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Del capitalismo
al socialismo
del siglo XXI
Perspectiva desde la antropología crítica
M A R I O S A N O J A O B E D I E N T E
Del capitalismo
al socialismo
del siglo XXI
Perspectiva desde la antropología crítica
© Mario Sanoja Obediente, 2011
© Banco Central de Venezuela, 2011
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Sanoja Obediente, Mario
Del capitalismo al socialismo del siglo XXI: perspectiva desde la antropología
crítica / Mario Sanoja Obediente. – Caracas : Banco Central de Venezuela, 2011.
– 240 p. : il. –
Incluye Referencias bibliográficas (p.221 – 238).–
ISBN: 978-980-394-069-0.–
1. Socialismo – Historia – Siglo XXI 2. Socialismo 3. Capitalismo 4. Economía
política 5. Condiciones económicas I. TÍTULO
Clasificación Dewey: 335.22/S228
Clasificación JEL: P20, P21, P30, P17; D24
Hecho el Depósito de ley
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DIRECTORIO
Nelson J. Merentes D.
Presidente
Armando León Rojas
Jorge Giordani
José Félix Rivas Alvarado
José S. Khan
ADMINISTRACIÓN
Nelson J. Merentes D.
Presidente
Eudomar Tovar
Primer Vicepresidente Gerente
COMITÉ PERMANENTE
DE PUBLICACIONES
José Félix Rivas Alvarado
Presidente
Armando León Rojas
Carlos Mendoza Potellá
Jaime Luis Socas
Iván Giner
Txomin las Heras
A Iraida, mi compañera de vida y de lucha
Índice
Preámbulo 13
Parte 1 Origen del capitalismo: el paradigma occidental
del progreso 29
Capítulo 1 El ideal del progreso y la civilización occidental 31
Capítulo 2 Civilización y procesos civilizatorios 39
Capítulo 3 La sociedad de la Edad del Bronce 47
Capítulo 4 La sociedad de la Edad del Hierro 57
Capítulo 5 La formación feudal: señores, burguesía
e intercambio mercantil 61
Capítulo 6 El materialismo histórico y el paradigma del progreso 69
Capítulo 7 Diversidad cultural de las sociedades clasistas
iniciales: vías alternas del desarrollo sociohistórico 81
Capítulo 8 Procesos civilizatorios alternativos en África
y Asia, Egipto y el islam 93
Capítulo 9 Modos de producción originarios en América 105
Parte 2 Civilizaciones y procesos civilizadores americanos 117
Capítulo 10 La civilización suramericana-caribeña: procesos
civilizadores del Atlántico y el Pacífico 119
Capítulo 11 La civilización norteamericana 131
Capítulo 12 El pasado y la interpretación revolucionaria del presente:
la arqueología social 145
Parte 3 Prácticas para la construcción de un modo
de vida socialista 155
Capítulo 13 Estrategia para llegar a un modo de vida socialista 157
Capítulo 14 El método nacionalista revolucionario para construir
el socialismo 167
Capítulo 15 El Estado nacional: práctica para la resistencia
antiimperialista 179
Capítulo 16 El neoevolucionismo y la energía: legitimación ideológica
del neocolonialismo 193
Capítulo 17 Desarrollo socialista vs. subdesarrollo capitalista 199
Capítulo 18 Conclusión: condiciones necesarias para construir
la democracia socialista 205
Bibliografía 221
Lista de ilustraciones
Gráfico 1. Cuadro cronológico comparativo; origen del
calcolítico en la región atlántico-mediterránea (Andalucía) 46
Figura 1. Posible moneda en bronce en forma de piel
de ganado (2000 a.C.) 66
Mapa 1. Bases de la formación mercantil europea
(siglo VI a.C.-0) 67
Figura 2. Juguetes mesoamericanos con ruedas 115
Mapa 2. Expansión del capitalismo mercantil hacia
América: siglo XVI 153
Mapa 3. El Imperio capitalista: siglo XXI 203
Mapa 4. El antiimperio: alianzas energéticas del siglo XXI 204
13
Preámbulo
I
El desarrollo histórico de los países de Nuestra América refleja los
procesos socioculturales generales que han afectado y afectan el desa-
rrollo general de la sociedad humana. La expresión de los mismos,
sin embargo, asume formas particulares que reflejan la diversidad his-
tórica de la región. Por esa razón, cuando queremos analizar como
ahora las transiciones del capitalismo al socialismo del siglo XXI, con-
sideramos necesario desarrollar, desde la perspectiva de la antropo-
logía crítica, una comprensión teóricamente bien informada sobre
los procesos históricos y las condiciones materiales particulares que,
desde el siglo XVI, determinaron y todavía determinan la formación
de la cultura de los pueblos y las naciones de Nuestra América.
Como ya ha sido expuesto en torno a este tópico por el filósofo Vega
Cantor (2008, p. 13):
…pretender analizar los fenómenos culturales como si no tuvieran
nexos materiales es una quimera reaccionaria, y más en un conti-
nente como el latinoamericano tan lleno de problemas y dificultades
de tipo material, como la pobreza, la desnutrición, la enfermedad y el
desempleo.
Esta exigencia tiene muchas implicaciones importantes para la antro-
pología crítica: la necesidad de desmontar los mitos construidos por
el positivismo y el neopositivismo sobre la historia de la humanidad,
el origen de la cultura y los procesos culturales e históricos de la lla-
mada civilización occidental, entre ellos el llamado eurocentrismo,
los cuales no han servido sino para encubrir la acción genocida y
rapaz del capitalismo en Nuestra América. Este sistema económico
14
ha sido útil para consolidar la hegemonía mundial de las naciones de
Europa Occidental y los Estados Unidos, así como la de Japón y ahora
la de Israel, pero a costa de la pobreza y la miseria de los países y
sociedades que –hasta ahora– hemos estado sometidos a su violencia
cultural, económica, mediática y militar (Patterson, 1997; Amin,
1989; Vargas-Arenas, 2010, pp. 141-167).
El discurso de la globalización que enmascara esta nueva fase colonial
del capitalismo occidental, atenta contra la viabilidad de las naciones
y el nacionalismo, contra las culturas nacionales y particularmente
contra los esfuerzos de las mismas, como es el caso de la Unasur, el
ALBA y el Banco del Sur, para constituirse en bloques de poder alter-
nativos al grupo de los ocho países capitalistas centrales. Es preciso,
por tanto, que reivindiquemos el nacionalismo de izquierda como
estrategia de resistencia y como arma ideológica revolucionaria para
nuestras luchas nacionales y antiimperialistas a partir de territo-
rios claramente definidos (Vargas-Arenas y Sanoja, 2005; Sanoja y
Vargas-Arenas, 2005a, 2008; Vargas-Arenas, 2007a; Vega Cantor,
2008, p. 203).
Para contribuir al logro de aquellos objetivos, los análisis arqueoló-
gicos y antropológicos críticos deben tener como referencia espacial,
no solamente los límites de los actuales Estados nacionales, sino la
latitud de las regiones geohistóricas que se han venido estructurando
desde hace milenios y han culminado, en nuestro caso particular, con
la formación de bloques políticos y económicos concretos en Suramé-
rica, el Caribe y Centroamérica. Según estos estudios, la comprensión
de los procesos sociohistóricos originarios que han llevado a la for-
mación de nuestras civilizaciones y procesos civilizadores, así como
a las naciones y las modernas comunidades de Estados nacionales en
proceso, deberían ser el referente para investigar los procesos polí-
ticos contemporáneos.
Como explicaremos en el curso de la presente obra, nuestra propuesta
se apoya en la idea de los clásicos del marxismo que consideran el socia-
lismo como una formación social cuyo sistema económico y social se
concreta con la creación de una cultura de la solidaridad social entre
los pueblos. Ésta tendría como meta la eliminación de su opuesto, la
15
cultura de la injusticia, la pobreza y la desigualdad que caracterizan
el sistema económico social de la formación capitalista. Estudiaremos
también el tema de los orígenes remotos del capitalismo cuyas raíces
históricas, de acuerdo con los estudios de la arqueología y la etno-
logía, se hallarían en Europa Occidental, representados por diversos
procesos culturales civilizadores originarios que dieron nacimiento a
la llamada civilización occidental y a su expresión socioeconómica: el
capitalismo. De la misma manera, analizaremos los diversos procesos
culturales civilizadores y los modos de vida originarios de la civiliza-
ción suramericana caribeña que continúan influyendo en los procesos
históricos actuales de los pueblos o grupos de ellos que la integran,
los cuales serían el fundamento histórico y cultural del socialismo del
siglo XXI.
Siguiendo esta línea de pensamiento, trataremos también de sistema-
tizar, desde la perspectiva de la antropología crítica, la explicación
de otro paradigma del desarrollo social alternativo al de la civili-
zación occidental, el denominado por Marx como Modo de Pro-
ducción Asiático, para que dicha discusión nos ayude a entender el
surgimiento de los socialismos del siglo XXI en Nuestra América y sus-
tentar una propuesta teórico-metodológica particular para la cons-
trucción de un modo de vida socialista venezolano. Dicho modo de
vida debería representar la transformación revolucionaria de las con-
diciones de dependencia económica y política, y la ruptura definitiva
con la desigualdad y la injusticia social de cinco siglos de dominio
colonial y neocolonial del Imperio que es expresión de la civilización
occidental europea y estadounidense.
Las fuentes de nuestra inspiración son los logros de la Revolución
Bolivariana misma, la realización concreta de los objetivos sociales
y políticos que se llevan a cabo en Venezuela bajo la dirección de
nuestro presidente Hugo Chávez Frías. Analizados desde nuestra
perspectiva y nuestra experiencia como investigador en antropología,
no podemos menos que hacer honor al pensamiento revolucionario
y la voluntad nacionalista del actual líder venezolano, carismático y
brillante, quien ha logrado enrumbar nuestro pueblo hacia un destino
soberano, socialista, democrático y participativo.
16
II
El interés por escribir este ensayo comenzó en julio de 2007. La Uni-
versidad de Los Andes, Venezuela, me invitó en aquella fecha para dar
la clase magistral inaugural del curso de Doctorado en Antropología,
del cual he sido también profesor, por lo que me pareció importante
dar a los estudiantes mi visión como antropólogo del interesante pro-
ceso de liberación nacional que vive hoy nuestro país y, en general,
casi todos los países de Nuestra América, como nos denominó José
Martí, el apóstol bolivariano de la independencia de Cuba.
Ya habíamos escrito en años anteriores un trabajo académico sobre
el tema del evolucionismo y el neoevolucionismo (Sanoja, 1987),
pero no fue sino a partir de nuestras reflexiones conjuntas con
Iraida Vargas-Arenas sobre el tema de la Revolución Bolivariana y el
Humanismo Socialista del siglo XXI (Sanoja y Vargas-Arenas, 2008),
cuando consideré armar una propuesta teórica que permitiese ubicar
nuestra experiencia revolucionaria venezolana dentro del ámbito de
la historia de las ideas y –sobre todo– resaltar su importancia como
referencia para los procesos de liberación nacional emprendidos por
otros pueblos de Nuestra América.
Aquella reflexión cobra particular importancia en este momento
cuando los pueblos de la América Meridional, como los llamó Simón
Bolívar, están viviendo uno de los momentos más trascendentes de
nuestra historia, librando el combate por obtener nuestra definitiva
independencia política, cultural y económica del Imperio angloame-
ricano que, en el presente, parece vivir los estertores de su fase ter-
minal. Por esa razón, creímos necesario ampliar dicho texto y escribir
este ensayo comenzando por este preámbulo que recoge la propuesta
general y –como exponemos en los capítulos 1 y 2– hacemos la exé-
gesis del concepto del progreso analizando las raíces remotas del capi-
talismo. Para tal fin, analizamos el conjunto de procesos civilizadores
originarios de la cultura neolítica europea, civilización sobre cuyos
hombros surgió finalmente en el siglo XVI una formación capitalista-
industrialista. El modo de producción de dicha formación –a partir
de entonces– se impuso a la fuerza sobre las civilizaciones origina-
rias americanas, asiáticas y africanas. Desde ese momento comienza
a forjarse la relación de dependencia –cultural, política, económica,
17
y tecnológica– de los pueblos de Nuestra América con el llamado
Primer Mundo, lo que denomina Dussel (1998) el segundo paradigma
de la modernidad. Por estas razones creemos necesario hacer la crítica
histórica de la teoría de la evolución cultural y del progreso que son la
justificación ideológica del proyecto mundial de dominación hegemó-
nico capitalista, tema que ha sido analizado in extenso por el antro-
pólogo mexicano Héctor Díaz Polanco (1989).
Nuestra toma de posición teórica alude igualmente al debate exis-
tente entre los antropólogos e historiadores modernistas formalistas,
quienes sostienen que los análisis económicos modernos son apli-
cables a la economía antigua, y los llamados primitivistas sustanti-
vistas, quienes niegan la importancia de las relaciones de mercado,
la acumulación originaria de capitales y el comercio a larga distancia
en el mundo antiguo (Burling, 1976; Polanyi, 1976; Kaplan, 1976;
Godelier, 1976; Eden y Kohl, 1993; Frank, 1993, p. 385). Como
veremos en el desarrollo de nuestra propuesta en los capítulos que
siguen, nuestra posición como antropólogos marxistas o que pre-
tende serlo, se apoya en las categorías elaboradas por Marx, todavía
en proceso de desarrollo, de modo de producción y formación eco-
nómica y social, así como en los de modo de vida y modo de trabajo
propuestos por Vargas-Arenas (1990). Como hemos analizado en tra-
bajos precedentes (Sanoja y Vargas-Arenas, 2000), existe abundante
evidencia publicada sobre la acumulación originaria tanto de capital
expresado en fuerza de trabajo como de capital expresado en bienes
materiales en las sociedades precapitalistas de Nuestra América que
permiten substanciar el debate científico al respecto.
III
Hacer la crítica de la teoría del Evolucionismo Cultural, implica tam-
bién hacer la crítica de los conceptos fundamentales que soportan el
paradigma de la modernidad: el progreso y la civilización. Hemos
creído relevante discutir el tema de las civilizaciones originarias
americanas, ya que no podemos hablar de la soberanía de nuestros
pueblos si no damos cuenta primero de las causas de su singula-
ridad histórica. Hemos utilizado igualmente el concepto de proceso
civilizador, emitido originalmente por el famoso antropólogo brasi-
leño Darcy Ribeiro, porque permite establecer el flujo dialéctico de
18
los procesos originarios tanto culturales identitarios como nacio-
nales que confluyen para constituir la especificidad de los pueblos de
Nuestra América, frente a las tendencias globalizadoras neoliberales
que intentan desdibujar nuestra presencia en el escenario mundial.
No es nuestra intención introducirnos en un debate profundo sobre
las tesis de la dependencia y el subdesarrollo en Nuestra América.
Para los fines de la presente discusión, tratamos de centrarnos en
el concepto de relación centro-periferia existente entre el núcleo de
países capitalistas desarrollados y los menos desarrollados, sujeto que
ha sido debatido y analizado in extenso –a nuestro juicio– en obras
capitales como The Modern World System: Capitalist Agriculture
and the Origins of the European World Economy in the Sixteenth
Century, por Immanuel Wallerstein (1974), y Civilization & Capita-
lism. 15th-18th Century, por Fernand Braudel (1992). De la misma
manera, tratamos de analizar la terrible consecuencia que ha tenido
y tiene dicha relación centro-periferia apoyándonos en las numerosas
y profundas reflexiones que sobre el tema han elaborado diversos
científicos y científicas sociales en muchas partes del mundo, entre
los cuales destacamos particularmente dos extraordinarios ensayos
seminales: Las venas abiertas de América Latina (1973) de Eduardo
Galeano, libro que sacudió la conciencia de nuestra generación al
demostrar cómo Nuestra América era para el capitalismo simple-
mente el objeto de la explotación, el medio de producción y reproduc-
ción del sistema; y América nuestra, integración y revolución (2009)
de Luis Britto García, uno de los análisis más sólidos sobre la realidad
contemporánea de Nuestra América y el Caribe.
Nuestro ensayo, de manera muy modesta, intenta –en su primera
parte– discutir la forma cómo una escuela de pensamiento sobre la
naturaleza y origen de la cultura, el Evolucionismo Cultural, repre-
senta en verdad la ideología de la modernidad que ha intentado
legitimar la relación desigual, colonial, existente entre el núcleo de
países desarrollados y los nuestros. En el siglo XVI, según Stern (1988),
Europa resolvió la crisis general causada por el colapso del feudalismo
gracias particularmente a su expansión colonial hacia Nuestra Amé-
rica, lo cual le permitió constituir una economía mundo capitalista y
consolidar el núcleo duro de la misma: un sistema político absolutista,
19
un sistema productivo empresarial y una fuerza de trabajo asala-
riada local, hiperexplotada, en los campos de la agricultura, la gana-
dería y la industria, mientras que explotaba también los pueblos de
la periferia, Nuestra América y Europa Oriental mediante procesos
de trabajo esclavistas o serviles –cuya eficacia había sido probada en
Europa Occidental desde la Antigüedad Clásica– para aumentar la
producción de tejidos de lana y algodón, bienes de consumo directo,
cereales, azúcar, café, cacao, maderas, hierro, carbón, metales pre-
ciosos. España y Portugal en particular, fungían como un eslabón
intermedio para succionar los recursos primarios producidos en las
regiones de Nuestra América, Asia y África para enviarlos luego al
resto de Europa.
Aquella relación comercial parasitaria de las metrópolis con sus saté-
lites de la periferia meridional, y con la periferia nuestramericana,
asiática y africana, permitió a los imperios europeos extraer de nues-
tros pueblos todas las riquezas y recursos posibles:
El oro mexicano y la plata del Potosí financian las guerras con las que
España asegura sus dispersas posesiones y mantiene la hegemonía en
Europa. Guillermo Céspedes del Castillo calcula que “..entre 1503 y
1660, llegan a Sevilla 155.000 kilos de oro americano y 16.986.000
kilos de plata. Si se añade el contrabando, es posible que durante
el siglo XVI arribaran a Europa 18.300.000 kilos de plata” (...) No
andaba descaminado el consejero Mercurino de Gattinara cuando
insinúa al Emperador (Carlos V, aclaratoria nuestra) que Dios lo ha
puesto en el camino de la Monarquía Universal. Del dominio del
Mundo Nuevo depende la hegemonía sobre el Viejo. De ésta, la domi-
nación ecuménica planetaria. Comienza la Primera Guerra Mundial.
Su campo de batalla es el Viejo y el Nuevo Mundo; su lapso, la dila-
tada acumulación de los siglos; su meta, la dominación global (Britto
García, 2009, p. 23).
La plata expoliada a los pueblos americanos y transportada a
España, en poco más de siglo y medio, ya excedía tres veces las
reservas de metal precioso que poseían las naciones europeas en aquel
entonces. Es a partir de aquellas magnitudes colosales de expoliación
de riquezas, que fue posible iniciar en el siglo XVI el proceso que llama
20
Marx de acumulación primitiva de capital en Europa, el cual per-
mitirá en el siglo XVII pasar del capitalismo mercantil al capitalismo
industrial, propiciar el triunfo en Europa de la Revolución Burguesa
y el inicio de la modernidad (Marx y Engels, 2007, pp. 8-9). Al Nuevo
Mundo sólo le quedaron los enormes socavones de minas abando-
nadas, las osamentas de millones de indígenas, mujeres y hombres
americanos sacrificados para mantener la rentabilidad de la minería
y la agricultura de plantación... Más de quinientos años después de
tan infausta época, todavía la producción esencial de Nuestra Amé-
rica sigue siendo la de “materias primas” que alimentan las fabulosas
ganancias de las transnacionales manufactureras de las metrópolis
capitalistas.
Gracias a esta explotación inmisericorde de nuestros recursos logró
Europa, pues, consolidar un proceso regional de acumulación origi-
naria de capitales, el cual le facultó –en términos de cultura, ciencia y
tecnología– para ponerse a la cabeza del resto de los pueblos que colo-
nizaban, expoliaban y empobrecían. En el caso particular de Nuestra
América, los enclaves coloniales locales constituidos por las oligar-
quías criollas mercantilistas se modernizaron también cultural, tec-
nológica y económicamente, según los valores capitalistas europeos,
para dirigir y apropiar su parte del proceso de explotación de las clases
medias y las mayorías pobres de nuestro territorio. Estas oligarquías
siguen conformando hoy día la principal causa histórica del atraso y
la pobreza de esta región, en lo que diversos autores han denominado
como “relaciones de producción feudales” (Laclau, 1971).
A diferencia de la colonización española y portuguesa de Nuestra
América, llevada a cabo mayormente por individuos aislados, la colo-
nización inglesa y europea en general de los actuales Estados Unidos
y, posteriormente, de Argentina entre los siglos XVII y XIX, significó no
solamente una transferencia organizada de poblaciones completas,
sino también de tecnologías productivas industrialistas y agrarias que
eran entonces de última generación. Estas poblaciones europeas trans-
plantadas exterminaron casi completamente a los pueblos americanos
originarios e introdujeron –en el caso de los Estados Unidos– una masa
considerable de esclavos africanos (al igual que hacen hoy día con los
inmigrantes llamados hispanos) para llevar a cabo los trabajos serviles,
21
sobre todo en la agroindustria del algodón, que la sociedad capita-
lista angloamericana necesitaba para proyectar su desarrollo como
potencia capitalista. Ello produjo la formación de nuevos procesos
civilizadores capitalistas más dinámicos y modernos los cuales, en el
siglo XIX, comenzaron a competir con el proceso civilizador capitalista
europeo originario. Finalmente, el proceso civilizador capitalista esta-
dounidense logró, en el siglo XX, dominar y absorber todos los otros,
conformando así la fase hegemónica mundial del llamado Imperio o
Civilización Occidental (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005, pp. 19-25).
Recapitulando sobre lo anterior vemos, a partir del siglo XVI, que la
expansión geográfica del capitalismo mercantil fuera de Europa Occi-
dental se tradujo en la conquista, subordinación y sojuzgamiento de
poblaciones humanas que habían vivido por milenios, libres y autó-
nomas. La expansión de la formación capitalista determinó la instau-
ración de una compleja relación colonial entre los nuevos imperios
que se estaban formando en Europa Occidental tras el colapso de la
sociedad feudal y su novedosa e inmensa periferia integrada por Amé-
rica, Asia, África y Oceanía.
Los pueblos americanos colonizados, particularmente los de Mesoa-
mérica, Suramérica y el Caribe, proporcionaron a aquellos imperios
materias primas que los europeos, e incluso los asiáticos, no poseían
o no poseían en cantidad suficiente. Entre estos últimos se cuentan
los metales preciosos como el oro y la plata, las piedras preciosas y las
perlas, recursos sobre los cuales se construyó posteriormente la riqueza
de las naciones e imperios de Europa e incluso de Asia.
La adopción y utilización por la población europea de cultígenos
americanos tales como el maíz (Zea mays), la papa (Solanum tube-
rosa), el tomate (Lycopersicum esculentum), el cacao (Theobroma
cacao), el algodón (Gossypium barbadensis), el tabaco (Nicotiana
tabacum) contribuyeron a mejorar la calidad de vida de los pueblos
de Europa y Asia, azotados secularmente –hasta entonces– por ham-
brunas cíclicas. Por otra parte, aquellos productos no perecederos
que no podían ser cultivados en Europa tales como el cacao, el tabaco,
el café, el algodón, y derivados de los mismos como las melazas, el
azúcar y otros, se convirtieron en commodities, materias primas de
22
uso comercial que estimularon el surgimiento de bolsas de comercio
para la especulación comercial con productos de ultramar (Braudel,
1992, I, pp. 1, 2 y 3; Sanoja y Vargas, 2005, pp. 13-15). Hoy día pro-
veemos a Estados Unidos, Europa y el mundo entero con petróleo,
gas y productos petroquímicos, mineral de hierro, aluminio, cobre,
carbón, salitre, uranio, titanio, tungsteno, níquel, germanio, litio,
entre otros, para su posterior reelaboración como bienes manufac-
turados que importamos a un costo superior al de nuestras materias
primas que les vendemos (Britto García, 2009, pp. 99-101).
A partir del siglo XVIII en Europa Occidental, con el triunfo defini-
tivo de la burguesía, la asimetría en el desarrollo histórico existente
entre las metrópolis y su periferia colonial comenzó a ser racionali-
zada por las élites burguesas como el producto de una superioridad
innata de los pueblos y la civilización europea sobre los pueblos peri-
féricos, particularmente los indígenas y mestizos que conformaban el
dominio colonial español en América. A este respecto, Hegel (1978,
p. 192) escribió que en los Estados norteamericanos (Estados Unidos
de inicios del siglo XIX), enteramente colonizados por europeos indus-
triosos, el Estado era una institución meramente externa cuyo fin era
proteger la propiedad privada. Los españoles, por el contrario, con-
quistaron y tomaron posesión de Suramérica ocupando posiciones
políticas a través de la rapiña. La inferioridad de los aborígenes que
constituyen la mayoría de la población –decía aquel autor– era mani-
fiesta (Hegel, 1978, p. 191). Según Braudel (1992, III, p. 413), el tér-
mino que describiría de manera más acertada la condición de las
colonias hispanoamericanas explotadas por el Imperio Español
sería el de marginalización, el cual alude, dentro de una economía
mundo, “…la de ser condenadas a servir a otros, el estar obligadas
a acatar dócilmente las órdenes emitidas por la todopoderosa divi-
sión internacional del trabajo…” antes y después de haber ganado la
independencia política del dominio español”.
Con el surgimiento en Europa Occidental del pensamiento antropo-
lógico y la creación de la escuela de la Evolución Cultural en el siglo
XIX, se trató de dar una explicación científica a la supremacía mate-
rial, intelectual y política alcanzada por la civilización occidental,
proponiendo para ello la existencia de un paradigma del progreso
23
universal inspirado en la historia de Europa, proceso evolutivo por
el cual tendrían que pasar todos los otros del mundo para igualar el
nivel de desarrollo material e intelectual alcanzado por los europeos
y angloamericanos. Dicho paradigma del progreso alentó y legitimó
una nueva expansión colonial capitalista de Europa hacia África y
Asia y de Estados Unidos hacia su periferia nuestramericana y las
islas del Pacífico Sur.
Pensadores anticapitalistas como Carlos Marx y Federico Engels tam-
bién aceptaron la validez de aquel paradigma civilizador occidental,
aunque proponiendo para el mismo la existencia de una nueva etapa
en el desarrollo de la sociedad, el comunismo, la cual significaba la
abolición de la propiedad burguesa. El comunismo, fase final y supe-
rior del progreso de la humanidad, surgiría en un tiempo futuro como
consecuencia del desarrollo máximo de las fuerzas productivas del
capitalismo y el predominio de la clase trabajadora sobre la burguesía
(Marx y Engels, 2008).
IV
El tiempo es el modo de existencia de la materia. Tiempo y movi-
miento, unidad fundamental de la dialéctica de los contrarios, son
conceptos inseparables que solamente se explican dentro del espacio,
el cual a su vez indica también cambios de posición ya que la materia
se mueve a través del espacio. La cantidad de maneras como el movi-
miento, que es el socialismo, puede suceder es infinita: el movimiento
de la materia en el espacio, como hemos visto en el caso de la antigua
Unión Soviética, es reversible en tanto que su movimiento en el tiempo
es irreversible. El tiempo constituye, pues, un proceso permanente
de autocreación y autorreproducción mediante el cual la materia se
transforma en un número infinito de formas. Cuando esta concepción
del tiempo irreversible y de cambio penetra en la conciencia humana,
nos damos cuenta de que dialécticamente la vida surge de la muerte,
el orden del caos. Así pues, vemos que el marxismo al aplicarse al más
complejo de los sistemas no lineales que es la sociedad humana, nos
revela por contradicción, como expondremos en los capítulos 2, 3 y
4, que la diversidad de formas y posibilidades que es capaz de crear la
naturaleza humana es la palanca fundamental del progreso intelec-
tual y social que se resuelve en la transformación diaria y constante
24
de la humanidad, mediante la cual llegaremos quizás, algún día, a
concretar a través del socialismo, la utopía del comunismo (Woods y
Grant, 1991, pp. 139-162; 395).
Como respuesta a aquellas inquietudes, desde nuestra perspectiva
como antropólogos intentamos discutir en este ensayo –en líneas
generales– el desarrollo de conceptos como civilización y progreso a
partir del siglo XVIII como parte de la teoría evolucionista de la cul-
tura, teoría que ha servido a los países del núcleo capitalista desa-
rrollado como justificación y coartada de su política de dominación
imperial mundial. En el capítulo 4 hacemos una crítica científica al
paradigma civilizador occidental, el cual sirvió de fundamento a la
tesis de Marx y Engels sobre el desarrollo de los modos de produc-
ción precapitalistas (Marx y Hobsbawn, 1971; Engels, s.f.). Compar-
timos plenamente la idea de que el socialismo es la solución para los
problemas del subdesarrollo o el no desarrollo capitalista que existen
en Nuestra América, pero pensamos, asimismo, como explicamos en
el capítulo 6, que surgirá por razones históricas diferentes a las pro-
puestas para el paradigma civilizador europeo.
La discusión planteada en este ensayo intenta también demostrar,
como se expone en los capítulos 5 a 7, que la construcción del socia-
lismo debe fundamentarse en el conocimiento y el estudio crítico de
los diferentes procesos históricos que han vivido los pueblos en los
diversos continentes a los cuales también, en un cierto momento, el
colonialismo europeo impuso el sistema capitalista. Aunque pueda
parecer excesivamente académico, este conocimiento es necesario
para construir una teoría general del desarrollo de las sociedades
regionales partiendo desde las sociedades originarias hasta las del
presente, conforme al materialismo histórico comparado. La historia
marxista –dijo Vere Gordon Childe– “es materialista porque consi-
dera un hecho biológico, material, como la principal clave para des-
cubrir el patrón general que subyace a un aparente caos de hechos
superficiales sin relación alguna entre sí” (1981, p. 364). La filosofía
del materialismo histórico sigue siendo, en nuestra opinión, el único
paradigma intelectual lo suficientemente amplio como para vin-
cular en una misma teoría la dialéctica del desarrollo social, el ideal
25
socialista, las contradicciones y movimientos sociales del presente y la
influencia que ejercen sobre el mismo las estructuras del pasado.
Compartimos la propuesta esbozada inicialmente por los maestros
venezolanos Domingo F. Maza Zavala y Ramón Losada Aldana en
la década de los sesenta del pasado siglo, de formular una estrategia
concreta para la transición y un método para alcanzar la meta del
socialismo. Dicha estrategia o habilidad para dirigir el proceso socia-
lista pasa por el método del nacionalismo revolucionario, el cual per-
mite a los pueblos profundizar sus propios procesos de acumulación
de capitales que le den base material a sus luchas por lograr la sobe-
ranía política, social, económica y cultural. De acuerdo con dicha
estrategia, la lucha por la liberación nacional debería comenzar con
el desmontaje de los enclaves imperiales y oligárquicos y el desarrollo
de un sector económico público dominante para lograr nuestra plena
soberanía política y económica, etapa imprescindible para lograr
la transformación de nuestro pueblo en una nueva calidad histórica
como es el socialismo.
La lucha por la liberación nacional de los pueblos de Venezuela y
Nuestra América, en general, adquiere relevancia en momentos como
el actual, cuando el Imperialismo Occidental y el neocolonialismo
español en particular tratan de construir un bloque ideológico prooc-
cidental capitaneado por la llamada Fundación para el Análisis y los
Estudios Sociales (FAES), dirigida por el líder del neofascista Partido
Popular español José María Aznar. El argumento primordial de la
FAES, contrariamente a lo que queremos demostrar en este ensayo,
es que Nuestra América es parte sustancial de Occidente, el cual no
sería un concepto geográfico sino un sistema universal de valores. En
tal sentido, esta argumentación considera que existiría una izquierda
“buena” que se ajusta al socialismo neoliberal europeo (el socia-
lismo chileno de Bachelet y el socialismo brasileño de Lula da Silva,
por ejemplo) y una izquierda “mala” antioccidental que trata de
implantar el socialismo del siglo XXI, de raigambre histórica indoame-
ricana, cuyos exponentes más malévolos serían Fidel Castro y Hugo
Chávez (Roitman, 2008).
26
En una entrevista concedida al diario español La Vanguardia el
23-02-2008, en la cual el maestro Maza Zavala expresó también opi-
niones adversas al proceso bolivariano de liberación nacional, éste
tuvo sin embargo la honestidad de reconocer que:
…En Venezuela la existencia de un importante sector público de la
economía –que comprende las fuentes principales de ingreso nacional
en el presente y el futuro previsible– puede considerarse como una cir-
cunstancia que facilita la transición al socialismo. El financiamiento
más importante de la gestión pública procede de la explotación de un
patrimonio nacional y ello da vigencia al concepto de propiedad social
y, por tanto, a la posibilidad de un sistema de relaciones sociales de
propiedad y producción que sustituya al sistema de relaciones privadas
en vigencia.
Las ideas que habían sido sostenidas por Maza Zavala hasta las
últimas décadas del pasado siglo, se convirtieron entonces en un
patrimonio intelectual que fue compartido por muchos pensadores
venezolanos de izquierda, profundamente preocupados por lograr
finalmente una patria socialista, independiente y soberana. Por estas
razones, reivindicamos hoy las ideas expuestas por Maza Zavala
cuando era nuestro maestro progresista y revolucionario.
¿Cómo llegaremos al socialismo? ¿Existen diversas vías hacia el
socialismo? ¿Cómo será definitivamente el socialismo en Nuestra
América? Esas preguntas las están respondiendo nuestros pueblos.
Nosotros solamente intentamos aportar argumentos para la discu-
sión que se plantean los ciudadanos y ciudadanas de a pie.
No queremos finalizar este preámbulo sin hacer referencia a la nece-
sidad que tenemos de desarrollar una actitud crítica y autocrítica
sobre nuestra labor como antropólogos en los movimientos sociales
revolucionarios, única garantía de poder acceder a un cambio his-
tórico verdadero y permanente. En tal sentido, es relevante aludir al
pensamiento de Carlos Marx cuando, al analizar en su obra El 18
Brumario de Luis Bonaparte (1971, p. 16) los eventos sociales que
culminaron en 1848 con la restauración de la dinastía napoleónica en
Francia, describe la autocrítica como un proceso que necesariamente
27
tiene que cumplirse en el seno de todas las revoluciones proletarias,
las cuales interrumpen su marcha, vuelven a cuestionar lo que parecía
ya terminado para iniciarlo de nuevo desde el principio, critican sus
errores iniciales y pareciera que le dan armas a los adversarios para
que ataquen más fuerte. Sólo de esta manera pueden las revoluciones
generar una teoría autocrítica capaz de explicar su génesis y transfor-
mación. En ese espíritu creemos necesario revisar el alcance teórico de
los contenidos del paradigma de desarrollo de la humanidad expuesto
inicialmente por el materialismo histórico, ya que de acuerdo con él se
han construido y se construyen estrategias para acceder al modo de
vida socialista en Venezuela y en el resto del mundo.
Para plantearnos el objeto del presente ensayo, nos inspiramos tam-
bién en el pensamiento de Antonio Gramsci cuando nos dice que la
vida se desarrolla por avances parciales, es decir, a través de las dife-
rentes líneas de acción humana que se expresan en procesos civili-
zadores y modos de vida, muchos de los cuales, a pesar de haberse
transformado en un obstáculo para el avance de la humanidad es
necesario estudiar para preguntarse si en cada proceso o modo de
vida particular, existen todavía las condiciones sobre las cuales se
fundamentaba la racionalidad de la existencia de los mismos. Preci-
samente porque los modos de vida y procesos civilizadores se repre-
sentan como si fuesen naturales, absolutos a quienes los viven, es muy
importante demostrar su historicidad, demostrar que aquéllos sólo
se justificaban cuando existen ciertas condiciones históricas y para
lograr determinados objetivos. Por tanto, nos dice Gramsci: “… es
objeto del moralista y del creador de costumbres, el análisis de los
modos de ser y de vivir y criticarlos, separando lo permanente, lo útil,
lo racional, lo conforme a su finalidad, de lo accidental, de lo superfi-
cial, de lo simiesco…” (1977, pp. 218-219).
Tal como hemos expuesto en la mayoría de nuestros últimos libros
o ensayos, nuestro interés primordial en esta nueva etapa de nuestra
carrera intelectual, como intelectual público, es producir textos que
provoquen en el lector y la lectora, el interés por la reflexión sobre el
futuro de nuestra sociedad, sobre la responsabilidad de los colectivos
y las personas en la construcción del socialismo.
Parte 1
Origen del capitalismo: el paradigma
occidental del progreso
31
Capítulo 1
El ideal del progreso y la civilización occidental
La división de la humanidad entre pueblos civilizados y los llamados
bárbaros se remonta a la antigüedad europea clásica. Ya en aquella
época, los habitantes de las ciudades griegas y romanas se conside-
raban a sí mismos como el todo culturalmente más desarrollado y
civilizado de la humanidad de su tiempo. Dichos focos de civilización
se hallaban rodeados por otros que los romanos y griegos conside-
raban pueblos atrasados, salvajes, a los que denominaban bárbaros,
los cuales no habían llegado a construir Estados ni ciudades, ni
un nivel de cultura y educación similar al que ellos habían logrado
acceder.
La conciencia de esta separación de la humanidad entre pueblos civi-
lizados y bárbaros permaneció siempre en el imaginario de los pen-
sadores “civilizados”: historiadores, filósofos, literatos, artistas,
políticos, clérigos. La necesidad de explicar la historicidad de esas dife-
rencias comenzó a manifestarse a partir de la conquista de América,
Oceanía y Australia entre los siglos XVI y XVII, hecho que puso de relieve
la existencia de pueblos que, aunque coexistiendo con los europeos de
la época, vivían de maneras totalmente diferentes.
Los estudiosos de la época pudieron apreciar que los componentes,
de la cultura material de aquellas sociedades originarias, que vivían
en la periferia de la Europa Occidental de entonces, eran semejantes
a los poseídos por los pueblos bárbaros descritos por los historia-
dores de la antigüedad clásica. Sin embargo, el obstáculo que repre-
sentaban las religiones cristianas y el dogma creacionista bíblico
sobre el origen de la humanidad para el desarrollo de la ciencia,
32
Mario Sanoja Obediente
coartaba la posibilidad de considerar, científica y racionalmente,
si aquellas formas sociales podrían ser el antecedente de los pue-
blos europeos de entonces. Pero era evidente que la división entre
los pueblos europeos “civilizados” y los salvajes o bárbaros de la
periferia era una realidad, por lo cual, actuando de acuerdo con la
tesis redencionista cristiana, las burguesías europeas consideraron
como un deber ético llevar la salvación, la fe y el progreso a los sal-
vajes para rescatarlos de su supuesta “ignorancia”. La conquista y
la colonización de los pueblos que no estaban sometidos a la civili-
zación occidental y cristiana se convirtió entonces, para la genera-
lidad de españoles, ingleses, franceses y holandeses de la época, en
una especie de nueva cruzada para redimir la humanidad salvaje y
legitimar así su expansión colonialista en busca de espacios para la
pesca marina, a fin de extender el comercio, capturar esclavos, con-
quistar tierras para conquistar y colonizar, ganar aliados, obtener
oro y plata... y salvar almas (Fernández Armesto, 1974, p. 16).
El siglo XVIII aportó importantes cambios en la percepción de la his-
toria de la naturaleza y la humanidad. El pensamiento positivo que
comenzó a consolidarse a partir de la Revolución Francesa y el triunfo
de la burguesía, llevó a los filósofos de la naturaleza, la economía y la
sociedad a pensar científicamente el origen de las cosas, sobre todo
a racionalizar históricamente el triunfo histórico de aquella clase
social. David Hume, James Steuart y Adam Smith comenzaron a
pensar la historia de la sociedad burguesa en términos de la economía
y la política, de la formación del Estado como un elemento regulador
de las relaciones económicas entre las personas y entre los Estados,
considerando el comercio como el instrumento para incrementar la
riqueza de las naciones (Smith, 1981).
A mediados del siglo XVIII, particularmente después de la publica-
ción de El contrato social y el Emilio, obras clásicas de Jean Jacques
Rousseau, se puso en boga el término civilización, entendido como el
estado superior que alcanzaba la sociedad civil y educada mediante
la observancia de las leyes, el orden social, la buena educación, la
acumulación de conocimientos y la práctica de la industria y el libre
comercio.
33
El ideal del progreso y la civilización occidental
La estructuración de la escala temporal que legitimaba empírica-
mente el proceso de la evolución cultural, la civilización y el progreso,
se inició en 1836 con la propuesta del anticuario danés Christian
Thomsen sobre la existencia de tres edades tecnológicas en la historia
de la humanidad: la Edad de Piedra, la Edad del Cobre o el Bronce
y la Edad del Hierro (Hergardt y Källen, 2011, pp. 110-111). Poste-
riormente, la tesis del progreso y la evolución llegó a alcanzar rango
científico hacia mediados del siglo XIX con los trabajos del naturalista
francés Jacques de Crèvecoueur Boucher de Perthes, quien demostró
que las evidencias materiales más antiguas de la cultura humana cono-
cidas entonces en Europa, se hallaban asociadas con las antiguas capas
geológicas del período Pleistoceno. De esta manera, los filósofos, his-
toriadores e intelectuales del siglo XVIII comenzaron a darse cuenta de
que la sociedad que ellos conocían era solamente el acto final de un
largo drama vivido por la humanidad, el Progreso, el cual debía ser
explicado y reconstruido por la antropología (Lowie, 1946, p. 34).
Los antropólogos ingleses de la era victoriana, tales como Pitt-Rivers,
Lubbock y Tylor, sentaron las bases filosóficas y empíricas de lo que
vendría a ser la Teoría Evolucionista de la Cultura. Dichos autores
expusieron que la nota dominante de la historia de la especie humana
era el movimiento ascendente desde las formas sociales más simples
hasta las más complejas, representada esta última por la sociedad bri-
tánica de la época. Todas las civilizaciones del pasado o el presente
–según dicha teoría– habían partido de una infancia bárbara o sal-
vaje, muestra de lo cual eran las razas primitivas que habían sido
conocidas entre el siglo XVI y el siglo XIX. Frente a estas afirmaciones,
pensamos que si bien el concepto de la evolución histórica de la huma-
nidad es un hecho, no sucede lo mismo con la explicación ideológica
de cómo se llevó a cabo esa evolución, objeto de la teoría evolucio-
nista cultural, la cual se transformó posteriormente en la legitimación
histórica del colonialismo europeo y el estadounidense.
A partir del siglo XIX, el grupo de ocho países capitalistas más desarro-
llados impuso el Progreso al estilo de occidente a las élites sociales de
aquellos países atrasados que no les habían abierto sus economías, uti-
lizando la fuerza militar, la presión política y económica y la corrup-
ción. El concepto de Progreso perdió su inocencia en el siglo XX y se
34
Mario Sanoja Obediente
convirtió no sólo en “la explicación” de la historia de la humanidad,
en la racionalidad subyacente a todas las políticas colonialistas de
los países capitalistas desarrollados, sino también de toda la ciencia
social aplicada al desarrollo social, particularmente en los países sub-
desarrollados (Wallerstein, 2001, pp. 200-201). Hoy día la acción del
capitalismo depredador se presenta como la teoría económica del neo-
liberalismo, con su estrategia cultural denominada globalización y su
expresión instrumental conocida como Tratados de Libre Comercio.
Simultáneamente con la Teoría Evolucionista, surgieron también
otras, como las difusionistas, las cuales, a diferencia de aquélla, soste-
nían que la historia de la cultura humana no podía considerarse como
un progreso unitario, que todas las sociedades no atravesaban necesa-
riamente por las mismas etapas. Por el contrario, argumentaban que
existían en Asia y África múltiples centros originarios, a partir de los
cuales se habían difundido, hacia el resto de los continentes, y en dife-
rentes épocas, los diversos componentes de la cultura (Herskowitz,
1952, pp. 546-564).
Los procesos de evolución y la difusión de la cultura, como ha sido
comprobado por las investigaciones científicas ulteriores, no consti-
tuyen propuestas antagónicas sino complementarias para explicar
el desarrollo de la humanidad. La versión, o más bien, la visión de
los evolucionistas culturales sobre la historia de la cultura universal,
por su parte, tiende a presentar el concepto de sociedad clasista jerár-
quica burguesa como representación de la civilización occidental. La
escuela de la difusión cultural pareciera explicar y legitimar la expan-
sión de las “culturas madres” a partir de ciertas regiones privilegiadas
del planeta, lo cual es también una manera de fundamentar científica-
mente los procesos coloniales iniciados por Europa y Estados Unidos
en los siglos XIX y el xx y subsecuentemente la supuesta globalización
indetenible de los valores de la civilización occidental.
En el siglo XIX, el estudio de la evolución social, el progreso y la civi-
lización no se limitó solamente a las evidencias materiales y a la tec-
nología, sino que también se extendió al estudio comparado de la
evolución de las instituciones sociales tales como el Estado, la familia
y las costumbres sociales, el derecho, la religión, la economía, los
35
El ideal del progreso y la civilización occidental
procesos mentales, el arte (Lowie, 1946; Díaz Polanco, 1989). Tra-
bajos como los de Morgan (1877), entre otros, contribuyeron a con-
solidar el Evolucionismo como una teoría sobre la evolución de la
sociedad y la cultura, la cual dividía la historia de la humanidad en tres
etapas principales: salvajismo, barbarie y civilización, correlacionadas
cada una de ellas con determinados adelantos sociales, económicos e
intelectuales. El salvajismo es la etapa anterior al uso de la cerámica;
la barbarie es la edad de la alfarería; la civilización comienza con la
invención de la escritura.
Mientras la burguesía era todavía una clase social en ascenso, estuvo
obligada, por una parte, a disputar su hegemonía política sobre la
sociedad europea con los rezagos del orden feudal; para ello blandía
la bandera del progreso como emblema del triunfo seguro sobre las
estructuras arcaicas de la monarquía absoluta; por la otra, agitaba
la consigna del orden para contener el ascenso social y las reivindica-
ciones políticas de la clase trabajadora que había comenzado a desa-
rrollarse con el industrialismo a partir de finales del siglo XVIII.
Aquellos conceptos fueron desarrollados por Auguste Comte, padre
de la filosofía positivista, en su obra Discurso sobre el método positivo
(1980), donde sostenía que el desarrollo de la civilización debía estar
basado en la noción de progreso, concebido éste como la expansión del
orden social. Para que ocurriese el progreso y se consolidase la sociedad
que lo producía, era necesaria –decía– la existencia del orden social
representado por la burguesía. Las clases inferiores de Europa Occi-
dental tendrían, pues, necesariamente que aceptar la subordinación
social a la clase burguesa, condición natural que implicaba reconocer la
superioridad de sus gobernantes (Patterson, 1997, p. 44; Díaz Polanco,
1989, pp. 37-41).
La tesis expuesta por Comte proponía igualmente una ley de la evolu-
ción de la sociedad, conformada por tres estados teóricos, tres métodos,
tres clases de filosofía para explicar los fenómenos sociales, vinculados
cada uno de ellos a la existencia de tipos particulares de sociedad:
a. El teológico, que explica los fenómenos como productos de
agentes sobrenaturales y se relaciona con un sistema militar.
36
Mario Sanoja Obediente
b. El metafísico, donde los agentes sobrenaturales son sustituidos
por fuerzas o entidades abstractas que se asocian con una
sociedad transitoria.
c. El científico o positivo donde el espíritu humano se aboca a la
tarea de descubrir las leyes o relaciones invariables entre los
fenómenos sociales e impulsa la creación de una sociedad indus-
trial, la sociedad burguesa europea u occidental que constituye
el ápice del progreso social.
Una vez que la burguesía consolidó su poder hacia finales del siglo XIX
y consideró realizado en Europa su ideal del progreso, la historia y el
evolucionismo dejaron de ser, oficialmente, el interés fundamental de
los pensadores burgueses. En su lugar, lo relevante pasó a estar cons-
tituido por el estudio sincrónico y la comprensión de los factores que
conforman el orden social para detectar los fenómenos patológicos,
como por ejemplo la insurgencia de la clase trabajadora que amenaza
la integridad del orden constituido.
Aquella tendencia que experimentó la burguesía, se ilustra en la cono-
cida obra del sociólogo francés del siglo XIX, Émile Durkheim intitu-
lada Les Règles de la Méthode Sociologique (1956). En la misma se
resume la tradición empirista occidental que se esforzaba sistemáti-
camente en conformar una ciencia que estudiase la causalidad de las
formas de relación social que establecen los individuos entre sí, bus-
cando las determinantes de un hecho social específico en otros hechos
sociales antecedentes. Dicha ciencia –la sociología– se fundamentaría
en la regularidad con la cual se producen los hechos sociales y en la
existencia de un proceso histórico progresista por el cual atraviesan las
sociedades, de manera similar al proceso de evolución lineal presen-
tado en las obras de Herbert Spencer y Auguste Comte. Para Durkheim
no existía una sociedad única, sino una serie de tipos sociales y cultu-
rales cualitativamente distintos que no podían ser juntados todos, de
manera continua, en una misma secuencia histórica (1956, pp. 76-88).
La influencia del pensamiento de Durkheim se reflejó en la obra de
algunos de sus seguidores como Marcel Mauss y Vidal de La Blache,
quienes introdujeron en la etnología y en la geografía humana
37
El ideal del progreso y la civilización occidental
francesas los conceptos de modo de vida o estilo de vida. Dichos con-
ceptos aludían a la existencia de complejos de actividades habituales
que caracterizan la existencia de los grupos humanos. Los elementos
materiales y espirituales de la cultura eran vistos como las técnicas y
hábitos transmitidos por la tradición que capacitaban a dichos grupos
humanos para vivir en ambientes particulares. La persistencia de los
mismos estaba asegurada no sólo por las instituciones que mantenían
su cohesión, sino también por las tecnologías e implementos para la
utilización de las fuentes de energía y las materias primas. La trans-
formación de las sociedades a partir de los modos más arcaicos, los
recolectores-cazadores, ocurría como un flujo de procesos de cambio
que surgían progresivamente dentro de cada grupo humano, por
modificaciones en las condiciones ambientales o en las relaciones
entre grupos humanos, cuando se producían entre ellos asimetrías en
la estructura (tecnoeconomía), las relaciones sociales o la ideología
(Max Sorre, 1962, pp. 393-415).
Este tipo de reflexión podría haber influido también en la formu-
lación de la tesis relativista del neoevolucionismo o de la evolución
multilineal de los tipos culturales propuesta por la escuela estadouni-
dense, particularmente por Leslie White y Julian Steward, quienes
enfatizaban el estudio de las regularidades interculturales a partir de
un concepto de sociedad estratificada sobre una base estructural (tec-
nologías de subsistencia), a la cual se sobreponían la estructura social
y la cultural (ideología) que determinaban el perfil sociocultural de
los grupos humanos (Patterson, 2001, pp. 110-112; Sahlins y Service,
1961, p. 53; Friedman, 1983, p. 40).
La idea de la civilización y el progreso, así como las tesis tanto del
evolucionismo clásico como del neoevolucionismo que surgirán pos-
teriormente en los Estados Unidos, aunque desplazadas académica
y epistemológicamente en Europa y Estados Unidos por nuevas teo-
rías sobre la cultura y la sociedad, siguen siendo utilizadas por los
gobiernos de los países capitalistas desarrollados para explicar y legi-
timar la dominación que ejercen dichos países sobre sus colonias en
África, Asia, México, América Central, Suramérica y el Caribe, y
llevar a cabo lo que consideran como la misión civilizadora del occi-
dente capitalista.
39
Capítulo 2
Civilización y procesos civilizatorios
En su acepción general, la palabra civilización se asocia con la huma-
nidad como un todo, con la existencia de determinados pueblos que
son considerados –valga la redundancia– civilizados, donde el saber,
la ciencia, la tecnología y las virtudes humanas alcanzan su mayor
nivel de desarrollo. El concepto de civilización implica también que en
torno a los pueblos altamente civilizados existen otros que no lo son,
considerados éstos como bárbaros. A estos pueblos bárbaros, los civi-
lizados tratan de convencerlos de que nunca llegarán a ser civilizados
a menos que se sometan a la voluntad de los pueblos superiores. Con-
siderada desde este punto de vista, la idea de la civilización implica
también la existencia de jerarquías de clases sociales, culturas y razas.
En el plano singular, el concepto de civilizaciones específicas se puede
definir también como la construcción de identidades culturales bajo
particulares circunstancias históricas y sociales, determinadas por
un espacio y una cultura particular (Braudel, 1980, pp. 177-198),
las cuales están a su vez históricamente contenidas y representadas
dentro una formación socioeconómica determinada. Tanto la civiliza-
ción como la cultura aluden igualmente a los modos de vida generales
de los pueblos, incluyendo por tanto los valores, las normas, las insti-
tuciones y los modos de pensar que caracterizan en el tiempo el modo
de existencia de diversas generaciones (Huntington, 1997, p. 41).
En el caso de la denominada civilización occidental, la pertenencia a
la misma está determinada por la aceptación de valores sociales y cul-
turales como el individualismo, el liberalismo, el constitucionalismo,
los derechos humanos, el gobierno de las leyes, el libre mercado, la
40
Mario Sanoja Obediente
separación de la Iglesia y el Estado. Estos valores fueron proclamados
como universales de la cultura a partir del triunfo de la Revolución
Francesa o burguesa, fase de la Modernidad que se inició en 1783
(Patterson, 1997, pp. 34-55). Según los que mantienen esta tesis, esos
valores sólo podrían existir dentro del sistema capitalista, conside-
rado este sistema como el fundamento de la democracia burguesa. Por
esta razón, dicha forma de democracia y el american way of life de la
sociedad estadounidense o el european way of life de las monarquías
y democracias burguesas parlamentarias de Europa, son conside-
radas por las élites dominantes de los países capitalistas desarrollados
como paradigmáticas para el resto de la humanidad.
Desde el punto de vista heurístico que nosotros sostenemos, una civi-
lización puede definirse también como una construcción histórica y
territorial que incluye la cultura, los valores, los ideales, los conceptos
sobre la organización social, los factores materiales tecnológicos
y económicos. En tal sentido, la civilización es una entidad cultural
que como tal persiste, se transforma, se divide o se integra en nuevos
conjuntos. Una civilización puede como tal contener imperios, ciu-
dades-Estados, Estados nacionales singulares, Federaciones y Confe-
deraciones de Estados nacionales, y llegar a coincidir con una entidad
política determinada. Una civilización implica igualmente procesos
culturales civilizadores mediante los cuales se reconoce la identidad
histórica y cultural, la conciencia de poseer una comunidad de orí-
genes y de destinos compartidos por todos los pueblos que la integran
(Sanoja, 2006, p. 45).
Una civilización definida de esta manera, se concibe asimismo como
un sistema total que se expresa en diversos procesos culturales par-
ticulares, los procesos civilizadores cuya existencia –en nuestra
opinión– está determinada por la contingencia histórica, cultural y
ambiental y el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas alcan-
zados por los pueblos de una región particular, en un momento his-
tórico determinado. Según nuestra posición teórica, este concepto
aludiría también a la diversidad de líneas de desarrollo histórico que
caracterizan la construcción de las sociedades, consideradas éstas
como producto de la dinámica y las tradiciones culturales singulares
que configuran las mismas en el seno de una civilización, las cuales
41
Civilización y procesos civilizatorios
corresponden con secuencias históricas concretas que denomina
Darcy Ribeiro procesos civilizadores específicos. Según este autor,
los mismos son el vehículo de propagación de las revoluciones tecno-
lógicas que conducen hacia la actualización histórica de los pueblos
(Ribeiro, 1992, pp. 24-25, 36).
La categoría histórica Modo de Vida, tal como fue formulada y desa-
rrollada por Vargas-Arenas alude también a líneas de desarrollo his-
tórico concreto que existen al interior de las formaciones sociales.
Dichas líneas se manifiestan como particulares y son explicadas por
las leyes generales que no sólo gobiernan sus procesos y su desenvol-
vimiento como conjunto sino también en sus etapas, aunque pueden
existir otras que tienen vigencia para determinados sistemas sociales.
Siendo cada formación económicosocial un sistema social dado, la
categoría Modo de Vida permite entender cómo se cumplen en cada
caso las leyes sociales generales y cómo operan y se transforman las
leyes específicas hasta el surgimiento de las nuevas. La transforma-
ción de las leyes sociales particulares no es azarosa sino el resultado
de la actividad humana, ya que son los hombres y mujeres quienes
conscientemente permiten el fin o el surgimiento de nuevos sistemas
sociales. En este sentido, la categoría Modo de Vida permite reco-
nocer la existencia de ciertas maneras particulares de la organización
de la actividad humana, de ciertos ritmos de estructuración social,
de ciertas formas de darse las praxis particulares de una formación
social que dinamizan su dialéctica, que nos permiten saber cuándo
y cómo pierden vigencia las leyes específicas de una formación social
para dar paso a nuevas formas de organización social (Vargas-
Arenas, 1990, pp. 63-67).
En el caso concreto de la civilización occidental, la lógica de consi-
derar los modos de vida europeos como un paradigma civilizador
equivalente a un universal de la cultura, sirvió para legitimar el
proceso de “actualización” histórica de los pueblos que habitan en
regiones como Europa Occidental y Estados Unidos, el cual culminó
con la segunda Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo
XIX; por el contrario, en otras regiones donde los pueblos no siguieron
las mismas líneas del proceso histórico, la concepción civilizadora
occidental hizo que éstos pareciesen condenados –en consecuencia– a
42
Mario Sanoja Obediente
experimentar sólo los efectos reflejos de dicho proceso de “actualiza-
ción” histórica.
Desde el punto de vista del concepto de civilización sobre el cual se
apoya la teoría clásica de la evolución social, los pueblos capitalistas
históricamente “actualizados” conformarían el núcleo de pueblos
avanzados, civilizados, representados hoy día, como ya dijimos, en el
llamado Grupo de los Ocho. Según dicha definición, los otros, noso-
tros, la periferia de dicho grupo de naciones, sólo seríamos supuestos
pueblos atrasados en la historia, subdesarrollados, coetáneos del todo
capitalista más desarrollado.
Evolución cultural, progreso y civilización
Los evolucionistas sociales clásicos del siglo XIX consideraban que
tanto el mundo natural como la sociedad humana estaban sujetos a
las leyes inmutables de la evolución. Esa condición histórica se mani-
festaba en la Ley del Progreso, considerada como la expresión de
un cambio direccional que se desarrollaba en una escala global. El
cambio social se revelaba en diversas velocidades dependiendo de las
etapas en la cual se encontraran los distintos pueblos y de su grado de
desarrollo evolutivo. Lo que distinguía a los pueblos civilizados era la
existencia de instituciones estatales y estructuras de clase enmarcadas
dentro de un contexto de ley, orden y progreso, aseveración que justi-
ficaba la existencia de una jerarquía social, cultural y racial entre los
pueblos, a la cabeza de la cual se hallaban los países industrializados
de Europa, Estados Unidos y Canadá.
Según aquel conjunto originario de ideas, se conformó el Darwinismo
social (Patterson, 1997, pp. 47-49), tesis según la cual todas las socie-
dades humanas progresaban naturalmente desde las formas menos
desarrolladas hacia las más desarrolladas. Las formas más adap-
tadas se hallaban ubicadas en el sector más elevado de esa jerarquía
debido a que eran las más perfeccionadas, las que habían avanzado
más en la escala del progreso, lo cual les permitía arrogarse por tanto
el derecho a dominar y explotar a las sociedades inferiores. Ello ha
servido no solamente para legitimar las políticas coloniales, neocolo-
niales e imperialistas del siglo XIX y las del actual Grupo de los Ocho,
países que se consideran ser los más desarrollados del mundo, sino
43
Civilización y procesos civilizatorios
también las jerarquías de clase y las políticas racistas que promueven
los enclaves sociales oligárquicos propiciados por el Imperio en los
países de su periferia, conformados particularmente por sectores de
la clase media y la alta burguesía, empresarios y jerarcas de la Iglesia
católica.
Cualesquiera otros sistemas políticos revolucionarios, sean socia-
listas, capitalistas o nacionalistas, que reclamen para su pueblo un
estatus soberano frente a la dictadura mundial que ejerce el Grupo de
los Ocho, son considerados Estados hostiles, parias y malvados, sobre
los cuales aquéllos consideran es necesario y legal ejercer acciones
mediáticas y policiales para eliminar los supuestos delincuentes
opuestos al gobierno imperial de los llamados pueblos civilizados.
El paradigma civilizador de Occidente y las raíces del capitalismo
Para entender cómo se estructuró el paradigma civilizador capita-
lista occidental, es importante exponer, aunque sea de manera muy
sucinta, sus orígenes históricos. No debemos olvidar señalar que la
civilización neolítica originaria que antecedió en Asia Menor el surgi-
miento de la civilización de Europa Occidental, estuvo caracterizada
por la domesticación de los cereales, la invención de los sistemas de
regadío, la domesticación del ganado, la invención de la cerámica, de
la rueda, del alfabeto, la escritura y, particularmente, el desarrollo de
los espacios urbanos y del Estado, rasgos que se originaron en el Asia
Menor y en la región mediterránea del continente africano, las cuales
después serían llamadas sociedades despóticas por los apologistas
de la civilización occidental. Como expuso Gordon Childe (1958,
p.2): “…The prehistoric and protohistoric archeology of the Ancient
East is therefore an indispensable prelude to the true appreciation of
European Prehistory…” (Childe, 1958, p. 2 (La arqueología prehis-
tórica y protohistórica del Oriente Antiguo es por tanto el preludio
indispensable de una verdadera apreciación de la Prehistoria europea.
Traducción nuestra).
Lo anterior demuestra, como ya todas y todos sabemos, que la cuna
y los orígenes de la civilización humana no se encontraban origina-
riamente en Europa Occidental sino en el Asia Menor, en el Medite-
rráneo Oriental y el norte de África y –según datos recientes– también
44
Mario Sanoja Obediente
en la región litoral atlántico-mediterránea de la Península Ibérica.
Como evidencia de lo anterior podemos mencionar, como plantea el
historiador y filósofo Martin Bernal, que ya desde 1720 años a.C., la
antigua cultura egipcia había influido grandemente en el surgimiento
de la cultura clásica griega seguida luego –hacia 1200 a.C.– por
las migraciones de pueblos indoeuropeos hacia la Península Griega
(Bernal, 1987, pp. 20-21). Las investigaciones arqueológicas y filoló-
gicas sobre las llamadas altas culturas neolíticas del Asia Menor, han
mostrado fehacientemente que los focos de mayor intensidad cultural
se localizan principalmente tanto en Irán como en el actual Irak. En la
aldea neolítica de Al’Ubaid, localizada en las orillas del río Éufrates,
Irak, las investigaciones arqueológicas permitieron localizar las pri-
meras evidencias de la metalurgia del cobre hacia el año 5000 a.C.
Para el año 3000 a.C., durante la Fase Dinástica Temprana, los
sumerios ya habían comenzado a producir instrumentos de cobre y
de bronce, tecnología que se expandió a través de los Balcanes hasta
el Mediterráneo Oriental (Clark, 1977, pp. 75-94). De la misma
manera, otras investigaciones arqueológicas y filológicas sobre las
altas culturas neolíticas del Asia Menor, cuyos focos se localizan en
los actuales Irán, Irak, Siria y Turquía revelan cómo, entre 5000 y
4500 años a.C. (Ehrich, 1971, pp. 344-347), aquéllas se expandieron
a lo largo del valle del Danubio y la costa mediterránea hacia Europa
Occidental, habitada por antiguas poblaciones mesolíticas nórdicas
como las ertebollienses y campiñenses (Childe, 1949, pp. 206-212;
Pittioni, 1949, pp. 35-41). Las poblaciones provenientes del Medio
Oriente llevaron consigo hacia el occidente de Europa las semillas
de la civilización neolítica originada en Asia Menor dando origen a
lo que Gordon Childe denominó como Cultura Danubiense, la cual
constituye a su vez el fundamento de la sociedad neolítica del centro
y norte de Europa (Childe, 1949; Ehrich, 1971, pp. 364-365; Cavalli-
Sforza, 2000, pp. 104-105).
Las investigaciones llevadas a cabo por Arteaga y sus colaboradores
en Andalucía han mostrado –con sus proyectos de investigación
regional, enfocados desde el punto de vista de la arqueología social–
la existencia de otro proceso civilizador originario de neolitización
aldeana en la región atlántica mediterránea de aquella región, el cual
45
Civilización y procesos civilizatorios
habría comenzado posiblemente entre 10.000 y 8.000 años antes del
presente, donde el cultivo de plantas se habría desarrollado en los
antiguos rebordes litorales de las zonas gaditanas, sevillanas y onu-
benses, así como alrededor de los antiguos humedales contemporá-
neos del estuario boreal del Bajo Guadalquivir. Dicho proceso habría
generado un modo de vida calcolítico (agrícola-ganadero-minero-
metalúrgico) que culminó posteriormente en la formación de Estados
Clasistas Iniciales en dicha región. Este desarrollo de las fuerzas pro-
ductivas se tradujo en una considerable modificación antrópica del
paisaje, coincidente con la consolidación temprana de la minería del
cobre y la metalurgia (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 61-67). Esta
propuesta geoarqueológica, ambientada desde el punto de vista mate-
rialista dialéctico, recoge la importancia que tiene el crecimiento de
las fuerzas productivas para impulsar el desarrollo del nivel socio-
histórico de los pueblos, pero advierte también sobre la degradación
ambiental que puede producir dicho desarrollo, incluso en períodos
tan tempranos de la historia de la sociedad europea mediterránea.
La posición de la arqueología social ibero-latinoamericana permite
mostrar, conforme a las investigaciones de Arteaga y sus colabora-
dores, un proceso civilizador estatal atlántico-mediterráneo, con
una dimensión histórica euroafricana (Arteaga, 2000, p. 6) que
habría tenido como centro la región meridional de la Península Ibé-
rica a partir del Neolítico Final, durante el V-IV milenio a.C. De la
misma manera, las elaboradas series de dataciones radiocarbónicas
obtenidas y elaboradas según las investigaciones de Castro, Lull y
Micó (1996, pp. 233-254) corroboran el carácter temprano del aquel
proceso en relación con otras regiones de Europa Occidental y de la
región mediterránea en general (gráfico 1). Un indicador arqueológico
tal como la metalurgia del cobre arsenicado, marcaría la existencia de
la desigualdad social, evidencia de una sociedad clasista inicial en for-
mación sobre la cual emergería posteriormente el Estado (Bate, 1984,
Arteaga y Nocete, 1996).
46
Mario Sanoja Obediente
Podríamos considerar que las raíces de la actual civilización europea,
los procesos civilizadores mediterráneo y nórdico propiamente
dichos ya se hallaban consolidados en los inicios de la llamada Edad
del Bronce (ca. 4.000 años a.p.), cuando el marco organizativo de
dicha sociedad ya operaba dentro de un cuadro cultural bien definido
a nivel local y regional donde se afirmaban sus tradiciones culturales
regionales: la nórdica, la atlántica, la mediterránea andaluza y las
alianzas políticas entre las mismas (Kristiansen, 1998).
Gráfico 1. Cuadro cronológico comparativo; origen del calcolítico en la región atlántico-medite-
rránea (Andalucía). Tomado de Castro, Lull y Micó (1996, pp. 233-254).
47
Capítulo 3
La sociedad de la Edad del Bronce
El bronce fue una innovación tecnológica que permitió reemplazar los
antiguos instrumentos de piedra, madera y hueso por nuevas herra-
mientas cortantes así como por armas más eficientes. Como expli-
caremos en capítulos posteriores, las bases de la industria moderna
fundamentada en el desarrollo del movimiento circular comenzaron
a consolidarse en esa época con la fabricación de sierras, taladros
y similares en metal, herramientas que permitieron importantes
avances en el trabajo de la piedra, la madera, el hueso y la concha.
El descubrimiento de la reducción y fundición de los minerales uti-
lizando el carbón como combustible, significó el inicio de la teoría
científica en la física y la química.
Los artesanos y artesanas de la minería y la metalurgia formaban
posiblemente comunidades de trabajadores, trabajadoras y comer-
ciantes libres, vinculados quizás por intereses tecnológicos y mercan-
tiles, que no producían su propio alimento, sino que dependían en
buena parte de los excedentes intercambiados con otras comunidades
cuya economía era fundamentalmente agropastoril y cuyas relaciones
sociales se basaban posiblemente en el parentesco, hecho que facilitó
tal vez la concentración de la riqueza en aquella especie de sociedad
temprana de empresarios. Puesto que inicialmente los artesanos del
bronce eran quizás extraños en una sociedad consanguínea, posi-
blemente desposeídos de tierras, es posible que ellos y sus mujeres
tuviesen una especie de estatus intertribal que les permitía ejercer
sus oficios y ganarse la vida en diferentes pueblos y regiones. No sólo
manufacturaban y vendían sus productos de bronce, sino que por
su capacidad de viajar sobre largas distancias también explotaban y
48
Mario Sanoja Obediente
vendían ámbar, alfarería y diversidad de otros bienes destinados al
comercio intertribal (Childe, 2004, pp. 185-186).
Quizás como refuerzo de esta aseveración, podemos mostrar la
amplia distribución espacial de lingotes metálicos en forma de pieles
de buey o de ovejas (figura 1) utilizados quizás como moneda en
ciertas regiones del norte de Europa Occidental (Kristiansen, 2001,
pp. 498-499, figura 1. 192; Demakopoulou, 1999, pp. 37). Ello
sugiere que las comunidades vinculadas a la metalurgia del bronce
pudieron haber jugado también un papel importante en la ganadería
y el pastoreo (género de vida trashumante), así como en los circuitos
de intercambio comercial entre los pueblos del Mediterráneo Occi-
dental y el noroeste de Europa (Kristiansen, 1994, pp. 16, 19, 21).
La existencia de estas formas precapitalistas de acumulación de
fuerza de trabajo, de bienes suntuarios o de ambos han sido igual-
mente analizadas por varios autores como indicativas de procesos
productivos y mercantiles que caracterizaron también algunas socie-
dades estratificadas o clasistas iniciales originarias de Asia y América
(Eckholm y Friedman, 1979; Sanoja y Vargas-Arenas, 2000).
El cobre y el estaño, materias primas necesarias para producir la alea-
ción que se denomina bronce, no son elementos muy comunes; las
minas de dichos materiales se encuentran generalmente en terrenos
montañosos o desérticos distintos a las planicies fértiles preferidas
generalmente por los agricultores neolíticos. Por estas razones, para
satisfacer la demanda de materias primas, la metalurgia tenía que ser
llevada a cabo por una comunidad de especialistas a tiempo completo
en la minería, el transporte, el procesamiento de los minerales, la
manufactura y la distribución y el mercadeo de los objetos de bronce
que, generalmente, eran insumos de lujo y de prestigio, por lo cual la
dicha comunidad mantenía una relación simbiótica con las comuni-
dades a las cuales servían.
El proceso de trabajo de la minería estuvo quizás vinculado también
con el panteón de las antiguas religiones indoeuropeas; los minerales
moraban en el seno de la tierra, protegidos o asociados posiblemente
con divinidades o ninfas del género femenino: el cobre deriva su
49
La sociedad de la Edad del Bronce
nombre de la divinidad conocida como Chalcis, y el hierro de la diosa
o ninfa Sidérea, por lo cual es muy posible que las mujeres tuvieran
una importante participación en la invención de los rituales y asi-
mismo en los métodos para extraer y tratar los minerales. La trans-
formación de los metales en armas para la guerra, el uso del fuego, del
martillo y la fragua para moldear los metales podría estar sin duda
relacionada –en el caso particular de las sociedades germánicas y nór-
dicas– con las divinidades del fuego, el trueno y la guerra como Thor
y Odín. Esta posible asociación de las artes del fuego, tales como la
alfarería, la minería y la metalurgia con las divinidades del género
femenino del inframundo y las divinidades del género masculino que
habitaban el Walhalla, el Olimpo germano, con la forja de armas y
herramientas, rodeaba quizás a las comunidades de mujeres y hom-
bres vinculados a la fabricación de un cierto tipo de alfarería –el vaso
campaniforme entre otros– y al proceso de trabajo de la minería, de
la metalurgia y a la comercialización de sus productos, con una subje-
tividad particular asociada con la magia que los mantenía –de cierta
manera– alejados y alejadas de las actividades cotidianas de las comu-
nidades agropastoriles. De igual manera, podría haber influido en la
constitución de la ideología de las élites y dinastías guerreras clasistas
iniciales vinculadas a la metalurgia del bronce y el hierro que llegaron
a dominar todo el ámbito europeo (Kristiansen, 1994, pp. 16-17),
estableciendo así una diferencia ontológica con el surgimiento de las
sociedades clasistas iniciales orientales subsumidas en el llamado
Modo de Producción Asiático, y las americanas. Quizás por aquellas
razones, la reproducción de las comunidades de las y los especialistas
en minería, metalurgia y forja de metales, si bien dependía quizás de
los excedentes agropecuarios producidos por las diversas comuni-
dades de campesinos y campesinas, pastores, pastoras, artesanos y
artesanas que vivían en sus áreas de influencia, facilitaba quizás su
capacidad para el intercambio comercial y político con aquéllas y al
mismo tiempo de dominarlas vía el control de la producción y la dis-
tribución de los bienes materiales (Childe, 2004, pp. 177-189).
Las sociedades de la Edad del Bronce, en general, podrían haber
representado el proceso de transición de organizaciones sociales de
tipo tribal hacia una clasista inicial de tipo estatal, caracterizada por
una acentuada división social y económica basada en el territorio. En
50
Mario Sanoja Obediente
la región atlántico-mediterránea de Andalucía, las primeras manifes-
taciones de la sociedad clasista inicial del Cobre y el Bronce son cono-
cidas, respectivamente, como Cultura de los Millares y Cultura del
Argar (Arteaga, 1992). La Cultura de Los Millares (2000-1400 a.C.;
Ehrich, 1971, p. 339; 3400-2250 ANE, Castro, Lull y Micó 1996, p.
79) supone no solamente la expansión e intensificación de la agricul-
tura y la ganadería, sino también de la metalurgia del cobre (Arteaga
y Hoffman, 1999, pp. 67-68, 72-73).
Otros autores como Kristiansen sostienen, por el contrario, la exis-
tencia final en Europa Occidental, la Oriental y la Nórdica de socie-
dades tipo Estado, pero sin instituciones burocráticas desarrolladas,
correspondiente al tipo denominado sociedad estratificada (Kristiansen,
1998, pp. 76, 91). La estructura social de los pueblos de la Edad del
Bronce tardío y la Edad del Hierro del norte de Europa parece –según
esta tesis– podría haber estado constituida por confederaciones de
cacicazgos o jefaturas y señoríos, gobernadas cada una por un jefe
principal o rey. Cada lugar central de los mismos era, a su vez, el
espacio donde se fabricaban o se acopiaban los bienes de prestigio así
como las materias primas obtenidas por intercambio comercial. Los
vasallos y subjefes que habitaban alrededor de cada centro, pagaban
a su Señor tributos en esclavos, hierro, oro, materias primas diversas
y bienes terminados. Cada centro subsidiario del lugar central pro-
ducía igualmente bienes de prestigio para la distribución local y para
el comercio regional. Es probable, pensamos, que este rasgo consti-
tuya un antecedente remoto de la separación entre ciudad y campo,
entre la producción artesanal y comercial burguesa y la producción
agropecuaria campesina que distinguen posteriormente la formación
esclavista y la formación feudal.
Considerando las posiciones teóricas enunciadas, creemos que
durante la llamada Edad del Bronce se habría formado en Europa
Occidental un tipo de sociedad estatal donde la metalurgia se con-
virtió –al parecer– en la actividad principal de grupos de especialistas,
cuyo poder social y político parece haberse basado en una comu-
nidad dominante de intereses tecnoeconómicos y comerciales para el
control y la distribución de la producción más que en las relaciones
de parentesco que habían caracterizado a las antiguas sociedades
51
La sociedad de la Edad del Bronce
igualitarias de la comunidad primitiva. Como evidencia de ello se
desarrolló en la región atlántica-mediterránea de la Península Ibérica,
un proceso de estratificación social que implicaba desigualdad social
en relación con la apropiación de los bienes materiales producidos en
aquellos espacios sociales. En dicha región donde ya existían eviden-
cias de un Estado colectivista en el cual se observaban formas de coer-
ción social y ordenamiento territorial, se nota asimismo una creciente
proyección estratégica territorial jerarquizada en aldeas fortificadas
construidas sobre cerros amesetados, explotaciones mineras, talleres
de metalurgia, campos funerarios, rodeados por asentamientos cam-
pesinos. El desarrollo de las fuerzas productivas se refleja en la intensa
modificación antrópica del paisaje debido a la deforestación, hecho
que se evidencia en el aumento de la deposición de limos aluviales
tanto en la desembocadura de los ríos como en las bahías litorales
(Arteaga y Hoffman, 1999).
En el sur de la Península Ibérica, el desarrollo de la sociedad clasista
inicial de Los Millares estimuló a su vez el de un sistema productivo
agrícola, ganadero, minero y metalúrgico que hizo posible la especia-
lización tecnológica de la llamada Cultura de El Argar, una de las más
destacadas del Mediterráneo y del Occidente de Europa, de la cual
surge el Estado centralizado Argárico (Arteaga y Hoffman, 1999, p.
73; Artega, 2000, p. 33; Lull, 1983; Lull y Estévez, 1986; Castro, Lull
y Micó, 1996, pp. 238-242). La sociedad clasista inicial de El Argar,
sin tener que construir enormes obras hidráulicas como en el Oriente,
pudo de esta manera intensificar el desarrollo de las fuerzas productivas
mediante la coerción de los sujetos dominados gracias a la administra-
ción controlada de los bienes materiales básicos para la reproducción
social, particularmente los alimentos (Gilman, 1981, p. 8; Arteaga,
2000, pp. 36-37).
Un proceso similar también se evidencia en el surgimiento durante
la Edad del Bronce tardío en Europa Occidental, Nórdica y Oriental
(mapa 1), de los llamados “campos de urnas”, necrópolis o grandes
cementerios que se asocian con una vasta red comercial apoyada en
pueblos que practicaban la minería y metalurgia del bronce, especia-
listas en diversas ramas de la producción, incluso en la manufactura
de vasijas campaniformes asociadas al parecer con la fabricación
52
Mario Sanoja Obediente
de cierto tipo de cerveza, red que se extendía desde la región medi-
terránea de la Península Ibérica (2800-1500 cal ANE, Castro, Llul
y Micó 1996, p. 107) hasta la Europa Central y la Oriental y hasta
las islas británicas y desde el norte de Europa hasta el Mediterráneo
(Childe, 1949; Clark, 1977, pp. 181-198; Martínez Navarrete, 1989,
pp. 372-387; Kristiansen, 1998, pp. 15-18 y 354-400; Martínez, Lull
y Micó, 1996; Castro Martínez, 1994; Arteaga, 2000, pp. 13-26).
Según Arteaga (2000), el auge de la Tradición del Vaso Campani-
forme, originario de Portugal y Andalucía, asociado con el apogeo de
la metalurgia del cobre y el bronce podría representar la proyección
estatal del proceso civilizador atlántico-mediterráneo.
Durante el período del Bronce Antiguo, así como en el Bronce Final
(siglo VIII a.C.), la presencia de hoces en tumbas y depósitos relacio-
nados con enterramientos de mujeres de bajo rango podría indicar
el papel que éstas jugaban en el cultivo y la cosecha de granos como
la cebada, insumos que eventualmente podrían ser utilizados para
fabricar las bebidas fermentadas (Kristiansen, 1998, p. 258). Sal-
vando las distancias territoriales y cronológicas, podemos observar
que también en las culturas originarias suramericanas y caribeñas las
mujeres desempeñaban un papel similar en el cultivo y la cosecha de
granos y raíces utilizadas en la alimentación cotidiana y en la pre-
paración de bebidas fermentadas como la chicha, fabricada a partir
del maíz (Zea mayz) o del jugo extraído del prensado de la harina de
yuca (Manihot sculenta). Dichas bebidas eran consumidas –particu-
larmente– como parte de los rituales colectivos que se observaban en
las ceremonias públicas (Sanoja, 1997, pp. 105-129).
Hace unos 4000 años, como ya se expuso, poblaciones conocidas
como mercaderes de los beakers, el vaso campaniforme, fueron tam-
bién constructoras de las famosas estructuras megalíticas europeas y
quienes abrieron las comunicaciones y rutas comerciales que permi-
tieron la difusión de la metalurgia. Se trataba posiblemente –como
dice Childe (1949, p. 248)– de bandas de mercaderes armados de
las cuales formaban parte artesanos y artesanas que se desplazaban
entre la España meridional y el Mediterráneo hasta las islas británicas,
la Europa Occidental, la Central y la Oriental hasta el río Vístula.
Es interesante preguntarse si la alfarería que alimentaba esta red
53
La sociedad de la Edad del Bronce
paneuropea de comercio y artesanía, no era fabricada por las mujeres
casadas con los acaudalados comerciantes quienes, a su vez, eran gue-
rreros e intermediarios en la fabricación, el transporte y la distribu-
ción de los objetos metálicos (Childe, 1949, pp. 247-254; Braidwood,
1967, pp. 155-157). Los portadores de los llamados “ajuares cam-
paniformes” estaban adscritos –quizás– a los grupos dominantes,
actuando como intermediarios y agentes de sus respectivas organiza-
ciones que tenían a cargo el desarrollo de las actividades comerciales.
Los ajuares campaniformes aparecen tanto en sepulturas individuales
como colectivas (Arteaga, 2000, p. 26).
De manera concurrente, las diferencias regionales expresadas en los
diversos modos de vida y niveles de desarrollo en las fuerzas produc-
tivas existentes entre los pueblos de la Iberia mediterránea, Europa
Occidental y Central, históricamente arraigadas, determinaron la
importancia que adquirió el intercambio comercial. Ello determinó
luego en gran medida el carácter costero de la civilización clásica y
la génesis y ulterior expansión de la civilización griega y del Imperio
romano hacia el este y el oeste.
El comercio marítimo era el único medio viable de intercambio mer-
cantil para distancias medias o largas, por lo cual el Mediterráneo,
el único gran mar interior en toda la circunferencia de la Tierra, se
convirtió en el privilegio físico de la civilización antigua. Esta caracte-
rística mediterránea devino en el fundamento del proceso de cambio
histórico que culminó con una fase de expansión urbano-imperial
durante la cual se desplazó el centro de gravedad del mundo antiguo
hacia la Península Itálica (Sereni, 1982, pp. 63-87). Ello le imprimió
al modo de producción esclavista iniciado en Grecia un mayor dina-
mismo que determinó el surgimiento en la Península Itálica de la
República y posteriormente del Imperio romano.
Los griegos y los etruscos también se insertaron posteriormente en
aquellas estructuras regionales de poder, contribuyendo al desarrollo
de las redes comerciales mediterráneas y, al mismo tiempo, a la con-
solidación de su propio poder político (Castro, 1994, p. 172). Si la
posterior popularización de la metalurgia del hierro jugó un papel
importante en la colonización de Europa por parte de los griegos y
54
Mario Sanoja Obediente
los fenicios, la adopción y la adaptación que hicieron los pueblos de
Europa Central y Occidental del alfabeto fenicio alrededor del siglo
VIII a.C. hizo posible la creación de un vehículo para el pensamiento
abstracto y la literatura que, conjuntamente con las artes visuales,
constituyeron un aporte capital a la herencia cultural de la huma-
nidad (Clark, 1977, p. 187).
Durante el Bronce Final de la Iberia mediterránea, siglos X a IX a.C.,
las formaciones sociales se consolidaron en una estructura aristo-
crática de acuerdo con la propiedad privada de las tierras, ganados y
minas por parte de la clase dominante que se benefició de los medios
de producción que se hallaban bajo su control, dando nacimiento al
Estado tartesio. Aquella región, por sus grandes riquezas productivas,
se convirtió en un polo de atracción centrado alrededor del estrecho
de Gibraltar. Los centros urbanos tartesios, ahora asociados con el
poblamiento fenicio, se convirtieron en verdaderas poleis, impac-
tando en la transformación física del paisaje prerromano (Arteaga y
Hoffman, 1999, pp. 76-80). De la misma manera, el surgimiento tem-
prano de estas sociedades estatales urbanas en la Andalucía medite-
rránea, habría facilitado la colonización del oecumene mediterráneo
occidental por las culturas clásicas (Kristiansen, 1998, figura 63).
La etnicidad y la identificación cultural fueron procesos que se acele-
raron en Europa a partir del año 2000 a.C., ya que los modos de vida
de los diferentes pueblos gravitaban en torno a un acervo común de
conocimientos metalúrgicos y de tradiciones compartidas en materia
de sistemas de valores sociales y religiosos asociados al flujo comercial
del bronce. Debido a la naturaleza misma de la tecnología para obtener
y procesar dicho metal, se creó una dependencia en cuanto a suminis-
tros de materia prima y conocimientos metalúrgicos entre las diferentes
regiones, desde la Andalucía mediterránea, la Europa nórdica, la Cen-
tral y la Occidental hasta las islas británicas, lo cual aportó una dimen-
sión extraordinaria a la sincronía de los cambios culturales y sociales y
de las tradiciones tecnológicas (mapa 1).
Para el siglo VII a.C., toda la región del Mediterráneo Occidental
se encontraba bajo el dominio de cuatro pueblos que constituían
poderes políticos y comerciales: los tartesos, los griegos, los etruscos
55
La sociedad de la Edad del Bronce
y fenicio-cartagineses. Los tartesos, los fenicios-cartagineses y los
griegos dominaron el comercio marítimo del litoral andaluz y la
costa occidental del sur de Francia, en tanto los etruscos y los fenicio-
cartagineses, que ya constituían un importante poder económico y
político, controlaban el comercio terrestre hacia los Alpes y los Bal-
canes, utilizando para el transporte de mercancías y la protección de
sus líneas de comunicación, una importante flota de naves de guerra y
naves mercantes (Kristiansen, 1998, pp. 181-196, 352; Warmington,
1983, pp. 449-473).
57
Capítulo 4
La sociedad de la Edad del Hierro
A partir de 600 a.C. ya se había conformado en el Mediterráneo una
rica clase media de comerciantes y terratenientes, donde florecieron
las artes y los oficios, y destacaban las artesanas y artesanos especia-
lizados así como los comerciantes mismos. La producción artesanal y
artística se preservó en la riqueza funeraria presente como ofrendas
en las tumbas familiares. Esta tendencia se proyectó también hacia
el norte de Europa, hacia las sociedades estatales guerreras como
la llamada Cultura Hallstatt occidental y la de los pueblos célticos
conocida como Cultura de La Tène las cuales –después del año 700
a.C.– caracterizan el modo de vida de las poblaciones europeas de la
temprana Edad del Hierro (Kristiansen, 1994, p. 20).
Aquel fue el momento cuando tanto el hierro –más abundante y
barato– como también el acero comenzaron a reemplazar al bronce,
democratizando la producción de las armas y las herramientas de tra-
bajo, y cuando ya aparecen túmulos funerarios donde se enterraban
los cadáveres de los personajes de alto estatus social acompañados
con una profusa parafernalia ritual. Ello indicaría la existencia de
una importante acumulación, comercio y consumo no reproductivo
de la producción excedentaria de carros de guerra, armas, bienes de
prestigio de origen foráneo y eventualmente objetos de oro para fines
ceremoniales los cuales representaban también una acumulación de
valores esenciales para el comercio suntuario entre las diversas élites
dominantes (Frank, 1993, p. 388). De igual manera, los centros habi-
tados fortificados, de los cuales son ejemplo los de la llamada Cultura
Hallstatt, comienzan también a aparecer localizados en áreas estraté-
gicas atravesadas por las antiguas rutas de comunicación del suroeste
58
Mario Sanoja Obediente
de Europa. Ello nos revela la naturaleza de las contradicciones que
surgen posteriormente entre ciudades como Roma y Cartago o Kart
Hadasht (en fenicio: ciudad nueva), ubicada esta última en el golfo de
Túnez, África del Norte, por el control de los yacimientos de materias
primas como el cobre, el estaño, el hierro, el oro, el trigo y otros (mapa
1), y la apropiación de fuerza de trabajo esclava necesaria para desa-
rrollar las fuerzas productivas de aquellas primeras ciudades-Estados
del Mediterráneo Occidental (Warmington, 1983, pp. 451; 457-458).
Lo anterior también nos revela cómo, a diferencia de las sociedades
precapitalistas, clasistas e igualitarias americanas –las cuales convi-
vieron en un relativo aislamiento geográfico, cultural y tecnológico–
las sociedades tribales igualitarias y los Estados arcaicos europeos
se desarrollaron desde la Edad del Bronce dentro de una extensa
red regional de comercio, alianzas políticas e intercambio de tec-
nologías de punta para la época, que conectaba la Europa Occi-
dental y la Central con los Estados del Mediterráneo Oriental y del
Próximo Oriente desde los inicios del segundo milenio a.C. El papel
del Estado parece haber sido –como lo demuestran las guerras entre
Roma y Cartago– proteger esas redes de comercio de la actitud pre-
dadora y la interferencia de otros competidores.
Según Friedman y Rowlands (1977, pp. 271-272), fue precisamente
la comercialización temprana de bienes manufacturados en esta área
en períodos de la Edad del Hierro como La Tène tardío (siglos II y I
a.C.) –antes de la emergencia de alguna forma de control estatal– lo
que influyó posteriormente de manera significativa en el desarrollo de
la formación feudal descentralizada y en la formación mercantil que
condujo finalmente al capitalismo europeo.
Las formaciones sociales europeas occidentales no siguieron el
camino que las habría llevado a la constitución de las sociedades cla-
sistas iniciales similares a las de los llamados Estados despóticos que
caracterizaban a las civilizaciones orientales, los cuales se desarro-
llaron mediante la extracción de la renta de la tierra obtenida por la
sobreexplotación de la fuerza productiva constituida por el trabajo
humano (Gándara, 1983). En su lugar, a partir de la Edad del Bronce
y luego en la Edad del Hierro, las clases dominantes comenzaron a
59
La sociedad de la Edad del Hierro
desarrollar una tradición europea de tipo empresarial basada en un
crecimiento de las fuerzas productivas, encarnado en un control más
refinado de los medios de producción y distribución de bienes mate-
riales y la explotación de una fuerza de trabajo perfectamente condi-
cionada para servir a sus fines, así como a la existencia de condiciones
naturales favorables a dicho proceso (Bartra, 1969, p. 16). El mismo
se fundamentó inicialmente en la existencia de importantes yaci-
mientos de estaño, cobre y hierro, el flujo comercial de la metalurgia
y el ámbar, así como la difusión comercial de tradiciones alfareras de
manufactura y decoración como la representada en las vasijas cónicas
llamadas beakers que se encuentran diseminadas por toda la Europa
Occidental y Central.
Como podemos observar, resumiendo, en Europa Occidental el pro-
ceso de desarrollo histórico de la civilización atravesó por varias crisis
de crecimiento. A partir de la Edad del Bronce, como se denominó
en el esquema evolucionista de las edades tecnológicas sucesivas pro-
puesto por los arqueólogos Vedel Simonsen y Thomsen en el siglo XIX:
Edad de Piedra, Edad del Cobre y el Bronce y Edad del Hierro, las
sociedades surgidas de la denominada barbarie neolítica cuya eco-
nomía descansaba en la agricultura, el pastoreo y la utilización de la
energía animal, adoptaron formas de organización clasistas iniciales
gobernadas por un poder centralizado en élites nobiliarias, pero sin
la estructura burocrática de los llamados Estados despóticos origi-
narios que existían en el Asia Menor y en Egipto. Es necesario aclarar
que –en nuestra opinión– el término despótico podría parecer como
despectivo para sugerir que los pueblos asiáticos, los cuales dieron
origen a las primeras formas sociales civilizadas, no podrían ser con-
siderados como similares a los de la llamada civilización occidental.
El crecimiento de aquellas formas estatales originarias se llevó a cabo
en Europa Occidental mediante la expansión territorial y la apro-
piación y acumulación cada vez mayor de la fuerza de trabajo de las
poblaciones periféricas más débiles; a éstas sí se les dominó y explotó
con el sistema de esclavitud generalizada de grandes contingentes
humanos, como ocurriría muchos siglos después con las poblaciones
originarias americanas; ello fue denominado por Marx, el modo de
60
Mario Sanoja Obediente
producción esclavista (Clark, 1977, pp. 151-188; Kristiansen, 1998,
pp. 101-164).
En el caso de Europa Occidental, ciertas sociedades clasistas iniciales
o estatales de la Edad del Hierro se transformaron, como sucedió
con Roma, en ciudades-Estado convertidas en res publica, repúblicas
patricias gobernadas por una asamblea (o Senado) de representantes
de los diversos clanes o linajes dominantes, cuyo poder se extendió
sobre un territorio que englobaba todo el Mediterráneo, Egipto,
buena parte del suroeste de Asia, la Europa temperada y las islas bri-
tánicas ocupadas por pueblos celtas (Sereni, 1982, pp. 89-128; Clark,
1997, p. 199). Cuando el ritmo y el costo social y económico de la
reproducción de las res publica ya no pudo mantenerse con sus pro-
pios recursos, el gobierno republicano tuvo que apropiarse de mate-
rias primas como el oro y la plata, prisioneros de guerra, esclavos y
esclavas, expoliando pueblos y territorios cada vez más lejanos,
aumentando de manera desproporcionada la inversión en gastos
militares no reproductivos. Ello determinó el fin del gobierno civil
del Senado y la instauración de un Estado imperial gobernado por
un César o emperador apoyado en el poder militar de las legiones
romanas.
Bajo el modo de producción esclavista, la utilización masiva de la
mano de obra esclava como sustitución de la inventiva tecnológica,
que habría podido potenciar la producción agropecuaria y la arte-
sanal, produjo, por el contrario, un estancamiento del nivel de desa-
rrollo de las fuerzas productivas, por lo cual el Imperio romano pasó
a depender en buena parte de la productividad de la fuerza de trabajo
de los pueblos periféricos o “bárbaros”, hasta su colapso definitivo en
el siglo VI de la era cristiana (Anderson, 1979, pp. 76-79).
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Del Capitalismo al Socialismo del Siglo XXI

  • 1.
  • 2.
  • 3.
  • 4. Del capitalismo al socialismo del siglo XXI Perspectiva desde la antropología crítica
  • 5.
  • 6. M A R I O S A N O J A O B E D I E N T E Del capitalismo al socialismo del siglo XXI Perspectiva desde la antropología crítica
  • 7. © Mario Sanoja Obediente, 2011 © Banco Central de Venezuela, 2011 Producción editorial Gerencia de Comunicaciones Institucionales, BCV Departamento de Publicaciones Avenida Urdaneta, esquina de Las Carmelitas Torre Finaciera, piso 14, ala sur, Caracas 1010, Venezuela teléfonos: (58-0212) 801.5514 / 8380 fax: (58-0212) 536.9357 correo electrónico: publicacionesbcv@bcv.org.ve RIF: G-20000110-0 Diseño y diagramación Dileny Jiménez Rodríguez Corrección de textos Gema Medina Impresión Hecho el Depósito de Ley Depósito legal lf35220113011996 ISBN: 978-980-394-069-0 Impreso en Venezuela - Printed in Venezuela Catalogación en fuente de Biblioteca Ernesto Peltzer Sanoja Obediente, Mario Del capitalismo al socialismo del siglo XXI: perspectiva desde la antropología crítica / Mario Sanoja Obediente. – Caracas : Banco Central de Venezuela, 2011. – 240 p. : il. – Incluye Referencias bibliográficas (p.221 – 238).– ISBN: 978-980-394-069-0.– 1. Socialismo – Historia – Siglo XXI 2. Socialismo 3. Capitalismo 4. Economía política 5. Condiciones económicas I. TÍTULO Clasificación Dewey: 335.22/S228 Clasificación JEL: P20, P21, P30, P17; D24 Hecho el Depósito de ley Depósito legal: lf35220113011996
  • 8. DIRECTORIO Nelson J. Merentes D. Presidente Armando León Rojas Jorge Giordani José Félix Rivas Alvarado José S. Khan ADMINISTRACIÓN Nelson J. Merentes D. Presidente Eudomar Tovar Primer Vicepresidente Gerente COMITÉ PERMANENTE DE PUBLICACIONES José Félix Rivas Alvarado Presidente Armando León Rojas Carlos Mendoza Potellá Jaime Luis Socas Iván Giner Txomin las Heras
  • 9.
  • 10. A Iraida, mi compañera de vida y de lucha
  • 11.
  • 12. Índice Preámbulo 13 Parte 1 Origen del capitalismo: el paradigma occidental del progreso 29 Capítulo 1 El ideal del progreso y la civilización occidental 31 Capítulo 2 Civilización y procesos civilizatorios 39 Capítulo 3 La sociedad de la Edad del Bronce 47 Capítulo 4 La sociedad de la Edad del Hierro 57 Capítulo 5 La formación feudal: señores, burguesía e intercambio mercantil 61 Capítulo 6 El materialismo histórico y el paradigma del progreso 69 Capítulo 7 Diversidad cultural de las sociedades clasistas iniciales: vías alternas del desarrollo sociohistórico 81 Capítulo 8 Procesos civilizatorios alternativos en África y Asia, Egipto y el islam 93 Capítulo 9 Modos de producción originarios en América 105 Parte 2 Civilizaciones y procesos civilizadores americanos 117 Capítulo 10 La civilización suramericana-caribeña: procesos civilizadores del Atlántico y el Pacífico 119 Capítulo 11 La civilización norteamericana 131 Capítulo 12 El pasado y la interpretación revolucionaria del presente: la arqueología social 145 Parte 3 Prácticas para la construcción de un modo de vida socialista 155 Capítulo 13 Estrategia para llegar a un modo de vida socialista 157 Capítulo 14 El método nacionalista revolucionario para construir el socialismo 167
  • 13. Capítulo 15 El Estado nacional: práctica para la resistencia antiimperialista 179 Capítulo 16 El neoevolucionismo y la energía: legitimación ideológica del neocolonialismo 193 Capítulo 17 Desarrollo socialista vs. subdesarrollo capitalista 199 Capítulo 18 Conclusión: condiciones necesarias para construir la democracia socialista 205 Bibliografía 221 Lista de ilustraciones Gráfico 1. Cuadro cronológico comparativo; origen del calcolítico en la región atlántico-mediterránea (Andalucía) 46 Figura 1. Posible moneda en bronce en forma de piel de ganado (2000 a.C.) 66 Mapa 1. Bases de la formación mercantil europea (siglo VI a.C.-0) 67 Figura 2. Juguetes mesoamericanos con ruedas 115 Mapa 2. Expansión del capitalismo mercantil hacia América: siglo XVI 153 Mapa 3. El Imperio capitalista: siglo XXI 203 Mapa 4. El antiimperio: alianzas energéticas del siglo XXI 204
  • 14. 13 Preámbulo I El desarrollo histórico de los países de Nuestra América refleja los procesos socioculturales generales que han afectado y afectan el desa- rrollo general de la sociedad humana. La expresión de los mismos, sin embargo, asume formas particulares que reflejan la diversidad his- tórica de la región. Por esa razón, cuando queremos analizar como ahora las transiciones del capitalismo al socialismo del siglo XXI, con- sideramos necesario desarrollar, desde la perspectiva de la antropo- logía crítica, una comprensión teóricamente bien informada sobre los procesos históricos y las condiciones materiales particulares que, desde el siglo XVI, determinaron y todavía determinan la formación de la cultura de los pueblos y las naciones de Nuestra América. Como ya ha sido expuesto en torno a este tópico por el filósofo Vega Cantor (2008, p. 13): …pretender analizar los fenómenos culturales como si no tuvieran nexos materiales es una quimera reaccionaria, y más en un conti- nente como el latinoamericano tan lleno de problemas y dificultades de tipo material, como la pobreza, la desnutrición, la enfermedad y el desempleo. Esta exigencia tiene muchas implicaciones importantes para la antro- pología crítica: la necesidad de desmontar los mitos construidos por el positivismo y el neopositivismo sobre la historia de la humanidad, el origen de la cultura y los procesos culturales e históricos de la lla- mada civilización occidental, entre ellos el llamado eurocentrismo, los cuales no han servido sino para encubrir la acción genocida y rapaz del capitalismo en Nuestra América. Este sistema económico
  • 15. 14 ha sido útil para consolidar la hegemonía mundial de las naciones de Europa Occidental y los Estados Unidos, así como la de Japón y ahora la de Israel, pero a costa de la pobreza y la miseria de los países y sociedades que –hasta ahora– hemos estado sometidos a su violencia cultural, económica, mediática y militar (Patterson, 1997; Amin, 1989; Vargas-Arenas, 2010, pp. 141-167). El discurso de la globalización que enmascara esta nueva fase colonial del capitalismo occidental, atenta contra la viabilidad de las naciones y el nacionalismo, contra las culturas nacionales y particularmente contra los esfuerzos de las mismas, como es el caso de la Unasur, el ALBA y el Banco del Sur, para constituirse en bloques de poder alter- nativos al grupo de los ocho países capitalistas centrales. Es preciso, por tanto, que reivindiquemos el nacionalismo de izquierda como estrategia de resistencia y como arma ideológica revolucionaria para nuestras luchas nacionales y antiimperialistas a partir de territo- rios claramente definidos (Vargas-Arenas y Sanoja, 2005; Sanoja y Vargas-Arenas, 2005a, 2008; Vargas-Arenas, 2007a; Vega Cantor, 2008, p. 203). Para contribuir al logro de aquellos objetivos, los análisis arqueoló- gicos y antropológicos críticos deben tener como referencia espacial, no solamente los límites de los actuales Estados nacionales, sino la latitud de las regiones geohistóricas que se han venido estructurando desde hace milenios y han culminado, en nuestro caso particular, con la formación de bloques políticos y económicos concretos en Suramé- rica, el Caribe y Centroamérica. Según estos estudios, la comprensión de los procesos sociohistóricos originarios que han llevado a la for- mación de nuestras civilizaciones y procesos civilizadores, así como a las naciones y las modernas comunidades de Estados nacionales en proceso, deberían ser el referente para investigar los procesos polí- ticos contemporáneos. Como explicaremos en el curso de la presente obra, nuestra propuesta se apoya en la idea de los clásicos del marxismo que consideran el socia- lismo como una formación social cuyo sistema económico y social se concreta con la creación de una cultura de la solidaridad social entre los pueblos. Ésta tendría como meta la eliminación de su opuesto, la
  • 16. 15 cultura de la injusticia, la pobreza y la desigualdad que caracterizan el sistema económico social de la formación capitalista. Estudiaremos también el tema de los orígenes remotos del capitalismo cuyas raíces históricas, de acuerdo con los estudios de la arqueología y la etno- logía, se hallarían en Europa Occidental, representados por diversos procesos culturales civilizadores originarios que dieron nacimiento a la llamada civilización occidental y a su expresión socioeconómica: el capitalismo. De la misma manera, analizaremos los diversos procesos culturales civilizadores y los modos de vida originarios de la civiliza- ción suramericana caribeña que continúan influyendo en los procesos históricos actuales de los pueblos o grupos de ellos que la integran, los cuales serían el fundamento histórico y cultural del socialismo del siglo XXI. Siguiendo esta línea de pensamiento, trataremos también de sistema- tizar, desde la perspectiva de la antropología crítica, la explicación de otro paradigma del desarrollo social alternativo al de la civili- zación occidental, el denominado por Marx como Modo de Pro- ducción Asiático, para que dicha discusión nos ayude a entender el surgimiento de los socialismos del siglo XXI en Nuestra América y sus- tentar una propuesta teórico-metodológica particular para la cons- trucción de un modo de vida socialista venezolano. Dicho modo de vida debería representar la transformación revolucionaria de las con- diciones de dependencia económica y política, y la ruptura definitiva con la desigualdad y la injusticia social de cinco siglos de dominio colonial y neocolonial del Imperio que es expresión de la civilización occidental europea y estadounidense. Las fuentes de nuestra inspiración son los logros de la Revolución Bolivariana misma, la realización concreta de los objetivos sociales y políticos que se llevan a cabo en Venezuela bajo la dirección de nuestro presidente Hugo Chávez Frías. Analizados desde nuestra perspectiva y nuestra experiencia como investigador en antropología, no podemos menos que hacer honor al pensamiento revolucionario y la voluntad nacionalista del actual líder venezolano, carismático y brillante, quien ha logrado enrumbar nuestro pueblo hacia un destino soberano, socialista, democrático y participativo.
  • 17. 16 II El interés por escribir este ensayo comenzó en julio de 2007. La Uni- versidad de Los Andes, Venezuela, me invitó en aquella fecha para dar la clase magistral inaugural del curso de Doctorado en Antropología, del cual he sido también profesor, por lo que me pareció importante dar a los estudiantes mi visión como antropólogo del interesante pro- ceso de liberación nacional que vive hoy nuestro país y, en general, casi todos los países de Nuestra América, como nos denominó José Martí, el apóstol bolivariano de la independencia de Cuba. Ya habíamos escrito en años anteriores un trabajo académico sobre el tema del evolucionismo y el neoevolucionismo (Sanoja, 1987), pero no fue sino a partir de nuestras reflexiones conjuntas con Iraida Vargas-Arenas sobre el tema de la Revolución Bolivariana y el Humanismo Socialista del siglo XXI (Sanoja y Vargas-Arenas, 2008), cuando consideré armar una propuesta teórica que permitiese ubicar nuestra experiencia revolucionaria venezolana dentro del ámbito de la historia de las ideas y –sobre todo– resaltar su importancia como referencia para los procesos de liberación nacional emprendidos por otros pueblos de Nuestra América. Aquella reflexión cobra particular importancia en este momento cuando los pueblos de la América Meridional, como los llamó Simón Bolívar, están viviendo uno de los momentos más trascendentes de nuestra historia, librando el combate por obtener nuestra definitiva independencia política, cultural y económica del Imperio angloame- ricano que, en el presente, parece vivir los estertores de su fase ter- minal. Por esa razón, creímos necesario ampliar dicho texto y escribir este ensayo comenzando por este preámbulo que recoge la propuesta general y –como exponemos en los capítulos 1 y 2– hacemos la exé- gesis del concepto del progreso analizando las raíces remotas del capi- talismo. Para tal fin, analizamos el conjunto de procesos civilizadores originarios de la cultura neolítica europea, civilización sobre cuyos hombros surgió finalmente en el siglo XVI una formación capitalista- industrialista. El modo de producción de dicha formación –a partir de entonces– se impuso a la fuerza sobre las civilizaciones origina- rias americanas, asiáticas y africanas. Desde ese momento comienza a forjarse la relación de dependencia –cultural, política, económica,
  • 18. 17 y tecnológica– de los pueblos de Nuestra América con el llamado Primer Mundo, lo que denomina Dussel (1998) el segundo paradigma de la modernidad. Por estas razones creemos necesario hacer la crítica histórica de la teoría de la evolución cultural y del progreso que son la justificación ideológica del proyecto mundial de dominación hegemó- nico capitalista, tema que ha sido analizado in extenso por el antro- pólogo mexicano Héctor Díaz Polanco (1989). Nuestra toma de posición teórica alude igualmente al debate exis- tente entre los antropólogos e historiadores modernistas formalistas, quienes sostienen que los análisis económicos modernos son apli- cables a la economía antigua, y los llamados primitivistas sustanti- vistas, quienes niegan la importancia de las relaciones de mercado, la acumulación originaria de capitales y el comercio a larga distancia en el mundo antiguo (Burling, 1976; Polanyi, 1976; Kaplan, 1976; Godelier, 1976; Eden y Kohl, 1993; Frank, 1993, p. 385). Como veremos en el desarrollo de nuestra propuesta en los capítulos que siguen, nuestra posición como antropólogos marxistas o que pre- tende serlo, se apoya en las categorías elaboradas por Marx, todavía en proceso de desarrollo, de modo de producción y formación eco- nómica y social, así como en los de modo de vida y modo de trabajo propuestos por Vargas-Arenas (1990). Como hemos analizado en tra- bajos precedentes (Sanoja y Vargas-Arenas, 2000), existe abundante evidencia publicada sobre la acumulación originaria tanto de capital expresado en fuerza de trabajo como de capital expresado en bienes materiales en las sociedades precapitalistas de Nuestra América que permiten substanciar el debate científico al respecto. III Hacer la crítica de la teoría del Evolucionismo Cultural, implica tam- bién hacer la crítica de los conceptos fundamentales que soportan el paradigma de la modernidad: el progreso y la civilización. Hemos creído relevante discutir el tema de las civilizaciones originarias americanas, ya que no podemos hablar de la soberanía de nuestros pueblos si no damos cuenta primero de las causas de su singula- ridad histórica. Hemos utilizado igualmente el concepto de proceso civilizador, emitido originalmente por el famoso antropólogo brasi- leño Darcy Ribeiro, porque permite establecer el flujo dialéctico de
  • 19. 18 los procesos originarios tanto culturales identitarios como nacio- nales que confluyen para constituir la especificidad de los pueblos de Nuestra América, frente a las tendencias globalizadoras neoliberales que intentan desdibujar nuestra presencia en el escenario mundial. No es nuestra intención introducirnos en un debate profundo sobre las tesis de la dependencia y el subdesarrollo en Nuestra América. Para los fines de la presente discusión, tratamos de centrarnos en el concepto de relación centro-periferia existente entre el núcleo de países capitalistas desarrollados y los menos desarrollados, sujeto que ha sido debatido y analizado in extenso –a nuestro juicio– en obras capitales como The Modern World System: Capitalist Agriculture and the Origins of the European World Economy in the Sixteenth Century, por Immanuel Wallerstein (1974), y Civilization & Capita- lism. 15th-18th Century, por Fernand Braudel (1992). De la misma manera, tratamos de analizar la terrible consecuencia que ha tenido y tiene dicha relación centro-periferia apoyándonos en las numerosas y profundas reflexiones que sobre el tema han elaborado diversos científicos y científicas sociales en muchas partes del mundo, entre los cuales destacamos particularmente dos extraordinarios ensayos seminales: Las venas abiertas de América Latina (1973) de Eduardo Galeano, libro que sacudió la conciencia de nuestra generación al demostrar cómo Nuestra América era para el capitalismo simple- mente el objeto de la explotación, el medio de producción y reproduc- ción del sistema; y América nuestra, integración y revolución (2009) de Luis Britto García, uno de los análisis más sólidos sobre la realidad contemporánea de Nuestra América y el Caribe. Nuestro ensayo, de manera muy modesta, intenta –en su primera parte– discutir la forma cómo una escuela de pensamiento sobre la naturaleza y origen de la cultura, el Evolucionismo Cultural, repre- senta en verdad la ideología de la modernidad que ha intentado legitimar la relación desigual, colonial, existente entre el núcleo de países desarrollados y los nuestros. En el siglo XVI, según Stern (1988), Europa resolvió la crisis general causada por el colapso del feudalismo gracias particularmente a su expansión colonial hacia Nuestra Amé- rica, lo cual le permitió constituir una economía mundo capitalista y consolidar el núcleo duro de la misma: un sistema político absolutista,
  • 20. 19 un sistema productivo empresarial y una fuerza de trabajo asala- riada local, hiperexplotada, en los campos de la agricultura, la gana- dería y la industria, mientras que explotaba también los pueblos de la periferia, Nuestra América y Europa Oriental mediante procesos de trabajo esclavistas o serviles –cuya eficacia había sido probada en Europa Occidental desde la Antigüedad Clásica– para aumentar la producción de tejidos de lana y algodón, bienes de consumo directo, cereales, azúcar, café, cacao, maderas, hierro, carbón, metales pre- ciosos. España y Portugal en particular, fungían como un eslabón intermedio para succionar los recursos primarios producidos en las regiones de Nuestra América, Asia y África para enviarlos luego al resto de Europa. Aquella relación comercial parasitaria de las metrópolis con sus saté- lites de la periferia meridional, y con la periferia nuestramericana, asiática y africana, permitió a los imperios europeos extraer de nues- tros pueblos todas las riquezas y recursos posibles: El oro mexicano y la plata del Potosí financian las guerras con las que España asegura sus dispersas posesiones y mantiene la hegemonía en Europa. Guillermo Céspedes del Castillo calcula que “..entre 1503 y 1660, llegan a Sevilla 155.000 kilos de oro americano y 16.986.000 kilos de plata. Si se añade el contrabando, es posible que durante el siglo XVI arribaran a Europa 18.300.000 kilos de plata” (...) No andaba descaminado el consejero Mercurino de Gattinara cuando insinúa al Emperador (Carlos V, aclaratoria nuestra) que Dios lo ha puesto en el camino de la Monarquía Universal. Del dominio del Mundo Nuevo depende la hegemonía sobre el Viejo. De ésta, la domi- nación ecuménica planetaria. Comienza la Primera Guerra Mundial. Su campo de batalla es el Viejo y el Nuevo Mundo; su lapso, la dila- tada acumulación de los siglos; su meta, la dominación global (Britto García, 2009, p. 23). La plata expoliada a los pueblos americanos y transportada a España, en poco más de siglo y medio, ya excedía tres veces las reservas de metal precioso que poseían las naciones europeas en aquel entonces. Es a partir de aquellas magnitudes colosales de expoliación de riquezas, que fue posible iniciar en el siglo XVI el proceso que llama
  • 21. 20 Marx de acumulación primitiva de capital en Europa, el cual per- mitirá en el siglo XVII pasar del capitalismo mercantil al capitalismo industrial, propiciar el triunfo en Europa de la Revolución Burguesa y el inicio de la modernidad (Marx y Engels, 2007, pp. 8-9). Al Nuevo Mundo sólo le quedaron los enormes socavones de minas abando- nadas, las osamentas de millones de indígenas, mujeres y hombres americanos sacrificados para mantener la rentabilidad de la minería y la agricultura de plantación... Más de quinientos años después de tan infausta época, todavía la producción esencial de Nuestra Amé- rica sigue siendo la de “materias primas” que alimentan las fabulosas ganancias de las transnacionales manufactureras de las metrópolis capitalistas. Gracias a esta explotación inmisericorde de nuestros recursos logró Europa, pues, consolidar un proceso regional de acumulación origi- naria de capitales, el cual le facultó –en términos de cultura, ciencia y tecnología– para ponerse a la cabeza del resto de los pueblos que colo- nizaban, expoliaban y empobrecían. En el caso particular de Nuestra América, los enclaves coloniales locales constituidos por las oligar- quías criollas mercantilistas se modernizaron también cultural, tec- nológica y económicamente, según los valores capitalistas europeos, para dirigir y apropiar su parte del proceso de explotación de las clases medias y las mayorías pobres de nuestro territorio. Estas oligarquías siguen conformando hoy día la principal causa histórica del atraso y la pobreza de esta región, en lo que diversos autores han denominado como “relaciones de producción feudales” (Laclau, 1971). A diferencia de la colonización española y portuguesa de Nuestra América, llevada a cabo mayormente por individuos aislados, la colo- nización inglesa y europea en general de los actuales Estados Unidos y, posteriormente, de Argentina entre los siglos XVII y XIX, significó no solamente una transferencia organizada de poblaciones completas, sino también de tecnologías productivas industrialistas y agrarias que eran entonces de última generación. Estas poblaciones europeas trans- plantadas exterminaron casi completamente a los pueblos americanos originarios e introdujeron –en el caso de los Estados Unidos– una masa considerable de esclavos africanos (al igual que hacen hoy día con los inmigrantes llamados hispanos) para llevar a cabo los trabajos serviles,
  • 22. 21 sobre todo en la agroindustria del algodón, que la sociedad capita- lista angloamericana necesitaba para proyectar su desarrollo como potencia capitalista. Ello produjo la formación de nuevos procesos civilizadores capitalistas más dinámicos y modernos los cuales, en el siglo XIX, comenzaron a competir con el proceso civilizador capitalista europeo originario. Finalmente, el proceso civilizador capitalista esta- dounidense logró, en el siglo XX, dominar y absorber todos los otros, conformando así la fase hegemónica mundial del llamado Imperio o Civilización Occidental (Sanoja y Vargas-Arenas, 2005, pp. 19-25). Recapitulando sobre lo anterior vemos, a partir del siglo XVI, que la expansión geográfica del capitalismo mercantil fuera de Europa Occi- dental se tradujo en la conquista, subordinación y sojuzgamiento de poblaciones humanas que habían vivido por milenios, libres y autó- nomas. La expansión de la formación capitalista determinó la instau- ración de una compleja relación colonial entre los nuevos imperios que se estaban formando en Europa Occidental tras el colapso de la sociedad feudal y su novedosa e inmensa periferia integrada por Amé- rica, Asia, África y Oceanía. Los pueblos americanos colonizados, particularmente los de Mesoa- mérica, Suramérica y el Caribe, proporcionaron a aquellos imperios materias primas que los europeos, e incluso los asiáticos, no poseían o no poseían en cantidad suficiente. Entre estos últimos se cuentan los metales preciosos como el oro y la plata, las piedras preciosas y las perlas, recursos sobre los cuales se construyó posteriormente la riqueza de las naciones e imperios de Europa e incluso de Asia. La adopción y utilización por la población europea de cultígenos americanos tales como el maíz (Zea mays), la papa (Solanum tube- rosa), el tomate (Lycopersicum esculentum), el cacao (Theobroma cacao), el algodón (Gossypium barbadensis), el tabaco (Nicotiana tabacum) contribuyeron a mejorar la calidad de vida de los pueblos de Europa y Asia, azotados secularmente –hasta entonces– por ham- brunas cíclicas. Por otra parte, aquellos productos no perecederos que no podían ser cultivados en Europa tales como el cacao, el tabaco, el café, el algodón, y derivados de los mismos como las melazas, el azúcar y otros, se convirtieron en commodities, materias primas de
  • 23. 22 uso comercial que estimularon el surgimiento de bolsas de comercio para la especulación comercial con productos de ultramar (Braudel, 1992, I, pp. 1, 2 y 3; Sanoja y Vargas, 2005, pp. 13-15). Hoy día pro- veemos a Estados Unidos, Europa y el mundo entero con petróleo, gas y productos petroquímicos, mineral de hierro, aluminio, cobre, carbón, salitre, uranio, titanio, tungsteno, níquel, germanio, litio, entre otros, para su posterior reelaboración como bienes manufac- turados que importamos a un costo superior al de nuestras materias primas que les vendemos (Britto García, 2009, pp. 99-101). A partir del siglo XVIII en Europa Occidental, con el triunfo defini- tivo de la burguesía, la asimetría en el desarrollo histórico existente entre las metrópolis y su periferia colonial comenzó a ser racionali- zada por las élites burguesas como el producto de una superioridad innata de los pueblos y la civilización europea sobre los pueblos peri- féricos, particularmente los indígenas y mestizos que conformaban el dominio colonial español en América. A este respecto, Hegel (1978, p. 192) escribió que en los Estados norteamericanos (Estados Unidos de inicios del siglo XIX), enteramente colonizados por europeos indus- triosos, el Estado era una institución meramente externa cuyo fin era proteger la propiedad privada. Los españoles, por el contrario, con- quistaron y tomaron posesión de Suramérica ocupando posiciones políticas a través de la rapiña. La inferioridad de los aborígenes que constituyen la mayoría de la población –decía aquel autor– era mani- fiesta (Hegel, 1978, p. 191). Según Braudel (1992, III, p. 413), el tér- mino que describiría de manera más acertada la condición de las colonias hispanoamericanas explotadas por el Imperio Español sería el de marginalización, el cual alude, dentro de una economía mundo, “…la de ser condenadas a servir a otros, el estar obligadas a acatar dócilmente las órdenes emitidas por la todopoderosa divi- sión internacional del trabajo…” antes y después de haber ganado la independencia política del dominio español”. Con el surgimiento en Europa Occidental del pensamiento antropo- lógico y la creación de la escuela de la Evolución Cultural en el siglo XIX, se trató de dar una explicación científica a la supremacía mate- rial, intelectual y política alcanzada por la civilización occidental, proponiendo para ello la existencia de un paradigma del progreso
  • 24. 23 universal inspirado en la historia de Europa, proceso evolutivo por el cual tendrían que pasar todos los otros del mundo para igualar el nivel de desarrollo material e intelectual alcanzado por los europeos y angloamericanos. Dicho paradigma del progreso alentó y legitimó una nueva expansión colonial capitalista de Europa hacia África y Asia y de Estados Unidos hacia su periferia nuestramericana y las islas del Pacífico Sur. Pensadores anticapitalistas como Carlos Marx y Federico Engels tam- bién aceptaron la validez de aquel paradigma civilizador occidental, aunque proponiendo para el mismo la existencia de una nueva etapa en el desarrollo de la sociedad, el comunismo, la cual significaba la abolición de la propiedad burguesa. El comunismo, fase final y supe- rior del progreso de la humanidad, surgiría en un tiempo futuro como consecuencia del desarrollo máximo de las fuerzas productivas del capitalismo y el predominio de la clase trabajadora sobre la burguesía (Marx y Engels, 2008). IV El tiempo es el modo de existencia de la materia. Tiempo y movi- miento, unidad fundamental de la dialéctica de los contrarios, son conceptos inseparables que solamente se explican dentro del espacio, el cual a su vez indica también cambios de posición ya que la materia se mueve a través del espacio. La cantidad de maneras como el movi- miento, que es el socialismo, puede suceder es infinita: el movimiento de la materia en el espacio, como hemos visto en el caso de la antigua Unión Soviética, es reversible en tanto que su movimiento en el tiempo es irreversible. El tiempo constituye, pues, un proceso permanente de autocreación y autorreproducción mediante el cual la materia se transforma en un número infinito de formas. Cuando esta concepción del tiempo irreversible y de cambio penetra en la conciencia humana, nos damos cuenta de que dialécticamente la vida surge de la muerte, el orden del caos. Así pues, vemos que el marxismo al aplicarse al más complejo de los sistemas no lineales que es la sociedad humana, nos revela por contradicción, como expondremos en los capítulos 2, 3 y 4, que la diversidad de formas y posibilidades que es capaz de crear la naturaleza humana es la palanca fundamental del progreso intelec- tual y social que se resuelve en la transformación diaria y constante
  • 25. 24 de la humanidad, mediante la cual llegaremos quizás, algún día, a concretar a través del socialismo, la utopía del comunismo (Woods y Grant, 1991, pp. 139-162; 395). Como respuesta a aquellas inquietudes, desde nuestra perspectiva como antropólogos intentamos discutir en este ensayo –en líneas generales– el desarrollo de conceptos como civilización y progreso a partir del siglo XVIII como parte de la teoría evolucionista de la cul- tura, teoría que ha servido a los países del núcleo capitalista desa- rrollado como justificación y coartada de su política de dominación imperial mundial. En el capítulo 4 hacemos una crítica científica al paradigma civilizador occidental, el cual sirvió de fundamento a la tesis de Marx y Engels sobre el desarrollo de los modos de produc- ción precapitalistas (Marx y Hobsbawn, 1971; Engels, s.f.). Compar- timos plenamente la idea de que el socialismo es la solución para los problemas del subdesarrollo o el no desarrollo capitalista que existen en Nuestra América, pero pensamos, asimismo, como explicamos en el capítulo 6, que surgirá por razones históricas diferentes a las pro- puestas para el paradigma civilizador europeo. La discusión planteada en este ensayo intenta también demostrar, como se expone en los capítulos 5 a 7, que la construcción del socia- lismo debe fundamentarse en el conocimiento y el estudio crítico de los diferentes procesos históricos que han vivido los pueblos en los diversos continentes a los cuales también, en un cierto momento, el colonialismo europeo impuso el sistema capitalista. Aunque pueda parecer excesivamente académico, este conocimiento es necesario para construir una teoría general del desarrollo de las sociedades regionales partiendo desde las sociedades originarias hasta las del presente, conforme al materialismo histórico comparado. La historia marxista –dijo Vere Gordon Childe– “es materialista porque consi- dera un hecho biológico, material, como la principal clave para des- cubrir el patrón general que subyace a un aparente caos de hechos superficiales sin relación alguna entre sí” (1981, p. 364). La filosofía del materialismo histórico sigue siendo, en nuestra opinión, el único paradigma intelectual lo suficientemente amplio como para vin- cular en una misma teoría la dialéctica del desarrollo social, el ideal
  • 26. 25 socialista, las contradicciones y movimientos sociales del presente y la influencia que ejercen sobre el mismo las estructuras del pasado. Compartimos la propuesta esbozada inicialmente por los maestros venezolanos Domingo F. Maza Zavala y Ramón Losada Aldana en la década de los sesenta del pasado siglo, de formular una estrategia concreta para la transición y un método para alcanzar la meta del socialismo. Dicha estrategia o habilidad para dirigir el proceso socia- lista pasa por el método del nacionalismo revolucionario, el cual per- mite a los pueblos profundizar sus propios procesos de acumulación de capitales que le den base material a sus luchas por lograr la sobe- ranía política, social, económica y cultural. De acuerdo con dicha estrategia, la lucha por la liberación nacional debería comenzar con el desmontaje de los enclaves imperiales y oligárquicos y el desarrollo de un sector económico público dominante para lograr nuestra plena soberanía política y económica, etapa imprescindible para lograr la transformación de nuestro pueblo en una nueva calidad histórica como es el socialismo. La lucha por la liberación nacional de los pueblos de Venezuela y Nuestra América, en general, adquiere relevancia en momentos como el actual, cuando el Imperialismo Occidental y el neocolonialismo español en particular tratan de construir un bloque ideológico prooc- cidental capitaneado por la llamada Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), dirigida por el líder del neofascista Partido Popular español José María Aznar. El argumento primordial de la FAES, contrariamente a lo que queremos demostrar en este ensayo, es que Nuestra América es parte sustancial de Occidente, el cual no sería un concepto geográfico sino un sistema universal de valores. En tal sentido, esta argumentación considera que existiría una izquierda “buena” que se ajusta al socialismo neoliberal europeo (el socia- lismo chileno de Bachelet y el socialismo brasileño de Lula da Silva, por ejemplo) y una izquierda “mala” antioccidental que trata de implantar el socialismo del siglo XXI, de raigambre histórica indoame- ricana, cuyos exponentes más malévolos serían Fidel Castro y Hugo Chávez (Roitman, 2008).
  • 27. 26 En una entrevista concedida al diario español La Vanguardia el 23-02-2008, en la cual el maestro Maza Zavala expresó también opi- niones adversas al proceso bolivariano de liberación nacional, éste tuvo sin embargo la honestidad de reconocer que: …En Venezuela la existencia de un importante sector público de la economía –que comprende las fuentes principales de ingreso nacional en el presente y el futuro previsible– puede considerarse como una cir- cunstancia que facilita la transición al socialismo. El financiamiento más importante de la gestión pública procede de la explotación de un patrimonio nacional y ello da vigencia al concepto de propiedad social y, por tanto, a la posibilidad de un sistema de relaciones sociales de propiedad y producción que sustituya al sistema de relaciones privadas en vigencia. Las ideas que habían sido sostenidas por Maza Zavala hasta las últimas décadas del pasado siglo, se convirtieron entonces en un patrimonio intelectual que fue compartido por muchos pensadores venezolanos de izquierda, profundamente preocupados por lograr finalmente una patria socialista, independiente y soberana. Por estas razones, reivindicamos hoy las ideas expuestas por Maza Zavala cuando era nuestro maestro progresista y revolucionario. ¿Cómo llegaremos al socialismo? ¿Existen diversas vías hacia el socialismo? ¿Cómo será definitivamente el socialismo en Nuestra América? Esas preguntas las están respondiendo nuestros pueblos. Nosotros solamente intentamos aportar argumentos para la discu- sión que se plantean los ciudadanos y ciudadanas de a pie. No queremos finalizar este preámbulo sin hacer referencia a la nece- sidad que tenemos de desarrollar una actitud crítica y autocrítica sobre nuestra labor como antropólogos en los movimientos sociales revolucionarios, única garantía de poder acceder a un cambio his- tórico verdadero y permanente. En tal sentido, es relevante aludir al pensamiento de Carlos Marx cuando, al analizar en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1971, p. 16) los eventos sociales que culminaron en 1848 con la restauración de la dinastía napoleónica en Francia, describe la autocrítica como un proceso que necesariamente
  • 28. 27 tiene que cumplirse en el seno de todas las revoluciones proletarias, las cuales interrumpen su marcha, vuelven a cuestionar lo que parecía ya terminado para iniciarlo de nuevo desde el principio, critican sus errores iniciales y pareciera que le dan armas a los adversarios para que ataquen más fuerte. Sólo de esta manera pueden las revoluciones generar una teoría autocrítica capaz de explicar su génesis y transfor- mación. En ese espíritu creemos necesario revisar el alcance teórico de los contenidos del paradigma de desarrollo de la humanidad expuesto inicialmente por el materialismo histórico, ya que de acuerdo con él se han construido y se construyen estrategias para acceder al modo de vida socialista en Venezuela y en el resto del mundo. Para plantearnos el objeto del presente ensayo, nos inspiramos tam- bién en el pensamiento de Antonio Gramsci cuando nos dice que la vida se desarrolla por avances parciales, es decir, a través de las dife- rentes líneas de acción humana que se expresan en procesos civili- zadores y modos de vida, muchos de los cuales, a pesar de haberse transformado en un obstáculo para el avance de la humanidad es necesario estudiar para preguntarse si en cada proceso o modo de vida particular, existen todavía las condiciones sobre las cuales se fundamentaba la racionalidad de la existencia de los mismos. Preci- samente porque los modos de vida y procesos civilizadores se repre- sentan como si fuesen naturales, absolutos a quienes los viven, es muy importante demostrar su historicidad, demostrar que aquéllos sólo se justificaban cuando existen ciertas condiciones históricas y para lograr determinados objetivos. Por tanto, nos dice Gramsci: “… es objeto del moralista y del creador de costumbres, el análisis de los modos de ser y de vivir y criticarlos, separando lo permanente, lo útil, lo racional, lo conforme a su finalidad, de lo accidental, de lo superfi- cial, de lo simiesco…” (1977, pp. 218-219). Tal como hemos expuesto en la mayoría de nuestros últimos libros o ensayos, nuestro interés primordial en esta nueva etapa de nuestra carrera intelectual, como intelectual público, es producir textos que provoquen en el lector y la lectora, el interés por la reflexión sobre el futuro de nuestra sociedad, sobre la responsabilidad de los colectivos y las personas en la construcción del socialismo.
  • 29.
  • 30. Parte 1 Origen del capitalismo: el paradigma occidental del progreso
  • 31.
  • 32. 31 Capítulo 1 El ideal del progreso y la civilización occidental La división de la humanidad entre pueblos civilizados y los llamados bárbaros se remonta a la antigüedad europea clásica. Ya en aquella época, los habitantes de las ciudades griegas y romanas se conside- raban a sí mismos como el todo culturalmente más desarrollado y civilizado de la humanidad de su tiempo. Dichos focos de civilización se hallaban rodeados por otros que los romanos y griegos conside- raban pueblos atrasados, salvajes, a los que denominaban bárbaros, los cuales no habían llegado a construir Estados ni ciudades, ni un nivel de cultura y educación similar al que ellos habían logrado acceder. La conciencia de esta separación de la humanidad entre pueblos civi- lizados y bárbaros permaneció siempre en el imaginario de los pen- sadores “civilizados”: historiadores, filósofos, literatos, artistas, políticos, clérigos. La necesidad de explicar la historicidad de esas dife- rencias comenzó a manifestarse a partir de la conquista de América, Oceanía y Australia entre los siglos XVI y XVII, hecho que puso de relieve la existencia de pueblos que, aunque coexistiendo con los europeos de la época, vivían de maneras totalmente diferentes. Los estudiosos de la época pudieron apreciar que los componentes, de la cultura material de aquellas sociedades originarias, que vivían en la periferia de la Europa Occidental de entonces, eran semejantes a los poseídos por los pueblos bárbaros descritos por los historia- dores de la antigüedad clásica. Sin embargo, el obstáculo que repre- sentaban las religiones cristianas y el dogma creacionista bíblico sobre el origen de la humanidad para el desarrollo de la ciencia,
  • 33. 32 Mario Sanoja Obediente coartaba la posibilidad de considerar, científica y racionalmente, si aquellas formas sociales podrían ser el antecedente de los pue- blos europeos de entonces. Pero era evidente que la división entre los pueblos europeos “civilizados” y los salvajes o bárbaros de la periferia era una realidad, por lo cual, actuando de acuerdo con la tesis redencionista cristiana, las burguesías europeas consideraron como un deber ético llevar la salvación, la fe y el progreso a los sal- vajes para rescatarlos de su supuesta “ignorancia”. La conquista y la colonización de los pueblos que no estaban sometidos a la civili- zación occidental y cristiana se convirtió entonces, para la genera- lidad de españoles, ingleses, franceses y holandeses de la época, en una especie de nueva cruzada para redimir la humanidad salvaje y legitimar así su expansión colonialista en busca de espacios para la pesca marina, a fin de extender el comercio, capturar esclavos, con- quistar tierras para conquistar y colonizar, ganar aliados, obtener oro y plata... y salvar almas (Fernández Armesto, 1974, p. 16). El siglo XVIII aportó importantes cambios en la percepción de la his- toria de la naturaleza y la humanidad. El pensamiento positivo que comenzó a consolidarse a partir de la Revolución Francesa y el triunfo de la burguesía, llevó a los filósofos de la naturaleza, la economía y la sociedad a pensar científicamente el origen de las cosas, sobre todo a racionalizar históricamente el triunfo histórico de aquella clase social. David Hume, James Steuart y Adam Smith comenzaron a pensar la historia de la sociedad burguesa en términos de la economía y la política, de la formación del Estado como un elemento regulador de las relaciones económicas entre las personas y entre los Estados, considerando el comercio como el instrumento para incrementar la riqueza de las naciones (Smith, 1981). A mediados del siglo XVIII, particularmente después de la publica- ción de El contrato social y el Emilio, obras clásicas de Jean Jacques Rousseau, se puso en boga el término civilización, entendido como el estado superior que alcanzaba la sociedad civil y educada mediante la observancia de las leyes, el orden social, la buena educación, la acumulación de conocimientos y la práctica de la industria y el libre comercio.
  • 34. 33 El ideal del progreso y la civilización occidental La estructuración de la escala temporal que legitimaba empírica- mente el proceso de la evolución cultural, la civilización y el progreso, se inició en 1836 con la propuesta del anticuario danés Christian Thomsen sobre la existencia de tres edades tecnológicas en la historia de la humanidad: la Edad de Piedra, la Edad del Cobre o el Bronce y la Edad del Hierro (Hergardt y Källen, 2011, pp. 110-111). Poste- riormente, la tesis del progreso y la evolución llegó a alcanzar rango científico hacia mediados del siglo XIX con los trabajos del naturalista francés Jacques de Crèvecoueur Boucher de Perthes, quien demostró que las evidencias materiales más antiguas de la cultura humana cono- cidas entonces en Europa, se hallaban asociadas con las antiguas capas geológicas del período Pleistoceno. De esta manera, los filósofos, his- toriadores e intelectuales del siglo XVIII comenzaron a darse cuenta de que la sociedad que ellos conocían era solamente el acto final de un largo drama vivido por la humanidad, el Progreso, el cual debía ser explicado y reconstruido por la antropología (Lowie, 1946, p. 34). Los antropólogos ingleses de la era victoriana, tales como Pitt-Rivers, Lubbock y Tylor, sentaron las bases filosóficas y empíricas de lo que vendría a ser la Teoría Evolucionista de la Cultura. Dichos autores expusieron que la nota dominante de la historia de la especie humana era el movimiento ascendente desde las formas sociales más simples hasta las más complejas, representada esta última por la sociedad bri- tánica de la época. Todas las civilizaciones del pasado o el presente –según dicha teoría– habían partido de una infancia bárbara o sal- vaje, muestra de lo cual eran las razas primitivas que habían sido conocidas entre el siglo XVI y el siglo XIX. Frente a estas afirmaciones, pensamos que si bien el concepto de la evolución histórica de la huma- nidad es un hecho, no sucede lo mismo con la explicación ideológica de cómo se llevó a cabo esa evolución, objeto de la teoría evolucio- nista cultural, la cual se transformó posteriormente en la legitimación histórica del colonialismo europeo y el estadounidense. A partir del siglo XIX, el grupo de ocho países capitalistas más desarro- llados impuso el Progreso al estilo de occidente a las élites sociales de aquellos países atrasados que no les habían abierto sus economías, uti- lizando la fuerza militar, la presión política y económica y la corrup- ción. El concepto de Progreso perdió su inocencia en el siglo XX y se
  • 35. 34 Mario Sanoja Obediente convirtió no sólo en “la explicación” de la historia de la humanidad, en la racionalidad subyacente a todas las políticas colonialistas de los países capitalistas desarrollados, sino también de toda la ciencia social aplicada al desarrollo social, particularmente en los países sub- desarrollados (Wallerstein, 2001, pp. 200-201). Hoy día la acción del capitalismo depredador se presenta como la teoría económica del neo- liberalismo, con su estrategia cultural denominada globalización y su expresión instrumental conocida como Tratados de Libre Comercio. Simultáneamente con la Teoría Evolucionista, surgieron también otras, como las difusionistas, las cuales, a diferencia de aquélla, soste- nían que la historia de la cultura humana no podía considerarse como un progreso unitario, que todas las sociedades no atravesaban necesa- riamente por las mismas etapas. Por el contrario, argumentaban que existían en Asia y África múltiples centros originarios, a partir de los cuales se habían difundido, hacia el resto de los continentes, y en dife- rentes épocas, los diversos componentes de la cultura (Herskowitz, 1952, pp. 546-564). Los procesos de evolución y la difusión de la cultura, como ha sido comprobado por las investigaciones científicas ulteriores, no consti- tuyen propuestas antagónicas sino complementarias para explicar el desarrollo de la humanidad. La versión, o más bien, la visión de los evolucionistas culturales sobre la historia de la cultura universal, por su parte, tiende a presentar el concepto de sociedad clasista jerár- quica burguesa como representación de la civilización occidental. La escuela de la difusión cultural pareciera explicar y legitimar la expan- sión de las “culturas madres” a partir de ciertas regiones privilegiadas del planeta, lo cual es también una manera de fundamentar científica- mente los procesos coloniales iniciados por Europa y Estados Unidos en los siglos XIX y el xx y subsecuentemente la supuesta globalización indetenible de los valores de la civilización occidental. En el siglo XIX, el estudio de la evolución social, el progreso y la civi- lización no se limitó solamente a las evidencias materiales y a la tec- nología, sino que también se extendió al estudio comparado de la evolución de las instituciones sociales tales como el Estado, la familia y las costumbres sociales, el derecho, la religión, la economía, los
  • 36. 35 El ideal del progreso y la civilización occidental procesos mentales, el arte (Lowie, 1946; Díaz Polanco, 1989). Tra- bajos como los de Morgan (1877), entre otros, contribuyeron a con- solidar el Evolucionismo como una teoría sobre la evolución de la sociedad y la cultura, la cual dividía la historia de la humanidad en tres etapas principales: salvajismo, barbarie y civilización, correlacionadas cada una de ellas con determinados adelantos sociales, económicos e intelectuales. El salvajismo es la etapa anterior al uso de la cerámica; la barbarie es la edad de la alfarería; la civilización comienza con la invención de la escritura. Mientras la burguesía era todavía una clase social en ascenso, estuvo obligada, por una parte, a disputar su hegemonía política sobre la sociedad europea con los rezagos del orden feudal; para ello blandía la bandera del progreso como emblema del triunfo seguro sobre las estructuras arcaicas de la monarquía absoluta; por la otra, agitaba la consigna del orden para contener el ascenso social y las reivindica- ciones políticas de la clase trabajadora que había comenzado a desa- rrollarse con el industrialismo a partir de finales del siglo XVIII. Aquellos conceptos fueron desarrollados por Auguste Comte, padre de la filosofía positivista, en su obra Discurso sobre el método positivo (1980), donde sostenía que el desarrollo de la civilización debía estar basado en la noción de progreso, concebido éste como la expansión del orden social. Para que ocurriese el progreso y se consolidase la sociedad que lo producía, era necesaria –decía– la existencia del orden social representado por la burguesía. Las clases inferiores de Europa Occi- dental tendrían, pues, necesariamente que aceptar la subordinación social a la clase burguesa, condición natural que implicaba reconocer la superioridad de sus gobernantes (Patterson, 1997, p. 44; Díaz Polanco, 1989, pp. 37-41). La tesis expuesta por Comte proponía igualmente una ley de la evolu- ción de la sociedad, conformada por tres estados teóricos, tres métodos, tres clases de filosofía para explicar los fenómenos sociales, vinculados cada uno de ellos a la existencia de tipos particulares de sociedad: a. El teológico, que explica los fenómenos como productos de agentes sobrenaturales y se relaciona con un sistema militar.
  • 37. 36 Mario Sanoja Obediente b. El metafísico, donde los agentes sobrenaturales son sustituidos por fuerzas o entidades abstractas que se asocian con una sociedad transitoria. c. El científico o positivo donde el espíritu humano se aboca a la tarea de descubrir las leyes o relaciones invariables entre los fenómenos sociales e impulsa la creación de una sociedad indus- trial, la sociedad burguesa europea u occidental que constituye el ápice del progreso social. Una vez que la burguesía consolidó su poder hacia finales del siglo XIX y consideró realizado en Europa su ideal del progreso, la historia y el evolucionismo dejaron de ser, oficialmente, el interés fundamental de los pensadores burgueses. En su lugar, lo relevante pasó a estar cons- tituido por el estudio sincrónico y la comprensión de los factores que conforman el orden social para detectar los fenómenos patológicos, como por ejemplo la insurgencia de la clase trabajadora que amenaza la integridad del orden constituido. Aquella tendencia que experimentó la burguesía, se ilustra en la cono- cida obra del sociólogo francés del siglo XIX, Émile Durkheim intitu- lada Les Règles de la Méthode Sociologique (1956). En la misma se resume la tradición empirista occidental que se esforzaba sistemáti- camente en conformar una ciencia que estudiase la causalidad de las formas de relación social que establecen los individuos entre sí, bus- cando las determinantes de un hecho social específico en otros hechos sociales antecedentes. Dicha ciencia –la sociología– se fundamentaría en la regularidad con la cual se producen los hechos sociales y en la existencia de un proceso histórico progresista por el cual atraviesan las sociedades, de manera similar al proceso de evolución lineal presen- tado en las obras de Herbert Spencer y Auguste Comte. Para Durkheim no existía una sociedad única, sino una serie de tipos sociales y cultu- rales cualitativamente distintos que no podían ser juntados todos, de manera continua, en una misma secuencia histórica (1956, pp. 76-88). La influencia del pensamiento de Durkheim se reflejó en la obra de algunos de sus seguidores como Marcel Mauss y Vidal de La Blache, quienes introdujeron en la etnología y en la geografía humana
  • 38. 37 El ideal del progreso y la civilización occidental francesas los conceptos de modo de vida o estilo de vida. Dichos con- ceptos aludían a la existencia de complejos de actividades habituales que caracterizan la existencia de los grupos humanos. Los elementos materiales y espirituales de la cultura eran vistos como las técnicas y hábitos transmitidos por la tradición que capacitaban a dichos grupos humanos para vivir en ambientes particulares. La persistencia de los mismos estaba asegurada no sólo por las instituciones que mantenían su cohesión, sino también por las tecnologías e implementos para la utilización de las fuentes de energía y las materias primas. La trans- formación de las sociedades a partir de los modos más arcaicos, los recolectores-cazadores, ocurría como un flujo de procesos de cambio que surgían progresivamente dentro de cada grupo humano, por modificaciones en las condiciones ambientales o en las relaciones entre grupos humanos, cuando se producían entre ellos asimetrías en la estructura (tecnoeconomía), las relaciones sociales o la ideología (Max Sorre, 1962, pp. 393-415). Este tipo de reflexión podría haber influido también en la formu- lación de la tesis relativista del neoevolucionismo o de la evolución multilineal de los tipos culturales propuesta por la escuela estadouni- dense, particularmente por Leslie White y Julian Steward, quienes enfatizaban el estudio de las regularidades interculturales a partir de un concepto de sociedad estratificada sobre una base estructural (tec- nologías de subsistencia), a la cual se sobreponían la estructura social y la cultural (ideología) que determinaban el perfil sociocultural de los grupos humanos (Patterson, 2001, pp. 110-112; Sahlins y Service, 1961, p. 53; Friedman, 1983, p. 40). La idea de la civilización y el progreso, así como las tesis tanto del evolucionismo clásico como del neoevolucionismo que surgirán pos- teriormente en los Estados Unidos, aunque desplazadas académica y epistemológicamente en Europa y Estados Unidos por nuevas teo- rías sobre la cultura y la sociedad, siguen siendo utilizadas por los gobiernos de los países capitalistas desarrollados para explicar y legi- timar la dominación que ejercen dichos países sobre sus colonias en África, Asia, México, América Central, Suramérica y el Caribe, y llevar a cabo lo que consideran como la misión civilizadora del occi- dente capitalista.
  • 39.
  • 40. 39 Capítulo 2 Civilización y procesos civilizatorios En su acepción general, la palabra civilización se asocia con la huma- nidad como un todo, con la existencia de determinados pueblos que son considerados –valga la redundancia– civilizados, donde el saber, la ciencia, la tecnología y las virtudes humanas alcanzan su mayor nivel de desarrollo. El concepto de civilización implica también que en torno a los pueblos altamente civilizados existen otros que no lo son, considerados éstos como bárbaros. A estos pueblos bárbaros, los civi- lizados tratan de convencerlos de que nunca llegarán a ser civilizados a menos que se sometan a la voluntad de los pueblos superiores. Con- siderada desde este punto de vista, la idea de la civilización implica también la existencia de jerarquías de clases sociales, culturas y razas. En el plano singular, el concepto de civilizaciones específicas se puede definir también como la construcción de identidades culturales bajo particulares circunstancias históricas y sociales, determinadas por un espacio y una cultura particular (Braudel, 1980, pp. 177-198), las cuales están a su vez históricamente contenidas y representadas dentro una formación socioeconómica determinada. Tanto la civiliza- ción como la cultura aluden igualmente a los modos de vida generales de los pueblos, incluyendo por tanto los valores, las normas, las insti- tuciones y los modos de pensar que caracterizan en el tiempo el modo de existencia de diversas generaciones (Huntington, 1997, p. 41). En el caso de la denominada civilización occidental, la pertenencia a la misma está determinada por la aceptación de valores sociales y cul- turales como el individualismo, el liberalismo, el constitucionalismo, los derechos humanos, el gobierno de las leyes, el libre mercado, la
  • 41. 40 Mario Sanoja Obediente separación de la Iglesia y el Estado. Estos valores fueron proclamados como universales de la cultura a partir del triunfo de la Revolución Francesa o burguesa, fase de la Modernidad que se inició en 1783 (Patterson, 1997, pp. 34-55). Según los que mantienen esta tesis, esos valores sólo podrían existir dentro del sistema capitalista, conside- rado este sistema como el fundamento de la democracia burguesa. Por esta razón, dicha forma de democracia y el american way of life de la sociedad estadounidense o el european way of life de las monarquías y democracias burguesas parlamentarias de Europa, son conside- radas por las élites dominantes de los países capitalistas desarrollados como paradigmáticas para el resto de la humanidad. Desde el punto de vista heurístico que nosotros sostenemos, una civi- lización puede definirse también como una construcción histórica y territorial que incluye la cultura, los valores, los ideales, los conceptos sobre la organización social, los factores materiales tecnológicos y económicos. En tal sentido, la civilización es una entidad cultural que como tal persiste, se transforma, se divide o se integra en nuevos conjuntos. Una civilización puede como tal contener imperios, ciu- dades-Estados, Estados nacionales singulares, Federaciones y Confe- deraciones de Estados nacionales, y llegar a coincidir con una entidad política determinada. Una civilización implica igualmente procesos culturales civilizadores mediante los cuales se reconoce la identidad histórica y cultural, la conciencia de poseer una comunidad de orí- genes y de destinos compartidos por todos los pueblos que la integran (Sanoja, 2006, p. 45). Una civilización definida de esta manera, se concibe asimismo como un sistema total que se expresa en diversos procesos culturales par- ticulares, los procesos civilizadores cuya existencia –en nuestra opinión– está determinada por la contingencia histórica, cultural y ambiental y el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas alcan- zados por los pueblos de una región particular, en un momento his- tórico determinado. Según nuestra posición teórica, este concepto aludiría también a la diversidad de líneas de desarrollo histórico que caracterizan la construcción de las sociedades, consideradas éstas como producto de la dinámica y las tradiciones culturales singulares que configuran las mismas en el seno de una civilización, las cuales
  • 42. 41 Civilización y procesos civilizatorios corresponden con secuencias históricas concretas que denomina Darcy Ribeiro procesos civilizadores específicos. Según este autor, los mismos son el vehículo de propagación de las revoluciones tecno- lógicas que conducen hacia la actualización histórica de los pueblos (Ribeiro, 1992, pp. 24-25, 36). La categoría histórica Modo de Vida, tal como fue formulada y desa- rrollada por Vargas-Arenas alude también a líneas de desarrollo his- tórico concreto que existen al interior de las formaciones sociales. Dichas líneas se manifiestan como particulares y son explicadas por las leyes generales que no sólo gobiernan sus procesos y su desenvol- vimiento como conjunto sino también en sus etapas, aunque pueden existir otras que tienen vigencia para determinados sistemas sociales. Siendo cada formación económicosocial un sistema social dado, la categoría Modo de Vida permite entender cómo se cumplen en cada caso las leyes sociales generales y cómo operan y se transforman las leyes específicas hasta el surgimiento de las nuevas. La transforma- ción de las leyes sociales particulares no es azarosa sino el resultado de la actividad humana, ya que son los hombres y mujeres quienes conscientemente permiten el fin o el surgimiento de nuevos sistemas sociales. En este sentido, la categoría Modo de Vida permite reco- nocer la existencia de ciertas maneras particulares de la organización de la actividad humana, de ciertos ritmos de estructuración social, de ciertas formas de darse las praxis particulares de una formación social que dinamizan su dialéctica, que nos permiten saber cuándo y cómo pierden vigencia las leyes específicas de una formación social para dar paso a nuevas formas de organización social (Vargas- Arenas, 1990, pp. 63-67). En el caso concreto de la civilización occidental, la lógica de consi- derar los modos de vida europeos como un paradigma civilizador equivalente a un universal de la cultura, sirvió para legitimar el proceso de “actualización” histórica de los pueblos que habitan en regiones como Europa Occidental y Estados Unidos, el cual culminó con la segunda Revolución Industrial en la segunda mitad del siglo XIX; por el contrario, en otras regiones donde los pueblos no siguieron las mismas líneas del proceso histórico, la concepción civilizadora occidental hizo que éstos pareciesen condenados –en consecuencia– a
  • 43. 42 Mario Sanoja Obediente experimentar sólo los efectos reflejos de dicho proceso de “actualiza- ción” histórica. Desde el punto de vista del concepto de civilización sobre el cual se apoya la teoría clásica de la evolución social, los pueblos capitalistas históricamente “actualizados” conformarían el núcleo de pueblos avanzados, civilizados, representados hoy día, como ya dijimos, en el llamado Grupo de los Ocho. Según dicha definición, los otros, noso- tros, la periferia de dicho grupo de naciones, sólo seríamos supuestos pueblos atrasados en la historia, subdesarrollados, coetáneos del todo capitalista más desarrollado. Evolución cultural, progreso y civilización Los evolucionistas sociales clásicos del siglo XIX consideraban que tanto el mundo natural como la sociedad humana estaban sujetos a las leyes inmutables de la evolución. Esa condición histórica se mani- festaba en la Ley del Progreso, considerada como la expresión de un cambio direccional que se desarrollaba en una escala global. El cambio social se revelaba en diversas velocidades dependiendo de las etapas en la cual se encontraran los distintos pueblos y de su grado de desarrollo evolutivo. Lo que distinguía a los pueblos civilizados era la existencia de instituciones estatales y estructuras de clase enmarcadas dentro de un contexto de ley, orden y progreso, aseveración que justi- ficaba la existencia de una jerarquía social, cultural y racial entre los pueblos, a la cabeza de la cual se hallaban los países industrializados de Europa, Estados Unidos y Canadá. Según aquel conjunto originario de ideas, se conformó el Darwinismo social (Patterson, 1997, pp. 47-49), tesis según la cual todas las socie- dades humanas progresaban naturalmente desde las formas menos desarrolladas hacia las más desarrolladas. Las formas más adap- tadas se hallaban ubicadas en el sector más elevado de esa jerarquía debido a que eran las más perfeccionadas, las que habían avanzado más en la escala del progreso, lo cual les permitía arrogarse por tanto el derecho a dominar y explotar a las sociedades inferiores. Ello ha servido no solamente para legitimar las políticas coloniales, neocolo- niales e imperialistas del siglo XIX y las del actual Grupo de los Ocho, países que se consideran ser los más desarrollados del mundo, sino
  • 44. 43 Civilización y procesos civilizatorios también las jerarquías de clase y las políticas racistas que promueven los enclaves sociales oligárquicos propiciados por el Imperio en los países de su periferia, conformados particularmente por sectores de la clase media y la alta burguesía, empresarios y jerarcas de la Iglesia católica. Cualesquiera otros sistemas políticos revolucionarios, sean socia- listas, capitalistas o nacionalistas, que reclamen para su pueblo un estatus soberano frente a la dictadura mundial que ejerce el Grupo de los Ocho, son considerados Estados hostiles, parias y malvados, sobre los cuales aquéllos consideran es necesario y legal ejercer acciones mediáticas y policiales para eliminar los supuestos delincuentes opuestos al gobierno imperial de los llamados pueblos civilizados. El paradigma civilizador de Occidente y las raíces del capitalismo Para entender cómo se estructuró el paradigma civilizador capita- lista occidental, es importante exponer, aunque sea de manera muy sucinta, sus orígenes históricos. No debemos olvidar señalar que la civilización neolítica originaria que antecedió en Asia Menor el surgi- miento de la civilización de Europa Occidental, estuvo caracterizada por la domesticación de los cereales, la invención de los sistemas de regadío, la domesticación del ganado, la invención de la cerámica, de la rueda, del alfabeto, la escritura y, particularmente, el desarrollo de los espacios urbanos y del Estado, rasgos que se originaron en el Asia Menor y en la región mediterránea del continente africano, las cuales después serían llamadas sociedades despóticas por los apologistas de la civilización occidental. Como expuso Gordon Childe (1958, p.2): “…The prehistoric and protohistoric archeology of the Ancient East is therefore an indispensable prelude to the true appreciation of European Prehistory…” (Childe, 1958, p. 2 (La arqueología prehis- tórica y protohistórica del Oriente Antiguo es por tanto el preludio indispensable de una verdadera apreciación de la Prehistoria europea. Traducción nuestra). Lo anterior demuestra, como ya todas y todos sabemos, que la cuna y los orígenes de la civilización humana no se encontraban origina- riamente en Europa Occidental sino en el Asia Menor, en el Medite- rráneo Oriental y el norte de África y –según datos recientes– también
  • 45. 44 Mario Sanoja Obediente en la región litoral atlántico-mediterránea de la Península Ibérica. Como evidencia de lo anterior podemos mencionar, como plantea el historiador y filósofo Martin Bernal, que ya desde 1720 años a.C., la antigua cultura egipcia había influido grandemente en el surgimiento de la cultura clásica griega seguida luego –hacia 1200 a.C.– por las migraciones de pueblos indoeuropeos hacia la Península Griega (Bernal, 1987, pp. 20-21). Las investigaciones arqueológicas y filoló- gicas sobre las llamadas altas culturas neolíticas del Asia Menor, han mostrado fehacientemente que los focos de mayor intensidad cultural se localizan principalmente tanto en Irán como en el actual Irak. En la aldea neolítica de Al’Ubaid, localizada en las orillas del río Éufrates, Irak, las investigaciones arqueológicas permitieron localizar las pri- meras evidencias de la metalurgia del cobre hacia el año 5000 a.C. Para el año 3000 a.C., durante la Fase Dinástica Temprana, los sumerios ya habían comenzado a producir instrumentos de cobre y de bronce, tecnología que se expandió a través de los Balcanes hasta el Mediterráneo Oriental (Clark, 1977, pp. 75-94). De la misma manera, otras investigaciones arqueológicas y filológicas sobre las altas culturas neolíticas del Asia Menor, cuyos focos se localizan en los actuales Irán, Irak, Siria y Turquía revelan cómo, entre 5000 y 4500 años a.C. (Ehrich, 1971, pp. 344-347), aquéllas se expandieron a lo largo del valle del Danubio y la costa mediterránea hacia Europa Occidental, habitada por antiguas poblaciones mesolíticas nórdicas como las ertebollienses y campiñenses (Childe, 1949, pp. 206-212; Pittioni, 1949, pp. 35-41). Las poblaciones provenientes del Medio Oriente llevaron consigo hacia el occidente de Europa las semillas de la civilización neolítica originada en Asia Menor dando origen a lo que Gordon Childe denominó como Cultura Danubiense, la cual constituye a su vez el fundamento de la sociedad neolítica del centro y norte de Europa (Childe, 1949; Ehrich, 1971, pp. 364-365; Cavalli- Sforza, 2000, pp. 104-105). Las investigaciones llevadas a cabo por Arteaga y sus colaboradores en Andalucía han mostrado –con sus proyectos de investigación regional, enfocados desde el punto de vista de la arqueología social– la existencia de otro proceso civilizador originario de neolitización aldeana en la región atlántica mediterránea de aquella región, el cual
  • 46. 45 Civilización y procesos civilizatorios habría comenzado posiblemente entre 10.000 y 8.000 años antes del presente, donde el cultivo de plantas se habría desarrollado en los antiguos rebordes litorales de las zonas gaditanas, sevillanas y onu- benses, así como alrededor de los antiguos humedales contemporá- neos del estuario boreal del Bajo Guadalquivir. Dicho proceso habría generado un modo de vida calcolítico (agrícola-ganadero-minero- metalúrgico) que culminó posteriormente en la formación de Estados Clasistas Iniciales en dicha región. Este desarrollo de las fuerzas pro- ductivas se tradujo en una considerable modificación antrópica del paisaje, coincidente con la consolidación temprana de la minería del cobre y la metalurgia (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 61-67). Esta propuesta geoarqueológica, ambientada desde el punto de vista mate- rialista dialéctico, recoge la importancia que tiene el crecimiento de las fuerzas productivas para impulsar el desarrollo del nivel socio- histórico de los pueblos, pero advierte también sobre la degradación ambiental que puede producir dicho desarrollo, incluso en períodos tan tempranos de la historia de la sociedad europea mediterránea. La posición de la arqueología social ibero-latinoamericana permite mostrar, conforme a las investigaciones de Arteaga y sus colabora- dores, un proceso civilizador estatal atlántico-mediterráneo, con una dimensión histórica euroafricana (Arteaga, 2000, p. 6) que habría tenido como centro la región meridional de la Península Ibé- rica a partir del Neolítico Final, durante el V-IV milenio a.C. De la misma manera, las elaboradas series de dataciones radiocarbónicas obtenidas y elaboradas según las investigaciones de Castro, Lull y Micó (1996, pp. 233-254) corroboran el carácter temprano del aquel proceso en relación con otras regiones de Europa Occidental y de la región mediterránea en general (gráfico 1). Un indicador arqueológico tal como la metalurgia del cobre arsenicado, marcaría la existencia de la desigualdad social, evidencia de una sociedad clasista inicial en for- mación sobre la cual emergería posteriormente el Estado (Bate, 1984, Arteaga y Nocete, 1996).
  • 47. 46 Mario Sanoja Obediente Podríamos considerar que las raíces de la actual civilización europea, los procesos civilizadores mediterráneo y nórdico propiamente dichos ya se hallaban consolidados en los inicios de la llamada Edad del Bronce (ca. 4.000 años a.p.), cuando el marco organizativo de dicha sociedad ya operaba dentro de un cuadro cultural bien definido a nivel local y regional donde se afirmaban sus tradiciones culturales regionales: la nórdica, la atlántica, la mediterránea andaluza y las alianzas políticas entre las mismas (Kristiansen, 1998). Gráfico 1. Cuadro cronológico comparativo; origen del calcolítico en la región atlántico-medite- rránea (Andalucía). Tomado de Castro, Lull y Micó (1996, pp. 233-254).
  • 48. 47 Capítulo 3 La sociedad de la Edad del Bronce El bronce fue una innovación tecnológica que permitió reemplazar los antiguos instrumentos de piedra, madera y hueso por nuevas herra- mientas cortantes así como por armas más eficientes. Como expli- caremos en capítulos posteriores, las bases de la industria moderna fundamentada en el desarrollo del movimiento circular comenzaron a consolidarse en esa época con la fabricación de sierras, taladros y similares en metal, herramientas que permitieron importantes avances en el trabajo de la piedra, la madera, el hueso y la concha. El descubrimiento de la reducción y fundición de los minerales uti- lizando el carbón como combustible, significó el inicio de la teoría científica en la física y la química. Los artesanos y artesanas de la minería y la metalurgia formaban posiblemente comunidades de trabajadores, trabajadoras y comer- ciantes libres, vinculados quizás por intereses tecnológicos y mercan- tiles, que no producían su propio alimento, sino que dependían en buena parte de los excedentes intercambiados con otras comunidades cuya economía era fundamentalmente agropastoril y cuyas relaciones sociales se basaban posiblemente en el parentesco, hecho que facilitó tal vez la concentración de la riqueza en aquella especie de sociedad temprana de empresarios. Puesto que inicialmente los artesanos del bronce eran quizás extraños en una sociedad consanguínea, posi- blemente desposeídos de tierras, es posible que ellos y sus mujeres tuviesen una especie de estatus intertribal que les permitía ejercer sus oficios y ganarse la vida en diferentes pueblos y regiones. No sólo manufacturaban y vendían sus productos de bronce, sino que por su capacidad de viajar sobre largas distancias también explotaban y
  • 49. 48 Mario Sanoja Obediente vendían ámbar, alfarería y diversidad de otros bienes destinados al comercio intertribal (Childe, 2004, pp. 185-186). Quizás como refuerzo de esta aseveración, podemos mostrar la amplia distribución espacial de lingotes metálicos en forma de pieles de buey o de ovejas (figura 1) utilizados quizás como moneda en ciertas regiones del norte de Europa Occidental (Kristiansen, 2001, pp. 498-499, figura 1. 192; Demakopoulou, 1999, pp. 37). Ello sugiere que las comunidades vinculadas a la metalurgia del bronce pudieron haber jugado también un papel importante en la ganadería y el pastoreo (género de vida trashumante), así como en los circuitos de intercambio comercial entre los pueblos del Mediterráneo Occi- dental y el noroeste de Europa (Kristiansen, 1994, pp. 16, 19, 21). La existencia de estas formas precapitalistas de acumulación de fuerza de trabajo, de bienes suntuarios o de ambos han sido igual- mente analizadas por varios autores como indicativas de procesos productivos y mercantiles que caracterizaron también algunas socie- dades estratificadas o clasistas iniciales originarias de Asia y América (Eckholm y Friedman, 1979; Sanoja y Vargas-Arenas, 2000). El cobre y el estaño, materias primas necesarias para producir la alea- ción que se denomina bronce, no son elementos muy comunes; las minas de dichos materiales se encuentran generalmente en terrenos montañosos o desérticos distintos a las planicies fértiles preferidas generalmente por los agricultores neolíticos. Por estas razones, para satisfacer la demanda de materias primas, la metalurgia tenía que ser llevada a cabo por una comunidad de especialistas a tiempo completo en la minería, el transporte, el procesamiento de los minerales, la manufactura y la distribución y el mercadeo de los objetos de bronce que, generalmente, eran insumos de lujo y de prestigio, por lo cual la dicha comunidad mantenía una relación simbiótica con las comuni- dades a las cuales servían. El proceso de trabajo de la minería estuvo quizás vinculado también con el panteón de las antiguas religiones indoeuropeas; los minerales moraban en el seno de la tierra, protegidos o asociados posiblemente con divinidades o ninfas del género femenino: el cobre deriva su
  • 50. 49 La sociedad de la Edad del Bronce nombre de la divinidad conocida como Chalcis, y el hierro de la diosa o ninfa Sidérea, por lo cual es muy posible que las mujeres tuvieran una importante participación en la invención de los rituales y asi- mismo en los métodos para extraer y tratar los minerales. La trans- formación de los metales en armas para la guerra, el uso del fuego, del martillo y la fragua para moldear los metales podría estar sin duda relacionada –en el caso particular de las sociedades germánicas y nór- dicas– con las divinidades del fuego, el trueno y la guerra como Thor y Odín. Esta posible asociación de las artes del fuego, tales como la alfarería, la minería y la metalurgia con las divinidades del género femenino del inframundo y las divinidades del género masculino que habitaban el Walhalla, el Olimpo germano, con la forja de armas y herramientas, rodeaba quizás a las comunidades de mujeres y hom- bres vinculados a la fabricación de un cierto tipo de alfarería –el vaso campaniforme entre otros– y al proceso de trabajo de la minería, de la metalurgia y a la comercialización de sus productos, con una subje- tividad particular asociada con la magia que los mantenía –de cierta manera– alejados y alejadas de las actividades cotidianas de las comu- nidades agropastoriles. De igual manera, podría haber influido en la constitución de la ideología de las élites y dinastías guerreras clasistas iniciales vinculadas a la metalurgia del bronce y el hierro que llegaron a dominar todo el ámbito europeo (Kristiansen, 1994, pp. 16-17), estableciendo así una diferencia ontológica con el surgimiento de las sociedades clasistas iniciales orientales subsumidas en el llamado Modo de Producción Asiático, y las americanas. Quizás por aquellas razones, la reproducción de las comunidades de las y los especialistas en minería, metalurgia y forja de metales, si bien dependía quizás de los excedentes agropecuarios producidos por las diversas comuni- dades de campesinos y campesinas, pastores, pastoras, artesanos y artesanas que vivían en sus áreas de influencia, facilitaba quizás su capacidad para el intercambio comercial y político con aquéllas y al mismo tiempo de dominarlas vía el control de la producción y la dis- tribución de los bienes materiales (Childe, 2004, pp. 177-189). Las sociedades de la Edad del Bronce, en general, podrían haber representado el proceso de transición de organizaciones sociales de tipo tribal hacia una clasista inicial de tipo estatal, caracterizada por una acentuada división social y económica basada en el territorio. En
  • 51. 50 Mario Sanoja Obediente la región atlántico-mediterránea de Andalucía, las primeras manifes- taciones de la sociedad clasista inicial del Cobre y el Bronce son cono- cidas, respectivamente, como Cultura de los Millares y Cultura del Argar (Arteaga, 1992). La Cultura de Los Millares (2000-1400 a.C.; Ehrich, 1971, p. 339; 3400-2250 ANE, Castro, Lull y Micó 1996, p. 79) supone no solamente la expansión e intensificación de la agricul- tura y la ganadería, sino también de la metalurgia del cobre (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 67-68, 72-73). Otros autores como Kristiansen sostienen, por el contrario, la exis- tencia final en Europa Occidental, la Oriental y la Nórdica de socie- dades tipo Estado, pero sin instituciones burocráticas desarrolladas, correspondiente al tipo denominado sociedad estratificada (Kristiansen, 1998, pp. 76, 91). La estructura social de los pueblos de la Edad del Bronce tardío y la Edad del Hierro del norte de Europa parece –según esta tesis– podría haber estado constituida por confederaciones de cacicazgos o jefaturas y señoríos, gobernadas cada una por un jefe principal o rey. Cada lugar central de los mismos era, a su vez, el espacio donde se fabricaban o se acopiaban los bienes de prestigio así como las materias primas obtenidas por intercambio comercial. Los vasallos y subjefes que habitaban alrededor de cada centro, pagaban a su Señor tributos en esclavos, hierro, oro, materias primas diversas y bienes terminados. Cada centro subsidiario del lugar central pro- ducía igualmente bienes de prestigio para la distribución local y para el comercio regional. Es probable, pensamos, que este rasgo consti- tuya un antecedente remoto de la separación entre ciudad y campo, entre la producción artesanal y comercial burguesa y la producción agropecuaria campesina que distinguen posteriormente la formación esclavista y la formación feudal. Considerando las posiciones teóricas enunciadas, creemos que durante la llamada Edad del Bronce se habría formado en Europa Occidental un tipo de sociedad estatal donde la metalurgia se con- virtió –al parecer– en la actividad principal de grupos de especialistas, cuyo poder social y político parece haberse basado en una comu- nidad dominante de intereses tecnoeconómicos y comerciales para el control y la distribución de la producción más que en las relaciones de parentesco que habían caracterizado a las antiguas sociedades
  • 52. 51 La sociedad de la Edad del Bronce igualitarias de la comunidad primitiva. Como evidencia de ello se desarrolló en la región atlántica-mediterránea de la Península Ibérica, un proceso de estratificación social que implicaba desigualdad social en relación con la apropiación de los bienes materiales producidos en aquellos espacios sociales. En dicha región donde ya existían eviden- cias de un Estado colectivista en el cual se observaban formas de coer- ción social y ordenamiento territorial, se nota asimismo una creciente proyección estratégica territorial jerarquizada en aldeas fortificadas construidas sobre cerros amesetados, explotaciones mineras, talleres de metalurgia, campos funerarios, rodeados por asentamientos cam- pesinos. El desarrollo de las fuerzas productivas se refleja en la intensa modificación antrópica del paisaje debido a la deforestación, hecho que se evidencia en el aumento de la deposición de limos aluviales tanto en la desembocadura de los ríos como en las bahías litorales (Arteaga y Hoffman, 1999). En el sur de la Península Ibérica, el desarrollo de la sociedad clasista inicial de Los Millares estimuló a su vez el de un sistema productivo agrícola, ganadero, minero y metalúrgico que hizo posible la especia- lización tecnológica de la llamada Cultura de El Argar, una de las más destacadas del Mediterráneo y del Occidente de Europa, de la cual surge el Estado centralizado Argárico (Arteaga y Hoffman, 1999, p. 73; Artega, 2000, p. 33; Lull, 1983; Lull y Estévez, 1986; Castro, Lull y Micó, 1996, pp. 238-242). La sociedad clasista inicial de El Argar, sin tener que construir enormes obras hidráulicas como en el Oriente, pudo de esta manera intensificar el desarrollo de las fuerzas productivas mediante la coerción de los sujetos dominados gracias a la administra- ción controlada de los bienes materiales básicos para la reproducción social, particularmente los alimentos (Gilman, 1981, p. 8; Arteaga, 2000, pp. 36-37). Un proceso similar también se evidencia en el surgimiento durante la Edad del Bronce tardío en Europa Occidental, Nórdica y Oriental (mapa 1), de los llamados “campos de urnas”, necrópolis o grandes cementerios que se asocian con una vasta red comercial apoyada en pueblos que practicaban la minería y metalurgia del bronce, especia- listas en diversas ramas de la producción, incluso en la manufactura de vasijas campaniformes asociadas al parecer con la fabricación
  • 53. 52 Mario Sanoja Obediente de cierto tipo de cerveza, red que se extendía desde la región medi- terránea de la Península Ibérica (2800-1500 cal ANE, Castro, Llul y Micó 1996, p. 107) hasta la Europa Central y la Oriental y hasta las islas británicas y desde el norte de Europa hasta el Mediterráneo (Childe, 1949; Clark, 1977, pp. 181-198; Martínez Navarrete, 1989, pp. 372-387; Kristiansen, 1998, pp. 15-18 y 354-400; Martínez, Lull y Micó, 1996; Castro Martínez, 1994; Arteaga, 2000, pp. 13-26). Según Arteaga (2000), el auge de la Tradición del Vaso Campani- forme, originario de Portugal y Andalucía, asociado con el apogeo de la metalurgia del cobre y el bronce podría representar la proyección estatal del proceso civilizador atlántico-mediterráneo. Durante el período del Bronce Antiguo, así como en el Bronce Final (siglo VIII a.C.), la presencia de hoces en tumbas y depósitos relacio- nados con enterramientos de mujeres de bajo rango podría indicar el papel que éstas jugaban en el cultivo y la cosecha de granos como la cebada, insumos que eventualmente podrían ser utilizados para fabricar las bebidas fermentadas (Kristiansen, 1998, p. 258). Sal- vando las distancias territoriales y cronológicas, podemos observar que también en las culturas originarias suramericanas y caribeñas las mujeres desempeñaban un papel similar en el cultivo y la cosecha de granos y raíces utilizadas en la alimentación cotidiana y en la pre- paración de bebidas fermentadas como la chicha, fabricada a partir del maíz (Zea mayz) o del jugo extraído del prensado de la harina de yuca (Manihot sculenta). Dichas bebidas eran consumidas –particu- larmente– como parte de los rituales colectivos que se observaban en las ceremonias públicas (Sanoja, 1997, pp. 105-129). Hace unos 4000 años, como ya se expuso, poblaciones conocidas como mercaderes de los beakers, el vaso campaniforme, fueron tam- bién constructoras de las famosas estructuras megalíticas europeas y quienes abrieron las comunicaciones y rutas comerciales que permi- tieron la difusión de la metalurgia. Se trataba posiblemente –como dice Childe (1949, p. 248)– de bandas de mercaderes armados de las cuales formaban parte artesanos y artesanas que se desplazaban entre la España meridional y el Mediterráneo hasta las islas británicas, la Europa Occidental, la Central y la Oriental hasta el río Vístula. Es interesante preguntarse si la alfarería que alimentaba esta red
  • 54. 53 La sociedad de la Edad del Bronce paneuropea de comercio y artesanía, no era fabricada por las mujeres casadas con los acaudalados comerciantes quienes, a su vez, eran gue- rreros e intermediarios en la fabricación, el transporte y la distribu- ción de los objetos metálicos (Childe, 1949, pp. 247-254; Braidwood, 1967, pp. 155-157). Los portadores de los llamados “ajuares cam- paniformes” estaban adscritos –quizás– a los grupos dominantes, actuando como intermediarios y agentes de sus respectivas organiza- ciones que tenían a cargo el desarrollo de las actividades comerciales. Los ajuares campaniformes aparecen tanto en sepulturas individuales como colectivas (Arteaga, 2000, p. 26). De manera concurrente, las diferencias regionales expresadas en los diversos modos de vida y niveles de desarrollo en las fuerzas produc- tivas existentes entre los pueblos de la Iberia mediterránea, Europa Occidental y Central, históricamente arraigadas, determinaron la importancia que adquirió el intercambio comercial. Ello determinó luego en gran medida el carácter costero de la civilización clásica y la génesis y ulterior expansión de la civilización griega y del Imperio romano hacia el este y el oeste. El comercio marítimo era el único medio viable de intercambio mer- cantil para distancias medias o largas, por lo cual el Mediterráneo, el único gran mar interior en toda la circunferencia de la Tierra, se convirtió en el privilegio físico de la civilización antigua. Esta caracte- rística mediterránea devino en el fundamento del proceso de cambio histórico que culminó con una fase de expansión urbano-imperial durante la cual se desplazó el centro de gravedad del mundo antiguo hacia la Península Itálica (Sereni, 1982, pp. 63-87). Ello le imprimió al modo de producción esclavista iniciado en Grecia un mayor dina- mismo que determinó el surgimiento en la Península Itálica de la República y posteriormente del Imperio romano. Los griegos y los etruscos también se insertaron posteriormente en aquellas estructuras regionales de poder, contribuyendo al desarrollo de las redes comerciales mediterráneas y, al mismo tiempo, a la con- solidación de su propio poder político (Castro, 1994, p. 172). Si la posterior popularización de la metalurgia del hierro jugó un papel importante en la colonización de Europa por parte de los griegos y
  • 55. 54 Mario Sanoja Obediente los fenicios, la adopción y la adaptación que hicieron los pueblos de Europa Central y Occidental del alfabeto fenicio alrededor del siglo VIII a.C. hizo posible la creación de un vehículo para el pensamiento abstracto y la literatura que, conjuntamente con las artes visuales, constituyeron un aporte capital a la herencia cultural de la huma- nidad (Clark, 1977, p. 187). Durante el Bronce Final de la Iberia mediterránea, siglos X a IX a.C., las formaciones sociales se consolidaron en una estructura aristo- crática de acuerdo con la propiedad privada de las tierras, ganados y minas por parte de la clase dominante que se benefició de los medios de producción que se hallaban bajo su control, dando nacimiento al Estado tartesio. Aquella región, por sus grandes riquezas productivas, se convirtió en un polo de atracción centrado alrededor del estrecho de Gibraltar. Los centros urbanos tartesios, ahora asociados con el poblamiento fenicio, se convirtieron en verdaderas poleis, impac- tando en la transformación física del paisaje prerromano (Arteaga y Hoffman, 1999, pp. 76-80). De la misma manera, el surgimiento tem- prano de estas sociedades estatales urbanas en la Andalucía medite- rránea, habría facilitado la colonización del oecumene mediterráneo occidental por las culturas clásicas (Kristiansen, 1998, figura 63). La etnicidad y la identificación cultural fueron procesos que se acele- raron en Europa a partir del año 2000 a.C., ya que los modos de vida de los diferentes pueblos gravitaban en torno a un acervo común de conocimientos metalúrgicos y de tradiciones compartidas en materia de sistemas de valores sociales y religiosos asociados al flujo comercial del bronce. Debido a la naturaleza misma de la tecnología para obtener y procesar dicho metal, se creó una dependencia en cuanto a suminis- tros de materia prima y conocimientos metalúrgicos entre las diferentes regiones, desde la Andalucía mediterránea, la Europa nórdica, la Cen- tral y la Occidental hasta las islas británicas, lo cual aportó una dimen- sión extraordinaria a la sincronía de los cambios culturales y sociales y de las tradiciones tecnológicas (mapa 1). Para el siglo VII a.C., toda la región del Mediterráneo Occidental se encontraba bajo el dominio de cuatro pueblos que constituían poderes políticos y comerciales: los tartesos, los griegos, los etruscos
  • 56. 55 La sociedad de la Edad del Bronce y fenicio-cartagineses. Los tartesos, los fenicios-cartagineses y los griegos dominaron el comercio marítimo del litoral andaluz y la costa occidental del sur de Francia, en tanto los etruscos y los fenicio- cartagineses, que ya constituían un importante poder económico y político, controlaban el comercio terrestre hacia los Alpes y los Bal- canes, utilizando para el transporte de mercancías y la protección de sus líneas de comunicación, una importante flota de naves de guerra y naves mercantes (Kristiansen, 1998, pp. 181-196, 352; Warmington, 1983, pp. 449-473).
  • 57.
  • 58. 57 Capítulo 4 La sociedad de la Edad del Hierro A partir de 600 a.C. ya se había conformado en el Mediterráneo una rica clase media de comerciantes y terratenientes, donde florecieron las artes y los oficios, y destacaban las artesanas y artesanos especia- lizados así como los comerciantes mismos. La producción artesanal y artística se preservó en la riqueza funeraria presente como ofrendas en las tumbas familiares. Esta tendencia se proyectó también hacia el norte de Europa, hacia las sociedades estatales guerreras como la llamada Cultura Hallstatt occidental y la de los pueblos célticos conocida como Cultura de La Tène las cuales –después del año 700 a.C.– caracterizan el modo de vida de las poblaciones europeas de la temprana Edad del Hierro (Kristiansen, 1994, p. 20). Aquel fue el momento cuando tanto el hierro –más abundante y barato– como también el acero comenzaron a reemplazar al bronce, democratizando la producción de las armas y las herramientas de tra- bajo, y cuando ya aparecen túmulos funerarios donde se enterraban los cadáveres de los personajes de alto estatus social acompañados con una profusa parafernalia ritual. Ello indicaría la existencia de una importante acumulación, comercio y consumo no reproductivo de la producción excedentaria de carros de guerra, armas, bienes de prestigio de origen foráneo y eventualmente objetos de oro para fines ceremoniales los cuales representaban también una acumulación de valores esenciales para el comercio suntuario entre las diversas élites dominantes (Frank, 1993, p. 388). De igual manera, los centros habi- tados fortificados, de los cuales son ejemplo los de la llamada Cultura Hallstatt, comienzan también a aparecer localizados en áreas estraté- gicas atravesadas por las antiguas rutas de comunicación del suroeste
  • 59. 58 Mario Sanoja Obediente de Europa. Ello nos revela la naturaleza de las contradicciones que surgen posteriormente entre ciudades como Roma y Cartago o Kart Hadasht (en fenicio: ciudad nueva), ubicada esta última en el golfo de Túnez, África del Norte, por el control de los yacimientos de materias primas como el cobre, el estaño, el hierro, el oro, el trigo y otros (mapa 1), y la apropiación de fuerza de trabajo esclava necesaria para desa- rrollar las fuerzas productivas de aquellas primeras ciudades-Estados del Mediterráneo Occidental (Warmington, 1983, pp. 451; 457-458). Lo anterior también nos revela cómo, a diferencia de las sociedades precapitalistas, clasistas e igualitarias americanas –las cuales convi- vieron en un relativo aislamiento geográfico, cultural y tecnológico– las sociedades tribales igualitarias y los Estados arcaicos europeos se desarrollaron desde la Edad del Bronce dentro de una extensa red regional de comercio, alianzas políticas e intercambio de tec- nologías de punta para la época, que conectaba la Europa Occi- dental y la Central con los Estados del Mediterráneo Oriental y del Próximo Oriente desde los inicios del segundo milenio a.C. El papel del Estado parece haber sido –como lo demuestran las guerras entre Roma y Cartago– proteger esas redes de comercio de la actitud pre- dadora y la interferencia de otros competidores. Según Friedman y Rowlands (1977, pp. 271-272), fue precisamente la comercialización temprana de bienes manufacturados en esta área en períodos de la Edad del Hierro como La Tène tardío (siglos II y I a.C.) –antes de la emergencia de alguna forma de control estatal– lo que influyó posteriormente de manera significativa en el desarrollo de la formación feudal descentralizada y en la formación mercantil que condujo finalmente al capitalismo europeo. Las formaciones sociales europeas occidentales no siguieron el camino que las habría llevado a la constitución de las sociedades cla- sistas iniciales similares a las de los llamados Estados despóticos que caracterizaban a las civilizaciones orientales, los cuales se desarro- llaron mediante la extracción de la renta de la tierra obtenida por la sobreexplotación de la fuerza productiva constituida por el trabajo humano (Gándara, 1983). En su lugar, a partir de la Edad del Bronce y luego en la Edad del Hierro, las clases dominantes comenzaron a
  • 60. 59 La sociedad de la Edad del Hierro desarrollar una tradición europea de tipo empresarial basada en un crecimiento de las fuerzas productivas, encarnado en un control más refinado de los medios de producción y distribución de bienes mate- riales y la explotación de una fuerza de trabajo perfectamente condi- cionada para servir a sus fines, así como a la existencia de condiciones naturales favorables a dicho proceso (Bartra, 1969, p. 16). El mismo se fundamentó inicialmente en la existencia de importantes yaci- mientos de estaño, cobre y hierro, el flujo comercial de la metalurgia y el ámbar, así como la difusión comercial de tradiciones alfareras de manufactura y decoración como la representada en las vasijas cónicas llamadas beakers que se encuentran diseminadas por toda la Europa Occidental y Central. Como podemos observar, resumiendo, en Europa Occidental el pro- ceso de desarrollo histórico de la civilización atravesó por varias crisis de crecimiento. A partir de la Edad del Bronce, como se denominó en el esquema evolucionista de las edades tecnológicas sucesivas pro- puesto por los arqueólogos Vedel Simonsen y Thomsen en el siglo XIX: Edad de Piedra, Edad del Cobre y el Bronce y Edad del Hierro, las sociedades surgidas de la denominada barbarie neolítica cuya eco- nomía descansaba en la agricultura, el pastoreo y la utilización de la energía animal, adoptaron formas de organización clasistas iniciales gobernadas por un poder centralizado en élites nobiliarias, pero sin la estructura burocrática de los llamados Estados despóticos origi- narios que existían en el Asia Menor y en Egipto. Es necesario aclarar que –en nuestra opinión– el término despótico podría parecer como despectivo para sugerir que los pueblos asiáticos, los cuales dieron origen a las primeras formas sociales civilizadas, no podrían ser con- siderados como similares a los de la llamada civilización occidental. El crecimiento de aquellas formas estatales originarias se llevó a cabo en Europa Occidental mediante la expansión territorial y la apro- piación y acumulación cada vez mayor de la fuerza de trabajo de las poblaciones periféricas más débiles; a éstas sí se les dominó y explotó con el sistema de esclavitud generalizada de grandes contingentes humanos, como ocurriría muchos siglos después con las poblaciones originarias americanas; ello fue denominado por Marx, el modo de
  • 61. 60 Mario Sanoja Obediente producción esclavista (Clark, 1977, pp. 151-188; Kristiansen, 1998, pp. 101-164). En el caso de Europa Occidental, ciertas sociedades clasistas iniciales o estatales de la Edad del Hierro se transformaron, como sucedió con Roma, en ciudades-Estado convertidas en res publica, repúblicas patricias gobernadas por una asamblea (o Senado) de representantes de los diversos clanes o linajes dominantes, cuyo poder se extendió sobre un territorio que englobaba todo el Mediterráneo, Egipto, buena parte del suroeste de Asia, la Europa temperada y las islas bri- tánicas ocupadas por pueblos celtas (Sereni, 1982, pp. 89-128; Clark, 1997, p. 199). Cuando el ritmo y el costo social y económico de la reproducción de las res publica ya no pudo mantenerse con sus pro- pios recursos, el gobierno republicano tuvo que apropiarse de mate- rias primas como el oro y la plata, prisioneros de guerra, esclavos y esclavas, expoliando pueblos y territorios cada vez más lejanos, aumentando de manera desproporcionada la inversión en gastos militares no reproductivos. Ello determinó el fin del gobierno civil del Senado y la instauración de un Estado imperial gobernado por un César o emperador apoyado en el poder militar de las legiones romanas. Bajo el modo de producción esclavista, la utilización masiva de la mano de obra esclava como sustitución de la inventiva tecnológica, que habría podido potenciar la producción agropecuaria y la arte- sanal, produjo, por el contrario, un estancamiento del nivel de desa- rrollo de las fuerzas productivas, por lo cual el Imperio romano pasó a depender en buena parte de la productividad de la fuerza de trabajo de los pueblos periféricos o “bárbaros”, hasta su colapso definitivo en el siglo VI de la era cristiana (Anderson, 1979, pp. 76-79).