1. Henry A. Giroux . (1992). Aula de Innovación Educativa. [Versión electrónica]. Revista Aula de Innovación Educativa 1
Educación y ciudadanía para una democracia crítica
Mas allá de la ética de lo trivial
Henry A. Giroux
En este artículo que nos ha cedido personalmente para el primer número de AULA, Henry A. Giroux se opone a la nueva
ofensiva cultural de la derecha proponiendo un tratamiento educativo de la ética que fomente el pensamiento crítico y
democrático. Las obras de este autor constituyen una de las principales referencias para quienes desarrollan teorías y
prácticas alternativas a la tendencia dominante en la educación estadounidense. Sus numerosas publicaciones, aparecidas
en los diez últimos años, nos aportan elementos de reflexión que tienen un valor prospectivo para nuestra propia dinámica
educativa. Dos de sus libros ya están disponibles en castellano: Los profesores como intelectuales (Paidós MEC, 1990) y
Multiculturalismo: diferencias culturales e igualdad educativa (Roure, 1992).
"La Justicia... no es una abstracción, un valor. La justicia existe en relación con una persona y la hacen las personas. Un
acto de injusticia es condenable no porque infrinja la ley, sino porque una persona resulta perjudicada."
Abraham Heschel, Los Profetas
En la escena inicial de la celebrada película Muerte entre las flores (Millers crossing), uno de los líderes de la banda rival,
Johnny Caspar, insiste en que su petición de asesinar a otro gángster no es motivada por la ira, sino que más bien, como
dice él, "es una cuestión de ética". Para él, la ética no tiene nada que ver con la noción de compasión y justicia de Heschel;
al contrario: significa demostrar lealtad a la organización de la mafia respetando sus reglas. En este caso no hay que
confundir la lealtad con la pérdida del juicio o con un discernimiento crítico basado en el respeto por la vida y por los
principios que rigen las relaciones entre uno mismo y los demás. Todo lo contrario, la lealtad se limita a respetar el
contrato social sin hacer referencia alguna a los valores esenciales que lo forman. En términos contemporáneos, este
concepto es comparable al ondear de una bandera, falto de esencia; en este caso, de la esencia de la ciudadanía.
Muerte entre las flores es tanto una parodia de las películas de gángsters como una metáfora de la pérdida de la inocencia
de la sociedad americana. Evitando ser otra evocación conservadora de un pasado nostálgico, a la vez que acusa a la
cultura americana de ser demasiado materialista y pragmática, la película muestra una sociedad en la que el
desmoronamiento de los valores éticos se traduce en forma de líderes comprometidos con la corrupción, de relaciones
sociales claramente marcadas por la codicia y por una despreocupación general por el prójimo. La falta de ética también se
traduce en la subordinación de los intereses sociales básicos a la recompensa ilícita del beneficio desenfrenado, el poder y
la violencia.
Muerte entre las flores también es una crítica mordaz del discurso sobre la ética que se ha puesto de moda durante la era
Reagan/Bush. Existe una fuerte tendencia a reducir la ética de la enseñanza a la simple educación del carácter. Enseñar los
valores tradicionales es un eufemismo; en realidad se enseña a los estudiantes a seguir las reglas, a adaptarse en lugar de
tener su propio criterio sobre unos valores que reproducen las estructuras de poder existentes. Desde este punto de vista,
el desarrollo del carácter es eliminado del lenguaje de justicia social y la crítica social está subordinada al imperativo
pedagógico de aprender valores del alma que reproduzcan hábitos de "buena" conducta, como ser bien educado, aprender
a competir con los demás, "tener las aulas ordenadas y devolver los libros de la biblioteca a tiempo". Esta aproximación al
lenguaje y pedagogía de la ética no sólo corre el riesgo de trivializar el discurso de la moral, sino que además constituye
una amenaza al papel que las escuelas deberían tener en la recuperación de un ciudadano capaz de mantener los principios
y las relaciones de una democracia crítica.
En este debate está en peligro el prestigio de un lenguaje responsable de la ética, un lenguaje cuya tarea sea la de dar a
los estudiantes el conocimiento, las cualidades y los valores necesarios para dotarlos de su propio poder, que es el de la
sociedad.
También están en tela de juicio los valores democráticos de justicia, libertad e igualdad, que son aquellos que permiten
dirigir la atención hacia el fenómeno de la creciente población de indigentes, pobres, minorías, ancianos y otros grupos
marginados que están siendo cada vez más apartados del discurso de la moralidad. De hecho, la importancia del debate
sobre la educación moral va más allá del significado y propósito de la enseñanza para apuntar hacia la frágil naturaleza de
la democracia misma. Ello implica que cualquier debate sobre enseñanza y ética es inseparable de un objetivo más amplio:
la reconstrucción de la vida democrática pública.
En contraposición a lo que yo llamo la ética de la adaptación, quiero establecer unos principios racionales y pedagógicos
para desarrollar una ética sensible a los imperativos de una democracia crítica. Para ello, quiero remarcar las conexiones
entre tres elementos:
2. - Primero. Una pedagogía de la ética debe desafiar a las ideologías y prácticas sociales que fomentan los mecanismos de
desigualdad y de dominación a nivel cotidiano. Además, esta pedagogía debe estar basada en un proyecto humano más
amplio desarrollado como un discurso social que nace de aquellas luchas históricas y públicas concretas que han engrosado
la lista de prácticas políticas promotoras de un orden social justo y compasivo.
- Segundo. Los educadores deben comprender que las identidades y subjetividades de los estudiantes se han formado a
partir de discursos morales y éticos muy distintos. En este contexto, es fundamental para el propósito de la educación
moral y de una democracia cultural adoptar una política basada en la diversidad y la diferencia.
- Tercero. También es fundamental que la ética sea enfocada tanto desde una perspectiva epistemológica como empírica.
La ética no es tan sólo aprender ciertas formas de raciocinio moral o interiorizar virtudes morales personales, ni tampoco
es asumir algunas nociones de justicia y buena conducta. La educación moral debería basarse en formas de aprendizaje
fundamentadas en relaciones específicas que conectaran los principios y prácticas de la vida escolar con la lucha de la
propia vida en comunidad y de la dinámica de una sociedad más amplia que la de la escuela.
Antes de englobar estos tres elementos en una pedagogía de la ética y la enseñanza quiero hablar de lo que se ha asumido
como una de las principales bases de la teoría crítica de la educación: Las escuelas no son simples lugares de instrucción,
son agencias contradictorias comprometidas con formas morales y políticas concretas. En palabras más simples, producen
conocimiento y dan al estudiante su sentido del lugar, valor e identidad. Al hacerlo, le enseñan representaciones,
cualidades particulares, relaciones sociales y valores que presuponen historias y modos de estar en el mundo. Las
dimensiones moral y política de las que estamos hablando se resumen en la cuestión: ¿qué historia, qué experiencia
prevalece en la escuela? Es decir, ¿quién habla por quién, bajo qué condiciones y con qué propósito? Por ello, las escuelas
y los procesos en los que están comprometidas no son inocentes; es decir, no son instituciones neutrales en las que se da
al alumno una capacidad de trabajo o el instrumento privilegiado que es la cultura, sino que están profundamente
implicadas en formas de inclusión y exclusión, origen de valores y verdades morales muy determinados (1) .
A algunos, esto podrá sonarles como algo muy de sentido común y un tanto latoso, pero creo que es fundamental para
situar las escuelas en un marco moral y social, y poder así asesorar sobre cómo debe traducirse la radical responsabilidad
de la ética en la práctica pedagógica.
Hay que hacer dos advertencias antes de llegar a esta conclusión. En primer lugar, el tema de la educación moral no puede
separarse de las prácticas de la vida escolar. En segundo lugar, la educación moral no debe reducirse a una asignatura
académica cuyo objetivo sea enseñar un simple conjunto de conocimientos, normas y procedimientos. Tampoco puede
limitarse a decir que cualquier forma de enseñar está involucrada en la organización del futuro de los demás en la misma
medida en que está implicada en formas de regulación política y ética (2) .
Al contrario, la educación moral debe ser impartida tanto como un referente como una crítica que cuestione cada aspecto
dé la experiencia escolar, lo mismo si se trata de las relaciones del profesorado con la administración, como de la
estructura y contenido del currículum o de la tutoría, disciplina y reglamento de los alumnos o bien el particular
establecimiento de las interacciones entre la escuela y la comunidad.
A continuación expondré más detalladamente algunas de las bases fundamentales para un proyecto ético más amplio que
enseñe a los alumnos de secundaria lo que es la ciudadanía crítica para recuperar una vida pública democrática. Además,
quiero que estos conceptos sean interpretados como modelos para algunas prácticas pedagógicas basadas en la ética del
riesgo y la solidaridad (3) .
Democracia, ética y educación: el discurso perdido
Los problemas de la escuela secundaria en Estados Unidos deben enfocarse como una crisis de la ciudadanía y de la ética.
Sin embargo, parece ser que la solución a estos problemas radica, en última instancia, en el campo de los valores y la
política y no en el de la gestión y la economía. La educación es la producción de ciudadanos y de la responsabilidad de la
ciudadanía como una forma de conducta ética que hace parecer primarios conceptos como comunidad, solidaridad y bien
público. La educación para la democracia no puede reducirse, como algunos políticos han sugerido, a obligar a los
estudiantes a hacer el juramento de fidelidad, a adquirir buenos hábitos de trabajo o a medir las competencias de la
ciudadanía a través de tests de capacitación cultural estandarizados. Al contrario, los reformadores de la educación
preocupados por la ética y la enseñanza deben intentar plantearse más objetivos o propósitos del tipo: ¿Qué clase de
ciudadanos queremos formar mediante la escuela pública? ¿Qué clase de sociedad queremos crear?
Vivimos en una época de creciente pesimismo público, nihilismo cultural e impotencia política. Es una época en la que los
estudiantes parecen perdidos en la infinita mecanización de la cultura de masas dominada por los principios del egoísmo,
del consumismo y de la estandarización. También es una época en la que los educadores deben enfrentarse a la necesidad
de unos límites éticos. Ello no significa una clase de moralidad que se imponga como una censura bajo la forma de una
serie de "deberes" abstractos. Al contrario, la ética tal y como se define aquí es, como dice Richard Kearney, el conjunto de
prácticas entre uno mismo y los demás que te obliga a "tomar una decisión ética, a decir: aquí me planto... aquí y ahora
estoy ante alguien que necesita de mí una respuesta ética" (4) .
3. La ética plantea el tema de la responsabilidad como una relación social en la que la diferencia y el altruismo se practican
ofreciendo resistencia a cualquier forma de dominación y de opresión. Aquí surge la necesidad de un discurso ético que dé
una respuesta diferenciadora de cara a los demás, que haga que los estudiantes, por ejemplo, sean sensibles tanto al
sufrimiento humano como a la opresión de aquellos cuyas voces piden su reconocimiento y su apoyo a la vez. Una ética en
la que los estudiantes cuestionen su propia participación en la construcción de los aspectos a la vez liberadores y
dominadores de la vida diaria. También es necesario que ellos sean capaces de "imaginar alternativas", es decir, de
concebir relaciones sociales alternativas en las que prevaleciera la dignidad humana y en las que la violencia, tanto real
como simbólica, estuviera menos presente. Sin embargo, para que este discurso ético no sea sólo una utopía, los
educadores deben darles no únicamente la capacidad de concebir alternativas, sino también oportunidades concretas para
que se comprometan en la lucha individual o colectiva por los problemas más inmediatos de la comunidad, de la nación o
del planeta entero. Como dice Kearney, "la imaginación ética necesita... no sólo imaginar sino también actuar de forma
alternativa"'. Para ello los educadores deben redefinir el lenguaje de la ética de manera que den a los alumnos un concepto
diferenciador de la comunidad democrática en la que la relación con los demás se base en hechos históricos y actuales y en
la posibilidad de una sociedad más humana y más justa.
Si los educadores han de considerar seriamente el tema de la ética, deben organizar la vida escolar como una versión de la
democracia que enseñe a los alumnos a elegir, a pensar de forma crítica y a creer que pueden hacer diferencias. También
deben reforzar y cuestionar los conocimientos y experiencias que los alumnos exponen en clase. Además han de darles la
oportunidad de profundizar en la comprensión de la importancia de la cultura democrática desarrollando en el aula y en el
centro relaciones en las que lo prioritario sea aprender el valor de la cooperación, de compartir y de la justicia social.
El imperativo ético que une educación y democracia debería educar a la gente para las responsabilidades que implica
aprender a gobernar. Esto significa que habría que organizar el currículum de manera que los estudiantes aprendieran a
emitir juicios sobre el modo como está constituida la sociedad histórica y socialmente, sobre el modo como las relaciones
sociales existentes están implicadas en relaciones de igualdad y justicia, así como sobre el modo de estructurar las
desigualdades en el racismo, el sexismo y en otras formas de opresión. Los estudiantes deben tener la oportunidad de
juzgar cómo debería ser la sociedad en la que viven, lo que sería posible y deseable al margen de las configuraciones de
poder existentes.
Ética y política de la diferencia
Los estudiantes necesitan algo más que información sobre la sociedad; necesitan estar capacitados para valorar de forma
crítica las tradiciones dominantes y subordinadas tanto como comprometer sus fuerzas y debilidades. Lo que no necesitan
es que les enseñen la historia como algo cerrado, una versión particular de la historia que simplemente deba ser venerada
y memorizada. Educar para la democracia y para la responsabilidad ética no significa crear ciudadanos pasivos, sino poder
disponer de profesores y alumnos con capacidad y oportunidades de ser ruidosos, irreverentes y vibrantes. Estas
características constituyen las condiciones necesarias para que el diálogo, el respeto y la compasión sean los principios de
organización que sustenten una sociedad democrática.
Aparte este concepto, también es muy importante que los estudiantes entiendan que las diferencias culturales, étnicas,
raciales e ideológicas incrementan la posibilidad de diálogo, la sinceridad y la solidaridad. Las diferencias deben ser
analizadas y estructuradas dentro de unos contextos pedagógicos que fomenten la compasión y la tolerancia en lugar de la
envidia, el odio y la intolerancia. El imperativo ético del que estamos hablando debe dar a los estudiantes la oportunidad de
ser ellos quienes crucen las fronteras, quienes rebasen los límites establecidos. En otras palabras, los profesores deben
tomar en serio los principios de igualdad, libertad y justicia, transmitiendo a sus alumnos las múltiples referencias que
estructuran los distintos códigos culturales, experiencias e historias. En este marco, una pedagogía del riesgo y de la
solidaridad dará a los estudiantes la oportunidad de reescribir el discurso de la diferencia atravesando distintas zonas
culturales, lo que constituirá una fuente de crítica que les hará replantearse y pensar sobre cómo están organizadas las
relaciones entre grupos dominantes y grupos subordinados, en cómo ellos mismos están implicados, inmersos en
relaciones a menudo basadas en la dominación y en lo que habría que cambiar en estas relaciones para fomentar una
sociedad justa y democrática.
En este caso, la diferencia no es sinónimo de déficit, inferioridad, patrioterismo o desigualdad. Al contrario, nos da la
posibilidad de elaborar prácticas pedagógicas que profundizarían en el proyecto de una democracia crítica. En este sentido,
la diferencia no es una base para la competición, sino para organizar una democracia cultural que sirva para ampliar
nuestra visión moral.
Al mismo tiempo, es importante saber que la responsabilidad radical de una ética del riesgo y de la solidaridad necesita que
los estudiantes analicen las contradicciones entre el significado de libertad, las demandas de justicia social, las obligaciones
que implica la condición de ciudadano y el sufrimiento acumulado, la dominación, la fuerza y la violencia presentes en la
vida cotidiana de la sociedad americana. En parte, esto significa que el fracaso del discurso ético en nuestras escuelas tiene
su origen en el punto de vista puramente epistemológico de enseñar los valores, de enfocarlos como simples problemas de
comportamiento. Los profesores deben devolver el concepto de lo concreto y lo social al lenguaje de la ética; los
estudiantes deberían tener la oportunidad de aplicar los conocimientos de clase a los proyectos sociales que les permitan
leer, escuchar y ver las historias, las experiencias y los sufrimientos de aquellas personas que son excluidas de los
beneficios de la sociedad americana a causa de su raza, clase, género o edad. A través de los proyectos de la escuela
pueden evaluar las desigualdades fundamentales de sus comunidades y de una sociedad más amplia; luego pueden
distanciarse de las relaciones de poder que subyugan, oprimen e infantilizan. El discurso moral, tal como se plantea aquí,
4. no se basa en el aprendizaje pasivo de unos derechos concretos, sino en una participación activa en la vida pública.
Para acabar, explicaré esta idea más detalladamente.
La ética y la lucha por la democracia
Reconocer que la democracia es una idea moral implica una lucha continua por reconstruir la experiencia humana en la
realización de principios como la libertad y la fraternidad. En este contexto, el aprendizaje debe basarse en un imperativo
ético que desafíe el orden social establecido a la vez que dé a los estudiantes las bases para comprender intelectual, cívica
y moralmente su papel como agentes de formación pública. En un primer nivel, significa que el currículum debe atender
más a los temas, problemas e historias que constituyen las experiencias de sus estudiantes y a la densidad moral y política
de la vida cotidiana.
En un segundo nivel, significa que las escuelas necesitan reconstruir sus relaciones con la comunidad a la que
presuntamente sirven. Las escuelas deben introducirse en dichas comunidades y aprender cuáles son sus tradiciones y sus
luchas, compartir el poder con los padres que viven en ellas y utilizar sus recursos para controlar no sólo a los miembros
más relevantes de dichas comunidades, sino también a aquellos individuos y grupos que generalmente son excluidos de la
vida escolar. Como agentes de la ética, es fundamental que las escuelas vinculen el aprendizaje con una teoría más amplia
del bienestar social y de la democracia cultural. En último extremo, esto significa que los educadores pueden trabajar para
insertar de nuevo la idea de lo público en la educación y así defender sus responsabilidades como servidores públicos,
haciendo referencia y comprometiendo, de forma crítica, los principios que configuran su visión de la educación y de la
sociedad más bien dentro que fuera de los principios y prácticas de una democracia critica. Los educadores deben
desarrollar una visión que fomente una ciudadanía crítica. También deben aliarse con otros trabajadores culturales para
proteger aquellas condiciones que les acreditan como educadores comprometidos y con principios.
Los recientes acontecimientos en la Europa del Este han sido interpretados como que el legado democrático de América ha
llegado a su penúltima expresión en el resurgimiento de las revoluciones democráticas en el mundo.
Actualmente la lucha por la democracia todavía no ha terminado y la complacencia e indiferencia respecto al lenguaje de la
democracia que a menudo se dan en Estados Unidos son un buen motivo para que los educadores reclamen una vez más el
lenguaje de la educación como un imperativo ético y político.
Para que la democracia no sea víctima del creciente relativismo, del individualismo y del consumismo, en última instancia,
son los educadores quienes, trabajando en equipo, deben desarrollar un discurso ético, un razonamiento para que los
estudiantes y otras personas entiendan la democracia como una forma de vida por la que se debe luchar duramente y que
debe ser considerada como parte de la práctica de la ciudadanía crítica.
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Henry A. Giroux
1. E. SMITH: The New Moral Classroom, Psychology Today, Mayo 1989: 36.
2. R.I. SIMON: Teaching against the Grain: Essays for a Pedagogy of Possibility. (NewYork: Bergin and Garvey,
forthcoming.)
3. This is developed more fully in S.D. Welch, A Feminist Ethic of Schooling and the Struggle for Public Life (Minneapolis,
University of Minnesota Press, 1988.)
4. R KEARNEY The Wake of Imagination (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988) 361.
5. Ibid., 457.