Este documento presenta el nacimiento de José Ramón Barahona el 12 de agosto de 1944 en el cantón de Santa Teresa, Chalatenango, El Salvador. Nació como el octavo hijo de Carmen Hernández y Raúl Barahona. La partera Juliana asistió el parto en la casa de la familia Barahona. Aunque el recién nacido José Ramón no lloró inicialmente, comenzó a llorar media hora después de nacer y se prendió al pecho de su madre Carmen.
(HOTD) Las Grandes Casas de Westeros y su estado previo a la Danza de los Dra...
El nacimiento de un sueño americano
1.
2.
3. El Sueño Posible
CONTENIDOS
NOTA DEL AUTOR
PROLOGO
INTRODUCCION
CAPITULO I
“GARROTILLO” Y OTROS MUNDOS
CAPITULO II
LA MUERTE QUE CAMBIO MI VIDA
CAPITULO III
LAS OLAS MIGRATORIAS
CAPITULO IV
UN CIPOTILLO VALIENTE
CAPITULO V
MIS PRIMEROS VIAJES
4. El Sueño Posible
CAPITULO VI
UNA NUEVA ETAPA EN SAN SALVADOR
CAPITULO VII
SANGRE EN EL PAISAJE
CAPITULO VIII
LA LOCURA DEL AMOR
CAPITULO IX
UNA AVENTURA HACIA LO DESCONOCIDO
CAPITULO X
JAMAS ME VOY A QUEBRAR
CAPITULO XI
DE REGRESO A LA TIERRA DE LAS OPORTUNIDADES
CAPITULO XII
AHORA EL MUNDO ES MIO
CAPITULO XIII
KATHY. LA ESPOSA, SOCIA Y AMIGA
CAPITULO XIV
NACE MI PRIMERA EMPRESA
CAPITULO XV
EL SUEÑO AMERICANO: ¡YA ERA RICO!
CAPITULO XVI
EL PADRINO DE CHALATENANGO
CAPITULO XVII
UNA SUCIA CONSPIRACION
CAPITULO XVIII
GOLPEADO PERO NO PARTIDO
CAPITULO XIX
UN REGALO DE DIOS
EPILOGO
GLOSARIO DE SALVADOREÑISMOS
5. El Sueño Posible
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NOTA DEL AUTOR
Debido a lo delicado de algunas circunstancias que
se narran en este libro, los nombres de algunas
personas han sido cambiados.
7. PROLOGO
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Conocí a José Ramón Barahona hace casi una
década. Por esa época ya era el líder indiscutible
de la comunidad salvadoreña en Washington,
D.C., Estados Unidos. Con el tiempo he tenido la
oportunidad de conocerlo más a fondo, no sólo en
el plano empresarial, sino también al hombre de
familia, al ser humano, que a sus sesenta años, sigue
lleno de proyectos y sueños. He tenido la oportunidad
de compartir con él muchísimas vivencias
enriquecedoras, de discutir a fondo sus ideas sobe el
desarrollo económico y social de nuestro querido El
Salvador. Debo reconocer lo mucho que he aprendido
de su filosofía de vida, sus valores y principios.
Mi verdadero primer contacto personal con
José fue al principio del otoño de 1997 en un evento
netamente íntimo y familiar cuando, junto a Kathy,
su esposa, y sus hijos Alicia y David, inauguraron
su nueva casa en Great Falls, Virginia. Mi primera
impresión fue que por su mentalidad, forma de
vida y hasta por su manera de expresarse, era más
gringo que salvadoreño, cercano probablemente a El
Salvador; pero desconectado de la vida económica,
social y política contemporánea de nuestro país.
Cuando lean este libro se darán cuenta que
mi percepción era completamente equivocada.
Ciertamente, la distancia y su alejamiento por casi
30 años de su querida tierra, lo hacían lucir ajeno a
nuestra patria. Lo que no sabía era que él se mantenía
completamente informado de todo lo que ocurría en
su país, al que nunca le perdió la pista. Sin embargo,
creo que en estos últimos años lo hemos recuperado
para siempre. José cada día es más uno de nosotros.
8. PROLOGO
8
Salvadoreño antes que nada… orgulloso de ser
salvadoreño.
Hoy en día, el “Chief”, como cariñosamente
le llamamos los que lo apreciamos, es uno de mis
mejores amigos. Escribir estas líneas como prólogo
de este libro de su vida que significa tanto para él, y
que estoy seguro transformará la visión que tenemos
sobre el sueño americano, es un verdadero privilegio.
De este libro me apasiona que es una obra
pura, honesta y sincera. José lo cuenta todo. Este no
es uno de esos libros para realzar la imagen y hacer
relaciones públicas. La historia está completa con
todas sus palabras, imágenes, hechos y personajes
que han conjugado una experiencia de vida de éxitos,
pero no exenta de vicisitudes. La obra está hecha
con seguridad y absoluta transparencia, y cuenta su
historia tal como la conocíamos sus amigos antes de
esta publicación.
Como escribió un gran novelista, en este
libro José escribe sobre lo vivido y vive sobre lo
escrito. Debemos apreciar su valentía de contarnos
sus sueños tal como él los ha materializado. Ya
sea en Washington, D. C., San Salvador, San José,
Costa Rica o en su amado Chalatenango; José nos
demuestra en esta obra que ha sabido ganar todas
las batallas de los inmigrantes y que es un ejemplo
a seguir y un modelo para nuestras comunidades en
los Estados Unidos, sus líderes y organizaciones.
El relato de José también es una esperanza para
todos los jóvenes de nuestro país. El éxito radica en
el trabajo duro, en ser honesto, disciplinado, en estar
dispuesto a sacrificarse al máximo, en tener deseos,
sueños y aspiraciones, preparándose y educándose
para realizarlos. La historia que contiene este libro
prueba que los hados de la fortuna no cruzan sus
espadas para quien cumpla estos requisitos.
9. PROLOGO
9
Hace poco tiempo tuve la oportunidad de
detenerme a mirar un poco de su vida a través de
las condecoraciones, medallas, reconocimientos,
menciones honoríficas, fotografías y una serie de
cuadros que tienen sus recién inauguradas y elegantes
oficinas en Herndon, Virginia.
Dos cosas llamaron mi atención: La Medalla
de la Libertad otorgada por el Senado de los Estados
Unidos, y que comparte con Margaret Thatcher,
el actor Charlton Heston y el presidente Ronald
Reagan, entre otros; y un reciente artículo que lo
califica como el “Padrino de Chalatenango”, por
sus obras sociales y humanitarias en el norte del
país. Fue entonces cuando comprendí que, además
de salvadoreño, José es un hombre de dimensión
universal que ha transcendido fronteras, razas,
idiomas, credos, condiciones económicas y sociales.
Es un hombre del pueblo con sencillez
y naturalidad, pero también es un empresario
visionario y globalizado.
Espero que este libro contribuya para que la historia
de El Salvador así se lo reconozca y para que nuestras
generaciones futuras aprovechen al máximo su
legado.
René León
11. El Sueño Posible
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Carmen Hernández de Barahona se despertó
en la madrugada con los primeros dolores de
parto. Era el 12 de agosto de 1944. Tenía 35 años,
tez morena, complexión fuerte y mirada franca. Su
esposo, Raúl Barahona, apenas dos años mayor que
ella, se vistió rápido, se puso el sombrero, agarró el
corvo, se tomó de viaje una guacalada de café negro
endulzado con panela que Lucía, su hija, le había
puesto a calentar en el fogón. Salió cuesta arriba
a buscar a la niña Juliana, la partera. Eran las tres
de la madrugada. Había llovido toda la noche y el
cielo estrellado parecía recién lavado. El aire estaba
impregnado de un fuerte olor de zacate limón,
jazmines y nomeolvides.
Por el camino Raúl iba pidiéndoles a Dios y a
Santa Teresa que todo saliera bien.
Era el octavo parto de Carmen, y eso no dejaba
de preocuparlo un poco. Pero la niña Juliana vivía
cerca y pronto estaría con ella de regreso. Pasó rápido
por el ceibo frente al rancho de don Justo Martínez,
donde ya se veían por las rendijas las luces de los
candiles encendidos. Se fue trazadito junto al cerco
de piedras de la propiedad de don Chepe Rodríguez,
pasó la quebrada y llegó al rancho de la niña Juliana.
Raúl vio con sorpresa que la matrona ya lo estaba
esperando con una toalla sobre la cabeza, a manera
de mantilla, y una bolsa en donde llevaba las cosas
que le servirían para atender el parto.
–Buenos días niña Juliana… ¿Cómo sabía que
hoy le tocaba a la Carmen?
–Como que si es la primera vez, vos.
Ya soy vieja en esto y desde anoche me avisó
12. El Sueño Posible
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el corazón que la Carmen iba a parir hoy, así
que vámonos rápido.
–Vámonos pues–, cerró la plática Raúl.
Cuando llegaron a la casona encontraron a
Carmen envuelta en cobijas y ensopada en sudor.
Santiago, el mayor de los cipotes, estaba a su
lado pasándole un paño tibio por la frente. Lucía
calentaba algo en la cocina y los más chiquitos
estaban dispersos y asustados. La niña Juliana se fue
de inmediato al camastrón de petate y cordel, sacó
una como cajita de metal, tijeras, trapitos de varios
colores, alcohol, ungüentos y pomadas en botecitos
de diversos tamaños. Lucía le llevó el agua caliente.
Carmen respiraba más rápido. El dolor se le dibujaba
en el rostro.
Raúl se quitó el sombrero y salió al corredor.
Se sentó en la banca de madera que él mismo había
construido y se puso a pensar. Todavía estaba oscuro.
Recordó con claridad la tarde cuando, siendo ya casi
un adolescente, su padre, un ciudadano español de
origen vasco, lo llevó a Chalatenango y le compró
su primer sombrero. Esa tarde le dijo que él estaba
convencido que de su sangre nacería uno que estaría
destinado a grandes cosas. Raúl no lo comprendió
entonces. Pero esa madrugada, cuando ya el canto
de los gallos y los pájaros mañaneros anunciaban el
inminente amanecer, tuvo la certeza de que lo dicho
por su padre tenía que ver con el octavo parto de
Carmen.
También recordó la noche, varios años atrás,
en el velorio de Marina Zelaya, cuando la niña
Juliana, con un puro de tabaco en la boca y un guacal
de café negro sin azúcar en la mano, le había dicho
mirando hacia ninguna parte: “Ve, Raúl, yo sé lo que
te digo, a este caserío de Santa Teresa se lo va a llevar
el aguaje”.
13. El Sueño Posible
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Por esas fechas el cantón Santa Teresa era un
puñado de casitas dispersas entre el río Gualeza y
el majestuoso río Lempa. En realidad se llamaba
Potrerillos, pero sus habitantes prefirieron llamarlo
desde siempre con el nombre de su santa patrona.
Fue hasta 1971 que pasó a llamarse oficialmente
Santa Teresa, por medio de un decreto legislativo.
La gente del cantón era sencilla, unida y
feliz. La mayoría se dedicaba a sembrar la tierra en
pequeñas parcelas. Los domingos iban al pueblo de
Potonico o a la ciudad de Chalatenango para mercar.
Vendían maíz, maicillo, frijoles y arroz, y compraban
correas para caites, piedras de afilar, anillos para
cumas y machetes, pastillas de cuajo, ganchos
sandinos, dulce de laja, botellas de agua florida,
almanaques de Bristol y azúcar de pilón.
Cuando alguien del cantón se casaba todos
los demás se juntaban para ayudar a levantar el
rancho a la nueva pareja. Todos eran católicos. El
14 de octubre, día titular de las fiestas en honor a
Santa Teresa, todos iban a misa a escuchar el sermón
del padre Antonio, que venía en mula del pueblo de
Los Ranchos, para tan especial ocasión. Los que no
cabían dentro del templo de un sólo campanario,
que los mismos habitantes habían construido, se
quedaban afuera oyendo la misa con actitud devota
y cara contrita.
Después de la misa se hacían carreras de
caballo, llamadas “de cinta”, en las que los jóvenes
jinetes, a punta de pericia y gallardía, trataban de
ganarse un beso de las candidatas a soberana de las
fiestas, hermosas muchachas adornadas solamente
por el vestidito de popelín, una franja de tela que les
cruzaba pecho y espalda, una flor en el cabello y las
gracias que Dios les había dado.
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Algunos se iban disimulados a la casa de
Toño García, cuesta abajo en dirección al río, a
enzaguanarse un par de guacalazos de guaro de maíz
con boquitas de jocotillo tierno y sal y limón. Por la
noche, armados de guitarras, maracas, tumbadoras
y guitarrón, los músicos de Lupe Guandique, un
virtuoso del violín, amenizaban el regio baile en los
salones del grupo escolar.
Raúl vio cómo las primeras luces del alba
teñían de un tenue color rosa y destellos púrpura
algunas esquinas del cielo. El aire traía de las cocinas
vecinas los olores a café, frijol y tortilla. A lo lejos los
campistos arriaban a gritos al ganado. Poco a poco
la oscurana fue vencida por la claridad y se hizo de
mañanita. A las seis en punto Carmen pegó un último
pugido y un niño de inmensos ojos negros cayó en
las manos de la partera, quién cortó con maestría el
cordón umbilical y acostó a la criatura boca arriba
para limpiarlo. El niño no lloraba pero respiraba
tranquilo y miraba con los ojos abiertos y ya vivaces
los horcones del techo de la casa.
–Ya nació el cipote, pero este jodido no llora –,
le anunció la partera a Raúl.
Él entró a la casa, le agarró la mano a su mujer
y miró a su octavo hijo con ternura. Carmen sonreía
sudorosa mientras acariciaba la frente del niño. A
la media hora de nacido comenzó a llorar. Lloró
veinticinco minutos, se prendió al pecho de Carmen
y después se quedó dormido.
La casa de los Barahona estaba ubicada a
la orilla de la vereda que conduce al río Gualeza.
Vista desde una loma, parecía una enorme res
echada sobre el llano. El techo era de teja oscura,
las paredes de adobe repellado con cal y el piso de
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tierra. Estaba rodeada por tres corredores, de cuyos
rústicos horcones colgaban hamacas. Había macetas
con flores de todo tipo y una vieja carreta de bueyes
pasaba estacionada al lado del cuarto donde se
guardaba el maíz.
Dentro de la casa otras hamacas hacían las
veces de muebles de sala para sentarse y conversar,
había una mesa de madera vieja a manera de
comedor, baúles para guardar la ropa, cántaros y
ollas colocadas en yaguales sobre un tabanco pegado
a la cocina de leña de dos hornillas.
Unos canceles hechos de reglas de madera y tela
separaban los tres humildes dormitorios del resto de
la casa. En uno dormían Raúl y Carmen, en los otros
dos y en las hamacas se repartían los cipotes. Del
horcón principal pendía el almanaque pintoresco
de Bristol y una herradura atravesada por un clavo.
En una de las paredes estaba la imagen de Santa
Teresa.
Carmen mantenía el piso de tierra siempre
limpio y apelmazado a punta de agua y escoba de
chirrión. Por todos lados había macetas de flores
hechas de cumbos viejos. Rodeaba la casona un
terreno más bien grande. Allí había toriles para
las vacas, el toro cebú y las bestias de carga. En el
pequeño chiquero los chanchos se revolcaban en
el fango. Raúl había sembrado milpas y naranjales,
mangos y guineos majonchos, aguacates y
limoneros, marañones y almendros. Había también
guayabos, conacastes, tamarindos y algunas especies
maderables.
La niña Juliana pasaba ya de los setenta años.
Era una viejita menuda, de facciones indígenas y un
carácter alegre y dicharachero. Además de partera
tenía fama de adivina. Conocía la vida y obras de
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todos los habitantes de Santa Teresa. Desde que supo
de los violentos sucesos de 1932 en el occidente del
país, cuando murieron miles de personas durante una
revuelta contra el gobierno, le dio por profetizar en
velorios y bautizos que Santa Teresa iba a desaparecer
por un diluvio, y que en todo Chalatenango se
levantarían con odio hermanos contra hermanos.
Cuando el recién nacido yacía dormido al
lado de su madre, la partera se acercó a Raúl y le
preguntó:
–¿Cómo le vas a poner al cipote?
– José, como mi padre, y Ramón…
José Ramón. Ya habíamos dicho con Carmen
que si nacía varón así se llamaría.
Ramón fue muy curioso desde pequeño. Era
moreno y delgado. En su carita afilada destacaban
sus enormes ojos oscuros. Cuando cumplió cinco
años, su padre lo llevó por primera vez al río Lempa
a pescar. Le enseñó a nadar y a tirar la atarraya.
Aquel primer encuentro con el majestuoso río sería
uno de los mejores recuerdos de toda su vida.
Una de las mayores alegrías del niño era ir los
domingos a Potonico o Chalatenango. Raúl y los
dos varones, Santiago y Ramón, se levantaban muy
temprano en la madrugada, desayunaban frijoles
enteros, cuajada, tortilla recién salida del comal y
café caliente. Luego ensillaban las bestias: el caballo
negro con un lucero en la frente y la mula parda. En
el caballo iban Raúl y Ramón, éste último acomodado
como podía en la punta delantera de la montura. En
la mula iba Santiago. Cabalgaban despacio, subiendo
y bajando la serranía.
Después de casi cuatro horas de viaje llegaban
de mañanita a Chalatenango. Dejaban las bestias en
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el corral de don Loncho Hernández, quien por un
cuartillo las cuidaba y les daba un manojo de zacate.
Después de ir a misa, al terminar sus diligencias,
Raúl llevaba a los niños a la tienda del turco don
Jacobo para comprarles algunas ropitas. Después
iban a tomar refrescos de ensalada en el puesto de
doña Armida Solórzano.
Pasado el mediodía regresaban a Santa Teresa
bajo un cielo inmensamente azul y por veredas que
serpenteaban entre campos verdes, olorosos a frutas
maduras y flores silvestres, hierba fresca y aire limpio.
Eran felices. En la mente de Ramón, aquel niñito
delgado y curioso, existía el sueño de que algún día
aquellos paisajes, como la ropita comprada donde el
turco don Jacobo, le quedarían pequeños.
Ese era el sueño, pero la realidad es dura
y a menudo adversa, como si las circunstancias
conspiraran contra la felicidad, o como si el destino
se ensañase contra nuestras ilusiones. No son pocos
los que se resignan o sucumben ante el peso de las
desgracias. No son muchos los que sacando fuerzas
de flaquezas superan las más duras pruebas y
alcanzan la estrella soñada.
Este libro contiene la historia de José Ramón
Barahona, un luchador que no se doblegó nunca,
pese a los golpes que le propinó la vida desde su
infancia, cuando debido a la temprana muerte de
su padre, experimentó, junto a los suyos, la más
cruda pobreza. Es el periplo vital del niño soñador,
el muchacho laborioso, el hombre emprendedor y
exitoso, en un relato contado por él mismo, gracias
a su extraordinaria memoria y al recuerdo de sus
mejores anécdotas.
En pocas palabras, esta es la inspiradora
historia de un humilde campesino salvadoreño que
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alzándose desde su precaria condición de inmigrante
ilegal en los Estados Unidos, logró realizar el sueño
americano: partir del cantón descalzo, con una sola
muda de ropa, los bolsillos vacíos y tan sólo una
maleta repleta de ilusiones, pasar por San Salvador,
en donde gozó del cariño y la protección de una
respetada familia salvadoreña y escalar hasta la
cumbre del éxito empresarial en la primera potencia
económica del mundo.
Él es, sin lugar a dudas, el principal referente
de la próspera comunidad de salvadoreños que
reside en la capital de los Estados Unidos. Son
conocidos sus éxitos empresariales, su preocupación
real por los salvadoreños que llegan a ese país, sin
más herramientas que las que nacen de sus ilusiones
y de su tremenda capacidad de trabajo. Muchos de
ellos encontraron trabajo y estabilidad con la ayuda
de este hombre que al igual que ellos llegó a hacer
posible un sueño.
La gesta de José Ramón Barahona muestra que
no existen atajos ni fórmulas mágicas para alcanzar
la realización de nuestros sueños. Demuestra que ello
sólo es posible por una combinación de inteligencia,
honradez, esfuerzo, disciplina, constancia y absoluta
claridad de objetivos.
Pero hay más en estas páginas. El sabor
agridulce de la nostalgia, la solidaridad con los
compatriotas humildes en el frío del norte, el deseo
incesante de llegar o más bien de volver un día a la
tierra prometida: El Salvador, este pedacito de suelo
intenso, irascible y amoroso al mismo tiempo, que ha
sido, es y será nuestro sustento.
El propósito de esta narración es servir de inspiración
y aliento a las futuras generaciones y de ejemplo
para quienes se lanzan a la conquista del éxito y la