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301
—No curará a mi mujer, ¿verdad, doctor?
—Está en las manos de Dios —murmuró.
—Se puso enferma hace dos semanas —gimió
Hillings—. Estaba fuerte como un roble, fresca
como una rosa... Nunca había tenido un solo dolor
de cabeza...
De pronto, Hillings lanzó una furiosa mirada hacia
la casa que se divisaba a unos cuatrocientos
metros, en lo alto de una colina que tenía en parte
de cuyas laderas eran muy escarpadas. La casa,
oculta por los árboles que la rodeaban, era apenas
visible.
Hillings blandió el puño coléricamente.
—Ella, ha sido ella, la bruja de la Casa Alta. Ha
echado mal de ojo a mi esposa...
—Abe, no digas estupideces —exclamó el doctor
Lorenz—. ¿Cómo puedes creer en tales cosas, en
esta época?
—Es una bruja, doctor. Debiéramos quemarla…
302
—Esta galería, por si quieres saberlo, pertenece al subsuelo
de una residencia convento milenaria. Un convento
carcelario para la nobleza. Hubo guerras y esa residencia-
convento fue arrasada. Luego hubo un pequeño cementerio
para excomulgados, sacrílegos y suicidas, bueno, todo lo
que antes tenía mucha importancia y que ahora no se le da
tanta, un cementerio de muertos malditos que eran
sepultados por la noche para que nadie pudiera verlos. Se
colocaban los nombres de los difuntos y luego, sus
familiares, en las noches sin luna, se internaban temblando
en el cementerio y borraban los nombres que podían tener
algo que ver con ellos. Así, poco a poco, las tumbas se
convertían en anónimas, incluso desaparecían lápidas y al
cavar una nueva fosa, los picos y las palas podían
encontrarse con otro cadáver que ocupaba ya aquel lugar.
—Muy macabro. Así que eso conduce a un cementerio...
—No… Hay almacenes guardamuebles y también una
discoteca de esas que llaman underground…
303
—Necesito a Steve Hagard —dijo—, para saber
quién le asesinó, y dónde está el dinero.
El gesto de la médium fue brusco esta vez. Su boca
estaba ahora cerrada herméticamente. Mabel se
acercó otro poco más.
—Steve —llamó—, ¿estás aquí? Necesito hablar
contigo, tienes que decirme quién te mató y se llevó
el dinero que había robado la banda... ¡Tienes que
decírmelo!
—Nooo —resonó cavernosamente la voz de la
médium—. No, no... ¡No! Me retiro..., me... retiro...
—Steve —repitió Mabel—. Steve, son más de
setecientos mil dólares... ¡Tienes que decírmelo!
—Ya me... re...ti...ro...
—Pareció que a la médium la sacudiese una
potentísima descarga eléctrica. Emitió otro de
aquellos profundos ronquidos, se relajó
bruscamente, y la cabeza le cayó blandamente
sobre el pecho…
304
Entonces oyó los ladridos de los perros, ya sueltos.
Corrió un poco más. De pronto, divisó un árbol de
horquilla relativamente baja. Tal vez, si se encaramaba
a las ramas...
Pero al intentar trepar por el tronco, se hizo un
profundo rasgón en la piel del pecho. El dolor la hizo
soltarse instintivamente y cayó de espaldas.
Su blanca piel aparecía con grandes manchas rojas.
Cuando intentaba levantarse de nuevo, los perros se
arrojaron ferozmente sobre ella.
A pesar de todo, intentó luchar, pero las fuerzas la
abandonaron muy pronto.
Cuando todo hubo terminado, el hombre de la capa roja
miró a sus compañeros de cacería.
—Espero que esto sirva de ejemplo para los demás —
dijo severamente—. Conocen las reglas del círculo y
han podido ver que se aplican estrictamente, sin piedad
para los traidores.
En silencio, todas las cabezas se movieron
afirmativamente. Mientras, los canes devoraban a su
presa…
305
Súbitamente, resonó otro gruñido. Más profundo que el
anterior. Más estremecedor. Más próximo.
Todo parecía indicar que el desconocido animal se
acercaba, ansioso de atacar.
Sus ojos eran amarillentos, fosforescentes, malignos.
Sus colmillos, largos, afilados, feroces.
Lo mismo podía decirse de sus uñas.
Echaron a correr hacia el furgón.
Antes de que consiguieran poner el motor en marcha, la
bestia salvaje lo alcanzó y lo volcó con asombrosa
facilidad, dejándolo ruedas arriba.
Comenzaron a chillar, horrorizados.
La sanguinaria fiera arrancó una de las portezuelas y los
sacó a los dos de la cabina, de la forma más violenta y
brutal.
Nada pudieron hacer por impedir que los terroríficos
colmillos y las afiladas garras de la bestia hiciesen presa en
sus cuerpos. Pocos minutos después, ambos yacían
inmóviles y ensangrentados sobre la resbaladiza
carretera…
306
Aquella cosa monstruosa avanzó lentamente al encuentro
de la joven desnuda, que parecía sumida en trance. De
pronto, la joven pareció volver en sí y darse cuenta del
horror de su situación. Sin embargo, no gritó. Como si
comprendiera que la huida no era posible, giró sobre sí
misma para no ver al monstruo, y se tendió en el suelo de
bruces.
La cabeza de la gigantesca pitón se inclinó, y sus fauces
rozaron los descalzos pies de la muchacha. Lentamente, el
animal inició el proceso de deglución de su víctima.
Primero fueron las piernas las que desaparecieron en las
fauces del reptil. Luego los muslos y las redondas caderas,
la cintura, el torso y, finalmente, la cabeza y los brazos.
Por último, la serpiente cerró la boca.
En el interior de su cuerpo se produjeron algunas
sacudidas espasmódicas, que no tardaron en cesar. Los
asistentes guardaban un silencio total, presa de una
morbosa fascinación, producida por el indescriptible
espectáculo al que acababan de asistir.
307
—¿Ella es la mujer de la que me has hablado?
—Sí, y estoy seguro de que es la mujer más perversa
que se puede encontrar en nuestro mundo. Lo malo es
que la Gaviota está protegida por gente importante que
da rienda suelta a sus bajas pasiones, a sus
aberraciones, gracias a ella.
—¿La Gaviota la llaman?
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Sabías que las gaviotas son aves rapaces hermosas
pero terriblemente caníbales que no dudan en comerse
los polluelos, los hijos de sus hermanas de especie?
—No, no lo sabía.
—Pues ahora ya sabes por qué la apodan así. En forma
real o simbólica, esa mujer celebra orgías en los que los
comensales se comen a seres humanos…
308
Las tinieblas envolvieron el pueblo como cada noche,
como todas las noches desde el abismo de los tiempos.
Y esperaban. No sabían qué, pero esperaban.
Y luego, de vez en cuando, cualquier noche, el grito.
Un grito infrahumano, desgarrador como surgido del
infierno, y una nueva víctima aparecía por la mañana.
Una víctima del mal que no comprendían, de aquella
cosa surgida del pozo de los horrores, de las pesadillas
sin nombre. Ellos sí lo vieron.
Lo vieron sus víctimas. Lo vio el reverendo Collins, y
murió con el cuerpo roto, estrellado contra una pared
por una fuerza increíble.
Lo vio el ayudante del comisario en la que fuera su
última ronda de su corta vida de veintidós años, y
murió estampado contra la columna de hierro de un
farol callejero.
Ellos lo vieron. Y murieron. Nadie más.
Sí, salía de las tinieblas, para volver a ellas una vez
satisfechos sus salvajes apetitos de sangre y de deseo…
309
Si deseas recibir una importante parte de la herencia que,
como descendiente mío te corresponde, deberás acudir a
mi residencia de la isla del Ángel Negro, situada frente a
la costa norte de Haití. Una vez hayas llegado al
aeropuerto, tomarás un taxi, a cuyo conductor indicarás te
lleve a la costa en donde se encuentra el embarcadero que
permite viajar hasta la citada isla por vía marítima. El
viaje, sin embargo, es muy corto, menos de veinte minutos
en lancha y, una, te aguardará permanentemente en las
fechas comprendidas entre el 6 y el 12 de mayo próximo.
Incluyo esta tarjeta, para que te identifiques ante el piloto
de la lancha, así como un cheque por valor de $5.000 tanto
para que te convenzas de la veracidad de mis asertos,
como para que puedas equiparte de ropa y otros objetos
personales, caso de que lo precises.
Importante: la fecha del 12 de mayo, a medianoche, es el
máximo plazo que puedo concederte. No te molestes en
escribir para acusar recibo, ni tampoco para justificar una
posible ausencia. Pasada esa fecha, perderás todos los
derechos a la herencia.
Tu bisabuelo,
J. B. ORLOWE
310
«¡Horrible, sí, la sospecha, pero más horrible el destino!
Puede asegurarse sin vacilación que ningún suceso se
presta tan terriblemente como la inhumación antes de la
muerte, para llegar al colmo de la angustia física y mental.»
El entierro prematuro,
Edgar Allan Poe
Y yo, anoche, me vi entrar en ese panteón, conducido dentro
de un féretro, rodeado por cánticos y rezos, sin poder decir a
nadie que veía sus rostros, oía sus liturgias y sus lamentos,
sentía todo cuanto sucedía a mi alrededor... pero estaba
muerto.
Muerto... sabiendo que no lo estaba. Muerto, sabiendo que
mi muerte era sólo aparente. Como la de mi padre. Como la
de otros Haversham, quizás. Porque recordaba nítidamente
que el viejo doctor Talbot había comentado eso al abrirse la
cripta familiar para enterrar a mi padre:
—La catalepsia acostumbra a ser hereditaria. Habrá que
tener eso en cuenta en el futuro para todos los Haversham.
Catalepsia. Muerte aparente.
Esa era mi obsesión, desde entonces, desde el lejano día de
mi niñez en que me enfrenté al espectáculo macabro y
aterrador, dentro de la vieja, húmeda y lúgubre cripta
funeraria de los Haversham...
311
Él hubiera deseado lanzarse al agua y sumergirse hacia lo
más profundo para dejar de ver aquellos rostros
horripilantes que lo acosaban, pero su cuerpo se negaba a
obedecer, estaba agarrotado, como clavado al fondo del
bote que seguía amarrado a la cúspide de una de aquellas
altas y pétreas agujas submarinas.
—¡Malditas, malditas, largaos! —suplicó entre dientes.
Aquellas malignas mujeres que poseían el don de volar
habían formado un círculo en torno y sobre Johnny, un
círculo que giraba y que poco a poco iba estrechándose.
El muchacho terminó dejando de ver las estrellas y la luna
y sólo vio los rostros cadavéricos, de mandíbulas que
chillaban y amenazaban en una alucinante situación.
—¡Noo, noo, nooo...! —suplicó, cubriéndose el rostro con
las manos, mientras sus ojos se negaban a cerrarse para
escapar al espectáculo tan horrible que estaba viviendo.
Los chillidos eran tan intensos que se clavaban en su
cerebro como agujas candentes. Tuvo la impresión de que
iba a ser devorado cuando más de dos docenas de manos
esqueléticas comenzaron a surgir de entre las túnicas,
acercándose a él…
312
—No escaparás de mí —dijo.
Él recordó el proverbio que hablaba de las fauces del dragón.
«Bueno, todavía no se han cerrado sobre mi cabeza», se dijo.
Caminó lateralmente, siguiendo los contornos de la habitación.
La mujer iba tras él, lentamente, con pesados y torpes
movimientos, pero con un brillo extraño en sus menudos
ojillos. Al verla sintió náuseas.
De repente, tropezó en algo y cayó al suelo. Entonces, la mujer
agarró el atizador de la chimenea y descargó un golpe.
Desde el suelo, intentó parar el ataque con el brazo izquierdo,
pero el golpe le rompió los huesos. Un alarido de dolor escapó
de sus labios.
El siguiente golpe fue dirigido a la cabeza. Empezó a verlo
todo negro.
Ella siguió pegándole, golpeándole con saña, emitiendo gritos
inarticulados...
Cuando se abrió la puerta, minutos después, todavía seguía
descargando golpes en una cabeza qué ya no era sino una masa
de huesos y sangre encefálica horriblemente machacados.
—No me quería, no me quería... —tartajeaba—. Ninguno me
quiere, ninguno me quiere...
313
—Ya he redactado mi testamento. Hay, no
obstante, una condición, que todos y cada uno de
vosotros debéis cumplir, para poder percibir
vuestras trescientas mil libras.
Los herederos se miraron entre sí, extrañados.
—¿Qué condición, tío Conrad...? —preguntó Vera
Gabor. Conrad Winters se atusó la patilla derecha.
—Como todos sabéis, a mí me encanta el juego del
ajedrez. No soy un maestro, pero tampoco un
jugador mediocre. Derrotarme, por tanto, no es
fácil. Y eso precisamente, derrotarme, es lo que
tenéis que hacer cada uno de vosotros, si queréis
percibir vuestra parte de la herencia. Jugar conmigo
al ajedrez y ganarme, aunque sólo sea una partida
— hizo saber.
314
—Esto me gusta cada vez menos —jadeó—. Es
demencial.
—Tal vez —admitió Hartman, encogiéndose de
hombros—. Pero así es el mundo del espectáculo,
señor Edwards. Algo muy distinto a sus negocios de
especulación y cálculo. El espectáculo debe continuar,
es la norma. Y ellos son artistas que conocen esa ley.
Ahí los tiene. Dentro de poco, parecerán más asustados
por la presencia del pobre Lukas y su maquillaje
monstruoso, que por la espantosa realidad de ese
cadáver decapitado y la indudable presencia de un
feroz asesino entre nosotros.
El empresario de urbanizaciones no dijo nada. Se
alejó, tambaleante, como si no pudiera entender nada
de todo aquello, aunque no permaneció muy lejos de
luces y personal, quizá por miedo a verse solo. En el
decorado del plató 9, pronto se empezó a rodar, tras el
ritual golpe de claqueta, en medio de un silencio
impresionante.
315
Oiga, si quiere que le sea sincero, esa chica soñó
todo lo que le ha contado. No digo que se
emborrachase, pero tal vez tomó un par de tragos de
más... y si ya tiene la mente influenciada por algo
real, como son los anónimos, entonces, ese par de
copas...
—Le entiendo perfectamente. Puede que haya sido
una pesadilla, que se ha incrustado en su cerebro de
tal forma, que lo que haya soñado le parezca
auténtico. De todos modos, queda en pie el asunto
de los anónimos...
—Es lo que más me intriga de todo el caso. Uno
pensaría que los anónimos dirían algo como «voy a
mandarte al infierno» o una cosa así, pero no «vas a
venir conmigo al infierno». Eso es algo que no se
entiende en absoluto, señor.
—Sí, es el auténtico enigma del caso…
316
El interior de la habitación del muerto quedó invadido
por una luz lechosa. Había abierto de golpe y casi saltó
al interior.
Sólo ella pudo ver directamente el ataúd.
Pero las otras cuatro mujeres lo distinguieron
perfectamente a través del espejo. Fue como
encontrarse delante de una pantalla gigante que lo
descubría todo. Y las cuatro pudieron ver el ataúd
vacío.
Pero también algo más.
Algo que les heló del todo la sangre en las venas. Que
les contrajo la garganta con la zarpa del horror. Porque
vieron al difunto reflejado en aquel espejo.
Ahora el muerto estaba fuera del ataúd. En pie.
Mirando a través del espejo. Moviéndose a través de la
puerta. Avanzando hacia ellas. Avanzando...
Avanzando...
¡AVANZANDO!
317
—¡Oh... No, no! ¡No es posible... que sea ésta la respuesta!
Una fría sonrisa era la respuesta. Una mirada cruel e
implacable, desde el rostro que al fin se revelaba ante él, sin
necesidad de mediar palabra alguna. No hacía falta tampoco.
Ahora ya sabía él quien era el Coleccionista, aunque no
pudiera creerlo todavía.
Lo sabía... y eso significaba la muerte.
Por ello, quizá, mientras contemplaba larga y
angustiosamente, durante unos interminables segundos, la faz
de aquel ser demoníaco cuya identidad real jamás había
llegado a sospechar, Barry Wade creyó ver desfilar por su
mente, como en un rápido caleidoscopio, una sucesión
vertiginosa de imágenes del inmediato pasado, de la espantosa
y sangrienta pesadilla que ahora iba a terminar para él, y que
sin embargo comenzara de un modo tan trivial, tan
increíblemente simple, tiempo atrás, cuando por primera vez,
sin él mismo saberlo, iba a enfrentarse al siniestro
Coleccionista de Espantos, como le llamaban ya todos en
Scotland Yard...
Sí. Todo había comenzado de una manera tan sencilla e
imprevisible...
318
Físicamente, seguía siendo tan hermosa como en vida.
Y quizá en ella existiera vida, después de todo. Esa vida
que muchos niegan, que está más allá de la vida y de la
muerte, más allá de la frontera insondable de las
sombras, adonde yo había podido llegar, conducido por
el oscuro poder de las Tinieblas.
Acaricié aquel cuerpo sin vida, céreo y helado. Creí
sentir su calor interno, ignorado por todos. Me pareció
que sus ojos miraban a través de sus párpados. Que sus
labios exangües tenían un rojo vital que nadie excepto
yo mismo podía ver...
Y ocurrió.
Ocurrió entonces. Por vez primera.
Amé a aquella mujer. La amé como se ama a cualquier
mujer. Con la sola diferencia de que ella... estaba muerta.
319
—Señor Ackers —exclamó—. Sin duda se perdió anoche,
durante la tempestad...
—Sí, quise tomar un atajo a través del bosque, pero la
tormenta sobrevino demasiado rápida y me encontré en la
oscuridad.
—Habrá pasado la noche debajo de un árbol,
seguramente... ¡Pero tiene las ropas secas! —exclamó
Georgia.
—He pasado la noche en una casa que ha desaparecido al
llegar el día, señora Marlowe —dijo Ackers muy serio.
Ella le miró casi aterrorizada.
—No hablará en serio —exclamó.
—No bromeo.
—¡Jesús me valga! Ha estado en Derwent House, la casa
de la niebla del Diablo...
—¿Cómo? —exclamó Ackers, lleno de estupefacción.
—Es una casa encantada por el maligno, señor —respondió
Georgia—. Se aparece a los viajeros extraviados en el
bosque y desaparece al llegar el día.
—Pero eso no puede ser...
320
—Caballeros —dijo, hablando pausadamente—, no
perderemos el tiempo en explicaciones. Si llevan con
ustedes algunas grabadoras, realizaremos ahora mismo el
experimento psicofónico.
—¿Aquí mismo
—No, por supuesto que no, dejaremos las grabadoras en el
lugar escogido, allá donde mis amigos los muertos se
comunican conmigo.
—¿Sus amigos los muertos?
—Bien. Sí, mi joven profesor, mis amigos los muertos,
porque ellos se comunican conmigo utilizando este nuevo
medio de la psicofonía. Lo cierto es que su poder en
decibelios es muy bajo, tan bajo que se comunicarían
mejor con nosotros si nuestros oídos pudieran captarlos,
pero no, no podemos oírlos. Quizá algún privilegiado lo
consiga y los perros, por supuesto los perros. Se habrán
fijado que en esta mansión no hay perros.
—¿Por qué, profesor Tamiroff? —inquirió Shotton.
—Porque enloquecerían. Ellos sí pueden oír lo que
nosotros no alcanzamos. El perro posee el sentimiento del
terror...
321
Cuando volvió en sí, su horror no tuvo límites. Se
encontró apoyada de espaldas al pozo, inmovilizada al
mismo por cuerdas firmemente anudadas. Su brazo
izquierdo permanecía sujeto, pegado al cuerpo, pero no
así el derecho que se hallaba en forma de cruz. No podía
agitar las piernas, pero eso de poco podía servirle.
Pero lo que erizó sus cabellos y la llenó de verdadero
espanto, no fue exactamente verse de aquel modo, sino
reparar en que las venas de su muñeca derecha habían
sido seccionadas y que la sangre fluía de allí a
borbotones.
Una sangre que no se perdía, pues bajo su mano se
hallaba depositada una regadera... Allí caía la sangre,
cada vez en más y más profusión.
Entonces se puso a gritar con todas sus fuerzas, sacando
de sus pulmones todo el terror que la invadía.
—Sí sigues gritando, me obligarás a darte más
cloroformo —dijo la voz. Por lo visto la sombra asesina
se ponía nerviosa ante aquellos gritos que rasgaban
dramáticamente el silencio de la noche—. Y no tengo
mucho... Prefiero guardarlo para los otros...
322
Se acercó al espejo. Un grito de horror surgió de
sus labios, en el acto.
—No, no puede ser...
Soltó una diabólica carcajada.
—Eres tú, tú misma —dijo—. Sólo que en este
tiempo, has engordado por lo menos quince kilos.
—Pero ¿por qué? —Sentía que la cabeza le daba
vueltas. Sabía que había engordado, lo notaba en
las ropas; sin embargo, no se había dado cuenta
de su aspecto, hasta mirarse en el espejo. La cara
completamente redonda, monstruosa; los pechos
eran repugnantemente voluminosos; no tenía
cintura y el contorno de las caderas había
aumentado de doce a quince centímetros.
—A los animales se les ceba antes de la matanza
—contestó.
Después, todo fue silencio, oscuridad...
323
¿Qué ha querido decir con eso de los doce millones
de habitantes de Nueva York?
—¿Se imagina usted doce millones de ciegos en una
ciudad como Nueva York? ¿Se lo imagina?
Posiblemente sí se lo imagina, porque es inteligente, y
hasta quizá tenga una gran imaginación. Doce
millones de ciegos... Pero no una ceguera que va
llegando lentamente, progresiva mente, y para la cual
uno se va preparando... No, no, no, no sería eso,
señorita. Sería algo... súbito. Imagínese la ciudad de
Nueva York a las once de la mañana; el gran
monstruo está en plena actividad: peatones, coches,
camiones, motocicletas, el metro, trenes, autobuses
urbanos e interurbanos, helicópteros, incluso quizá
algún avión que pase suficientemente cerca del techo
de la ciudad... Y de pronto, en cuestión de tres a cinco
segundos... ¡todos los seres humanos quedan ciegos!
¿Se lo imagina?
324
Repentinamente, a cincuenta pasos de distancia, estalló
un potente grito. En el absoluto silencio que reinaba a
primeras horas en Stockton Wells, la voz del hombre
resonó como si brotara de un gigantesco megáfono:
—¡Ven inmediatamente! Está aquí, en el callejón,
muerto por una serpiente venenosa.
Segundos después, veía el cuerpo de un hombre,
horriblemente hinchado por los efectos del veneno de la
serpiente. Oyó blasfemias y palabrotas, y también vio a
Spelling inclinarse para coger el papel sujeto por el
cañón del rifle, que la víctima no había tenido tiempo de
usar.
Estupefacto, Spelling leyó en voz alta:
—La sepultura que marqué ayer para Cromwell no
significa que haya de seguir un orden establecido de
antemano. Hay muchos culpables y Marston era uno de
ellos. G. B.
El alguacil calló un instante, antes de añadir:
—En la carta están los tres círculos negros…
325
Tenía miedo.
No había querido decírselo al doctor, para no preocuparle
más, pero lo tenía.
Aquella extraña humedad…
Aquel silencio de tumba...
Aquella quietud...
Verraud era un pueblo vivo, pero parecía un pueblo
muerto.
Y, en cierto modo, lo era.
Aunque ella no lo sabía, claro.
De haber siquiera sospechado lo que era realmente
Verraud, ni por todo el oro del mundo se hubiese
quedado en él.
Fatalmente para ella, iba a saberlo muy pronto.
Pero entonces ya sería tarde.
El doctor se había marchado.
Nadie podría prestarle ayuda.
Y la iba a necesitar.
Desesperadamente…
326
Una mano cogió la sábana que la cubría y estiró de ella. Una
oleada de frialdad invadió todo su cuerpo.
—Era bonita —comentó uno de los hombres.
—Joven y bien formada, una lástima —opinó otro de los que
ocultaban sus rostros tras las mascarillas.
Ella comprendió que había quedado totalmente desnuda bajo
aquellas miradas que la escrutaban desde los cabellos a los
dedos de los pies, nada podía ocultarles. Sus pechos estaban a
merced de sus ojos, de sus manos; también sus caderas, sus
piernas, su vello justo y rizado.
«Estoy viva, estoy viva», seguía diciendo sin que nadie
pareciera escucharla.
—¿Empezamos por la cabeza o le abrimos el tronco? —
preguntó uno de aquellos hombres que a Vie le parecían todos
iguales.
—Me ayudarás a escalpar.
—Qué pena, con un cabello tan lindo que tenía... —observo el
hombre.
«Tenía, tenía, tenía... ¿Por qué no dicen tiene, en lugar de
tenía?»
327
—He estado documentándome en la biblioteca
privada de mi padre. Todo lo relacionado con
Shazbet. No es mucho. Shazbet es un legionario
más a las órdenes de Belcebú para la Gran
Búsqueda. Con facultad para transmitir poderes a
los que le son fieles. Todos los dedicados a la
Gran Búsqueda llevan como emblema un triángulo
negro, encerrado en un círculo rojo; pero con
diferentes e indescifrables dibujos y signos
cabalísticos. Él ha hecho un pacto con el diablo.
Puede incluso, que sea uno de ellos.
—Un diablillo, ¿eh?
—Producto de la unión carnal de espíritus
malignos con seres humanos. Es el método de
Shazbet para agenciarse fieles servidores…
328
—Desnúdate, desnúdate.
—Déjame en paz. Satanás, déjame en paz —suplicó sin
poder dejar de obedecer.
Se sintió como si hubiera penetrado en una cueva
infernal, una cueva donde hacía tanto calor que corría el
riesgo de abrasarse.
Comenzó a sudar copiosamente, toda la piel de su cuerpo
se perló de finas gotas. Se miró los dedos y por las puntas
goteó escandalosamente el sudor.
De sus pezones también se deslizaban ríos de sudor, lo
mismo que por las ingles y los muslos.
—Danza, danza todo lo sensual que puedas. Danza como
si estuvieras rodeada de hombres sedientos de tu cuerpo
joven y hermoso. Danza para provocarlos, para
excitarlos, para que su deseo se convierta en un volcán
incontenible que lo arrase todo. Danza hasta que piensen
en matarse entre ellos para tratar de conseguirte cada uno
para él solo.
—¡No, no, nooo! ¡Te odio. Satanás, te odio, te odio, por
Cristo que te odio!
329
—Leprosos, sarnosos, sifilíticos... Parece que
hay muchas personas encerradas aquí dentro,
para ser manipuladas. Esto es como un... gran
zoológico. Seguramente, capturan personas allá
donde pueden: en las Antillas, en Centroamérica,
en Estados Unidos... Se me está ocurriendo que
si tienen leprosos, sarnosos y sifilíticos, tendrán
personas con otras enfermedades...
desagradables. Claro que todas las enfermedades
son desagradables... Ese yate, llamado Yacaré,
que es de unos amigos de Hipócrates...
¡Hipócrates! Me parece que estamos en un nido
de locos, Eva. Esta se estremeció.
—No quisiera pasar por otra experiencia como la
de los leprosos, Aaron…
330
—¡¡Periodistas!!
Todos se volvieron. Una mujer algo cargada de
carnes que, con el rostro congestionado, exclamó:
—¡Los asesinos eran aliados del diablo, yo los vi
con mis ojos! —De nuevo relampaguearon los
flashes captando la patética imagen de aquella mujer
—. ¡Los traspasaron a balazos, y no parecieron sentir
nada! ¡Ahí, ahí donde están ustedes recibieron
muchos tiros y siguieron como si nada! ¡Dios, Dios!
¿Por qué, por qué?
—«Mademoiselle», le ruego que no publique
tonterías. Nadie que reciba un balazo que le traspase
de parte a parte sigue caminando tranquilamente para
marcharse a su casa.
—¿Y si, como dice «madame» Renoir, eran enviados
de Satanás?
Hubo risas, y todos en grupo salieron al exterior. El
comisario no se molestó en responder.

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  • 1.
  • 2. 301 —No curará a mi mujer, ¿verdad, doctor? —Está en las manos de Dios —murmuró. —Se puso enferma hace dos semanas —gimió Hillings—. Estaba fuerte como un roble, fresca como una rosa... Nunca había tenido un solo dolor de cabeza... De pronto, Hillings lanzó una furiosa mirada hacia la casa que se divisaba a unos cuatrocientos metros, en lo alto de una colina que tenía en parte de cuyas laderas eran muy escarpadas. La casa, oculta por los árboles que la rodeaban, era apenas visible. Hillings blandió el puño coléricamente. —Ella, ha sido ella, la bruja de la Casa Alta. Ha echado mal de ojo a mi esposa... —Abe, no digas estupideces —exclamó el doctor Lorenz—. ¿Cómo puedes creer en tales cosas, en esta época? —Es una bruja, doctor. Debiéramos quemarla…
  • 3. 302 —Esta galería, por si quieres saberlo, pertenece al subsuelo de una residencia convento milenaria. Un convento carcelario para la nobleza. Hubo guerras y esa residencia- convento fue arrasada. Luego hubo un pequeño cementerio para excomulgados, sacrílegos y suicidas, bueno, todo lo que antes tenía mucha importancia y que ahora no se le da tanta, un cementerio de muertos malditos que eran sepultados por la noche para que nadie pudiera verlos. Se colocaban los nombres de los difuntos y luego, sus familiares, en las noches sin luna, se internaban temblando en el cementerio y borraban los nombres que podían tener algo que ver con ellos. Así, poco a poco, las tumbas se convertían en anónimas, incluso desaparecían lápidas y al cavar una nueva fosa, los picos y las palas podían encontrarse con otro cadáver que ocupaba ya aquel lugar. —Muy macabro. Así que eso conduce a un cementerio... —No… Hay almacenes guardamuebles y también una discoteca de esas que llaman underground…
  • 4. 303 —Necesito a Steve Hagard —dijo—, para saber quién le asesinó, y dónde está el dinero. El gesto de la médium fue brusco esta vez. Su boca estaba ahora cerrada herméticamente. Mabel se acercó otro poco más. —Steve —llamó—, ¿estás aquí? Necesito hablar contigo, tienes que decirme quién te mató y se llevó el dinero que había robado la banda... ¡Tienes que decírmelo! —Nooo —resonó cavernosamente la voz de la médium—. No, no... ¡No! Me retiro..., me... retiro... —Steve —repitió Mabel—. Steve, son más de setecientos mil dólares... ¡Tienes que decírmelo! —Ya me... re...ti...ro... —Pareció que a la médium la sacudiese una potentísima descarga eléctrica. Emitió otro de aquellos profundos ronquidos, se relajó bruscamente, y la cabeza le cayó blandamente sobre el pecho…
  • 5. 304 Entonces oyó los ladridos de los perros, ya sueltos. Corrió un poco más. De pronto, divisó un árbol de horquilla relativamente baja. Tal vez, si se encaramaba a las ramas... Pero al intentar trepar por el tronco, se hizo un profundo rasgón en la piel del pecho. El dolor la hizo soltarse instintivamente y cayó de espaldas. Su blanca piel aparecía con grandes manchas rojas. Cuando intentaba levantarse de nuevo, los perros se arrojaron ferozmente sobre ella. A pesar de todo, intentó luchar, pero las fuerzas la abandonaron muy pronto. Cuando todo hubo terminado, el hombre de la capa roja miró a sus compañeros de cacería. —Espero que esto sirva de ejemplo para los demás — dijo severamente—. Conocen las reglas del círculo y han podido ver que se aplican estrictamente, sin piedad para los traidores. En silencio, todas las cabezas se movieron afirmativamente. Mientras, los canes devoraban a su presa…
  • 6. 305 Súbitamente, resonó otro gruñido. Más profundo que el anterior. Más estremecedor. Más próximo. Todo parecía indicar que el desconocido animal se acercaba, ansioso de atacar. Sus ojos eran amarillentos, fosforescentes, malignos. Sus colmillos, largos, afilados, feroces. Lo mismo podía decirse de sus uñas. Echaron a correr hacia el furgón. Antes de que consiguieran poner el motor en marcha, la bestia salvaje lo alcanzó y lo volcó con asombrosa facilidad, dejándolo ruedas arriba. Comenzaron a chillar, horrorizados. La sanguinaria fiera arrancó una de las portezuelas y los sacó a los dos de la cabina, de la forma más violenta y brutal. Nada pudieron hacer por impedir que los terroríficos colmillos y las afiladas garras de la bestia hiciesen presa en sus cuerpos. Pocos minutos después, ambos yacían inmóviles y ensangrentados sobre la resbaladiza carretera…
  • 7. 306 Aquella cosa monstruosa avanzó lentamente al encuentro de la joven desnuda, que parecía sumida en trance. De pronto, la joven pareció volver en sí y darse cuenta del horror de su situación. Sin embargo, no gritó. Como si comprendiera que la huida no era posible, giró sobre sí misma para no ver al monstruo, y se tendió en el suelo de bruces. La cabeza de la gigantesca pitón se inclinó, y sus fauces rozaron los descalzos pies de la muchacha. Lentamente, el animal inició el proceso de deglución de su víctima. Primero fueron las piernas las que desaparecieron en las fauces del reptil. Luego los muslos y las redondas caderas, la cintura, el torso y, finalmente, la cabeza y los brazos. Por último, la serpiente cerró la boca. En el interior de su cuerpo se produjeron algunas sacudidas espasmódicas, que no tardaron en cesar. Los asistentes guardaban un silencio total, presa de una morbosa fascinación, producida por el indescriptible espectáculo al que acababan de asistir.
  • 8. 307 —¿Ella es la mujer de la que me has hablado? —Sí, y estoy seguro de que es la mujer más perversa que se puede encontrar en nuestro mundo. Lo malo es que la Gaviota está protegida por gente importante que da rienda suelta a sus bajas pasiones, a sus aberraciones, gracias a ella. —¿La Gaviota la llaman? —Sí. —¿Por qué? —¿Sabías que las gaviotas son aves rapaces hermosas pero terriblemente caníbales que no dudan en comerse los polluelos, los hijos de sus hermanas de especie? —No, no lo sabía. —Pues ahora ya sabes por qué la apodan así. En forma real o simbólica, esa mujer celebra orgías en los que los comensales se comen a seres humanos…
  • 9. 308 Las tinieblas envolvieron el pueblo como cada noche, como todas las noches desde el abismo de los tiempos. Y esperaban. No sabían qué, pero esperaban. Y luego, de vez en cuando, cualquier noche, el grito. Un grito infrahumano, desgarrador como surgido del infierno, y una nueva víctima aparecía por la mañana. Una víctima del mal que no comprendían, de aquella cosa surgida del pozo de los horrores, de las pesadillas sin nombre. Ellos sí lo vieron. Lo vieron sus víctimas. Lo vio el reverendo Collins, y murió con el cuerpo roto, estrellado contra una pared por una fuerza increíble. Lo vio el ayudante del comisario en la que fuera su última ronda de su corta vida de veintidós años, y murió estampado contra la columna de hierro de un farol callejero. Ellos lo vieron. Y murieron. Nadie más. Sí, salía de las tinieblas, para volver a ellas una vez satisfechos sus salvajes apetitos de sangre y de deseo…
  • 10. 309 Si deseas recibir una importante parte de la herencia que, como descendiente mío te corresponde, deberás acudir a mi residencia de la isla del Ángel Negro, situada frente a la costa norte de Haití. Una vez hayas llegado al aeropuerto, tomarás un taxi, a cuyo conductor indicarás te lleve a la costa en donde se encuentra el embarcadero que permite viajar hasta la citada isla por vía marítima. El viaje, sin embargo, es muy corto, menos de veinte minutos en lancha y, una, te aguardará permanentemente en las fechas comprendidas entre el 6 y el 12 de mayo próximo. Incluyo esta tarjeta, para que te identifiques ante el piloto de la lancha, así como un cheque por valor de $5.000 tanto para que te convenzas de la veracidad de mis asertos, como para que puedas equiparte de ropa y otros objetos personales, caso de que lo precises. Importante: la fecha del 12 de mayo, a medianoche, es el máximo plazo que puedo concederte. No te molestes en escribir para acusar recibo, ni tampoco para justificar una posible ausencia. Pasada esa fecha, perderás todos los derechos a la herencia. Tu bisabuelo, J. B. ORLOWE
  • 11. 310 «¡Horrible, sí, la sospecha, pero más horrible el destino! Puede asegurarse sin vacilación que ningún suceso se presta tan terriblemente como la inhumación antes de la muerte, para llegar al colmo de la angustia física y mental.» El entierro prematuro, Edgar Allan Poe Y yo, anoche, me vi entrar en ese panteón, conducido dentro de un féretro, rodeado por cánticos y rezos, sin poder decir a nadie que veía sus rostros, oía sus liturgias y sus lamentos, sentía todo cuanto sucedía a mi alrededor... pero estaba muerto. Muerto... sabiendo que no lo estaba. Muerto, sabiendo que mi muerte era sólo aparente. Como la de mi padre. Como la de otros Haversham, quizás. Porque recordaba nítidamente que el viejo doctor Talbot había comentado eso al abrirse la cripta familiar para enterrar a mi padre: —La catalepsia acostumbra a ser hereditaria. Habrá que tener eso en cuenta en el futuro para todos los Haversham. Catalepsia. Muerte aparente. Esa era mi obsesión, desde entonces, desde el lejano día de mi niñez en que me enfrenté al espectáculo macabro y aterrador, dentro de la vieja, húmeda y lúgubre cripta funeraria de los Haversham...
  • 12. 311 Él hubiera deseado lanzarse al agua y sumergirse hacia lo más profundo para dejar de ver aquellos rostros horripilantes que lo acosaban, pero su cuerpo se negaba a obedecer, estaba agarrotado, como clavado al fondo del bote que seguía amarrado a la cúspide de una de aquellas altas y pétreas agujas submarinas. —¡Malditas, malditas, largaos! —suplicó entre dientes. Aquellas malignas mujeres que poseían el don de volar habían formado un círculo en torno y sobre Johnny, un círculo que giraba y que poco a poco iba estrechándose. El muchacho terminó dejando de ver las estrellas y la luna y sólo vio los rostros cadavéricos, de mandíbulas que chillaban y amenazaban en una alucinante situación. —¡Noo, noo, nooo...! —suplicó, cubriéndose el rostro con las manos, mientras sus ojos se negaban a cerrarse para escapar al espectáculo tan horrible que estaba viviendo. Los chillidos eran tan intensos que se clavaban en su cerebro como agujas candentes. Tuvo la impresión de que iba a ser devorado cuando más de dos docenas de manos esqueléticas comenzaron a surgir de entre las túnicas, acercándose a él…
  • 13. 312 —No escaparás de mí —dijo. Él recordó el proverbio que hablaba de las fauces del dragón. «Bueno, todavía no se han cerrado sobre mi cabeza», se dijo. Caminó lateralmente, siguiendo los contornos de la habitación. La mujer iba tras él, lentamente, con pesados y torpes movimientos, pero con un brillo extraño en sus menudos ojillos. Al verla sintió náuseas. De repente, tropezó en algo y cayó al suelo. Entonces, la mujer agarró el atizador de la chimenea y descargó un golpe. Desde el suelo, intentó parar el ataque con el brazo izquierdo, pero el golpe le rompió los huesos. Un alarido de dolor escapó de sus labios. El siguiente golpe fue dirigido a la cabeza. Empezó a verlo todo negro. Ella siguió pegándole, golpeándole con saña, emitiendo gritos inarticulados... Cuando se abrió la puerta, minutos después, todavía seguía descargando golpes en una cabeza qué ya no era sino una masa de huesos y sangre encefálica horriblemente machacados. —No me quería, no me quería... —tartajeaba—. Ninguno me quiere, ninguno me quiere...
  • 14. 313 —Ya he redactado mi testamento. Hay, no obstante, una condición, que todos y cada uno de vosotros debéis cumplir, para poder percibir vuestras trescientas mil libras. Los herederos se miraron entre sí, extrañados. —¿Qué condición, tío Conrad...? —preguntó Vera Gabor. Conrad Winters se atusó la patilla derecha. —Como todos sabéis, a mí me encanta el juego del ajedrez. No soy un maestro, pero tampoco un jugador mediocre. Derrotarme, por tanto, no es fácil. Y eso precisamente, derrotarme, es lo que tenéis que hacer cada uno de vosotros, si queréis percibir vuestra parte de la herencia. Jugar conmigo al ajedrez y ganarme, aunque sólo sea una partida — hizo saber.
  • 15. 314 —Esto me gusta cada vez menos —jadeó—. Es demencial. —Tal vez —admitió Hartman, encogiéndose de hombros—. Pero así es el mundo del espectáculo, señor Edwards. Algo muy distinto a sus negocios de especulación y cálculo. El espectáculo debe continuar, es la norma. Y ellos son artistas que conocen esa ley. Ahí los tiene. Dentro de poco, parecerán más asustados por la presencia del pobre Lukas y su maquillaje monstruoso, que por la espantosa realidad de ese cadáver decapitado y la indudable presencia de un feroz asesino entre nosotros. El empresario de urbanizaciones no dijo nada. Se alejó, tambaleante, como si no pudiera entender nada de todo aquello, aunque no permaneció muy lejos de luces y personal, quizá por miedo a verse solo. En el decorado del plató 9, pronto se empezó a rodar, tras el ritual golpe de claqueta, en medio de un silencio impresionante.
  • 16. 315 Oiga, si quiere que le sea sincero, esa chica soñó todo lo que le ha contado. No digo que se emborrachase, pero tal vez tomó un par de tragos de más... y si ya tiene la mente influenciada por algo real, como son los anónimos, entonces, ese par de copas... —Le entiendo perfectamente. Puede que haya sido una pesadilla, que se ha incrustado en su cerebro de tal forma, que lo que haya soñado le parezca auténtico. De todos modos, queda en pie el asunto de los anónimos... —Es lo que más me intriga de todo el caso. Uno pensaría que los anónimos dirían algo como «voy a mandarte al infierno» o una cosa así, pero no «vas a venir conmigo al infierno». Eso es algo que no se entiende en absoluto, señor. —Sí, es el auténtico enigma del caso…
  • 17. 316 El interior de la habitación del muerto quedó invadido por una luz lechosa. Había abierto de golpe y casi saltó al interior. Sólo ella pudo ver directamente el ataúd. Pero las otras cuatro mujeres lo distinguieron perfectamente a través del espejo. Fue como encontrarse delante de una pantalla gigante que lo descubría todo. Y las cuatro pudieron ver el ataúd vacío. Pero también algo más. Algo que les heló del todo la sangre en las venas. Que les contrajo la garganta con la zarpa del horror. Porque vieron al difunto reflejado en aquel espejo. Ahora el muerto estaba fuera del ataúd. En pie. Mirando a través del espejo. Moviéndose a través de la puerta. Avanzando hacia ellas. Avanzando... Avanzando... ¡AVANZANDO!
  • 18. 317 —¡Oh... No, no! ¡No es posible... que sea ésta la respuesta! Una fría sonrisa era la respuesta. Una mirada cruel e implacable, desde el rostro que al fin se revelaba ante él, sin necesidad de mediar palabra alguna. No hacía falta tampoco. Ahora ya sabía él quien era el Coleccionista, aunque no pudiera creerlo todavía. Lo sabía... y eso significaba la muerte. Por ello, quizá, mientras contemplaba larga y angustiosamente, durante unos interminables segundos, la faz de aquel ser demoníaco cuya identidad real jamás había llegado a sospechar, Barry Wade creyó ver desfilar por su mente, como en un rápido caleidoscopio, una sucesión vertiginosa de imágenes del inmediato pasado, de la espantosa y sangrienta pesadilla que ahora iba a terminar para él, y que sin embargo comenzara de un modo tan trivial, tan increíblemente simple, tiempo atrás, cuando por primera vez, sin él mismo saberlo, iba a enfrentarse al siniestro Coleccionista de Espantos, como le llamaban ya todos en Scotland Yard... Sí. Todo había comenzado de una manera tan sencilla e imprevisible...
  • 19. 318 Físicamente, seguía siendo tan hermosa como en vida. Y quizá en ella existiera vida, después de todo. Esa vida que muchos niegan, que está más allá de la vida y de la muerte, más allá de la frontera insondable de las sombras, adonde yo había podido llegar, conducido por el oscuro poder de las Tinieblas. Acaricié aquel cuerpo sin vida, céreo y helado. Creí sentir su calor interno, ignorado por todos. Me pareció que sus ojos miraban a través de sus párpados. Que sus labios exangües tenían un rojo vital que nadie excepto yo mismo podía ver... Y ocurrió. Ocurrió entonces. Por vez primera. Amé a aquella mujer. La amé como se ama a cualquier mujer. Con la sola diferencia de que ella... estaba muerta.
  • 20. 319 —Señor Ackers —exclamó—. Sin duda se perdió anoche, durante la tempestad... —Sí, quise tomar un atajo a través del bosque, pero la tormenta sobrevino demasiado rápida y me encontré en la oscuridad. —Habrá pasado la noche debajo de un árbol, seguramente... ¡Pero tiene las ropas secas! —exclamó Georgia. —He pasado la noche en una casa que ha desaparecido al llegar el día, señora Marlowe —dijo Ackers muy serio. Ella le miró casi aterrorizada. —No hablará en serio —exclamó. —No bromeo. —¡Jesús me valga! Ha estado en Derwent House, la casa de la niebla del Diablo... —¿Cómo? —exclamó Ackers, lleno de estupefacción. —Es una casa encantada por el maligno, señor —respondió Georgia—. Se aparece a los viajeros extraviados en el bosque y desaparece al llegar el día. —Pero eso no puede ser...
  • 21. 320 —Caballeros —dijo, hablando pausadamente—, no perderemos el tiempo en explicaciones. Si llevan con ustedes algunas grabadoras, realizaremos ahora mismo el experimento psicofónico. —¿Aquí mismo —No, por supuesto que no, dejaremos las grabadoras en el lugar escogido, allá donde mis amigos los muertos se comunican conmigo. —¿Sus amigos los muertos? —Bien. Sí, mi joven profesor, mis amigos los muertos, porque ellos se comunican conmigo utilizando este nuevo medio de la psicofonía. Lo cierto es que su poder en decibelios es muy bajo, tan bajo que se comunicarían mejor con nosotros si nuestros oídos pudieran captarlos, pero no, no podemos oírlos. Quizá algún privilegiado lo consiga y los perros, por supuesto los perros. Se habrán fijado que en esta mansión no hay perros. —¿Por qué, profesor Tamiroff? —inquirió Shotton. —Porque enloquecerían. Ellos sí pueden oír lo que nosotros no alcanzamos. El perro posee el sentimiento del terror...
  • 22. 321 Cuando volvió en sí, su horror no tuvo límites. Se encontró apoyada de espaldas al pozo, inmovilizada al mismo por cuerdas firmemente anudadas. Su brazo izquierdo permanecía sujeto, pegado al cuerpo, pero no así el derecho que se hallaba en forma de cruz. No podía agitar las piernas, pero eso de poco podía servirle. Pero lo que erizó sus cabellos y la llenó de verdadero espanto, no fue exactamente verse de aquel modo, sino reparar en que las venas de su muñeca derecha habían sido seccionadas y que la sangre fluía de allí a borbotones. Una sangre que no se perdía, pues bajo su mano se hallaba depositada una regadera... Allí caía la sangre, cada vez en más y más profusión. Entonces se puso a gritar con todas sus fuerzas, sacando de sus pulmones todo el terror que la invadía. —Sí sigues gritando, me obligarás a darte más cloroformo —dijo la voz. Por lo visto la sombra asesina se ponía nerviosa ante aquellos gritos que rasgaban dramáticamente el silencio de la noche—. Y no tengo mucho... Prefiero guardarlo para los otros...
  • 23. 322 Se acercó al espejo. Un grito de horror surgió de sus labios, en el acto. —No, no puede ser... Soltó una diabólica carcajada. —Eres tú, tú misma —dijo—. Sólo que en este tiempo, has engordado por lo menos quince kilos. —Pero ¿por qué? —Sentía que la cabeza le daba vueltas. Sabía que había engordado, lo notaba en las ropas; sin embargo, no se había dado cuenta de su aspecto, hasta mirarse en el espejo. La cara completamente redonda, monstruosa; los pechos eran repugnantemente voluminosos; no tenía cintura y el contorno de las caderas había aumentado de doce a quince centímetros. —A los animales se les ceba antes de la matanza —contestó. Después, todo fue silencio, oscuridad...
  • 24. 323 ¿Qué ha querido decir con eso de los doce millones de habitantes de Nueva York? —¿Se imagina usted doce millones de ciegos en una ciudad como Nueva York? ¿Se lo imagina? Posiblemente sí se lo imagina, porque es inteligente, y hasta quizá tenga una gran imaginación. Doce millones de ciegos... Pero no una ceguera que va llegando lentamente, progresiva mente, y para la cual uno se va preparando... No, no, no, no sería eso, señorita. Sería algo... súbito. Imagínese la ciudad de Nueva York a las once de la mañana; el gran monstruo está en plena actividad: peatones, coches, camiones, motocicletas, el metro, trenes, autobuses urbanos e interurbanos, helicópteros, incluso quizá algún avión que pase suficientemente cerca del techo de la ciudad... Y de pronto, en cuestión de tres a cinco segundos... ¡todos los seres humanos quedan ciegos! ¿Se lo imagina?
  • 25. 324 Repentinamente, a cincuenta pasos de distancia, estalló un potente grito. En el absoluto silencio que reinaba a primeras horas en Stockton Wells, la voz del hombre resonó como si brotara de un gigantesco megáfono: —¡Ven inmediatamente! Está aquí, en el callejón, muerto por una serpiente venenosa. Segundos después, veía el cuerpo de un hombre, horriblemente hinchado por los efectos del veneno de la serpiente. Oyó blasfemias y palabrotas, y también vio a Spelling inclinarse para coger el papel sujeto por el cañón del rifle, que la víctima no había tenido tiempo de usar. Estupefacto, Spelling leyó en voz alta: —La sepultura que marqué ayer para Cromwell no significa que haya de seguir un orden establecido de antemano. Hay muchos culpables y Marston era uno de ellos. G. B. El alguacil calló un instante, antes de añadir: —En la carta están los tres círculos negros…
  • 26. 325 Tenía miedo. No había querido decírselo al doctor, para no preocuparle más, pero lo tenía. Aquella extraña humedad… Aquel silencio de tumba... Aquella quietud... Verraud era un pueblo vivo, pero parecía un pueblo muerto. Y, en cierto modo, lo era. Aunque ella no lo sabía, claro. De haber siquiera sospechado lo que era realmente Verraud, ni por todo el oro del mundo se hubiese quedado en él. Fatalmente para ella, iba a saberlo muy pronto. Pero entonces ya sería tarde. El doctor se había marchado. Nadie podría prestarle ayuda. Y la iba a necesitar. Desesperadamente…
  • 27. 326 Una mano cogió la sábana que la cubría y estiró de ella. Una oleada de frialdad invadió todo su cuerpo. —Era bonita —comentó uno de los hombres. —Joven y bien formada, una lástima —opinó otro de los que ocultaban sus rostros tras las mascarillas. Ella comprendió que había quedado totalmente desnuda bajo aquellas miradas que la escrutaban desde los cabellos a los dedos de los pies, nada podía ocultarles. Sus pechos estaban a merced de sus ojos, de sus manos; también sus caderas, sus piernas, su vello justo y rizado. «Estoy viva, estoy viva», seguía diciendo sin que nadie pareciera escucharla. —¿Empezamos por la cabeza o le abrimos el tronco? — preguntó uno de aquellos hombres que a Vie le parecían todos iguales. —Me ayudarás a escalpar. —Qué pena, con un cabello tan lindo que tenía... —observo el hombre. «Tenía, tenía, tenía... ¿Por qué no dicen tiene, en lugar de tenía?»
  • 28. 327 —He estado documentándome en la biblioteca privada de mi padre. Todo lo relacionado con Shazbet. No es mucho. Shazbet es un legionario más a las órdenes de Belcebú para la Gran Búsqueda. Con facultad para transmitir poderes a los que le son fieles. Todos los dedicados a la Gran Búsqueda llevan como emblema un triángulo negro, encerrado en un círculo rojo; pero con diferentes e indescifrables dibujos y signos cabalísticos. Él ha hecho un pacto con el diablo. Puede incluso, que sea uno de ellos. —Un diablillo, ¿eh? —Producto de la unión carnal de espíritus malignos con seres humanos. Es el método de Shazbet para agenciarse fieles servidores…
  • 29. 328 —Desnúdate, desnúdate. —Déjame en paz. Satanás, déjame en paz —suplicó sin poder dejar de obedecer. Se sintió como si hubiera penetrado en una cueva infernal, una cueva donde hacía tanto calor que corría el riesgo de abrasarse. Comenzó a sudar copiosamente, toda la piel de su cuerpo se perló de finas gotas. Se miró los dedos y por las puntas goteó escandalosamente el sudor. De sus pezones también se deslizaban ríos de sudor, lo mismo que por las ingles y los muslos. —Danza, danza todo lo sensual que puedas. Danza como si estuvieras rodeada de hombres sedientos de tu cuerpo joven y hermoso. Danza para provocarlos, para excitarlos, para que su deseo se convierta en un volcán incontenible que lo arrase todo. Danza hasta que piensen en matarse entre ellos para tratar de conseguirte cada uno para él solo. —¡No, no, nooo! ¡Te odio. Satanás, te odio, te odio, por Cristo que te odio!
  • 30. 329 —Leprosos, sarnosos, sifilíticos... Parece que hay muchas personas encerradas aquí dentro, para ser manipuladas. Esto es como un... gran zoológico. Seguramente, capturan personas allá donde pueden: en las Antillas, en Centroamérica, en Estados Unidos... Se me está ocurriendo que si tienen leprosos, sarnosos y sifilíticos, tendrán personas con otras enfermedades... desagradables. Claro que todas las enfermedades son desagradables... Ese yate, llamado Yacaré, que es de unos amigos de Hipócrates... ¡Hipócrates! Me parece que estamos en un nido de locos, Eva. Esta se estremeció. —No quisiera pasar por otra experiencia como la de los leprosos, Aaron…
  • 31. 330 —¡¡Periodistas!! Todos se volvieron. Una mujer algo cargada de carnes que, con el rostro congestionado, exclamó: —¡Los asesinos eran aliados del diablo, yo los vi con mis ojos! —De nuevo relampaguearon los flashes captando la patética imagen de aquella mujer —. ¡Los traspasaron a balazos, y no parecieron sentir nada! ¡Ahí, ahí donde están ustedes recibieron muchos tiros y siguieron como si nada! ¡Dios, Dios! ¿Por qué, por qué? —«Mademoiselle», le ruego que no publique tonterías. Nadie que reciba un balazo que le traspase de parte a parte sigue caminando tranquilamente para marcharse a su casa. —¿Y si, como dice «madame» Renoir, eran enviados de Satanás? Hubo risas, y todos en grupo salieron al exterior. El comisario no se molestó en responder.