El documento presenta tres visiones diferentes sobre un incidente de violencia. La primera visión describe el ataque no provocado de un hombre a otro, justificándolo como un acto para probar su propia bondad. La segunda visión es desde la perspectiva de la víctima, quien acepta la humillación por miedo a más violencia. La tercera visión es de un observador, quien contempla el incidente con curiosidad pero no interviene.
1. VISIONES
Visión I
No estoy loco. No soy violento. Si lo hice fue por ser coherente, por probar mi
honradez, por autentificar mis convicciones… si le pegué un puñetazo fue porque no tuve
opción, porque era la única vía para alcanzar la bondad, esa esencia tan íntimamente
desestimada por todos.
Si antes no lo hice no fue porque mi integridad me lo impidiera, fue por cobardía, por
falta de voluntad, por estar sumido en la extraña certeza de que es mejor el más quedo, el que
más desapercibido pasa, el que menos daño hace. Tuve mil oportunidades, mil ocasiones en
las que una agresión hubiera estado sobradamente justificada. Pero nunca fui capaz de
responder a ningún tipo de provocación; ya fuera una mala mirada, un insulto o una mano en
mi pecho, mis reacciones no fueron más que livideces y paroxismos como torrentes: voz
temblorosa, rigidez, tiempo que pasa como una losa. Después la vergüenza, las palabras que
se quedan por decir, la dignidad por los suelos y una incandescencia de puños cerrados a
destiempo.
Después de mucho pensarlo llegué a la conclusión de que la única vía para
convencerme de la autenticidad del bien que hacía a los demás era hacer el mal. Sé que resulta
paradójico, extraño, cosa de alguien que no está muy bien de la cabeza o intenta justificar lo
injustificable. Pero no. Saberme capaz de todo convierte mis actos en una convicción. La
violencia ya la conozco y la rechazo porque sé lo que es, porque he sentido la insana
satisfacción de sentirse poderoso, el dulce dolor que envuelve al puño agresor y la mirada del
que desprecia al otro.
No hice mi elección al azar, mi víctima debía ser lo más desvalida posible, indefensa,
pusilánime, incapaz de contrarrestar mi ataque… Fue fácil encontrarla, andaba agarrado a su
mochila, con paso tenso y apresurado y un gesto de contenida resignación en la cara. Mi acto
2. debía ser miserable, así que no sólo elegí a un apocado, sino que además, después de
cruzarme con él, me di la vuelta para abordarlo por la espalda.
Mi nula experiencia en lo que a endiñar derechazos se refiere hizo que me limitara a
cerrar el puño para dibujar con mi brazo un semicírculo e impactar de lleno en su pómulo
derecho.
Un gemido. Sangre. El chico en el suelo y yo mirándolo como no había mirado nunca
a nadie, sin ira, sin que las pulsaciones se alterarán, totalmente tranquilo, henchido del
dominio que en ese momento estaba imponiendo sobre lo que en ese instante era un ser
inferior a mí, sometido a mi capricho. Él me miraba como asqueado, turbado, preguntando sin
decir palabra el porqué de la hinchazón que estaba comenzando a sentir en su cara.
Aún quedaba una humillación más: viendo que no se atrevía a levantarse del suelo
opté por ofrecerle mi mano para ayudarle a levantarse, lo hice con un gesto rápido y decidido,
de manera que no tuvo elección. Yo no pensaba volver a pegarle, pero estoy seguro que él
pensó que si no aceptaba mi mano volvería a hacerlo. Así, que acertó a asir, con su mano
temblorosa, la mía firme. Me agarro con tibieza, temeroso. Yo le ayudé a acrecentar su pánico
con la rabia que parecía desprender el calor de mi mano, una rabia que en realidad no era más
que el ardor de quien se sabe libre. Una vez alzado, mi mano siguió en su mano, y mi mano
libre fue a posarse en su hombro derecho. Yo tenía la seguridad de que no iba a pasar nada, de
que si así lo hubiera deseado, nos hubiéramos mantenido horas en esa posición, él en su
parálisis y yo en mi férrea dictadura de ojos taladradores. Por comprobar su pusilanimidad,
mantuve la escena un par de minutos, hasta que por fin destensé mi apretón de manos y
deslicé lentamente mi mano izquierda por su hombro hasta perder el contacto con su brazo a
la altura del codo. Noté cierto alivio de su parte, se sentía levemente liberado de lo que para él
había sido una tenaza. Ahora que sólo había aire entre nuestras epidermis, lo único que me
permitía mantener el mandato era el contacto ocular. Así estuvimos, sin pestañear. Ya no
3. había ni miedo ni resignación en su cara, él no estaba, se había ido, parecía estar en otro lugar.
Entregado a la parálisis más absoluta, su rostro inexpresivo no dejaba de mirarme.
“Escúchame”. Le dije en un golpe de voz que intenté convertir en exabrupto. “Ahora ya lo
sabes: el bien de nuestras vidas no puede convertirse en simple imposibilidad del mal.”
Visión II
Mi primer impulso, que no llego a materializarse en ningún tipo de movimiento, fue
revolverme para encarar al anónimo agresor. Sabiendo que tal acto de valentía podía costarme
otro doloroso golpe, me quede en el suelo. Contuve mi rabia, mis ganas de insultar a ese
desconocido que sin mediar gesto, señal o palabra, me había dejado tan aturdido. Turbado
como estaba, sólo alcancé a mirarlo a los ojos pero sin mirarlo, como quien mira a un muerto
y sabe que no va a recibir respuesta alguna. Él, férreo y extrañamente desprovisto de toda
violencia, me miraba metálicamente; parecía que había descargado toda su violencia en mi
rostro y no le quedaba más, incluso alcanzaba a desprender paz, y esto fue, precisamente, lo
que más miedo me dio.
Coger la mano que me ofreció me proporcionó una sensación tan reconfortante como
aterradora. No sé cuanto tiempo permanecimos así, no me atrevía a hablar. Su mano, sin
apretar mi mano, transmitía una tensión que me inmovilizaba. Su otra mano vino a posarse en
mi hombro y mi miedo devino en ese respeto que sólo es capaz de infundir quien no necesita
de la violencia para imponerse. No parecía arrepentido, tampoco orgulloso, sus manos dejaron
de estar en contacto conmigo en el mismo momento en que yo comenzaba a sentir que mi
dolor nunca fue deseado por él. Si en ese preciso instante hubiera decidido cogerme por la
solapa de la camisa y amoratar el único pómulo que me quedaba sano, lo hubiera admitido
con la misma cobardía de la primera agresión.
Estando frente a frente, me pareció absurda la humillación y la quemazón que en un
primer momento había brotado en mí. Yo, que nunca había sido capaz de agredir a nadie, me
4. veía víctima de una violencia que siempre había deseado practicar. Estaba avergonzado, no
por haber sido maltratado sin ofrecer la más mínima resistencia, sino por no haber sabido
comprender antes lo que con unas pocas palabras me explicó mi agresor.
Ahora sé que siempre odié la violencia por inercia y no por convicción, porqué no tuve
donde elegir, porque siempre tuve miedo al dolor, a no saber reaccionar con los suficientes
arrestos. Estas pulsaciones, que siento en mi cara como si fueran agujas, me lo confirman. La
bondad, en ocasiones, no es más que la cara visible de la cobardía.
Visión III
Creo que la caída de aquel muchacho me dolió porque me imaginé a mí mismo
recibiendo tal sopapo. Lo de sentir el dolor ajeno no son más que absurdas filantropías. Sólo
nos duele lo que creemos que es posible también en nuestras vidas. Por eso no duele la
hambruna en el mundo, porque nadie contempla la falta de alimento como algo que puede
materializarse en nuestro entorno. Pero una hostia, siempre es posible y siempre duele.
Yo estaba tranquilamente sentado en mi banco de siempre, devorando las páginas de
La vida sexual de Catherine M.; buscando con avidez las páginas que describían con detalle
orgías y demás actividades sexuales. Levanté la cabeza un segundo para tomar aire, ¡maldito
segundo! La erección que llevaba un rato disimulando y aplastando con mi mochila se vino
abajo. Dejé de sentir las pulsaciones en mi pene y comencé a sentir una leve punzada de dolor
en mi cerebro, una especie de martilleo que enviado por la conciencia me conminaba a
intervenir en pro de aquel chaval que, en contra de todo pronóstico, estaba aceptando la mano
que le ofrecía su agresor.
Por un lado, quería dejar de mirar, ya que si la agresión se reanudaba yo no tendría
más remedio que dejarme llevar por las intromisiones de mi conciencia. Por otro lado, algo
me empujaba a mantener la atención, a seguir mirando como quien no tiene mucho interés
pero en realidad no quiere perderse ni un detalle. La violencia, esa experiencia que nadie
5. quiere vivir, pero que pocos se abstienen de contemplar. Apartar la mirada. No hay porqué.
Eso me dije, y cerré el libro por la página 69, dejando a Catherine en medio de una riesgosa
felación en la que el beneficiario estaba conduciendo. Pudo más la excitación de las carnes
que se golpean que el ardor de las que se rozan con fines hedonistas.
La previsión de un nuevo puñetazo se vio aumentada por la nueva posición que habían
adquirido víctima y verdugo, este había colocado su mano izquierda en el hombro derecho de
aquel. Yo pensé que para hacerle una llave espectacular y colocarlo de tal manera que al más
mínimo movimiento pudiera partirle el brazo. Pero nada. Acabaron por separarse. Cuando ya
parecía que los ánimos estaban totalmente calmados, una frase, que intuí incendiaria y no
llegué a escuchar, reavivo la poca esperanza que tenía de presenciar un desenlace
contundente. “Como vuelvas a… te mato”, seguro que alguna exhortación de este tipo sirvió
para confirmar la pasividad del que había recibido sin rechistar. Mejor así. Hubiera sido un
contratiempo tener que entrometerme a defender al débil, aunque en tal caso, y con el fin de
proteger mi físico, podría haber recurrido a profesar con vehemencia, -solo por unos
segundos, por supuesto- las teorías del Calícles que defendía con naturalidad la ley del más
fuerte. Y es que es tan cómodo alternar las convenciones sociales que nos protegen con las
leyes no escritas que nos favorecen. Aunque tales disquisiciones, hechas ahora en frío,
habrían sido difíciles de engarzar en aquel momento. Seguramente, si en vez de un sólo
impacto, se hubiera dado un desproporcionado intercambio de golpes entre aquellos dos
desconocidos; yo, viéndome incapaz de saber si podía reducir al fuerte, habría optado por
abrir de nuevo la página 69 para comprobar como se puede compatibilizar la conducción y el
placer.