1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
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Renuncias: Los personajes de Xena y Gabrielle son propiedad de MCA/Renaissance Pictures. Su aparición en esta historia no
pretende infringir ningún copyright.
Advertencia: No existe en este corto relato ninguna escena de sexo, aunque sí se expresa el amor de una mujer hacia otra.
En cualquier caso, es apto para todos los públicos.
Dedicatoria: a Cruella, por la página en que este fanfic se aloja.
Clasificación:
Autora: Ignacio (aka Iggy)
S U P L I C I O .
Según mi experiencia, existen tres clases distintas de razones por las que sentimos atracción, amor, por otras
personas. Una, la más primaria sin duda, es la gratificación del placer. Los animales se mueven por esta
circunstancia en exclusiva, y no me cabe duda que los seres humanos tenemos lo bastante de ellos como para estar
muy influidos por esto. Sin embargo, en la pura atracción animal, en la gratificación de los sentidos, da lo mismo
una persona que otra, como puede verse en el comportamiento de los animales. Por tanto, no es esto lo que explica
el amor, ese sentimiento urgente que distingue a una persona de todas las demás, al menos para quien las observa.
Luego está el placer estético, eso que se denomina hermosura. Está en el ojo de quien la observa, qué duda cabe.
Sin embargo, parece trascender la simple gratificación de los sentidos, el ansia animal. No tiene, en principio, un
carácter sexual, y muchas veces observamos a una persona hermosa como si de un bello objeto se tratase,
valorando sus proporciones, su aspecto externo, deleitándonos en su contemplación. Además, esta valoración
estética tiene una mayor discriminación que el simple impulso sensual; no nos la puede gratificar cualquier persona.
Sin embargo, y pese a que sin duda existen principios estéticos comunes, no siempre dos personas sentirán esa
misma atracción por una tercera, que además bien podrá ser un alma perversa y cruel. Hay un componente
arbitrario en ello, una capacidad del gusto por diferenciarse, por escoger. En definitiva, podemos considerar que el
placer estético es demasiado intelectual, por un lado, y demasiado arbitrario, por otro, como para constituir la
explicación del amor.
Después de ver si el amor reside en nuestros cuerpos o en los ajenos, debemos concluir que no lo hemos hallado en
esas vasijas mortales, hermosas durante un tiempo pero perecederas al fin y al cabo. Sin embargo, existe una
tercera emoción que se nos despierta ante la persona amada. Esa emoción, la más difícil de definir, proviene del
conocimiento de su alma. De alguna manera, encontramos en el interior de la persona amada la razón por la que
nos resulta indispensable. Un alma gemela, una personalidad complementaria, unos rasgos de la personalidad
admirables o encantadores, una bondad que nos sorprende, es eso lo que nos acaba, no ya por atraer hacia la
persona amada, sino por encadenarnos a ella de forma definitiva.
He de confesar que, en el amor de mi vida, las tres atracciones jugaron su papel. Desde luego, existió esa atracción
animal, esa gratificación de los sentidos que sólo se alivia con la aproximación física. Una vez su timidez quedó a un
lado, ella me proporcionó sorprendentes satisfacciones en ese sentido. Fue una amante tierna, cariñosa, tan
dispuesta a recibir como a dar placer con un entusiasmo que endulzó mis días y alivió mis penas. No soy, todo el
mundo lo sabe sin duda, lo bastante idealista para suponer que el amor no necesita de esa aproximación física,
como ha dicho algún filósofo. Sin embargo, tampoco soy tan cínica como para considerar que en eso está todo el
amor, ni siquiera la mayor parte. Es para mí una culminación natural, un acto que expresa algo que se halla en otra
parte.
El placer estético, he de reconocerlo, fue lo primero que me atrajo hacia ella. Me asaltó la primera vez que la vi,
paralizándome, y la veo ahora ante mis ojos igual que entonces, joven, asustada, hermosa en su contenido miedo.
2. Sus encendidas mejillas, sus rubios rizos rodeando aquella cara infantil y vulnerable me atrajeron de inmediato.
Destacaba entre el resto de muchachas de su pueblo como una hoguera en medio de la noche. Tampoco puedo
negar que su cuerpo, apenas entrevisto bajo sus holgadas ropas campesinas, despertaron en mí el instinto animal;
nunca he sido una anacoreta y jamás podría serlo, no con ella a mi lado, desde luego.
He de decir que este último pensamiento ha provocado que mis labios se estiren en una sonrisa, atrayendo como es
lógico las miradas de los que aquí me rodean. Pese a lo inusual de esta sonrisa en este lugar, sospecho que no será
la última que esboce mientras escribo esto. Pero volviendo a lo que decía, la tierna muchacha cambió con el tiempo,
se hizo más dura, más firme, más adulta, y pese a ello mi amor no sólo no desapareció sino que se hizo mucho
mayor. No fue por tanto el simple placer estético del momento lo que ató mi alma a la suya con un lazo irrompible.
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Fue su alma, desde luego, el conocimiento progresivo, lento, laborioso, de su personalidad lo que me la hizo
indispensable. He de reconocer también que fue la admiración lo que me atrajo hacia ella en aquel inolvidable primer
momento en que la vi. Su valentía, su coraje, ese valor absurdo con que se ofreció para salvar a sus compañeras
fue la primera razón por la que la admiré. No fue sin embargo la única. Al principio, su admiración hacia mí, esa
devoción algo infantil que sentía hacia mi persona, me halagó y aproximó a ella. Nadie mejor que yo sabía lo poco
que había de admirable en mí, y así se lo hice ver varias veces, pero aquello no parecía hacer mella en su ingenua
devoción. Cuántas veces la sorprendí mirándome embelesada, creyéndome una valiente heroína que no era. Fue esa
primera devoción, totalmente injustificada, lo que hizo que al fin, poco a poco y de forma incompleta, me
transformara en aquello que ella veía en mí. Ella me esculpió, hizo realidad en mí esa bondad que sólo residía en
ella, y por eso la amé.
No se detuvo ahí mi amor por ella, ni mucho menos. A medida que la iba conociendo, mientras sus actos me iban
revelando su alma, iba viendo más y más cosas que me atraían hacia ella. Su capacidad para cambiar me sorprendía
y deleitaba, algo que yo misma, en mi supuesta fortaleza, apenas he conseguido sino con enorme esfuerzo,
sacrificio, y desde luego con su imprescindible ayuda. También me sorprendió su capacidad para perdonar, para
olvidar los más terribles momentos, momentos que ahora castigan mi alma como la misma vez en que sucedieron.
Ella podía con todo, era capaz de cargar con el dolor de su alma y el de la mía, y retornarlo convertido en amor. Un
amor del que yo me nutría como un vampiro hambriento, un fluido que necesitaba desesperadamente para seguir
viviendo.
Tal vez así se explique un hecho que sin duda debió sorprender a quienes nos conocieron. Era yo, la endurecida y
experimentada guerrera, la que seguía a la inocente muchacha, complaciéndola en todo lo que podía y dejándome
guiar por ella. Aquello pudo tal vez provocar sonrisas en quienes no lo podían entender, pero todo ocurría como
debía ser. En el fondo, ella era más fuerte que yo; su corazón joven y vigoroso era ya el último refugio para el mío,
cansado y casi destruido cuando los Destinos la pusieron ante mí.
Cuando repaso los acontecimientos de nuestra vida juntas, y no puedo evitar hacerlo en estas circunstancias,
comprendo que debió parecer que yo la amaba mucho más de lo que ella me amaba a mí. Era ésa la razón por la
que la quería tanto. Su amor se desbordaba, no podía centrarse sólo en mi persona, y trataba de ayudar a todos
aquellos con los que nos encontrábamos. Reconozco que aquello, en ocasiones, me hacía sufrir, pero también era
una de las razones por las que la amaba tanto. Ella no podía evitarlo: su compasión, su piedad y su amor se
volcaban hacia otras personas, y provocaba que los celos me arrasaran, pero también hacían que mi amor por ella
se hiciera todavía más intenso. Pese a todo, jamás dudé de ocupar un lugar preferente en su corazón, como ella me
demostró tantas veces, ocasiones que ahora veo ante mí con dolorosa nitidez.
Sonrío de nuevo pese a todo, atrayendo las miradas, mezcla de reprobación y de envidia, de quienes aquí me
rodean. Veo en la distancia a Sísifo, empujando con dolorosa lentitud su piedra cuesta arriba, sólo para rodar
rápidamente hacia abajo de nuevo, una y otra vez, sin descanso ni esperanza. Veo algo más cerca al desgraciado y
demacrado Tántalo, siempre tratando de alcanzar las frutas que cuelgan tentadoras ante su cara, y que el árbol le
aparta de su hambrienta boca una y otra vez. Puede comprobarse que los castigos, aquí, son de dos clases: unos
consisten en tareas repetitivas, otros en tentaciones inalcanzables. Mi castigo combina ambos tipos, más una ironía
adicional. Jamás dudé que mis crímenes me traerían a este lugar, aunque debo reconocer que el castigo que me han
impuesto mis jueces me ha sorprendido.
Ahora, aquí, me veo obligada a escribir, una y otra vez, las razones de mi amor por ella, viéndola ante mí,
rememorando los momentos buenos y los malos, ambos ahora igual de preciosos en la ausencia. Se une así la tarea
repetitiva, eterna, de describir nuestra vida en común, a la dolorosa evocación de su persona, ya inalcanzable. La
veo ante mí, rubia, dolorosamente hermosa, sin poder abrazarla ni dirigirle la palabra siquiera, con una nitidez aún
mayor que la que proporcionan los recuerdos. Y es que sólo los recuerdos me quedan ya de ella.
Aunque me quedan todavía, incluso aquí, múltiples consuelos. Uno de ellos, y no el menor, es que no esté ella
también aquí. No, no desatino; jamás he estado más lúcida, en mi vida ni después. Éste no es lugar para ella,
corazón puro, y esa es una verdad que siempre supe. Conociendo además que mis múltiples crímenes me llevarían
hasta este lugar, siempre apuré mis momentos a su lado con un toque de desesperación, sabiendo como sabía que
la eternidad nos terminaría por separar. Sin duda está en un lugar mejor, mucho mejor, que es el que le
corresponde. Tan sólo espero que mi ausencia no mengüe el sabor de las delicias de que sin duda disfruta. Y debe
disfrutarlas, pues yo también las comparto de alguna forma desde este lugar, el señalado para mí por los Destinos.
La ironía de mi pena reside en esta actividad de escribir, manejando la pluma sobre el rebelde pergamino, esa
actividad que tantas veces la contemplé realizar a mi lado. Hasta mi suplicio me recuerda a ti, mi amor, aunque
desconozco si esta suprema ironía es fruto de la casualidad o estaba planeada por aquellos que me sentenciaron. No
me importa, y sonrío mientras la pluma se desliza trabajosamente delineando mis recuerdos y mis ansias, mi amor,
aquello por lo que una vez viví bajo el sol que ya no me ilumina.
3. Sin embargo, soy la única en este triste lugar que es el Tártaro que sonríe mientras lleva a cabo su tarea,
provocando las extrañadas y algo resentidas miradas del resto de desgraciados que se hallan a mi alrededor. Las
cuarenta y nueve danaides me miran con reproche mientras intentan transportar agua en sus chorreantes cedazos,
llorando de manera paralela al líquido que derraman en su imposible misión. Las contemplo con pesar, aunque sin
poder reprimir esa extraña sonrisa que tanto las molesta. Y es que, pese a todo, éste mi suplicio no es tal para mí.
Sólo existe un verdadero castigo que se me podría infligir, y ese no podría sufrirlo: que se borrara de mi memoria el
recuerdo del amor de mi vida. Recordarla, evocarla una y otra vez, es un consuelo inimaginable, dulce y amargo a
un tiempo, pero imprescindible para mi alma. Pues ese recuerdo no se me podría arrancar: la persona que quedaría
después ya no sería yo. Nací cuando ella me miró por vez primera; mi vida anterior está desdibujada, es absurda y
sin sentido, y ni yo misma la comprendo. Recordarla, recordarte a ti, alma valiente y apasionada, es el mayor
consuelo que podría dárseme, mi vida, mi amor, mi dulce suplicio, mi Gabrielle.
FIN
TU OPINIÓN EN EL FORO
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