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KATE CHOPIN
HISTORIA DE UNA HORA
Y OTROS RELATOS
Kate Chopin
Katherine O’Flaherty Faris, cuyo seudónimo fue Kate Chopin, nació el 8 de febrero
de 1850 en San Luis, Misuri. Fue una autora estadounidense de historias cortas y
novelas.
Para fines de la década de 1880, Kate Chopin ya se encontraba narrando historias
cortas, artículos y traducciones que aparecieron en los periódicos Atlantic Monthly,
Criterion, Harper’s Young People, The Saint Louis Dispatch y Vogue. En 1880 publicó su
primera novela, At Fault, a la que siguieron dos libros de relatos, Bayou folk y A night
in Arcadia; y, finalmente, la novela The awakening.
Falleció el 22 de agosto de 1904.
Historia de una hora y otros relatos
Kate Chopin
Christopher Zecevich Arriaga
Gerente de Educación y Deportes
Juan Pablo de la Guerra de Urioste
Asesor de Educación
Doris Renata Teodori de la Puente
Gestora de proyectos educativos
María Celeste del Rocío Asurza Matos
Jefa del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos
Selección de textos: Alvaro Emidgio Alarco Rios
Corrección de estilo: Katherine Lourdes Ortega Chuquihuara
Diagramación: Andrea Veruska Ayanz Cuéllar
Diseño y concepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría
Editado por la Municipalidad de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima
www.munlima.gob.pe
Lima, 2021
Presentación
La Municipalidad de Lima, a través del programa
Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.
La democratización del libro y lectura son temas
primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.
La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea
una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.
En ese sentido, en la línea editorial del programa, se
elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.
El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima
tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.
Jorge Muñoz Wells
Alcalde de Lima
HISTORIA DE UNA HORA
Y OTROS RELATOS
8
HISTORIA DE UNA HORA
Como sabían que la señora Mallard padecía del
corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle
la noticia de la muerte de su marido.
Su hermana Josephine se lo dijo con frases
entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban
y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards,
estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se
encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron
la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently
Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan solo
se había tomado el tiempo necesario para asegurarse,
mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se
había precipitado a impedir que cualquier otro amigo,
menos prudente y considerado, diera la triste noticia.
Ella no escuchó la historia como otras muchas
mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad
de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a
llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su
hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró
a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.
9
Frente a la ventana abierta descansaba un amplio y
confortablesillón.Agobiadaporeldesfallecimientofísico
que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se
hundió en él.
En la plaza frente a su casa podía ver las copas de los
árboles temblando por la reciente llegada de la primavera.
En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia.
Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le
llegaban débilmente las notas de una canción que alguien
cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en
los aleros.
Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes,
que, frente a su ventana, en el poniente, se reunían y
apilaban unas sobre otras. Se sentó con la cabeza hacia
atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto
cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía,
como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa
sollozando en sueños.
Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus
facciones revelaban contención y cierto carácter.
Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista
10
clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo
azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien
ensimismamiento.
Sentía que algo llegaba y lo esperaba con temor. ¿De
qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y elusivo
para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del
cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el
color que impregnaban el aire.
Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a
reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y
luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente
como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos.
Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron
una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre,
libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror
que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que
permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido
y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro
de su cuerpo.
No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría
era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le
permitía descartar la posibilidad como algo trivial.
11
Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas
y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; el rostro
que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil,
gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo,
vio una larga procesión de años venideros que serían
solo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la
bienvenida.
En aquellos años futuros ella tendría las riendas de su
propia vida.
Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa
ciega insistencia con que hombres y mujeres creen tener
derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante.
Que la intención fuera amable o cruel no hacía que el
acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento
de iluminación en que ella lo consideraba.
Y a pesar de esto, le había amado, a veces; otras, no.
Pero qué importaba, qué contaba el amor, el misterio
sin resolver, frente a esta energía que repentinamente
reconocía como el impulso más poderoso de su ser.
—¡Libre, libre en cuerpo y alma! —continuó
susurrando.
12
Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con
los labios pegados a la cerradura le imploraba que la
dejara pasar.
—Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a
poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que
más quieras, abre la puerta.
—Vete. No voy a ponerme enferma.
No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida
que entraba por la ventana abierta.
Su imaginación corría desaforada por aquellos días
desplegados ante ella: días de primavera, días de verano
y toda clase de días, que serían solo suyos. Musitó una
rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar
que tan solo ayer sentía escalofríos al pensar que la vida
pudiera durar demasiado!
Por fin se levantó y, ante la insistencia de su hermana,
abrió la puerta. Tenía en los ojos un brillo febril y se
conducía inconscientemente como una diosa de la
victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas
13
descendieron las escaleras. Richards, erguido, las
esperaba al pie.
Alguienintentabaabrirlapuertaconunallave.Brently
Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con
aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del
lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido
uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante
grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards
para que su esposa no lo viera.
Pero Richards había llegado demasiado tarde.
Cuando los médicos aparecieron, aclararon que
Louise había muerto del corazón de la alegría que mata.
14
UN PAR DE MEDIAS DE SEDA
La pequeña señora Sommers se encontró
inesperadamente un día con que era la feliz poseedora
de quince dólares. Para ella, esa era una gran suma de
dinero y la manera en que abultaba su viejo y gastado
porte-monnaie la hacía sentirse importante como no se
había sentido en años.
La cuestión de cómo invertir el dinero la mantuvo
muy ocupada. Por uno o dos días caminó en un estado
de ensoñación, aunque en realidad estaba absorta
en especulaciones y cálculos. No quería actuar de
manera apresurada o hacer algo de lo que más tarde se
arrepintiera. Pero fue en las horas quietas de la noche,
mientras las ideas se multiplicaban en su mente, que
creyó ver con claridad cómo usar ese dinero de la manera
más juiciosa y correcta.
Agregaría uno o dos dólares a la cantidad que gastaba
usualmente en los zapatos de Janie; así se aseguraría que
durarán mucho más tiempo. Compraría metros y metros
de percal para las camisas de los niños y para Janie y
Mag. Siempre se esforzaba en hacerlas durar con su
habilidad para los arreglos. Mag necesitaba otro vestido.
15
En las vidrieras había visto algunos diseños preciosos,
verdaderas gangas. Y todavía quedaría bastante para
unas medias —dos pares para cada uno—. ¡Y cuántos
zurcidos que se ahorraría! Podría conseguir gorras para
los varones y unos sombreros de marinero para las niñas.
La visión de su pequeña prole luciendo elegante y de
estreno por una vez en la vida la llenó de entusiasmo y la
expectativa la desveló por completo.
Los vecinos comentaban a veces las «épocas mejores»
que la pequeña señora Sommers había conocido antes
de haberse imaginado siquiera como la señora Sommers.
Ella misma no se permitía esa amarga retrospección. No
tenía tiempo, ni un minuto de tiempo, para dedicarle al
pasado. Las necesidades del presente absorbían todas
sus facultades. La visión del futuro como un oscuro y
pequeño monstruo a veces la abatía, pero por suerte el
mañana nunca llega, como suele decirse.
La señora Sommers era una de esas mujeres que sabían
reconocer el valor de una oferta; podía pasarse horas de
pie hasta llegar paso a paso hasta el objeto anhelado que
se vendiera al mejor precio. Sabía cómo abrirse camino
si era necesario; había aprendido a mantenerse con
16
perseverancia y determinación aferrada a la prenda hasta
que fuera su turno, no importaba cuánto tiempo tardara.
Pero ese día se sentía un poco débil y cansada. Había
comido algo ligero… ¡no! Ahora que lo pensaba, entre la
comida de los niños, el orden de la casa y prepararse para
la batalla de las compras se había olvidado por completo
de su almuerzo.
Sesentóenuntaburetegiratoriofrenteaunmostrador
casi desierto, tratando de reunir fuerzas y coraje para
enfrentarse con la exaltada muchedumbre que rodeaba
los parapetos donde se vendían los patrones y las telas
para las camisas de batista. Una sensación de debilidad
que hacía tiempo no sentía la invadió de pronto, y puso
las manos al descuido sobre el mostrador. No llevaba
guantes. Notó entonces que su mano estaba apoyada
sobre algo muy suave, muy agradable. Al mirar hacia
abajo vio que su mano descansaba sobre unas medias de
seda. Un letrero anunciaba que su precio había bajado
de dos dólares con cincuenta a un dólar con noventa y
ocho centavos, y una joven que estaba de pie detrás del
mostrador le preguntó si deseaba ver la colección de
medias. Sonrió como si le hubieran ofrecido examinar
17
una tiara de diamantes y tuviera la intención de
comprarla. Pero siguió tocando la tela suave, lujosa, con
las dos manos ahora, sosteniéndola en alto para observar
su brillo y sentirla deslizándose como una serpiente entre
los dedos.
Dos manchas rojas aparecieron súbitamente en sus
pálidas mejillas. Miró a la joven.
—¿Habrá aquí algún par ocho y medio?
Sí, había muchos pares ocho y medio. De hecho, había
más pares en esa medida que en cualquier otra. Había
azul claro, había color lavanda, negro y varios tonos de
tostado y de gris. La señora Sommers tomó un par negro
y lo miró con detenimiento un largo rato. Simulaba
examinar la calidad que la empleada le aseguraba era
excelente.
—Un dólar y noventa y ocho centavos —dijo en voz
alta—. Está bien. Me llevo este par.
Le extendió a la chica un billete de cinco dólares
y esperó su vuelto y su paquete. ¡Qué envoltorio tan
18
pequeño! Pareció desaparecer en el fondo de su vieja y
gastada bolsa.
La señora Sommers no se dirigió después al
mostrador de ofertas. Tomó el ascensor, que la llevó a un
piso superior donde estaban los probadores de mujeres.
Allí, en un rincón apartado, se cambió las medias de
algodón por las nuevas de seda que acababa de comprar.
No estaba llevando a cabo un análisis minucioso, ni se
debatía consigo misma, ni trataba de explicarse el motivo
de sus acciones. De hecho, no estaba pensando en
absoluto. Parecía que por el momento se había tomado
unas vacaciones de esa laboriosa y agotadora actividad y
se había abandonado a un impulso mecánico que guiaba
sus acciones y la libraba de responsabilidades.
¡Qué bueno era sentir el roce de la seda natural sobre
la piel! Se le antojó reclinarse hacia atrás en el mullido
sillón y deleitarse en ese lujo por un rato. Así lo hizo
unos minutos. Después se cambió los zapatos, enrolló
juntas las medias de algodón y las tiró dentro de la bolsa.
Enseguida se levantó, fue directo al sector de zapatos y se
sentó para probarse.
19
Era exigente. El empleado no lograba entenderla. No
podía conciliar los zapatos con sus medias. Y no era fácil
de complacer. Se levantaba un poco la falda y ponía sus
pies hacia un lado y su cabeza hacia el otro mientras
contemplaba las botas brillantes de punta pronunciada.
Su pie y su tobillo se veían muy bonitos. No podía creer
que le pertenecieran, que fueran parte de ella. Quería
algo con estilo y de calidad, le dijo al joven vendedor que
la atendía, y no le importaba si salían uno o dos dólares
más caros, siempre que consiguiera lo que ella quería.
Hacía mucho tiempo que la señora Sommers no usaba
guantes. En las raras ocasiones en que se había comprado
un par, habían sido siempre ofertas, tan baratos que
hubiera sido absurdo y ridículo esperar que se ajustaran
a la perfección.
Ahora descansó el brazo sobre un almohadón en
la sección de guantes, y una criatura preciosa, joven y
agradable, de manos delicadas, le calzó unos guantes
largos de «cabritilla». Los acomodó con suavidad en
la muñeca, los abotonó cuidadosamente, y ambas se
quedaron uno o dos minutos admirando las pequeñas
20
manos simétricas enguantadas. Pero había otros lugares
más en donde gastar dinero.
Había libros y revistas apiladas en la ventana de un
puesto unos pasos más allá, sobre la calle. La señora
Sommers compró dos revistas caras de las que solía leer
en los días en que supo tener una vida más cómoda. Las
llevó sin envolver. Tan pronto como pudo se levantó
un poco la falda en la esquina. Las medias y las botas
y los guantes de calce perfecto habían hecho maravillas
en su aspecto: le habían dado confianza, la sensación de
pertenecer a la multitud de los bien vestidos.
Tenía mucha hambre. En otro momento habría
desoído los ruidos de su estómago hasta llegar a su casa,
donde se habría preparado una taza de té y hubiera
comido cualquier cosa. Pero el impulso que ahora la
guiaba no le permitía sufrir con esos pensamientos.
Había un restaurante en la esquina. Nunca había
atravesado su puerta; desde afuera algunas veces había
echado un vistazo al damasco inmaculado, al brillo de
los cristales y los amables camareros que atendían a gente
a la moda.
21
Cuando entró, su apariencia no causó sorpresa ni
consternación, como había temido en cierta forma. Se
sentó sola en una mesa pequeña y un camarero muy
atento se le acercó inmediatamente para tomar su pedido.
Ella no pretendía mucho. Comería solo un rico bocado:
media docena de ostras, un bol de berro, algo dulce, una
crema frappe por ejemplo, una copa de vino del Rin, y
para terminar una tacita de café negro.
Mientras esperaba que le sirvieran se quitó los
guantes con estilo y los dejó a un lado. Luego tomó la
revista y la hojeó, separando las hojas con la punta filosa
del cuchillo. Todo era muy agradable. El damasco era
más inmaculado de lo que parecía a través de la ventana
y los cristales eran todavía más brillantes. Había damas
y caballeros que no reparaban en ella y almorzaban en
silencio en mesas pequeñas como la suya. Se oía una
agradable y dulce melodía y una suave brisa entraba por
la ventana abierta. Tomaba un bocado, leía una o dos
frases, bebía un sorbo de vino ámbar y movía los dedos
de los pies dentro de las medias de seda. Lo que costará
no tenía importancia. Contó el dinero y dejó una moneda
de más sobre la bandeja y él camarero se inclinó ante ella
como si fuera una princesa de sangre real.
22
Todavía tenía dinero en su cartera, y la siguiente
tentación se le presentó en forma de afiche de matiné.
Era un poco tarde cuando entró al teatro, la obra ya había
empezado y la sala parecía llena, pero había asientos
libres aquí y allá y la acomodaron en uno de ellos,
entre damas espléndidamente vestidas que habían ido a
matar el tiempo y a comer dulces y a lucir sus llamativos
atuendos. Había muchos otros que estaban allí solo por
la obra. Pero, con seguridad, se puede decir que ninguno
le prestó tanta atención a todo lo que los rodeaba como
la señora Sommers. Ella unió todo: escenario, actores
y público en una única y amplificada experiencia, y la
absorbió y disfrutó. Se rio con la comedia y lloró; ella
y la llamativa mujer sentada a su lado lloraron con
la tragedia. Y después hablaron un poco de ello. Y la
llamativa mujer se secó los ojos y se sonó la nariz con un
delicado y perfumado pañuelo con encaje y le pasó a la
pequeña señora Sommers su caja de dulces.
La obra había terminado, la música dejó de sonar y
el público comenzó a salir en fila. Era como un sueño
que se acaba. La gente se dispersó en todas direcciones.
La señora Sommers se dirigió a la esquina y esperó el
tranvía.
23
Un hombre de mirada penetrante, que se sentó frente
a ella, examinaba con interés su pequeño y pálido rostro.
Le intrigaba descifrar lo que había allí. En verdad, no
veía nada, salvo que fuera brujo y pudiera detectar el
angustioso deseo, el intenso anhelo de que el tranvía no
se detuviera nunca en ninguna parte y siguiera rodando
y rodando con ella para siempre.
24
EL HIJO DE DÉSIRÉE
Como era un día agradable, madame Valmondé
decidió ir hasta L’Abri a visitar a Désirée y su pequeño
hijo.
Pensar en Désirée con un bebé la hacía sonreír. Le
parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde
que Désirée fuera, ella misma, una criatura; desde que
monsieur, al salir a caballo del portón de Valmondé, la
hubiese encontrado dormida bajo la sombra de una gran
columna de piedra.
La pequeña despertó en los brazos de monsieur y
empezó a gritar, llamando a «Dada». No sabía hacer
ni decir nada más. Algunos pensaron que quizá, en
forma espontánea, había caminado sola hasta ese lugar,
pues ya tenía edad como para dar sus primeros pasos.
Otros creían que había sido abandonada por una banda
de tejanos, cuya carreta cubierta de lona, tarde aquel
día, había cruzado en la balsa de Coton Maïs, un poco
más abajo de la plantación. Con el tiempo, madame
Valmondé dejó de lado todas las especulaciones, excepto
que Désirée le había sido enviada por la bondadosa
Providencia para que ella la amara, ya que no tenía hijos
25
de su propia sangre. Y la niña creció para convertirse en
una joven dulce, bella, cariñosa y sencilla, la predilecta
de Valmondé.
A nadie sorprendió, pues, que un día en que Désirée
se hallaba recostada contra la columna de piedra —bajo
cuya sombra había dormido dieciocho años antes—,
Armand Aubigny, paseando a caballo y viéndola allí, se
hubiese enamorado de ella. Esa era la manera como todos
los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Lo
increíble era que no se hubiese fijado en ella antes, pues
la conocía desde que su padre lo había traído de París,
apenas un niño de ocho años, después de la muerte de su
madre en aquella ciudad. La pasión que se despertó en él
aquella mañana, cuando la vio en el portón, avanzó igual
que una avalancha o un incendio en el bosque, como
algo inefable que no se detiene ante ningún obstáculo.
Pero monsieur Valmondé era un hombre práctico
y quería que todo fuera debidamente examinado; por
ejemplo, el origen desconocido de la muchacha. Armand
la miró a los ojos y no le importó. Se le recordó que
ella no tenía apellido. ¿Qué podía importar un nombre
cuando él podía darle uno de los más antiguos y rancios
26
de Louisiana? Encargó los regalos de casamiento a París,
y esperó impaciente a que llegaran; entonces se llevó a
cabo la boda.
Hacía cuatro semanas que madame Valmondé no veía
a Désirée y a su hijo. Al llegar a L’Abri, como siempre le
sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era un
lugar triste, que durante muchos años no había conocido
la dulce presencia de una mujer, de una dueña. El viejo
monsieur Aubigny se había casado y había enterrado a
su esposa en Francia; y madame Aubigny había amado
demasiado su tierra como para alejarse de ella.
El techo caía en pendiente inclinada, negro como
capucha de monje, y bajaba más allá de las amplias
galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su
lado se erguían robles altos y austeros, cuyas largas y
frondosas ramas ensombrecían la casa como un paño
mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además, bajo
su mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que
habían disfrutado en los tiempos plácidos e indulgentes
del viejo amo.
La joven madre se recuperaba lentamente y yacía
recostada, entre muselinas y encajes, en un canapé. El
27
bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se
había dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada
frente a la ventana, abanicándose.
Madame Valmondé inclinó su corpulenta figura sobre
Désirée y la besó, mientras la abrazaba con ternura un
instante. Enseguida miró al niño.
—¡Este no es el niño! —exclamó en tono sobresaltado.
El francés era el idioma que se hablaba en esos días en
Valmondé.
—Sabía que te ibas a sorprender —rio Désirée—, por
la manera en que ha crecido. ¡El pequeño cochon de lait!
Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de
verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No
es cierto, Zandrine?
La mujer inclinó majestuosamente la cabeza cubierta
por un turbante: —Mais si, madame.
—Y su manera de llorar —continuó Désirée— aturde
a todos. El otro día, sin más, Armand lo oyó desde la
cabaña de La Blanche, que esta tan lejos de aquí.
28
Madame Valmondé no le había quitado los ojos de
encima al pequeño en ningún momento. Lo alzó en
brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada.
Lo examinó con cuidado y miró inquisitiva a Zandrine,
que había desviado la cara para contemplar la campiña.
—Sí, el niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame
Valmondé, despacio, mientras lo colocaba de nuevo al
lado de su madre—. ¿Qué dice Armand?
El rostro de Désirée resplandeció de felicidad.
—¡Ah!Armandeselpadremásorgullosodelcondado,
estoy segura. Sobre todo, porque es un varón que llevará
su nombre, aunque dice que no..., que hubiera querido
igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo
dice para complacerme. Y, mamá... —agregó, atrayendo
a madame Valmondé hacia ella y hablando en voz baja—,
no ha castigado a ninguno de ellos, a ninguno de ellos,
desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que
fingía haberse quemado la pierna para no trabajar...
Armand solo se rio y dijo que Negrillon era un gran pillo.
¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz!
29
LoquedecíaDésiréeeraverdad.Elmatrimonioyluego
el nacimiento de su hijo habían ablandado la naturaleza
arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto
era lo que hacía tan feliz a la dulce Désirée, pues ella lo
amaba con pasión. Cuando él arrugaba la frente, ella
temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él sonreía, no
había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún
enojo había desfigurado el semblante moreno y atractivo
de Armand desde el día en que se había enamorado de
Désirée.
Cuando el bebé tuvo alrededor de tres meses, Désirée
se despertó una mañana con la sensación de que había
algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su
tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado
sutil para captar su sentido. Se trataba solo de una
insinuación inquietante, un aire de misterio entre los
negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que
apenas podían justificar sus visitas. Luego, un cambio
extraño y terrible en el comportamiento de su marido,
que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse a
ella, él desviaba los ojos, despojados del destello amoroso
de antaño. Se ausentaba del hogar; y cuando estaba en
casa, eludía su presencia y la del bebé, sin ninguna excusa.
30
Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su
trato con los esclavos. Désirée se sentía tan desgraciada
que deseaba morir.
Una tarde calurosa estaba sentada en su habitación,
en salto de cama, retorciendo indiferente entre los dedos
el largo y sedoso cabello que le caía sobre los hombros.
El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de
Désirée, un gran lecho semejante a un suntuoso trono,
con el dosel revestido en satén. Uno de los pequeños
mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba
de pie refrescando despacio al niño con un gran abanico
de plumas de pavo real. Los ojos de Désirée se habían
posado con tristeza, distraídamente, en el niño, mientras
se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que
sentía cernirse sobre ella. Miró primero a su hijo y luego
al niño que estaba de pie a su lado, y de este a su hijo,
una y otra vez. «¡Ah!», no pudo sofocar el grito. Es más,
ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado
en voz alta. La sangre se le heló en las venas y un sudor
húmedo le empapó el rostro.
Intentó hablarle al pequeño mestizo, pero ningún
sonido salió al principio de sus labios. Al oír su nombre,
31
él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a un lado
el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó,
descalzo, por el piso lustroso, de puntillas.
Ella permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su
hijo, mientras su rostro se convertía en la imagen misma
del terror.
Poco después, su marido entró en el aposento. Se
acercó a la mesa y, sin prestarle atención, empezó a
buscar entre los varios papeles que la cubrían.
—Armand —lo llamó, en un tono de voz que
hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no se dio
cuenta—. Armand —repitió. Entonces fue hacia él,
tambaleándose—. Armand —dijo, una vez más, con
sonidos entrecortados—, mira a nuestro hijo. ¿Qué
significa? Dime.
Fríamente, pero con suavidad, él desprendió uno a
uno los dedos que asían su brazo y le apartó la mano.
—¡Dime qué significa! —gritó, desesperada.
32
—Significa —le respondió, gentilmente— que el niño
no es blanco; significa que tú no eres blanca.
La comprensión inmediata del sentido de aquella
acusación le dio inusitadas fuerzas para defenderse.
—Es mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi
cabello, es castaño. Mis ojos son grises, Armand. Tú
sabes que son grises. Y mi piel es clara —dijo, tomándolo
de la muñeca—. Mira mis manos, más blancas que las
tuyas, Armand —rio histéricamente.
—Tan blancas como las de La Blanche —replicó con
crueldad, y se fue, dejándola sola con el niño.
Cuando ella pudo sostener una pluma en sus manos,
le escribió una carta desesperada a madame Valmondé.
«Madre, me dicen que no soy blanca. Armand me ha
dicho que no soy blanca. Por amor de Dios, diles que no
es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré.
Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo».
La respuesta fue breve:
33
«Mi querida Désirée: regresa a Valmondé, regresa a tu
madre que te quiere. Ven con tu hijo».
En cuanto llegó la carta, Désirée la llevó al estudio de
su marido y la puso sobre el escritorio delante de él. Ella
parecía una estatua de piedra: callada, pálida, inmóvil.
En silencio y fríamente, él recorrió con la vista las
palabras escritas. No dijo nada.
—¿Debo ir, Armand? —preguntó. El suspense en la
voz delataba su angustia.
—Sí, vete.
—Quieres que me vaya.
—Sí, quiero que te vayas.
Armand pensaba que Dios había sido injusto y cruel
con él; y sentía, de algún modo, que le pagaba al Señor
con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón
de su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido
la injuria, por inconsciente que fuera, con la que ella
había manchado su casa y su nombre.
34
Ella le dio la espalda como si la hubiesen aturdido
de un golpe y caminó despacio hacia la puerta, con la
esperanza de que la volviese a llamar.
—Adiós, Armand —gimió.
Él no le respondió. Fue su última venganza contra el
destino.
Désirée salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba
paseando al niño por la lúgubre galería. Lo tomó de los
brazos de la nodriza sin ninguna explicación y descendió
los escalones y se alejó bajo las frondosas ramas de los
robles siempre verdes.
Era una tarde de octubre; el sol empezaba a hundirse
en el horizonte. Afuera, en el campo, los negros recogían
algodón.
Désirée no se había cambiado el salto de cama, blanco
y fino, ni las chinelas que llevaba puestas. Nada cubría sus
cabellos, y los rayos de sol arrancaban destellos dorados
de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino
ancho y transitado que conducía a la distante plantación
de Valmondé. Caminó a través de un campo desierto,
35
donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados tan
delicadamente, e hizo trizas su camisón vaporoso.
Desapareció entre los juncos y los sauces que crecían
enmarañados a orillas del profundo e indolente pantano;
y nunca más regresó.
Semanas después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa
escena. En el centro de un patio posterior, barrido con
pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se
encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde
dominaba el espectáculo; era él quien repartía, entre una
media docena de negros, el material que mantenía vivo
el fuego.
Una elegante cuna de madera de sauce, con todos sus
primorosos adornos, fue puesta en la pira, que ya había
sidoalimentadaconlasuntuosidaddeunmagníficoajuar
de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a
estos, otros de raso y de terciopelo; encajes, también, y
bordados; sombreros y guantes, pues la corbeille había
sido de excepcional calidad.
Lo último en desaparecer entre las llamas fue
un pequeño manojo de cartas; inocentes garabatos
36
diminutos que Désirée le había mandado durante los
días de su vida en común. Quedaba una hoja suelta en
la parte de atrás del cajón de donde había tomado el
manojo. Pero no era de Désirée. Pertenecía a una vieja
carta de su madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su
madre le agradecía a Dios por haberla bendecido con el
amor de su esposo.
«Pero, sobre todo», había escrito, «agradezco noche
y día al buen Dios por haber dispuesto de tal manera
nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá
que su madre (quien lo adora) pertenece a la raza que ha
sido marcada a fuego con el estigma de la esclavitud».
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Kate Chopin y sus relatos cortos

  • 1.
  • 2. KATE CHOPIN HISTORIA DE UNA HORA Y OTROS RELATOS
  • 3. Kate Chopin Katherine O’Flaherty Faris, cuyo seudónimo fue Kate Chopin, nació el 8 de febrero de 1850 en San Luis, Misuri. Fue una autora estadounidense de historias cortas y novelas. Para fines de la década de 1880, Kate Chopin ya se encontraba narrando historias cortas, artículos y traducciones que aparecieron en los periódicos Atlantic Monthly, Criterion, Harper’s Young People, The Saint Louis Dispatch y Vogue. En 1880 publicó su primera novela, At Fault, a la que siguieron dos libros de relatos, Bayou folk y A night in Arcadia; y, finalmente, la novela The awakening. Falleció el 22 de agosto de 1904.
  • 4. Historia de una hora y otros relatos Kate Chopin Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos Selección de textos: Alvaro Emidgio Alarco Rios Corrección de estilo: Katherine Lourdes Ortega Chuquihuara Diagramación: Andrea Veruska Ayanz Cuéllar Diseño y concepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría Editado por la Municipalidad de Lima Jirón de la Unión 300, Lima www.munlima.gob.pe Lima, 2021
  • 5. Presentación La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad. La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país. La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de
  • 6. interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano. En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales. El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú. Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima
  • 7. HISTORIA DE UNA HORA Y OTROS RELATOS
  • 8. 8 HISTORIA DE UNA HORA Como sabían que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido. Su hermana Josephine se lo dijo con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan solo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia. Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.
  • 9. 9 Frente a la ventana abierta descansaba un amplio y confortablesillón.Agobiadaporeldesfallecimientofísico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él. En la plaza frente a su casa podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros. Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que, frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras. Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sueños. Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista
  • 10. 10 clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien ensimismamiento. Sentía que algo llegaba y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y elusivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire. Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo. No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial.
  • 11. 11 Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años venideros que serían solo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida. En aquellos años futuros ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel no hacía que el acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba. Y a pesar de esto, le había amado, a veces; otras, no. Pero qué importaba, qué contaba el amor, el misterio sin resolver, frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser. —¡Libre, libre en cuerpo y alma! —continuó susurrando.
  • 12. 12 Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. —Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta. —Vete. No voy a ponerme enferma. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta. Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían solo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan solo ayer sentía escalofríos al pensar que la vida pudiera durar demasiado! Por fin se levantó y, ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía en los ojos un brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas
  • 13. 13 descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al pie. Alguienintentabaabrirlapuertaconunallave.Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera. Pero Richards había llegado demasiado tarde. Cuando los médicos aparecieron, aclararon que Louise había muerto del corazón de la alegría que mata.
  • 14. 14 UN PAR DE MEDIAS DE SEDA La pequeña señora Sommers se encontró inesperadamente un día con que era la feliz poseedora de quince dólares. Para ella, esa era una gran suma de dinero y la manera en que abultaba su viejo y gastado porte-monnaie la hacía sentirse importante como no se había sentido en años. La cuestión de cómo invertir el dinero la mantuvo muy ocupada. Por uno o dos días caminó en un estado de ensoñación, aunque en realidad estaba absorta en especulaciones y cálculos. No quería actuar de manera apresurada o hacer algo de lo que más tarde se arrepintiera. Pero fue en las horas quietas de la noche, mientras las ideas se multiplicaban en su mente, que creyó ver con claridad cómo usar ese dinero de la manera más juiciosa y correcta. Agregaría uno o dos dólares a la cantidad que gastaba usualmente en los zapatos de Janie; así se aseguraría que durarán mucho más tiempo. Compraría metros y metros de percal para las camisas de los niños y para Janie y Mag. Siempre se esforzaba en hacerlas durar con su habilidad para los arreglos. Mag necesitaba otro vestido.
  • 15. 15 En las vidrieras había visto algunos diseños preciosos, verdaderas gangas. Y todavía quedaría bastante para unas medias —dos pares para cada uno—. ¡Y cuántos zurcidos que se ahorraría! Podría conseguir gorras para los varones y unos sombreros de marinero para las niñas. La visión de su pequeña prole luciendo elegante y de estreno por una vez en la vida la llenó de entusiasmo y la expectativa la desveló por completo. Los vecinos comentaban a veces las «épocas mejores» que la pequeña señora Sommers había conocido antes de haberse imaginado siquiera como la señora Sommers. Ella misma no se permitía esa amarga retrospección. No tenía tiempo, ni un minuto de tiempo, para dedicarle al pasado. Las necesidades del presente absorbían todas sus facultades. La visión del futuro como un oscuro y pequeño monstruo a veces la abatía, pero por suerte el mañana nunca llega, como suele decirse. La señora Sommers era una de esas mujeres que sabían reconocer el valor de una oferta; podía pasarse horas de pie hasta llegar paso a paso hasta el objeto anhelado que se vendiera al mejor precio. Sabía cómo abrirse camino si era necesario; había aprendido a mantenerse con
  • 16. 16 perseverancia y determinación aferrada a la prenda hasta que fuera su turno, no importaba cuánto tiempo tardara. Pero ese día se sentía un poco débil y cansada. Había comido algo ligero… ¡no! Ahora que lo pensaba, entre la comida de los niños, el orden de la casa y prepararse para la batalla de las compras se había olvidado por completo de su almuerzo. Sesentóenuntaburetegiratoriofrenteaunmostrador casi desierto, tratando de reunir fuerzas y coraje para enfrentarse con la exaltada muchedumbre que rodeaba los parapetos donde se vendían los patrones y las telas para las camisas de batista. Una sensación de debilidad que hacía tiempo no sentía la invadió de pronto, y puso las manos al descuido sobre el mostrador. No llevaba guantes. Notó entonces que su mano estaba apoyada sobre algo muy suave, muy agradable. Al mirar hacia abajo vio que su mano descansaba sobre unas medias de seda. Un letrero anunciaba que su precio había bajado de dos dólares con cincuenta a un dólar con noventa y ocho centavos, y una joven que estaba de pie detrás del mostrador le preguntó si deseaba ver la colección de medias. Sonrió como si le hubieran ofrecido examinar
  • 17. 17 una tiara de diamantes y tuviera la intención de comprarla. Pero siguió tocando la tela suave, lujosa, con las dos manos ahora, sosteniéndola en alto para observar su brillo y sentirla deslizándose como una serpiente entre los dedos. Dos manchas rojas aparecieron súbitamente en sus pálidas mejillas. Miró a la joven. —¿Habrá aquí algún par ocho y medio? Sí, había muchos pares ocho y medio. De hecho, había más pares en esa medida que en cualquier otra. Había azul claro, había color lavanda, negro y varios tonos de tostado y de gris. La señora Sommers tomó un par negro y lo miró con detenimiento un largo rato. Simulaba examinar la calidad que la empleada le aseguraba era excelente. —Un dólar y noventa y ocho centavos —dijo en voz alta—. Está bien. Me llevo este par. Le extendió a la chica un billete de cinco dólares y esperó su vuelto y su paquete. ¡Qué envoltorio tan
  • 18. 18 pequeño! Pareció desaparecer en el fondo de su vieja y gastada bolsa. La señora Sommers no se dirigió después al mostrador de ofertas. Tomó el ascensor, que la llevó a un piso superior donde estaban los probadores de mujeres. Allí, en un rincón apartado, se cambió las medias de algodón por las nuevas de seda que acababa de comprar. No estaba llevando a cabo un análisis minucioso, ni se debatía consigo misma, ni trataba de explicarse el motivo de sus acciones. De hecho, no estaba pensando en absoluto. Parecía que por el momento se había tomado unas vacaciones de esa laboriosa y agotadora actividad y se había abandonado a un impulso mecánico que guiaba sus acciones y la libraba de responsabilidades. ¡Qué bueno era sentir el roce de la seda natural sobre la piel! Se le antojó reclinarse hacia atrás en el mullido sillón y deleitarse en ese lujo por un rato. Así lo hizo unos minutos. Después se cambió los zapatos, enrolló juntas las medias de algodón y las tiró dentro de la bolsa. Enseguida se levantó, fue directo al sector de zapatos y se sentó para probarse.
  • 19. 19 Era exigente. El empleado no lograba entenderla. No podía conciliar los zapatos con sus medias. Y no era fácil de complacer. Se levantaba un poco la falda y ponía sus pies hacia un lado y su cabeza hacia el otro mientras contemplaba las botas brillantes de punta pronunciada. Su pie y su tobillo se veían muy bonitos. No podía creer que le pertenecieran, que fueran parte de ella. Quería algo con estilo y de calidad, le dijo al joven vendedor que la atendía, y no le importaba si salían uno o dos dólares más caros, siempre que consiguiera lo que ella quería. Hacía mucho tiempo que la señora Sommers no usaba guantes. En las raras ocasiones en que se había comprado un par, habían sido siempre ofertas, tan baratos que hubiera sido absurdo y ridículo esperar que se ajustaran a la perfección. Ahora descansó el brazo sobre un almohadón en la sección de guantes, y una criatura preciosa, joven y agradable, de manos delicadas, le calzó unos guantes largos de «cabritilla». Los acomodó con suavidad en la muñeca, los abotonó cuidadosamente, y ambas se quedaron uno o dos minutos admirando las pequeñas
  • 20. 20 manos simétricas enguantadas. Pero había otros lugares más en donde gastar dinero. Había libros y revistas apiladas en la ventana de un puesto unos pasos más allá, sobre la calle. La señora Sommers compró dos revistas caras de las que solía leer en los días en que supo tener una vida más cómoda. Las llevó sin envolver. Tan pronto como pudo se levantó un poco la falda en la esquina. Las medias y las botas y los guantes de calce perfecto habían hecho maravillas en su aspecto: le habían dado confianza, la sensación de pertenecer a la multitud de los bien vestidos. Tenía mucha hambre. En otro momento habría desoído los ruidos de su estómago hasta llegar a su casa, donde se habría preparado una taza de té y hubiera comido cualquier cosa. Pero el impulso que ahora la guiaba no le permitía sufrir con esos pensamientos. Había un restaurante en la esquina. Nunca había atravesado su puerta; desde afuera algunas veces había echado un vistazo al damasco inmaculado, al brillo de los cristales y los amables camareros que atendían a gente a la moda.
  • 21. 21 Cuando entró, su apariencia no causó sorpresa ni consternación, como había temido en cierta forma. Se sentó sola en una mesa pequeña y un camarero muy atento se le acercó inmediatamente para tomar su pedido. Ella no pretendía mucho. Comería solo un rico bocado: media docena de ostras, un bol de berro, algo dulce, una crema frappe por ejemplo, una copa de vino del Rin, y para terminar una tacita de café negro. Mientras esperaba que le sirvieran se quitó los guantes con estilo y los dejó a un lado. Luego tomó la revista y la hojeó, separando las hojas con la punta filosa del cuchillo. Todo era muy agradable. El damasco era más inmaculado de lo que parecía a través de la ventana y los cristales eran todavía más brillantes. Había damas y caballeros que no reparaban en ella y almorzaban en silencio en mesas pequeñas como la suya. Se oía una agradable y dulce melodía y una suave brisa entraba por la ventana abierta. Tomaba un bocado, leía una o dos frases, bebía un sorbo de vino ámbar y movía los dedos de los pies dentro de las medias de seda. Lo que costará no tenía importancia. Contó el dinero y dejó una moneda de más sobre la bandeja y él camarero se inclinó ante ella como si fuera una princesa de sangre real.
  • 22. 22 Todavía tenía dinero en su cartera, y la siguiente tentación se le presentó en forma de afiche de matiné. Era un poco tarde cuando entró al teatro, la obra ya había empezado y la sala parecía llena, pero había asientos libres aquí y allá y la acomodaron en uno de ellos, entre damas espléndidamente vestidas que habían ido a matar el tiempo y a comer dulces y a lucir sus llamativos atuendos. Había muchos otros que estaban allí solo por la obra. Pero, con seguridad, se puede decir que ninguno le prestó tanta atención a todo lo que los rodeaba como la señora Sommers. Ella unió todo: escenario, actores y público en una única y amplificada experiencia, y la absorbió y disfrutó. Se rio con la comedia y lloró; ella y la llamativa mujer sentada a su lado lloraron con la tragedia. Y después hablaron un poco de ello. Y la llamativa mujer se secó los ojos y se sonó la nariz con un delicado y perfumado pañuelo con encaje y le pasó a la pequeña señora Sommers su caja de dulces. La obra había terminado, la música dejó de sonar y el público comenzó a salir en fila. Era como un sueño que se acaba. La gente se dispersó en todas direcciones. La señora Sommers se dirigió a la esquina y esperó el tranvía.
  • 23. 23 Un hombre de mirada penetrante, que se sentó frente a ella, examinaba con interés su pequeño y pálido rostro. Le intrigaba descifrar lo que había allí. En verdad, no veía nada, salvo que fuera brujo y pudiera detectar el angustioso deseo, el intenso anhelo de que el tranvía no se detuviera nunca en ninguna parte y siguiera rodando y rodando con ella para siempre.
  • 24. 24 EL HIJO DE DÉSIRÉE Como era un día agradable, madame Valmondé decidió ir hasta L’Abri a visitar a Désirée y su pequeño hijo. Pensar en Désirée con un bebé la hacía sonreír. Le parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde que Désirée fuera, ella misma, una criatura; desde que monsieur, al salir a caballo del portón de Valmondé, la hubiese encontrado dormida bajo la sombra de una gran columna de piedra. La pequeña despertó en los brazos de monsieur y empezó a gritar, llamando a «Dada». No sabía hacer ni decir nada más. Algunos pensaron que quizá, en forma espontánea, había caminado sola hasta ese lugar, pues ya tenía edad como para dar sus primeros pasos. Otros creían que había sido abandonada por una banda de tejanos, cuya carreta cubierta de lona, tarde aquel día, había cruzado en la balsa de Coton Maïs, un poco más abajo de la plantación. Con el tiempo, madame Valmondé dejó de lado todas las especulaciones, excepto que Désirée le había sido enviada por la bondadosa Providencia para que ella la amara, ya que no tenía hijos
  • 25. 25 de su propia sangre. Y la niña creció para convertirse en una joven dulce, bella, cariñosa y sencilla, la predilecta de Valmondé. A nadie sorprendió, pues, que un día en que Désirée se hallaba recostada contra la columna de piedra —bajo cuya sombra había dormido dieciocho años antes—, Armand Aubigny, paseando a caballo y viéndola allí, se hubiese enamorado de ella. Esa era la manera como todos los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Lo increíble era que no se hubiese fijado en ella antes, pues la conocía desde que su padre lo había traído de París, apenas un niño de ocho años, después de la muerte de su madre en aquella ciudad. La pasión que se despertó en él aquella mañana, cuando la vio en el portón, avanzó igual que una avalancha o un incendio en el bosque, como algo inefable que no se detiene ante ningún obstáculo. Pero monsieur Valmondé era un hombre práctico y quería que todo fuera debidamente examinado; por ejemplo, el origen desconocido de la muchacha. Armand la miró a los ojos y no le importó. Se le recordó que ella no tenía apellido. ¿Qué podía importar un nombre cuando él podía darle uno de los más antiguos y rancios
  • 26. 26 de Louisiana? Encargó los regalos de casamiento a París, y esperó impaciente a que llegaran; entonces se llevó a cabo la boda. Hacía cuatro semanas que madame Valmondé no veía a Désirée y a su hijo. Al llegar a L’Abri, como siempre le sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era un lugar triste, que durante muchos años no había conocido la dulce presencia de una mujer, de una dueña. El viejo monsieur Aubigny se había casado y había enterrado a su esposa en Francia; y madame Aubigny había amado demasiado su tierra como para alejarse de ella. El techo caía en pendiente inclinada, negro como capucha de monje, y bajaba más allá de las amplias galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su lado se erguían robles altos y austeros, cuyas largas y frondosas ramas ensombrecían la casa como un paño mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además, bajo su mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que habían disfrutado en los tiempos plácidos e indulgentes del viejo amo. La joven madre se recuperaba lentamente y yacía recostada, entre muselinas y encajes, en un canapé. El
  • 27. 27 bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se había dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada frente a la ventana, abanicándose. Madame Valmondé inclinó su corpulenta figura sobre Désirée y la besó, mientras la abrazaba con ternura un instante. Enseguida miró al niño. —¡Este no es el niño! —exclamó en tono sobresaltado. El francés era el idioma que se hablaba en esos días en Valmondé. —Sabía que te ibas a sorprender —rio Désirée—, por la manera en que ha crecido. ¡El pequeño cochon de lait! Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No es cierto, Zandrine? La mujer inclinó majestuosamente la cabeza cubierta por un turbante: —Mais si, madame. —Y su manera de llorar —continuó Désirée— aturde a todos. El otro día, sin más, Armand lo oyó desde la cabaña de La Blanche, que esta tan lejos de aquí.
  • 28. 28 Madame Valmondé no le había quitado los ojos de encima al pequeño en ningún momento. Lo alzó en brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada. Lo examinó con cuidado y miró inquisitiva a Zandrine, que había desviado la cara para contemplar la campiña. —Sí, el niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame Valmondé, despacio, mientras lo colocaba de nuevo al lado de su madre—. ¿Qué dice Armand? El rostro de Désirée resplandeció de felicidad. —¡Ah!Armandeselpadremásorgullosodelcondado, estoy segura. Sobre todo, porque es un varón que llevará su nombre, aunque dice que no..., que hubiera querido igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo dice para complacerme. Y, mamá... —agregó, atrayendo a madame Valmondé hacia ella y hablando en voz baja—, no ha castigado a ninguno de ellos, a ninguno de ellos, desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que fingía haberse quemado la pierna para no trabajar... Armand solo se rio y dijo que Negrillon era un gran pillo. ¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz!
  • 29. 29 LoquedecíaDésiréeeraverdad.Elmatrimonioyluego el nacimiento de su hijo habían ablandado la naturaleza arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto era lo que hacía tan feliz a la dulce Désirée, pues ella lo amaba con pasión. Cuando él arrugaba la frente, ella temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él sonreía, no había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún enojo había desfigurado el semblante moreno y atractivo de Armand desde el día en que se había enamorado de Désirée. Cuando el bebé tuvo alrededor de tres meses, Désirée se despertó una mañana con la sensación de que había algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado sutil para captar su sentido. Se trataba solo de una insinuación inquietante, un aire de misterio entre los negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían justificar sus visitas. Luego, un cambio extraño y terrible en el comportamiento de su marido, que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse a ella, él desviaba los ojos, despojados del destello amoroso de antaño. Se ausentaba del hogar; y cuando estaba en casa, eludía su presencia y la del bebé, sin ninguna excusa.
  • 30. 30 Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su trato con los esclavos. Désirée se sentía tan desgraciada que deseaba morir. Una tarde calurosa estaba sentada en su habitación, en salto de cama, retorciendo indiferente entre los dedos el largo y sedoso cabello que le caía sobre los hombros. El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de Désirée, un gran lecho semejante a un suntuoso trono, con el dosel revestido en satén. Uno de los pequeños mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba de pie refrescando despacio al niño con un gran abanico de plumas de pavo real. Los ojos de Désirée se habían posado con tristeza, distraídamente, en el niño, mientras se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que sentía cernirse sobre ella. Miró primero a su hijo y luego al niño que estaba de pie a su lado, y de este a su hijo, una y otra vez. «¡Ah!», no pudo sofocar el grito. Es más, ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado en voz alta. La sangre se le heló en las venas y un sudor húmedo le empapó el rostro. Intentó hablarle al pequeño mestizo, pero ningún sonido salió al principio de sus labios. Al oír su nombre,
  • 31. 31 él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a un lado el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó, descalzo, por el piso lustroso, de puntillas. Ella permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su hijo, mientras su rostro se convertía en la imagen misma del terror. Poco después, su marido entró en el aposento. Se acercó a la mesa y, sin prestarle atención, empezó a buscar entre los varios papeles que la cubrían. —Armand —lo llamó, en un tono de voz que hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no se dio cuenta—. Armand —repitió. Entonces fue hacia él, tambaleándose—. Armand —dijo, una vez más, con sonidos entrecortados—, mira a nuestro hijo. ¿Qué significa? Dime. Fríamente, pero con suavidad, él desprendió uno a uno los dedos que asían su brazo y le apartó la mano. —¡Dime qué significa! —gritó, desesperada.
  • 32. 32 —Significa —le respondió, gentilmente— que el niño no es blanco; significa que tú no eres blanca. La comprensión inmediata del sentido de aquella acusación le dio inusitadas fuerzas para defenderse. —Es mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi cabello, es castaño. Mis ojos son grises, Armand. Tú sabes que son grises. Y mi piel es clara —dijo, tomándolo de la muñeca—. Mira mis manos, más blancas que las tuyas, Armand —rio histéricamente. —Tan blancas como las de La Blanche —replicó con crueldad, y se fue, dejándola sola con el niño. Cuando ella pudo sostener una pluma en sus manos, le escribió una carta desesperada a madame Valmondé. «Madre, me dicen que no soy blanca. Armand me ha dicho que no soy blanca. Por amor de Dios, diles que no es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré. Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo». La respuesta fue breve:
  • 33. 33 «Mi querida Désirée: regresa a Valmondé, regresa a tu madre que te quiere. Ven con tu hijo». En cuanto llegó la carta, Désirée la llevó al estudio de su marido y la puso sobre el escritorio delante de él. Ella parecía una estatua de piedra: callada, pálida, inmóvil. En silencio y fríamente, él recorrió con la vista las palabras escritas. No dijo nada. —¿Debo ir, Armand? —preguntó. El suspense en la voz delataba su angustia. —Sí, vete. —Quieres que me vaya. —Sí, quiero que te vayas. Armand pensaba que Dios había sido injusto y cruel con él; y sentía, de algún modo, que le pagaba al Señor con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón de su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido la injuria, por inconsciente que fuera, con la que ella había manchado su casa y su nombre.
  • 34. 34 Ella le dio la espalda como si la hubiesen aturdido de un golpe y caminó despacio hacia la puerta, con la esperanza de que la volviese a llamar. —Adiós, Armand —gimió. Él no le respondió. Fue su última venganza contra el destino. Désirée salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba paseando al niño por la lúgubre galería. Lo tomó de los brazos de la nodriza sin ninguna explicación y descendió los escalones y se alejó bajo las frondosas ramas de los robles siempre verdes. Era una tarde de octubre; el sol empezaba a hundirse en el horizonte. Afuera, en el campo, los negros recogían algodón. Désirée no se había cambiado el salto de cama, blanco y fino, ni las chinelas que llevaba puestas. Nada cubría sus cabellos, y los rayos de sol arrancaban destellos dorados de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino ancho y transitado que conducía a la distante plantación de Valmondé. Caminó a través de un campo desierto,
  • 35. 35 donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados tan delicadamente, e hizo trizas su camisón vaporoso. Desapareció entre los juncos y los sauces que crecían enmarañados a orillas del profundo e indolente pantano; y nunca más regresó. Semanas después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa escena. En el centro de un patio posterior, barrido con pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde dominaba el espectáculo; era él quien repartía, entre una media docena de negros, el material que mantenía vivo el fuego. Una elegante cuna de madera de sauce, con todos sus primorosos adornos, fue puesta en la pira, que ya había sidoalimentadaconlasuntuosidaddeunmagníficoajuar de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a estos, otros de raso y de terciopelo; encajes, también, y bordados; sombreros y guantes, pues la corbeille había sido de excepcional calidad. Lo último en desaparecer entre las llamas fue un pequeño manojo de cartas; inocentes garabatos
  • 36. 36 diminutos que Désirée le había mandado durante los días de su vida en común. Quedaba una hoja suelta en la parte de atrás del cajón de donde había tomado el manojo. Pero no era de Désirée. Pertenecía a una vieja carta de su madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su madre le agradecía a Dios por haberla bendecido con el amor de su esposo. «Pero, sobre todo», había escrito, «agradezco noche y día al buen Dios por haber dispuesto de tal manera nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá que su madre (quien lo adora) pertenece a la raza que ha sido marcada a fuego con el estigma de la esclavitud».