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QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea

Sorrentino para diletantes
Agustín Rubio Alcover

Del (re)vision(ar)ismo cinematográfico

P

retencioso como es, por parte de un forastero, hacer una indagación semiológica en un
cine tan acusadamente vernáculo y dado a
lo herm(en)é(u)tico como el de Paolo Sorrentino,
este artículo aspira –en la confianza de que existen ciertos elementos iconográficos y discursivos,
si es que no universales al menos sí comunes y
por tanto descifrables e inéditos– a atender a las
concomitancias y la evolución de varios trazos de
su cincel, a saber: la atribución de los roles protagónicos a personajes masculinos antiheroicos, de
mediana edad, con un punto de peterpanismo a la
italiana, enfrentados con las memorables figura e
idea paternas, y que desempeñan oficios deshonrosos, o directamente con los vitelloni redivivos,
reos de vicios inconfesables o asaltados tras sus
máscaras de impasibilidad por auténticos torbellinos pasionales; la conflictividad de dichas voces,
y su complicidad/disyunción con los ejercicios de
reconstrucción visual de hechos rememorados
o imaginados; el empleo de la música y del off
sonoro; el invariable rumbo a peor, que apunta
a un designio fatalista demiúrgico; la pincelada
surrealista/-izante, bizarra y a menudo erótica; los
collages, sobre todo, en los incipit; la circularidad;
la preferencia por los mejunjes visual-sonoros que
da a degustar a los paladares menos delicados…
1

2

Teoría y práctica de la fractalidad ilustrada

Tenemos suerte: como impenitente (re)lector
del Todo modo de Leonardo Sciascia, Sorrentino
enarbola la consigna de Toda dispositio; la tan
impecable como párvula filmografía de este
autor-autor resulta fácil de estudiar. “Sensualità
3

228

latina è un minimo distacco”, dicta el recetario
para el Rossetto e cioccolato de Ornella Vanoni: en
el fiat lux de L’uomo in più, dos citas contrapuestas y relacionadas tanto por su contenido como
por la personalidad de quienes las pronunciaron –
hombres-símbolo conocidos por sendos alias– con
la idea de duplicidad, casi deslumbran más que
iluminan: una, de Edson Arantes do Nascimento,
en el mundo Pelé (“El empate no existe”); la otra,
del olvidado apóstol de la lucha de los derechos
civiles de los afroamericanos LeRoi Jones/Amiri
Baraka (“¿Qué puedo decir? / ¿Que es mejor
haber amado y perdido, o instalar linóleo en vuestros salones?”); con la consiguiente dislocación.
Burla burlando, se marean dos líneas –un primer
rótulo enclava la acción en 1980, y un segundo
acompaña a un inopinado vídeo musical de El lago
de los cisnes que jalona a modo de interludio la
elipsis hasta 1984. Y, desde el montaje-secuencia
de los créditos, con el ataque del pulpo durante
la pesca submarina, evocador del acontecimiento
que parte en dos la vida de uno de los (pluscuam)
tocayos: la muerte de su hermano, el buen hijo;
hasta la clausura en la celda, donde Tony Pisapia
(Toni Servillo) recibe los parabienes de sus
compañeros de celda, mafiosos a la sazón, por su
exquisito pescado al horno, el artefacto atiende a
las cuitas de dos tipos pródigos identificados por
el nombre y el primer apellido, cuyas existencias
quedaron prematura y abruptamente cortadas, y
que comparten demediación melancólica y suerte
aciaga: el futbolista, una lesión; el cantante, una
detención por consumo de drogas y, previamente
a eso, la pérdida fraternal, de la que la madre
nunca se ha recuperado, que le genera sentimiento de culpa y encela sus pulsiones de muerte.
La constancia del montaje alternado; el pare-
Agustín Rubio Alcover  Sorrentino para diletantes

cido físico, el aspecto mortecino, varado, de una
población portuaria por la que se diría (para mal)
que no pasa el tiempo; y el fario negado alimentan
el malentendido de que una y otra peripecias
son desastres de una misma vida, apareadas por
un prurito juguetón de comparar, simultanear y
sembrar ecos: el uno desarrolla maniáticamente
tácticas que no pasan del tapete del subbúteo;
el otro desperdicia sus armas de seducción, llámense sus dotes canoras, llámese su talento para
la cocina. El encuentro en el mercado mediante
el reconocimiento del hipotético pasado en el
fantasioso presente paralelo motiva virtualmente
el suicidio –la melancolía versus el miedo a la
vista de lo mucho que queda todavía por caer. La
lección de la tragedia de Tony/Antonio Pisapia
(Toni Servillo y Andrea Renzi, respectivamente)
es que la unigénita tara de esos personajes, minimalmente reconstruidas bajo una lupa, restaña
una (única) herida esencial: revierte la falta del
hermano y convierte, más que en uno postizo, al
otro (cualquiera) en gemelo.
Juglares de Dios o endemoniados saltimbanquis

A Sorrentino le interesa la madurez y le atrae
cada vez más la decadencia. Empezando por el
(tri)pleonástico pícaro cantautor napolitano,
todos son retrasados, están desfasados: retrata
criaturas que (mal/sobre)viven apegadas al pasado; anacrónicas por rechazo de los valores de la
época contemporánea; víctimas y verdugos del
autoengaño; aspirantes a héroes en un imposible
pretérito mítico; e impotentes. Apenas se rebelan
contra el hado tanto más terrible de la intrascendencia y el patetismo irredimible de los especímenes condenados a extinguirse sin transferir su
legado a progenie alguna. El Andreotti que enfoca
Il Divo es el crepuscular, muerto políticamente/
en vida –tanto da, en su caso: como él mismo
reconoce, por más que su corriente, la logia, la
Cosa Nostra, la camorra, la banda de la Magliana
o Italia entera le hicieran, en el pasado o en el
presente, el rendez-vous, su soledad, como ser
humano, es inmarcesible, có(s)mica: la co(ho)
rte de correligionarios ni lo salvó en su día –en la
medida en que la insatisfacción le seguía causando dolor aun rodeado, adulado, agasajado y aplau-

dido– ni lo hace ahora –en su … soledad: consoladoras sombras en la medida en que la úlcera
sigue abierta, pero no sangra ni más ni menos que
antaño–. Sorrentino rinde homenaje al Buñuel de
Viridiana (1961) –los turiferarios se disponen en
torno a una tabla rectangular y rasa; ergo no son
caballeros– y en su última cena, entre ellos, se
guisan y se comen las entretelas del poder.
La cuarta faz del tipo de apariencia apacible
y temperamento volcánico, bestia o ángel, es el
Geremia de L’amico di famiglia, que caricaturiza
el berlusconismo: puesta en solfa del baboseo
servil a los pies de las velinas, que enajena a un
venerable anciano al punto de fantasear con el
imposible de que la signorina que percute las
teclas del piano sucumba a los encantos de semejante adefesio, y poner patas arriba su existencia.
Hasta su culminación en el congelado final del
protagonista, echándose agua en una fuente
para aliviarse los agosteños sofocos sicilianos, la
vergüenza de haber sido estafado, la satiriasis y
la senectud; reincide en la mecánica de los razonables parecidos irracionales: el monólogo final
de Geremia, cuando hunde el rostro en el agua,
dirigido al (dios) padre, afirma su certidumbre en
la existencia de algún tipo de freno moral, límite
desconocido –y ese es el problema–; lo que rima
con el discurso en torno a la mercantilización de
las relaciones, ya sea su mero deslumbramiento
carnal por Rosalba (Laura Chiatti), proclamada
Miss Agro Pontino, ya sea su pervertida amistad
con su estrafalario mamporrero, el felón Gino
(Fabrizio Bentivoglio), cuyo atuendo vaquero
da pie a una inesperada, aunque/por eso mismo
enteramente congruente con la descoyuntada
cosmovisión de nuestro hombre, excursión en el
country al ralentí.
En sus pretensiones introspectivistas en un
uomo ridicolo e piccolo, cava un túnel subterráneo
con futuros pasajes fellinianos, cual es el caso de
la cita de La dolce vita (1960) con que concluye
Le conseguenze dell’amore, con un Titta Di
Girolamo (Toni Servillo) porteado por un brazo
mecánico como un Cristo maniatado y enmudecido que le da boleto para su ansiada muerte
rocambolesca. El partido de voleibol que el rijoso
entrevé por los orificios de la persiana ejerce un
papel análogo al del monopatín en la propia Il
229
QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea

Divo: un parabolismo a cuenta de un elemento
fuertemente localista, ya sea la afición a la práctica de deportes minoritarios fuera de la península
transalpina; ya se trate del detalle, grabado a
fuego en la conciencia histórica del italiano contemporáneo de que en la voladura del coche del
juez Giovanni Falcone uno sirvió como soporte del
explosivo, pero una laguna en la enciclopedia de
un extranjero, que consiguientemente se queda a
dos velas y tiende a leer la irrupción de ese objeto,
que no por casualidad despega por los pasillos del
Parlamento para dar al traste con la elección del
Presidente de la República, como un OVNI. He
aquí un ejemplo precioso de su poética, puntillista
de puertas adentro, a la par que de puertas afuera
engañoso –o duplicado– desprecio por los conceptos reduccionistas, rasantes, de realidad y de
realismo.
La convalidación del amaneramiento

Le conseguenze dell’amore juega a la
disyuntiva entre abstracción y concreción geométricas, que se extiende desde las paredes del
cuarto de hotel donde vegeta Titta Di Girolamo
y se anexan un cuadro cezannesco y un espurio
Mondrian. La dialéctica se promueve al rango de
la cadena de isotopías que, como en un collar de
perlas, se engarzan. Tampoco el esteticismo es
(estrictamente: por tanto, no es) tal en los planos
en que se visiona el hábito de Titta de espiar a los
vecinos con un fonendoscopio –bellísimos bodegones magrittianos, entre la naturaleza muerta
y el ready-made–; ni en la profusión de luces de
semáforos, rayas de pasos de cebra y demás señales de tráfico que orientan la atención sobre la
auténtica frontera de un film que habla de la línea
de demarcación entre urbanidad e instinto, hipocresía y convivencia; o sea, la mutilación de las
personas, solas en sus cuerpos y en esos aposentos
rectilíneamente subdivididos por el cruel sumo
hacedor callado cuya entidad proclaman las casillas en alzado del hotel.
Se muestra solidario con su protagonista en
el ser o no ser por estar en un sinvivir, entre el
mantenimiento de las apariencias/distancias y el
impulso de querer romper la baraja. A la expertise
de la contención que permite pasar de cero a cien
230

con la precisión de un reloj… suizo a Sorrentino y
a Titta, se opone la confianza en el hombre frente
a la máquina (de contar billetes): en el marco de
ese sarcástico humanismo, lo caótico son las volutas de humo y los fajos amontonados; y los valores
absolutos el amor, por absurdo, superficial o pueril que este sea –que lo lleva a hipotecar su vida
para regalar a una camarera un automóvil de lujo,
y así comprarla, en cuerpo y al peso–; y la amistad
(infantil: pues, como él corrobora, con voz que le
sale del alma y que sobresalta y extraña, no debiera nunca nadie romper amarras con la niñez) de
Dino Giuffré (Giovanni Morosso): meditación
acerca de los males (y los bienes) de la insuperable ontología: mientras los dólares procedentes
de turbios negocios afluyen a las arcas de la mafia,
el intermediario de ese ciclo sin fin, peliculero
(esa enigmática mujer, de luto riguroso de arriba
abajo, encarnación de la muerte, que le entrega
con puntualidad británica maletas e intercambia con él gestos de inteligencia), se regala una
transfusión sanguínea que elimina de sus venas
cualquier residuo de esa droga que, inminentemente, se inyectará: diálisis de lo real: la dádiva
del carro a la camarera Sofia (Olivia Magnani), y
la no menos generosa a los ancianos aristócratas
de lo sustraído, en venganza por la enajenación de
su vida –quince años de ostracismo por una mala
mano–, son la réplica desinteresada al objetualismo imperante; pero no en puridad alternativa,
sino, muy retorcidamente, la otra cara de la moneda: porque el dinero no deja de ser lo único; lo uno
y trino.
En este ejercicio de viscontinismo aplicado,
la modernidad ultra equivale a una con(tra)vención retardataria del futurismo: para no defraudar
ese sentido del espectáculo se necesita tener
redaños; valentía para farolear hasta el ridículo,
y en esa fina línea entre lo fallido y lo sublime se
dirimen las cosas. Movimientos de cámara como
la godardiana trayectoria de ida y vuelta, de sutil
picado a ligero contrapicado y viceversa, iluminan
el empedrado por el que transita un título que
trenza las relaciones entre las angosturas que la
señalética de la civilidad impone y las balizas individuales y societarias. Que la acción transcurra
en la frígida Lugano –nada que ver ya con aquella
Casablanca centroeuropea de entreguerras, el
Agustín Rubio Alcover  Sorrentino para diletantes

país helvético, y por extensión la vida, se antoja
un vistoso moridero–; en ese mar de la (plástica)
tranquilidad o mundo de la (neo)seguridad que
el viento se llevó con todas las inconsistentes,
deleznables certidumbres del piccolo mondo
antico, no puede pasarse por alto: antes bien,
el cuadro enmarcado de la enseña nacional, con
la cruz blanca sobre fondo rojo –inversión del
emblema de la organización altruista por excelencia, corrompida de las dualidades convención
vs expresión y exuberancia vs ascesis, merced a
la conferencia de un efecto borroso, y reubicada
museizantemente en el (¿impertinente?) entorno
de una salita de cuentas– que preside el cuarto
(oscuro) en que se echa un órdago a muerte,
exuda una enterísima mala leche para con la
fachada neutral de un país que se ha hecho a sí
mismo y para satisfacción de las grandes fortunas
de las naciones adyacentes en la encrucijada de
los intereses de Francia, de Italia, de Alemania…
El paneuropeísmo postmoderno-globalizador del
sofisticado Titta –tecnología germana, diseño latino, joie de vivre…– queda impugnado por esquizofrénico y despersonalizado, a gusto de todos (los
otros): como la camarera que lo cala le echa en
cara al arrancarle de cuajo la máscara, cuando el
protagonista es tocado su interior suena a hueco.
La resurrección de los revenants

El humor que se (d)estila de las declaraciones
de Titta es inmisericordemente autodestructivo
con (ir)respecto a sus monomanías: la apoyatura
en la heroína desde los veinticuatro años, todos
los miércoles, a las diez de la mañana; rima,
mutatis mutandis, con una dosificación metodista de los recursos cinematográficos. Aprovecha
Sorrentino los instantes de percepción alterada y
ampliada que el sueño lúcido provee, para correlativamente delirar a la subjetiva; y se zambulle en
una sensorialidad audiovisual a modo –moderna.
El desasosiego concuerda con el eclecticismo de la
partitura, con segmentos sinfónicos y tecno yuxtapuestos: fragmentos de una oscura atonalidad y
otros reposados, de aires clásicos, se suceden sin
solución de continuidad, de manera imprevisible
y entre abruptos cambios de ritmo. El patrón
general está, a pequeña escala, representado por

el golpe de efecto que rodea la epifánica mención
por parte del hermano del protagonista al que éste
tiene por su amigo de infancia: como el crispante
rasgueo de las cremalleras, de las subidas y bajadas de las escaleras mecánicas, de la constancia
de las cintas transportadoras, de la cadencia de
los aspersores y del sigilo de los travellings; la
fanfarria, y la ágil aproximación de la cámara a
primer plano no se sabe si preceden o siguen –tal
es su sincronización– a la instantánea, discreta
pero/por inequívoca, torsión del cuello del protagonista, que se pone alerta con todo su ser. Titta
se sueña con su sempiterno rictus de despectivo
hastío –una ceja medio alzada por aquí; una sentencia inapelable, al desgaire, por acullá…; y los
torvos ojos fijos del tímido que domina el ademán
de desafío eternamente aplazado de los matadores
fules– ese tigre durmiente al que es mejor no despertar. Monumental engaño: la liquidación licuefacta de la modernidad es desmentida como vil (y
métálica) zarandaja; y el silencio no solo punible
por mortalmente pecaminoso (Natalia Ginzburg),
sino reprensible como una fachada estúpida: las
hechuras del galán otoñal, falsamente profundo,
denuncian un mutismo, eterno masculino, primo
hermano del protagonista del mítico, tan hermoso, tan pernicioso film melvilliano, y que no pasa
de reflejo pálido, mueca paródica y pamplinera,
sosias alicaído de un anacrónico Buster Keaton
haciendo de Alain Delon en Le samouraï (1967).
El Apocalipsis según Sorrentino

Invoca así sus obsesiones citatoria, grafémica y misógina; como en lo cosmético, con la
inexcusable desarrapada vestimenta chandalera
de los camorristas, vuelve a la carga con Buñuel:
la cuota de surrealismo está aquí representada
por segmentos alucinógenos como el plano de
los monaguillos que velan el sueño de droga de
Titta o los de su esposa ataviada para la boda.
Asimismo, en la protuberancia genital, como esas
ottoemezzescas o dalinianas grúas fálicas, hay una
contemplación desesperada y terminal del declive
del sexo (masculino), en lo que supone otro de los
vectores que incardina –ese impagable cartel del
X Encuentro de Puesta al Día de la Hipertrofia de
la Próstata (¡celebrado, para más INRI, en el Hotel
231
QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea

New Europe!) tras el cual se esconde la reunión de
los hampones; pero también la tulipa, con forma
de llama congelada, que reviste y pretende dar un
aspecto natural, tradicional, a la bombilla eléctrica en los apliques de las paredes del hotel, y que a
la par traspone la nocturna pasión trasnochada del
impotente Titta…; quien se comunica fá(c)ticamente con su (ex)esposa y con sus (descastados)
vástagos por teléfono, mismo hilo que repara ese
Dino Giuffré empleado de la ENEL, incombustible
puente con la integridad del ser y al que, en el
epílogo, se ve encaramado a un poste del tendido:
rompiendo el hielo y, así, restaurando el fluido
eléctrico que posibilita el contacto más allá de las
dolorosamente insalvables distancias del espacio
y del tiempo; más allá, incluso, de lo real-absoluto
(la muerte).
A golpe de sus carísimos gestos, de juegos
narratológicos con voces over alternadadas, de
frenéticos montajes-secuencia y de rótulos que
ilustran/desgranan las cadenas de muertes y
suicidios y, en fin, de ingente (pica)pedrería
audiovisual un punto (y seguido) menos que
paroxístico, Il Divo bordea la injuria –insidioso es
el paralelismo entre la carrera en el hipódromo y
el asesinato del capocorrente de confianza Salvo
Lima (Giorgio Colangeli). Otrosí con el siamés
blanco con que Andreotti se topa en el salón
palaciego gubernamental: cara a cara, duda y
toma el camino de la izquierda, al tiempo que –en
perfecta coordinación, y con una milimétrica nitidez del trazado de su itinerario, en un plano con
tiralíneas, con rectas tan marcadas como exactos
son los desplazamientos del dispositivo– el animal hace mutis por el otro lado: la cuadriculada
operación lo designa, por oposición, como un gato
negro, y señala una de las dialécticas cardinales:
la del político de mal agüero, como simplemente
un superviviente gafe o como el instigador pérfido
de crímenes de Estado a cuyo paso va quedando
un reguero de exquisitos pero reventados cadáveres. De ahí las concomitancias con Nosferatu
(Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922)
–que funciona en, al menos, dos niveles: el de la
interpretación de Servillo, bajo el hechizo de Max
Schreck, también trasunto del Hynkel chapliniano
de The Great Dictator (1940)– y el de una cámara inconfundible en sus modos y maneras, pero
232

que aquí, en la medida en que se lanza a recorrer
los pasillos y catacumbas del poder, remite a la
entfesselte Kamera de Friedrich Wilhelm Murnau:
el expresionismo está (entre)tejido en las costuras de la película, es consustancial, compositivo:
pertenece a la actuación, inapreciable como mera
imitación –del maquillaje, con las orejas gachas,
a la movilidad, pasando por la joroba…–, pero
también y más allá a la puesta en escena, al relato
y al discurso.
Por la misma regla (de tres) se rige el virtual
encontronazo con Totò Riina (Enzo Rai), reconstruido talmente que abona la duda acerca de su
estatuto real o ficticio: paralelo/inverso a la anécdota gatuna –la repulsión vs el beso infame– tanto
desde un punto de vista estrictamente iconográfico: trayectorias de los implicados, énfasis en el
cruce de miradas…; como desde el estructural:
al comienzo de la primera y la segunda mitad del
film, respectivamente; su abierta inverosimilitud
hace (in)creíble la exhibición (solapada) de simpatía (y complicidad) con el (mismísimo) diablo,
de darse el pico con la mafia. Reproduciendo
el alambicado proceso por el cual echó a andar
“Mani Pulite”, a raíz del escándalo de un soborno
sin más trascendencia en febrero de 1992, Il Divo
conjuga la clave del carisma en términos de egoísmo vs vocación de servicio o ingenuidad vs culpa.
Nadar o guardar (las formas)

Impredecible y huidizo, este napolitano de
raíces es también un consumidor asumidamente
inmoderado de la gloria del cine nacional: no se
limita a diseminar de guijarros para amagar con
el espectador al gato y el ratón de las adivinanzas,
sino que procede a su asimilación madura para
generar un (nuevo-)original. Adicto al pinchazo
pop, tampoco en esto se pliega a modas o convencionalismos: como heterodoxas son sus sceltas
musicales, no practica la dial(ectol)ogía fácil, sino
que se asoma al vacío de una existencia de banda
sonora desajustada con respecto a la tragedia de
los acontecimientos o los sentimientos. Poseedor
de un oído tanto más agudo para captar desafinamientos en el tiempo y en el espacio y (re)col(oc)
arlos en sitios insospechados, con afán y resultados bufos, sublimes y secundariamente (mal)
Agustín Rubio Alcover  Sorrentino para diletantes

intencionados; ni siquiera cuando hinca el diente
en la yugular de sordideces y miserias y chupa la
sangre, llega a la infamia de rebajar o de hacer
irrisión de sus criaturas, que conservan aquello
a lo cual el periodista Eugenio Scalfari (Giulio
Bosetti) en Il Divo da feliz cauce al formular el
halo que envuelve al estadista como “la grandeza
del enigma”.
La relación entre Andreotti y Aldo Moro
que se sugiere admite el paralelismo con la de
Sorrentino y la Santísima Trinidad de la izquierda
cinematográfica del último medio siglo (Pasolini,
Bellocchio y Moretti): admirativos sucesores y
sañudos debeladores. En sus interioridades se
despliega toda la complejidad de la paternofilialidad freudiano-edípica. De una ambigüedad inigualable, Sorrentino se deja arrastrar por la fascinación de un personaje que (se le) impone (hasta)
el (autor)retrato: si por momentos Andreotti
aparece (c)o(m)primido, encasillado por una planificación asfixiante; otros fotogramas le dan vía
libre para que se muestre a sus anchas: al primer
registro pertenece el paciente de jaquecas, enganchado a los calmantes, que se sube por las miserables cuatro paredes de un piso romano y aplaca los
nervios con caminatas pasillo arriba y abajo que lo
postran en cama; mientras que en el segundo se
enseñorea el ladino, lapidario esgrimista verbal
sin parangón. Pero, al igual que ocurre con las
dudas acerca de su condición de verdugo o víctima; de meapilas o cínico; de amigo o rival de Aldo
Moro; de témpano de hielo –como tal se comporta
ante la Ardant; y sus caricias consisten apenas en
roces o en el entrelazamiento de las manos con
su mujer, Livia (Anna Bonaiuto), o en la audición de sosas guarradas telefónicas– o de fogoso
amante –esa antigua llama por Mary Gassman,
hermana de Vittorio, que, como el montaje indica,
desataba una efervescencia, por no canalizada,
(de)generad(or)a en la senectud en jaquecas (el
mismo mal, a todo esto, que aqueja a Geremia en
L’uomo in più) paliadas con analgésicos–; todo
él es doblez, bicefalia, lengua bífida y viperina;
doses que son sólo uno: la esfinge que se parapeta
tras una lámpara, las agujas de la acupuntura, las
gafas de pasta o, sencillamente, el rostro mismo,
hierático: las maneras (anti)sentimentales de
desear y de (no) satisfacer sus pulsiones repro-

ducen, punto por punto, las del reprimido Di
Girolamo. Por eso –tras el anticipo que supone
el glosario italiano– se presta tanta atención al
código (proxémico y kinésico) Andreotti, que
su secretaria y adoradora platónica (Piera Degli
Esposti) conoce y (a)morosamente desentraña; y
tanto esfuerzo por materializar cinematográficamente su “archivo privado” merced a intertítulos
sobreimpresionados en planos semisubjetivos;
pero también a todo el aparato de señales reflectantes que rodean un ojo del huracán en el que,
como el trineo Rosebud no basta para apurar las
explicaciones, resulta ridículo que lata la latosa
afrenta edípica de no haber besado jamás a esa
Rosa Falasca Andreotti, madre de la criatura,
de cuyos labios Sorrentino arrebata una de las
dos citas que constan en el arranque, y que, virtualmente referida a su hijo, se lee como sopapo
(“Si no puedes hablar bien de una persona, no lo
hagas”): como dice la canción que puntúa ese instante de (máxima, pero espectral, falsa) intimidad
del matrimonio que presumiblemente debiera de
ser un común libro abierto, en un conocimiento
mutuo como la palma de esa propia mano con que
toman la ajena; y tal y como la mirada extraviada
de Livia sobre el siniestro Giulio indica, el otro es
un completo, perfecto desconocido.
Al tono de los directores propiamente enragés –y demodés–, le imprime un ritornello quizás
retardatario: los planos-secuencia; los barridos y
reencuadres laterales y verticales; y, en definitiva,
toda la panoplia de efect(ism)os distanciadores
son los garabatos de Il Divo, un reportaje en verso
libre sobre la intrahistoria del País; impenetrable
o ininteligible para el lego, y de ahí el glosario que
la encabeza y facilita la inmersión, a la par que
advierte de las dificultades a que ha de enfrentarse quien se interne en la selva del lenguaje de
un film que constituye y demanda a un tiempo
un who’s who de la alta política de los “años
de plomo”. Así que comprometido sui generis
–consigo mismo, sobre todo, ante todo y contra
viento y marea–; (/e) (ir)realista: en el origen del
dilema interminable hay la errónea por primaria
identificación del cine italiano con una obstinación (neor-, o neo-neor)realista. Aunque contagiado del entusiasmo de un cierto risorgimento
documental(ista/-izante), sería más adecuado
233
QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea

adscribirlo a una (hipotética y, también ésta,
involucionista-retrógrada, y futurible-progresista
a la par) Nueva-Nueva Objetividad: de ahí que
haya negado que Il Divo sea (solamente) grotesca,
onírica o cómica, y reivindicado para su pieza,
arrogantemente, las compatibles dignidades de la
cifra semántica y del género –de acción. Tan lejos
del simple redux restauracionista como del formalismo novedista, en su bastidor se acrisola un
concepto alternativo, purista o etimológico, de la
postmodernidad, que le viene como anillo al dedo:
es un profeta de la falta total de toda fe, amén de
un chef de la era de la cocina desestructurada,
cuyo ingrediente secreto se llama oxímoron:
animismo materialista. Receloso de las formas
transparentes y convencionales para revelar la

En L’uomo in più (2001), el
deceso de aquel a quien no
se veía desde quince años
antes por prohibición expresa de la madre –en parte
como interdicción, en parte
como un favor al hijo hiperprotegido, que no soportaba
a su progenitor– es sumariamente notificado por teléfono; en L’amico di famiglia
( 2006 ), la muy tardía marcha
sobre Roma de Geremia de
Geremei (Giacomo Rizzo) en
busca del padre fugado del
débito para con su mujer
(Clara Bindi), y de la responsabilidad para con él.
	2	
Aunque confesos, por obra y
gracia de voces over subjetivizantes que, en una función
similar a la que ejercen las
	1	

234

miradas a cámara, privilegian
al espectador como partícipe
de esos sus secretos.
	3	
Cinco largometrajes en diez
años, más varios cortometrajes, de los que queremos
analizar uno, posterior a
todo lo que aquí se aborda:
La partita lenta ( 2009 ), ejercicio de autohomenaje paratextual respecto de su producción de largo formato: la
camaradería filogay, la ironía
en torno a la compensación
de la fragilidad con el deporte hiperhormonado (rugby),
y los entornos comerciales
desolados son continuación
de los futbolistas que al
comienzo de L’uomo in più
reciben el rapapolvo de su
entrenador en el vestuario;

verdad de las personas, pocos directores como él
meritan tanto para hacerse acreedores al adjetivo
de manieristas: si él mismo se ha reconocido de
la estirpe de Bellocchio, las letras que le dirigió
Pasolini, afeándole/alabándole su carácter de prosista peculiar, goteante de sentido poético, arroja
luz para comprenderlo a él como su mejor y más
actual testigo: Sorrentino evita escrupulosamente
los dos polos del ya rancio patrón neorrealista –el
raso contenutismo y el estil(os)ismo estéril. La
suya es una escritura fílmica tout court; él, de la
primera camada capaz de conciliar sin traumas el
compromiso político y la experimentación con la
discreción y el mirar de soslayo y soslayar el nosentido: dolce dir niente: la asignatura por la que
oposita lleva el marbete de calicinematografía.

con los matones de Le conseguenze dell’amore; de los
tipos que se ganan la vida
disfrazados de legionarios
con que se topa Geremia
ante el Coliseo en Un
amico di famiglia; de los
moteros sicarios de Il divo
( 2008 ); regado todo con
su retórica –muda, pues el
extremismo estilista conlleva
su caprichoso silencio sepulcral; que no de la pista de
audio, con un despliegue
avasallador de artificios de
sonorización, acordes con el
montaje asociativo, verbigracia, de beso a cigarrillo; los
insoslayables movimientos
suntuosos, como la clausura
sobre el graderío… Y una
novela, Hanno tutti ragione,

finalista del Premio Strega,
exitosamente vendida y profusamente interrelacionada
con el resto de la obra de
Sorrentino: el protagonista, el cantante melódico
Tony Pagoda, es, según
Sorrentino reconoce, el tonadillero empelucado y con
Ray-Ban interpretado por
Toni Servillo en L’uomo in
più, resurrecto; la advocación
de Henry Miller hermana
fatalidad y caos; está jalonada por citas de canciones
italianas populares, Vanoni
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Sorrentino y la decadencia masculina

  • 1. QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea Sorrentino para diletantes Agustín Rubio Alcover Del (re)vision(ar)ismo cinematográfico P retencioso como es, por parte de un forastero, hacer una indagación semiológica en un cine tan acusadamente vernáculo y dado a lo herm(en)é(u)tico como el de Paolo Sorrentino, este artículo aspira –en la confianza de que existen ciertos elementos iconográficos y discursivos, si es que no universales al menos sí comunes y por tanto descifrables e inéditos– a atender a las concomitancias y la evolución de varios trazos de su cincel, a saber: la atribución de los roles protagónicos a personajes masculinos antiheroicos, de mediana edad, con un punto de peterpanismo a la italiana, enfrentados con las memorables figura e idea paternas, y que desempeñan oficios deshonrosos, o directamente con los vitelloni redivivos, reos de vicios inconfesables o asaltados tras sus máscaras de impasibilidad por auténticos torbellinos pasionales; la conflictividad de dichas voces, y su complicidad/disyunción con los ejercicios de reconstrucción visual de hechos rememorados o imaginados; el empleo de la música y del off sonoro; el invariable rumbo a peor, que apunta a un designio fatalista demiúrgico; la pincelada surrealista/-izante, bizarra y a menudo erótica; los collages, sobre todo, en los incipit; la circularidad; la preferencia por los mejunjes visual-sonoros que da a degustar a los paladares menos delicados… 1 2 Teoría y práctica de la fractalidad ilustrada Tenemos suerte: como impenitente (re)lector del Todo modo de Leonardo Sciascia, Sorrentino enarbola la consigna de Toda dispositio; la tan impecable como párvula filmografía de este autor-autor resulta fácil de estudiar. “Sensualità 3 228 latina è un minimo distacco”, dicta el recetario para el Rossetto e cioccolato de Ornella Vanoni: en el fiat lux de L’uomo in più, dos citas contrapuestas y relacionadas tanto por su contenido como por la personalidad de quienes las pronunciaron – hombres-símbolo conocidos por sendos alias– con la idea de duplicidad, casi deslumbran más que iluminan: una, de Edson Arantes do Nascimento, en el mundo Pelé (“El empate no existe”); la otra, del olvidado apóstol de la lucha de los derechos civiles de los afroamericanos LeRoi Jones/Amiri Baraka (“¿Qué puedo decir? / ¿Que es mejor haber amado y perdido, o instalar linóleo en vuestros salones?”); con la consiguiente dislocación. Burla burlando, se marean dos líneas –un primer rótulo enclava la acción en 1980, y un segundo acompaña a un inopinado vídeo musical de El lago de los cisnes que jalona a modo de interludio la elipsis hasta 1984. Y, desde el montaje-secuencia de los créditos, con el ataque del pulpo durante la pesca submarina, evocador del acontecimiento que parte en dos la vida de uno de los (pluscuam) tocayos: la muerte de su hermano, el buen hijo; hasta la clausura en la celda, donde Tony Pisapia (Toni Servillo) recibe los parabienes de sus compañeros de celda, mafiosos a la sazón, por su exquisito pescado al horno, el artefacto atiende a las cuitas de dos tipos pródigos identificados por el nombre y el primer apellido, cuyas existencias quedaron prematura y abruptamente cortadas, y que comparten demediación melancólica y suerte aciaga: el futbolista, una lesión; el cantante, una detención por consumo de drogas y, previamente a eso, la pérdida fraternal, de la que la madre nunca se ha recuperado, que le genera sentimiento de culpa y encela sus pulsiones de muerte. La constancia del montaje alternado; el pare-
  • 2. Agustín Rubio Alcover  Sorrentino para diletantes cido físico, el aspecto mortecino, varado, de una población portuaria por la que se diría (para mal) que no pasa el tiempo; y el fario negado alimentan el malentendido de que una y otra peripecias son desastres de una misma vida, apareadas por un prurito juguetón de comparar, simultanear y sembrar ecos: el uno desarrolla maniáticamente tácticas que no pasan del tapete del subbúteo; el otro desperdicia sus armas de seducción, llámense sus dotes canoras, llámese su talento para la cocina. El encuentro en el mercado mediante el reconocimiento del hipotético pasado en el fantasioso presente paralelo motiva virtualmente el suicidio –la melancolía versus el miedo a la vista de lo mucho que queda todavía por caer. La lección de la tragedia de Tony/Antonio Pisapia (Toni Servillo y Andrea Renzi, respectivamente) es que la unigénita tara de esos personajes, minimalmente reconstruidas bajo una lupa, restaña una (única) herida esencial: revierte la falta del hermano y convierte, más que en uno postizo, al otro (cualquiera) en gemelo. Juglares de Dios o endemoniados saltimbanquis A Sorrentino le interesa la madurez y le atrae cada vez más la decadencia. Empezando por el (tri)pleonástico pícaro cantautor napolitano, todos son retrasados, están desfasados: retrata criaturas que (mal/sobre)viven apegadas al pasado; anacrónicas por rechazo de los valores de la época contemporánea; víctimas y verdugos del autoengaño; aspirantes a héroes en un imposible pretérito mítico; e impotentes. Apenas se rebelan contra el hado tanto más terrible de la intrascendencia y el patetismo irredimible de los especímenes condenados a extinguirse sin transferir su legado a progenie alguna. El Andreotti que enfoca Il Divo es el crepuscular, muerto políticamente/ en vida –tanto da, en su caso: como él mismo reconoce, por más que su corriente, la logia, la Cosa Nostra, la camorra, la banda de la Magliana o Italia entera le hicieran, en el pasado o en el presente, el rendez-vous, su soledad, como ser humano, es inmarcesible, có(s)mica: la co(ho) rte de correligionarios ni lo salvó en su día –en la medida en que la insatisfacción le seguía causando dolor aun rodeado, adulado, agasajado y aplau- dido– ni lo hace ahora –en su … soledad: consoladoras sombras en la medida en que la úlcera sigue abierta, pero no sangra ni más ni menos que antaño–. Sorrentino rinde homenaje al Buñuel de Viridiana (1961) –los turiferarios se disponen en torno a una tabla rectangular y rasa; ergo no son caballeros– y en su última cena, entre ellos, se guisan y se comen las entretelas del poder. La cuarta faz del tipo de apariencia apacible y temperamento volcánico, bestia o ángel, es el Geremia de L’amico di famiglia, que caricaturiza el berlusconismo: puesta en solfa del baboseo servil a los pies de las velinas, que enajena a un venerable anciano al punto de fantasear con el imposible de que la signorina que percute las teclas del piano sucumba a los encantos de semejante adefesio, y poner patas arriba su existencia. Hasta su culminación en el congelado final del protagonista, echándose agua en una fuente para aliviarse los agosteños sofocos sicilianos, la vergüenza de haber sido estafado, la satiriasis y la senectud; reincide en la mecánica de los razonables parecidos irracionales: el monólogo final de Geremia, cuando hunde el rostro en el agua, dirigido al (dios) padre, afirma su certidumbre en la existencia de algún tipo de freno moral, límite desconocido –y ese es el problema–; lo que rima con el discurso en torno a la mercantilización de las relaciones, ya sea su mero deslumbramiento carnal por Rosalba (Laura Chiatti), proclamada Miss Agro Pontino, ya sea su pervertida amistad con su estrafalario mamporrero, el felón Gino (Fabrizio Bentivoglio), cuyo atuendo vaquero da pie a una inesperada, aunque/por eso mismo enteramente congruente con la descoyuntada cosmovisión de nuestro hombre, excursión en el country al ralentí. En sus pretensiones introspectivistas en un uomo ridicolo e piccolo, cava un túnel subterráneo con futuros pasajes fellinianos, cual es el caso de la cita de La dolce vita (1960) con que concluye Le conseguenze dell’amore, con un Titta Di Girolamo (Toni Servillo) porteado por un brazo mecánico como un Cristo maniatado y enmudecido que le da boleto para su ansiada muerte rocambolesca. El partido de voleibol que el rijoso entrevé por los orificios de la persiana ejerce un papel análogo al del monopatín en la propia Il 229
  • 3. QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea Divo: un parabolismo a cuenta de un elemento fuertemente localista, ya sea la afición a la práctica de deportes minoritarios fuera de la península transalpina; ya se trate del detalle, grabado a fuego en la conciencia histórica del italiano contemporáneo de que en la voladura del coche del juez Giovanni Falcone uno sirvió como soporte del explosivo, pero una laguna en la enciclopedia de un extranjero, que consiguientemente se queda a dos velas y tiende a leer la irrupción de ese objeto, que no por casualidad despega por los pasillos del Parlamento para dar al traste con la elección del Presidente de la República, como un OVNI. He aquí un ejemplo precioso de su poética, puntillista de puertas adentro, a la par que de puertas afuera engañoso –o duplicado– desprecio por los conceptos reduccionistas, rasantes, de realidad y de realismo. La convalidación del amaneramiento Le conseguenze dell’amore juega a la disyuntiva entre abstracción y concreción geométricas, que se extiende desde las paredes del cuarto de hotel donde vegeta Titta Di Girolamo y se anexan un cuadro cezannesco y un espurio Mondrian. La dialéctica se promueve al rango de la cadena de isotopías que, como en un collar de perlas, se engarzan. Tampoco el esteticismo es (estrictamente: por tanto, no es) tal en los planos en que se visiona el hábito de Titta de espiar a los vecinos con un fonendoscopio –bellísimos bodegones magrittianos, entre la naturaleza muerta y el ready-made–; ni en la profusión de luces de semáforos, rayas de pasos de cebra y demás señales de tráfico que orientan la atención sobre la auténtica frontera de un film que habla de la línea de demarcación entre urbanidad e instinto, hipocresía y convivencia; o sea, la mutilación de las personas, solas en sus cuerpos y en esos aposentos rectilíneamente subdivididos por el cruel sumo hacedor callado cuya entidad proclaman las casillas en alzado del hotel. Se muestra solidario con su protagonista en el ser o no ser por estar en un sinvivir, entre el mantenimiento de las apariencias/distancias y el impulso de querer romper la baraja. A la expertise de la contención que permite pasar de cero a cien 230 con la precisión de un reloj… suizo a Sorrentino y a Titta, se opone la confianza en el hombre frente a la máquina (de contar billetes): en el marco de ese sarcástico humanismo, lo caótico son las volutas de humo y los fajos amontonados; y los valores absolutos el amor, por absurdo, superficial o pueril que este sea –que lo lleva a hipotecar su vida para regalar a una camarera un automóvil de lujo, y así comprarla, en cuerpo y al peso–; y la amistad (infantil: pues, como él corrobora, con voz que le sale del alma y que sobresalta y extraña, no debiera nunca nadie romper amarras con la niñez) de Dino Giuffré (Giovanni Morosso): meditación acerca de los males (y los bienes) de la insuperable ontología: mientras los dólares procedentes de turbios negocios afluyen a las arcas de la mafia, el intermediario de ese ciclo sin fin, peliculero (esa enigmática mujer, de luto riguroso de arriba abajo, encarnación de la muerte, que le entrega con puntualidad británica maletas e intercambia con él gestos de inteligencia), se regala una transfusión sanguínea que elimina de sus venas cualquier residuo de esa droga que, inminentemente, se inyectará: diálisis de lo real: la dádiva del carro a la camarera Sofia (Olivia Magnani), y la no menos generosa a los ancianos aristócratas de lo sustraído, en venganza por la enajenación de su vida –quince años de ostracismo por una mala mano–, son la réplica desinteresada al objetualismo imperante; pero no en puridad alternativa, sino, muy retorcidamente, la otra cara de la moneda: porque el dinero no deja de ser lo único; lo uno y trino. En este ejercicio de viscontinismo aplicado, la modernidad ultra equivale a una con(tra)vención retardataria del futurismo: para no defraudar ese sentido del espectáculo se necesita tener redaños; valentía para farolear hasta el ridículo, y en esa fina línea entre lo fallido y lo sublime se dirimen las cosas. Movimientos de cámara como la godardiana trayectoria de ida y vuelta, de sutil picado a ligero contrapicado y viceversa, iluminan el empedrado por el que transita un título que trenza las relaciones entre las angosturas que la señalética de la civilidad impone y las balizas individuales y societarias. Que la acción transcurra en la frígida Lugano –nada que ver ya con aquella Casablanca centroeuropea de entreguerras, el
  • 4. Agustín Rubio Alcover  Sorrentino para diletantes país helvético, y por extensión la vida, se antoja un vistoso moridero–; en ese mar de la (plástica) tranquilidad o mundo de la (neo)seguridad que el viento se llevó con todas las inconsistentes, deleznables certidumbres del piccolo mondo antico, no puede pasarse por alto: antes bien, el cuadro enmarcado de la enseña nacional, con la cruz blanca sobre fondo rojo –inversión del emblema de la organización altruista por excelencia, corrompida de las dualidades convención vs expresión y exuberancia vs ascesis, merced a la conferencia de un efecto borroso, y reubicada museizantemente en el (¿impertinente?) entorno de una salita de cuentas– que preside el cuarto (oscuro) en que se echa un órdago a muerte, exuda una enterísima mala leche para con la fachada neutral de un país que se ha hecho a sí mismo y para satisfacción de las grandes fortunas de las naciones adyacentes en la encrucijada de los intereses de Francia, de Italia, de Alemania… El paneuropeísmo postmoderno-globalizador del sofisticado Titta –tecnología germana, diseño latino, joie de vivre…– queda impugnado por esquizofrénico y despersonalizado, a gusto de todos (los otros): como la camarera que lo cala le echa en cara al arrancarle de cuajo la máscara, cuando el protagonista es tocado su interior suena a hueco. La resurrección de los revenants El humor que se (d)estila de las declaraciones de Titta es inmisericordemente autodestructivo con (ir)respecto a sus monomanías: la apoyatura en la heroína desde los veinticuatro años, todos los miércoles, a las diez de la mañana; rima, mutatis mutandis, con una dosificación metodista de los recursos cinematográficos. Aprovecha Sorrentino los instantes de percepción alterada y ampliada que el sueño lúcido provee, para correlativamente delirar a la subjetiva; y se zambulle en una sensorialidad audiovisual a modo –moderna. El desasosiego concuerda con el eclecticismo de la partitura, con segmentos sinfónicos y tecno yuxtapuestos: fragmentos de una oscura atonalidad y otros reposados, de aires clásicos, se suceden sin solución de continuidad, de manera imprevisible y entre abruptos cambios de ritmo. El patrón general está, a pequeña escala, representado por el golpe de efecto que rodea la epifánica mención por parte del hermano del protagonista al que éste tiene por su amigo de infancia: como el crispante rasgueo de las cremalleras, de las subidas y bajadas de las escaleras mecánicas, de la constancia de las cintas transportadoras, de la cadencia de los aspersores y del sigilo de los travellings; la fanfarria, y la ágil aproximación de la cámara a primer plano no se sabe si preceden o siguen –tal es su sincronización– a la instantánea, discreta pero/por inequívoca, torsión del cuello del protagonista, que se pone alerta con todo su ser. Titta se sueña con su sempiterno rictus de despectivo hastío –una ceja medio alzada por aquí; una sentencia inapelable, al desgaire, por acullá…; y los torvos ojos fijos del tímido que domina el ademán de desafío eternamente aplazado de los matadores fules– ese tigre durmiente al que es mejor no despertar. Monumental engaño: la liquidación licuefacta de la modernidad es desmentida como vil (y métálica) zarandaja; y el silencio no solo punible por mortalmente pecaminoso (Natalia Ginzburg), sino reprensible como una fachada estúpida: las hechuras del galán otoñal, falsamente profundo, denuncian un mutismo, eterno masculino, primo hermano del protagonista del mítico, tan hermoso, tan pernicioso film melvilliano, y que no pasa de reflejo pálido, mueca paródica y pamplinera, sosias alicaído de un anacrónico Buster Keaton haciendo de Alain Delon en Le samouraï (1967). El Apocalipsis según Sorrentino Invoca así sus obsesiones citatoria, grafémica y misógina; como en lo cosmético, con la inexcusable desarrapada vestimenta chandalera de los camorristas, vuelve a la carga con Buñuel: la cuota de surrealismo está aquí representada por segmentos alucinógenos como el plano de los monaguillos que velan el sueño de droga de Titta o los de su esposa ataviada para la boda. Asimismo, en la protuberancia genital, como esas ottoemezzescas o dalinianas grúas fálicas, hay una contemplación desesperada y terminal del declive del sexo (masculino), en lo que supone otro de los vectores que incardina –ese impagable cartel del X Encuentro de Puesta al Día de la Hipertrofia de la Próstata (¡celebrado, para más INRI, en el Hotel 231
  • 5. QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea New Europe!) tras el cual se esconde la reunión de los hampones; pero también la tulipa, con forma de llama congelada, que reviste y pretende dar un aspecto natural, tradicional, a la bombilla eléctrica en los apliques de las paredes del hotel, y que a la par traspone la nocturna pasión trasnochada del impotente Titta…; quien se comunica fá(c)ticamente con su (ex)esposa y con sus (descastados) vástagos por teléfono, mismo hilo que repara ese Dino Giuffré empleado de la ENEL, incombustible puente con la integridad del ser y al que, en el epílogo, se ve encaramado a un poste del tendido: rompiendo el hielo y, así, restaurando el fluido eléctrico que posibilita el contacto más allá de las dolorosamente insalvables distancias del espacio y del tiempo; más allá, incluso, de lo real-absoluto (la muerte). A golpe de sus carísimos gestos, de juegos narratológicos con voces over alternadadas, de frenéticos montajes-secuencia y de rótulos que ilustran/desgranan las cadenas de muertes y suicidios y, en fin, de ingente (pica)pedrería audiovisual un punto (y seguido) menos que paroxístico, Il Divo bordea la injuria –insidioso es el paralelismo entre la carrera en el hipódromo y el asesinato del capocorrente de confianza Salvo Lima (Giorgio Colangeli). Otrosí con el siamés blanco con que Andreotti se topa en el salón palaciego gubernamental: cara a cara, duda y toma el camino de la izquierda, al tiempo que –en perfecta coordinación, y con una milimétrica nitidez del trazado de su itinerario, en un plano con tiralíneas, con rectas tan marcadas como exactos son los desplazamientos del dispositivo– el animal hace mutis por el otro lado: la cuadriculada operación lo designa, por oposición, como un gato negro, y señala una de las dialécticas cardinales: la del político de mal agüero, como simplemente un superviviente gafe o como el instigador pérfido de crímenes de Estado a cuyo paso va quedando un reguero de exquisitos pero reventados cadáveres. De ahí las concomitancias con Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) –que funciona en, al menos, dos niveles: el de la interpretación de Servillo, bajo el hechizo de Max Schreck, también trasunto del Hynkel chapliniano de The Great Dictator (1940)– y el de una cámara inconfundible en sus modos y maneras, pero 232 que aquí, en la medida en que se lanza a recorrer los pasillos y catacumbas del poder, remite a la entfesselte Kamera de Friedrich Wilhelm Murnau: el expresionismo está (entre)tejido en las costuras de la película, es consustancial, compositivo: pertenece a la actuación, inapreciable como mera imitación –del maquillaje, con las orejas gachas, a la movilidad, pasando por la joroba…–, pero también y más allá a la puesta en escena, al relato y al discurso. Por la misma regla (de tres) se rige el virtual encontronazo con Totò Riina (Enzo Rai), reconstruido talmente que abona la duda acerca de su estatuto real o ficticio: paralelo/inverso a la anécdota gatuna –la repulsión vs el beso infame– tanto desde un punto de vista estrictamente iconográfico: trayectorias de los implicados, énfasis en el cruce de miradas…; como desde el estructural: al comienzo de la primera y la segunda mitad del film, respectivamente; su abierta inverosimilitud hace (in)creíble la exhibición (solapada) de simpatía (y complicidad) con el (mismísimo) diablo, de darse el pico con la mafia. Reproduciendo el alambicado proceso por el cual echó a andar “Mani Pulite”, a raíz del escándalo de un soborno sin más trascendencia en febrero de 1992, Il Divo conjuga la clave del carisma en términos de egoísmo vs vocación de servicio o ingenuidad vs culpa. Nadar o guardar (las formas) Impredecible y huidizo, este napolitano de raíces es también un consumidor asumidamente inmoderado de la gloria del cine nacional: no se limita a diseminar de guijarros para amagar con el espectador al gato y el ratón de las adivinanzas, sino que procede a su asimilación madura para generar un (nuevo-)original. Adicto al pinchazo pop, tampoco en esto se pliega a modas o convencionalismos: como heterodoxas son sus sceltas musicales, no practica la dial(ectol)ogía fácil, sino que se asoma al vacío de una existencia de banda sonora desajustada con respecto a la tragedia de los acontecimientos o los sentimientos. Poseedor de un oído tanto más agudo para captar desafinamientos en el tiempo y en el espacio y (re)col(oc) arlos en sitios insospechados, con afán y resultados bufos, sublimes y secundariamente (mal)
  • 6. Agustín Rubio Alcover  Sorrentino para diletantes intencionados; ni siquiera cuando hinca el diente en la yugular de sordideces y miserias y chupa la sangre, llega a la infamia de rebajar o de hacer irrisión de sus criaturas, que conservan aquello a lo cual el periodista Eugenio Scalfari (Giulio Bosetti) en Il Divo da feliz cauce al formular el halo que envuelve al estadista como “la grandeza del enigma”. La relación entre Andreotti y Aldo Moro que se sugiere admite el paralelismo con la de Sorrentino y la Santísima Trinidad de la izquierda cinematográfica del último medio siglo (Pasolini, Bellocchio y Moretti): admirativos sucesores y sañudos debeladores. En sus interioridades se despliega toda la complejidad de la paternofilialidad freudiano-edípica. De una ambigüedad inigualable, Sorrentino se deja arrastrar por la fascinación de un personaje que (se le) impone (hasta) el (autor)retrato: si por momentos Andreotti aparece (c)o(m)primido, encasillado por una planificación asfixiante; otros fotogramas le dan vía libre para que se muestre a sus anchas: al primer registro pertenece el paciente de jaquecas, enganchado a los calmantes, que se sube por las miserables cuatro paredes de un piso romano y aplaca los nervios con caminatas pasillo arriba y abajo que lo postran en cama; mientras que en el segundo se enseñorea el ladino, lapidario esgrimista verbal sin parangón. Pero, al igual que ocurre con las dudas acerca de su condición de verdugo o víctima; de meapilas o cínico; de amigo o rival de Aldo Moro; de témpano de hielo –como tal se comporta ante la Ardant; y sus caricias consisten apenas en roces o en el entrelazamiento de las manos con su mujer, Livia (Anna Bonaiuto), o en la audición de sosas guarradas telefónicas– o de fogoso amante –esa antigua llama por Mary Gassman, hermana de Vittorio, que, como el montaje indica, desataba una efervescencia, por no canalizada, (de)generad(or)a en la senectud en jaquecas (el mismo mal, a todo esto, que aqueja a Geremia en L’uomo in più) paliadas con analgésicos–; todo él es doblez, bicefalia, lengua bífida y viperina; doses que son sólo uno: la esfinge que se parapeta tras una lámpara, las agujas de la acupuntura, las gafas de pasta o, sencillamente, el rostro mismo, hierático: las maneras (anti)sentimentales de desear y de (no) satisfacer sus pulsiones repro- ducen, punto por punto, las del reprimido Di Girolamo. Por eso –tras el anticipo que supone el glosario italiano– se presta tanta atención al código (proxémico y kinésico) Andreotti, que su secretaria y adoradora platónica (Piera Degli Esposti) conoce y (a)morosamente desentraña; y tanto esfuerzo por materializar cinematográficamente su “archivo privado” merced a intertítulos sobreimpresionados en planos semisubjetivos; pero también a todo el aparato de señales reflectantes que rodean un ojo del huracán en el que, como el trineo Rosebud no basta para apurar las explicaciones, resulta ridículo que lata la latosa afrenta edípica de no haber besado jamás a esa Rosa Falasca Andreotti, madre de la criatura, de cuyos labios Sorrentino arrebata una de las dos citas que constan en el arranque, y que, virtualmente referida a su hijo, se lee como sopapo (“Si no puedes hablar bien de una persona, no lo hagas”): como dice la canción que puntúa ese instante de (máxima, pero espectral, falsa) intimidad del matrimonio que presumiblemente debiera de ser un común libro abierto, en un conocimiento mutuo como la palma de esa propia mano con que toman la ajena; y tal y como la mirada extraviada de Livia sobre el siniestro Giulio indica, el otro es un completo, perfecto desconocido. Al tono de los directores propiamente enragés –y demodés–, le imprime un ritornello quizás retardatario: los planos-secuencia; los barridos y reencuadres laterales y verticales; y, en definitiva, toda la panoplia de efect(ism)os distanciadores son los garabatos de Il Divo, un reportaje en verso libre sobre la intrahistoria del País; impenetrable o ininteligible para el lego, y de ahí el glosario que la encabeza y facilita la inmersión, a la par que advierte de las dificultades a que ha de enfrentarse quien se interne en la selva del lenguaje de un film que constituye y demanda a un tiempo un who’s who de la alta política de los “años de plomo”. Así que comprometido sui generis –consigo mismo, sobre todo, ante todo y contra viento y marea–; (/e) (ir)realista: en el origen del dilema interminable hay la errónea por primaria identificación del cine italiano con una obstinación (neor-, o neo-neor)realista. Aunque contagiado del entusiasmo de un cierto risorgimento documental(ista/-izante), sería más adecuado 233
  • 7. QUADERNI DEL CSCI 8 2012 miscellanea adscribirlo a una (hipotética y, también ésta, involucionista-retrógrada, y futurible-progresista a la par) Nueva-Nueva Objetividad: de ahí que haya negado que Il Divo sea (solamente) grotesca, onírica o cómica, y reivindicado para su pieza, arrogantemente, las compatibles dignidades de la cifra semántica y del género –de acción. Tan lejos del simple redux restauracionista como del formalismo novedista, en su bastidor se acrisola un concepto alternativo, purista o etimológico, de la postmodernidad, que le viene como anillo al dedo: es un profeta de la falta total de toda fe, amén de un chef de la era de la cocina desestructurada, cuyo ingrediente secreto se llama oxímoron: animismo materialista. Receloso de las formas transparentes y convencionales para revelar la En L’uomo in più (2001), el deceso de aquel a quien no se veía desde quince años antes por prohibición expresa de la madre –en parte como interdicción, en parte como un favor al hijo hiperprotegido, que no soportaba a su progenitor– es sumariamente notificado por teléfono; en L’amico di famiglia ( 2006 ), la muy tardía marcha sobre Roma de Geremia de Geremei (Giacomo Rizzo) en busca del padre fugado del débito para con su mujer (Clara Bindi), y de la responsabilidad para con él. 2 Aunque confesos, por obra y gracia de voces over subjetivizantes que, en una función similar a la que ejercen las 1 234 miradas a cámara, privilegian al espectador como partícipe de esos sus secretos. 3 Cinco largometrajes en diez años, más varios cortometrajes, de los que queremos analizar uno, posterior a todo lo que aquí se aborda: La partita lenta ( 2009 ), ejercicio de autohomenaje paratextual respecto de su producción de largo formato: la camaradería filogay, la ironía en torno a la compensación de la fragilidad con el deporte hiperhormonado (rugby), y los entornos comerciales desolados son continuación de los futbolistas que al comienzo de L’uomo in più reciben el rapapolvo de su entrenador en el vestuario; verdad de las personas, pocos directores como él meritan tanto para hacerse acreedores al adjetivo de manieristas: si él mismo se ha reconocido de la estirpe de Bellocchio, las letras que le dirigió Pasolini, afeándole/alabándole su carácter de prosista peculiar, goteante de sentido poético, arroja luz para comprenderlo a él como su mejor y más actual testigo: Sorrentino evita escrupulosamente los dos polos del ya rancio patrón neorrealista –el raso contenutismo y el estil(os)ismo estéril. La suya es una escritura fílmica tout court; él, de la primera camada capaz de conciliar sin traumas el compromiso político y la experimentación con la discreción y el mirar de soslayo y soslayar el nosentido: dolce dir niente: la asignatura por la que oposita lleva el marbete de calicinematografía. con los matones de Le conseguenze dell’amore; de los tipos que se ganan la vida disfrazados de legionarios con que se topa Geremia ante el Coliseo en Un amico di famiglia; de los moteros sicarios de Il divo ( 2008 ); regado todo con su retórica –muda, pues el extremismo estilista conlleva su caprichoso silencio sepulcral; que no de la pista de audio, con un despliegue avasallador de artificios de sonorización, acordes con el montaje asociativo, verbigracia, de beso a cigarrillo; los insoslayables movimientos suntuosos, como la clausura sobre el graderío… Y una novela, Hanno tutti ragione, finalista del Premio Strega, exitosamente vendida y profusamente interrelacionada con el resto de la obra de Sorrentino: el protagonista, el cantante melódico Tony Pagoda, es, según Sorrentino reconoce, el tonadillero empelucado y con Ray-Ban interpretado por Toni Servillo en L’uomo in più, resurrecto; la advocación de Henry Miller hermana fatalidad y caos; está jalonada por citas de canciones italianas populares, Vanoni incluida; acontece a caballo entre Nápoles y Capri, en un extremo del globo, y Río y Manaos, en el otro…