1. Pequeños detalles
Voy a ser escritor. Ya lo decidí. Iba a ser detective porque desde que era chico
(o más chico) me encantaba resolver enigmas. Tuve mucho éxito en mi corta
carrera. Por ejemplo, fui yo quien descubrió el misterio del chupete de mi
hermanito que desaparecía todas las noches. Es cierto que era yo quien se lo
sacaba sólo para molestarlo. Pero eso nadie lo sabía, claro. Además hubo
otros hechos más complicados que pude desentrañar:
1. El secuestro de la tortuga (que no había sido secuestrada, sino que se había
perdido entre las azaleas).
2. El robo del pollo con papas (hurtado de la fuente por mi perro en un ataque
de
delincuencia canina y que descubrí por los huesos encontrados en su cucha).
3. La recuperación de los dientes postizos de mi abuela (que estaban dentro de
un vaso de agua, en la heladera).
Pero a pesar de mis éxitos como detective, he decidido abandonar mi brillante
carrera por las complicaciones de mi último casi, que es lo que voy a contarles.
En casa habían desaparecido varias cosas (sin contar el chupete de mi
hermanito, la tortuga, el pollo con papas y los dientes postizos de mi abuela).
Primero, a mamá le había faltado dinero. Hizo cuentas, trató de recordar a qué
lugares había ido y qué había comprado, ero los números no le cerraban.
Estaba segura de que tenía un billete de cien al regresar del trabajo porque lo
vio en la cartera cuando le pagó al sodero.
-¿No se lo habrás dado a él? –le pregunté, mientras tomaba nota, como buen
detective, de todos los datos.
-No –decía mi mamá-. Si el sodero se empapó bajo la lluvia, mientras yo
juntaba monedas para darle el importe justo.
-Sodero, lluvia, monedas… -escribía yo, para que no se me pasara nada.
Las cosas empeoraron cuando a mi papá le desaparecieron las llaves
de la entrada. Dieron vuelta la casa para buscarlas, pero no aparecían por
ningún lado.
Hubo que cambiar la cerradura de la puerta y eso lo puso a mi papá de
un humor de perros.
-¿Cuándo las usaste por última vez? –quise saber yo.
-La noche de la tormenta –me explicó mi papá-.
Llovía a cantaros y yo no había cerrado la ventanilla del auto. Salí corriendo
con el impermeable de tu madre, que fue el primero que encontré.
Yo seguía tomando nota: tormenta, auto, impermeable…
2. El colmo fue cuando desaparecieron los anteojos de mi mamá.
Los buscó por todos lados, incluso en los lugares más insólitos: el tacho
de la basura, el cajón de las medias y mi habitación.
Debido al éxito de mis investigaciones anteriores, pensé que era
conveniente revisar los sitios donde se solían perder las cosas: las azaleas, la
cucha del perro y la heladera. Incluso busqué en cada uno de los sitios en los
que había escondido el chupete de mi hermanito. Pero no había rastro de los
anteojos.
-Anoche, cuando volví de hacer compras, los tenía –protestaba mi mamá.
-¿Estaba lloviendo anoche? –pregunté yo, que empezaba a sospechar lo que
estaba pasando.
-Sí, llovía, dijo ella.
Ya no tuve dudas. Los datos que aportó mi mama fueron decisivos.
Releí mis notas y confirmé mis sospechas. Ya sabía que había sucedido con el
dinero, con las llaves y los anteojos, aunque todavía tenía que demostrarlo. Era
muy simple: mi casa estaba embrujada.
Fue entonces cuando elaboré mi famosa teoría de los fantasmas
ladrones. Ya sé que era una teoría audaz, pero lo mismo le dijeron a Einstein
con lo de la relatividad. Yo sólo necesitaba pruebas. Por eso esperé hasta la
siguiente tormenta. Es que un ben detective debe prestar atención a los
pequeños detalles y yo noté que los tres hechos habían ocurrido cuando llovía.
Finalmente, unas noches más tarde, se largó una tormenta de ésas.
Yo preparé mi arma secreta: una ultradetectora de fantasmas que podía
hacer visibles a los espectros. En realidad mi ultradetectora consistía en una
frazada colgada desde la araña del comedor hasta la puerta de entrada, sobre
la cual había una docena de huevos y un paquete de harina. Antes del
segundo trueno, una sombra se deslizó por la escalera y tropezó con las
cuerdas que sostenían la frazada. Los huevos y la harina le cayeron encima.
Pero, claro, no era un fantasma, sino mi papá que al escuchar la lluvia salía
corriendo para cerrar la ventanilla del auto.
Mejor no les digo cómo quedó mi papá ni el lío que se armó. Con los
gritos, se despertaron mi mamá, mi hermanito, mi abuela y el perro. Yo traté de
explicarles mi teoría de los fantasmas. Me apoyé en las notas que había
tomado. Les dije que un buen detective debe tener en cuenta los detalles y
razonar sobre esos datos. Eso es lo que me falló. El razonamiento. Los datos
eran correctos, pero mientras a mí me llevaron a la teoría de los fantasmas, a
mamá (que seguramente tiene más talento que yo como detective) la llevaron a
revisar su impermeable. El bolsillo izquierdo tenía un agujero. Por allí se habían
caído el billete de cien, las llaves y los anteojos, que estaban entre las dos
telas, cerca del dobladillo.
3. Supongo que les quedó claro por qué no voy a ser detective. ¿Que por
qué voy a dedicarme a la literatura? Es que para que mi papá no se enojara
tanto por el pequeño detalle de los huevos y la harina que le cayeron encima,
mamá le dijo:
-Y… el nene tiene tanta imaginación. Seguramente va a ser escritor.