El documento discute la estética del videoarte, argumentando que (1) tiene características propias como la capacidad de registrar tiempo de forma casi ilimitada y la relación directa entre el artista y la tecnología, y (2) su estética se define constantemente a través de obras individuales que exploran nuevas formas, aunque muchas quedan marginadas debido a la legitimación de circuitos artísticos comerciales.
Gg algunas cuestiones sobre la estética del videoarte
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Algunas cuestiones sobre la estética del videoarte
Gustavo Galuppo (*)
I
¿Se puede hablar de una estética del video propia? En algún sentido
seguramente sí, en principio la disposición de ciertos recursos técnicos y su
puesta en práctica en directo, en tiempo real (crear y pensar al mismo
tiempo), permiten la configuración de formas y estructuras audiovisuales
diferentes a las formas lineales del cine, por ejemplo.
En general, el video hace gala de una vocación des-representativa,
antinaturalista por excelencia, imagen que se exhibe como tal, desnudando
su composición material. A todo esto, además, se suma como propia la
posibilidad del registro y grabación de un tiempo casi ilimitado
(determinado hoy por la capacidad de las memorias en uso) a diferencia de
la duración mucho más restringida que tiene el rollo de película
cinematográfica.
Cabe destacar también, en lo referido al dispositivo video, y tal vez como un
rasgo definitorio de su posible estética aunque a veces relegado a segundo
plano, el carácter que adquiere el propio proceso creativo en relación
directa con la tecnología y con los decisivos bajos costos de producción.
El artista/operador/videasta se relaciona con las máquinas casi a modo de
prótesis, de extensión de su cuerpo y/o su cerebro; testimoniando
evidentemente en el devenir de la obra las huellas del mismo proceso de su
construcción.
Todo video, en cierto sentido, rinde cuentas del proceso a través del cual
fue concebido, de allí la huella, el trazo, la marca, el testimonio
autorreferencial de un proceso pensado durante el trabajo mismo, un gesto
definitorio que parece negar la posibilidad de generar imágenes justas. Lo
que queda entonces es apenas la intención infructuosa, el deseo destinado
al fracaso de construir imágenes suficientes.
El video, casi siempre, constituyéndose entonces como una imagen en
proceso de conformación no resuelto, como una imagen siempre a punto de
serlo, a un paso de concretarse, pero logrando exhibirse apenas como una
serie de trazos o huellas que en su devenir sugieren solamente la
posibilidad de esa imagen (esa, otra, o ninguna, es posible también, el
juego está abierto).
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Una imagen-video múltiple que sólo se encarnará de algún modo si el
espectador, haciéndose cómplice del sistema interno de la obra, construye
una imagen mental propia a partir de los puntos esbozados por el autor
durante ese proceso de búsqueda y creación insuficiente. Allí, el autor, se
enuncia a sí mismo operando en relación directa con el dispositivo, en la
soledad del creador, más cercano al poeta o al pintor que al cineasta
(aunque en el cine experimental esto ya se manifestaba, pero aquí, es
claro, por las características técnicas del propio dispositivo, se potencia). Y
allí finalmente todos esos trazos difusos, esos rastros esquivos del proceso,
las idas y vueltas, las pruebas y los errores, las acciones concretadas y las
descartadas, toda la agitación interna movilizada en el proceso creativo
busca hacer sistema para cristalizar en una obra-video.
II
Podría afirmarse ya que la imagen-video tiene entonces sus características
propias, su identidad, su impronta específica construida sobre las bases de
una hibridación omnívora y creciente. Música, pintura, y escultura, fusionan
sus propuestas espaciales y temporales mediante el uso del dispositivo
video, generando una imagen de características inusuales y perfectamente
identificables como producto específico de una tecnología determinada (hoy,
la tecnología digital). Si el video aún plasma, como el cinematógrafo y la
televisión, las huellas de lo real dispuesto frente al objetivo de la cámara,
aquí la naturaleza misma del dispositivo tiende a tratar esa imagen
“tomada” de lo real no ya como una célula indispensable para la
representación, sino apenas como un elemento más (prescindible también)
que pasará a insertarse en un proceso des-representativo cuyo resultado es
una imagen-video consciente de su naturaleza artificial; esa imagen-video
(que no es la única posible) constituida desde la coexistencia de diversas
capas de imagen en un mismo cuadro, y de imágenes de por sí susceptibles
de ser transfiguradas hasta el aniquilamiento, manipuladas hasta la
disolución absoluta del referente en pos de una suerte de abstracción.
El dispositivo video, por sus características tecnológicas, asume entonces
para sí la capacidad de una desfiguración que pretende instaurar otro
régimen de la mirada pensado, en primera instancia, en oposición a quien le
brindara sus elementos técnicos, la TV; y también frente a las estructuras
narrativas clásicas del cine, explorando en este caso nuevas configuraciones
poéticas y personales que hacen que cada obra se distinga desde la lógica
interna propuesta. Podría pensarse que la pura intuición, la sensibilidad
despertada por las texturas y el ritmo audiovisuales, se conjuga con los
procesos racionales a un mismo nivel.
III
Definir el campo de acción del video no es tarea sencilla, como tampoco lo
es hacerlo con el cine experimental o con todas esas corrientes que no se
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adscriben a los modelos institucionalizados en formatos ya claramente
delineados para el consumo seguro y masivo (como el cine y la TV).
El del video es un campo en devenir constante. Los límites de su estética no
se encontrarían prefijados, no hallarían ese modelo posible, sino que, por el
contrario, se redefinirían constantemente en función de cada obra que sea
capaz de proponer formas destacables y personales según los usos
creativos que haga del dispositivo en cuestión. Así, un posible abordaje de
sus características se ve ampliado y transmutado permanentemente, según
el descubrimiento y el conocimiento de obras y autores que desde su
perspectiva singular promuevan una cierta violencia sobre las estructuras
enunciativas vigentes. Y allí, una cuestión clara se impone entorpeciendo
ese abordaje: el campo del video se desarrolla en los márgenes de los
circuitos de consumo, propuesto por artistas que se manejan en relación
directa con el dispositivo y muchas veces recluidos en ámbitos de un
entorno cotidiano, desligado de las plataformas de producción
convencionales. Esas obras, esos autores, muchas veces y claramente, no
llegarán a ser difundidos de modo efectivo, sino que quedarán recluidos en
circuitos relacionados casi con lo estrictamente marginal y muchas veces
hasta con lo íntimo (casi lo ”familiar”). De allí, el conocimiento del campo
del video y las posibilidades de su estudio, dependen de obras y autores
legitimados por los circuitos del arte oficial, lo cual desde ya implica la
predeterminación de una estética particular avalada o instituida por los
especialistas que responden a las necesidades del mercado artístico.
Entonces, lo que podemos abordar como campo del video es, en primera
instancia, no ese devenir constante de una forma libre y personal, sino por
el contrario una forma que muta pero según la arbitrariedad impuesta por la
legitimación de los circuitos del arte contemporáneo. Habrá, siempre, una
corriente expresiva oculta que no logra insertarse en las necesidades de un
circuito que, aunque periférico a la megaindustria audiovisual del cine, no
deja de ser un mercado anclado en su lógica utilitaria con su imposición de
formas estéticas determinadas. Pero no hay modo, la estética desarrollada
en el campo del video no sería, a fin de cuentas, otra más que la percibida
desde las obras visibilizadas por el motivo que sea, válido o no. Lo demás
queda en el terreno de la pura especulación.
(*)
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