policías que quedaban, de levantar todo lo habido y abandonar todo el caserío. Mi familia y yo, fuimos a dar a la Vereda San Escolástico, de municipio Peña Redonda. Desde allí. Desdeese altico vimos como todo ardía. Sentimos el vacío profundo. Y supimos que Valdemar murió. Lo enterraron casi vivo, después de haber sido herido por sus mismos compañeros, acompañados por el Capitán, que había jurado venganza. Fin y comienzo Y sí que estaba ella, en el escampado. No había encontrado refugio. Absolutamente nadie le tendió la mano. Y yo con esa impotencia bárbara. Por lo que era otro náufrago, al garete. Algo en mí latía muy hondo. Como diciéndome ¡no la dejes sola! Benjamín. Como soportados en balineras, mis pasos me llevaron. Y la palpé. Siendo, ella, niña como la que más. La sin familia, me dijo que se llamaba. Y, en sus ojos, hice su inventario de vida. Empezando en el por allá en bajo Guaviare. En ese entonces río empecinado en hacerse grande. Y las aguas bifurcadas, lentamente llegaban hasta él. Y territorio expandido. Bravo. 1966, recién empezado. De Guayabero bajaban los itinerantes. Los mismos que habían visto y vivido la batalla. Ya, la Gran Travesía, se había hecho. Desde ese Tolima grande. Desde los surcos vivos del Meta. Territorio que había visto crecer todas las rabias juntas. Y del Sumapaz territorio de altanería y subversión. Ellos y ellas habían sentido, ahí no más la avanzada de la soldadesca. Y de sus generales, capitanes y mayores, blandiendo las armas. En defensa espuria de una patria asolada. Matada por ellos mismos. Y los titanes campesinos. De mirada fija, amable, solidaria. Caminando pantanos y abismos. Algo parecido a la columna mosaica de la que habla la Biblia Católica y el Torá. En esa dupla enhebrada desde Abraham y que generó el crecimiento de opciones diferenciadas, pero soportadas en las mismas y recurrentes historias. Cuando la matanza cuajaba. Ellos y ellas. Con sus niños y niñas, resistieron. Sin inmolarse en pasivo. Más bien con esa fuerza de vida pendiente por vivir. Abriendo brechas. Instalando fundos en diferentes lugares. Haciéndole el quite al hambre. Sembradíos de yuca, plátano, maíz…buscando una felicidad cada vez más esquiva.
  • 3. 3 Todo el piedemonte llanero, severo y áspero. Y las familias, todas, en trabajo punzante. Exhibiendo el entusiasmo que solo es posible encontrar en quienes, como ellos y ellas, ven la vida. Viviéndola en el anchuroso horizonte. Hasta allá abajo. Caquetá, Arauca. Guainía… Y “La sin familia” no paraba de enviar palabras con sus ojos. Diciendo “a mi familia la mataron hace tanto tiempo que casi no lo recuerdo”. “Fui violada y avergonzada. Ahí no más en las Sabanas de la Fuga. Cerquitica a Puerto Lleras. En el entorno mismo de San José del Guaviare”. “Y vagué por todos los caminos posible. Si no los había, mi imaginario los construía. El machete y la rula. Al lado de Arcadio Buen Hombre. Esquivo como el que más. A sus ochenta años recorrió, conmigo, enojadas plantas que se cruzaban como largas culebras quietas. Por ensanchadas aguas desafiantes. Por el borde mismo de la Macarena que ya había sido violentada por supuestos lingüistas, bajo la fachada del Instituto Lingüístico de Verano. Obviamente avalados por los acorazados forjadores del Frente Nacional. Gobernantes de mierda. Acaricié sus labios. Su frente altanera. Sus ojos que, aunque expeliendo toda la tristeza del mundo, dejaban verse en la negritud más que azabache. Y miré los trapos empantanados que le servían de vestido. Y que, a pesar de todo, la hacían ver ese cuerpo de adolescente adulta. Potente hechura de piernas y de pechos. Yo no sabía que decirle. Simplemente le susurraba el joropo lejano, azotando las cuerdas del harpa milenaria. En empatía con absoluta con los pobladores, aparejados con etnias casi perdidas. Y todo se volvió remolino. Vientos de fuerza inédita. Ella y yo en abrazo no solemne. Ni premeditado. Fuimos ascendiendo. Y vimos la Tierra allá abajo. En visión ajena. Como si, ella y yo, estuviéramos decantando lo humano habido. Como si todo comenzara. Ahí, en ese escenario puntual. Siendo, los dos, debutantes en ciernes en la gran comedia no inédita; pero si escrita con otra letra. Moviola Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone de crecer. De ir yendo en procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío. Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los
  • 4. 4 acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los momentos, en sucesión. Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicóa enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella. Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos. Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros, inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias. Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico. Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más. Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada hoja.
  • 5. 5 De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos. Posibles. Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes. De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Contodas las contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga. Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y sus ilusiones. Ernestina La verdad no hay que buscarla en los otros y las otras. La siento como pálpito que va y viene conmigo. Soy andante. Por los lados habidos y por haber. Como quien habla, contando historias venidas a memoria cierta. Pero, en veces, soportadas en invenciones, más no imaginadas. Siempre he dicho que la imaginación será, siempre un ejercicio de vida, como ilusionario. Y que construyen opciones de vida potenciados. Un lunes de mayo, en 1907, me puse a escarbar todo lo que había en el solar de la tía Hilduara. Comoquiera que, en sueño inmediato; Cuando vi y sentí una huella en piso. Con cantidad de muertos y muertas, sembrados en ese que siempre fue mi
  • 6. 6 solarcito. Ululaban voces, por encima del techo de esa piecita que sirvió de refugio a mi prima Beatriz, cuando se sentía agobiada por la voz de quienes ya se han ido. Y cuyos cuerpos no eran otra cosa que brazos y piernas con el pus de las escoriaciones habidas después de muertos. Es como si hubieran sido maltratados después que fueron enterrados. Allí, en la casita, Beatriz permanecía día y noche. Anhelando que, cualquier día la acompañara Lázaro, el resucitado. Yo, siempre he creído en las premoniciones. Esas que se manifiestan en mis sueños perdidos. Incursioné en lo insondable. Y me vi metido en ese corredor que ya había visto antes. Solo que, ahora, aparecía mucho más sórdido. En una de las paredes colgaba un aviso escrito con sangre. Refería la venganza que se cernía sobre quienes habitábamos las casas situadas en la misma calle. Más adelante encontré el cuerpo de un gato de color negro. Había sido destripado. Conservaba sus ojos abiertos y vertía espuma de color verde por su boca. A pesar de mi equilibrio mental, empecé a dudar en términos de si seguía avanzando o echaría marcha atrás. Sin concretar mi opción, escuché un grito venido de lo más profundo. Decidí investigar y me encontré con el cuerpo, todavía caliente, de la señora Anastasia, la señora inquilina en la casa dos. Sus ojos estaban expuestos, por fuera. Toda su cabeza sangraba. Había trozos de cabello, pegados a porciones de cuero. Y sus dientes aparecían partidos, habían sido arrancados en vivo. Esa mañana, entonces, me desperté con las imágenes de lo visto en mi sueño. Decidí salir a la calle, todavía en somnolencia. Estaba desértica. Como si quienes madrugaban a trabajar, como era lo cotidiano, hubiesen preferido no hacerlo. Un frío exacerbado cruzaba todo el ambiente. Subí, hasta la esquina, en la cual funcionaba la tiendita de don Carmelo. Sus puertas estaban cerradas. Algo inusual, en razón a que su dueño abría y empezaba a atender desde muy temprano. Caminé hasta el parquecito situado en el centro del barrio. También desolado. Los árboles se movían fuertemente. Como si el viento estuviera empecinado en arrancarlos de raíz. Cuando regresaba hasta mi casa, me encontré el cuerpo de don Heliodoro, brutalmente golpeado. Sus piernas fracturadas y los dedos de su mano izquierda trozados. Una obscurana absoluta se vino de un momento a otro. Cuando me disponía a abrir la puerta, sentí que alguien estaba detrás de mí. Como sombra alargada. Sus manos dotadas de garfios de inusitada largueza. Soplando su aliento en mí nunca. Tartamudeaba. Palabras rasgadas sin ningún sentido. Entré y cerré de un portazo. En la banquita que siempre ocupaba mi madre, había un surtidor de sangre y empezaba a apelmazarse. Corrí hasta la salita. Allí, colgada de los largueros que sontenía el techo, encontré a mi hermana Rosa Elvira. Su rostro estaba rebanado, como si lo hubieran tasajeado con un bisturí. Todavía gemía de dolor.
  • 7. 7 Caminé hasta el patio trasero de la casa. Quedé paralizado, luego de observar una veintena de cuerpos destrozados. Ahí, exhibidos. Algunos se movían, como en estertores últimos, antes de la muerte. Antes de dar la vuelta para correr y salir de nuevo, sentí que un punzón hería mi vientre. Por más que me esforcé para levantarme, no fue posible. Había perdido toda mi fuerza. El dolor fue aumentando, hasta que no pude más. Mi cuerpo quedó ahí tendido. Lo último que vi fue la cara de Ernestina, mi novia. Reía estrepitosamente. Me susurró al oído algunas palabras: lo que te dije Eugenio. Volvería por acá para vengar mi muerte habida cuando me lanzaste al vacío desde la ventana de tu cuarto. Todos y todas en el barrio han muerto. Los he matado y las he matado. Ya te lo había dicho: todos y todas morirán por haberme visto morir, y por haberte ovacionado, mientras lo hacías, cobrándome el hecho de ser la amante de Virginia Contreras. La tiendita de Cándido. Con lo poco que tenía ahorrado fue hasta el almacén de Cándido Benjumea Manrique. Hacía mucho tiempo no entraba. Desde que murió Baltazara. El señor Cándido nunca me ha caído bien. Tal vez porque su manera de tratar a las personas, es muy socarrona. Buscando siempre como enredarlas. Viéndolo bien, así son todos los negociantes. El otro y la otra son, para él solo clientes reales y potenciales. A quienes hay que venderles como sea. El rotulo de la utilidad hace parte del negocio. Se parece al personaje, que hace centro en la novela Eugenia Grandet. Avaro, mentiroso, tacaño, pérfido. En casa, todos y todas hemos sido educados, con la bitácora autoritaria como emblema. Mis dos Hermanas (Berenice y Ernestina), buscaron pronto el casorio para evadirse de ese cerco asfixiante. Mis hermanos (Leopoldo, Hildebrando y José Raimundo), emigraron. Cada uno por separado y por su lado. Solo me he mantenido yo. Ahí al lado de mi madre. Tratando de hacerle menos onerosa su condición esclava. A mi padre no le dirijo palabra desde que yo tenía quince años, desde que lo vi golpearla, en un diciembre de tantos. Hasta he olvidado el año. Estos ahorritos los he venido cultivando desde hace dos años. Moneda, tras moneda. De lo que me ha venido quedando, después de los mandaditos que le hago a Josefina, quien es mi mamá. Decidí desconchar mi alcancía, porque quiero regalarme una muda. A más de lo grosero y autoritario; mi papá es un tacaño absoluto. Siempre estoy con el mismo pantalón y la misma camisa. Nunca he usado ropa interior. Aquí, en el almacén de Cándido, se encuentra de todo. Tenía fijado el hecho de comprar pantalón, camisa y pantaloncillos. El viejo me atendió. Me miraba fijamente. Como si me estuviera tasando, en razón a cuanto habría en el talego en el cual llevaba lo que había alcanzado a ahorrar en el marranito de plástico. En verdad yo soy malo para contar y mucho más malo para multiplicar o dividir. Nunca he ido a la escuela. Le tengo mucha pereza a la disciplina. Aprendí a sumar y a restar. De ahí en adelante, nada. Me llegaron los
  • 8. 8 recuerdos. Ha sido muy común en mí. Como que extravío mi sesera. Entro en meditaciones alrededor de lo que voy recordando. Esta vez le tocó el turno a mi abuela Anita. Trabajó toda su vida en eso de lavar ropas a domicilio. Un día cualquiera se murió en pleno oficio. Simplemente cayó al piso en casa de doña Matilde y don Elías. Tuvo su primer hijo a los quince años. Mi mamá nació el mismo día que cumplió (ella) cuarenta y dos años. Casi se viene mi mamá antes de tiempo. Tuvo tres amantes. Vivía muy intensamente su sexualidad. A su vez, su mamá, había nacido en siglo diecinueve, en última década. Su esposo, llamado Fortunato, estuvo en la denominada Guerra de Los Mil días. En eso de siempre en nuestra patria, de la pelea entre rojos y azules. Conoció a Rafael Uribe y le dolió en el alma su brutal asesinato. A más de mi abuela, nacieron tres más. Se murieron sin cumplir el primer año. Me puse en el plan de engarzar verdades y mentiras. Como si estuviera en un sueño dentro del mismo sueño primero. Viendo, a ráfagas, todo lo habido antes. Me encontré con Robespierre, llevando bajo el brazo la guillotina. Vi a María Magdalena, suplicándole a Jesús que la perdonara. Me tocó ver a Alejandro Magno, en sus aventuras de tierra arrasada. Me encontré con el divino Laureano, fusil en mano matando a todo aquel o aquella que no fuera conservador. Alcancé a conocer a Policarpa Salavarrieta, la olvidada en el recuento histórico de Henao y Arrubla. Volví en mí mismo. Hacía mucho tiempo Cándido me estaba hablando. Me decía algo acerca de los precios. Y de que, en el talego, yo tenía cuatro mil pesos. Y que, por esas monedas, solo me podía entregar un pantalón de dril y una camiseta. Que los pantaloncillos no me los podía entregar, porque me sobraban ciento veinte pesos y costaban trescientos. Estando en esas, vino esa tempestad. Un huracán de fuerza incalculada. Y las olas del mar, inundaron toda la ciudad. Lo último que vi, fue a mi mamá suplicando al altísimo, un poco de clemencia para este pueblo perdido. Felipao Y como si fuera poco, él, no habló. Como si hubiésemos acordado pacto de no palabras. Pero, para mí, Felipe, traía algo por dentro. Como cuando sientes que en cada suspiro se te va el alma. El problema era descifrar su silencio. Supe que, en la mañana, estuvo en Arena Corintians, tratando de resolver la ecuación. Si los cuatro del fondo, unidos a los tres de contención y dos creativos. Suponiendo que las dos puntas estaban ya cantadas. El problema, entonces, estaba en aquello que las mamás llaman pálpito. Todo, porque se venía lo que azarosos comentaristas definían como “la máquina aria”. De hacer goles. Y de cortar, por lo sano. Ahí, en el medio campo. Entonces, un problema, de difícil dilucidación. Él siempre acostumbrado a lo que llaman “marcación, hombre en zona”. Pero, a la vez con un dilema relevante. No estaba el creativo mayor. Simplemente porque lo lesionó un colombiano, en ese partido en que se exhibió la máxima muestra de lo que llaman “el arreglao con el juez”. Y es
  • 9. 9 que, ese Zúñiga LA VA A PAGAR CARO. Cómo así que levanta al 10 nuestro. Con vértebra rota, incluida. Y, como son las cosas, decía el viejo Felipe, anoche soñé con la final en 1998. Los nuestros, como con borrachera. O con, un no sé qué. Lo cierto es que el sueño es válido. Porque perdimos. Ahí parados, sin hacer nada. Y, entonces, vuelve aquello de la repetición. Como si el mundo girara, en condición de circularidad. Como en eso que los celtas, atribuían al Libro de Urania. En eso de transportar las divinidades indias e iraníes, al Occidente hereje. Y, el Felipao, no sabía para dónde coger. Si le daba certeza a ese sueño, sería tanto como perder antes de comenzar. Y si, cumplía con los célticos primarios, enredaría el sueño de ser primeros. Por fin, como a las 10 de la mañana, apareció. Ahí. Vivo. Expeliendo sus destrezas. Que acá David Luiz. Que Oscar un tanto tirado hacia la raya. Thiago, llévela hasta los tres cuartos y suéltesela a Fernandiño, para que este la ponga ahí, en los pies de Julio César, para que este la tire allá a la olla. Y almorzó pepinillos frescos con calamar asado a la brasilera. Y los concentró a su mesa. Y fueron todos; menos sus opositores dentro del campo. Habría que llamarlos los druidas, en la zona tórrida. Un afán por rehacer la figura de jugar a lo que sabemos. Tratando de llegar a lo que, también, sabemos. Pero esto parece crucigrama de periódico plebeyo. Y, comenzó el juego. Todos a una, les dijo. Pero, empezaron, todos a nada. Sin marcar los que debería marcar. Sin achicar. Sin asfixiar del medio campo hacia arriba. Sin la pausa que obligue a devolver el juego en la cancha de los arios. Y sin regreso, luego de una subida de los carrileros. Y, en fin, todos a nada. Y, el Felipao, haciendo fuerza. En el entretiempo, dijo muchas verdades. E increpó. O juegan o se van. Voces de susurro entre los once básicos. Como si estuviesen diciendo: “…es la venganza”. Seguiremos jugando a nada. Que la FIFA, reconsidere lo de los premios y lo del escalafón. Mientras tanto seguiremos ahí. Parados. Y, el viejo Felipe, en la encrucijada. Ya está advertido. Dilma lo había dicho: “…o ganas; o el país se multiplica en las iras desbordadas.”. Y Él sin saber para dónde coger. Ni lo uno ni lo otro. Los once elegidos, decidieron el partido. Dilma enfrentará los colaterales de la derrota, Lo arios ganaron, como en esa imagen de Hitler, en los cultos paganos. De una historia de Bandidos Hermenegildo dejó todo como lo encontró. Al salir, además, tuvo el temple necesario para dejar la puerta asegurada. No fue visto, a pesar de que había transcurrido casi la mitad de la mañana. El sigilo era una de sus grandes virtudes.
  • 10. 10 Ya instalado en su vehículo, repasó una a una las acciones. Desde que tocó la puerta. Abrió Candelaria. Le respondió que Josías no se encontraba en ese momento. Había salido desde temprano a visitar a algunos clientes que se habían retrasado en los pagos. Dijo que regresaría antes del mediodía. Pero, siga “Herne”. Usted sabe que aquí es bienvenido a cualquier hora. Y se sentó en la cama de la pareja. Sillas no había. Ni ahora, ni antes. Siguió con la mirada a la negra. Siempre la había deseado. La desnudó con sus ojos. Ese cuerpazo. Esas tetas como recién hechas. Y esas nalgas…Su pene crecía, conforme la iba recorriendo. Un imaginario entre perverso y erótico puro. No aguató más. Mientras la negra le preparaba un jugo, de espaldas a él, Hermenegildo se levantó de la cama. La abrazó. Apretando con sus manos los pezones de la mujer, Esta reaccionó de inmediato. Se colocó de frente. Cogió el cuchillo con el cual estaba pelando las guayabas. Y lo conminó al respeto. ¿“Qué te has creído, hijueputa “? ¿Qué soy como las otras? ¡Vete al diablo malparido! ¡Ya mismo te salís de mi casa! Una vez pasó el susto, por la reacción de Candelaria, se echó hacia atrás y sacó el revólver. Le disparó a la rodilla. Y cuando, la negra cayó al piso, la agredió aún más. Patadas en el vientre y en la cabeza. La izó a la fuerza. La sangre brotaba por la herida en la pierna. Igual, por la boca y la nariz. La tiró en la cama. La inmovilizó con una rodilla pegada al pecho, mientras la seguía golpeando. Candelaria solo veía remolinos. Todo daba vueltas a su alrededor. Sentía los puños como martillazos; cada vez más dolorosos. Sintió cuando le fracturó el tabique. Y cuando le partió los dientes. Después, nada más. Desfalleció. La desvistió. Desgarrando todo el piyama. Se desvistió. Abrió las piernas de la negra. Y la penetró con fuerza. Como obnubilado. Acezaba. Gritaba. Hasta que se vació. Con el mismo cuchillo que había cogido Candelaria, la degolló, sin ningún asomo de piedad. Se vistió, procurando no mancharse la ropa con la sangre que brotaba como un surtidor. Puso en marcha el vehículo. Fueron treinta segundos de recordación inmediata. Aceleró. Se dirigió a la casa de Eugenio Balasanián, su hombre de confianza. Le ordenó que subiera al carro. Ya en marcha, otra vez, le dijo que debían hallar al negro Josías. Que él sabía de la traición que estaba fraguando ese malparido. Había que matarlo, de una. Y encontraron a Josías. Estaba en la panadería de Alfonso, uno de los más grandes contribuyentes. Y, sin dar lugar a reacción alguna, el tuerto Balasanián, le disparó en tres ocasiones. Todos en la cabeza. También mataron al panadero. Y los dejaron ahí, tirados en el piso. Entre tanto, la lluvia, fue arrastrando los coágulos de sangre. Ya en su cama. Hermenegildo repasó todo lo sucedido en menos de dos horas. Esa noche durmió tranquilo. Como nunca antes lo había podido hacer. Tal vez por eso no advirtió que “el tuerto”, lo estaba mirando con su único ojo disponible. Y que le disparó una sola vez en la frente. Nunca más, entonces, “Herne”, volvería a despertar.
  • 11. 11 Me quedé allí, sin vida, en la Luna mía En lo que viene saldré adelante. Eso me dije en pasado remoto. Y lo cierto es que he seguido en la misma brega. Tal vez, infame; diría yo. Propietario de locomoción perdida. En esa infancia muy lejana. Me instalé aquí. En este universo del aquí. De voyerismo equidistante. De la vida mía vivida. Y de los momentos que no viví. En un vuelo inmenso. Sombrío. Tropezones punzantes. Como quiera que me remite, a cada momento, a vivir lo mismo vivido. En ese estar de afuera. En el entorno problemático, de por sí. Dándome opciones a mí mismo. En la intención de volver a vivir en la reversa no permitida. Y fui decantando las voces que, conmigo, se hicieron estridencia perversa. Reclamando a todos y toda una mirada de ojos permisivos. Insondables. De negrura absoluta. Ojos de siempre. Cautivo quedé desde ese mismo momento en que, en sueños, te hice creer que eras mía. Desde ese día en que retorcí mi esperanza en vivir ahí, al lado, de tu cuerpo. Ejercicio de momentos lúcidos. Proclama de vigencia en el ayer o y en el hoy. Sombrío, por cierto. En esa soledad ampulosa. De gobernanza entre sublime y perversa. Con ese referente me hice vuelo de posibilidades abiertas. Yendo por ahí. Como ceniciento umbrío. En el aspaviento mío vigente. Todo un proceso agotador. Quedándome ahí. A tu lado. Tú sin verme. Yo, viéndome requerido a todo momento. Sin ser consciente de lo mucho que eres a mi lado. Como si te hiciese falta para dar respiro. En ese escenario inventado, por mí. Sin mirar afuera. Solo mirándote en el adentro tuyo. Y sí que fui creyéndome cuerpo al lado del tuyo. En plena lucha amable. Tierna. Siendo voz primera la tuya. Y fui de elusión en elusión. Como si estuviese pagando la habladuría mí. En ese enganche de ilusiones. Y seguí, siempre, en esa expresión. De lo mío con lo que lo tuyo no ha sido. Impertinente sujeto. De vocinglería absoluta. Primera. Única. Desde la sombra, hasta lo físico mío desmirriado. Como tósigo tuyo. En sabiendo que, ni tu mirada, ni tu cuerpo, ni nada he sido para ti. Solo navegante amorfo. Sin mar abierto para desplegar las velas de ese inventario de vida que creí tener. En esa bravura de aguas asfixiantes. Como si me dijeran, a cada momento, lo impertinente que he sido. En el aquí. Y en el pasado cercano y lejano. Y siendo así, entonces, me dio por claudicar. Empecé a no vivir la vida. Como levitando en cualquier lado y a cualquier hora. Ya no te veía ahí. Ya tus ojos no me miraban. Ya, tu cuerpo, empezó a diluirse. Y me fui yendo en espacio sonoro. Como ruido ponzoñoso. Traspasé la línea del ozono. Y empecé a flotar, ingrávido. Me fui perdiendo. Y fui a parar a la Luna. En esa aridez traté de hacerme fuerte. Y te enviaba mensajes. Desde allá. Desde esa lejura. Como espurio eco. De voces mías. Gritando cualquier cosa habida. Palabras gruesas. Y delgadas. E impotentes.
  • 12. 12 Discordantes. Por lo mismo que el viento, como vehículo necesario, ahí nunca ha estado. Nunca ha hecho presencia en esos confines; avalados por la soledad mía. Y me fu deshaciendo. Empecé a ver lo mío como cercano al no vivir. Al no poder palpar lo tuyo. Ese vientre pletórico. Esos ojos inmensos y negros. Esa voz tuya desaparecida. Y, siendo así, fui muriendo. Y la Luna me acogió como novio suyo. Y, por lo mismo, me quedé allí. Y morí allí Y te olvidé, por siempre. Delator Esa noche no pude dormir. Por lo mismo que mi ansiedad daba vueltas. Como remolino que asfixia. Y, siendo así, recordé que su origen remontaba a esos días en los cuales conocí lo que es la vida de los silentes. Cuando caí en cuenta de lo infame, que crece. En esa hechura de acciones que vulneran. Fue cuando vi a toda la gendarmería de la Provincia. Golpeando a todos y todas. Aquellos y aquellas que, simplemente, habían expresado su sentir. Con las palabras que brotan. Cuando se propone una interpretación diferente. Por ejemplo, aquella que habla de la religión como compulsión incesante. O aquella en con la cual se subvertía la condición de gregarios y gregarias. Adscritos y adscritas a la solemnidad del poder soportado en la expoliación sistemática e impuesta como vedad incontrovertible. Y sí que todo esto me fue convocando. Lo que suponía verificar mis valores. Y la necesidad de rebatirlos en mí mismo. Como cuando se empieza a percibir que lo habido, como inventario de acciones y decires, no admite comparación con la justeza y los derechos en ella. En principio sentí, en mí, una conmoción como vértigo. En mi entorno todo se ensanchó. En una búsqueda de nuevas opciones. Tanto con respecto a las verdades; como también en lo que estas imponen una noción de poder. Como confabulación eterna entre sujetos que, a su vez, lo han heredado de aquellos que fueron casi faraones. Aquellos que se hicieron mandatarios a la fuerza. Y, precisamente, esa noche en esas vueltas mareadoras, aprendí a dilucidar muchas cosas. De esas que había visto y oído antes; pero que en su momento no supe interpretarlas como ahora. Y, entonces, vino el recuerdo de la negra Antonia. Y de su coraje al momento de enfrentar a los vulneradores. Y como la mataron. Como si fuese insecto. Simplemente aplastaron su cabeza. Y vi su grisáceo cerebro, arrastrado por la corriente de esa lluvia incesante. Y recordé, también a Arturito Salamanca. El de esa vozarrona que comunicaba mensajes. Con esas palabras precisas, hechas por él. Y que, todos y todas nos reuníamos a su alrededor. Y que hicimos presencia en el Palacio de Gobierno. Y que, justo ahí nos dispararon. Y a Arturito la despedazaron. Hachazos brutales. Y como su sangre empezó a correr como rio rojo, buscando el hilo de agua, que la llevaría hasta al mar. Y seguí en ese remolino penetrante. Gritaba como poseído por todos los demonios dantescos. Destrocé la cama. Y todo cuanto había en el cuarto. Yendo de un lado a otro. Con los ojos al vuelo. Como buscando salir de las órbitas. Y empecé a ver mi cuerpo lleno de estigmas azules y verdes. Desde mis piernas hasta la cara.
  • 13. 13 Escoriaciones cada vez más dolorosas. Me fui diluyendo de a poco. Veía correr el líquido sanguinolento y putrefacto. Por último, vi como el líquido se evaporaba, formando una nube anaranjada. Que subía y subía. Hasta el infinito. Lo que fue mi casa, fue derruida por los vientos venidos de allá. De ese lugar en donde mataron a la negra Antonia. A Arturito. Y a todos y todas protestantes. Y, ya en esa nube, recordé que fui yo el que los y las delaté. A cambio de del velo ígneo que siempre llevaba puesto la hija del General. De la mujer viva. Como vida cierta. Lo que, si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A diario compartida. Con todos y todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero, siempre, muy suyo en lo que esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu. No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como garante del ir y venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi prístino. Perfilando la aqueia como comienzo. En un andar de a día y noche. Como Creta viviente arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante. El Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición de uititas como si fuesen danza compleja milenaria. Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que yo, en verdad, podía. En un ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios no vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en dinámica de ternura con alas abiertas. Inmensas. Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que crece el desdecir de la alegría. Y, ella percibió, también, que yo ya daba cuenta; en mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al menos, constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De inusual densidad conocida. Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo; cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas.
  • 14. 14 Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo. Dos mujeres Ese día llegó más temprano a casa. Me extrañó. Porque siempre acostumbraba llegar a las nueve o diez de la noche. En pasado, sucediendo eso de llegar tarde, le había expresado mi desconcierto y tristeza. Algo así como que “las niñas siempre preguntan por ti…y lloran hasta quedarse dormidas”. Sin embargo, distraía el momento, hablando de otro tema. Mientras tanto, yo, me sentía apocado, impotente. Con la rabia embolatada. Haciendo énfasis en mi promesa en el sentido de no golpear a quien fuese mí amante; como lo era ella. Y sí que se dirigió al baño. Sentí la ducha. Al cabo de treinta minutos. Salió, como siempre lo hace. Desnuda y con la toalla en la mano. Expelía un olor extraño. O, al menos, diferente. Pero viéndolo bien era una acritud parecida a lo que me sale en cada eyaculación. Sea encima de ella, o cuando me masturbo mientras la espero en la noche. Me tendió los brazos, invitándome al coito. Ese era siempre su lenguaje para convocar. Desde que fuimos novios lo hace. Un lenguaje que incluye, señalar su abertura. Ese día la vi mucho más ancha y de color entre azuloso y rojo. Mi pene se puso en guardia. Con la misma erección que siempre lo hace. Una punta que ha sido aclamada como la más hermosa, por parte de las mujeres que he tenido. Pero, vacilé. Como cuando he percibido que alguien se me ha adelantado. Pero pudo más el arrebato. Esa insaciable lascivia que siempre me ha acompañado. La tiré al piso y la inundé tres veces. Ella, como en locura delirante, me decía más Pablito, más. Pero resulta que yo no me llamo Pablo, ni nada parecido. Simplemente me llamo Hércules. Y este nombre no admite diminutivo. La increpe, diciéndole “esta perra. Cual Pablito”. Y le enterré más mi verga, que todavía estaba como si apenas comenzara el agite. Y la hale del pelo. Y mordí sus labios. Todavía escurriendo
  • 15. 15 líquido, me levanté y la agarré a patadas. En la cara, en el vientre, mientras le gritaba “puta, ¿quién es el tal Pablito”? Cuando llegaron las niñas del colegio, yo ya había levantado ese cuerpo inerte. Lo puse en debajo de la cama de una de ellas. Como siempre lo hacen, preguntaron si mamá había llamado. Les dije que sí. Y que había dicho que tenía un viaje por asuntos relacionados con su trabajo. Además, que se portaran juiciosas. Y que las ama mucho. Lorena, la más grandecita, expresó su desagrado. Como solo ella sabe hacerlo. Con esos ojazos cerrados y sus manos crispadas. Valentina, la pequeña, simplemente corrió al cuarto y se encerró. Ni por más que la llamamos quiso abrir la puerta. Siendo las ocho de la noche, salió del cuarto de manera voluntaria. La noté muy extraña. Y cubría su cara con el abanico que le habíamos regalado el treinta y uno de octubre pasado, cuando se disfrazó de gitana. No articuló palabra. Se sentó en una de las sillas del comedor. Observándola desde cerca, detallé que su pelo había encanecido. Y que, sus manos, exhibían uñas largas y de color púrpura. Seguía sin dejarse ver la cara. De un manotón le quité el abanico. Casi pierdo el sentido cuando observé su rostro. Avejentado. De un color verdoso obscuro. Y empezó a reír de manera escandalosa para una niña de su edad. Vi que sus dientes tenían color amarillo. Y que su lengua era algo así como bífida y de color negro. De pronto se alzó y cogió el cuchillo que estaba en la mesa. Se lo lanzó a Lorena y le atravesó su garganta. Y, en una velocidad insospechada, le arrancó el cuchillo a su hermana y lo hendió en mi bajo vientre. Tantas veces que no pude contar. Simplemente porque caí al piso. Antes de perder el hálito de vida que me quedaba, Valentina y su madre se abrazaban, celebrando lo sucedido. ¡Bien merecido lo tienes Pablo Hércules Hinestroza! Angelito Al salir, cerró la puerta. Cansado como estaba, caminó hacia la calle 92. En la esquina con carrera 77, encontró a Zoraida, la negra. La conocía desde 1968, estando en Ciudad Bolívar. Recién llegaron. Él desde Pasto y ella, desde Barrancabermeja. Se parecían en sus opciones de vida. Esa pulsión que, en veces, cruza a quienes ejercen como sujetos del ir y venir. De contera había, entre ella y él, una atracción, de esas que llaman “fatal”. Por lo mismo que arrasaron con las barreras primeras. De esas que definen como posturas de moralidad. Esas que fueron cruzando todo lo habido como colectividad. Como expresión de lo humano. Algo así como esa herencia cultural desde el medievo. Aun con los matices expuestos por Agustín, por la vía de sus “Confesiones”. Y sí que llegaron el mismo día. Ese trece de diciembre de 1956. Día monótono, por cierto. Se juntaron en el camión que los recogió en Palmira, viniendo desde Quito. Lo hicieron como si nada. Mientras el ayudante soplaba un cachito. Para Zoraida
  • 16. 16 fue su primera vez. Para él la segunda, después de Virgiliana Moncayo. En ese trotecito se la pasaron hasta que el conductor se aburrió con ella y con él. Y los hizo bajar en las afueras de Armenia. La noche, iluminada por una Luna pálida prometía ser, al filo de la madrugada, absolutamente fría. Ese firmamento explayado dando cabida a la miríada de estrellas. Y es que, lo que pasó, en la casa de Evangelista Estupiñán fue eso que llaman del absurdo. Comoquiera que la espada de Valeriano atravesó todo el abdomen de la pequeñita Alicia. Una trifulca inmensa. De esas que requieren asumir l imaginario absoluto. No solo para su descripción. También y, fundamentalmente, para proveer una versión creíble. Ya le había pasado antes, estando en Tumaco. La desmembración de los cuerpos de Eloisita Asprilla, de Esteban armero y de Elías Cevallos. Casi el mismo tipo de contexto y entorno. Empezó con la habladuría de siempre. Ese “trinar” como cantaleta. Refiriéndose a lo del negocio que se dañó, justo ayer. Y de la necesidad de alucinar, hallando el chivo o chivos de expiación. La voltereta del matacandelas. La orilla opuesta. En ese estar ahí, como virulento atizador. En la “vueltecita” se perdieron como siete millones de pesos. Suma de nimiedad. Pero, en esos ejercicios perdularios, lo que cuenta es “la palabra empeñada”. El cicatero Jefe de Jefes, el Patrón, no permitía ningún error. Mucho menos si, de por medio, había dinero. Porque lo duro que había que meter para conseguir cualquier billete, ameritaba la consolidación de referentes básicos. Lo que, en términos coloquiales, se ha dado en llamar “códigos insoslayables” Lo de Tumaco fue aterrador. Brazos, manos, pies, ojos, dedos, etc., por ahí. En la cocina, en la sala, en el comedor. Todos por ahí. Sangre en las paredes. Pedazos por todos lados. Cinco personas que sintieron el dolor. La tortura previa. Cercenados en vivo. Un dolor absoluto. Y, este hijueputa, como si nada. Salió a la calle. Se dirigió a la taberna de la mona Abigail. Bebió como si se fuera a acabar el aguardiente. Sentado, empezó a limpiar la macheta, con el pañuelo que heredó de la madre. Y que había sido bendecido por el papa Paulo Sexto, cuando estuvo en Colombia en 1968, en el Congreso Eucarístico. Le propuso a la mona, que fueran a.…Ella no aceptó aduciendo que lo había hecho tres veces en lo que iba corrido de la noche. Volvió a ensuciar la macheta. Abigail, alcanzó a ver sus manos caer al piso. No pudo más. Zoraida estuvo con él en Neiva, diez años atrás. Le ayudó a envolver, en papel periódico, las manos y los pies de Baltazar Garzón. El abuelo de alejandrina. Allí todo empezó por lo de siempre. No cuadraban las cuentas. Sus cuentas. Esta vez
  • 17. 17 fueron ochocientos pesos correspondientes a las “vacunas” establecidas para los tenderos del barrio “la ponzoñita”. Cuando niño, este lisonjero, siempre estuvo en cuanto problema se presentaba en Siloé. Desde lo usual relacionado con el robo cuanto almacén había. Hasta el atraco a quienes conducían los vehículos en que se repartían las gaseosas y la cerveza. El primer muerto en su haber fue don Ignacio, el sacristán de la iglesita. Todo, porque el viejo no le quiso entregar “por las buenas”, la palangana en que recogía la limosna en las misas. Particularmente, el día en que se celebraba la fiesta de la Virgen de las Mercedes, patrona del barrio. La comunidad se exacerbó. Quisieron lincharlo, pero pudo más la veloz carrera y el tronante que llevaba en la mano. Tres personas resultaron heridas. Escapó en dirección a Hobo. Y, allí, logró que Iván Martínez lo acogiera. El argumento fue convincente. A más de los veinte mil pesos que ofreció. Como para subsidiar, en parte, la sopita. La adversidad era lo cotidiano, en casa de “los tíos”. Zoraida estuvo a su cuidado desde la muerte de mamá Belarmina. Del padre no se supo nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Solo, en mayo de 1958, “los tíos” recibieron un mensaje desde Medellín. Algo así como que “Jeremías armó tremenda revuelta en el Parque Berrio, por allá en el barrio Loreto en abril de 1957”. No más eso. Es decir que, en tiempo ido y presente, la mamá de Zoraida asumió, en parte, la carga de criar a la niña. Digo en parte, porque Aureliano y Otoniel, en verdad, fueron auxiliadores constantes. Lo de Belarmina Paternina fue como ese desasosiego que está vigente siempre en el quehacer de lo cotidiano. Desde muy niña había aprendido el arte de hacer aparecer un sapo, a partir de un pañuelo. Y de interpretar los sueños de sus compañeritos y compañeritas de escuela. Eso explica, por cierto, su condición de mujer indomable. Nadie podía con ella. Aureliano logró, por tiempo breve, acceder al inframundo de la “cascarrabias”. Alguien le puso esa chapa. Así, al vuelo. Y quedó bautizada así. Eso fue por el mismo tiempo en que a, Otoniel, le mataron dos de sus tres hijas. Ahí en el arrabal del barrio Manrique. Como dijo el policía en su informe “fueron muertas en extrañas circunstancias”. Y parece que si fue así. Estando “las tres Marielas” (Mariela Lucía, Lucía Mariela y Mariela del Socorro) en la cuarenta y cinco con ochenta, en casa de Alba Mariela Sinisterra, en clase d costura, llegaron “el choneto” y “el chorizo”, dizque buscando al hermano de doña Alba. Como en eso de ir contando que Hermenegildo, tenía una deudita pendiente con ellos. Y, así. Sinsaber ni cómo, ni cuándo, ni porqué, hizo explosión el artefacto que llevaba choneto en el talego que cargaba. Murieron todos y todas.
  • 18. 18 Pasando el tiempo, Otoniel conoció a Rafaela Manotas. Supo, por boca, lengua y memoria de ella que, en verdad, Hermenegildo, había estafado a más de cien personas en el barrio Belencito. Con eso de adivinar la suerte y vender lotes situados en el barrio La Castellana. Y que, por eso, choneto y chorizo habían sido contratados por “la comunidad dolida”. Pero hasta ahí. Esa versión no servía nada para los propósitos de Otoniel. Él buscaba algo así como saber a quién podía demandar por daños y perjuicios, derivados de la muerte de sus tres Marielas. A decir verdad, la otra Mariela, ni la conocía. Belarmina rodó por casi todo Medellín. Que donde doña Betulia. Que la vieron en el barrio Fátima arrejuntada con Mauricio Paniagua. Que ya estaba embarazada cuando la recibieron en hogar comunitario “El Buen Pastor”. Que, de allí, salió para “Don Matías”, desembarazada. Pero así, sin el mené o la nena. Como que salió echada. Tal parece que, ella misma, se hizo algo para que saliera lo que fuera, sin cumplir los nueve meses. Luego, la vieron recabar en San Luis, con Jesús Pimiento a bordo. Y que, allí, vivieron como cinco meses. Hasta que, la Belarmina, huyó. Jesús fue encontrado muerto como a los tres días. Con dos heridas de cuchillo en el cuello. Aureliano estuvo mucho tiempo al lado de su papá. Don Heliodoro. Su mamá había muerto el mismo día en que murió Carlos Gardel. Se dice que ella esta noveleriando en el aeropuerto Olaya Herrera. Y que le dio por cruzar la pista de decolaje, justo en el momento en que el avión iba a despegar. Hay quienes aseguran que ella fue quien ocasionó el accidente. Como en eso de interpretar que estaba demasiado enamorada de Carlitos. O para mí, o para nadie, le oyeron decir. Cuando dejó la casa del sordo Iván, Ángel María, viajó a Tunja. Como en eso de ir yendo por todas partes, a ver si resultaba algo. Llegó en esa madrugada fría del 20 de julio. Como llegó, empezó a andar. Con la maletica de cuero que le había regalado doña Isabelina, la mamá de Nancy. Esa niña que conoció en Puerto Wilches. Quince añitos no más, cuando conoció la largueza y dureza de Angelito. En evocación tardía, Angelito, quiso volver un día. Pero pudo más el afán para no responder por lo que hizo. En fin, que angelito recorrió toda la ciudad. De aquí para allá. Y de allá hasta otraparte (como parodiando al maestro Fernando González). Entró a una tiendita en la cual vendían cocido boyacense. Zoraida le había advertido de lo delicioso. Como que cuando ella estuvo viviendo al lado de “el esmeraldero”, todos los benditos días comía. Tanto que, en secreto, se volvió un vomitivo perenne. En la tiendita conoció a Agripina Valverde. La hija de la dueña. A ella le correspondía atender a los madrugadores del entorno. Como veinte años aparentaba la china. Angelito tasaba a las mujeres, por las tetas y las nalgas. Agripinita pasó el corte. Hicieron migas,
  • 19. 19 como dicen en la tierrita. Conversando, entre palabra y palabra, angelito conoció de lo habido sucedido y lo habido actual. En Cascuéz, la cosa estuvo muy difícil entre 1978 y 1989. Victicor Carranza y Gonzalito Gacha se encargaron de arrasar con todo lo territorial minero. Y, también con lo territorial vivencial. Tremendas grescas. Puñados e muertos y muertas. Había casas destinadas para la tortura y el desmembramiento. Tres hermanos de la agraciadacontadora de recuerdos, sueños y casi verdades, murieron. Uno ahí, donde usted está sentado. Los otros dos, Patroclo y Olegario, cayeron por el lado de Muzo. Los picaron, como si nada. Y todo, decía la niña, por culpa de las malditas gemas y de la voracidad de “los de arriba”. Eran casi las doce del mediodía cuando salió del negocito de doña Epimenia. A ella también la conoció. Acostumbraba levantarse tarde. Como a las diez de la mañana, apareció ahí en el comedorcito. Con legañas en los dos ojos. Y una muda transparente que le servía para dormir y que daba cuenta de sus ajados pechos y de sus pliegues, ahí abajito en donde terminan las piernas, como marchitos también. Pero junticos. Angelito, la miró desde, los ojos con esa masita color verde. Pasando por los ajaditos pechos. Hasta ahí donde todos los palos llegaron. Y pueden, aún llegar. De ese talante era el morbo de don sujeto pecaminoso. Cogió para Paipa. La niña Agripina le dijo que allá podía bañarse en los termales. Y que, además, podía encontrar a Valeriano, el dueño de uno de los hoteles más bonitos y seguros de la ciudad. De una llegó al hotelito que le recomendó la nena. Iban siendo como las tres y pucho de la tarde. Entró y miró. Como miran los tesos (diría el creador de Pedro Navajas). Estaba como alucinado. Le vino a la mente, la situación vivida cuando chico. Que miseria de alma tan brava en esa casa suya. Cada quien con su propio inventario de bienes y contrabienes. Lo que ahora llaman valores. Y que, incluso, ha sido una vena extravagante para muchos teóricos de la vida. De los que derraman, a puñados, palabras habladas y escritas. Casi como sortilegio mundano de a cada rato. O de lo de hoy y ayer. O de lo que vendrá. Eso que Fernando Savater ha exprimido a más no poder en su “Ética Para Amador”. Una virulencia en diatriba insabora de contenidos. Y, siguió elucubrando Ángel María, que infancia manifiesta en su hedor de puta mierda. Una simbología inane. Al menos para él. En esa contracorriente tan infame. Unos vertimientos de historias entrelazadas por lo bajo. Como ese cuento de con la bisabuela Serafina. Una mujer de tres mundos. Uno, el del siglo XIX, que conoció en toda su segunda mitad. Con esos embates de los amos de la tierra. Unos cruzados peleando hasta morir y hacer morir. Unas arengas embalsamadas, desde 1819. En esas junturas de caminos entre santanderistas y bolivaristas. Cardúmenes de población societaria retenida o expulsada a la fuerza. Las esclavas y esclavos todavía con la yunta al cuello. Las repúblicas iban y venían. Como en recetario perverso. Policromías a partir de surtidores rojos y azules. Como si ese fuera el
  • 20. 20 único espectro posible. Una caballería vergonzante. Hoy los unos. Mañana los otros. Y, así, pasaba el tiempo. Heridas abiertas. Ahí no más, esperando el discurso del próximo caudillo. Herederos del imperativo y empalagoso General. Dictador de siete muelas. El otro mundo, el segundo, de la bisabuela, dado por esos años de comienzo del Siglo XX. Unos tras otros. Venidos desde la política bifronte consolidada desde 1886. Constitución en mano. Los generalotes. Solo lúcidos para las entelequias y para la soberbia. Exacerbadores, a partir de manifiestos impúdicos. El reyecito, Reyes, dando tumbos. Inventándose valores al calor del Sagrado Corazón de Jesús. Un templario tardío. Llegado al poder a puro pulso de espadas, bayonetas y fusiles. Y así fue extendiendo su habladuría y su hechura de sujeto obsoleto. Pero, por lo mismo, atizador de los mismos fuegos de antes. En esos mil y pico de días de desangre. Y, siempre, los hombres y las mujeres de a pie, ahí. Como depositarios de las tres o más letras que les dejaron conocer. Y el tercer mundo de Serafina. Esa última década de su vida. Entre 1947 y 1958. Que osadía la de ella. Tratando de aplicar lo aprendido de Ignacio Torres y de María Cano. Confesa partícipe de esos idearios. El PSR, dando y dando vueltas. Por esos lugares recónditos. El sentimiento de ser mujer en la dermis. Mujer, otrora poseída y violentada. Casi a la fuerza. Porque eso y solo eso eran las relaciones de amor unipartitas. Porque, siendo ella inmersa en esa relación; solo surtía como objeto. Abertura para el falo de los prohombres. U hombres, apenas en nombre. Machucantes huracanados solo en las noches. Sus noches. O a cualquier hora. Y sí que cabalgó con la Cano, la abuela Serafina. Conociendo en directo o de ladito las andanzas de los dueños del país. Llevando ella y la María, panfleticos bien escritos por el jefe de jefes, Torres Giraldo. Un apocado. Así lo describía la bisabuela. Un insípido sujeto de buena letra. Pero no más. Lo mismo de los otros hombrecitos del día a día. Una pulsión de vida, asociada más a un oficio de omnipotente gendarme ideológico, que de verdaderos pulsos libérrimos. Punzantes. Revolucionarios. Murió Serafina, el trece de mayo de 1959, de manos de Serapio Epaminondas Roldán. Quien la mató por celos. Le faltaban dos añitos para cumplir 106. Qué malparido varoncito matacandelas. Le hizo los hijos y las hijas que se le antojó tener con ella. “…En sus ojos quedaron sucesión de imágenes vividas. Tres que resaltaba ella: el asesinato de Rafael Uribe; el asesinato de J. Eliécer Gaitán y la figura de la liberta inmensa. Como, a bien tenía de llamar a DOÑA MARIA CANO”. Así rezaba el texto escrito en su honor, por parte de Virgiliano Cifuentes, quien fuera su amante furtivo, en toda su vida como mujer incendiaria y sublime.
  • 21. 21 Ese tósigo de vida, siguió murmurando angelito. Y le volvió la pensadera. Esta vez con lo de la abuela Isaura. La sexta hija de Serafina. Esa sí que entró por donde era. Como queriendo decir que empezó a mandar todo al carajo. Desde pequeñita ya sabía que mamá Serafina y Virgiliano eran amantes. Para ella fue siempre un deleite absoluto verlos retozar y gemir en la estera que tenía en “el cuarto de nadie”, como llamaban la piecita de atrás. Pero, además, sabía de todo un poquito…o mucho. Nunca se supo, ni se sabrá. Interpretaba sueños. En la escuelita fabricaba “peos químicos” que cargaba en un frasquito y lo destapaba en clase de religión, con la señorita Consuelo. Sabía cómo era eso de “venir al mundo”. Lo aprendió, viéndolo en directo cuando la comadre Eunice asistía los partos de doña Beatriz Alviar. Nunca se tragó el cuento de El Arca de Noé. Mucho menos lo de El Paraíso Terrenal. Ella había leído y releído las “Nociones de Historia Sagrada” y el Catecismo escrito por el padre Astete. Y cotejó esos escritos con los de Charles Darwin y H. Morgan. Estos últimos los halló en el escaparate que había heredado Serafina de Antonia, la tatarabuela. Angelito vivió parte de esa historia. Po ejemplo, le tocó ver como Macario Verdún, el marido de la abuela Isaura, le arruino uno de sus ojos con el punzón de la cocina. En “un arrebato de ira santa” como tipificó el malparido cura del barrio, la agresión. También cuando la azotaron, entre Juvenal y Ponciano, los seminaristas hijos de Hipólito Benjumea, el dueño de la ferretería “El buen precio”. Todo porque les dio por creer y aseverar en palabra, que “…esa perra se lo da a Braulio Castañeda” Angelito sabía que eso no era así. Porque, entre otras cosas, Braulio era homosexual en su clandestina vida íntima. Los azotes los ordenó Venturiano Alfonso, papá de doña Eugenia, la tía de Eufrasio Parra. Todo en nombre de “La Divina Providencia”, nombre y símbolo de los “Neo-Cruzados”. Mientras esperaba al doctor Valeriano, se puso a mirar, por lo bajo, a tres mujeres que llegaron después. Con su ojo de buen tasador, les adjudicó entre veinticinco y treinta añitos a cada una. Qué belleza de cuerpos, dijo para sí. Se les acercó, como queriendo ir más allá del primer corte. Y, ellas, alborozadas como estaban por haber llegado al municipio. Es decir, a los termales; se dejaron sonsacar la risa de don caballero. La conversa fue larga y tendida. Quedaron, en preciso, que se veían en las piscinas. En esto estaban, cuando apareció “el doctor Valeriano”. Su mamá Leonilda creció al lado de Joaquina. Dos amigas, de esas que llaman inseparables. De siempre. Una y la otra, andariegas a más no poder. Yendo y viniendo por todo el barrio, primero. Luego, por todo el país. En la escuelita Eucarística, adscrita al barrio Moravia, conocieron los primeros trinos del hablar y escribir. Con la gramática y la semántica incorporada. Muy tenue, sí, pero en fin de cuentas con lo necesario. Destacaron, ambas, en los bordados en tambor. Y en el canto. Tanto así que, en el barrio, las bautizaron “el dueto Lejo”. Amenizaban
  • 22. 22 piñatas. Cantaban en la eucaristía de los domingos a las once, en la parroquia Cristo Sacerdote. Se enamoraron del mismo muchacho. Pero zanjaron diferencias, rotándolo. Una semana Leo y la otra Joaqui. Y, así, estuvieron largo tiempo. Hasta que Eusebio Luján se cansó de ellas y se casó con Leopoldina Beltrán; una vecina que había pasado desapercibida; pero que estuvo al acecho, hasta que conquistó al caribonito. Las dos siguieron como si nada. Se matrimoniaron casi al mismo tiempo. La una (Leo) con Bautisterio Mondragón. La otra (Joaqui), con Bersarión Álvarez. La preñez vino, también, en simultáneo. Y empezó ese reguero de hijos y de hijas. Uno de tantos fue angelito. Y, en esa condición de ser uno entre muchos, asumió la vida desde el rinconcito. Como diciendo, fui a la escuelita. Y estuve al lado de mamá. Y la respaldé cuando ese pérfido de Bautisterio le pegaba esas zumbas deprimentes y dolorosas. Y sí que, pensaba angelito, estuvo bien lo que le hice a esa mortecina. Que se las daba de macho bravucón. Como queriendo ser soporte en la casuística freudiana. O en la teoría acerca de los niños difíciles, esquizoides; en la opción neurolingüística. O en el o la sujeto con la palabra autoritaria como forma permanente de acción hacia la inhabilidad de la palabra como pulsión; a la manera de Foucault. Angelito sequía como envarado. No atinaba a entender lo que debía hacer. Si conversar con el doctor dueño del hotel. O si seguirle la corriente a las tremendas de cuerpo. Como diría el poeta, en ese decir de “…hay días en que somos tan…”. O si seguir en la pensadera en que estaba desde hacía mucho rato. En ese inventario de vida, en que se había metido. Se decidió por lo último. Y Leo, su mamá, siguió por ahí. Por esa brecha abierta desde la bisabuela, la abuela. Ahora era ella. Tejiendo esa tesura de vida inmediata. Sin el asidero en ciernes que solo puede dar la ternura, tierna. Física, verdadera. Por lo que ternura es y ha sido puerto de salida y de llegada. Desde el momento mismo en que fue inventada. Y es que, en veces a cualquiera le da por enhebrar delgadito. Y como que se apega al dicho “…de que y, precisamente, las guerras y la erosión de la ternura, como que son y han sido sinónimos compuestos. En lo que este símil tiene de juntar palabras. Más allá de una sola. O de, simplemente, azuzar el ambiente equívoco de los poderes. El doctor sí que estaba puto ese día. Lo que ahora llaman estresado. Todo por cuenta de “esos negocitos que, siendo pequeños (como caja menor) no dejan de ser importantes, todos juntos. Nada que le había resultado lo de la apertura de mercado en las zonas de librecambio e intercambio. Candidaticos buscando, por ahí, electores en su carrera hacia la alcaldía; o en el concejo, según sea el caso, la apuesta o el peso político de los padrinazgos. Y se atraviesan, como vaca en
  • 23. 23 autopista. Y, sigue diciendo el dueño del hotel, lo que le emberraca a uno es que unta y unta manos y manos. Y nada. Y, así, no hay billete que alcance. Y, “las tres bellezas”, seguían por ahí dando lora. Con esos cuerpazos al viento. Para deleite de turistas y pobladores. A cada nada echaban a reír. Al mismo tiempo. Y por lo mismo. O por cualquier otra cosa. Eso resultaron bebedoras inagotables. O whisqui. O ron. Menos aguardientico. Y, angelito, dudando de nuevo. Como entre el ser y no ser. Horadando esa historia de vida suya. O los triangulitos de las nenas. O con lo recién recordado compromiso con la niña de la tiendita. Habían quedado en verse aquí. Pero dentro de dos días. En el hotelito de la señora Fortunata. La misma de las almojábanas símbolo de Paipa. Siguió en esa brega tan jarta de la recordadera. Esta vez se fue por el lado de lo que le había contado Zoraida, acerca de su pasado. Remoto e inmediato. Por ahí rodando, hasta que llegó donde “los tíos”. En esa bravura de hechos no declinados. Con ese acerbo de cosas alrededor de su madre Belarmina. Ese estar de un lado para el otro. Como noria urbana y campesina. No registrada en ninguna bitácora de vuelo. Un desarraigo absoluto. Los valores, si acaso los hubo, trastocados. Tirados en cualquier andén de cualquier barrio o ciudad. Y, para acabar de ajustar, se lo encontró a él. Como si nada. Empezando, desde allí, la torcedura de camino. Con esas matanzas ramplonas. Casi como del absurdo. No tanto, insitu, como el de Salvador Dalí en sus lentejuelas purpúreas. Iconoclastas. Pero sin ningún sentido; aún en el contrasentido. Como, en el entretiempo, de cualquier competencia viva, angelito hizo giro hacia otro lado. Y empezó la bebeta. La primera ronda a su cuenta. De ahí en adelante, cargadas a la cuenta del doctor dueño el hotel. Con los cuerpazos de las tres en vivo. Hablando en palabra ligera. De todo lo que ha habido y habrá en el mundo. Que, si no se hubiera muerto Cantinflas, cuántas películas más habría filmado. Que, si Silvestre Stalone hubiera trabajado su Rocky Balboa XV, al lado de Angelina Jolie tal vez le hubiera curado el mal de ojo que le acompaña desde pequeño. Y, siguieron hablando, como hasta las siete de la noche. Sin embargo, no se les notaban los siete litros de licor. Ni a ellas. Ni a ellos. Le siguió rondando la pensadera, a angelito. Se quedó dormido en el sofá de la sala de recepción. Y empezaron los sueños a dar tumbos y golpes de vida. Veía a leíto al lado de Gumersindo Arbeláez, su amante. Él lo supo estando aún muy niño. Cualquier día le dio por salir al solarcito que tenía la casita en que vivían, allá en el barrio Palermo. Estaban en el piso, en una revolcadera convocante. Pletórica de contorsiones y siseos, como en los serpentarios. Ni Leonilda le advirtió nada. Ni él dijo nada, nunca. Y esos encuentros furtivos se prolongaron. En tiempo y espacio. En un sueño, dentro del mismo sueño primero la vio con Hermógenes Bobadilla, el
  • 24. 24 carnicero del barrio. Casi en el mismo sitio. Casi a las mismas horas. Tampoco dijo nada, nunca. Y así, sucesivamente. Belisario, Norberto Elías, Franklin Mayolo, Juvenal Alzate; el negro Apolinar Vargas. Insaciable, mamá Leonilda. Una promiscuidad que resultó ser imagen y acción bella para él. Lo erótico en superficie. Nunca le preguntó, a mamá Leonilda, de la profundidad de su goce. Si era o no directamente proporcional a las contorsiones y la gemidera. Lo cierto es que navegó (angelito) entre sueños y más sueños. Todos en fijación a la cual le construyeron un soporte sublime, de su perspectiva de sujeto entero. Cuando lo despertó la negrita Caribú (uno de los tres cuerpazos que conoció), eran algo así como las dos de la mañana. Se le quedó metidita al ladito. Cuántas veces lo hicieron, nunca lo supo. Lo que sí se supo fue que el hotel perdió mucha de su clientela por culpa del espectáculo, ya que fue asumido como inmoral. Aún en el contexto de la libérrima Paipa, ciudad turística y mundana. Salieron a la calle alumbrada por una canícula protagónica. En una inmensidad de cuerpo brillante que había emergido hacía ya casi seis horas. Por el Oriente fugaz. Se acercaron a las piscinas. Un hervidero a esa hora. Cogidosde la mano, cruzaron por la zona que llaman de vestieres. Una turbamulta acezante; sudorosa, acebollada. Así como estaban, vestidos. Ella en traje color panela. Trenzado con hilos de algodón multicolores. Él con pantalón verde militar y camisa blanca, ya ajada y con líneas grises en el cuello. Más producto de la acumulación de polvo y sudor. Se metieron a la primera piscina. Un tanto más calientica que las otras. Sumergidos en profundidad mediana, como lo que puede de hondura la masa de agua entrelazaron otra vez los cuerpos. Una y otra vez. Orgasmos preciosos. Como si estuvieran al compás del coro de “…ranas y sapos”, en la canción de Leonardo Favio. De allí fueron desalojados a la fuerza. Entre tres vigilantes del hotel y seis policías municipales, los tuvieron que cargar hasta la calle. Y… ¿de qué ternura estás hecha?, soñó que le preguntaba a Leonilda; justo un día después de haber estado con Caribú. En las andanzas intoleradas en el hotel del doctor. Y por la alcaldía de Paipa. Un poco lo cantado por Joan Báez en “El Cristo de Palacagüina”. O en “Un mundo de fruta encendida” de Piero. Como navegante nacido para circunnavegar los Océanos. Pero que, justo a mitad de camino, perdió rumbo, brújula y bitácora. Y que, por eso mismo, llegó esmirriado a lomo del recuerdo de Caribú. La negrita insaciable en cuanto a recibir ternura. Insaciables, las dos, otorgadoras de ese zumbido de viva fuente y voz. Elongado casi al infinito. Espasmos que desparraman la locura del deseo bien habido. Bien interpretado. En sincronía perenne. Como en “Las estaciones” de Vivaldi. O como el torbellino pleno del Bolero. De un Ravel inmenso en fuerza de Luna plena. Llena. Nítida. En un desafío al mismo Sol.
  • 25. 25 Zoraida, en sumisión estaba, cuando la azotó el sueño viajero. En locomoción simbólica. Atada a los rigores de lo incendiario. Ya “los tíos” habían muerto. Tal vez de tanto amarse. Una juntura nacida de tanta soledad compartida. Los y las que se fueron yendo, fueron condicionando el quehacer. Del vivir de ellos. En cada espacio de su casa. En cada recodo esquinero de su barrio. Por fin pudieron amarse en la libertad del albedrío. Centinelas, uno y otro, creativos. Desde la desesperanza primera habida, cuando les mataron sus almas, por la vía de matar a sus crías. Y desde allí. Desde esa desesperanza, empezaron construir la esperanza que habrían de ser sus vidas. Juntas. Retozos bien hechos. Mejor culminados. En cada acechanza. El uno y el otro. Buscándose en todos los entornos. Entregándose en cualquiera de ellos. No hubo en esa, su casa, rincón que no conocieran en sus escarceos pulcros, prístinos. De ternura no afanada por nadie. Solo él, uno, y él otro. En combinatoria perfecta. Como ajedrecistas vitales. Tan vitales eran que no se dieron cuenta cuando pasó la vida pasando. Y, ellos, ahí. En esa vida que pasó sin advertirles nada. Tal vez para no desdibujar lo hecho por ellos. En esas pinceladas gruesas. Como las de los niños y las niñas. Como aprendices de motricidad fina. Ya estando viejos. Angelito se deslizó, otra vez, hacia la soñadera y la pensadera. En fin de cuentas siempre la tuvo clara. Ir de tiempo en tiempo. Corroborando los decires y los haceres. De su historia. De sus parentescos. De lo que fue. Bien o mal haya sido. Como infusiones milenarias. Tratando de azotar lo cotidiano con el cuero habido en la vida. De lo inmemorial. O de lo del entorno en cercanía. Y se vio, otra vez, sumergido en el follaje de la diatriba y de lo atrabiliario. Regresó a uno de los tres mundos de la bisabuela. Al tercero. Y lo sintió como viacrucis sin el crucificado a bordo. Más bien como esa hechura plena. De instantes en la voltereta. Viéndolos y viéndolas a todos y a todas. Desde López Pumarejo a Eduardo Santos. Desde Laureano hasta Ospina Pérez. Desde “el caudillo del pueblo”; hasta Lleras Camargo. Pasando por “el sargento hecho poder nimio, vergonzante”, hasta el triunvirato. Y desde ahí hasta…la letanía continuada. Siguió soñando. Angelito, cada vez más extirpado de sesera propia. Corría veloz. En el tiempo. Como aventajado sujeto; al que le dio por buscar la ternura. En cualquier evento. O en cualquier recodo de vida. Haciendo de su quehacer ramplón y perverso de ayer; pulsión de vida. Percepción de lo sublime. Como desesperado jinete cabalgando a los rígidos dromedarios en el desierto: Tratando de llevarlos por el camino cierto. Sin esa ambivalencia de los plenipotenciarios negociadores perennes. Sin la cantinela de los pregoneros. Gnomos perdularios. Heraldos con la semiótica perdida. Como perdido fue y ha sido el rastro de los lobos de la estepa. La niña que conoció en Tunja, llegó puntual. A las ocho de la mañana ya estaba en el hotelito de la comadre de su papá. Bien acicalada estaba ella. La niña bella que
  • 26. 26 presurosa llegaba en búsqueda de su furtivo convocante. Como es de hermosa la niña. La que llegó vestida con traje de tulipanes bordados; en toda la anchura de su cuerpo. Co escote pronunciado. Como queriendo sonsacar al sonsacador impávido. Y fue llegando ella, conforme lo había prometido. Porque, como bien hecha doncella. De cuerpo bien hecho y puesto. En crecimiento sus pechos. Inflamados estaban. Tal vez por el mismo afán en encontrar a quien sería su desfoliador. Aquel a quien ya amaba. Desde la mañana misma en que lo vio. Y su carita, en rojizo color ya expreso, tanto que le quemaba. Y que se iba bien adentro. Ojazos de ensueño. Sin necesidad de forzar mirada, buscaban al sujeto suyo; desde día y hora en que lo vio llegando a ese entorno suyo. Entre lo uno o lo otro. Es decir que, la doncella, entre dichosa y cándida, llegó como lo había prometido. Con ansias locas de sentir adentro; bien adentro ese falo inmenso con el que empezó a soñar, sin verlo. Las tumbas Y conocí a Joaquín Puebla allá, en Villa Pomares. Un día cualquiera. De esos que corren a vuelo y el riesgo de no ser recordado. Por cierto, Joaco, estaba en lo suyo. Andando y andando entre malevos. Y sí que lo eran. El de menos contaba con dieciséis entradas a la gayola. La mitad de ellas por lo que llaman "asalto a mano armada". Y esto se repetía, casi setenta veces siete. El viejo Joaco ahí. Como si nada. Tan faltón, que me contaba lo que él daba en llamar "mis travesuras". Y no le importaba, para nada, el sufrimiento de sus mamás. Que eran todas las mujeres de su entorno. Porque, a decir verdad, sí que lo querían. Como decía mi abuela "más que a un hijo bobo". Y ojalá hubiese sido así. Yo lo preferiría mejor bobo que bandido por lo bajo. Porque, en eso del bandidaje, nadie me saca de mi dicho: bandidos y bandidas, que más. Pero siempre y cuando sean a lo Robín Hood. O a lo Sacco y Vanzetti. O ese bacán de Pistochoi, en nuestra historia criolla no mafiosa; o a lo Garibaldi Más bien, lo suyo, era la degradación del oficio. Como si nada. Mataba a lo que se le moviera, en el espectro de sus andanzas. Tanto como decir que no le paraba bolas a nada. Obvio, siempre y cuando estuviese sobre seguro. Lo que, antes, era una opción ética de lo ortodoxo en términos de confrontación, pudiera decirse de esos que no se dejaban sonsacar por el dinero inmediato, pérfido, aciago. Cuando, de niños, jugábamos en la calle. Al fútbol libre. Ese verdadero. En pleno pavimento. Con las porterías cifradas en piedras. De doce pasos entre una y otra. Con ese seis y seis, apenas justo para la amplitud de la calzada. Y para los cien
  • 27. 27 metros de cuadra. Y yo ilusionado con mi ejercicio de cancerbero. Y él, como eterno huevero. Allí, esperando que Josías vacilara en recortar. O que soltara el impacto del viejo Peder. Delantero absoluto. Recuerdo que, el Joaco le dañó su rodilla. De por vida. Y, como si nada. Siguió, el bandido avieso, en sus balandronadas. Solo lo sacó del camino, el acuerdo tácito de no alinearlo. Ni los de "El combo de la setenta y seis"; ni los de "Patota de la Ochenta y Cuatro", las dos expresiones máximas de nuestro Manrique Cimero. Recuerdo. Nostalgia. Qué sé yo. Al verlo, ese veinticuatro de abril, anclado en el poste de las "marianas". Con esas yuntas de los "polis". Sangrando en sus muñecas. Sentí lo que llamaba mi madre, "un frío en las tripas". Porque, con todo y todo, le tenía afecto todavía. Ante todo, porque, yendo más allá, a la infancia temprana, primera. Lo veía conmigo. Tentando las gallinas de la abuela Sara. Sobándole el sapo a las piernas de la tía Altagracia, para aliviarle en algo el reuma. Con las primas Cecilia Y Marina, jugando a la mamacita y el papacito. Con tocaditas de nalga incluidas. Pero, el man, se perdió durante largo tiempo. Como si se la hubiera tragado la tierra. Cuando lo volví a ver ya era un grandulón hecho y derecho. Ahí, en lo del tío Epifanio. ¡Decía mi mamá Josefina! Ése sinvergüenza no tiene arreglo refiriéndose a la historia que tenía detrás. Como ese hecho narrado por Evaristo, cuando viajó como polizón en el barco "Éufrates", siendo todavía un pelao. Y, así, llegó hasta Barbados. Allí se quedó. Aprendió el idioma inglés, un tanto chapucero. Pero inglés, al fin y al cabo. Después, se dice a cada rato, empezó con lo del contrabando de licores. Todos los rones del Caribe pasaron por sus manos y lo enriquecieron. Decía que vi al Joaco ese día. Había acentuado y profundizado su bandolerismo. Gruesas cadenas y pulseras de oro puro. Camisas de seda Bombyx mori. Reloj Rolex absoluto. Yo me olía algo raro. Como cuando vos sentís que algo anda mal. Y recordé lo que decía mi prima Eugenia: "...lo que mal comienza, mal termina". Y, viéndolo ahora en retrospectiva, así fue. Se le dio por meterse con el negro Abel. Tenaz broncote ese. No lo digo porque sea negro. Lo digo más bien porque se le medía a lo que fuera. Dicen que tuvo algo que ver con el robo de armas en el Cantón Norte. Al lado de la Comandante Uno. La misma que actúo en la toma a la Embajada de República Dominicana. Y que, por lo demás, se hizo presente en el gran robo al Banco de la República en 1994. Abel le enseñó a mirar como Pedro Navajas. Es decir, para un lado y para el otro, en la avenida y en la vida. De reojo, mirando quien viene y cómo robarlo o matarlo. Me llamó el sábado desde la Alpujarra. Lo habían detenido el viernes en la noche. Tal vez por lo de siempre. Pero, además, por algo nuevo: se metió con nadie menos que "El Ángel". El tipejo ese, mandón en La Zona Tres. Desde el municipio de Bello,
  • 28. 28 hacia el suroccidente. Hasta El Volador, pasando por la Terminal del Norte. Ni más ni menos que "metérsele al rancho". Ese amplio espectro de lo que ahora se llama el micro tráfico. De todo al menudeo. Desde bazuco ordinario, hasta la blanquita pura. Y, entonces, lo aventaron. Los mismos del combo suyo (Los Alacranes). Dizque "concierto para delinquir". Un aspaviento ni el verraco. Los abogados toderos al acecho. Allí. A bocajarro. Ofreciendo todo tipo de servicios. A una, dos y tres bandas. Dependiendo de lo uno o de lo otro. De una u otra tipificación, que llaman, cuando se trata de interpretar el Código de Procedimiento y el Código Penal. Desde "hablar con el fiscal"; hasta "hablar con el señor Juez". Todo a precio de ganga. Según el día y la hora. Leguleyos de más de un tono y color. Desde azul celeste, hasta el rojo punible. Y yo me fui hay mismo para donde el viejo Joaco. Porque, a pesar de todo, todo le cogí cariño al gañán ese. Me metí por lo bajo. Es decir, supongo, algo parecido a lo que llaman "El Hueco", en el cruce por la frontera entre Méjico y Estados Unidos. Unos calabozos tétricos y pútridos. Recordé un dicho de la mamá de un amigo:"...el entendido humano de un país, se mide por el trato que les dan a sus presos, a los ancianos y a los niños y las niñas...". Inteligente señora. Por cierto, se llamaba Fulgencia. La mató el papá de mi amigo porque no quiso servir de mula interurbana. Que feura de espacios. Y que hediondez. El viejo Joaco estaba allí. Con otros cuarenta sujetos. Le llevé un pollito asado, con todo: papa salada, arepitas fritas, guacamole, etc. Y quien dijo hambre. A Joaco, a duras penas, le tocó una alita. Me dijo que debía hablar con el doctor Blas Posada. Dueño del séquito supremo de abogados al servicio de cualquiera de las bandas. Desde la de "El Ángel", hasta la de “Moisés", su contrincante. Y sí que hablé con el tal doctor Blas. Que pichurria de tipo. Blasfemo, en lo que este término tiene de burdo para hablar. Sin conocer mucho del lenguaje jurídico, me dio la impresión de que confunde casuística con soda cáustica; delación con Adela en un balcón; prolegómenos con la prole de Diógenes. A pesar de mi fastidio, le pregunté por el caso de Joaco. Me dijo, algo así como que el man está jodido. Porque el equilibrio entre las bandolas ya estaba saturado. Solo me queda un cupo para el hablar con el Juez Eustasio Sastoque. Y ese ya lo comprometí con Efímero Palacios, un pirobo que lo detuvieron en Necoclí, tratando de pasar dos quilitos de la refinada hasta Panamá. Le sugiero patrón que hable con Eufrasio Molinara. Él es nuestro Plan B. Un poco más barato. Y, por lo mismo, no del todo garantizado. Tiene poco talento. Es muy lento. Además, que les debe unas coimas a varios jueces y, por lo tanto, ya no le caminan. Pero dígale, de todas maneras, que va recomendado por mí, a ver qué pasa.
  • 29. 29 Y si, que hablé con el tal Eufrasio. Mucho más áspero que Blas. Y Más bruto. Le dije que le iba a exponer el caso de Joaco con todos sus intríngulis. Me dijo que ese último término no lo entendía, pero que estaba dispuesto a escucharme, sin eso de los intríngulis. Y me mandé con la historia. Cuando terminé, me dijo: “el caso lo veo muy difícil. Y, fuera de eso, estoy escaso de billete. Usted entiende; para eso de fotocopias y de untadas. Pero lo más tenaz es que la bandola de “El Ángel”, me tiene asediado. Están que me levantan, porque me pasé del tope permitido en el acuerdo. ¡Puta la Madre ¡dije. Y, ahora, que hago. Porque lo cierto es que yo no me puedo envainar por lo de Joaco. Ni tengo plata. Ni tiempo. Ni valentía. Qué tal que me tumben por ahí, como si nada. Aunque, viéndolo bien, podría intentar con Luis Alfonso Céspedes. Hice con él la primaria y el bachillerato. Ahora es una especie de reyezuelo en el Ministerio de Interior. Con decir que elaboró el pre borrador del proyecto de reforma a la justicia en 2012. Dicen que Irragorri le tiene físico miedo. Es voz campante en los pasillos del Congreso. Comoquiera que le sabe llevar los caprichos a cada congresista. De Senado y Cámara. Y eso, de por sí, es mucho decir. Llamé a Luis Alfonso, de ahí. Desde un teléfono público. De esos de Une, en los cuales uno marca el 03 y el número de la flecha a contactar. Tan de buenas que me contestó rápido y de una. Lo saludé y le pregunté por Valerio, su compañero sentimental. Lo de rutina. Me dijo que bien. Que Vale estaba sin trabajo. Se queda en el apartamento arreglándolo y cocinando. Me llama cada media hora. Es muy intenso. Pero lo amo. Cada que puedo saco algunos días libres y nos vamos a pasear, Nos encanta el mar. Y me le fui con todo. Le conté que estaba ahora con Luciano. Me embarqué con él, tan pronto supe que había terminado con el Coronel Salatiel Aldana. Como su ruptura fue un tanto brusca; este Coronel me la montó. Cada nada me enviaba emisarios en posición amenazante, para ablandarme y obligarme a no seguir con Luciano. Sin más rodeos le conté grosso modo lo de Joaco. Y, ahí mismo, le solicité que me ayudara. Por los viejos tiempos. Cuando desafiamos medio mundo con nuestras herejías. Cuando lo amé sin fronteras. Me dijo: creo que sé qué podemos hacer. Voy hablar con el juez Venancio Herrera. No si lo recuerdas. Estuvo de novio con Maximiliano Benjumea, el piloto de los chárter que cruzaban, cada nada, el Caribe hasta Jamaica. En varias ocasiones estuvimos allí. Y sí que, al día siguiente, me llamó. Todo arreglado, me dijo. De paso, te invito a celebrar. Ven con Luciano al apartacho. Valerio se muere por verte. Quiere conocer,
  • 30. 30 en vivo, como estás; después de más de diez años sin verte. Cuando me vi con Joaco, ese sábado, no sabía lo que me esperaba. Tan pronto lo saludé, escuché tremendo estruendo. Como cuando entran en pelotera muchas personas. Nos sacaron de la casa. Vendados nos llevaron a no sé qué sitio. Lo cierto es que empezaron con Joaquín. Lo desmembraron. Cuando llegó mi turno perdí el conocimiento, pero creo que hicieron lo mismo conmigo. Ningún Tribunal Internacional, ha erigido esa ignominia como delito de lesa humanidad. Siendo, como fue en verdad, secuestro extorsivo agravado. Por lo mismo que el victimario victimizó de manera intencional. Inclusive, desde la opción conceptual propia de la extensión de conducta dolosa, la infame Monarquía Española, fue sujeto de culpa, Por cuanto sus agentes perpetraron, en su nombre, la tropelía mayor de asesinato en persona inerme. En el sujeto representante del Imperio Inca. Con tanto o, mucho más, soporte de legalidad que la misma Corona. Por cuanto se ejercía, (como en todo poder de gobernanza) en representación de un pueblo. Más, aún, siendo éste Pueblo Nativo invadido., Avasallado. Habiendo sido violentadas sus fronteras, su religiosidad, su cultura. Trastocados todos sus cimientos; a nombre de Poder Lejano. Siendo ese, aquí, sin derecho a reconocimiento alguno. Por lo mismo que manipuló, tejió y ejecutó el exterminio. A través de sus tutelados. Pero es la misma impronta bandidescas. Ni que decir tiene, de sucesivas realizaciones. Con la misma saña. Por lo mismo que, tan perdulario fue eso; como ha sido y seguirá siendo el quehacer de la gendarmería internacional, actuando "a nombre de la civilización". Que no es lo mismo que de la Humanidad avergonzada. Tren de la muerte En uno de los vagones iba el potencial asesino. No le comenté a Nubia, ese pálpito que me acompañaba. Un tanto, porque ella es, a más de susceptible, una mujer que nunca ha entendido la dinámica de lo perdulario. Y está bien que así fuera porque, mi amante, creció alojada en ese tipo de familia que ha expresado que lo que pasa, pasa por lo mismo que es concreta la predestinación. Algo así como que, nosotros y nosotras, no somos más que reservorios en donde anida el Espíritu del Dios Humanado. Siendo así, ella, nunca alcanzó plena autonomía. Todos y todas, pensaba y actuaban en su reemplazo. Y vino a mí lo que he sido. Recuerdo, por ejemplo, siendo niño, las aventuras soportadas en los íconos de ladrones, bandidos y enhiestos. Y mis latidos eran cada vez más fuertes. Porque yo había aprendido a decodificar los sueños, las pulsiones, los enredos surgidos a partir de esas violencias vulneradoras. Sigo callado. Pero con esa sensación de desasosiego cada vez más punzante. Y, ni, aun así, le hablé a Nubia. Tal vez dejando que corriera el tiempo. Yo tenía porque saber que Belisario Guaneme, me había amenazado de muerte, el día aquel en que
  • 31. 31 descubrí sus mañas para hacer el mal. Fue ese día de enero, cuando lo vi en el escampado esquinero, en donde termina la calle octava del barrio. Y vi ese cuerpecito de niña como surtidor de sangre. Desnuda y con su vagina abierta, destrozada. Me lo volví a encontrar en la “Fiesta de los Mangos”. Allá en ese pedacito de tierra en el cual yo nací. Y, tal parece, que él también. Desde lejos me hizo saber, con el lenguaje de sus manos, que nunca se olvidaría de mi presencia el día de la muerte de la niña. Y sí que me entró un viento frío en todo el cuerpo. Como cuando el miedo empieza a crecer. Ayer en la tarde, cuando decidí acompañar a Nubia a Cisneros, lo vi. Con ese sombrero inmenso que siempre lleva puesto. Como que adivinó mi propósito. Y me siguió todo el resto de la tarde. Inclusive, cuando entre a la iglesia. Se me había hecho tarde para cumplir con la promesa que le hice al Señor Caído de Girardota. También entró. Casi a la par conmigo. Yo me arrodille ante el altar mayor. Abrí mis brazos y empecé a orar, casi a gritos. Después salí y él seguía detrás de mí. Esa mañana, cuando abordamos; Nubia y yo, el tren; alcancé a ver su sobrero, cuando entraba al vagón H5. Nosotros abordamos el vagón G4. Y por eso mi conmoción. Como si supiera que aquí él iba a hacer verdad la amenaza hecha. Y, no sé por qué, vino a mí el recuerdo del cuerpo vejado de la niña. Ya habían transcurrido casi siete meses. Cuando el tren hizo su parada en Puerto Berrio, bajamos a estirar las piernas. Y, él, ya estaba allí. En la acera aceitosa. Lo vi cuando sacó su pistola. Se dirigió hacia donde estábamos. Quedé paralizado. Nubia me hablaba. En fin que ella no sabía nada de lo que estaba pasando. Casi a tres metros de nosotros, disparó primero a la cabeza de Nubia y luego a la mía. Mientras caía al piso, alcancé a ver su risa malvada. Estando mi cuerpo en el piso, sentí un dolor inmenso en mi estómago. Él, no contento con la bala alojada en mi cabeza, quería verme azotado hasta el final. El honorable traficante Fue directo. A las palabras pensadas de tiempo ha. Pero al ir, de esa manera, no se percató de lo que había dicho antes. En esa largueza de vaguedad. Como si lo estuvieran confesando antes. Y dijo lo mismo que había dicho en su pasado. Qué pasado furtivo. Qué pasado inhóspito. Por lo mismo que no decía nada acerca de la construcción de su perfil. Plano. Tocado por la bruma de las no verdades. Como siempre fue. Navegante improvisado. Sujeto de múltiples quejas. En ese tono en que se dicen estas, cuando no existe ningún compromiso, en vehemencia, con el trasunto cotidiano.
  • 32. 32 Y, como si fuese poco, se metió en lo empalagoso de la mentira habida. Ahí. Con él, siempre. Y, por si acaso, devino en la amargura circunstancial. Esa que hace del día, la noche embadurnada. De esto y aquello. De lo profano adormecido. De la diatriba perdularia. De ese son incitante. A empuñar armas de matanza. En tormentosa ejecución. De matador avieso. Inverso de valiente. Porque, de por sí. En él no existe ese sustantivo. Siempre traficó en lo suyo. En cobardía que erigió siempre. Como constante acción de ilusiones mal habidas. De esas que trastocan horizontes. Y los colocan al servicio de la veeduría nefasta. Como hiriente asiduo. De esa hechura plena. La que, si fue cierto que, si la conoció algún día, su recordación retrotrae lo no aprendido. De ella y de sus aplicaciones. Y, en ese delirio suyo, empalmó una cosa con otra. Hasta convertir en amasijo ampuloso, cualquier expectativa. Y, más bien, se puso en posición de orador. En hacedor de entuertos. Con la palabra embolatada. Con esa manera de explicar lo que somos como itinerantes. De tal manera que siendo eso, incluido él; aparecemos desdibujando el espectro de vitalidad posible. Colocándolo a merced de su interpretación acicalada. Bochornosa. Y siguió ejerciendo como negociante de lo habido y de lo por haber. Y se empecinó en ello. De tal manera que asimiló el lenguaje y las acciones de los templarios modernos. Los de la jugarreta expresada como axiomas confesionales. De los todopoderosos milenarios. De los mercaderes de miserias. De la amansa guapos inveterados. De los ejecutores de uno y más exterminios. Como proxenetas activos. Los de la magia asimilada a los estertores de la esperanza. En esa puja en la cual ella murió siempre. Y, aun, sigue muriendo. Mejor dicho, sería decir que la inmovilizaron. Que la situaron en los inframundos dantescos. Y, él, siguió ahí impávido. Como icono convocante. Como continuo referente de lo oneroso viviente. De los predicadores de oficio. De la santidad que ha ejercido como supuesto paliativo a la ignominia. Y en ese, su pasado. Se regodeó. Se explayó como si fuese magnánimo otorgante. Y estuvo en todos los puntos. Al mismo tiempo tejidos. Con la aguja de hechicero vergonzante. De bandido. De asaltante. A mano armada siempre. Como ilusionista de la malparidez. Como puto sujeto impoluto. Como acezante energúmeno de contrabando. Y, luego, le dio por ejercer la redentoría. En el salón de los espejos. De la repitencia de favores y figuras. Empeloto. En cueros. Vertiendo, por ellos, el pus ululante. Transmisora de enfermedades terminales. De dolor. Desufrimiento. Y se hizo nuevo César. Nuevo Emperador. Postulando la agonía eterna, como solución. Como instrumento de recuperación de los valores. De sus valores de puta mierda. De su patrimonio moralizante. Como traqueto que fue y ha sido. Y es. Como traficante de retahílas impúdicas. Diciendo y haciendo, como solo él y los suyos saben hacerlo.
  • 33. 33 Qué vida esta. La nuestra. Condenados a soportar tanta hediondez. Por todos los medios. Con todos los comunicadores mentirosos. Con todos los analistas políticos a su servicio. Con todos los arrepentidos Vendiendo verdades hechas por ellos mismos. Vendimia Ni que esta vida mía estuviera en latencia básica. Ni que las cosas fueran trazadas de acuerdo al periplo de un albur. Y, por lo mismo que digo esto, siento que me cruza una nostalgia plena. Como cuando se tiene enfrente la soledad primaria absoluta. En ese yendo por ahí que voy. De aquí y de allá, alusiones constantes. A la desvertebración del universo mío de conformidad, sin poder localizar la participación mía en el entorno. En la manera de ser sin sentir la ausencia de condiciones para acceder a todo lo habido. Desde antes y ahora. Como subsumido en la querella conmigo y con el otro yo de afuera. En ese espacio colectivo que no reconozco. Por lo mismo que sigue siendo una convocatoria a vivir la vida de otra manera. En una figura de extrañamiento y de extravío. Un andar sin reconocer lo posible adjudicado a la belleza tierna. Efímera o constante. Es, en mí, una especie de violentación de los supuestos íntimos. Asociados a todo lo que, en potencia, pueda ser expresado. O, al menos, sentido. Un organigrama, lo mío, uniforme. Como simple plano a dos voces. En una hondura de dolor manifiesto. Como queriéndome ir adonde han ido antes, quienes han muerto. Tal vez en la intención de no enfrentar más lo habido ahora. Por una vía en la cual no haga presencia la lucidez. Porque he ido entendiendo que, haber nacido, me sitúa en minusvalía propia. Como construida desde adentro. En una simpleza de vida. Como hecha en papel calcado. Subsumido en condiciones inherentes a la vacuidad. Andando y andando caminos que llevan a ninguna parte. Sintiendo el malestar de no vivir, viviendo otra instancia. Por ahí en cualquier otra parte anudada a la desviación. Localizando la volatilidad del viento. Traspasando las ilusiones, con la espada mía insertada en el vacío. En una urdimbre apretada, asfixiante. En vuelo raudo hacia el límite del universo lejano. Presintiendo que ya he llegado, Que ya he desnudado lo que soy. Un yo mismo aplastante, irrelevante, no promiscuo. En lo que esto tiene de incapacidad para ser uno solo. Y no muchos, desenvolviendo el mismo ovillo. Una enajenación potente. Absorbente. Vinculada al no ser siendo. En búsqueda de camino de escape propuesto por mí mismo. En lo que soy y he sido. Como en recordación de lo que, en un tiempo, fui. Como pretendiendo volver al vientre, para no salir. Como en reversa. Como atado a la memoria perdida. Envejecida. O, por lo menos, nunca utilizada para hacer posible la largueza de la esperanza. Una figura, la mía, tan banal. Tan inmersa en la negación de todo. En lo circunstancial perdido. En el contexto proclamado como aluvión de rigores. De itinerarios envolventes. Surtidos de simples cosas. Un yugo que he sentido y siento. Como aspaviento demoledor. En vocinglería innata y rústica. Con las voces en eco idas. Y de regreso, en lo mismo sonido. Un estar y