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“El arte ignora la Historia, pero se 
alimenta de su Terror”, René Char 
Elena Álvarez Zambrano 
Primer curso. Doble grado en Sociología y Ciencias Políticas 
¿Cómo se desarrolla la música durante los primeros años de la Revolución 
francesa y cuál es su repercusión en la misma? 
Quiero estudiar la evolución de la música en Francia durante los primeros años de la 
Revolución porque quiero saber como afectaron los determinados movimientos 
políticos en las diferentes formas de componer para entender la influencia de la música 
durante el proceso revolucionario. 
Sabido es que la música es un arte que históricamente se ha apoyado en los 
diversos procesos culturales y políticos del mundo y, por eso, es un medio más que nos 
sirve para acercarnos a los mismos de un modo, sin embargo, tan diferente como 
complicado. 
Desde el arte de trovar, pasando por la juglaría, la canción protesta, la canción social, o 
el canto revolucionario, se han creado conceptos que definen un fenómeno a nivel 
artístico cuyo contenido se basa precisamente en un querer decir del artista o intérprete a 
la sociedad o a sí mismo sea esta intención política, patriótica, de humanidad o de 
liberación, y existen desde antes de lo que creemos saber. 
En la segunda mitad del siglo XVIII algo empujaba hacia la fascinación por la vida 
intelectual y artística. La enorme influencia que sobre la definición y nivelación del 
saber ejerció la Ilustración podemos apoyarla en la Enciclopedia: la idea de seleccionar 
y limpiar los conceptos e ideas del polvo oscurantista, ajustarlos y clasificarlos. Este 
gusto por los ciclos y las series parece repercutir también al mundo del arte. Sin 
embargo, conforme nos acercamos al período revolucionario la locura se apodera de los 
formalismos y la ebriedad cuantitativa viéndose reflejada en la creciente importancia de 
otros tipos de creaciones musicales. La historia de la música francesa está íntimamente 
ligada a la de la Revolución observándose como la evolución de la sinfonía en Francia 
coincide temporalmente con el auge revolucionario. La música ha servido siempre para 
enardecer a los combatientes: las marchas de desfile o las melodías para la batalla 
durante el siglo XVIII llevaron a muchos hombres a morir tras una u otra bandera. Pero 
además de estas músicas de enardecimiento, las obras clásicas seguían manteniendo un 
lugar en época revolucionaria. Muchos artistas se debatían entre el entusiasmo, el 
desengaño y el martirio, algo que se notó especialmente en los músicos y dramaturgos. 
Era en verdad una época teatral en la que las obras dramáticas de corte político y 
moralizante ganaban una popularidad demostrable en la fundación por parte del Comité 
de Salvación Pública del Teatro del Pueblo. Del mismo modo se puede afirmar que la 
ópera, una creación barroca, comienza a ganar adeptos entre el público popular. 
Por otra parte, la Revolución Francesa es el mejor ejemplo hasta nuestros días de una 
revolución total. Conmemora la destrucción completa de un sistema y la imposición de 
otro. Tuvo efecto más que en quienes fueron protagonistas directos de la misma 
entusiasmando a sus vecinos geográfica y cronológicamente. El efecto más claro lo 
encontramos en uno de los compositores más grandes de todos los tiempos: Ludwig van 
Beethoven. Su música, que comenzó destacando por los aires frescos y ligeros, cambió
para convertirse en épica y turbulenta, reflejando los tiempos revolucionarios que 
vivía Europa, ya que se desarrolló durante los años en que las potencias 
monárquicas europeas se aliaban para derrotar a la Francia revolucionaria. Instituciones 
centenarias, tradiciones seculares desaparecieron así como creencias religiosas, 
organizaciones estatales y, sobre todo, el propio modo de vida y de pensamiento de la 
ciudadanía. 
Se puede afirmar que bajo la influencia de una revolución todo arte deja de ser objeto de 
disfrute y enriquecimiento para convertirse en una forma de propaganda, deja de hablar 
al hombre para dirigirse a la colectividad, y este será el rasgo fundamental que habrá 
que tener en cuenta a la hora de entender los cambios que se produjeron o que se 
dejaron de producir durante esta época. 
En los dos primeros años del Gobierno revolucionario, la música pasó a ocupar un cargo 
gubernamental y fue considerada como el arte oficial. Es valioso considerar el profundo 
interés que mostraron los jefes de la revolución por todas las manifestaciones musicales; 
como si hubieran comprendido mejor que nadie el singular poder que estas encierran, se 
preocuparon desde el comienzo en regimentar, ordenar y encasillar la actividad musical 
para mayor gloria de la Revolución y de sus conductores. La República le destinó un 
papel social como nunca ha vuelto a tener. Mirabeau primero y luego Condorcet la 
incluyeron, con meticulosa preparación, en los planes de instrucción pública, como un 
elemento fundamental de la buena formación del ciudadano ideal, concepto que 
inevitablemente nos traslada al sistema platónico. 
Por otro lado, resulta llamativo comprobar como muchos músicos que llevaban años 
adornando las salas de conciertos de la nobleza, se ponen del lado de los levantados y 
dan la espalda rápidamente a sus antiguos protectores adaptándose a la nueva situación. 
Sin embargo, cabe destacar que la evolución del género sinfónico en Francia comienza 
años antes de la Revolución, en los años 50 del siglo XVIII y tiene nombre propio: 
François Martin, compositor y violonchelista tachado de virtuoso desde que era niño y 
cuyas mismas obras reflejan su capacidad interpretativa. 
Dado que la mayoría de los músicos de renombre habían servido en un momento u otro 
a la nobleza con sus composiciones, aquellos que querían seguir con vida debían 
demostrar a las claras su incondicional apoyo a los principios revolucionarios. Para unos 
fue más difícil que para otros. Entre aquellos que aparentemente no tuvieron problema 
con l nueva situación encontramos a Jean-Baptiste Davaux, más conocido 
posteriormente como “Ciudadano Davaux” lo cual deja bien claro su identificación con 
la causa revolucionaria que se atrevió a plasmar en su propia obra compuesta a partir de 
1789. También destacó en este desarrollo estético el italiano Luigi Cherubini, quien se 
sintió muy a gusto en territorio francés desde la Revolución hasta la Restauración. Otra 
figura destacable es Etienne Méhul, el músico francés más relevante de la época y fiel a 
los ideales revolucionarios como lo demuestra su composición fechada en 1782, una 
Cantata sobre un texto de Rousseau. Ejerció una notable influencia en Beethoven y 
Weber. Le apresaron en marzo de 1794, y murió en la guillotina apenas tres días antes 
que Robespierre. 
No obstante, las obras musicales engendradas por la Revolución sólo configuran un 
aspecto o apartado oficial de todo el conjunto de lo que llegó a interpretarse a lo largo 
de todo el período revolucionario. El Journl des Théatres escribe en 1792: <Es necesario 
haber contraído con el público obligaciones absolutamente ineludibles para ocuparse de
espectáculos y música en el momento en que nos encontramos; pero, dado que los 
parisinos no pueden dejar de cantar, de bromear y de reír, ni al borde del mismo 
precipicio que amenaza con tragarse el Estado, prestémonos a su fantasía, y hablemos 
de teatro junto a los alaridos de los facciosos>. Del mismo modo, Mercier alega: 
<Nunca hubo tantos espectáculos, conciertos, danzas, banquetes, casas de comidas, 
vendedores de refrescos, jardines públicos, fuegos artificiales, periódicos y tratantes de 
vinos. Esta variedad de diversiones en medio de la guerra más criminal es una especie 
de prodigio>. Observando esto puede surgir la idea de una posible neutralidad de la 
música, arte que de ningún modo se atrevería a reflejar una perturbación histórica sin 
precedentes haciendo fracasar la visión del paralelismo músico-histórico. 
En realidad, el repertorio sinfónico tocado en los conciertos, las sonatas y los cuartetos 
editados de esta época no dejan ver ningún cambio estético significativo; nada muestra 
que, de pronto, al borde del caos político y social del momento las grandes 
composiciones musicales adoptaran tan bruscamente tales influencias. Al propio 
Jacques-Louis David, artista de la revolución y revolucionario activo, no le gustaba 
apenas nada, según la opinión de los escritores Pingaud y Mantéro, la “música de 
hierro” de Méhul. 
Se puede afirmar que toda la revolución resultó, aparte de sangrienta, bastante colorida 
y emotiva, tal y como suelen ser los grandes espectáculos líricos: las misces-en-scéne de 
David, la coreografía de las masas populares, sin dejar de lado la carnicería de las 
ejecuciones públicas. Tomamos como ejemplo a los girondinos marchando al cadalso 
entonando La Marsellesa hasta que se acalló la voz del último, Vergniaud. Y es que con 
esta revolución se comienzan a entonar himnos en las batallas con la finalidad de mover 
al pueblo a unirse a la lucha popular, protestar contra las injusticias y pedir la derrota de 
los absolutistas. El descontento popular general consecuencia de los eventos sociales 
revolucionarios de la edad moderna e inicios de la edad contemporánea, fue notable en 
el ámbito musical con el surgimiento y desarrollo progresivo de himnos populares y 
marchas entonados por grandes masas de civiles y militares. El ejemplo más claro lo 
encontramos en el propio himno oficial francés: La Marsellesa. 
El 24 de abril de 1792, el alcalde de Estrasburgo invitó a cenar a un grupo de oficiales 
con motivo de la declaración de guerra del Rey a Austria cuatro días antes. Entre ellos 
se encontraba Claude-Joseph Rouget de Lisle, el capitán de ingenieros de la guarnición 
de Estrasburgo. Revolucionario moderado, que se salva del terror gracias al éxito de su 
canto. Fue también autor de romanzas y algunas óperas, vivó escondido durante el 
Imperio y la Restauración, hasta su muerte en 1836. Fue en esa reunión donde 
el alcalde le pidió que compusiera un himno patriótico el acontecimiento que se 
disponían a celebrar. Dos días después, Rouget de Lisle cumplió el encargo y puso a tal 
himno el título: Chant de guerre pour l'armée du Rhin (Canto de guerra para el ejército 
del Rin), manifestando que se lo dedicaba al Mariscal Luckner. 
El junio de ese año, a un futuro general del ejército de Egipto de nombre François 
Mireur, recientemente titulado de la facultad de medicina de Montpellier pero residente 
en Marsella se le encomendó la misión de preparar la marcha de los voluntarios 
de Montpellier y Marsella. Había escuchado el himno en Montpellier durante algunos 
oficios y decidió utilizarlo presentándolo a la gente con el título de Chant de guerre aux 
armées des frontières (Canto de guerra para los ejércitos de las fronteras). 
Las tropas de los obligados lo aprendieron y lo usaron como canción de marcha. Y 
entonando este canto compuesto tres meses atrás entraron en París el 30 de
julio de 1792. Los parisinos los recibieron con gran entusiasmo y, debido a la 
procedencia de las tropas, el cántico quedó bautizado como La Marsellesa. 
Con su traducción queda claro el mensaje a transmitir: 
“Vamos, hijos de la patria, 
Que ha llegado el día de la gloria 
Contra nosotros se alza 
El sangriento estandarte de la tiranía, 
¿No oís rugir por las campiñas a esos feroces soldados? 
Pues vienen a degollar 
A nuestros hijos y a nuestras esposas 
¡A las armas, ciudadanos! 
¡Formad vuestros batallones! 
Marchemos, marchemos, 
¡Que una sangre impura empape nuestros surcos! 
¡A las armas, ciudadanos! 
¡Formemos nuestros batallones! 
Marchemos, marchemos, 
¡Que una sangre impura empape nuestros surcos!” 
El 10 de agosto de ese mismo año, el mismo canto es adoptado por los federados de 
Marsella partícipes de la insurrección de las Tullerías. Debido a su enorme éxito queda 
declarado "canto nacional" el 14 de julio de 1795. 
Se prohibe más tarde durante el Imperio y la Restauración, y queda rehabilitado con la 
revolución de 1830. El ilustre compositor Berlioz elaborará posteriormente una 
orquestación, que dedicará a Rouget de l’Isle. 
Es en a Tercera República (1879) cuando adquiere la categoría de himno nacional 
comenzando a interpretarse en bandas oficiales. En 1887 el ministerio de Guerra, 
después de consultar con una comisión, adopta una "versión oficial" de la misma. Con 
la llegada del siglo XX, el Gobierno francés le otorga una especial importancia junto 
con el himno llamado "Le Chant des Partisans". 
Su importancia se ve claramente demostrada con el paso del tiempo; por ejemplo, en 
septiembre de 1944, el ministerio de Educación Nacional recomienda que se cante la 
Marsellesa en las escuelas "para celebrar nuestra liberación y nuestros mártires". Las 
constituciones de 1946 y de 1958 continúan ratificando su carácter de himno nacional. 
Las canciones fueron un vehículo idóneo para la difusión de las ideas revolucionarias. 
Sus autores pertenecían a todos los niveles sociales y difundían sus canciones en hojas 
sueltas o cuadernos. Los cantos eran el mejor soporte para las fiestas cívicas. Las 
canciones son también el medio de dar a conocer el pensamiento revolucionario en el 
ejército. Los temas recogen las luchas de patriotas y contrarrevolucionarios y las 
consignas de descristianización y el culto a la Diosa Razón. Para que una canción tenga 
éxito debe ir acompañada de una melodía fácil de recordar, y éstas se encuentre en la 
música popular. Todos los grandes acontecimientos son conmemorados con canciones. 
Algunas de las más famosas son: Ça ira, Le chant du départ; La Carmagnole (era una 
melodía provenzal y en ella se invitaba a los ciudadanos a fraternizar con los sans-culottes) 
y La Marsellesa 
Anteriormente hemos mencionado la influencia del gusto por la línea y los ciclos que 
proviene del surgimiento de la Enciclopedia. Es un hecho que se mantiene en muchos 
de los grandes festejos revolucionarios: durante la Fiesta del Ser Supremo celebrada el 8
de junio de 1794, dos mil cuatrocientos ejecutantes se dividirán en cuarenta y ocho 
grupos de cincuenta cantores cada uno, compuesto por diez ancianos, diez mozos, diez 
madres, diez muchachas y diez niños. 
Esta música para las fiestas se puede considerara la mera aportación de la Revolución a 
la historia musical. Carece totalmente de cualquier tipo de homogeneidad perteneciendo 
habitualmente a la tradición e incluso con cierto sentido banal que se refleja en el 
lenguaje empleado. Este tipo de composiciones adquiere sentido únicamente entendido 
desde la concepción multitudinaria: la unión de grandes masas cuya finalidad es la 
reunión en comunidad de ciertos ideales que se “autocelebran”. Se trata así de 
verdaderas obras de arte que logran una separación entre los ejecutantes y el auditorio, 
poniendo la música al servicio de su causa y haciéndola partícipe de ella. Estos 
acontecimientos al aire libre se representaron en ciertas ocasiones, curiosamente, en 
algunos interiores como pequeñas iglesias. 
Al margen de esta realización, a nivel técnico cabe decir que las partituras musicales de 
estos festejos son completamente ilegibles. Requerían una masa de ejecutantes enorme, 
las ejecuciones musicales públicas ponían a su servicio una cantidad considerable de 
coros, repartido a menudo entre grupos de profesionales, actores y espectadores. A 
veces eran adiestrados antes por los músicos más ilustres. Así sucedió en la ya 
mencionada Fiesta para el Ser Supremo, cuando los propios compositores (Méhul, 
Devienne, Dalayrac, Rode…) acudieron a preparar antes el espectáculo. 
El 14 de julio de 1790, cantantes profesionales y músicos de orquesta que trabajaban en 
París se juntaron en la Fiesta de la Federación que se celebró en en el Campo de 
Marte de la ciudad de París conmemorando el primer aniversario de la Toma de la 
Bastilla. El Te Deum de Gossec fue respaldado por trescientos instrumentos de viento y 
trescientos tambores; el 20 de septiembre del mismo año se escuchó una marcha tocada 
por mil doscientos instrumentos de viento. 
Este género es el más significativo y merece un estudio más profundo dado que surge 
directamente del pueblo, no de élites que pretenden satisfacer de un modo u otro a 
aquellos a quienes deben rendir cuentas. Es simplemente la manera que tiene el pueblo 
de hacerse oír de una forma significativa, efectiva y gratuita. Es en este tipo de 
manifestaciones en las que se muestra claramente la inevitable relación entre la 
necesidad tanto del puro movimiento o protesta en sí como de hallar un modo de 
expresión que sea adecuado y digno de llevar el mensaje. Existe así una verdadera 
relación entre la Revolución y la música que hace que se alimenten mutuamente. Las 
revoluciones sociales sin himnos, música o lemas sonoros y fáciles de aprender serían 
revoluciones que nadie escucharía o recordaría. Es al comprender ese mensaje 
transmitido posiblemente de la mejor forma cuando queda verdaderamente grabado 
en la memoria histórica de los pueblos. 
A través de este estudio he podido comprobar que el tiempo de las revoluciones 
políticas no está adecuado al de las revoluciones artísticas. Son términos que difieren 
enormemente el arte de la revolución y el arte revolucionario. Los movimientos 
artísticos más puros e intensos, los que han cambiado estilísticamente el modo de 
expresión de una época, no se han llevado a cabo necesariamente en medio de períodos 
de agitación política, social o económica. Es inevitable admitir que la lucha de 
barricadas puede impulsar al artista hasta la creación de grandes obras fruto de esa
inspiración, pero creo que esas grandes obras literarias se han escrito en el silencio de 
cuatro paredes, no obstante. Porque cuando la emoción del momento se calma porque 
las circunstancias así lo permiten, el análisis reemplaza al fervor. 
La única medida que tenemos para juzgar el verdadero valor de una obra de arte es que 
siga despertando algo en la humanidad mucho más allá del ambiente y la atmósfera que 
la vieron nacer. 
Se podría decir que es un error considerar a los músicos de la época tales como 
Monsigny, Gossec, Grétry, Cherubini, Spontini, Méhul, como representantes de la 
música de la revolución. De entre ellos podemos decir que Gossec fue ciertamente el 
más fiel al impulso revolucionario y, posiblemente, uno de los pocos que se mostró de 
forma sincera y convencida. El caos sorprendió a muchos de ellos cuando ya estaban 
totalmente formados, intelectual y técnicamente. 
Las circunstancias en algunos casos, el temor en otros y el convencimiento en los 
restantes, les obligaron a seguir una línea estética que podría haber estado alejada tanto 
de sus principios como de sus deseos. Con el cambio de concepción de la música las 
grandes formas fueron olvidadas conscientemente en beneficio de una premeditada 
sencillez que terminó por ignorar los principios fundamentales de la composición. El 
canto se escribió al unísono, para que la presencia de contrapuntos o armonías 
elaboradas no confundieran a las incultas voces que masivamente los entonarían. 
Extraña que, durante más de un siglo, ningún compositor se interesase escribir sobre 
motivos puramente revolucionarios. Quizá la censura monárquica acallara aspiraciones 
que parecen ser una tentación natural. Sí que se dio tal influencia con el Andrea Chénier 
de Giordano, a cuyo melodismo fácil y sonoro, sirve un libreto de Luigi Illica de notable 
dimensión teatral y poética. A partir de entonces, el tema de la Revolución Francesa ha 
fecundado la música clásica. 
Cierto es que la música producida por la Revolución no trajo consigo un cambio en el 
lenguaje musical propiamente dicho, no creó nueva música a pesar de todos los grandes 
logros en los demás ámbitos de la vida. Aún así, la música de este período es la que 
encierra los elementos que posteriormente se transformarán en una obra de arte con 
Beethoven. 
Se observan a lo largo de todo el ensayo dos ideas básicas y contrapuestas. Se defiende 
la falta de surgimiento de una nueva forma de escribir e interpretar la música. Por el 
contrario, la aparición de un estilo dirigido a las grandes muchedumbres en forma de 
himnos y cánticos fue algo totalmente innovador, que no obstante, no alteró los 
principios básicos de la armonía, simplemente llevó la música al servicio del pueblo y, 
evidentemente, tuvo que ser adaptada para ello. La gran tradición clásica de la que tanto 
tiene que enorgullecerse Francia, aquella escuela que extendió su influencia sobre los 
más eminentes e ilustres artistas de otros países, quedó eclipsada por el canto pagano y 
simple. 
Tal vez todo esto se explique alegando al impresionante vacío de calidad musical que se 
produjo en torno a la época de la Revolución. Rameau murió en 1764 y Berlioz nació en 
1803. Entre ambos se encuentra a Juan Jacobo Rousseau, cuyo estilo musical pretendía 
combinar la gracia italiana con la flexibilidad de Mozart, dejando como resultado algo 
bastante distante de ser gracioso o flexible. Posteriormente tan sólo se extiende un linaje 
de músicos anteriormente mencionados que, si bien destacaron en ese momento y en ese
lugar, no trascendieron al contexto de la historia de la música clásica ya que ninguno de 
ellos fue capaz de organizar un idioma personal. La pobreza de Francia en ese sentido se 
hace más evidente si pensamos que, en el otro lado de los Alpes, se alineaban en el 
mismo momento y como representantes de otra escuela, los hijos de Bach, Carl Philipp 
Emanuel y Johann Christian, Haydn, Gluck, Mozart, Beethoven y Schubert. 
Es también un error buscar el espíritu de la Revolución en en la obra de esos músicos de 
carrera, estimables por supuesto, pero carentes del protagonismo que la ocasión podría 
haberles hecho ganar simplemente por ser incapaces de absorber la grandiosidad del 
momento histórico que les tocó vivir. Es en las calles, en la agitación de esa anónima 
muchedumbre poseída por el impulso del inigualable lema "Igualdad, Libertad, 
Fraternidad" donde hay que buscar la música representativa de la Revolución. 
El canto popular, nacido de la pobreza de aquellos miles que pretendían hacerse oír por 
encima de todo, que estaban convencidos de ponerse a la altura de aquellos que siempre 
habían estado por encima de ellos, representa mejor este momento crucial de la historia 
del mundo que todas las lucubraciones de los profesores del Instituto Nacional de 
Música fundado por la Convención en 1795 y antecesor del actual e ilustre 
Conservatorio de París. 
El más hermoso himno que ha producido pueblo alguno lo escribió un aficionado. 
Rouget de LisIe apenas conocía los entrabados de la técnica musical, pero eso le bastó 
para crear La Marsellesa. Los cantos populares de la Revolución nacieron en las calles 
de París y recorrieron toda Francia, alcanzando sus fronteras y trasladándose a otras 
calles y pueblos distantes. Los soldados que defendían la integridad de la nueva 
república en los confines del país, los entonaban de continuo. Música y letra se 
complementaban como si fuera una sola expresión. El acento del sonido equivalía a la 
vibración del texto y pronto una melodía pudo más que varios discursos. Cada uno de 
esos cantos alcanzó la máxima dignidad: se convirtieron en el símbolo de una fuerza 
que nacía.
BIBLIOGRAFÍA 
· “El rumor de las batallas”, M. Kaltenecker 
· “Historia de la música en 6 bloques” vol.1 
· “Cómo se escucha la música clásica”, H. Sanguinetti, 
· "La musique française au XIX Siècle”, F. Robert 
· “La musique en france: des Lumières au Romantisme”, J. Mongrédien 
· “Manual de Historia de a Cultura”, C. Alvear Acevedo

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La música en la Revolución Francesa

  • 1. “El arte ignora la Historia, pero se alimenta de su Terror”, René Char Elena Álvarez Zambrano Primer curso. Doble grado en Sociología y Ciencias Políticas ¿Cómo se desarrolla la música durante los primeros años de la Revolución francesa y cuál es su repercusión en la misma? Quiero estudiar la evolución de la música en Francia durante los primeros años de la Revolución porque quiero saber como afectaron los determinados movimientos políticos en las diferentes formas de componer para entender la influencia de la música durante el proceso revolucionario. Sabido es que la música es un arte que históricamente se ha apoyado en los diversos procesos culturales y políticos del mundo y, por eso, es un medio más que nos sirve para acercarnos a los mismos de un modo, sin embargo, tan diferente como complicado. Desde el arte de trovar, pasando por la juglaría, la canción protesta, la canción social, o el canto revolucionario, se han creado conceptos que definen un fenómeno a nivel artístico cuyo contenido se basa precisamente en un querer decir del artista o intérprete a la sociedad o a sí mismo sea esta intención política, patriótica, de humanidad o de liberación, y existen desde antes de lo que creemos saber. En la segunda mitad del siglo XVIII algo empujaba hacia la fascinación por la vida intelectual y artística. La enorme influencia que sobre la definición y nivelación del saber ejerció la Ilustración podemos apoyarla en la Enciclopedia: la idea de seleccionar y limpiar los conceptos e ideas del polvo oscurantista, ajustarlos y clasificarlos. Este gusto por los ciclos y las series parece repercutir también al mundo del arte. Sin embargo, conforme nos acercamos al período revolucionario la locura se apodera de los formalismos y la ebriedad cuantitativa viéndose reflejada en la creciente importancia de otros tipos de creaciones musicales. La historia de la música francesa está íntimamente ligada a la de la Revolución observándose como la evolución de la sinfonía en Francia coincide temporalmente con el auge revolucionario. La música ha servido siempre para enardecer a los combatientes: las marchas de desfile o las melodías para la batalla durante el siglo XVIII llevaron a muchos hombres a morir tras una u otra bandera. Pero además de estas músicas de enardecimiento, las obras clásicas seguían manteniendo un lugar en época revolucionaria. Muchos artistas se debatían entre el entusiasmo, el desengaño y el martirio, algo que se notó especialmente en los músicos y dramaturgos. Era en verdad una época teatral en la que las obras dramáticas de corte político y moralizante ganaban una popularidad demostrable en la fundación por parte del Comité de Salvación Pública del Teatro del Pueblo. Del mismo modo se puede afirmar que la ópera, una creación barroca, comienza a ganar adeptos entre el público popular. Por otra parte, la Revolución Francesa es el mejor ejemplo hasta nuestros días de una revolución total. Conmemora la destrucción completa de un sistema y la imposición de otro. Tuvo efecto más que en quienes fueron protagonistas directos de la misma entusiasmando a sus vecinos geográfica y cronológicamente. El efecto más claro lo encontramos en uno de los compositores más grandes de todos los tiempos: Ludwig van Beethoven. Su música, que comenzó destacando por los aires frescos y ligeros, cambió
  • 2. para convertirse en épica y turbulenta, reflejando los tiempos revolucionarios que vivía Europa, ya que se desarrolló durante los años en que las potencias monárquicas europeas se aliaban para derrotar a la Francia revolucionaria. Instituciones centenarias, tradiciones seculares desaparecieron así como creencias religiosas, organizaciones estatales y, sobre todo, el propio modo de vida y de pensamiento de la ciudadanía. Se puede afirmar que bajo la influencia de una revolución todo arte deja de ser objeto de disfrute y enriquecimiento para convertirse en una forma de propaganda, deja de hablar al hombre para dirigirse a la colectividad, y este será el rasgo fundamental que habrá que tener en cuenta a la hora de entender los cambios que se produjeron o que se dejaron de producir durante esta época. En los dos primeros años del Gobierno revolucionario, la música pasó a ocupar un cargo gubernamental y fue considerada como el arte oficial. Es valioso considerar el profundo interés que mostraron los jefes de la revolución por todas las manifestaciones musicales; como si hubieran comprendido mejor que nadie el singular poder que estas encierran, se preocuparon desde el comienzo en regimentar, ordenar y encasillar la actividad musical para mayor gloria de la Revolución y de sus conductores. La República le destinó un papel social como nunca ha vuelto a tener. Mirabeau primero y luego Condorcet la incluyeron, con meticulosa preparación, en los planes de instrucción pública, como un elemento fundamental de la buena formación del ciudadano ideal, concepto que inevitablemente nos traslada al sistema platónico. Por otro lado, resulta llamativo comprobar como muchos músicos que llevaban años adornando las salas de conciertos de la nobleza, se ponen del lado de los levantados y dan la espalda rápidamente a sus antiguos protectores adaptándose a la nueva situación. Sin embargo, cabe destacar que la evolución del género sinfónico en Francia comienza años antes de la Revolución, en los años 50 del siglo XVIII y tiene nombre propio: François Martin, compositor y violonchelista tachado de virtuoso desde que era niño y cuyas mismas obras reflejan su capacidad interpretativa. Dado que la mayoría de los músicos de renombre habían servido en un momento u otro a la nobleza con sus composiciones, aquellos que querían seguir con vida debían demostrar a las claras su incondicional apoyo a los principios revolucionarios. Para unos fue más difícil que para otros. Entre aquellos que aparentemente no tuvieron problema con l nueva situación encontramos a Jean-Baptiste Davaux, más conocido posteriormente como “Ciudadano Davaux” lo cual deja bien claro su identificación con la causa revolucionaria que se atrevió a plasmar en su propia obra compuesta a partir de 1789. También destacó en este desarrollo estético el italiano Luigi Cherubini, quien se sintió muy a gusto en territorio francés desde la Revolución hasta la Restauración. Otra figura destacable es Etienne Méhul, el músico francés más relevante de la época y fiel a los ideales revolucionarios como lo demuestra su composición fechada en 1782, una Cantata sobre un texto de Rousseau. Ejerció una notable influencia en Beethoven y Weber. Le apresaron en marzo de 1794, y murió en la guillotina apenas tres días antes que Robespierre. No obstante, las obras musicales engendradas por la Revolución sólo configuran un aspecto o apartado oficial de todo el conjunto de lo que llegó a interpretarse a lo largo de todo el período revolucionario. El Journl des Théatres escribe en 1792: <Es necesario haber contraído con el público obligaciones absolutamente ineludibles para ocuparse de
  • 3. espectáculos y música en el momento en que nos encontramos; pero, dado que los parisinos no pueden dejar de cantar, de bromear y de reír, ni al borde del mismo precipicio que amenaza con tragarse el Estado, prestémonos a su fantasía, y hablemos de teatro junto a los alaridos de los facciosos>. Del mismo modo, Mercier alega: <Nunca hubo tantos espectáculos, conciertos, danzas, banquetes, casas de comidas, vendedores de refrescos, jardines públicos, fuegos artificiales, periódicos y tratantes de vinos. Esta variedad de diversiones en medio de la guerra más criminal es una especie de prodigio>. Observando esto puede surgir la idea de una posible neutralidad de la música, arte que de ningún modo se atrevería a reflejar una perturbación histórica sin precedentes haciendo fracasar la visión del paralelismo músico-histórico. En realidad, el repertorio sinfónico tocado en los conciertos, las sonatas y los cuartetos editados de esta época no dejan ver ningún cambio estético significativo; nada muestra que, de pronto, al borde del caos político y social del momento las grandes composiciones musicales adoptaran tan bruscamente tales influencias. Al propio Jacques-Louis David, artista de la revolución y revolucionario activo, no le gustaba apenas nada, según la opinión de los escritores Pingaud y Mantéro, la “música de hierro” de Méhul. Se puede afirmar que toda la revolución resultó, aparte de sangrienta, bastante colorida y emotiva, tal y como suelen ser los grandes espectáculos líricos: las misces-en-scéne de David, la coreografía de las masas populares, sin dejar de lado la carnicería de las ejecuciones públicas. Tomamos como ejemplo a los girondinos marchando al cadalso entonando La Marsellesa hasta que se acalló la voz del último, Vergniaud. Y es que con esta revolución se comienzan a entonar himnos en las batallas con la finalidad de mover al pueblo a unirse a la lucha popular, protestar contra las injusticias y pedir la derrota de los absolutistas. El descontento popular general consecuencia de los eventos sociales revolucionarios de la edad moderna e inicios de la edad contemporánea, fue notable en el ámbito musical con el surgimiento y desarrollo progresivo de himnos populares y marchas entonados por grandes masas de civiles y militares. El ejemplo más claro lo encontramos en el propio himno oficial francés: La Marsellesa. El 24 de abril de 1792, el alcalde de Estrasburgo invitó a cenar a un grupo de oficiales con motivo de la declaración de guerra del Rey a Austria cuatro días antes. Entre ellos se encontraba Claude-Joseph Rouget de Lisle, el capitán de ingenieros de la guarnición de Estrasburgo. Revolucionario moderado, que se salva del terror gracias al éxito de su canto. Fue también autor de romanzas y algunas óperas, vivó escondido durante el Imperio y la Restauración, hasta su muerte en 1836. Fue en esa reunión donde el alcalde le pidió que compusiera un himno patriótico el acontecimiento que se disponían a celebrar. Dos días después, Rouget de Lisle cumplió el encargo y puso a tal himno el título: Chant de guerre pour l'armée du Rhin (Canto de guerra para el ejército del Rin), manifestando que se lo dedicaba al Mariscal Luckner. El junio de ese año, a un futuro general del ejército de Egipto de nombre François Mireur, recientemente titulado de la facultad de medicina de Montpellier pero residente en Marsella se le encomendó la misión de preparar la marcha de los voluntarios de Montpellier y Marsella. Había escuchado el himno en Montpellier durante algunos oficios y decidió utilizarlo presentándolo a la gente con el título de Chant de guerre aux armées des frontières (Canto de guerra para los ejércitos de las fronteras). Las tropas de los obligados lo aprendieron y lo usaron como canción de marcha. Y entonando este canto compuesto tres meses atrás entraron en París el 30 de
  • 4. julio de 1792. Los parisinos los recibieron con gran entusiasmo y, debido a la procedencia de las tropas, el cántico quedó bautizado como La Marsellesa. Con su traducción queda claro el mensaje a transmitir: “Vamos, hijos de la patria, Que ha llegado el día de la gloria Contra nosotros se alza El sangriento estandarte de la tiranía, ¿No oís rugir por las campiñas a esos feroces soldados? Pues vienen a degollar A nuestros hijos y a nuestras esposas ¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! Marchemos, marchemos, ¡Que una sangre impura empape nuestros surcos! ¡A las armas, ciudadanos! ¡Formemos nuestros batallones! Marchemos, marchemos, ¡Que una sangre impura empape nuestros surcos!” El 10 de agosto de ese mismo año, el mismo canto es adoptado por los federados de Marsella partícipes de la insurrección de las Tullerías. Debido a su enorme éxito queda declarado "canto nacional" el 14 de julio de 1795. Se prohibe más tarde durante el Imperio y la Restauración, y queda rehabilitado con la revolución de 1830. El ilustre compositor Berlioz elaborará posteriormente una orquestación, que dedicará a Rouget de l’Isle. Es en a Tercera República (1879) cuando adquiere la categoría de himno nacional comenzando a interpretarse en bandas oficiales. En 1887 el ministerio de Guerra, después de consultar con una comisión, adopta una "versión oficial" de la misma. Con la llegada del siglo XX, el Gobierno francés le otorga una especial importancia junto con el himno llamado "Le Chant des Partisans". Su importancia se ve claramente demostrada con el paso del tiempo; por ejemplo, en septiembre de 1944, el ministerio de Educación Nacional recomienda que se cante la Marsellesa en las escuelas "para celebrar nuestra liberación y nuestros mártires". Las constituciones de 1946 y de 1958 continúan ratificando su carácter de himno nacional. Las canciones fueron un vehículo idóneo para la difusión de las ideas revolucionarias. Sus autores pertenecían a todos los niveles sociales y difundían sus canciones en hojas sueltas o cuadernos. Los cantos eran el mejor soporte para las fiestas cívicas. Las canciones son también el medio de dar a conocer el pensamiento revolucionario en el ejército. Los temas recogen las luchas de patriotas y contrarrevolucionarios y las consignas de descristianización y el culto a la Diosa Razón. Para que una canción tenga éxito debe ir acompañada de una melodía fácil de recordar, y éstas se encuentre en la música popular. Todos los grandes acontecimientos son conmemorados con canciones. Algunas de las más famosas son: Ça ira, Le chant du départ; La Carmagnole (era una melodía provenzal y en ella se invitaba a los ciudadanos a fraternizar con los sans-culottes) y La Marsellesa Anteriormente hemos mencionado la influencia del gusto por la línea y los ciclos que proviene del surgimiento de la Enciclopedia. Es un hecho que se mantiene en muchos de los grandes festejos revolucionarios: durante la Fiesta del Ser Supremo celebrada el 8
  • 5. de junio de 1794, dos mil cuatrocientos ejecutantes se dividirán en cuarenta y ocho grupos de cincuenta cantores cada uno, compuesto por diez ancianos, diez mozos, diez madres, diez muchachas y diez niños. Esta música para las fiestas se puede considerara la mera aportación de la Revolución a la historia musical. Carece totalmente de cualquier tipo de homogeneidad perteneciendo habitualmente a la tradición e incluso con cierto sentido banal que se refleja en el lenguaje empleado. Este tipo de composiciones adquiere sentido únicamente entendido desde la concepción multitudinaria: la unión de grandes masas cuya finalidad es la reunión en comunidad de ciertos ideales que se “autocelebran”. Se trata así de verdaderas obras de arte que logran una separación entre los ejecutantes y el auditorio, poniendo la música al servicio de su causa y haciéndola partícipe de ella. Estos acontecimientos al aire libre se representaron en ciertas ocasiones, curiosamente, en algunos interiores como pequeñas iglesias. Al margen de esta realización, a nivel técnico cabe decir que las partituras musicales de estos festejos son completamente ilegibles. Requerían una masa de ejecutantes enorme, las ejecuciones musicales públicas ponían a su servicio una cantidad considerable de coros, repartido a menudo entre grupos de profesionales, actores y espectadores. A veces eran adiestrados antes por los músicos más ilustres. Así sucedió en la ya mencionada Fiesta para el Ser Supremo, cuando los propios compositores (Méhul, Devienne, Dalayrac, Rode…) acudieron a preparar antes el espectáculo. El 14 de julio de 1790, cantantes profesionales y músicos de orquesta que trabajaban en París se juntaron en la Fiesta de la Federación que se celebró en en el Campo de Marte de la ciudad de París conmemorando el primer aniversario de la Toma de la Bastilla. El Te Deum de Gossec fue respaldado por trescientos instrumentos de viento y trescientos tambores; el 20 de septiembre del mismo año se escuchó una marcha tocada por mil doscientos instrumentos de viento. Este género es el más significativo y merece un estudio más profundo dado que surge directamente del pueblo, no de élites que pretenden satisfacer de un modo u otro a aquellos a quienes deben rendir cuentas. Es simplemente la manera que tiene el pueblo de hacerse oír de una forma significativa, efectiva y gratuita. Es en este tipo de manifestaciones en las que se muestra claramente la inevitable relación entre la necesidad tanto del puro movimiento o protesta en sí como de hallar un modo de expresión que sea adecuado y digno de llevar el mensaje. Existe así una verdadera relación entre la Revolución y la música que hace que se alimenten mutuamente. Las revoluciones sociales sin himnos, música o lemas sonoros y fáciles de aprender serían revoluciones que nadie escucharía o recordaría. Es al comprender ese mensaje transmitido posiblemente de la mejor forma cuando queda verdaderamente grabado en la memoria histórica de los pueblos. A través de este estudio he podido comprobar que el tiempo de las revoluciones políticas no está adecuado al de las revoluciones artísticas. Son términos que difieren enormemente el arte de la revolución y el arte revolucionario. Los movimientos artísticos más puros e intensos, los que han cambiado estilísticamente el modo de expresión de una época, no se han llevado a cabo necesariamente en medio de períodos de agitación política, social o económica. Es inevitable admitir que la lucha de barricadas puede impulsar al artista hasta la creación de grandes obras fruto de esa
  • 6. inspiración, pero creo que esas grandes obras literarias se han escrito en el silencio de cuatro paredes, no obstante. Porque cuando la emoción del momento se calma porque las circunstancias así lo permiten, el análisis reemplaza al fervor. La única medida que tenemos para juzgar el verdadero valor de una obra de arte es que siga despertando algo en la humanidad mucho más allá del ambiente y la atmósfera que la vieron nacer. Se podría decir que es un error considerar a los músicos de la época tales como Monsigny, Gossec, Grétry, Cherubini, Spontini, Méhul, como representantes de la música de la revolución. De entre ellos podemos decir que Gossec fue ciertamente el más fiel al impulso revolucionario y, posiblemente, uno de los pocos que se mostró de forma sincera y convencida. El caos sorprendió a muchos de ellos cuando ya estaban totalmente formados, intelectual y técnicamente. Las circunstancias en algunos casos, el temor en otros y el convencimiento en los restantes, les obligaron a seguir una línea estética que podría haber estado alejada tanto de sus principios como de sus deseos. Con el cambio de concepción de la música las grandes formas fueron olvidadas conscientemente en beneficio de una premeditada sencillez que terminó por ignorar los principios fundamentales de la composición. El canto se escribió al unísono, para que la presencia de contrapuntos o armonías elaboradas no confundieran a las incultas voces que masivamente los entonarían. Extraña que, durante más de un siglo, ningún compositor se interesase escribir sobre motivos puramente revolucionarios. Quizá la censura monárquica acallara aspiraciones que parecen ser una tentación natural. Sí que se dio tal influencia con el Andrea Chénier de Giordano, a cuyo melodismo fácil y sonoro, sirve un libreto de Luigi Illica de notable dimensión teatral y poética. A partir de entonces, el tema de la Revolución Francesa ha fecundado la música clásica. Cierto es que la música producida por la Revolución no trajo consigo un cambio en el lenguaje musical propiamente dicho, no creó nueva música a pesar de todos los grandes logros en los demás ámbitos de la vida. Aún así, la música de este período es la que encierra los elementos que posteriormente se transformarán en una obra de arte con Beethoven. Se observan a lo largo de todo el ensayo dos ideas básicas y contrapuestas. Se defiende la falta de surgimiento de una nueva forma de escribir e interpretar la música. Por el contrario, la aparición de un estilo dirigido a las grandes muchedumbres en forma de himnos y cánticos fue algo totalmente innovador, que no obstante, no alteró los principios básicos de la armonía, simplemente llevó la música al servicio del pueblo y, evidentemente, tuvo que ser adaptada para ello. La gran tradición clásica de la que tanto tiene que enorgullecerse Francia, aquella escuela que extendió su influencia sobre los más eminentes e ilustres artistas de otros países, quedó eclipsada por el canto pagano y simple. Tal vez todo esto se explique alegando al impresionante vacío de calidad musical que se produjo en torno a la época de la Revolución. Rameau murió en 1764 y Berlioz nació en 1803. Entre ambos se encuentra a Juan Jacobo Rousseau, cuyo estilo musical pretendía combinar la gracia italiana con la flexibilidad de Mozart, dejando como resultado algo bastante distante de ser gracioso o flexible. Posteriormente tan sólo se extiende un linaje de músicos anteriormente mencionados que, si bien destacaron en ese momento y en ese
  • 7. lugar, no trascendieron al contexto de la historia de la música clásica ya que ninguno de ellos fue capaz de organizar un idioma personal. La pobreza de Francia en ese sentido se hace más evidente si pensamos que, en el otro lado de los Alpes, se alineaban en el mismo momento y como representantes de otra escuela, los hijos de Bach, Carl Philipp Emanuel y Johann Christian, Haydn, Gluck, Mozart, Beethoven y Schubert. Es también un error buscar el espíritu de la Revolución en en la obra de esos músicos de carrera, estimables por supuesto, pero carentes del protagonismo que la ocasión podría haberles hecho ganar simplemente por ser incapaces de absorber la grandiosidad del momento histórico que les tocó vivir. Es en las calles, en la agitación de esa anónima muchedumbre poseída por el impulso del inigualable lema "Igualdad, Libertad, Fraternidad" donde hay que buscar la música representativa de la Revolución. El canto popular, nacido de la pobreza de aquellos miles que pretendían hacerse oír por encima de todo, que estaban convencidos de ponerse a la altura de aquellos que siempre habían estado por encima de ellos, representa mejor este momento crucial de la historia del mundo que todas las lucubraciones de los profesores del Instituto Nacional de Música fundado por la Convención en 1795 y antecesor del actual e ilustre Conservatorio de París. El más hermoso himno que ha producido pueblo alguno lo escribió un aficionado. Rouget de LisIe apenas conocía los entrabados de la técnica musical, pero eso le bastó para crear La Marsellesa. Los cantos populares de la Revolución nacieron en las calles de París y recorrieron toda Francia, alcanzando sus fronteras y trasladándose a otras calles y pueblos distantes. Los soldados que defendían la integridad de la nueva república en los confines del país, los entonaban de continuo. Música y letra se complementaban como si fuera una sola expresión. El acento del sonido equivalía a la vibración del texto y pronto una melodía pudo más que varios discursos. Cada uno de esos cantos alcanzó la máxima dignidad: se convirtieron en el símbolo de una fuerza que nacía.
  • 8. BIBLIOGRAFÍA · “El rumor de las batallas”, M. Kaltenecker · “Historia de la música en 6 bloques” vol.1 · “Cómo se escucha la música clásica”, H. Sanguinetti, · "La musique française au XIX Siècle”, F. Robert · “La musique en france: des Lumières au Romantisme”, J. Mongrédien · “Manual de Historia de a Cultura”, C. Alvear Acevedo