1. De qué hablamos cuando hablamos de bien
común
Andrea Simoncini
Se invoca siempre y se indica como fin político y criterio de recuperación del
país. Pero demasiado a menudo se queda en una abstracción. A partir de un
fresco de Ambrogio Lorenzetti, el jurista ANDREA SIMONCINI nos ayuda a
comprender un tema que ha sido decisivo (y claro) para los hombres de la
antigüedad y del Medievo. Liberando el terreno del peor espejismo: pensar
que sea el resultado de un «sistema perfecto», en lugar de algo que se
descubre viviendo y que depende de la concepción de uno mismo
Es probablemente una de las series de frescos más famosas de la historia
del arte italiano: la Alegoría del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti. Cada
vez que entro en esas salas del Palazzo Civico (Ayuntamiento) de Siena, me
sorprende la misma evidencia:«Desde 1300 hasta hoy, ¡la cuestión sigue
abierta!». En el siglo XIV, los ciudadanos de Siena, para celebrar el largo
período de prosperidad del que había gozado la ciudad – antes de que la
peste “desertizara” el paisaje –, encargan a uno de los mejores pintores del
momento pintar, en las salas del Palacio del Gobierno, la alegoría del Buen
Gobierno. Es decir, quieren “explicar” a todos a través de la pintura qué es lo
que convierte en justa a una institución política y qué es en cambio lo que la
convierte en tiranía.
Para los hombres de la Edad Media este era un tema decisivo, central, que
todos debían tener claro, como lo fue para los grandes filósofos griegos y
romanos que dedicaron a la política y a las leyes las mayores contribuciones
del pensamiento humano.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Y hoy? ¿Siete siglos después? ¿Podemos
quizá decir que para nosotros la cuestión ya se ha zanjado? Ciertamente, no.
Basta mirar alrededor o simplemente encender la televisión para que nos
arrase una oleada de confusión, gritos desordenados, llamadas y protestas,
propuestas y juicios. Todos ellos etiquetables de manera general con el
término “política”, pero entre los cuales es harto difícil distinguir algo que
vagamente se acerque a aquella idea de “gobierno justo” o de “política” que
los hombres medievales buscaban.
¿Y entonces? ¿Tiramos la toalla? ¿Nos zambullimos también nosotros en el
cómodo océano de la antipolítica, donde el precio de entrada es bajo y hay
sitio de sobra – basta con criticar todo y ya estás admitido –, pero del cual no
surge una propuesta constructiva y creíble?
En primer lugar, establezcamos un punto firme. Por el hecho de que hoy en
día todo parece negar la posibilidad de un bien común, esto no significa que
el bien común no exista. Como siempre, depende de cómo se mire. Es
2. necesario saber mirar. El Medievo – el mismo siglo XIV en el que vivía
Lorenzetti – no fue ciertamente un modelo de “paraíso terrestre”: existían
guerras y tiranías, déspotas y deshonestos, luchas de poder y conjuras de
palacio. De hecho, en el mismo Palazzo Civico, justo enfrente de los frescos
de la Alegoría del Buen Gobierno, se encuentran los de la Alegoría del Mal
Gobierno.
¿Con qué propósito? El propósito es ver la diferencia. Esta es la grandeza de
dicho fresco: no describe una teoría del bien común, sino que permite ver la
diferencia entre vivir obedeciendo al bien común y vivir obedeciendo al
propio interés particular. Hace que te entren ganas de vivir bien. Tanto es así
que para describir el buen gobierno y el mal gobierno, el artista ha pintado
los efectos que produce sobre la ciudad y sobre el campo. «Por sus frutos se
conoce al árbol»: este era, en las sencillas mentes medievales, el principio
rector. Un principio que creo válido también en la actualidad.
Por otra parte, sin un deseo y un compromiso personal con el bien, no ha
lugar ningún bien común. Pensar que el bien común es el producto artificioso
de una institución, democrática o dirigida por un déspota iluminado, cambia
poco; pensar que el bien común es fruto de un «sistema tan perfecto que
nadie necesitará ya ser bueno» (Eliot), es el peor espejismo que pueda tener
el género humano. Por eso, el punto desde el que empezar de nuevo es la
belleza, no las reglas o una moral.
El bien común empieza siempre como una decisión personal, como un
sacrificio escondido, no en la plaza pública, pero inmediatamente arrastra por
su verdad. Debemos ser conscientes de que la primera contribución que
podemos aportar al debate político actual es la conciencia del “valor” público
(es decir, político) de nuestro vivir y de nuestro morir.
¿Hemos olvidado ya la época del “poder de los sin poder” de Vaclav Havel o
de El mundo de la vida: un problema político, de Vaclav Belohradsky?
Cualquier cosa menos mal gobierno o antipolítica. Estos testigos (y amigos)
vivían en un contexto en el que se impedía cualquier expresión pública: pero
ello no impidió que naciera una nueva generación política, y hoy vemos sus
resultados. Por eso, también para nosotros la mayor ayuda para la
construcción del bien común de nuestros países consiste en “proclamar
desde las azoteas” que existen ejemplos así, dejarse conmover por su
belleza y convencer por las razones que expresan.
Por otra parte, precisamente esto es lo que movió y convenció al más alto
responsable del “bien común” italiano – el presidente de la República,
Giorgio Napolitano – cuando, en el Meeting de Rímini, invitó a llevar «al
compromiso político vuestras motivaciones espirituales, morales, sociales,
vuestro sentido del bien común, vuestro apego a los principios y valores de la
Constitución y a las instituciones republicanas: abríos así al encuentro con
interlocutores representativos de otras raíces culturales diferentes. Llevad,
en el tiempo de la incertidumbre, vuestro anhelo de certeza».
Cuando de joven me dediqué a la política activa en la universidad, nuestro
eslogan era «la primera política es vivir».
3. Si observáramos con atención el fresco de Lorenzetti, nos daríamos cuenta
de que no es la Justicia quien sostiene la balanza (como en todas las
imágenes conocidas); la balanza la sostiene la Sabiduría – el conocimiento
de la verdad – y es a la Sabiduría a quien dirige su mirada la Justicia.
La antipolítica. Por consiguiente, la primera aportación efectiva de cada uno
no consiste en extrañarse o escandalizarse por el mal gobierno reinante, sino
en fijar la mirada en nuestra personal experiencia humana para hallar en ella
los rasgos inconfundibles del Bien. Como nos recuerda a menudo Benedicto
XVI (véase, por ejemplo, el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
2013), las dificultades, incluso las que tienen una clara intención maligna o
destructiva, son permitidas para que la verdad se afirme más claramente en
nosotros. Es precisamente lo que está sucediendo hoy en nuestro debate
público. El difundido clima “antipolítico”, que empuja a muchos a distanciarse
de lo que es de interés general, puede constituir una potente invitación a
comprender la naturaleza “pública” (y por tanto “política”) de nuestra
existencia, como simples ciudadanos, no diputados, alcaldes o consejeros.
Si no caemos en la cuenta de este valor universal de nuestra experiencia,
jamás nacerá una nueva generación política.
Si seguimos observando con atención el fresco, hay otro detalle
completamente sorprendente: de los dos platos de la balanza descienden
dos cuerdas que terminan en la mano de la “Con-Cordia” (literalmente: «que
tiene las cuerdas») y desde la Concordia la soga llega al Bien Común
(representado por el Ayuntamiento de Siena). El asunto, bien pensado, es
verdaderamente impresionante: los ciudadanos, de hecho, están ligados a
esta soga, en el sentido de “agarrados”, “atados” al bien común. La ley – la
que santo Tomás definía como «un ordenamiento de la razón dirigido al bien
común» –, por tanto la “legalidad”, no es una cadena que aprieta y obliga,
sino que es una ayuda. Algo así como cuando se hace una ascensión difícil
en la montaña y hay una cuerda que es un punto de apoyo seguro que
permite que todos puedan ir juntos y alcanzar lo que solos no conseguirían.
Razón práctica. El bien común no es una teoría, no es una posición a priori;
es una noción eminentemente práctica. Pero en el sentido noble de esta
palabra, en el sentido de la “razón práctica”: o sea, sólo lo percibe quien está
comprometido de manera concreta con la realidad que le toca. Sentados en
el bar o delante de la televisión, el bien común no existe. Existe únicamente
el «mal de muchos, consuelo de tontos». Sólo quien sabe que cada uno de
sus actos, incluso el más escondido, se realiza ante Otro puede tender al
bien común. Sólo de una concepción de uno mismo así nace una acción
capaz del bien común. Ni de estrategias ni de programas, aunque fueran
dictados teológicos o morales. Como nos ha recordado el Papa –
desconcertando a todos – en su discurso a los políticos del Bundestag de
Berlín (el lugar asignado para el gobierno del bien común): «En la historia,
los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo
4. religioso. (…) Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo
nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado. (...) En
cambio, ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del
derecho».
Es la misma diferencia que existe entre buscar aquello que puede haber en
común entre catolicismo e islam partiendo de la teología, o partiendo del
encuentro concreto – que realmente se da – entre un católico y un
musulmán, y de la amistad que de manera imprevisible puede nacer de allí.
Únicamente la categoría “práctica” del encuentro es capaz de ensanchar la
razón de cada uno. Por eso, como decía don Giussani (¡en 1964!), en este
momento de enfrentados “monólogos” entre sordos, es necesario recuperar
una idea verdadera y no sólo formal de “diálogo”. «Es necesario que el
criterio de la convivencia humana sea la afirmación del hombre “en cuanto
que existe”: entonces el ideal concreto de la sociedad terrenal será la
afirmación de una “comunión” entre las diferentes libertades comprometidas
ideológicamente. El contrato que regula la vida en común (la “Constitución”)
debe buscar proporcionar normas cada vez más perfectas que aseguren y
eduquen a los hombres en la convivencia como comunión».
Apuntes de método. Así pues, existe un test muy claro para determinar
cuándo un gobierno de la cosa pública persigue el bien común y cuándo, en
cambio, lo niega: cuando establece las condiciones para que crezca la
persona, entendida como necesidad de relación y libertad.
«Punto de partida para una verdadera democracia es la exigencia humana
natural de que la convivencia ayude a la afirmación de la persona, que las
relaciones “sociales” no obstaculicen el crecimiento de la personalidad».
Un gobierno del bien común, incluso cuando pone límites o reglas, lo hace
sólo para favorecer las condiciones para que el crecimiento de la persona no
se vea obstaculizado sino favorecido. Por eso «un gobierno de la cosa
pública que se inspire en el concepto cristiano de convivencia tendrá como
ideal el pluralismo. La realización de esta convivencia plural implica serios
problemas, ya que el pluralismo es la directriz ideal en nuestro mundo. Es
necesario, no obstante, comprometerse a ello sin miedo». Son pasajes de
Apuntes de método cristiano, escritos hace casi cincuenta años, pero parece
hoy. Es esta “audacia del realismo” la que salvará a nuestros países, no
fórmulas ni alineaciones.