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NUCTINIA
PATRICIA OLIVERA
Edgar lloraba desconsolado frente a la lápida.
Lucía extremadamente delgado y descolorido; la larga enfermedad de su amada esposa le
había robado algo más que la alegría que siempre lo caracterizó. Tenía una vaga idea de las
personas que lo rodeaban y veía a través de una niebla lo que sucedía. Todavía no había
caído en la cuenta de que le estaba pasando a él.
Una extraña letanía llegó hasta sus oídos y en ese momento pareció volver a la realidad.
Miró en torno y notó que todos ya se habían ido. Del paso de su esposa por este mundo sólo
quedaba la tierra húmeda y removida, prueba tangible de que allí se había enterrado un
ataúd.
Se acercó hacía el sitio de donde parecía provenir ese extraño cántico y vio a un grupo de
mujeres vestidas de luto, una larga mantilla negra cubriéndoles el rostro. Prestó más
atención y se dio cuenta que en realidad no cantaban, sino que emitían lúgubres lamentos.
No podía creer lo que veía: ¿eran acaso esas lloronas de las que había leído en algunos
libros y que existían en determinadas culturas? La escena le resultó tan extraña que
comenzó a dudar de su cordura; estaba a punto de irse cuando sus ojos se quedaron
prendados de una mirada que, de forma misteriosa, podía adivinar observándolo tras la tela
transparente. Esos ojos lo subyugaron; lo hipnotizaron sin siquiera verlos.
De inmediato se percató que sólo quedaban ellos dos; las otras mujeres habían desaparecido
como por arte de magia. El sol ya había bajado y el atardecer pintaba el cielo de rojos
colores. La mujer comenzó a acercarse con lentitud, sin dejar de emitir esos sonidos
extraños que la hacían más atrayente.
Cuando estuvo frente a él se levantó sin prisa el velo, dejando ver un rostro de piel tan
blanca como delicada y unos ojos negros como pozos sin fondo. Sus labios, rojos como la
sangre, se movían sensualmente emitiendo una especie de conjuro. Edgar quiso alejarse
pero no pudo… como tampoco pudo evitar que ella lo besara y que la pasión hiciera presa
en él.
***
Anochecía cuando cayeron sobre la tierra revuelta de la tumba de su esposa.
―¿Qué… quién eres?―preguntó por fin.
―Soy Nuctinia ―respondió, mirándolo de una forma que lo hizo estremecerse.
Luego de saciar sus instintos, ella se apartó y comenzó a alejarse sin decirle una palabra. Él
acomodó sus ropas y, aún aturdido, fue en su busca para averiguar algo más.
La vio entrar a un pequeño mausoleo familiar. La fascinación lo llevó a cruzar el portón
entreabierto y bajar las frías y húmedas escaleras de mármol hasta llegar a la cripta; el
único fósforo que encontró en uno de sus bolsillos lo ayudó a alumbrarse a medida que
descendía. Una vez en la oscura y húmeda estancia observó el entorno donde, al parecer, no
había rastros de la misteriosa mujer.
Al fondo sólo había dos tumbas y se aproximó para ver si estaba oculta allí, pero cuando
alumbró a los nombres cincelados en las lápidas se quedó helado: el nombre de Nuctinia y
el suyo propio estaban estampados sobre el granito.
Huyó del lugar y no paró hasta llegar a su casa, el corazón latiéndole desbocado casi a
punto de salírsele del pecho. Cerró la puerta de un portazo, apoyándose en ella mientras
respiraba con dificultad tratando de tranquilizarse.
—Por fin llegas, ¿dónde te habías metido? —Edgar se sobresaltó; estaba pálido y gruesas
gotas de sudor se deslizaban por su cara. Su anciana madre bajó las escaleras portando una
vela, cuya luz le daba un aspecto aterrador, y lo miró con miedo, examinándolo de los pies
a la cabeza―. Mira el aspecto que traes. Ya está amaneciendo; me tenías muy preocupada.
Era cierto: no se había percatado de que estaba amaneciendo y el cielo ya pasaba de un
negro oscuro a un azul pálido. Sin emitir palabra comenzó a subir los escalones con los
hombros caídos; era la viva imagen de la desesperanza. Pasó junto a la anciana sin siquiera
mirarla y se encerró en el cuarto que compartía hasta hacía apenas unas horas con el amor
de su vida.
Todo el día siguiente lo pasó encerrado: no le abrió al mayordomo cuando fue a llevarle el
desayuno, ni a su amigo y confidente Byron por la tarde. Se recostó tratando de calmar de
algún modo la migraña que lo estaba aquejando, cerró los ojos y pronto se sumergió en
pesadillas dantescas que lo envolvían como queriendo llevárselo para siempre de este
mundo.
Una vez más la mujer del cementerio apareció para atormentarlo.
Despertó sobresaltado, bañado en sudor y lágrimas amargas caían de sus ojos al tiempo que
un hondo lamento salía de su pecho. Pensaba que el dolor terminaría por enloquecerlo;
estaba convencido de que lo ocurrido en el cementerio había sido solo una alucinación
producto de su dolorosa pérdida. Continuó sin responder a los llamados de su madre y su
amigo, los que intentaron por todos los medios hacerlo salir de su encierro para que al
menos se alimentara.
***
Durante los siguientes meses sus cambios se hicieron más notorios: se volvió huraño,
irascible por momentos y absolutamente silencioso en otros. Pasaba las noches sin conciliar
el sueño, alumbrado por una vela que apagaba si la luz de la luna era lo suficientemente
intensa como para iluminar el interior de su triste aposento. Parado frente al gran ventanal,
desde donde se podía apreciar al bosque envuelto en la niebla de la noche, con los hombros
caídos y las manos en los bolsillos, miraba sin ver, con un extraño brillo en la mirada
alienada. Su apariencia era patética y su cabello revuelto lo alejaba de la imagen seria y
dinámica que todos a su alrededor estaban acostumbrados a ver.
Dejó de acudir al bufete donde era socio; él, un abogado de renombre y prestigio, dejó de
preocuparse por sus casos y sus clientes, por lo que su gran amigo y socio debió ocuparse
por los dos. Había momentos en los que se hundía en el sillón con la cabeza entre las manos
y lloraba con desesperación, implorando a dioses invisibles por un consuelo para su terrible
perdida. No apartaba su mirada extraviada de ese lecho vacío donde él y su mujer habían
sido tan felices, el mismo donde habían dado rienda suelta a sus más locas fantasías.
Cuando lograba sumirse en el sopor del sueño volvía a caer en el trance de la misteriosa
Nuctinia, la que lo envolvía entre las gazas de su vestido y lo llevaba a un mundo de éxtasis
sobrenatural donde los excesos estaban a la orden del día.
Fue entonces cuando comenzó a vagar por los bosques linderos a la propiedad donde vivía,
pasándose horas perdido entre la vegetación y el silencio de la naturaleza. Se empezó a
consumir en su soledad y en su locura y un día, quizá como resultado de su propio desvarío,
volvió al cementerio donde estaba enterrada su querida esposa, convertida ahora sólo en
huesos y carne putrefacta, visitada por los inmundos gusanos que ya habían hecho hogar en
lo que un día fue su bello cuerpo. Un año había pasado ya y Edgar no había perdido sólo a
su compañera de vida; también había perdido la cordura y la noción del tiempo y el lugar.
Había muerto para el mundo el mismo día en que la dejó a ella bajo tierra.
Parado frente a la tumba solitaria, que apenas tenía unas flores marchitas y oscuras, estaba
otra persona.
A través de la distancia le llegó una especie de letanía que venía de muy lejos. La recordó:
ese sonido como el de la última vez que se sintió vivo, en el que actuó como el hombre que
aún era. Levantó la mirada con lentitud y buscó el origen de ese sonido; no había nadie,
pero sus ojos se posaron sobre aquel pabellón cuyo portón de hierro continuaba abierto,
invitándolo a pasar. Era el mismo mausoleo familiar a donde había entrado la mujer, donde
la buscó y desde donde huyó despavorido ante la visión que había tenido.
La letanía continuó.
Esa tarde de invierno no había nadie por allí. Nadie que estorbara a los vivos ni a los
muertos, ni a quienes estaban más cerca de la muerte que de la vida. Con los ojos fijos en
esos portones de hierro, a cuyas puertas dos ángeles de granito de considerable tamaño
posaban tocando unas trompetas —anunciando a los cielos el vuelo de una nueva alma a los
pies del creador— avanzó, como quien avanza resignado a su destino.
El hipnótico lamento se oía cada vez más cerca, y él estaba ya a los pies de esa escalera que
lo atraía de una forma irremediable y definitiva. Como si se desplazara levitando en el aire,
comenzó a bajar escalón por escalón, sintiendo en el pecho los latidos sonoros de su
corazón que parecían ansiar un reencuentro con la causante de los lamentos.
Muy dentro de sí sabía que ya no había marcha atrás: estaba entrando a lo que sería su
última morada y se dirigía hacia allí sin un ápice de temor. Atrás quedaba la época en la
que pensaba que, al momento de su muerte, sólo querría yacer en la misma morada que su
amada esposa. Ahora estaba eligiendo otro camino, el mismo al que fue condenado el día
que ella murió; el mismo a la que la cantante fúnebre le había puesto su nombre, el día y la
fecha, a la cripta que compartirían.
Cuando llegó al final de las escaleras la letanía cesó. La extraña mujer llevaba el velo
levantado, dejándole ver su repulsivamente bello rostro en toda su plenitud.
―Al fin llegaste, Edgar. Hace mucho tiempo que espero por ti, no debiste hacerme esperar
tanto…
Su voz era sensual, profunda e hipnótica.
Él se acercó despacio, en sus ojos brillaba el deseo contenido.
―Nuctínia…—susurró, y sonrió como hacía mucho no lo hacía.
La mujer le acarició la mejilla y su mano continuó hasta posarse en su pecho, acariciando
su piel a través de la camisa que llevaba entreabierta.
―Supongo que estás preparado.
»Sabes que no hay marcha atrás, ¿cierto?
―Lo sé: sólo quiero estar contigo.
―Para siempre. A donde vamos no hay posible regreso… pero prometo hacerte conocer los
placeres más sublimes que hay al otro lado.
»Verás que nunca experimentaste nada parecido en este mundo de tristes fantasmas
―sentenció ella, la sonrisa había desaparecido de su rostro.
―Para siempre. Haz conmigo lo que quieras, mi destino está en tus manos y ya no hay
nada que me ate aquí.
Su voz era firme y segura pues ya lo sabía: su destino había quedado marcado el día en que
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Nuctinia

  • 1. NUCTINIA PATRICIA OLIVERA Edgar lloraba desconsolado frente a la lápida. Lucía extremadamente delgado y descolorido; la larga enfermedad de su amada esposa le había robado algo más que la alegría que siempre lo caracterizó. Tenía una vaga idea de las personas que lo rodeaban y veía a través de una niebla lo que sucedía. Todavía no había caído en la cuenta de que le estaba pasando a él. Una extraña letanía llegó hasta sus oídos y en ese momento pareció volver a la realidad. Miró en torno y notó que todos ya se habían ido. Del paso de su esposa por este mundo sólo quedaba la tierra húmeda y removida, prueba tangible de que allí se había enterrado un ataúd. Se acercó hacía el sitio de donde parecía provenir ese extraño cántico y vio a un grupo de mujeres vestidas de luto, una larga mantilla negra cubriéndoles el rostro. Prestó más atención y se dio cuenta que en realidad no cantaban, sino que emitían lúgubres lamentos. No podía creer lo que veía: ¿eran acaso esas lloronas de las que había leído en algunos libros y que existían en determinadas culturas? La escena le resultó tan extraña que comenzó a dudar de su cordura; estaba a punto de irse cuando sus ojos se quedaron prendados de una mirada que, de forma misteriosa, podía adivinar observándolo tras la tela transparente. Esos ojos lo subyugaron; lo hipnotizaron sin siquiera verlos. De inmediato se percató que sólo quedaban ellos dos; las otras mujeres habían desaparecido como por arte de magia. El sol ya había bajado y el atardecer pintaba el cielo de rojos colores. La mujer comenzó a acercarse con lentitud, sin dejar de emitir esos sonidos extraños que la hacían más atrayente. Cuando estuvo frente a él se levantó sin prisa el velo, dejando ver un rostro de piel tan blanca como delicada y unos ojos negros como pozos sin fondo. Sus labios, rojos como la sangre, se movían sensualmente emitiendo una especie de conjuro. Edgar quiso alejarse pero no pudo… como tampoco pudo evitar que ella lo besara y que la pasión hiciera presa en él. *** Anochecía cuando cayeron sobre la tierra revuelta de la tumba de su esposa. ―¿Qué… quién eres?―preguntó por fin. ―Soy Nuctinia ―respondió, mirándolo de una forma que lo hizo estremecerse.
  • 2. Luego de saciar sus instintos, ella se apartó y comenzó a alejarse sin decirle una palabra. Él acomodó sus ropas y, aún aturdido, fue en su busca para averiguar algo más. La vio entrar a un pequeño mausoleo familiar. La fascinación lo llevó a cruzar el portón entreabierto y bajar las frías y húmedas escaleras de mármol hasta llegar a la cripta; el único fósforo que encontró en uno de sus bolsillos lo ayudó a alumbrarse a medida que descendía. Una vez en la oscura y húmeda estancia observó el entorno donde, al parecer, no había rastros de la misteriosa mujer. Al fondo sólo había dos tumbas y se aproximó para ver si estaba oculta allí, pero cuando alumbró a los nombres cincelados en las lápidas se quedó helado: el nombre de Nuctinia y el suyo propio estaban estampados sobre el granito. Huyó del lugar y no paró hasta llegar a su casa, el corazón latiéndole desbocado casi a punto de salírsele del pecho. Cerró la puerta de un portazo, apoyándose en ella mientras respiraba con dificultad tratando de tranquilizarse. —Por fin llegas, ¿dónde te habías metido? —Edgar se sobresaltó; estaba pálido y gruesas gotas de sudor se deslizaban por su cara. Su anciana madre bajó las escaleras portando una vela, cuya luz le daba un aspecto aterrador, y lo miró con miedo, examinándolo de los pies a la cabeza―. Mira el aspecto que traes. Ya está amaneciendo; me tenías muy preocupada. Era cierto: no se había percatado de que estaba amaneciendo y el cielo ya pasaba de un negro oscuro a un azul pálido. Sin emitir palabra comenzó a subir los escalones con los hombros caídos; era la viva imagen de la desesperanza. Pasó junto a la anciana sin siquiera mirarla y se encerró en el cuarto que compartía hasta hacía apenas unas horas con el amor de su vida. Todo el día siguiente lo pasó encerrado: no le abrió al mayordomo cuando fue a llevarle el desayuno, ni a su amigo y confidente Byron por la tarde. Se recostó tratando de calmar de algún modo la migraña que lo estaba aquejando, cerró los ojos y pronto se sumergió en pesadillas dantescas que lo envolvían como queriendo llevárselo para siempre de este mundo. Una vez más la mujer del cementerio apareció para atormentarlo. Despertó sobresaltado, bañado en sudor y lágrimas amargas caían de sus ojos al tiempo que un hondo lamento salía de su pecho. Pensaba que el dolor terminaría por enloquecerlo; estaba convencido de que lo ocurrido en el cementerio había sido solo una alucinación producto de su dolorosa pérdida. Continuó sin responder a los llamados de su madre y su amigo, los que intentaron por todos los medios hacerlo salir de su encierro para que al menos se alimentara. ***
  • 3. Durante los siguientes meses sus cambios se hicieron más notorios: se volvió huraño, irascible por momentos y absolutamente silencioso en otros. Pasaba las noches sin conciliar el sueño, alumbrado por una vela que apagaba si la luz de la luna era lo suficientemente intensa como para iluminar el interior de su triste aposento. Parado frente al gran ventanal, desde donde se podía apreciar al bosque envuelto en la niebla de la noche, con los hombros caídos y las manos en los bolsillos, miraba sin ver, con un extraño brillo en la mirada alienada. Su apariencia era patética y su cabello revuelto lo alejaba de la imagen seria y dinámica que todos a su alrededor estaban acostumbrados a ver. Dejó de acudir al bufete donde era socio; él, un abogado de renombre y prestigio, dejó de preocuparse por sus casos y sus clientes, por lo que su gran amigo y socio debió ocuparse por los dos. Había momentos en los que se hundía en el sillón con la cabeza entre las manos y lloraba con desesperación, implorando a dioses invisibles por un consuelo para su terrible perdida. No apartaba su mirada extraviada de ese lecho vacío donde él y su mujer habían sido tan felices, el mismo donde habían dado rienda suelta a sus más locas fantasías. Cuando lograba sumirse en el sopor del sueño volvía a caer en el trance de la misteriosa Nuctinia, la que lo envolvía entre las gazas de su vestido y lo llevaba a un mundo de éxtasis sobrenatural donde los excesos estaban a la orden del día. Fue entonces cuando comenzó a vagar por los bosques linderos a la propiedad donde vivía, pasándose horas perdido entre la vegetación y el silencio de la naturaleza. Se empezó a consumir en su soledad y en su locura y un día, quizá como resultado de su propio desvarío, volvió al cementerio donde estaba enterrada su querida esposa, convertida ahora sólo en huesos y carne putrefacta, visitada por los inmundos gusanos que ya habían hecho hogar en lo que un día fue su bello cuerpo. Un año había pasado ya y Edgar no había perdido sólo a su compañera de vida; también había perdido la cordura y la noción del tiempo y el lugar. Había muerto para el mundo el mismo día en que la dejó a ella bajo tierra. Parado frente a la tumba solitaria, que apenas tenía unas flores marchitas y oscuras, estaba otra persona. A través de la distancia le llegó una especie de letanía que venía de muy lejos. La recordó: ese sonido como el de la última vez que se sintió vivo, en el que actuó como el hombre que aún era. Levantó la mirada con lentitud y buscó el origen de ese sonido; no había nadie, pero sus ojos se posaron sobre aquel pabellón cuyo portón de hierro continuaba abierto, invitándolo a pasar. Era el mismo mausoleo familiar a donde había entrado la mujer, donde la buscó y desde donde huyó despavorido ante la visión que había tenido. La letanía continuó. Esa tarde de invierno no había nadie por allí. Nadie que estorbara a los vivos ni a los muertos, ni a quienes estaban más cerca de la muerte que de la vida. Con los ojos fijos en esos portones de hierro, a cuyas puertas dos ángeles de granito de considerable tamaño posaban tocando unas trompetas —anunciando a los cielos el vuelo de una nueva alma a los pies del creador— avanzó, como quien avanza resignado a su destino. El hipnótico lamento se oía cada vez más cerca, y él estaba ya a los pies de esa escalera que
  • 4. lo atraía de una forma irremediable y definitiva. Como si se desplazara levitando en el aire, comenzó a bajar escalón por escalón, sintiendo en el pecho los latidos sonoros de su corazón que parecían ansiar un reencuentro con la causante de los lamentos. Muy dentro de sí sabía que ya no había marcha atrás: estaba entrando a lo que sería su última morada y se dirigía hacia allí sin un ápice de temor. Atrás quedaba la época en la que pensaba que, al momento de su muerte, sólo querría yacer en la misma morada que su amada esposa. Ahora estaba eligiendo otro camino, el mismo al que fue condenado el día que ella murió; el mismo a la que la cantante fúnebre le había puesto su nombre, el día y la fecha, a la cripta que compartirían. Cuando llegó al final de las escaleras la letanía cesó. La extraña mujer llevaba el velo levantado, dejándole ver su repulsivamente bello rostro en toda su plenitud. ―Al fin llegaste, Edgar. Hace mucho tiempo que espero por ti, no debiste hacerme esperar tanto… Su voz era sensual, profunda e hipnótica. Él se acercó despacio, en sus ojos brillaba el deseo contenido. ―Nuctínia…—susurró, y sonrió como hacía mucho no lo hacía. La mujer le acarició la mejilla y su mano continuó hasta posarse en su pecho, acariciando su piel a través de la camisa que llevaba entreabierta. ―Supongo que estás preparado. »Sabes que no hay marcha atrás, ¿cierto? ―Lo sé: sólo quiero estar contigo. ―Para siempre. A donde vamos no hay posible regreso… pero prometo hacerte conocer los placeres más sublimes que hay al otro lado. »Verás que nunca experimentaste nada parecido en este mundo de tristes fantasmas ―sentenció ella, la sonrisa había desaparecido de su rostro. ―Para siempre. Haz conmigo lo que quieras, mi destino está en tus manos y ya no hay nada que me ate aquí. Su voz era firme y segura pues ya lo sabía: su destino había quedado marcado el día en que cayó en los brazos de Nuctinia y vio su nombre grabado en aquella lápida.