El documento resume la película "Diario de Pamplona" de Gonzalo Egurza. Usa materiales como diapositivas, videos caseros y páginas de un diario de viaje para explorar temas como la memoria, la pérdida y el desamor a través de una historia de amor evanescente. La película pone estos materiales en escena de una manera elusiva que los ubica en un terreno de indeterminación y posibilidad en lugar de certeza. Al revisar y reconstruir el diario, la película pasa
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Sobre Diario de Pamplona, de Gonzalo Egurza
por Gustavo Galuppo (*)
Diarios escritos o filmados, la diferencia puede ser radical, determinante
(“Ahora tengo que decidir entre filmar la sopa o tomarla”, dice David Perlov
en sus diarios, mientras la filma), pero ya no importa; tal vez haya un
rasgo común mucho más definitorio, y quizás más inasible. Un rasgo ligado
más a la necesidad de volcarse violentamente sobre algo –un algo
cualquiera- que a las mismas contingencias del soporte utilizado para
hacerlo. La urgencia. La necesidad; o esa necesidad (sólo esa), la precisa.
Lo imperioso de volcarse (la sangre en el papel de Marguerite Duras), lo
violentamente disfuncional de la confesión solitaria y por completo inútil. Y
de allí, la maravillosa imperfección de ese propio gesto vano, de la
necesidad solventada en el deseo indefectible de plasmar lo que tal vez no
sea visto o leído jamás. Pero es justo esa misma acción la que se torna, en
ese punto definitivo, en algo definitorio. ¿Quién es el destinatario de un
diario íntimo cuando deja de ser uno mismo? Si es escrito o filmado para
que sea haga público el gesto de la confesión inútil se tergiversa, se anula.
El diario, allí, sea plasmado en el soporte que sea, transmuta en la más
pura ficción (o en esa realidad incomprobable del documento exhibido). Si
el otro es el destinatario, la inutilidad primigenia se torna puesta en escena
de uno mismo frente a los demás, una pura construcción regida por otras
cosas que no son, ya, la más inútil necesidad urgente de contarse uno
mismo. Y allí, tal vez, otra de las riquezas: la imperfección de esa urgencia
atravesada ya por los requerimientos de la (auto) puesta en escena. La
liberadora indeterminación del gesto.
“Diarios de Pamplona”, de Gonzalo Egurza, discurre sobre esa línea por
demás de imprecisa. ¿Qué vemos? ¿Qué nos cuenta? ¿Qué hay de
comprobable en eso? Y sobre todo cuando el diario íntimo es puesto en
escena por un ‘otro’ que los revisa, que los recorre asumiendo su papel en
la elaboración de una historia personal ya convertida en extranjera.
¿Familia? ¿Pasado? ¿Memoria? De algún modo, ya no importa, todo, en el
cine y el video, pertenece al terreno de la ficción, aunque esta se encuentre
disfrazada de otra cosa. Como un diario personal.
Diapositivas, registros en Súper 8, las páginas de un diario de viaje, un
diálogo mudo, impersonal, y una voz monocorde que recita tal vez
fragmentos de aquel diario. Elementos imprecisos que configuran
elusivamente una trama sobre el espectro evanescente de una relación
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amorosa, sobre la memoria de la pérdida y el acostumbramiento, sobre el
desamor y sobre la necesidad insatisfecha de sobreponerse a la
desaparición o a una barbarie apenas sugerida. La historia de aquel viaje y
de esa posible relación, de algún modo elusivo, se narra, pero el dispositivo
que la pone en escena provoca una dispersión constante que la ubica en el
terreno de la indeterminación, de la pura posibilidad antes que la certeza. Y
es que las claves narrativas de esa historia posible se encuentran
diseminadas bajo el peso de un gesto mayor que las engloba y que no
termina de darles un cuerpo definitivo. Un gesto que las construye y
reconstruye sobre la marcha. Las muestra y las oculta en el mismo
movimiento. Las afirma y las niega en un proceso que parece ser el de la
misma construcción del relato. Así, esas claves narrativas encarnadas en los
diversos materiales de archivo, no se exhiben por sí mismas en la
estructura de un relato, sino que se muestran en el acto de ser revisitadas
por quien activa los aparatos y recorre las páginas en el presente de la
construcción. Aquí, aquel diario posible, es puesto en escena por otro que lo
revisita y lo reconstruye. De la intimidad del gesto pasamos,
inevitablemente, a la reconstitución externa de quien ya no es el propio
autor, sino del demiurgo que tiende los hilos del destino.
“Diario de Pamplona”, de Egurza, con su estructura puesta en juego,
compone entonces un entramado múltiple en el cual elementos disímiles
interactúan desviándose hacia una composición narrativa ahora espectral.
La voz femenina, con tono impasible y aletargado, sobrevuela
delicadamente las imágenes relatando pasajes de un viaje a Pamplona, pero
si sus palabras tienen la neutralidad de una crónica de viaje, la tonalidad y
el ritmo se acercan al denso ambiente sonoro para conformar una
atmósfera algo mórbida, un relato ubicado siempre entre dos líneas: entre
la confesión en primera persona, íntima e inútil, y la relectura
ficcionalizante. Junto a ellas (o entre ellas), enhebrándose en sutiles y a la
vez complejas composiciones visuales, el motivo recurrente de las corridas
de toros, y los destellos abstractos de película que se quema (un motivo
visual aún efectivo, sobre todo cuando es puesto en relación con otros
materiales, como estos, relacionados con la memoria y la périda). Y, casi a
modo de puntuación dispersiva, y como revelando otra faceta posible del
relato, los diálogos mudos inscriptos en pantalla narrando la cotidianeidad
de la caída y el desencuentro amoroso. Antes, después, y durante, aquel
gesto de quien articula esas memorias improbables, activando y deteniendo
el proyector como si se tratara de un dispositivo mediúmnico, un artilugio
invocador de fantasmas. Y es que, de algún modo, “Diario de Pamplona” no
parece ser otra cosa más que un video sobre fantasmas; sobre los
fantasmas familiares que vuelven de un pasado posible, y sobre los otros
fantasmas del desencuentro que acechan desde los posibles futuros.
Stan Brakhage, Jonas Mekas, David Perlov, Sadie Benning y Naomi Kawase,
entre otros, han pensado incansablemente la idea del diario filmado. “Diario
de Pamplona”, de algún modo, dialoga con ellos, y, sin estas pretensiones
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(lo cual sería excesivo, claro), los pone en entredicho. El cine, a fin de
cuentas, es una cuestión de fantasmas.
Y los fantasmas, claro está, no existen más que en la imaginación de los
creyentes…
(*)
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