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LOS VIAJEROS MEDIEVALES
José JKnael García de Cortázar
I I
HÎSTORIA HOY
Santillana
LOS VIAJEROS
MEDIEVALES
Dirección: Sergio Sánchez Cerezo
Edición: Alberto Martín Baró
Diseño de cubierta: Elisa Rodríguez
Diseño de interior: Concha Langle
Dirección de arte: Juan José Vázquez
Selección de ilustraciones: Maryse Pinet, Mirian Galaz
Realización: Miguel García
Dirección de realización: Francisco Romero
©José Ángel García de Cortázar, 1996
© De esta edición: 1996, Santillana, S. A.
Elfo, 32. 28027 Madrid
Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
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previo por escrito de la Editorial.
H I S T O R I A H O Y
LOS VIAJEROS
MEDIEVALES
por
José JKngel García de Cortázar
#- Santillana
Introducción
Los viajeros medievales
Los viajeros
Los viajeros de Dios: los peregrinos
Los lugares de destino de las peregrinaciones
La actitud del peregrino en su lugar de destino
Los viajeros de ida y vuelta
Los reyes y otros grandes señores
Los embajadores, mensajeros y correos
Los soldados
Los buhoneros, arrieros y carreteros
Los viajeros estacionales: recaudadores,
estudiantes, segadores, pastores
Los viajeros a todas y a ninguna parte
Los viajeros de ficción
Los viajeros muertos
Los viajes de los viajeros medievales
La preparación del viaje
_9
11
11
16
JL6
JL8
20
20
Los viajeros de ida: los emigrantes y exiliados
22
24
26
J29
30
32
32
La realización del viaje
Los caminos
Los alojamientos del viajero
37
37
40
Las consecuencias de ios viajes medievales
La percepción de los espacios 42
Hacia una cartografía más realista
La percepción de las personas
42
Hacia un conocimiento del espacio extraeuropeo 44
49
Conclusión! más allá de peregrinos
y viajeros, el homo viator :
i
Documentos
Debate
Línea del tiempo
Vocabulario
Bibliografía
introducción
F
mmn una fecha indeterminada de finales del siglo iv, una viuda de la
Callaecia, Galicia, llamada Egeria, realizó un viaje a ¡erusalén, con el
fin de visitar los lugares en que ¡esús había vivido. Nueve siglos más
tarde, un ¡oven veneciano, Marco Polo, acompañó a su padre y su tío a
la corte del Gran Kan mongol en Pekín y allí permaneció durante más
de quince años. En 1466, el noble bohemio León de Rosmithal decidió
ponerse en camino a Compostela, no tanto, según confesó, por venerar
la tumba del apóstol Santiago como por ver mundo y conocer nuevas
gentes.
Los tres ejemplos, escalonados a lo largo de once siglos, pueden
servir de pórtico a este libro sobre viajeros medievales. Al menos, para
recordar a los del siglo xx que, aun sin cámaras fotográficas, mapas o
folletos turísticos, también hubo entonces gentes dispuestas a recorrer
mundo. Sus motivos fueron tan variados como los de los viajeros de
hoy. La visita a un pariente, la peregrinación a un lugar santo, el viaje
de negocios, el deseo de conocer otras tierras y lugares de interés, la
emigración... eran en la Edad Media, como hoy, razones para ponerse
en camino.
Después, las circunstancias dejaban de ser parecidas. A diferencia
de nosotros, en sus desplazamientos, los medievales se preocupaban
poco del tiempo cronológico; se defendían a duras penas de las incle-
mencias atmosféricas y raramente llegaban a hacerse una idea general
del espacio y de las gentes que encontraban en su viaje. Maticemos, en
su viaje físico.
En efecto, este hombre medieval, al que se ha calificado de homo
viator, de caminante, se sentía como tal en tres aspectos. El físico, des-
de luego: la Edad Media, sobre todo antes del siglo x, fue casi una épo-
ca de nomadismo. El imaginario: como nos sucedió a los jóvenes que
leíamos las novelas de julio Verne, también los hombres y mujeres me-
dievales contaron con autores que imaginaron viajes. Y, por fin y sobre
6
Introducción
todo, el simbólico: el hombre medieval estaba convencido de que su vi-
da era un viaje entre el nacimiento y la muerte, un simple tránsito por
la tierra, por este "valle de lágrimas", camino del cielo.
Físico, imaginario, simbólico, los tres tipos de viaje del hombre me-
dieval han dejado testimonios. De ellos, nos vamos a ocupar casi exclu-
sivamente del primero: el viaje físico. Y, para empezar, bueno será re-
cordar las ideas que los hombres y mujeres del medievo tuvieron del
espacio, el viaje y el camino.
El sentido del espacio del hombre medieval tuvo mucho que ver
con su familiaridad con él. Más concretamente, con una familiaridad
cultural, religiosa. Para un cristiano europeo, una región habitada por
infieles (los musulmanes del sur) o por paganos (los eslavos del este) re-
sultaba más lejana que otra poblada por cristianos, aunque de hecho
estuviera más próxima. Simplemente, el no formar parte de la cristian-
dad la convertía en algo lejano. Lo mismo sucedía con lugares que ate-
morizaban a los hombres, como algunos bosques o montañas. Los sen-
tían tanto más lejanos cuanto mayor miedo les causaban.
El sentido del viaje físico en la Edad Media dependió, por su par-
te, de los objetivos de cada uno. Fundamentalmente, tres. El viaje podía
ser, en primer lugar, un desplazamiento por razones precisas, de visita
familiar, comercio, guerra, estudio... Pero podía ser también, en segun-
do lugar, un modo de vida, vivida como desprecio de las comodidades:
así eran los viajes de los predicadores itinerantes y sus seguidores. Y,
por fin, el viaje podía ser una forma de iniciación en la vida. En la vida
social: así fueron muchos de los desplazamientos de jóvenes nobles en
la realidad y de caballeros andantes en las novelas. O en la vida espiri-
tual, como los de los peregrinos.
El sentido del camino del europeo medieval era en todos los casos
diferente del nuestro. El nuestro depende de unas imágenes visuales
que se resumen en una cartografía. El del hombre medieval no tenía
nada que ver con los mapas. Baste decir que hasta el siglo xm los ma-
pas fueron representaciones simbólicas del espacio; por tanto, carecían
de utilidad para los viajeros. Éstos, cuando querían realizar un viaje en
condiciones, no buscaban mapas, sino listas de etapas; esto es, relacio-
nes de lugares por los que convenía pasar para ir de un sitio a otro.
Estas listas se transmitían por vía oral, aunque fuego algunas se pusie-
ron por escrito, como la del viajero Aymeríc Picaud después de su viaje
a Compostela a mediados del siglo xn.
Lo habitual era, por tanto, que el viajero medieval se conformara,
como mucho, con las listas de lugares. Después, el modo de ir de uno a
otro lo aprendía en el camino. A veces, la noticia de un asedio, una pes-
te, un hambre o simplemente una nevada o el desbordamiento de un
río le obligaba a dar un largo rodeo. Pero eso sólo podía saberlo cuan-
do ya estaba en ruta. Por supuesto, cualquier imprevisto alargaba su
itinerario, pero al hombre medieval eso le parecía normal. Contaba con
esas demoras en sus viajes, que a nosotros nos parecen exasperante-
mente lentos.
7
Los viajeros medievales
El caballo era el medio
de locomoción de los
nobles (caballeros). El
rey Arturo entrando en
la ciudad de Camelot,
en una miniatura del li-
bro Lancelot du Lac,
1490 (Biblioteca Nacio-
nal, París).
La velocidad de desplazamiento se ajustaba lógicamente al medio
de transporte utilizado: dejando aparte los viajes en barco por mar o
río, o iba a pie o lo hacía a lomos de una cabalgadura. En el primer ca-
so, rara vez recorría más de cinco leguas, unos veinticinco kilómetros,
al día. En el segundo, si el caballo no tenía que marchar al ritmo de
otros viajeros que iban a pie, un jinete podía cubrir entre sesenta y
ochenta kilómetros en una jornada. En estas condiciones, aunque los
medievales fueran personas más viajeras de lo que pensamos, el núme-
ro de kilómetros recorridos al cabo de una vida era necesariamente
bastante reducido.
Así, un hombre como Pierre d'Ailly, encargado de gestiones ecle-
siásticas y diplomáticas durante cuarenta años en el siglo xv, se calcula
que recorrió en su vida poco más de diez mil kilómetros. Compárese es-
ta cifra con los centenares de miles que un hombre de nuestro tiempo
con esas obligaciones ha podido recorrer.
Por ello, aunque hay noticias de intrépidos viajeros y largos viajes,
el número de kilómetros recorrido era siempre escaso. Casos como el de
Eudes Rigaud resultaron excepcionales. Ese hombre, arzobispo de la
ciudad francesa de Ruán, recorrió, según su diario, unos ochenta mil ki-
lómetros entre los años 1248 y 1270; esto es, cuatro mil por año. En
parte, en visitas a obispados de su archidiócesis, en parte, en viajes a
Roma. Al parecer, el prelado no se asustaba ni por el mal tiempo, ni por
el estado de los caminos ni por su reumatismo. En las peores condicio-
nes seguía viajando por tierras de Francia e Italia.
Sentido del espacio, actitud ante el viaje, condiciones del camino,
razones de los desplazamientos, rapidez de los mismos..., todo ello for-
ma parte de cualquier estudio sobre viajes y viajeros. Por ello, hemos
empezado por ahí. Pero, después, las posibilidades de presentación del
tema son muy variadas. La que hemos escogido trata de responder al
título, "los viajeros". Por ello, hemos dado preferencia a los protagonis-
tas de los desplazamientos, a los diferentes tipos de viajeros, para ha-
blar después de las peculiaridades de sus viajes y terminar recordando
algunas consecuencias de los mismos, en especial su influencia en el co-
nocimiento de otras tierras y otras gentes.
Tales consecuencias fueron muchas y muy importantes. No olvide-
mos que, en cierto modo, el último viaje medieval fue el de Cristóbal
Colón en 1492. Él había leído la narración de la estancia de Marco Polo
en China y trató de alcanzar el mismo objetivo. Con una diferencia: el
viajero veneciano del siglo xm había ido por tierra hacia el este; en cam-
bio, el navegante genovès al servicio de los Reyes Católicos quiso llegar
a aquel destino por el mar y por el oeste.
Iç,os viajeros medievales
LOS VIAJEROS
11 vocablo "viajero" tiene para nosotros resonancias de trenes
y autobuses. Para un hombre medieval, sólo sugería "el que va
por la via o camino", el que camina. Y caminantes en la Edad
Media, gentes que podían encontrarse en el camino, fueron mu-
chos y muy variados. Aquí vamos a presentar unos cuantos y
lo haremos agrupándolos según una peculiar tipología de los
desplazamientos. Así hablaremos sucesivamente de: viajeros de
Dios, esto es, los peregrinos; viajeros de ida y vuelta, como reyes,
embajadores, soldados o pastores; viajeros de ida, como los emi-
grantes; viajeros estacionales, como los estudiantes o los pasto-
res de los rebaños trashumantes; viajeros a todas y ninguna par-
te, como los predicadores y los justadores; viajeros de ficción,
como los caballeros andantes; y viajeros muertos, como los ca-
dáveres de reyes y nobles o las reliquias.
Los viajeros de Píos: los peregrinos
La palabra "peregrino" sugería, ya en época del latín clásico,
una realidad muy concreta: era el forastero, el que andaba por
tierras ajenas a las suyas, fuera de su casa, de su patria. En defini-
tiva, el peregrino se presentaba como el hombre o la mujer que
abandonaba voluntariamente su lugar de origen y, con él, su
medio de vida, su derecho, su defensa. Estos significados que la
voz peregrinus tenía ya en época romana se completaron desde el
siglo xi con otro que será dominante en la Edad Media.
En efecto, la palabra "peregrino" empezó a designar ante to-
do al viajero que se dirigía hacia algún lugar santo, por motivos
religiosos y en espíritu de devoción. En la primera de las Siete
Peregrino a Santiago
de Compostela con
sombrero de ala ancha,
bordón y capa con es-
clavina en la que no
falta el adorno de las
típicas conchas.
9
Los viajeros medievales
Partidas, la gran obra legislativa de Alfonso X el Sabio, el vocablo
aparecía ya con ese significado: "Pelegrino tanto quiere dezir co-
mo orne estraño, que va a visitar el Sepulcro Santo de Hierusa-
lem e los otros Santos Logares en que nuestro Señor Jesu Christo
nasció, bivio e tomó muerte e passión por los pecadores; o que
andan pelegrinaje a Santiago o a Sant Salvador de Oviedo o a
otros logares de luenga e estraña tierra". Entre éstos, sobre todo,
Roma; en especial desde el año 1300, fecha del primer jubileo.
Entonces, el papa Bonifacio VIII prometió gracias espirituales a
quienes acudieran a la ciudad a ganarlo.
/ En todos los casos, el peregrino escogía una forma de vida
caracterizada por el sacrificio, la incomodidad y la inseguridad.
Con ella quería mostrar exteriormente su actitud de ascesis, de
purificación interior. Se recordaba a sí mismo y a los demás que
;la vida del hombre sobre la tierra no es sino una peregrinación
Camino del cielo. Un doloroso tránsito por "este valle de lágri-
mas", según la expresión de la Salve o salutación a la Virgen, ora-
ción elaborada en el siglo xn.
La peregrinación como forma de santificación no fue exclu-
siva de los cristianos medievales. Otras religiones, como el hin-
duismo, el budismo o el islam, también estimulan su práctica.
Concretamente en el islam, la peregrinación a La Meca, al me-
nos una vez en la vida, constituye uno de los llamados "pilares
de la religión".
10
Los viajeros
los tugares de destino de las peregrinaciones
En el caso del cristianismo, las gentes fueron seleccionando
poco a poco unos cuantos lugares como destino de peregrinacio-
nes. Algunos de ellos constituyeron un reclamo para toda
Europa. Otros fueron más modestos: puntos de atracción de pe-
regrinos de las regiones cercanas a un santuario. En todos los ca-
sos se creía que, en tales lugares, Dios o sus santos se manifesta-
ban con más claridad a los hombres. En otras palabras, era más
probable que se produjeran milagros. Los destinos más impor-
tantes de los peregrinos medievales fueron tres: Jerusalén,
Santiago de Compostela y Roma.
La peregrinación a Jerusalén y, en general, a Palestina, fue la
más antigua de las tres. Ya hemos mencionado a la viajera Ege-
ria, que fue hasta allí a finales del siglo iv. Por las mismas fechas,
San Jerónimo vivió unos años en una cueva de Belén, sirviendo
de ejemplo a otras personas devotas. A mediados del siglo vu, los
musulmanes se apoderaron de Palestina y convirtieron Jerusalén
en una de sus ciudades santas, destino de sus propias peregrina-
ciones. Pese a ello, los cristianos europeos siguieron yendo a Pa-
lestina en espíritu de sacrificio y devoción.
Naturalmente, el número de los que iban allí era menor de
los que lo hacían a otros destinos más cercanos. La larga distan-
cia y los peligros del camino a través de tierras del imperio de
A la izquierda, carava-
na de peregrinos a La
Meca en un manuscrito
árabe (Biblioteca Na-
cional, París). A la de-
recha, peregrinos co-
miendo. Pintura mural
de la catedral vieja de
Lleida.
Los viajeros medievales
HKROSOL01A
A la izquierda, imagen
de Jerusalén en el Líber
chronicarum, de 1490
(Biblioteca Capitular de
Bressanone, Italia). A la
derecha, nave central
de la catedral de San-
tiago de Compostela.
Bizancio y del califato de Bagdad disuadían incluso a las gentes
más piadosas. Así, un peregrino que saliera de España debía re-
correr más de ocho mil kilómetros a pie para hacer el viaje de
ida y vuelta a Jerusalén.
A finales del siglo xi, en el año 1095, el papa Urbano II ani-
mó a los europeos a hacerse cruzados. Esto es, a poner en sus ro-
pas el signo de la cruz y a marchar a Jerusalén a rescatar la ciudad
de manos de los musulmanes. Ése fue el origen de la primera cru-
zada. Desde ese momento, la peregrinación a Jerusalén combinó
su contenido espiritual con otro de guerra santa contra el Islam.
Para animarla, el propio Urbano II concedió indulgencia plenària
a quienes murieran en la expedición. Ello equivalía a prometer
que los muertos iban directamente al cielo.
La peregrinación a Santiago de Compostela fue el segundo de
los tres destinos mayores de los peregrinos europeos de la Edad
Media. Su objetivo era entrar en contacto físico con el sitio en
que se suponía que el apóstol Santiago estaba enterrado. Según
la tradición, hacia el año 825, un día, un monje vio un resplan-
dor que salía de la tierra. Se acercó y comprobó que se trataba de
un arca. Tal arca se supuso que contenía los restos del apóstol
Santiago que, después de su ejecución, habrían sido trasladados
por sus discípulos desde Jerusalén hasta Galicia. A raíz del descu-
brimiento del sepulcro se edificó una iglesia en el lugar en que el
arca había aparecido, y la devoción a Santiago se extendió por
España y por Europa.
El primer peregrino de nombre conocido fue Godescalco,
obispo de la ciudad francesa de Puy, quien hizo el camino en el
año 950. Después, durante siglos, miles de europeos siguieron la
misma ruta. Ello contribuyó a fijar el recorrido del llamado
12
Los viajeros
Catacumba de Santa Do-
mitila, en Roma.
Camino de Santiago, que recientemente la Unesco ha reconoci-
do como "el primer itinerario europeo". Se trataba de un con-
junto de rutas que venían de más allá de los Pirineos, entraban
en la Península por los pasos de Somport y Roncesvalles, se
unían en Puente la Reina y, ya como una vía única, seguía por
Logroño, Burgos, León y Lugo hasta Santiago. En el siglo xn, ese
itinerario estaba ya consagrado, como lo prueba el hecho de que
el viajero Aymeric Picaud escribiera entonces su Guía del peregri-
no a Santiago de Compostela.
La peregrinación a Roma fue la tercera gran peregrinación de
la Europa medieval. A los participantes en ella se les llamó "ro-
meros". De las tres fue la que mezcló más el objetivo puramente
peregrino con otros. En general, los relativos a la administración
de la Iglesia: su jefe, el papa, residía en Roma y allí debían acudir
los obispos a rendir cuentas de su labor. Además, la ciudad tenía
otros atractivos para el peregrino: las tumbas de los apóstoles
Pedro y Pablo, los escenarios (el coliseo, las catacumbas) de las
penalidades de los primeros cristianos y, sobre todo, reliquias de
los primitivos mártires del cristianismo. Su comercialización,
muchas veces fraudulenta, fue una muestra de la obsesión de los
cristianos de Occidente por poseer reliquias.
A finales del siglo xm, los musulmanes expulsaron definiti-
vamente a los cruzados de Palestina. Desde ese momento, las pe-
regrinaciones a Jerusalén resultaron más peligrosas y por ello de-
cayeron. En su lugar, en el año 1300, el papa Bonifacio VIII
organizó el jubileo romano, que siguió celebrándose hasta el
presente en los años 00 y 50 de cada siglo. A partir de entonces,
el prestigio de Roma como destino de peregrinos creció de forma
notable.
13
Los viajeros medievales
Otros destinos de peregrinaciones de menor importancia fueron
naciendo en cada reino europeo. Un sepulcro, una imagen, unas
reliquias consideradas milagrosas bastaban para atraer a las gen-
tes del entorno. Luego, la fama se iba extendiendo. Un monje
podía elaborar una historia, muchas veces fantasiosa, pero siem-
pre efectiva, sobre prodigios acontecidos allí, y ello animaba a
peregrinos de regiones más lejanas. Así se popularizaron lugares
como Canterbury, en Inglaterra, donde el sepulcro de santo
Tomás Becket, asesinado en 1170, se convirtió inmediatamente
en destino de peregrinación.
Lo mismo sucedió con el Mont Saint-Michel, en Francia, es-
pecialmente visitado en los siglos xiv y xv, pese a los peligros de
las arenas movedizas y las mareas galopantes de los alrededores
del santuario. Sólo en el año 1318 consta la muerte de 43 pere-
grinos: 18 ahogados en la bahía, 12 atrapados en las arenas y 13
asfixiados por la multitud hacinada en la iglesia.
En el sur de Francia, en el Macizo Central, los peregrinos
encontraban otro lugar de devoción: el pico de Rocamadour; allí
se veneraba especialmente a la Virgen. La literatura, tanto fran-
cesa como castellana, recogió testimonios de esa devoción que,
junto con otras, como las de San Martín y San Nicolás, fueron
frecuentes en los núcleos del Camino de Santiago.
En los reinos españoles, además de Compostela, otro lugar
particularmente frecuentado, como lo decía el texto de las
Partidas, fue sin duda San Salvador de Oviedo. Junto a ambos,
unos cuantos monasterios trataron de suscitar corrientes de pe-
regrinación hacia ellos. Entre otros, lo consiguieron San Millán
de la Cogolla en la Rioja, Santo Domingo de Silos en Castilla,
Montserrat en Cataluña y Guadalupe en Extremadura. Y, más
tarde, Santo Toribio de Liébana, único con Santiago que contó
con la gracia del jubileo, según concesión papal de comienzos
del siglo xvi. Podía alcanzarse los años en que el día de Santo
Toribio (16 de abril) coincidía en domingo, acudiendo al monas-
14
Los viajeros
terio a venerar el que, según la tradición, constituía el mayor
fragmento conservado del Lignum crucis o cruz de Cristo.
En todos esos lugares, el sepulcro de un santo, las reliquias
de otro, la imagen de una Virgen eran objetos que justificaban la
visita del peregrino. Pero en la Edad Media hubo un destino pe-
regrinatorio más sorprendente. Fue el llamado "purgatorio de
San Patricio", una cueva en una isla de un pequeño lago en el
Donegal, en Irlanda. Según la tradición, era el sitio adecuado pa-
ra tener visiones del más allá y conocer el destino de los parien-
tes difuntos. Pero, para conseguirlo, el peregrino debía pasar en
la cueva un día entero. Si lo conseguía, a su muerte iría directa-
mente al cielo.
la actitud dei peregrino en su lugar de destino
El peregrino trataba siempre de entrar en contacto con un
lugar, una reliquia o un objeto sagrado. Al principio lo hacía por
deseo de purificarse mediante el desarraigo y el sacrificio. Más
tarde, otros motivos estimularon la peregrinación. En unos ca-
sos, el cumplimiento de una promesa hecha con ocasión de un
peligro mortal o de un cautiverio. En otros, la obligación de
cumplir una penitencia impuesta por el confesor. O simplemen-
te una sentencia dictada por un tribunal.
Lo normal era por supuesto que el peregrino acudiera perso-
nalmente al lugar santo, pero en el siglo xv surgió la figura del pe-
regrino por poder o por delegación. Esto es, un hombre que hacía
el camino en lugar de otro, que le abonaba los gastos. Todo un sín-
toma del debilitamiento del verdadero espíritu del peregrino.
Como viajeros, los peregrinos constituyeron el grupo me-
nos homogéneo de viandantes de la Europa medieval. Un rey,
un noble, un obispo, un mercader, un artesano, un campesino...
podían ser peregrinos. Y, aunque su espíritu de devoción fuera
semejante, su forma de viaje tal vez no. Dejemos por ello para
luego los desplazamientos de los diversos viajeros y observemos
a los peregrinos en el momento de llegar al santuario que con-
servaba el objeto de su devoción, la razón de su viaje.
Una vez ante el altar que guardaba las reliquias o ante el se-
pulcro del santo, el peregrino se tendía en tierra, boca abajo y
con los brazos en cruz, y rezaba. Esta postura, además de simbo-
lizar espíritu de humillación, permitía un contacto completo
con el lugar sagrado durante la oración. Desde el siglo xm, se fue
sustituyendo por la posición de rodillas y los golpes de pecho.
Para cumplir una promesa bastaba ese gesto individual de humi-
llación y rezo, pero para pedir un milagro los peregrinos lo ha-
cían colectivamente, a veces entre gritos y flagelaciones.
Para facilitar el contacto directo y permanente con el lugar
sagrado, las iglesias de peregrinación no solían cerrarse nunca.
Escultura del apóstol
Santiago con atuendo
de peregrino en el coro-
namiento de la Puerta
Santa de la catedral de
Santiago de Compos-
tela.
15
Los viajeros medievales
Sólo en la del Mont Saint-Michel se prohibía la entrada durante
la noche, porque se decía que entonces tenían lugar apariciones
de ángeles y santos. En las demás, la norma era la presencia inin-
terrumpida de peregrinos en la iglesia. Ese horario permitía el
rito de la incubación, conocido ya en los templos griegos: esto
, es, acostarse y dormir en el propio santuario. Existía la creencia
'de que, durante el sueño, el peregrino alcanzaría su curación o el
favor que había venido a pedir al santo.
Con estas prácticas, las condiciones higiénicas de los gran-
des centros de peregrinación dejaban mucho que desear. No ex-
traña que se impusieran soluciones como el botafumeiro de la
catedral compostelana. Esto es, un enorme incensario que, al
quemar el incienso y difundir su aroma por la iglesia, evitaba
N que el olor de la muchedumbre se hiciera insoportable.
los viajeros de ¡da y vuelta
La mayoría de los hombres y mujeres de la Edad Media fue-
ron, como nosotros, viajeros de ida y vuelta. Esto es, gentes que
en un momento de su vida salieron de un lugar, llegaron a otro,
cumplieron su objetivo (visita amistosa, oración, penitencia, ad-
ministración, negocio, ejercicio de justicia, combate...) y regresa-
ron a su punto de partida. Muchas veces, mil imprevistos alarga-
ban el viaje. Otras, surgían oportunidades, deseadas o no, que
obligaban a prolongarlo. La variedad de estos viajeros era, por de-
finición, casi infinita. Recordemos por ello los más característicos.
Los reyes y otros grandes señores
Éstos constituyeron el grupo de viajeros mejor documenta-
dos; en especial los monarcas de los siglos xm a xv. Los motivos
de sus viajes eran muy variados: emprender una campaña gue-
rrera, acudir a contraer matrimonio o a una convocatoria a cor-
tes, desplazarse para ejercer justicia o para administrar... Y, en el
caso de los obispos, realizar las visitas pastorales, asistir a los sí-
nodos, viajar a Roma a rendir cuentas al papa o a pedirle algún
favor para sí o para su diócesis...
Cada uno de estos desplazamientos reales o señoriales supo-
nía, aun en tiempos de paz, un enorme séquito. En sus viajes du-
rante el año 1075, el rey Alfonso VI de León y Castilla dispuso
de una comitiva de 226 personas, 51 carros, más de 200 caballos,
muías y asnos, una pequeña manada de vacas y un rebaño de
ovejas. En el séquito, además de la familia del monarca, figura-
ban varios obispos, el alférez real, un mayordomo, un notario,
un capellán, un juglar, un bufón, un halconero, un perrero, dos
escuderos y tres criados. Una escolta militar de unos 120 miem-
bros y personal de servicio, en especial cocineros, pinches y
aguadores, completaban la comitiva.
16
Los viajeros
Unos cien años después, la embajada de Tomás Becket, can-
ciller de Inglaterra, a Francia en 1158 suscitó el entusiasmo de su
biógrafo, que nos legó una descripción del espectacular séquito
que lo acompañó. Estaba compuesto por unos doscientos jinetes
y unos cuantos grandes carros, tirados por cinco caballos, cada
uno con su carrero, un vigilante, un perro guardián y cinco mo-
zos de cuadra.
Aparte de los dedicados al equipaje de los miembros del cor-
tejo, algunos carros tenían funciones concretas. Uno llevaba lo
necesario para montar la capilla de campaña: altar, objetos litúr-
gicos, libros; otro, tapices y colgaduras para decorar la cámara del
embajador; otro, su ropa, que incluía veinticuatro mudas com-
pletas y otras tantas túnicas, más las que traía de regalo para el
rey y los nobles de Francia. Otro carro transportaba la cocina,
con sus cacerolas, sus sacos con alimentos secos y las ollas con
manteca; otro, los servicios de mesa, esto es, bandejas, platos, en-
saladeras y copas de oro y plata; y otros dos, barriles de cerveza.
Los séquitos de Alfonso VI y Tomás Becket no constituye-
ron, ni mucho menos, excepciones en los desplazamientos de
los reyes y grandes señores medievales. Más aún, en los siglos xiv
y xv, los viajes de ese tipo de personas se revistieron de mayor
boato todavía. La razón era que en la Edad Media la posición so-
cial había que mostrarla constantemente y ello se hacía a través
de signos exteriores de riqueza, en especial de riqueza derrocha-
da. Uno de ellos era sin duda la magnificencia en vestuario,
equipamiento y servidumbre, que se desplegaba unas veces en el
interior del castillo, del palacio o de la residencia señorial y,
otras, en el curso de los viajes reales o nobiliarios.
Conquista de Toledo
por Alfonso VI en un
azulejo de la Plaza de
España de Sevilla. El
caballo en el que mon-
ta, con rica gualdrapa,
da una idea del boato
de los cortejos regios.
17
Los viajeros medievales
A la izquierda, cortejo
de nobles en una mi-
niatura del Libro de las
muy ricas horas del
duque de Berry, del si-
glo xv (Museo Conde,
Chantilly, Francia). A la
derecha, Gengis Kan en
un manuscrito medie-
val (Biblioteca Nacio-
nal, París).
Tales comitivas suscitaban la admiración de los cronistas,
pero las gentes de los lugares por donde pasaban las considera-
ban tanto un espectáculo como, sobre todo, una amenaza. La
desesperación y el pánico debieron ser sentimientos frecuentes
entre vecinos de las aldeas o abades de los monasterios obliga-
dos a proporcionar yantar y hospedaje a tales séquitos. Tras su
paso, muchas casas y campos quedaban asolados. En parte, por
los miembros del cortejo; en parte, por los acompañantes, mer-
caderes, soldados mercenarios, peregrinos, mendigos, que iban
con él para sentirse más seguros.
Los embajadores; mensajeros y correos
El carácter trashumante de las cortes reales y señoriales y la
falta de otros medios de transmisión de noticias en la Edad
Media multiplicaron las ocasiones en que era necesario enviar
una persona con un mensaje, con una carta. Además, desde el
siglo xii, el aumento de relaciones, tanto políticas como econó-
micas, entre distintas regiones o diferentes reinos hizo más pe-
rentoria la necesidad de transmitir noticias. Las personas encar-
gadas de hacerlo fueron muy variadas.
Los legados o embajadores. Fueron en general nobles, sobre
todo eclesiásticos, esto es, obispos o abades de grandes monaste-
rios. Si su misión era secreta, solían ir disfrazados, generalmente
de mercaderes; si no lo era, sus viajes podían revestir el lujo del
de Tomás Becket a París. El papado fue la primera institución en
organizar visitas de sus legados a las diócesis y de los obispos
a Roma. No extraña por ello que la Iglesia romana y la repúbli-
ca de Venecia, que tenía relaciones comerciales en todo el Me-
diterráneo, fueran pioneras en contar con embajadores oficiales.
Los viajeros
Desde mediados del siglo xin, el embajador empezó a ser una fi-
gura habitual en los caminos de Europa. Dos siglos más tarde,
Bernard de Rosier escribió el primer tratado de práctica diplomá-
tica, el titulado Breve tratado sobre los embajadores.
De los innumerables viajes de los embajadores medievales,
unos cuantos resultaron especialmente extraordinarios por su
destino y sus objetivos. Por ejemplo, los realizados a la corte del
Gran Kan o jefe supremo de los mongoles entre mediados del si-
glo xiii y comienzos del xv. Las primeras embajadas con ese des-
tino las envió el papa Inocencio IV desde 1245. Los enviados
fueron unos embajadores-misioneros, frailes franciscanos y do-
minicos. Su misión, entre otros objetivos, incluía dos: hallar el
reino del Preste Juan y animar a los mongoles a colaborar con
los reyes cristianos en la recuperación de Jerusalén de manos
musulmanas.
La leyenda del Preste Juan se había difundido por Europa
desde mediados del siglo xn. Esto es, desde el momento en que
los musulmanes empezaron a recuperar territorios que los cruza-
dos habían ocupado en Siria y Palestina en 1099. Se suponía que
el tal Preste Juan de la India era un emperador-sacerdote, cuyo
imperio abarcaba gran parte de Asia, y al que estaban sometidos
muchos reinos. Su autoridad se extendía sobre una tierra paradi-
síaca, llena de riquezas y plantas y animales extraordinarios.
La leyenda cobró fuerza cuando la expansión de los mongo-
les en el siglo xm y la paz que siguió a sus conquistas permitie-
ron a viajeros europeos adentrarse en Asia. En efecto, Gengis
Kan y sus sucesores habían unificado políticamente un inmenso
espacio, desde el mar de la China hasta el Danubio. Más aún,
habían asegurado una paz, que fomentó las relaciones, basadas
en un excelente servicio de postas y correos.
Pese a la distancia y las dificultades del viaje, las embaja-
das de Juan de Pian Carpino en 1245 y, siete años después, de
Guillermo de Rubruck llegaron a su lejano destino. Sus prota-
gonistas, además de describir las costumbres de los pueblos
mongoles, dieron noticias de la existencia de pequeñas comuni-
dades de cristianos que encontraron en perdidos lugares del in-
terior de Asia.
Las embajadas al Gran Kan se repitieron en la segunda mi-
tad del siglo xm y principios del siguiente. Como en las anterio-
res, sus miembros, frailes franciscanos o dominicos, eran a la vez
enviados políticos y misioneros, que llegaron hasta Pekín.
Algunos de ellos, como Odorico de Pordenone y Juan de
Montecorvino, nos dejaron relatos llenos de informaciones y al-
gunas fantasías de sus recorridos por Asia. Animados por ellos,
entre 1403 y 1406, Ruy González de Clavijo, embajador del rey
Enrique III de Castilla, realizó un viaje hasta la corte que el gran
conquistador mongol Tamerlán tenía entonces en Samarcanda.
Banquete del Gran Kan,
miniatura del Libro de
las maravillas del mun-
do sobre los viajes de
Marco Polo, del siglo xiv
(Biblioteca Nacional,
París).
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K I
19
Los viajeros medievales
Partida de soldados en
las inmediaciones de
una ciudad. Detalle del
retablo de la huida a
Egipto, de hacia 1454,
de la colegiata de San
Salvador, Ejea de los
Caballeros (Zaragoza).
Los mensajeros. Estos encargados de llevar una carta, un des-
pacho oficial, un parte militar..., convocando a la hueste, al sí-
nodo, a la reunión de cortes..., también fueron usuarios de los
caminos. Para esa misión podía valer un noble, un caballero o
simplemente, si el mensaje no era muy urgente, un mercader
o un peregrino. Si lo era, podía encargarse a un jinete, capaz de
recorrer cien kilómetros en un día, o hasta doscientos, si conta-
ba con caballos de refresco.
La demanda de servicios de mensajería creció mucho desde
el siglo xiii. La explicación es sencilla: en toda Europa, las rela-
ciones mercantiles, políticas e intelectuales se hicieron más fre-
cuentes y, sobre todo, la vida de los europeos más sedentaria.
Por ello, desde finales del siglo xm, surgieron troteros y correos es-
pecializados en el traslado de cartas y mensajes. Algunos consti-
tuyeron sus propias asociaciones. Así sucedió en el siglo xv con
los correos del reino de Valencia, el Hoste de correos de Zaragoza
y la Cofradía de correos de Barcelona.
También fueron viajeros de ida y vuelta y no siempre bien
acogidos por otros caminantes. La razón era comprensible: los
siglos medievales fueron pródigos en bandas de guerreros que
recorrían tierras, atemorizando a las gentes de las aldeas., A co-
mienzos del siglo xi, algunos obispos habían tratado de evitar las
manifestaciones más violentas de aquellas bandas. Para ello or-
ganizaron las llamadas asambleas de paz y tregua de Dios. Su ob-
jetivo era limitar la guerra a determinados días de la semana: lu-
nes, martes y miércoles; impedirla en algunos lugares: los que
tenían derecho de asilo, como las iglesias; y evitarla a personas co-
mo clérigos, viudas y huérfanos.
Esos intentos tuvieron éxitos parciales, pero no pudieron
impedir la violencia de los soldados en los caminos de Europa.
En ocasiones, eran guerreros de la guardia privada de un señor;
en otras, miembros de la milicia real convocados para la guerra;
y en otras, simples caballeros jóvenes deseosos de probar su va-
lor y destreza en el encuentro con algún adversario. En todos los
casos, en especial tras una derrota que los privaba del botín espe-
rado, los soldados se convertían en peligrosos usuarios del cami-
no; de hecho, en unos salteadores.
Los buhoneros/ arrieros y carreteros
Las personas encargadas de transportar mercancías de un
lugar a otro eran por definición usuarios habituales de los cami-
nos. El traslado de los productos se hacía en alforjas, en un ba-
lancín sobre los hombros, a lomos de alguna caballería, normal-
mente asnos de pisar seguro o, si las pendientes y el suelo lo
permitían, en carros tirados por bueyes o mulos.
20
Los viajeros
El tipo de mercancías transportadas fue en general variando
a lo largo de la Edad Media y con ello exigiendo cambios en los
sistemas de transporte. En los primeros siglos, lo normal era que
la población se abasteciera en las zonas cercanas a su casa. Por
ello, los mercaderes, verdaderos buhoneros, sólo llevaban de un
lugar a otro productos caros de pequeño volumen y peso. A ve-
ces a cuestas, otras en acémilas.
Más tarde, desde el siglo xn, conforme la población de las
ciudades creció, las demandas de transporte también lo hicie-
ron. El buhonero solitario, desde luego, no desapareció. Una mi-
niatura alemana del siglo xn nos muestra a uno que va a pie, con
el típico sombrero ancho y un buen capote, y transporta sus en-
seres y mercancía ligera en las alforjas de un caballejo. Sobre él
monta también su "escaparate": una percha en la que se expo-
nen cinturones, bandas, collares y otros artículos de mercería.
Junto a ese buhonero, empezó a ser más común el arriero,
que conducía una recua de acémilas con alforjas bien cargadas.
A lomos de muías, por ejemplo, pasaban o repasaban la cordille-
ra Cantábrica lanas para la exportación y paños importados, hie-
rro vizcaíno, pescado del Cantábrico, sal de Poza o de Anana.
Según la memoria elaborada en 1492 para la reparación del ca-
mino de la peña de Orduña, por aquel paraje circulaban anual-
mente tres mil bestias con su carga.
El caballo como montu-
ra o como tiro de diver-
sos tipos de carros fue
durante muchos siglos
el medio principal de
locomoción y transpor-
te. Detalle de una mi-
niatura del Libro de
pesca de Maximiliano I
(Innsbruck, 1504) (Bi-
blioteca Nacional, Ma-
drid).
21
Los viajeros medievales
Desembarco de mercan-
cías en el puerto, en un
códice del siglo xv (Bod-
leian Library, Oxford,
Gran Bretaña).
Por fin, en el siglo xv, la demanda de productos de primera
necesidad por parte de las ciudades se hizo más exigente. Ello
obligó a transportar cereales, sal, vino en grandes cantidades.
Entonces, junto a las embarcaciones que lo hacían por ríos y
mares, los carros, concretamente las reatas de carros, también
empezaron a hacerlo por tierra. Al menos en aquellas regiones
en que la orografía se lo permitía. Así, a finales del siglo xv nació
en Castilla una asociación de carreteros. Precisamente, el paso
frecuente de carros contribuyó a fijar algunos de los itinerarios
más importantes de la península Ibérica. Muchos de ellos sobre
el trazado de las viejas calzadas romanas.
los viajeros estacionales: recaudadores^ estudiantes,
segadores, pastores
Los viajeros de ida y vuelta no tenían fecha fija para hacer
sus viajes. Como veremos luego, éstos eran más frecuentes en la
primavera, pero en cualquier caso no tenían un ritmo preciso.
Con todo, en el camino también era posible encontrar viajeros
cuyos movimientos de ida y vuelta se ajustaban a ritmos más co-
nocidos, en razón de su actividad profesional; a ritmos marca-
dos por las estaciones del año.
Así eran los viajes de los recaudadores de los señoríos, algu-
nos de los cuales incluían posesiones desparramadas por cientos
22
Los viajeros
y aun miles de kilómetros cuadrados. La actividad de estos viaje-
ros varió al compás que lo hicieron las formas de los tributos o
las rentas. Si los campesinos los pagaban en especie, lo normal
era que los transportaran (trigo, vino, lana, cera, paños, odres de
aceite...) hasta el centro señorial. Si los pagaban en dinero, como
fue más común desde el siglo xn, el recaudador podía pasar por
los pueblos a recogerlo. De esa forma, su figura empezó a ser fa-
miliar entre las gentes del camino.
Los estudiantes universitarios también se movían con ritmo
estacional; en su caso, el del curso académico. Hasta finales del
siglo xii, los centros de enseñanza fueron exclusivamente las es-
cuelas de las catedrales o los monasterios. Algunas de ellas, co-
mo las de Chartres, París, Santiago de Compostela, adquirieron
fama y eran frecuentadas por estudiantes de diversas regiones.
Pero la mayoría de esas escuelas sólo atendía a gentes del entor-
no que se preparaban para el sacerdocio.
Desde el siglo xm, con la creación de las primeras universi-
dades europeas (Bolonia, París, Oxford, Cambridge, Salamanca,
Valladolid, Lérida), los estudiosos acudían a esos nuevos centros
de enseñanza y se trasladaban de unos a otros. El uso del latín
como idioma culto permitía que los universitarios no tuvieran
dificultades para entenderse, pese al nacimiento y desarrollo de
las lenguas vernáculas en los reinos europeos.
Algunos estudiantes iban por los caminos cantando sus
canciones goliardescas: según los casos, eróticas, burlescas, cor-
teses, eruditas, tabernarias. Una colección de ese tipo de cancio-
nes, la conservada en el monasterio de Bauern, fue especialmen-
te famosa. Todavía en nuestro siglo, los Carmina huraña, esto es,
los cantos de Bauern, inspiraron a Cari Orff la creación de una
composición musical llena de reminiscencias de la vida de los
universitarios del siglo xm, que frecuentaban los caminos al rit-
mo de los períodos de clase.
Los segadores también seguían ritmos rigurosamente esta-
cionales. Por supuesto, la mayoría de ellos no pasaban de traba-
jar en las mieses de su aldea o de otra cercana, pero algunos se
desplazaban más lejos. Sus itinerarios, poco conocidos, han de-
jado huella en la literatura. Al menos, Gonzalo de Berceo, el pri-
mer poeta conocido en lengua castellana, ya los mencionó en el
siglo xm en una de sus estrofas:
Desamparó la tierra, ca temía mal prender,
passó alien la sierra, a agosto coger,
el su menester malo no lo quiso perder,
pusiéronlo segando, queríenlo espender.
Seis siglos más tarde, la poetisa gallega Rosalía de Castro se
compadecería de las penalidades de sus paisanos que, agrupados
en cuadrillas, hacían cada año, todavía a pie, el viaje de ida y
23
Los viajeros medievales
vuelta a segar las mieses de Castilla. Eran otros habituales del ca-
mino, sometidos a un ritmo férreamente estacional.
Los pastores fueron con todo los viajeros estacionales mejor
documentados. El cancionero popular ha recogido muchas tra-
diciones de pastores que van y vienen. Una de las más conocidas
recuerda: "ya se van los pastores a la Extremadura..." Se trataba
de los encargados de conducir los rebaños de ovejas en las largas
trashumancias. Según los documentos, algunos iban desde la
vertiente francesa de los Pirineos hasta las tierras del Maestraz-
go, donde llegaban a tiempo para las fiestas de las villas de San
Mateo y Morella.
Y, sobre todo, usuarios de los caminos o, más exactamente,
creadores de caminos, fueron los pastores de Castilla. Aquí, la
trashumancia medieval dejó su imborrable rastro en una serie de
caminos, cordales y sobre todo grandes cañadas, que podían lle-
gar a tener una anchura de casi cien metros. Algunas ciudades
castellanas, sin excluir Madrid, fueron en su momento lugar de
paso de esas cañadas; en el caso de la capital, la calle de Alcalá.
Por ellas transitaban los rebaños que durante el verano pastaban
en las montañas del norte y durante el invierno lo hacían en los
pastizales del sur: en Extremadura o en el valle de Alcudia.
Dos veces al año, durante un mes en primavera y otro en
otoño, hasta cuatro millones de ovejas se desplazaban de unos
pastos a otros. El tráfico estaba relacionado con la producción de
lana, primera materia de exportación del reino de Castilla en los
siglos xiii a xv. No extraña por ello que, hacia 1250, los propieta-
rios de ganado ovino se asociaran en el "Honrado Concejo de la
Mesta" para organizar tal tránsito. Para su conducción, los reba-
ños trashumantes se distribuían en hatos de mil cabezas, dirigi-
dos por un mayoral, ayudado por pastores y rabadanes. En total,
unas quince mil personas circulando por las cañadas con sus in-
mensos rebaños: en abril hacia el norte y en octubre hacia el sur
de Castilla.
Los viajeros de idas los emigrantes y exüiados
La Edad Media, como todas las épocas, conoció también
viajeros que sólo hacían el viaje de ida: los emigrantes. Esto es,
gentes que abandonaban con carácter definitivo su residencia y
trataban de rehacer su vida en otros lugares. La pobreza, la falta
de expectativas profesionales, la limitación de su libertad por ra-
zones étnicas, religiosas o ideológicas constituyeron, como es
habitual, algunos de los motivos que empujaron a los europeos
medievales a hacer un viaje sin retorno.
En cierto modo, desde el siglo v hasta el xv, la historia me-
dieval está llena de emigrantes y exiliados. Sobre todo, entre los
24
Los viaferos
siglos v y x, las emigraciones fueron una constante en Europa.
[ Los pueblos germanos en el siglo v; los eslavos en el vi y vu; los
musulmanes en el vm; los vikingos en los siglos ix y x, fueron al-
gunos de los protagonistas de esas emigraciones. Bien es verdad
que esos pueblos no andaban por los caminos como viandantes;
más bien lo hicieron como conquistadores y saqueadores.
Fijémonos por ello en emigrantes menos agresivos, más ve-
rosímiles en los caminos de Europa desde el siglo xi. Gentes co-
mo Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, quien hacia 1080 marchó des-
terrado de Castilla y se hizo un nombre y una fortuna a costa de
los musulmanes de Valencia. O como los nobles partidarios del
rey Pedro I, quienes después del asesinato del monarca en 1369
25
Entre los siglos v y x,
pueblos de las más di-
versas procedencias in-
vadieron Europa.
Los viajeros medievales
La ciudad medieval era
centro de atracción pa-
ra viajeros que acudían
a ella por variados mo-
tivos. Fresco de Ambro-
gio Lorenzetti sobre El
buen gobierno, 1338-
1339 (Palacio Comunal
de Siena, Italia).
salieron de Castilla para no ser castigados por Enrique II de
Trastámara, hermanastro y vencedor de aquél. O como los caba-
lleros portugueses aliados del rey de Castilla obligados a emigrar
en 1385 después de su derrota en la batalla de Aljubarrota.
Sin contar con este tipo de exiliados, los caminos medieva-
les europeos se nutrieron sobre todo de tres clases de emigrantes.
La primera estuvo constituida por los judíos, que fueron expul-
sados sucesivamente de los diferentes reinos: de Francia a finales
del siglo xin; de Inglaterra un poco después; de España en 1492.
La segunda fue la de los repobladores, gentes que abandonaban
sus aldeas para instalarse en zonas despobladas, normalmente
en los bordes del espacio ocupado por la cristiandad. El fenóme-
no fue especialmente importante en dos escenarios: la península
Ibérica y las tierras situadas al este del río Elba.
Y, por fin, los caminos se rellenaron en toda Europa con
una tercera clase de emigrantes: los que abandonaban su aldea
para ir a probar fortuna en alguna de las numerosas ciudades
que iban surgiendo en toda Europa. El slogan de reclamo era que
"el aire de la ciudad hace libre". Esto es, que las condiciones eco-
nómicas y sobre todo sociales y políticas de los vecinos de las
ciudades eran mejores que las de los campesinos en las aldeas
sometidas a los señores. Ello estimuló un amplio movimiento de
gente que marchó del campo a la ciudad. Así, las mudanzas con
el ajuar a cuestas y en distancias cortas fueron frecuentes en los
siglos xiii a xv.
Los viajeros a todas y a ninguna parte
En los caminos de la Europa medieval, los viandantes de
que hemos hablado hasta ahora sabían dónde iban y en general
iíí
II
• ^ ^ • i ^ H ^ H H M H V H M H
26
Los viajeros
por qué viajaban. Con frecuencia en sus viajes se topaban con
gentes que no iban a ningún sitio concreto o, si se prefiere, iban
a cualquier sitio.
Los predicadores itinerantes eran algunos de ellos. Se trataba
de clérigos que se desplazaban, sobre todo de ciudad en ciudad,
predicando en las plazas o en los pulpitos de las iglesias. Su figu-
ra fue frecuente en el siglo xiv cuando la Peste Negra y otras ca-
lamidades se abatieron sobre Europa.
Su predicación tenía siempre un tono de advertencia apoca-
líptica, de amenaza de que el fin del mundo estaba próximo. La
vehemencia de sus sermones arrastraba a los oyentes a seguir a
los predicadores de pueblo en pueblo. Muchas veces lo hacían
como vagabundos que iban por los caminos gritando "¡Señor,
ten piedad!" y azotándose con ramas y correas. Comitivas de es-
te tipo acompañaron a un famoso predicador, el dominico va-
lenciano Vicente Ferrer, quien entre los años 1390 y 1419 reco-
rrió sin descanso los caminos de Europa. En general, ese tipo de
séquitos de los predicadores debió de ser más frecuente en los
reinos del norte que en los del sur.
Los cazadores eran, como hoy, gentes que iban y venían por
los caminos tras las huellas de sus presas. En su caso, se trataba
más bien de senderos de bosques mucho más espesos y extensos
y con muchos más animales que hoy. El Libro de la montería del
rey Alfonso XI de Castilla proprorciona una buena guía de las
posibilidades de caza de los distintos montes del reino en el si-
glo xiv. Por él sabemos cómo la mayoría de ellos estaban pobla-
dos de osos, venados, cerdos salvajes, lobos, zorros... Otros caza-
dores optaban por otros senderos, los de las riberas de ríos y
arroyos. Allí abundaban las aves, que ellos cazaban con la ayuda
de azores y halcones amaestrados. Era el noble arte de la cetrería,
ocupación exclusiva de los señores.
Predicación de San Vi-
cente Ferrer, cuadro de
Francisco Ribalta (igle-
sia parroquial de Alge-
mesí, Valencia).
El rey Alfonso XI en una
escena de caza. Libro
de la montería, del si-
glo xiv (Biblioteca del
Palacio Real, Madrid).
27
Los viajeros medievales
Los motivos del escudo
de armas de estos nobles
se repetían en la gual-
drapa de sus caballos.
Libro de los caballeros
de Santiago (Archivo
Municipal, Burgos).
Los trovadores eran otros usuarios sin destino fijo de los ca-
minos. Su oficio era el de componer trovas o canciones que reci-
taban o cantaban en las cortes de reyes y grandes nobles. Para
éstos era un título de honor contar con uno o varios trovadores
que mediante pago cantaran las glorias de la familia. Ello explica
que los trovadores formaran parte de las comitivas nobiliarias, a
las que entretenían cuando acampaban para pasar la noche, y
que fueran bien recibidos en castillos y palacios. En toda Europa
gozaron de fama los trovadores del sur de Francia y Cataluña y,
más tarde, los de Galicia y Portugal. Así sucedió con Marcabrú,
Peire Vidal, Ramón Vidal de Besalú o Macias "lo namorado",
ampliamente conocidos por sus composiciones poéticas.
Los juglares. Aunque el tono de la corte señorial lo dieran los
trovadores, ningún rey o noble renunciaba a contar con algún
juglar. Éste era una mezcla de recitador de poemas, narrador de
cuentos, malabarista, echador de cartas, músico, ambulante, que
no era difícil encontrar en los caminos de Europa. Se trataba
además de un compañero muy bien recibido por otros viajeros,
a quienes sus habilidades aseguraban un entretenimiento. Con
todo, su función social fue más allá: algunos juglares contribu-
yeron a difundir los poemas épicos, como el Poema de Mió Cid, y
con ellos a crear una memoria histórica entre las gentes que los
escuchaban en plazas y ventas.
Los justadores fueron sin duda unos de los tipos más singula-
res de los caminos medievales de los siglos xiv y xv. Eran nobles
que recorrían los reinos buscando lugares donde lucir sus habili-
dades en justas y torneos. Éstos se habían convertido, en los si-
glos finales de la Edad Media, en una especie de residuo estiliza-
do de las antiguas luchas entre señores. En efecto, en los siglos xi
y xii, los jóvenes nobles que tenían hermanos mayores no espe-
raban heredar. Por ello buscaban señores que los contrataran co-
mo guardia personal a caballo. El pago de sus servicios les permi-
tía adquirir un patrimonio para casarse y mantener una familia
En los siglos xiv y xv, la difusión del empleo de la pólvora y
de los arcos grandes hizo disminuir el papel de la caballería co-
mo fuerza militar en las batallas. En cierto modo, para un noble
de los de antes, la guerra empezó a tener entonces un carácter
plebeyo: un campesino o un artesano dotado con un arco podía
derribar a un señor montado a caballo. Ello hizo que, por nostal-
gia de un tiempo pasado que consideraban mejor, los caballeros
se convirtieran en buscadores de gloria en otros escenarios.
Así, caballeros andantes a la búsqueda de aventuras, de de-
mostraciones de valor y fuerza, fueron frecuentes en los caminos
de Europa. A comienzos del siglo xvn, Miguel de Cervantes utili-
zaría ese tipo humano para crear la figura de don Quijote de la
Mancha. Con ella trató de ridiculizar la pretensión de tanto ca-
ballero andante a la busca de peligros por el amor de una dama.
28
Los viajeros
De las distintas andanzas de esos caballeros, las más vistosas
fueron sin duda los torneos y las más llamativas, los pasos de ar-
mas. Se ha conservado acta notarial del paso de armas que sostu-
vo el noble don Suero de Quiñones en el puente sobre el río
Órbigo, cerca de León, durante el mes de julio de 1434. Por ella
sabemos que el noble se encadenó al puente, dispuesto a no de-
jar pasar a ningún caballero que no aceptara rendirse ante él.
Durante un mes, don Suero lidió con más de sesenta caballeros
saliendo vencedor y rompiendo ciento ochenta lanzas en la lid.
los viajeros de ficción
Los caballeros andantes existieron en la realidad, pero sobre
todo en la ficción literaria. Bueno será por ello recordar los dos
tipos más característicos de viajeros de ficción: los caballeros an-
dantes y los que podríamos llamar viajeros inmóviles o "viajeros
de cámara".
'El caballero andante fue figura frecuentísima en la narrativa
medieval en las distintas lenguas europeas. Se trataba de un
hombre que, normalmente en solitario y casi siempre de incóg-
nito, bajo un nombre enigmático y un yelmo que le ocultaba el
rostro, recorría el mundo en busca de aventuras. Según las nove-
las, se trataba de un mundo en el que paradójicamente no se
mencionaban ciudades, pueblos o lugares concretos. Sólo unos
difusos escenarios donde el caballero andante probaba sus virtu-
des: resistencia física, perseverancia, disponibilidad constante
para salir en defensa del débil, para hacer justicia.
El viajero inmóvil era y es un autor que fingía haber hecho
un viaje y conocido tierras lejanas. Antes recordábamos las no-
velas de un excelente viajero inmóvil del siglo xix que fue el
novelista francés Julio Verne. Pues bien, algo semejante sucedió
con algunas obras medievales. Entre ellas mencionaremos dos
de mediados del siglo xiv. La primera es el Libro del conoscimiento
de todos los reynos y tierras y señoríos; en él un franciscano caste-
Guerreros medievales
en una miniatura de la
Biblia di Borso d'Esté,
del siglo xv, Biblioteca
Estense, Mòdena, Italia
(Biblioteca Nacional,
Madrid).
Amadís de Caula fue
prototipo literario de
caballero andante. Por-
tada de Los cuatro li-
bros de Amadís de
Gaula, edición de 1533.
£íniacU0T>e@3uU.
*n
uamenteúup2cflò0
*7bvfto¿udoíM®>f í - 3 3
29
Los viajeros medievales
Caravana de mercade-
res en el Atlas catalán
de Abraham Cresques,
de 1375 (Biblioteca Na-
cional, París).
'rm .;S?.>-.
llano fingía haber hecho un larguísimo recorrido por tierras de
Asia, Europa y norte de África.
La segunda es el Libro de las maravillas del mundo de un tal
Juan de Mandeville. En él, sin que sepamos con certeza la identi-
dad de su autor, el protagonista, un caballero inglés, después de
peregrinar a Tierra Santa, recorrió casi todo el mundo conocido
y gran parte del desconocido. Para elaborar su obra, el autor em-
pleó un abundantísimo material, que incluía obras de geografía
y sobre todo relatos de viajeros, en especial los de frailes que, co-
mo Guillermo de Rubruk y Odorico de Pordenone, habían viaja-
do hasta China.
Los viajeros muertos
Los caminos medievales no sólo sirvieron de paso a viajeros
vivos. Por ellos transitaron también los muertos. Con carácter
general lo hicieron todos los hombres y mujeres camino de su
lugar de reposo definitivo. Con carácter particular, dos tipos de
viajeros especiales: los cortejos fúnebres de los reyes y grandes
señores y las reliquias.
El traslado de los restos mortales de cualquier europeo me-
dieval al cementerio, situado en el suelo del templo parroquial,
exigía un cortejo fúnebre. En regiones de poblamiento disperso,
30
Los viajeros
la casa podía estar situada a más de ocho o diez kilómetros de la
iglesia. Ello obligaba a hacer alto en algunos puntos del recorri-
do, donde se rezaba un responso. Esa práctica fue configurando
itinerarios funerarios, que los ancianos de nuestros pueblos de
montaña todavía reconocen en el terreno.
Los cortejos fúnebres de reyes y grandes señores reprodujeron a
escala incomparablemente superior las comitivas funerarias de
los campesinos europeos. La itinerancia de las cortes hacía muy
frecuente que la muerte sorprendiera a un monarca o a un noble
lejos de su residencia principal y sobre todo lejos del lugar don-
de había dispuesto su enterramiento, normalmente un monaste-
rio o una catedral. Ello explica la frecuencia de cortejos fúnebres
en los caminos europeos.
Muchos sirvieron de ostentación a la familia del difunto,
que deseaba transmitir la idea de la importancia del muerto. El
número de personas que componía el cortejo, el de plañideras,
el de hachones y cirios que iluminaban el féretro, la calidad de
las telas del ataúd, la frecuencia y duración de las oraciones que
se recitaban durante el traslado, la cuantía de ropas o limosnas
distribuidas entre los pobres que se acercaban a ver el entierro...,
todo ello medía la categoría del difunto.
En el caso de los reyes ingleses y franceses fue normal desde
finales del siglo xn que se transportara al muerto vestido con el
traje de ceremonia. Provisto de la corona en la cabeza y el cetro
en la mano, el difunto iba tumbado en una litera abierta, a fin
de ser venerado por sus subditos. Dos siglos más tarde, monarcas
y nobles optaron por vestiduras menos espectaculares para su úl-
timo viaje. Con frecuencia, el hábito de franciscano o de domi-
nico sirvió para ello.
De los numerosos cortejos fúnebres organizados en Ingla-
terra, uno de los más famosos fue el de Leonor de Castilla, espo-
sa de Eduardo I, muerta en 1290. La reina murió en Lincoln y
debía ser enterrada en la abadía de Westminster, a más de dos-
cientos kilómetros de distancia. En cada una de las paradas que
el cortejo fúnebre hizo para pasar la noche, el rey ordenó levan-
tar una cruz conmemorativa, las famosas cruces de Leonor. De
ellas, la de la entonces aldea de Charing quedó vinculada para
siempre al callejero de la ciudad de Londres: Charing Cross.
Los viajes de las reliquias tuvieron que ver con las creencias y
formas de piedad de los cristianos europeos. Desde sus primeros
tiempos, la Iglesia estimuló la veneración de los mártires y la
oración en los lugares de su martirio. Ello favoreció particular-
mente el desarrollo de peregrinaciones a Roma, ciudad en que
abundaban los restos de los mártires de las persecuciones de
época imperial romana.
El culto a las reliquias fue en los primeros siglos práctica co-
mún en los dos espacios del antiguo imperio romano. Sin em-
Misa de funeral. Libro
de horas de Willem Vre-
lant, del siglo xv.
Esta lámina de un se-
pulcro del crucero de la
catedral vieja de Sala-
manca muestra al di-
funto yacente, atavia-
do como iría en los
cortejos fúnebres.
31
Los viajeros medievales
La búsqueda del Santo
Criai o copa que Cristo
utilizó en la Última
Cena originó múltiples
viajes, reales o legenda-
rios. Aparición del San-
to Criai a los caballeros
de la Tabla Redonda,
en el libro Lancelot du
Lac (Biblioteca Nacio-
nal, París).
bargo, desde el siglo vu, los cristianos de la Iglesia de Bizancio se
sintieron más inclinados a venerar, incluso en exceso, las imáge-
nes de Cristo, la Virgen o los santos que las reliquias de los már-
tires. En cambio, en Occidente siguió creciendo el entusiasmo
por la posesión de aquéllas. Y con él, los viajes de las mismas.
Desde el siglo xi, los traslados de reliquias se multiplicaron,
en parte por la fundación de muchos nuevos monasterios e igle-
sias. La mayoría de esos traslados fueron solemnes. Ello implica-
ba una marcha lenta, de unos diez kilómetros por día, que podía
durar semanas y aun meses enteros por los caminos. Otros tras-
lados fueron furtivos. El más famoso, el de los restos mortales de
san Nicolás, obispo de Mira. En esta ciudad de Asia Menor repo-
saron desde su muerte, a mediados del siglo iv, hasta que unos
marineros de Bari los robaron en 1087 y los trasladaron a esa
ciudad del sur de Italia.
LOS VIAJES DE LOS VIAJEROS MEDIEVALES
cada viaje resultaba en la Edad Media más una excursión im-
provisada que un viaje tal como lo entendemos hoy. En el des-
plazamiento, el viajero rara vez desaprovechaba las ocasiones de
distracción, conocimiento, diversión o devoción que surgían en
torno a su ruta, pero en un entorno enormemente amplio, lo
que prolongaba la duración de cada viaje. Pese a estas diferen-
cias con nuestros viajes, algunos viajeros tomaban también sus
medidas a la hora de preparar y realizar sus salidas.
La preparación del viaje
El comienzo del viaje. Muchos viajes no tenían fecha precisa:
surgían por necesidad en un momento concreto, imprevisible.
Pero había otros que no eran urgentes. En este caso, el comienzo
del viaje solía tener lugar en una época del año, la primavera.
Geoffrey Chaucer, literato inglés del siglo xiv, la recordó en el
prólogo de su obra Cuentos de Canterbury con unas palabras que
se han convertido en referencia obligada: "Cuando las apacibles
lluvias de abril penetran en la sequedad de marzo y calan en las
entrañas de la tierra, acelerando la germinación de flores y plan-
tas, y Céfiro, con suave aliento, da vida a los tiernos brotes en
bosques y prados bajo el sol, que en Aries ha recorrido la mitad
de su curso; cuando las avecillas impulsadas por la naturaleza
entonan sus armoniosos cantos, ha llegado el momento tan an-
helado por la gente para emprender peregrinaciones y visitar re-
motos países y célebres santuarios".
Los viajes de los viajeros medievales
La indumentaria. Como hemos visto, los europeos medieva-
les no desperdiciaban la ocasión del viaje para mostrar su rique-
za y su posición social. Ello condicionó en parte la indumentaria
del viajero. Sin embargo, desde el siglo xi se fue imponiendo un
vestuario más cómodo y funcional para el camino, aunque a la
llegada a las ciudades o lugares concurridos el viajero se vistiera
con trajes que evidenciaban su categoría social.
En los viajes a pie, la indumentaria más adecuada, que aca-
bó imponiéndose, fue la del peregrino. Un sombrero de fieltro
de ala ancha y generalmente redondo que protegía del sol y la
lluvia. Un amplio tabardo o capa con esclavina reforzada con
cuero que aumentaba la protección contra el frío y el agua y po-
día usarse como manta por las noches. Un par de zapatos, casi
siempre ligeros, poco adecuados para afrontar los charcos, el frío
o el desgaste del camino. Un pequeño zurrón colgado del hom-
bro y una bolsa al cinto, que los peregrinos a Santiago adorna-
ban con la concha o venera, servían respectivamente para llevar
algún objeto, ropa o dinero. Un bordón o bastón de caminante,
más alto que la cabeza.
Y por fin, la calabaza, emblema del peregrino, o la bota de
cuero con vino. Gracias a éstas, el viajero no dependía de las ta-
bernas del camino, generalmente escasas, pues las ciudades so-
lían tener monopolio de venta de bebidas. Y también podía
prescindir de las aguas de ríos o arroyos desconocidos, de las que
el caminante medieval no se fiaba en absoluto, siempre temero-
so de que estuvieran contaminadas y le trajeran la peste.
En los viajes en montura, el jinete debía equiparse aún más:
el sombrero más ancho, la capa más amplia, para abrigar tam-
bién al caballo, y desde el siglo xn el ceramen, capote de tela im-
permeable encerada. Unos guantes con manopla impedían que
las manos se helaran al manejar las riendas, y las huesas, fundas
de piel flexible, protegían las piernas de las salpicaduras de barro
A la izquierda, cami-
nantes en una miniatu-
ra del libro De balneis,
del siglo xiv (Biblioteca
Ambrosiana, Milán). A
la derecha, hombre a
caballo y ataviado con
amplia capa y sombre-
ro. Miniatura del Libro
de Rut, USO (Pier-
point Morgan Library,
Nueva York).
33
Los viajeros medievales
y sobre todo del roce de zarzas y matorrales. Por su parte, la silla
de montar solía ser ancha y poco anatómica, provista de borre-
nes altos para sostener a los jinetes en las pendientes pronun-
ciadas.
El equipamiento complementario de la mayoría de los viajeros
debía incluir dinero, algunos documentos y, si era posible, un
cierto conocimiento de la lista de etapas de la ruta.
El dinero: con él podía pagarse un alojamiento y una comida
mejores o unos servicios más rápidos para reponer monturas o
reparar herraduras. Además, el dinero era imprescindible para
abonar los innumerables peajes y portazgos de señoríos y ciuda-
des, especialmente abusivos en las rutas de peregrinación, o para
sobornar a sus encargados.
Los documentos podían servir al viajero medieval tanto co-
mo el dinero. Su necesidad derivaba de la estructura política de
los reinos. Hoy, en el marco de una Europa unida, podemos pa-
searnos sin necesidad de ningún documento o, como mucho,
del nacional de identidad. En la Edad Media, la situación era
opuesta: una multitud de jurisdicciones, cada una de ellas en un
territorio reducido; una enorme variedad de regímenes fiscales,
cada uno con sus privilegios y sus excepciones; una gran variabi-
lidad de alianzas políticas, cambiantes de la noche a la mañana;
un amplio desconocimiento, tanto físico como jurídico y políti-
co, del terreno que el viajero recorría.
Todas esas circunstancias complicaban enormemente los
viajes. Así, en los ochocientos kilómetros que median entre el pa-
so pirenaico de Somport y Santiago de Compostela, un viajero
debía atravesar tierras de cuatro reinos (Aragón, Navarra, Casti-
lla, León), cada uno con su moneda y su legislación, unas veces
en paz, otras en guerra entre sí. En caso de hostilidades, un
extranjero era siempre mirado con malos ojos y el robo de sus
pertenencias podía considerarse incluso un acto de patriotismo.
EL CAMINO DE SANTIAGO
Camino de Santiago a partir de Sancho III de Navarra Reinos cristianos a la muerte de Sancho III de Navarra (1035)
Mapa del Camino de
Santiago en el siglo xi.
Las fronteras entre los
reinos cristianos cam-
biaban constantemente.
34
Los viajes de ios viajeros medievales
Pero las cosas eran todavía más complicadas. En nuestro
ejemplo, a los cuatro reinos había que añadir quince villas del
Camino, con sus estatutos particulares y sus exigencias. Junto a
unos y otras, unos cuantos señoríos de obispos, monasterios,
nobles laicos, que a su vez tenían sus particulares ordenanzas.
En definitiva, en ese trayecto de ochocientos kilómetros, el via-
jero podía haber atravesado más de cincuenta tierras, cada una
con normas especiales. A los efectos, algo así como si hoy, para
ir de Jaca a Compostela, tuviera que pasar por cincuenta países
distintos.
Todo ello hacía recomendable que el viajero llevara algún
documento que lo identificara no tanto, como en nuestro caso,
a título individual, sino como miembro de una comunidad. En
la Edad Media, cada una tenía sus propios privilegios y salva-
guardas y lógicamente quería que se los reconocieran fuera de su
lugar de procedencia. Por ello convenía que el viajero llevara
una carta de vecindad, que acreditaba no sólo su lugar de resi-
dencia, sino también su condición social. De ambos datos (resi-
dencia y posición social) dependía el trato que iba a recibir en
otras localidades o incluso en los peajes y portazgos del camino/
Algunos conocimientos podían facilitar el viaje. Como hoy, los
más estimados eran los referentes a la geografía de las tierras por
recorrer, los valores de cambio de las monedas y los idiomas. Los
viajeros de a pie rara vez podían llevar libros o mapas que les pro-
porcionaran estos conocimientos. Y, de poder hacerlo, casi siem-
pre habrían resultado inútiles, porque sólo un diez por ciento de
la población sabía leer en el siglo xm. Precisamente, el perfeccio-
namiento de los lentes desde finales de aquel siglo se ha conside-
rado síntoma del aumento del número de lectores europeos.
Algunos nobles, en cambio, con mayor equipaje y con co-
nocimiento de lectura, salían de viaje con informaciones más
completas. Entre ellas podía incluirse un pequeño glosario de
palabras con su traducción correspondiente. Ya la Guía del pere-
grino a Santiago de Compostela, de mediados del siglo xn, incluía
unas cuantas palabras vascas y su significado, de modo que el
viajero por tierras de habla vascuence pudiera entenderse algo
con las gentes del lugar.
Los medios de transporte eran finalmente una decisión im-
portante del viajero. Ellos marcarían la velocidad de su desplaza-
miento. Con mucha frecuencia no había otro que las propias
piernas, que permitían recorrer unos cinco kilómetros por hora
y unos veinticinco o treinta al día. Así, un viaje de Barcelona a
Compostela o a Sevilla y vuelta podía durar algo más de tres me-
ses, si el caminante no decidía o se veía obligado a dar algún ro-
deo. En algunos lugares de tránsito especialmente difícil, como
los pasos de montaña, el viajero podía alquilar un guía que lo
llevara a hombros.
Cortejo regio en la cere-
monia de coronación
de los reyes de Aragón
(Monasterio de El Esco-
rial).
35
Los viajeros medievales
Algunos viajeros más pudientes contaban con cabalgaduras.
Les aseguraban un viaje más cómodo, aunque no necesariamen-
te más rápido; muchas veces, caballos, asnos y muías iban al pa-
so de los que marchaban a pie. La montura más popular fue sin
duda el borrico, modesto, asequible, extremadamente sobrio,
más duro y longevo que el caballo. Mejor adaptado que éste pa-
ra el viaje y la carga fueron también el mulo o la mula, cabalga-
dura favorita de clérigos y señoras.
El caballo, pese a sus limitaciones, sirvió desde luego para
tareas de transporte. Había por supuesto caballos de lujo, árabes
o españoles, que los señores utilizaban en sus entradas en las
ciudades. Pero para la ruta resultaban más útiles los de razas au-
tóctonas, pequeños y resistentes. Así eran los caballos criados
desde el siglo xi en los dominios de la abadía de Einsiedeln, en
tierras hoy suizas, a los que se especializó en la travesía de las di-
fíciles rutas transalpinas.
Un caballo o un mulo aseguraban comodidad en el viaje,
pero podían complicarlo enormemente. No siempre era fácil en-
contrar cabagaldura de refresco, ni siquiera el forraje adecuado
en el momento preciso. Había que llevar por ello cargas de ave-
na, más frecuente en el norte de Europa, o de cebada, más co-
mún en el área mediterránea. Pero lo mismo podía suceder con
el agua, y ello exigía contar con unos cuantos odres; se evitaba
así tener que beber en aguas dudosas. Tampoco convenía fiarse
de que, en caso de herida o traspiés del caballo, se encontrara a
tiempo a alguien con conocimientos veterinarios. Era preciso
por ello llevar un botiquín, en el que abundaban la sal y el vina-
gre y, como engrasante de los cascos, el sebo.
Por fin, las cabalgaduras exigían herraje y en abundancia:
en un viaje seguido, una herradura de hierro dulce duraba
ocho días. Para un trayecto de mil kilómetros, como el de
Santander a Cádiz, un caballo necesitaba docena y media de
herraduras. Contando con ellas, llegaba a transportar unos
ciento cincuenta kilogramos de peso en sus alforjas o seis veces
más si tiraba de un carro. Y en caso de necesidad podía llevar a
un jinete mensajero a razón de ochenta a cien kilómetros
por día.
Los carros fueron muy poco empleados en la Edad Media en
los viajes de largo recorrido. Era lógico: requerían una infraes-
tructura viària, tanto del firme como del trazado de curvas y es-
quinas, que ya no existía. Su uso, aunque siempre escaso, fue
más frecuente en los primeros siglos de la Edad Media. La tradi-
ción carrocera de algunos pueblos germanos y la conservación
de las calzadas romanas pudieron ser las razones de ello.
Después, el abandono y deterioro de los caminos romanos y las
dificultades de manejo de un carro en las callejas de las ciudades
lo eliminaron como medio de transporte.
36
Los viajes de los viajeros medievales
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La realización del viaje
La puesta en marcha de cualquier viajero suponía comenzar
lo que casi siempre constituía una aventura incierta. Incluso en
los desplazamientos de reyes y señores, mejor preparados, en
cualquier momento podía surgir el acontecimiento que haría de
ellos lo que para nosotros sería una verdadera pesadilla. Para em-
pezar, el mal estado de lo que se llamaban caminos era fuente de
continuos sobresaltos.
los caminos
Un historiador del siglo xix definió los caminos medievales
como "espacios en torno a los cuales circulaban hombres, gana-
dos y carros". Su definición parece bastante realista. En efecto,
las antiguas calzadas romanas, aunque subsistieron y se utiliza-
ron, se deterioraron rápidamente por falta de una autoridad que
se responsabilizara de su conservación. Tampoco eran necesarias
para unos viajeros medievales que iban a pie o en una cabalga-
dura; para ellos, excepto alguna pendiente demasiado abrupta,
cualquier espacio podía servir como camino. Ello explica su pro-
liferación conforme crecían las relaciones entre las aldeas y, des-
de el siglo xii, entre ellas y las ciudades que se iban creando en
Europa.
Aunque casi todos esos caminos fueron resultado espontá-
neo de los desplazamientos de hombres y animales, algunos re-
yes y señores se interesaron en hacer obras que facilitaran el
tránsito de personas y mercancías. Para su construcción o man-
tenimiento exigían a sus campesinos la prestación de servicios
de trabajo; en Castilla se llamaron veredas. En otras ocasiones,
ermitaños y gentes piadosas se asociaron para hacer obras que
mejoraran los caminos. Ése fue el origen de algunos puentes me-
A la izquierda, campe-
sino en un carro tirado
por bueyes. Miniatura
de las Cantigas de
Santa María. A la dere-
cha, viajeros a pie y
con un camello. Detalle
de una miniatura de
Constantinopla en el si-
glo xv (Biblioteca Na-
cional, París).
37
Los viajeros medievales
Santo Domingo de la dievales. Por ejemplo, el construido por Domingo sobre el río
Calzada en un dibujo Oja a finales del siglo xi para facilitar el camino de los peregrinos
de 1909 de ). C. del a Santiago. Al lado de ese puente nació una villa, que tomó el
Bust0
- nombre del ermitaño ingeniero: Santo Domingo de la Calzada.
•MHB^^MMMMaa Un contemporáneo de Domingo, el rey Alfonso VI de León
y Castilla, fue recordado por las crónicas, entre otras cosas, por-
que "reparó todos los puentes desde Logroño a Compostela".
Pero realmente sólo en los siglos xiv y xv los reyes europeos em-
pezaron a planificar las rutas y a tomar medidas para el arreglo y
conservación de los caminos. Para ello establecieron tributos es-
peciales, los peajes, y encargaron la redacción de proyectos de
mejora de las rutas más importantes.
Los caminos medievales, como los de hoy, tenían una an-
chura muy variable. Allí donde habían subsistido las calzadas ro-
manas, éstas podían tener hasta quince metros de ancho. Más
amplias eran, como hemos visto, las cañadas por las que transi-
taban los rebaños trashumantes de la Mesta en Castilla. Pero eso
era excepcional. Los caminos más importantes de Francia e
Inglaterra no solían tener más de ocho a nueve metros. En
Vizcaya, los que iban de las terrerías a los puertos eran de unos
cinco metros; así podían cruzarse los carros que transportaban el
mineral de hierro.
38
Los viajes de los viajeros medievales
Ésa fue probablemente una anchura muy común de los ca-
minos medievales. Éstos, como podemos comprobar en la villa
navarra de Puente la Reina y otros lugares, se estrechaban al lle-
gar a los puentes. Para facilitar el tránsito, en ellos se habilitaban
unos ensanchamientos, de modo que las acémilas con sus alfor-
jas se cruzaran sin dificultades. Mayores complicaciones surgían
cuando un río carecía de puentes que lo cruzaran.
Para salvar la corriente sólo había dos medios. El primero
era buscar un vado, remangarse y meterse en el agua o pagar a
otro que lo hiciera y llevara a hombros al viajero y su equipaje.
Un texto del siglo xv recoge testimonios de las blasfemias y jura-
mentos que los viajeros que tenían que cruzar de esa forma el río
Asón, entre Colindres y Treto, proferían contra el corregidor de
las Cuatro Villas de la costa cántabra por no enmendar la situa-
ción. El segundo medio era solicitar los servicios de barqueros
que en pequeños botes o en almadías cruzaban de orilla a orilla
a viandantes y jinetes con sus cabalgaduras. Numerosos docu-
mentos hablan de abusos de estos barqueros que, aprovechando
la situación, cobraban exagerademente sus servicios.
Si en unas ocasiones eran los ríos, en otras fueron las mon-
tañas los obstáculos con que se encontraron los viajeros medie-
vales. En muchas de ellas, los aldeanos del entorno actuaban co-
mo guías. Los de las aldeas de los Alpes eran bien conocidos por
los negociantes y peregrinos que iban de Alemania a Italia. A co-
mienzos del siglo xn, un monje de la abadía de Saint Trond rela-
tó minuciosamente los esfuerzos de los guías que en pleno mes
de enero ayudaron a unos cuantos caminantes a cruzar la cordi-
llera alpina. Por su parte, el arcipreste de Hita en su Libro de buen
amor describió cómo una fornida vaquera actuó de guía lleván-
dolo a hombros parte de su recorrido por los montes de So-
mosierra.
Puente románico del si-
glo xi sobre el río Arga
en Puente la Reina
(Navarra).
39
Los viajeros medievales
Hospital del Rey (Bur-
gos), fundado en el si-
glo xni para atender a
los peregrinos del cami-
no de Santiago.
En definitiva, caminos malos o simplemente inexistentes;
bosques extensos, poblados de bandidos y alimañas; ríos sin en-
cauzar, con frecuentes desbordamientos; puertos de montaña
cerrados por la nieve durante meses; barqueros, guías, cobrado-
res de pontazgos y peajes abusivos... Éstos eran parte de los ries-
gos habituales de un viaje medieval. Por lo demás, si en aquella
época un hombre sin familia era en el mejor de los casos un po-
bre y en el peor, y con frecuencia, un hombre muerto, el viajero
medieval fue muchas veces un hombre no sólo sin familia, sino
además extraño a las gentes de las tierras que atravesaba. Cons-
tituía, por tanto, una víctima propicia.
Los alojamientos det viajero
En la actualidad, los hoteles, hostales y pensiones ofrecen
un tipo de alojamiento esencialmente semejante. En la Europa
medieval, en cambio, los viajeros conocieron y utilizaron moda-
lidades muy variadas.
Los reyes y grandes nobles, por ejemplo, solían ir de castillo
en castillo o de palacio en palacio, bien propio, bien de algún
noble amigo. O se alojaban en los monasterios tanto cluniacen-
ses como cistercienses, muy numerosos en los reinos europeos.
O desde el siglo xm, en las ciudades, lo hacían en conventos de
frailes mendicantes, sobre todo franciscanos y dominicos.
O simplemente exigían de sus vasallos la prestación de servicios
de hospedaje (alojamiento) y yantar (alimentación). O en últi-
ma instancia solían disponer de tiendas de campaña tan bien
acondicionadas como las que llevaba el séquito de Tomás Becket
en su embajada a París.
En el otro extremo, había modalidades de alojamiento me-
nos lujosas. Las más comunes fueron dormir al sereno en el
campo.) siempre temible para el viajero medieval,; o hacerlo en
algún pajar o en casas particulares. Junto a esos tipos de alber-
gue, hombres y mujeres dispusieron de otros que podemos con-
siderar especializados. Así fueron los hospitales, ventas y po-
sadas.
El hospital medieval solía cumplir tres funciones. Remediar
los cuerpos enfermos o, para ser exactos, preparar a los pobres
para su agonía y muerte. Asilar a los mendigos, que muchas ve-
ces pasaban unos días en cada hospital. Y dar alojamiento al
viandante, en especial al peregrino/ Por ello, los hospitales proli-
feraran, sobre todo en los caminos de peregrinación. En los si-
glos xi y xii, en las aldeas, pero desde el siglo xm los hospitales
mejores y más numerosos surgieron en las ciudades. En éstas, las
autoridades municipales empezaron a preocuparse por mejorar
las condiciones sanitarias de los vecinos a fin de prevenir pestes
y epidemias.
40
Los viajes de los viaferos medievales
Los hospitales medievales fueron muy pequeños. Se trataba
por lo general de casas que disponían de seis a diez camas por
término medio. Según sus estatutos, si tenían sitio, debían aco-
ger a quien lo solicitara un máximo de tres días en verano y cin-
co en invierno. Si no había camas para cada peregrino o cada en-
fermo, se metían dos o más en la misma, o se echaban en un
jergón o en un montón de paja en un patio. Por su parte, los
grandes hospitales del Camino de Santiago ofrecían mayor nú-
mero de camas y, sobre todo, más comodidades y atenciones.
Así, el Hospital del Rey de Burgos, un verdadero hotel de
cinco estrellas de la época, disponía de 87 camas, distribuidas en
dos enfermerías y dos hospederías para hombres y para mujeres.
A finales del siglo xv, cada peregrino acogido en él tenía derecho
a una ración diaria compuesta por un kilogramo de pan, dos li-
tros de vino, potaje con legumbres y hortalizas y un trozo de
carne de cordero de un cuarto de kilo de peso. Una ración verda-
deramente privilegiada para aquellos tiempos.
El desarrollo de las ciudades europeas en los siglos xiv y xv
estimuló igualmente la aparición de ventas y posadas como esta-
blecimientos especializados de albergue al viajero. Hacia 1450, la
ciudad de Roma tenía unos cien hostales y la de París pocos me-
nos. El promedio de posadas en las ciudades francesas e italianas
de tipo medio debió de ser de unos doce a quince. Una señal las
identificaba por fuera y estaban situadas lógicamente en las ca-
lles más animadas.
La posada era una vivienda ordinaria que el propietario
acondicionaba para su uso como albergue. En la planta baja
contaba con un amplio establo y una bodega; en ésta el posade-
Hospital en una minia-
tura del Canon medici-
nae de Avicenna en un
códice del siglo xv (Bi-
blioteca Laurenziana,
Florencia).
41
Los viajeros medievales
ro guardaba las mercancías que los comerciantes almacenaban
hasta su venta. En ese mismo nivel, la posada disponía de una
sala con chimenea, separada o no de la cocina según el tamaño
del albergue. En el piso superior, unas cuantas habitaciones, en
general menos de ocho, con dos camas o un dormitorio corrido
con doce o catorce, cada una para dos ocupantes. En las posadas,
cada cliente tenía derecho a cocina, esto es, compraba los ali-
mentos y hacía su propia comida.
Como sucede hoy, especialmente en los lugares de fuerte
demanda turística, también en las posadas medievales los abu-
sos estaban a la orden del día. Las reclamaciones más frecuentes
de los huéspedes se referían a: venta de alimentos en malas con-
diciones, sustitución de un buen vino por otro rancio o, en el
norte de España, por sidra, robo del pienso de la caballería, ad-
ministración de somníferos al viajero para desvalijarlo mientras
dormía, expulsión de huéspedes, incluso cuando ya estaban en
la cama, para dejar sitio a otro que sobornaba al posadero...
No debe extrañar por ello que los pórticos de las iglesias del
Camino de Santiago reiteraran la imagen del posadero, taberne-
ro o cambiador de moneda sepultado en el infierno con su bolsa
de dineros mal ganados. Era un aviso del destino que esperaba a
los estafadores.
LAS CONSECUENCIAS DE LOS VIAJES MEDIEVALES
%Éomo sucede hoy, el hecho de viajar, de mirar otra realidad,
no fue en la Edad Media sinónimo de ver con exactitud. Un co-
nocimiento libresco, un prejuicio acerca de los rasgos de tierras
y hombres de otros lugares podían ser más determinantes que el
contacto con la realidad a la hora de sacar impresiones de un
viaje. Esto es, a la hora de percibir espacios y personas.
La percepción de los espacios
La capacidad de los viajeros europeos para hacerse una idea
más precisa del territorio fue creciendo desde mediados del si-
glo xii. Desde entonces, la cartografía se hizo cada vez más realista,
y los conocimientos sobre el espacio extraeuropeo se ampliaron.
Hacia una cartografía más realista
En los tiempos anteriores al siglo xn, la geografía era ante
todo simbólica. En las miniaturas que ilustraban las obras de
Isidoro de Sevilla, Beda el Venerable y, sobre todo, Beato de
Liébana, el mapamundi ofrecía dos espacios claramente separa-
42
Las consecuencias de los viajes medievales
dos. El de la tierra, circular y ordenado, y el de los mares, infor-
me y caótico. Los mares eran para las gentes de los siglos vu a x
unos espacios llenos de amenazas. En especial, el océano
Atlántico era un escenario de oscuridad y miedo, de islas que
aparecían y desaparecían, de enormes y extraños animales; in-
cluso, según la tradición irlandesa, el lugar del purgatorio.
Aparte de ese mar tenebroso, los espacios terrestres repre-
sentados en los mapas de aquellos siglos mostraban igualmente
una jerarquía simbólica. En el centro del mapamundi solían apa-
recer Roma o Jerusalén, signo de la importancia que esas dos ciu-
dades tenían para un cristiano. A su alrededor se dibujaba a
Europa, separada de las tierras de los infieles de Asia por el río
Tanis y de los de África por el mar Mediterráneo. Fuera de ese
centro quedaban también algunos países imaginarios, como
los de Gog y Magog. Seis siglos antes de Cristo, los había men-
cionado Ezequiel en sus profecías; y los europeos medievales su-
ponían que estaban habitados por gentes bárbaras y feroces y
criaturas monstruosas. Así eran los que se han llamado "mapas-
dogma"; o mapas en T, porque dos líneas que semejan esa letra
mayúscula separaban de forma simbólica las tres partes entonces
conocidas del mundo: Europa, Asia y África.
Desde mediados del siglo xn, los europeos fueron mejoran-
do su capacidad de distinguir entre realidad física y representa-
ción simbólica. A la vez, la ampliación del espacio recorrido por
los viajeros permitió ajustar la cartografía a la geografía real. Ello
se tradujo en el siglo xm en obras como el mapamundi de
Ebstorf, el mayor de los confeccionados en la Edad Media. Desde
el siglo siguiente, tres hechos confirmaron los progresos de una
percepción más exacta de los espacios.
Mapamundi del Beato
de la abadía de Saint-
Sever, del siglo xi (Biblio-
teca Nacional, París).
43
Los viajeros medievales
El primero fue la aparición de los portulanos, mapas que di-
bujaban los accidentes de la línea de costa de Europa. En su crea-
ción destacaron los cosmógrafos mallorquines y catalanes. El
ejemplar más notable fue probablemente el elaborado por el ju-
dío Abraham Cresques, cartógrafo real de Aragón, en 1375. El se-
gundo fue la traducción del griego, a principios del siglo xv, de
la Geografía de Ptolomeo, autor del siglo n. Y el tercero, unas des-
cripciones más precisas de los viajes, como puede verse en las de
Nompar de Caumont, peregrino en Compostela y Jerusalem
Hacia un conocimiento del espacio extraeuropeo
Los viajes por los caminos de los reinos europeos o la nave-
gación de cabotaje por sus costas abrieron rutas de comercio y
facilitaron el conocimiento de su geografía. De esa forma, para
mediados del siglo xm, los europeos ya tenían una idea bastante
clara de los pequeños y los grandes itinerarios. Desde el mar
Báltico al mar Negro a través de las estepas y los ríos rusos.
Desde los puertos del mar del Norte hasta Roma atravesando los
Alpes, o por mar cruzando el estrecho de Gibraltar. Aunque to-
davía de forma insegura, daba la impresión de que los europeos
conocían ya su espacio.
Desde mediados del siglo xm, a la vez que las relaciones
mercantiles y políticas entre los reinos se intensificaron, se fue-
ron multiplicando los viajes fuera de los límites de Europa. El
proceso tuvo dos escenarios: uno terrestre, en Asia; otro maríti-
mo, en el océano Atlántico.
Los viajes de europeos por tierras asiáticas, como ya hemos di-
cho, tuvieron que ver con las expectativas creadas por la expan-
sión de los mongoles. Recordemos que en 1099 los cruzados ha-
bían conquistado Jerusalén y se habían instalado en medio de
un territorio ocupado por musulmanes. Este hecho explica que
A la izquierda, portula-
no de Pietro Vesconte
en la obra de 1321 de
Marín Sañudo, Liber
secretorum fidelium
super Terrae Sanctae
recuperatione (Biblio-
teca Apostólica, Ciudad
del Vaticano). A la de-
recha, copia facsímil
del Atlas catalán de
Abraham Cresques, del
año 1375.
44
Las consecuencias de ios viajes medievales
los cristianos estuvieran atentos al surgimiento de cualquier
fuerza que amenazara a los musulmanes desde el este, desde
Asia. Suponían que una alianza con esa fuerza les permitiría ata-
car a los musulmanes desde dos frentes y con ello eliminarlos.
A esta circunstancia se añadió la difusión de la leyenda del
Preste Juan, a la que ya nos hemos referido. Por ello, las esperan-
zas de los cristianos aumentaron hacia 1220, cuando los pueblos
nómadas de las estepas de Asia fueron reorganizados y unifica-
dos por los mongoles. En concreto, por su jefe Gengis Kan,
quien inició una expansión de impresionantes dimensiones geo-
gráficas. En poco más de veinte años, los mongoles dominaban
desde las costas de la China hasta Polonia. Los cristianos vieron
LA EXPANSIÓN, S. XI - XII
ITINERARIO DE LAS PRIMERAS CRUZADAS: CORRIENTES COMERCIALES MARÍTIMAS:
» I Cruzada (1096-1099) " Hansa > Colonización germánica
• II Cruzada (1147-1149) • Venecia
,• III Cruzada (1189-1192) "• Genova
45
Los viajeros medievales
en ellos el instrumento suscitado por Dios para acabar con los
musulmanes y recuperar la ciudad santa de Jerusalén, que ha-
bían perdido a manos de su jefe Saladino a finales del siglo xn.
Esta intención de cruzada espiritual y militar se juntó a un
interés mercantil. En efecto, casi a la vez, los comerciantes geno-
veses y venecianos se interesaron por llegar hasta China (para
garantizarse el comercio de la seda) y las islas del sudeste asiático
(por las especias).
Las dos razones confluyeron para que entre mediados del si-
glo xiii y mediados del xiv se multiplicaran los viajes de misione-
ros y comerciantes europeos a las tierras del interior de Asia.
Algunos de ellos tuvieron como objetivo la capital de los mon-
goles, variable según épocas: unas veces lo fue Tabriz, otras
Samarcanda. Otros viajes trataron de aprovechar la relativa paz y
46
Las consecuencias de los viajes medievales
unidad de los territorios dominados por los mongoles para llegar
hasta Pekín. De estos viajes, unos fueron misiones protagoniza-
das, sobre todo, por frailes franciscanos. Otros, viajes de nego-
cios. Y otros, meras embajadas tratando de conseguir la ayuda de
los mongoles contra los musulmanes.
Entre las misiones franciscanas, ya hemos mencionado en
su momento las de Guillermo de Rubruck y Odorico de Porde-
none. En cuanto a los viajes de negocios, los más famosos fue-
ron los de los mercaderes venecianos de la familia Polo. Entre
1262 y 1269, Nicolás y Mafeo Polo fueron los primeros occiden-
tales en hacer un viaje de ida y vuelta a la China, donde habían
ido siguiendo la ruta del comercio de la seda. De allí regresaron
con una carta de Jublai, kan de los mongoles, solicitando del pa-
pa el envío de hombres sabios.
En su segundo viaje, los Polo incorporaron a Marco, hijo de
Nicolás, y necesitaron tres años para ir de Venecia a Pekín. Una
vez aquí, su estancia se prolongó durante más de quince años,
ocupados en diversos servicios al emperador. Por fin, en 1293
abandonaron China por vía marítima, llegando a Ormuz, en el
fondo del golfo Pérsico. Desde aquí, cortaron por tierra a Trebi-
sonda, en la costa del mar Negro, para seguir por mar hasta
Venecia. En suma, veinticinco años fuera de su tierra. El relato
de sus andanzas dictado por Marco Polo recibió el nombre de El
libro de las maravillas o El millón y está lleno de descripciones y
noticias. Siglo y medio más tarde, otro italiano, Nicolás Conti,
pasó veinticinco años (entre 1419 y 1444) recorriendo tierras de
la India, Birmània, Indonesia y Malasia.
Entre los viajes a tierras asiáticas, uno de los mejor, conoci-
dos fue el realizado por Ruy González de Clavijo, enviado del
rey Enrique III de Castilla a la corte de Tamerlán, Gran Kan de
los mongoles, en Samarcanda. La embajada salió del Puerto de
Santa María en junio de 1403, llegó por mar a Constantinopla;
pasó allí el invierno y en marzo de 1404 siguió por mar hasta
A la izquierda, desem-
barco de los cruzados
de la expedición de San
Luis en Tierra Santa,
miniatura de una carta
del Mediterráneo del si-
glo xiv (Biblioteca Na-
cional, París). A la de-
recha, miniatura del
Libro de las maravillas
del mundo sobre los
viajes de Marco Polo.
47
Los viajeros medievales
Detalle del mapa de
África de Juan de la
Cosa en la edición fac-
símil del Atlas del
vizconde de Santarem
(Biblioteca Nacional,
Madrid).
Trebisonda, en la orilla del mar Negro. Desde aquí por tierra
atravesó Armenia y Azerbaijan, y llegó a Tabriz el 11 de junio.
A través de Irán y el Jurasán, el 8 de septiembre alcanzó la capi-
tal del imperio, Samarcanda, y fue recibida por Tamerlán.
Las maravillas de la ciudad y su febril actividad mercantil
asombraron a los viajeros castellanos, quienes tuvieron la opor-
tunidad de ver la llegada de una caravana de ochocientos came-
llos procedente de China. El regreso, con las nevadas del nuevo
invierno y unos caminos más inseguros, porque mientras tanto
Tamerlán había muerto, fue aun más difícil que la ida. Pero fi-
nalmente, el 1 de marzo de 1406, los componentes de la misión
llegaron a Sanlúcar de Barrameda.
i Los viajes de europeos por las costas del océano Atlántico empe-
zaron a desarrollarse a partir de comienzos del siglo xiv. Hasta
ese momento, la atención europea estaba fijada en Palestina y
en el litoral del norte de África, ocupado por los musulmanes. La
caída definitiva de los territorios de los cruzados en manos islá-
micas se produjo en 1291. Simultáneamente, en el otro extremo
del Mediterráneo, los cristianos se hacían con el dominio del es-
trecho de Gibraltar, hasta entonces amenazado por musulma-
nes. Ello animó a los mercaderes italianos y catalanes a intere-
sarse por la costa oeste de África, la que mira al Atlántico.
Sin embargo, fueron navegantes portugueses y castellanos
los que emprendieron las expediciones más importantes. Era ló-
gico: los reinos de Portugal y Castilla estaban mejor situados
geográficamente con relación al mundo africano y atlántico.
Y contaban con un tipo de barco, la coca, precedente de la cara-
bela, mejor adaptado que la galera mediterránea a la difícil nave-
gación atlántica. Desde finales del siglo xiv, portugueses desde
Lisboa y el cabo de San Vicente, y subditos del rey de Castilla, es-
to es, vascos, cántabros y andaluces, desde Cádiz y Sevilla, em-
prendieron viajes al mundo desconocido del Atlántico.
/ El temor que los europeos tenían a ese océano explica que
las andanzas de portugueses y castellanos se desarrollaran por
dos rutas. Una, la costera: mediante una navegación de cabotaje,
que apenas se separaba de la costa, se fue avanzando cada vez
más hacia el sur del litoral de África. Otra, la de las islas del océa-
no, relativamente cercanas a los continentes: los archipiélagos
de Canarias, Madeira y Azores.
Durante el siglo xv, marinos al servicio de los reyes de
Portugal y de Castilla fueron perdiendo el miedo al océano
Atlántico, instalándose en sus islas y progresando por la costa
occidental de África. No es extraño por ello que, al final de aquel
siglo, dos navegantes al servicio respectivo de los reinos de
España y Portugal alcanzaran un éxito definitivo en sus expedi-
ciones. Así, Cristóbal Colón cruzó el Atlántico y llegó a lo que
más tarde se llamaría América. Por su parte, Vasco da Gama, tras
48
Las consecuencias de los viajes medievales
dar la vuelta por el cabo de Buena Esperanza, alcanzó la India.
Por fin, en 1522, los supervivientes de la expedición de
Magallanes, con Juan Sebastián Elcano a la cabeza, concluían la
primera vuelta al mundo. Con ella demostraban de forma expe-
rimental la esfericidad de la tierra. El conocimiento de la geogra-
fía del mundo daba un salto de gigante..
la percepción de las personas
Si la percepción de los espacios fue ganando en precisión
conforme avanzaban los siglos xm, xiv y xv, la percepción de las
personas que los viajeros encontraban en sus recorridos no me-
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Acre
Trípoli
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ITINERARIO DE LAS ULTIMAS CRUZADAS:
*- IVCruzada(1202 -1204)
• V Cruzada (1217-1221)
— • VI Cruzada (1228-1229)
LA EXPANSIÓN, S. XIII - XV
— * • Vil Cruzada (1248-1254)
»- VIII Cruzada (1270)
CORRIENTES COMERCIALES MARÍTIMAS:
— — " * • . Hansa
- - — • * • Venecia
* Genova
49
Los viajeros-medievales
Los viajeros-medievales
Los viajeros-medievales
Los viajeros-medievales
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Los viajeros-medievales

  • 1. LOS VIAJEROS MEDIEVALES José JKnael García de Cortázar I I HÎSTORIA HOY Santillana
  • 2.
  • 4. Dirección: Sergio Sánchez Cerezo Edición: Alberto Martín Baró Diseño de cubierta: Elisa Rodríguez Diseño de interior: Concha Langle Dirección de arte: Juan José Vázquez Selección de ilustraciones: Maryse Pinet, Mirian Galaz Realización: Miguel García Dirección de realización: Francisco Romero ©José Ángel García de Cortázar, 1996 © De esta edición: 1996, Santillana, S. A. Elfo, 32. 28027 Madrid Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Beazley, 3860. 1437 Buenos Aires Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. Del Valle México, D. F. C. P. 03100 Editorial Santillana, S. A. Carrera 13, n.° 63-39, piso 12 Santafé de Bogotá - Colombia Aguilar Chilena de Ediciones, Ltda. Avda. Pedro de Valdivia, 942 Santiago - Chile Ediciones Santillana, S. A. Boulevard España, 2418 Montevideo - Uruguay Santillana Publishing Co. 901 W. Walnut Street Compton, California 90220 Printed in Spain Impreso en España por Talleres Gráficos de Huertas, S. L. Fuenlabrada (Madrid) ÍSBN: 84-294-4783-0 Depósito legal: M. 13519-1996 Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
  • 5. H I S T O R I A H O Y LOS VIAJEROS MEDIEVALES por José JKngel García de Cortázar #- Santillana
  • 6. Introducción Los viajeros medievales Los viajeros Los viajeros de Dios: los peregrinos Los lugares de destino de las peregrinaciones La actitud del peregrino en su lugar de destino Los viajeros de ida y vuelta Los reyes y otros grandes señores Los embajadores, mensajeros y correos Los soldados Los buhoneros, arrieros y carreteros Los viajeros estacionales: recaudadores, estudiantes, segadores, pastores Los viajeros a todas y a ninguna parte Los viajeros de ficción Los viajeros muertos Los viajes de los viajeros medievales La preparación del viaje _9 11 11 16 JL6 JL8 20 20 Los viajeros de ida: los emigrantes y exiliados 22 24 26 J29 30 32 32
  • 7. La realización del viaje Los caminos Los alojamientos del viajero 37 37 40 Las consecuencias de ios viajes medievales La percepción de los espacios 42 Hacia una cartografía más realista La percepción de las personas 42 Hacia un conocimiento del espacio extraeuropeo 44 49 Conclusión! más allá de peregrinos y viajeros, el homo viator : i Documentos Debate Línea del tiempo Vocabulario Bibliografía
  • 8. introducción F mmn una fecha indeterminada de finales del siglo iv, una viuda de la Callaecia, Galicia, llamada Egeria, realizó un viaje a ¡erusalén, con el fin de visitar los lugares en que ¡esús había vivido. Nueve siglos más tarde, un ¡oven veneciano, Marco Polo, acompañó a su padre y su tío a la corte del Gran Kan mongol en Pekín y allí permaneció durante más de quince años. En 1466, el noble bohemio León de Rosmithal decidió ponerse en camino a Compostela, no tanto, según confesó, por venerar la tumba del apóstol Santiago como por ver mundo y conocer nuevas gentes. Los tres ejemplos, escalonados a lo largo de once siglos, pueden servir de pórtico a este libro sobre viajeros medievales. Al menos, para recordar a los del siglo xx que, aun sin cámaras fotográficas, mapas o folletos turísticos, también hubo entonces gentes dispuestas a recorrer mundo. Sus motivos fueron tan variados como los de los viajeros de hoy. La visita a un pariente, la peregrinación a un lugar santo, el viaje de negocios, el deseo de conocer otras tierras y lugares de interés, la emigración... eran en la Edad Media, como hoy, razones para ponerse en camino. Después, las circunstancias dejaban de ser parecidas. A diferencia de nosotros, en sus desplazamientos, los medievales se preocupaban poco del tiempo cronológico; se defendían a duras penas de las incle- mencias atmosféricas y raramente llegaban a hacerse una idea general del espacio y de las gentes que encontraban en su viaje. Maticemos, en su viaje físico. En efecto, este hombre medieval, al que se ha calificado de homo viator, de caminante, se sentía como tal en tres aspectos. El físico, des- de luego: la Edad Media, sobre todo antes del siglo x, fue casi una épo- ca de nomadismo. El imaginario: como nos sucedió a los jóvenes que leíamos las novelas de julio Verne, también los hombres y mujeres me- dievales contaron con autores que imaginaron viajes. Y, por fin y sobre 6
  • 9. Introducción todo, el simbólico: el hombre medieval estaba convencido de que su vi- da era un viaje entre el nacimiento y la muerte, un simple tránsito por la tierra, por este "valle de lágrimas", camino del cielo. Físico, imaginario, simbólico, los tres tipos de viaje del hombre me- dieval han dejado testimonios. De ellos, nos vamos a ocupar casi exclu- sivamente del primero: el viaje físico. Y, para empezar, bueno será re- cordar las ideas que los hombres y mujeres del medievo tuvieron del espacio, el viaje y el camino. El sentido del espacio del hombre medieval tuvo mucho que ver con su familiaridad con él. Más concretamente, con una familiaridad cultural, religiosa. Para un cristiano europeo, una región habitada por infieles (los musulmanes del sur) o por paganos (los eslavos del este) re- sultaba más lejana que otra poblada por cristianos, aunque de hecho estuviera más próxima. Simplemente, el no formar parte de la cristian- dad la convertía en algo lejano. Lo mismo sucedía con lugares que ate- morizaban a los hombres, como algunos bosques o montañas. Los sen- tían tanto más lejanos cuanto mayor miedo les causaban. El sentido del viaje físico en la Edad Media dependió, por su par- te, de los objetivos de cada uno. Fundamentalmente, tres. El viaje podía ser, en primer lugar, un desplazamiento por razones precisas, de visita familiar, comercio, guerra, estudio... Pero podía ser también, en segun- do lugar, un modo de vida, vivida como desprecio de las comodidades: así eran los viajes de los predicadores itinerantes y sus seguidores. Y, por fin, el viaje podía ser una forma de iniciación en la vida. En la vida social: así fueron muchos de los desplazamientos de jóvenes nobles en la realidad y de caballeros andantes en las novelas. O en la vida espiri- tual, como los de los peregrinos. El sentido del camino del europeo medieval era en todos los casos diferente del nuestro. El nuestro depende de unas imágenes visuales que se resumen en una cartografía. El del hombre medieval no tenía nada que ver con los mapas. Baste decir que hasta el siglo xm los ma- pas fueron representaciones simbólicas del espacio; por tanto, carecían de utilidad para los viajeros. Éstos, cuando querían realizar un viaje en condiciones, no buscaban mapas, sino listas de etapas; esto es, relacio- nes de lugares por los que convenía pasar para ir de un sitio a otro. Estas listas se transmitían por vía oral, aunque fuego algunas se pusie- ron por escrito, como la del viajero Aymeríc Picaud después de su viaje a Compostela a mediados del siglo xn. Lo habitual era, por tanto, que el viajero medieval se conformara, como mucho, con las listas de lugares. Después, el modo de ir de uno a otro lo aprendía en el camino. A veces, la noticia de un asedio, una pes- te, un hambre o simplemente una nevada o el desbordamiento de un río le obligaba a dar un largo rodeo. Pero eso sólo podía saberlo cuan- do ya estaba en ruta. Por supuesto, cualquier imprevisto alargaba su itinerario, pero al hombre medieval eso le parecía normal. Contaba con esas demoras en sus viajes, que a nosotros nos parecen exasperante- mente lentos. 7
  • 10. Los viajeros medievales El caballo era el medio de locomoción de los nobles (caballeros). El rey Arturo entrando en la ciudad de Camelot, en una miniatura del li- bro Lancelot du Lac, 1490 (Biblioteca Nacio- nal, París). La velocidad de desplazamiento se ajustaba lógicamente al medio de transporte utilizado: dejando aparte los viajes en barco por mar o río, o iba a pie o lo hacía a lomos de una cabalgadura. En el primer ca- so, rara vez recorría más de cinco leguas, unos veinticinco kilómetros, al día. En el segundo, si el caballo no tenía que marchar al ritmo de otros viajeros que iban a pie, un jinete podía cubrir entre sesenta y ochenta kilómetros en una jornada. En estas condiciones, aunque los medievales fueran personas más viajeras de lo que pensamos, el núme- ro de kilómetros recorridos al cabo de una vida era necesariamente bastante reducido. Así, un hombre como Pierre d'Ailly, encargado de gestiones ecle- siásticas y diplomáticas durante cuarenta años en el siglo xv, se calcula que recorrió en su vida poco más de diez mil kilómetros. Compárese es- ta cifra con los centenares de miles que un hombre de nuestro tiempo con esas obligaciones ha podido recorrer. Por ello, aunque hay noticias de intrépidos viajeros y largos viajes, el número de kilómetros recorrido era siempre escaso. Casos como el de Eudes Rigaud resultaron excepcionales. Ese hombre, arzobispo de la ciudad francesa de Ruán, recorrió, según su diario, unos ochenta mil ki- lómetros entre los años 1248 y 1270; esto es, cuatro mil por año. En parte, en visitas a obispados de su archidiócesis, en parte, en viajes a Roma. Al parecer, el prelado no se asustaba ni por el mal tiempo, ni por el estado de los caminos ni por su reumatismo. En las peores condicio- nes seguía viajando por tierras de Francia e Italia. Sentido del espacio, actitud ante el viaje, condiciones del camino, razones de los desplazamientos, rapidez de los mismos..., todo ello for- ma parte de cualquier estudio sobre viajes y viajeros. Por ello, hemos empezado por ahí. Pero, después, las posibilidades de presentación del tema son muy variadas. La que hemos escogido trata de responder al título, "los viajeros". Por ello, hemos dado preferencia a los protagonis- tas de los desplazamientos, a los diferentes tipos de viajeros, para ha- blar después de las peculiaridades de sus viajes y terminar recordando algunas consecuencias de los mismos, en especial su influencia en el co- nocimiento de otras tierras y otras gentes. Tales consecuencias fueron muchas y muy importantes. No olvide- mos que, en cierto modo, el último viaje medieval fue el de Cristóbal Colón en 1492. Él había leído la narración de la estancia de Marco Polo en China y trató de alcanzar el mismo objetivo. Con una diferencia: el viajero veneciano del siglo xm había ido por tierra hacia el este; en cam- bio, el navegante genovès al servicio de los Reyes Católicos quiso llegar a aquel destino por el mar y por el oeste.
  • 11. Iç,os viajeros medievales LOS VIAJEROS 11 vocablo "viajero" tiene para nosotros resonancias de trenes y autobuses. Para un hombre medieval, sólo sugería "el que va por la via o camino", el que camina. Y caminantes en la Edad Media, gentes que podían encontrarse en el camino, fueron mu- chos y muy variados. Aquí vamos a presentar unos cuantos y lo haremos agrupándolos según una peculiar tipología de los desplazamientos. Así hablaremos sucesivamente de: viajeros de Dios, esto es, los peregrinos; viajeros de ida y vuelta, como reyes, embajadores, soldados o pastores; viajeros de ida, como los emi- grantes; viajeros estacionales, como los estudiantes o los pasto- res de los rebaños trashumantes; viajeros a todas y ninguna par- te, como los predicadores y los justadores; viajeros de ficción, como los caballeros andantes; y viajeros muertos, como los ca- dáveres de reyes y nobles o las reliquias. Los viajeros de Píos: los peregrinos La palabra "peregrino" sugería, ya en época del latín clásico, una realidad muy concreta: era el forastero, el que andaba por tierras ajenas a las suyas, fuera de su casa, de su patria. En defini- tiva, el peregrino se presentaba como el hombre o la mujer que abandonaba voluntariamente su lugar de origen y, con él, su medio de vida, su derecho, su defensa. Estos significados que la voz peregrinus tenía ya en época romana se completaron desde el siglo xi con otro que será dominante en la Edad Media. En efecto, la palabra "peregrino" empezó a designar ante to- do al viajero que se dirigía hacia algún lugar santo, por motivos religiosos y en espíritu de devoción. En la primera de las Siete Peregrino a Santiago de Compostela con sombrero de ala ancha, bordón y capa con es- clavina en la que no falta el adorno de las típicas conchas. 9
  • 12. Los viajeros medievales Partidas, la gran obra legislativa de Alfonso X el Sabio, el vocablo aparecía ya con ese significado: "Pelegrino tanto quiere dezir co- mo orne estraño, que va a visitar el Sepulcro Santo de Hierusa- lem e los otros Santos Logares en que nuestro Señor Jesu Christo nasció, bivio e tomó muerte e passión por los pecadores; o que andan pelegrinaje a Santiago o a Sant Salvador de Oviedo o a otros logares de luenga e estraña tierra". Entre éstos, sobre todo, Roma; en especial desde el año 1300, fecha del primer jubileo. Entonces, el papa Bonifacio VIII prometió gracias espirituales a quienes acudieran a la ciudad a ganarlo. / En todos los casos, el peregrino escogía una forma de vida caracterizada por el sacrificio, la incomodidad y la inseguridad. Con ella quería mostrar exteriormente su actitud de ascesis, de purificación interior. Se recordaba a sí mismo y a los demás que ;la vida del hombre sobre la tierra no es sino una peregrinación Camino del cielo. Un doloroso tránsito por "este valle de lágri- mas", según la expresión de la Salve o salutación a la Virgen, ora- ción elaborada en el siglo xn. La peregrinación como forma de santificación no fue exclu- siva de los cristianos medievales. Otras religiones, como el hin- duismo, el budismo o el islam, también estimulan su práctica. Concretamente en el islam, la peregrinación a La Meca, al me- nos una vez en la vida, constituye uno de los llamados "pilares de la religión". 10
  • 13. Los viajeros los tugares de destino de las peregrinaciones En el caso del cristianismo, las gentes fueron seleccionando poco a poco unos cuantos lugares como destino de peregrinacio- nes. Algunos de ellos constituyeron un reclamo para toda Europa. Otros fueron más modestos: puntos de atracción de pe- regrinos de las regiones cercanas a un santuario. En todos los ca- sos se creía que, en tales lugares, Dios o sus santos se manifesta- ban con más claridad a los hombres. En otras palabras, era más probable que se produjeran milagros. Los destinos más impor- tantes de los peregrinos medievales fueron tres: Jerusalén, Santiago de Compostela y Roma. La peregrinación a Jerusalén y, en general, a Palestina, fue la más antigua de las tres. Ya hemos mencionado a la viajera Ege- ria, que fue hasta allí a finales del siglo iv. Por las mismas fechas, San Jerónimo vivió unos años en una cueva de Belén, sirviendo de ejemplo a otras personas devotas. A mediados del siglo vu, los musulmanes se apoderaron de Palestina y convirtieron Jerusalén en una de sus ciudades santas, destino de sus propias peregrina- ciones. Pese a ello, los cristianos europeos siguieron yendo a Pa- lestina en espíritu de sacrificio y devoción. Naturalmente, el número de los que iban allí era menor de los que lo hacían a otros destinos más cercanos. La larga distan- cia y los peligros del camino a través de tierras del imperio de A la izquierda, carava- na de peregrinos a La Meca en un manuscrito árabe (Biblioteca Na- cional, París). A la de- recha, peregrinos co- miendo. Pintura mural de la catedral vieja de Lleida.
  • 14. Los viajeros medievales HKROSOL01A A la izquierda, imagen de Jerusalén en el Líber chronicarum, de 1490 (Biblioteca Capitular de Bressanone, Italia). A la derecha, nave central de la catedral de San- tiago de Compostela. Bizancio y del califato de Bagdad disuadían incluso a las gentes más piadosas. Así, un peregrino que saliera de España debía re- correr más de ocho mil kilómetros a pie para hacer el viaje de ida y vuelta a Jerusalén. A finales del siglo xi, en el año 1095, el papa Urbano II ani- mó a los europeos a hacerse cruzados. Esto es, a poner en sus ro- pas el signo de la cruz y a marchar a Jerusalén a rescatar la ciudad de manos de los musulmanes. Ése fue el origen de la primera cru- zada. Desde ese momento, la peregrinación a Jerusalén combinó su contenido espiritual con otro de guerra santa contra el Islam. Para animarla, el propio Urbano II concedió indulgencia plenària a quienes murieran en la expedición. Ello equivalía a prometer que los muertos iban directamente al cielo. La peregrinación a Santiago de Compostela fue el segundo de los tres destinos mayores de los peregrinos europeos de la Edad Media. Su objetivo era entrar en contacto físico con el sitio en que se suponía que el apóstol Santiago estaba enterrado. Según la tradición, hacia el año 825, un día, un monje vio un resplan- dor que salía de la tierra. Se acercó y comprobó que se trataba de un arca. Tal arca se supuso que contenía los restos del apóstol Santiago que, después de su ejecución, habrían sido trasladados por sus discípulos desde Jerusalén hasta Galicia. A raíz del descu- brimiento del sepulcro se edificó una iglesia en el lugar en que el arca había aparecido, y la devoción a Santiago se extendió por España y por Europa. El primer peregrino de nombre conocido fue Godescalco, obispo de la ciudad francesa de Puy, quien hizo el camino en el año 950. Después, durante siglos, miles de europeos siguieron la misma ruta. Ello contribuyó a fijar el recorrido del llamado 12
  • 15. Los viajeros Catacumba de Santa Do- mitila, en Roma. Camino de Santiago, que recientemente la Unesco ha reconoci- do como "el primer itinerario europeo". Se trataba de un con- junto de rutas que venían de más allá de los Pirineos, entraban en la Península por los pasos de Somport y Roncesvalles, se unían en Puente la Reina y, ya como una vía única, seguía por Logroño, Burgos, León y Lugo hasta Santiago. En el siglo xn, ese itinerario estaba ya consagrado, como lo prueba el hecho de que el viajero Aymeric Picaud escribiera entonces su Guía del peregri- no a Santiago de Compostela. La peregrinación a Roma fue la tercera gran peregrinación de la Europa medieval. A los participantes en ella se les llamó "ro- meros". De las tres fue la que mezcló más el objetivo puramente peregrino con otros. En general, los relativos a la administración de la Iglesia: su jefe, el papa, residía en Roma y allí debían acudir los obispos a rendir cuentas de su labor. Además, la ciudad tenía otros atractivos para el peregrino: las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, los escenarios (el coliseo, las catacumbas) de las penalidades de los primeros cristianos y, sobre todo, reliquias de los primitivos mártires del cristianismo. Su comercialización, muchas veces fraudulenta, fue una muestra de la obsesión de los cristianos de Occidente por poseer reliquias. A finales del siglo xm, los musulmanes expulsaron definiti- vamente a los cruzados de Palestina. Desde ese momento, las pe- regrinaciones a Jerusalén resultaron más peligrosas y por ello de- cayeron. En su lugar, en el año 1300, el papa Bonifacio VIII organizó el jubileo romano, que siguió celebrándose hasta el presente en los años 00 y 50 de cada siglo. A partir de entonces, el prestigio de Roma como destino de peregrinos creció de forma notable. 13
  • 16. Los viajeros medievales Otros destinos de peregrinaciones de menor importancia fueron naciendo en cada reino europeo. Un sepulcro, una imagen, unas reliquias consideradas milagrosas bastaban para atraer a las gen- tes del entorno. Luego, la fama se iba extendiendo. Un monje podía elaborar una historia, muchas veces fantasiosa, pero siem- pre efectiva, sobre prodigios acontecidos allí, y ello animaba a peregrinos de regiones más lejanas. Así se popularizaron lugares como Canterbury, en Inglaterra, donde el sepulcro de santo Tomás Becket, asesinado en 1170, se convirtió inmediatamente en destino de peregrinación. Lo mismo sucedió con el Mont Saint-Michel, en Francia, es- pecialmente visitado en los siglos xiv y xv, pese a los peligros de las arenas movedizas y las mareas galopantes de los alrededores del santuario. Sólo en el año 1318 consta la muerte de 43 pere- grinos: 18 ahogados en la bahía, 12 atrapados en las arenas y 13 asfixiados por la multitud hacinada en la iglesia. En el sur de Francia, en el Macizo Central, los peregrinos encontraban otro lugar de devoción: el pico de Rocamadour; allí se veneraba especialmente a la Virgen. La literatura, tanto fran- cesa como castellana, recogió testimonios de esa devoción que, junto con otras, como las de San Martín y San Nicolás, fueron frecuentes en los núcleos del Camino de Santiago. En los reinos españoles, además de Compostela, otro lugar particularmente frecuentado, como lo decía el texto de las Partidas, fue sin duda San Salvador de Oviedo. Junto a ambos, unos cuantos monasterios trataron de suscitar corrientes de pe- regrinación hacia ellos. Entre otros, lo consiguieron San Millán de la Cogolla en la Rioja, Santo Domingo de Silos en Castilla, Montserrat en Cataluña y Guadalupe en Extremadura. Y, más tarde, Santo Toribio de Liébana, único con Santiago que contó con la gracia del jubileo, según concesión papal de comienzos del siglo xvi. Podía alcanzarse los años en que el día de Santo Toribio (16 de abril) coincidía en domingo, acudiendo al monas- 14
  • 17. Los viajeros terio a venerar el que, según la tradición, constituía el mayor fragmento conservado del Lignum crucis o cruz de Cristo. En todos esos lugares, el sepulcro de un santo, las reliquias de otro, la imagen de una Virgen eran objetos que justificaban la visita del peregrino. Pero en la Edad Media hubo un destino pe- regrinatorio más sorprendente. Fue el llamado "purgatorio de San Patricio", una cueva en una isla de un pequeño lago en el Donegal, en Irlanda. Según la tradición, era el sitio adecuado pa- ra tener visiones del más allá y conocer el destino de los parien- tes difuntos. Pero, para conseguirlo, el peregrino debía pasar en la cueva un día entero. Si lo conseguía, a su muerte iría directa- mente al cielo. la actitud dei peregrino en su lugar de destino El peregrino trataba siempre de entrar en contacto con un lugar, una reliquia o un objeto sagrado. Al principio lo hacía por deseo de purificarse mediante el desarraigo y el sacrificio. Más tarde, otros motivos estimularon la peregrinación. En unos ca- sos, el cumplimiento de una promesa hecha con ocasión de un peligro mortal o de un cautiverio. En otros, la obligación de cumplir una penitencia impuesta por el confesor. O simplemen- te una sentencia dictada por un tribunal. Lo normal era por supuesto que el peregrino acudiera perso- nalmente al lugar santo, pero en el siglo xv surgió la figura del pe- regrino por poder o por delegación. Esto es, un hombre que hacía el camino en lugar de otro, que le abonaba los gastos. Todo un sín- toma del debilitamiento del verdadero espíritu del peregrino. Como viajeros, los peregrinos constituyeron el grupo me- nos homogéneo de viandantes de la Europa medieval. Un rey, un noble, un obispo, un mercader, un artesano, un campesino... podían ser peregrinos. Y, aunque su espíritu de devoción fuera semejante, su forma de viaje tal vez no. Dejemos por ello para luego los desplazamientos de los diversos viajeros y observemos a los peregrinos en el momento de llegar al santuario que con- servaba el objeto de su devoción, la razón de su viaje. Una vez ante el altar que guardaba las reliquias o ante el se- pulcro del santo, el peregrino se tendía en tierra, boca abajo y con los brazos en cruz, y rezaba. Esta postura, además de simbo- lizar espíritu de humillación, permitía un contacto completo con el lugar sagrado durante la oración. Desde el siglo xm, se fue sustituyendo por la posición de rodillas y los golpes de pecho. Para cumplir una promesa bastaba ese gesto individual de humi- llación y rezo, pero para pedir un milagro los peregrinos lo ha- cían colectivamente, a veces entre gritos y flagelaciones. Para facilitar el contacto directo y permanente con el lugar sagrado, las iglesias de peregrinación no solían cerrarse nunca. Escultura del apóstol Santiago con atuendo de peregrino en el coro- namiento de la Puerta Santa de la catedral de Santiago de Compos- tela. 15
  • 18. Los viajeros medievales Sólo en la del Mont Saint-Michel se prohibía la entrada durante la noche, porque se decía que entonces tenían lugar apariciones de ángeles y santos. En las demás, la norma era la presencia inin- terrumpida de peregrinos en la iglesia. Ese horario permitía el rito de la incubación, conocido ya en los templos griegos: esto , es, acostarse y dormir en el propio santuario. Existía la creencia 'de que, durante el sueño, el peregrino alcanzaría su curación o el favor que había venido a pedir al santo. Con estas prácticas, las condiciones higiénicas de los gran- des centros de peregrinación dejaban mucho que desear. No ex- traña que se impusieran soluciones como el botafumeiro de la catedral compostelana. Esto es, un enorme incensario que, al quemar el incienso y difundir su aroma por la iglesia, evitaba N que el olor de la muchedumbre se hiciera insoportable. los viajeros de ¡da y vuelta La mayoría de los hombres y mujeres de la Edad Media fue- ron, como nosotros, viajeros de ida y vuelta. Esto es, gentes que en un momento de su vida salieron de un lugar, llegaron a otro, cumplieron su objetivo (visita amistosa, oración, penitencia, ad- ministración, negocio, ejercicio de justicia, combate...) y regresa- ron a su punto de partida. Muchas veces, mil imprevistos alarga- ban el viaje. Otras, surgían oportunidades, deseadas o no, que obligaban a prolongarlo. La variedad de estos viajeros era, por de- finición, casi infinita. Recordemos por ello los más característicos. Los reyes y otros grandes señores Éstos constituyeron el grupo de viajeros mejor documenta- dos; en especial los monarcas de los siglos xm a xv. Los motivos de sus viajes eran muy variados: emprender una campaña gue- rrera, acudir a contraer matrimonio o a una convocatoria a cor- tes, desplazarse para ejercer justicia o para administrar... Y, en el caso de los obispos, realizar las visitas pastorales, asistir a los sí- nodos, viajar a Roma a rendir cuentas al papa o a pedirle algún favor para sí o para su diócesis... Cada uno de estos desplazamientos reales o señoriales supo- nía, aun en tiempos de paz, un enorme séquito. En sus viajes du- rante el año 1075, el rey Alfonso VI de León y Castilla dispuso de una comitiva de 226 personas, 51 carros, más de 200 caballos, muías y asnos, una pequeña manada de vacas y un rebaño de ovejas. En el séquito, además de la familia del monarca, figura- ban varios obispos, el alférez real, un mayordomo, un notario, un capellán, un juglar, un bufón, un halconero, un perrero, dos escuderos y tres criados. Una escolta militar de unos 120 miem- bros y personal de servicio, en especial cocineros, pinches y aguadores, completaban la comitiva. 16
  • 19. Los viajeros Unos cien años después, la embajada de Tomás Becket, can- ciller de Inglaterra, a Francia en 1158 suscitó el entusiasmo de su biógrafo, que nos legó una descripción del espectacular séquito que lo acompañó. Estaba compuesto por unos doscientos jinetes y unos cuantos grandes carros, tirados por cinco caballos, cada uno con su carrero, un vigilante, un perro guardián y cinco mo- zos de cuadra. Aparte de los dedicados al equipaje de los miembros del cor- tejo, algunos carros tenían funciones concretas. Uno llevaba lo necesario para montar la capilla de campaña: altar, objetos litúr- gicos, libros; otro, tapices y colgaduras para decorar la cámara del embajador; otro, su ropa, que incluía veinticuatro mudas com- pletas y otras tantas túnicas, más las que traía de regalo para el rey y los nobles de Francia. Otro carro transportaba la cocina, con sus cacerolas, sus sacos con alimentos secos y las ollas con manteca; otro, los servicios de mesa, esto es, bandejas, platos, en- saladeras y copas de oro y plata; y otros dos, barriles de cerveza. Los séquitos de Alfonso VI y Tomás Becket no constituye- ron, ni mucho menos, excepciones en los desplazamientos de los reyes y grandes señores medievales. Más aún, en los siglos xiv y xv, los viajes de ese tipo de personas se revistieron de mayor boato todavía. La razón era que en la Edad Media la posición so- cial había que mostrarla constantemente y ello se hacía a través de signos exteriores de riqueza, en especial de riqueza derrocha- da. Uno de ellos era sin duda la magnificencia en vestuario, equipamiento y servidumbre, que se desplegaba unas veces en el interior del castillo, del palacio o de la residencia señorial y, otras, en el curso de los viajes reales o nobiliarios. Conquista de Toledo por Alfonso VI en un azulejo de la Plaza de España de Sevilla. El caballo en el que mon- ta, con rica gualdrapa, da una idea del boato de los cortejos regios. 17
  • 20. Los viajeros medievales A la izquierda, cortejo de nobles en una mi- niatura del Libro de las muy ricas horas del duque de Berry, del si- glo xv (Museo Conde, Chantilly, Francia). A la derecha, Gengis Kan en un manuscrito medie- val (Biblioteca Nacio- nal, París). Tales comitivas suscitaban la admiración de los cronistas, pero las gentes de los lugares por donde pasaban las considera- ban tanto un espectáculo como, sobre todo, una amenaza. La desesperación y el pánico debieron ser sentimientos frecuentes entre vecinos de las aldeas o abades de los monasterios obliga- dos a proporcionar yantar y hospedaje a tales séquitos. Tras su paso, muchas casas y campos quedaban asolados. En parte, por los miembros del cortejo; en parte, por los acompañantes, mer- caderes, soldados mercenarios, peregrinos, mendigos, que iban con él para sentirse más seguros. Los embajadores; mensajeros y correos El carácter trashumante de las cortes reales y señoriales y la falta de otros medios de transmisión de noticias en la Edad Media multiplicaron las ocasiones en que era necesario enviar una persona con un mensaje, con una carta. Además, desde el siglo xii, el aumento de relaciones, tanto políticas como econó- micas, entre distintas regiones o diferentes reinos hizo más pe- rentoria la necesidad de transmitir noticias. Las personas encar- gadas de hacerlo fueron muy variadas. Los legados o embajadores. Fueron en general nobles, sobre todo eclesiásticos, esto es, obispos o abades de grandes monaste- rios. Si su misión era secreta, solían ir disfrazados, generalmente de mercaderes; si no lo era, sus viajes podían revestir el lujo del de Tomás Becket a París. El papado fue la primera institución en organizar visitas de sus legados a las diócesis y de los obispos a Roma. No extraña por ello que la Iglesia romana y la repúbli- ca de Venecia, que tenía relaciones comerciales en todo el Me- diterráneo, fueran pioneras en contar con embajadores oficiales.
  • 21. Los viajeros Desde mediados del siglo xin, el embajador empezó a ser una fi- gura habitual en los caminos de Europa. Dos siglos más tarde, Bernard de Rosier escribió el primer tratado de práctica diplomá- tica, el titulado Breve tratado sobre los embajadores. De los innumerables viajes de los embajadores medievales, unos cuantos resultaron especialmente extraordinarios por su destino y sus objetivos. Por ejemplo, los realizados a la corte del Gran Kan o jefe supremo de los mongoles entre mediados del si- glo xiii y comienzos del xv. Las primeras embajadas con ese des- tino las envió el papa Inocencio IV desde 1245. Los enviados fueron unos embajadores-misioneros, frailes franciscanos y do- minicos. Su misión, entre otros objetivos, incluía dos: hallar el reino del Preste Juan y animar a los mongoles a colaborar con los reyes cristianos en la recuperación de Jerusalén de manos musulmanas. La leyenda del Preste Juan se había difundido por Europa desde mediados del siglo xn. Esto es, desde el momento en que los musulmanes empezaron a recuperar territorios que los cruza- dos habían ocupado en Siria y Palestina en 1099. Se suponía que el tal Preste Juan de la India era un emperador-sacerdote, cuyo imperio abarcaba gran parte de Asia, y al que estaban sometidos muchos reinos. Su autoridad se extendía sobre una tierra paradi- síaca, llena de riquezas y plantas y animales extraordinarios. La leyenda cobró fuerza cuando la expansión de los mongo- les en el siglo xm y la paz que siguió a sus conquistas permitie- ron a viajeros europeos adentrarse en Asia. En efecto, Gengis Kan y sus sucesores habían unificado políticamente un inmenso espacio, desde el mar de la China hasta el Danubio. Más aún, habían asegurado una paz, que fomentó las relaciones, basadas en un excelente servicio de postas y correos. Pese a la distancia y las dificultades del viaje, las embaja- das de Juan de Pian Carpino en 1245 y, siete años después, de Guillermo de Rubruck llegaron a su lejano destino. Sus prota- gonistas, además de describir las costumbres de los pueblos mongoles, dieron noticias de la existencia de pequeñas comuni- dades de cristianos que encontraron en perdidos lugares del in- terior de Asia. Las embajadas al Gran Kan se repitieron en la segunda mi- tad del siglo xm y principios del siguiente. Como en las anterio- res, sus miembros, frailes franciscanos o dominicos, eran a la vez enviados políticos y misioneros, que llegaron hasta Pekín. Algunos de ellos, como Odorico de Pordenone y Juan de Montecorvino, nos dejaron relatos llenos de informaciones y al- gunas fantasías de sus recorridos por Asia. Animados por ellos, entre 1403 y 1406, Ruy González de Clavijo, embajador del rey Enrique III de Castilla, realizó un viaje hasta la corte que el gran conquistador mongol Tamerlán tenía entonces en Samarcanda. Banquete del Gran Kan, miniatura del Libro de las maravillas del mun- do sobre los viajes de Marco Polo, del siglo xiv (Biblioteca Nacional, París). noiffffla'hUiTirlngoinmiifiHfroiiginirt'tiflaitttraJ snut niifnmf te mints crir ladiQttñoojuttoii-attpur^rtx .iiirrs.3«nt|cctr|Ki• Vil mmr^iicquronoiífclaunw^RC Gilí nn«ifliir?umu*»ift"i-™ï'îtŒ»iotu.omiiaûirtrlatuiai< <?giaitrUaantecatinocíftus «iutüuisi icsutts cu muiUr,31? &nr£Ufcgcrarto tmigrorneïœgmnsfagnouBícer¡His matr tots granemipsaas.iiil-iit&tuK uupícaunísítrtí.toitjnrurtt bmtSx&.a &5xd¡.CÍÍSítuu?crujruxcs auioustrtntu K I 19
  • 22. Los viajeros medievales Partida de soldados en las inmediaciones de una ciudad. Detalle del retablo de la huida a Egipto, de hacia 1454, de la colegiata de San Salvador, Ejea de los Caballeros (Zaragoza). Los mensajeros. Estos encargados de llevar una carta, un des- pacho oficial, un parte militar..., convocando a la hueste, al sí- nodo, a la reunión de cortes..., también fueron usuarios de los caminos. Para esa misión podía valer un noble, un caballero o simplemente, si el mensaje no era muy urgente, un mercader o un peregrino. Si lo era, podía encargarse a un jinete, capaz de recorrer cien kilómetros en un día, o hasta doscientos, si conta- ba con caballos de refresco. La demanda de servicios de mensajería creció mucho desde el siglo xiii. La explicación es sencilla: en toda Europa, las rela- ciones mercantiles, políticas e intelectuales se hicieron más fre- cuentes y, sobre todo, la vida de los europeos más sedentaria. Por ello, desde finales del siglo xm, surgieron troteros y correos es- pecializados en el traslado de cartas y mensajes. Algunos consti- tuyeron sus propias asociaciones. Así sucedió en el siglo xv con los correos del reino de Valencia, el Hoste de correos de Zaragoza y la Cofradía de correos de Barcelona. También fueron viajeros de ida y vuelta y no siempre bien acogidos por otros caminantes. La razón era comprensible: los siglos medievales fueron pródigos en bandas de guerreros que recorrían tierras, atemorizando a las gentes de las aldeas., A co- mienzos del siglo xi, algunos obispos habían tratado de evitar las manifestaciones más violentas de aquellas bandas. Para ello or- ganizaron las llamadas asambleas de paz y tregua de Dios. Su ob- jetivo era limitar la guerra a determinados días de la semana: lu- nes, martes y miércoles; impedirla en algunos lugares: los que tenían derecho de asilo, como las iglesias; y evitarla a personas co- mo clérigos, viudas y huérfanos. Esos intentos tuvieron éxitos parciales, pero no pudieron impedir la violencia de los soldados en los caminos de Europa. En ocasiones, eran guerreros de la guardia privada de un señor; en otras, miembros de la milicia real convocados para la guerra; y en otras, simples caballeros jóvenes deseosos de probar su va- lor y destreza en el encuentro con algún adversario. En todos los casos, en especial tras una derrota que los privaba del botín espe- rado, los soldados se convertían en peligrosos usuarios del cami- no; de hecho, en unos salteadores. Los buhoneros/ arrieros y carreteros Las personas encargadas de transportar mercancías de un lugar a otro eran por definición usuarios habituales de los cami- nos. El traslado de los productos se hacía en alforjas, en un ba- lancín sobre los hombros, a lomos de alguna caballería, normal- mente asnos de pisar seguro o, si las pendientes y el suelo lo permitían, en carros tirados por bueyes o mulos. 20
  • 23. Los viajeros El tipo de mercancías transportadas fue en general variando a lo largo de la Edad Media y con ello exigiendo cambios en los sistemas de transporte. En los primeros siglos, lo normal era que la población se abasteciera en las zonas cercanas a su casa. Por ello, los mercaderes, verdaderos buhoneros, sólo llevaban de un lugar a otro productos caros de pequeño volumen y peso. A ve- ces a cuestas, otras en acémilas. Más tarde, desde el siglo xn, conforme la población de las ciudades creció, las demandas de transporte también lo hicie- ron. El buhonero solitario, desde luego, no desapareció. Una mi- niatura alemana del siglo xn nos muestra a uno que va a pie, con el típico sombrero ancho y un buen capote, y transporta sus en- seres y mercancía ligera en las alforjas de un caballejo. Sobre él monta también su "escaparate": una percha en la que se expo- nen cinturones, bandas, collares y otros artículos de mercería. Junto a ese buhonero, empezó a ser más común el arriero, que conducía una recua de acémilas con alforjas bien cargadas. A lomos de muías, por ejemplo, pasaban o repasaban la cordille- ra Cantábrica lanas para la exportación y paños importados, hie- rro vizcaíno, pescado del Cantábrico, sal de Poza o de Anana. Según la memoria elaborada en 1492 para la reparación del ca- mino de la peña de Orduña, por aquel paraje circulaban anual- mente tres mil bestias con su carga. El caballo como montu- ra o como tiro de diver- sos tipos de carros fue durante muchos siglos el medio principal de locomoción y transpor- te. Detalle de una mi- niatura del Libro de pesca de Maximiliano I (Innsbruck, 1504) (Bi- blioteca Nacional, Ma- drid). 21
  • 24. Los viajeros medievales Desembarco de mercan- cías en el puerto, en un códice del siglo xv (Bod- leian Library, Oxford, Gran Bretaña). Por fin, en el siglo xv, la demanda de productos de primera necesidad por parte de las ciudades se hizo más exigente. Ello obligó a transportar cereales, sal, vino en grandes cantidades. Entonces, junto a las embarcaciones que lo hacían por ríos y mares, los carros, concretamente las reatas de carros, también empezaron a hacerlo por tierra. Al menos en aquellas regiones en que la orografía se lo permitía. Así, a finales del siglo xv nació en Castilla una asociación de carreteros. Precisamente, el paso frecuente de carros contribuyó a fijar algunos de los itinerarios más importantes de la península Ibérica. Muchos de ellos sobre el trazado de las viejas calzadas romanas. los viajeros estacionales: recaudadores^ estudiantes, segadores, pastores Los viajeros de ida y vuelta no tenían fecha fija para hacer sus viajes. Como veremos luego, éstos eran más frecuentes en la primavera, pero en cualquier caso no tenían un ritmo preciso. Con todo, en el camino también era posible encontrar viajeros cuyos movimientos de ida y vuelta se ajustaban a ritmos más co- nocidos, en razón de su actividad profesional; a ritmos marca- dos por las estaciones del año. Así eran los viajes de los recaudadores de los señoríos, algu- nos de los cuales incluían posesiones desparramadas por cientos 22
  • 25. Los viajeros y aun miles de kilómetros cuadrados. La actividad de estos viaje- ros varió al compás que lo hicieron las formas de los tributos o las rentas. Si los campesinos los pagaban en especie, lo normal era que los transportaran (trigo, vino, lana, cera, paños, odres de aceite...) hasta el centro señorial. Si los pagaban en dinero, como fue más común desde el siglo xn, el recaudador podía pasar por los pueblos a recogerlo. De esa forma, su figura empezó a ser fa- miliar entre las gentes del camino. Los estudiantes universitarios también se movían con ritmo estacional; en su caso, el del curso académico. Hasta finales del siglo xii, los centros de enseñanza fueron exclusivamente las es- cuelas de las catedrales o los monasterios. Algunas de ellas, co- mo las de Chartres, París, Santiago de Compostela, adquirieron fama y eran frecuentadas por estudiantes de diversas regiones. Pero la mayoría de esas escuelas sólo atendía a gentes del entor- no que se preparaban para el sacerdocio. Desde el siglo xm, con la creación de las primeras universi- dades europeas (Bolonia, París, Oxford, Cambridge, Salamanca, Valladolid, Lérida), los estudiosos acudían a esos nuevos centros de enseñanza y se trasladaban de unos a otros. El uso del latín como idioma culto permitía que los universitarios no tuvieran dificultades para entenderse, pese al nacimiento y desarrollo de las lenguas vernáculas en los reinos europeos. Algunos estudiantes iban por los caminos cantando sus canciones goliardescas: según los casos, eróticas, burlescas, cor- teses, eruditas, tabernarias. Una colección de ese tipo de cancio- nes, la conservada en el monasterio de Bauern, fue especialmen- te famosa. Todavía en nuestro siglo, los Carmina huraña, esto es, los cantos de Bauern, inspiraron a Cari Orff la creación de una composición musical llena de reminiscencias de la vida de los universitarios del siglo xm, que frecuentaban los caminos al rit- mo de los períodos de clase. Los segadores también seguían ritmos rigurosamente esta- cionales. Por supuesto, la mayoría de ellos no pasaban de traba- jar en las mieses de su aldea o de otra cercana, pero algunos se desplazaban más lejos. Sus itinerarios, poco conocidos, han de- jado huella en la literatura. Al menos, Gonzalo de Berceo, el pri- mer poeta conocido en lengua castellana, ya los mencionó en el siglo xm en una de sus estrofas: Desamparó la tierra, ca temía mal prender, passó alien la sierra, a agosto coger, el su menester malo no lo quiso perder, pusiéronlo segando, queríenlo espender. Seis siglos más tarde, la poetisa gallega Rosalía de Castro se compadecería de las penalidades de sus paisanos que, agrupados en cuadrillas, hacían cada año, todavía a pie, el viaje de ida y 23
  • 26. Los viajeros medievales vuelta a segar las mieses de Castilla. Eran otros habituales del ca- mino, sometidos a un ritmo férreamente estacional. Los pastores fueron con todo los viajeros estacionales mejor documentados. El cancionero popular ha recogido muchas tra- diciones de pastores que van y vienen. Una de las más conocidas recuerda: "ya se van los pastores a la Extremadura..." Se trataba de los encargados de conducir los rebaños de ovejas en las largas trashumancias. Según los documentos, algunos iban desde la vertiente francesa de los Pirineos hasta las tierras del Maestraz- go, donde llegaban a tiempo para las fiestas de las villas de San Mateo y Morella. Y, sobre todo, usuarios de los caminos o, más exactamente, creadores de caminos, fueron los pastores de Castilla. Aquí, la trashumancia medieval dejó su imborrable rastro en una serie de caminos, cordales y sobre todo grandes cañadas, que podían lle- gar a tener una anchura de casi cien metros. Algunas ciudades castellanas, sin excluir Madrid, fueron en su momento lugar de paso de esas cañadas; en el caso de la capital, la calle de Alcalá. Por ellas transitaban los rebaños que durante el verano pastaban en las montañas del norte y durante el invierno lo hacían en los pastizales del sur: en Extremadura o en el valle de Alcudia. Dos veces al año, durante un mes en primavera y otro en otoño, hasta cuatro millones de ovejas se desplazaban de unos pastos a otros. El tráfico estaba relacionado con la producción de lana, primera materia de exportación del reino de Castilla en los siglos xiii a xv. No extraña por ello que, hacia 1250, los propieta- rios de ganado ovino se asociaran en el "Honrado Concejo de la Mesta" para organizar tal tránsito. Para su conducción, los reba- ños trashumantes se distribuían en hatos de mil cabezas, dirigi- dos por un mayoral, ayudado por pastores y rabadanes. En total, unas quince mil personas circulando por las cañadas con sus in- mensos rebaños: en abril hacia el norte y en octubre hacia el sur de Castilla. Los viajeros de idas los emigrantes y exüiados La Edad Media, como todas las épocas, conoció también viajeros que sólo hacían el viaje de ida: los emigrantes. Esto es, gentes que abandonaban con carácter definitivo su residencia y trataban de rehacer su vida en otros lugares. La pobreza, la falta de expectativas profesionales, la limitación de su libertad por ra- zones étnicas, religiosas o ideológicas constituyeron, como es habitual, algunos de los motivos que empujaron a los europeos medievales a hacer un viaje sin retorno. En cierto modo, desde el siglo v hasta el xv, la historia me- dieval está llena de emigrantes y exiliados. Sobre todo, entre los 24
  • 27. Los viaferos siglos v y x, las emigraciones fueron una constante en Europa. [ Los pueblos germanos en el siglo v; los eslavos en el vi y vu; los musulmanes en el vm; los vikingos en los siglos ix y x, fueron al- gunos de los protagonistas de esas emigraciones. Bien es verdad que esos pueblos no andaban por los caminos como viandantes; más bien lo hicieron como conquistadores y saqueadores. Fijémonos por ello en emigrantes menos agresivos, más ve- rosímiles en los caminos de Europa desde el siglo xi. Gentes co- mo Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, quien hacia 1080 marchó des- terrado de Castilla y se hizo un nombre y una fortuna a costa de los musulmanes de Valencia. O como los nobles partidarios del rey Pedro I, quienes después del asesinato del monarca en 1369 25 Entre los siglos v y x, pueblos de las más di- versas procedencias in- vadieron Europa.
  • 28. Los viajeros medievales La ciudad medieval era centro de atracción pa- ra viajeros que acudían a ella por variados mo- tivos. Fresco de Ambro- gio Lorenzetti sobre El buen gobierno, 1338- 1339 (Palacio Comunal de Siena, Italia). salieron de Castilla para no ser castigados por Enrique II de Trastámara, hermanastro y vencedor de aquél. O como los caba- lleros portugueses aliados del rey de Castilla obligados a emigrar en 1385 después de su derrota en la batalla de Aljubarrota. Sin contar con este tipo de exiliados, los caminos medieva- les europeos se nutrieron sobre todo de tres clases de emigrantes. La primera estuvo constituida por los judíos, que fueron expul- sados sucesivamente de los diferentes reinos: de Francia a finales del siglo xin; de Inglaterra un poco después; de España en 1492. La segunda fue la de los repobladores, gentes que abandonaban sus aldeas para instalarse en zonas despobladas, normalmente en los bordes del espacio ocupado por la cristiandad. El fenóme- no fue especialmente importante en dos escenarios: la península Ibérica y las tierras situadas al este del río Elba. Y, por fin, los caminos se rellenaron en toda Europa con una tercera clase de emigrantes: los que abandonaban su aldea para ir a probar fortuna en alguna de las numerosas ciudades que iban surgiendo en toda Europa. El slogan de reclamo era que "el aire de la ciudad hace libre". Esto es, que las condiciones eco- nómicas y sobre todo sociales y políticas de los vecinos de las ciudades eran mejores que las de los campesinos en las aldeas sometidas a los señores. Ello estimuló un amplio movimiento de gente que marchó del campo a la ciudad. Así, las mudanzas con el ajuar a cuestas y en distancias cortas fueron frecuentes en los siglos xiii a xv. Los viajeros a todas y a ninguna parte En los caminos de la Europa medieval, los viandantes de que hemos hablado hasta ahora sabían dónde iban y en general iíí II • ^ ^ • i ^ H ^ H H M H V H M H 26
  • 29. Los viajeros por qué viajaban. Con frecuencia en sus viajes se topaban con gentes que no iban a ningún sitio concreto o, si se prefiere, iban a cualquier sitio. Los predicadores itinerantes eran algunos de ellos. Se trataba de clérigos que se desplazaban, sobre todo de ciudad en ciudad, predicando en las plazas o en los pulpitos de las iglesias. Su figu- ra fue frecuente en el siglo xiv cuando la Peste Negra y otras ca- lamidades se abatieron sobre Europa. Su predicación tenía siempre un tono de advertencia apoca- líptica, de amenaza de que el fin del mundo estaba próximo. La vehemencia de sus sermones arrastraba a los oyentes a seguir a los predicadores de pueblo en pueblo. Muchas veces lo hacían como vagabundos que iban por los caminos gritando "¡Señor, ten piedad!" y azotándose con ramas y correas. Comitivas de es- te tipo acompañaron a un famoso predicador, el dominico va- lenciano Vicente Ferrer, quien entre los años 1390 y 1419 reco- rrió sin descanso los caminos de Europa. En general, ese tipo de séquitos de los predicadores debió de ser más frecuente en los reinos del norte que en los del sur. Los cazadores eran, como hoy, gentes que iban y venían por los caminos tras las huellas de sus presas. En su caso, se trataba más bien de senderos de bosques mucho más espesos y extensos y con muchos más animales que hoy. El Libro de la montería del rey Alfonso XI de Castilla proprorciona una buena guía de las posibilidades de caza de los distintos montes del reino en el si- glo xiv. Por él sabemos cómo la mayoría de ellos estaban pobla- dos de osos, venados, cerdos salvajes, lobos, zorros... Otros caza- dores optaban por otros senderos, los de las riberas de ríos y arroyos. Allí abundaban las aves, que ellos cazaban con la ayuda de azores y halcones amaestrados. Era el noble arte de la cetrería, ocupación exclusiva de los señores. Predicación de San Vi- cente Ferrer, cuadro de Francisco Ribalta (igle- sia parroquial de Alge- mesí, Valencia). El rey Alfonso XI en una escena de caza. Libro de la montería, del si- glo xiv (Biblioteca del Palacio Real, Madrid). 27
  • 30. Los viajeros medievales Los motivos del escudo de armas de estos nobles se repetían en la gual- drapa de sus caballos. Libro de los caballeros de Santiago (Archivo Municipal, Burgos). Los trovadores eran otros usuarios sin destino fijo de los ca- minos. Su oficio era el de componer trovas o canciones que reci- taban o cantaban en las cortes de reyes y grandes nobles. Para éstos era un título de honor contar con uno o varios trovadores que mediante pago cantaran las glorias de la familia. Ello explica que los trovadores formaran parte de las comitivas nobiliarias, a las que entretenían cuando acampaban para pasar la noche, y que fueran bien recibidos en castillos y palacios. En toda Europa gozaron de fama los trovadores del sur de Francia y Cataluña y, más tarde, los de Galicia y Portugal. Así sucedió con Marcabrú, Peire Vidal, Ramón Vidal de Besalú o Macias "lo namorado", ampliamente conocidos por sus composiciones poéticas. Los juglares. Aunque el tono de la corte señorial lo dieran los trovadores, ningún rey o noble renunciaba a contar con algún juglar. Éste era una mezcla de recitador de poemas, narrador de cuentos, malabarista, echador de cartas, músico, ambulante, que no era difícil encontrar en los caminos de Europa. Se trataba además de un compañero muy bien recibido por otros viajeros, a quienes sus habilidades aseguraban un entretenimiento. Con todo, su función social fue más allá: algunos juglares contribu- yeron a difundir los poemas épicos, como el Poema de Mió Cid, y con ellos a crear una memoria histórica entre las gentes que los escuchaban en plazas y ventas. Los justadores fueron sin duda unos de los tipos más singula- res de los caminos medievales de los siglos xiv y xv. Eran nobles que recorrían los reinos buscando lugares donde lucir sus habili- dades en justas y torneos. Éstos se habían convertido, en los si- glos finales de la Edad Media, en una especie de residuo estiliza- do de las antiguas luchas entre señores. En efecto, en los siglos xi y xii, los jóvenes nobles que tenían hermanos mayores no espe- raban heredar. Por ello buscaban señores que los contrataran co- mo guardia personal a caballo. El pago de sus servicios les permi- tía adquirir un patrimonio para casarse y mantener una familia En los siglos xiv y xv, la difusión del empleo de la pólvora y de los arcos grandes hizo disminuir el papel de la caballería co- mo fuerza militar en las batallas. En cierto modo, para un noble de los de antes, la guerra empezó a tener entonces un carácter plebeyo: un campesino o un artesano dotado con un arco podía derribar a un señor montado a caballo. Ello hizo que, por nostal- gia de un tiempo pasado que consideraban mejor, los caballeros se convirtieran en buscadores de gloria en otros escenarios. Así, caballeros andantes a la búsqueda de aventuras, de de- mostraciones de valor y fuerza, fueron frecuentes en los caminos de Europa. A comienzos del siglo xvn, Miguel de Cervantes utili- zaría ese tipo humano para crear la figura de don Quijote de la Mancha. Con ella trató de ridiculizar la pretensión de tanto ca- ballero andante a la busca de peligros por el amor de una dama. 28
  • 31. Los viajeros De las distintas andanzas de esos caballeros, las más vistosas fueron sin duda los torneos y las más llamativas, los pasos de ar- mas. Se ha conservado acta notarial del paso de armas que sostu- vo el noble don Suero de Quiñones en el puente sobre el río Órbigo, cerca de León, durante el mes de julio de 1434. Por ella sabemos que el noble se encadenó al puente, dispuesto a no de- jar pasar a ningún caballero que no aceptara rendirse ante él. Durante un mes, don Suero lidió con más de sesenta caballeros saliendo vencedor y rompiendo ciento ochenta lanzas en la lid. los viajeros de ficción Los caballeros andantes existieron en la realidad, pero sobre todo en la ficción literaria. Bueno será por ello recordar los dos tipos más característicos de viajeros de ficción: los caballeros an- dantes y los que podríamos llamar viajeros inmóviles o "viajeros de cámara". 'El caballero andante fue figura frecuentísima en la narrativa medieval en las distintas lenguas europeas. Se trataba de un hombre que, normalmente en solitario y casi siempre de incóg- nito, bajo un nombre enigmático y un yelmo que le ocultaba el rostro, recorría el mundo en busca de aventuras. Según las nove- las, se trataba de un mundo en el que paradójicamente no se mencionaban ciudades, pueblos o lugares concretos. Sólo unos difusos escenarios donde el caballero andante probaba sus virtu- des: resistencia física, perseverancia, disponibilidad constante para salir en defensa del débil, para hacer justicia. El viajero inmóvil era y es un autor que fingía haber hecho un viaje y conocido tierras lejanas. Antes recordábamos las no- velas de un excelente viajero inmóvil del siglo xix que fue el novelista francés Julio Verne. Pues bien, algo semejante sucedió con algunas obras medievales. Entre ellas mencionaremos dos de mediados del siglo xiv. La primera es el Libro del conoscimiento de todos los reynos y tierras y señoríos; en él un franciscano caste- Guerreros medievales en una miniatura de la Biblia di Borso d'Esté, del siglo xv, Biblioteca Estense, Mòdena, Italia (Biblioteca Nacional, Madrid). Amadís de Caula fue prototipo literario de caballero andante. Por- tada de Los cuatro li- bros de Amadís de Gaula, edición de 1533. £íniacU0T>e@3uU. *n uamenteúup2cflò0 *7bvfto¿udoíM®>f í - 3 3 29
  • 32. Los viajeros medievales Caravana de mercade- res en el Atlas catalán de Abraham Cresques, de 1375 (Biblioteca Na- cional, París). 'rm .;S?.>-. llano fingía haber hecho un larguísimo recorrido por tierras de Asia, Europa y norte de África. La segunda es el Libro de las maravillas del mundo de un tal Juan de Mandeville. En él, sin que sepamos con certeza la identi- dad de su autor, el protagonista, un caballero inglés, después de peregrinar a Tierra Santa, recorrió casi todo el mundo conocido y gran parte del desconocido. Para elaborar su obra, el autor em- pleó un abundantísimo material, que incluía obras de geografía y sobre todo relatos de viajeros, en especial los de frailes que, co- mo Guillermo de Rubruk y Odorico de Pordenone, habían viaja- do hasta China. Los viajeros muertos Los caminos medievales no sólo sirvieron de paso a viajeros vivos. Por ellos transitaron también los muertos. Con carácter general lo hicieron todos los hombres y mujeres camino de su lugar de reposo definitivo. Con carácter particular, dos tipos de viajeros especiales: los cortejos fúnebres de los reyes y grandes señores y las reliquias. El traslado de los restos mortales de cualquier europeo me- dieval al cementerio, situado en el suelo del templo parroquial, exigía un cortejo fúnebre. En regiones de poblamiento disperso, 30
  • 33. Los viajeros la casa podía estar situada a más de ocho o diez kilómetros de la iglesia. Ello obligaba a hacer alto en algunos puntos del recorri- do, donde se rezaba un responso. Esa práctica fue configurando itinerarios funerarios, que los ancianos de nuestros pueblos de montaña todavía reconocen en el terreno. Los cortejos fúnebres de reyes y grandes señores reprodujeron a escala incomparablemente superior las comitivas funerarias de los campesinos europeos. La itinerancia de las cortes hacía muy frecuente que la muerte sorprendiera a un monarca o a un noble lejos de su residencia principal y sobre todo lejos del lugar don- de había dispuesto su enterramiento, normalmente un monaste- rio o una catedral. Ello explica la frecuencia de cortejos fúnebres en los caminos europeos. Muchos sirvieron de ostentación a la familia del difunto, que deseaba transmitir la idea de la importancia del muerto. El número de personas que componía el cortejo, el de plañideras, el de hachones y cirios que iluminaban el féretro, la calidad de las telas del ataúd, la frecuencia y duración de las oraciones que se recitaban durante el traslado, la cuantía de ropas o limosnas distribuidas entre los pobres que se acercaban a ver el entierro..., todo ello medía la categoría del difunto. En el caso de los reyes ingleses y franceses fue normal desde finales del siglo xn que se transportara al muerto vestido con el traje de ceremonia. Provisto de la corona en la cabeza y el cetro en la mano, el difunto iba tumbado en una litera abierta, a fin de ser venerado por sus subditos. Dos siglos más tarde, monarcas y nobles optaron por vestiduras menos espectaculares para su úl- timo viaje. Con frecuencia, el hábito de franciscano o de domi- nico sirvió para ello. De los numerosos cortejos fúnebres organizados en Ingla- terra, uno de los más famosos fue el de Leonor de Castilla, espo- sa de Eduardo I, muerta en 1290. La reina murió en Lincoln y debía ser enterrada en la abadía de Westminster, a más de dos- cientos kilómetros de distancia. En cada una de las paradas que el cortejo fúnebre hizo para pasar la noche, el rey ordenó levan- tar una cruz conmemorativa, las famosas cruces de Leonor. De ellas, la de la entonces aldea de Charing quedó vinculada para siempre al callejero de la ciudad de Londres: Charing Cross. Los viajes de las reliquias tuvieron que ver con las creencias y formas de piedad de los cristianos europeos. Desde sus primeros tiempos, la Iglesia estimuló la veneración de los mártires y la oración en los lugares de su martirio. Ello favoreció particular- mente el desarrollo de peregrinaciones a Roma, ciudad en que abundaban los restos de los mártires de las persecuciones de época imperial romana. El culto a las reliquias fue en los primeros siglos práctica co- mún en los dos espacios del antiguo imperio romano. Sin em- Misa de funeral. Libro de horas de Willem Vre- lant, del siglo xv. Esta lámina de un se- pulcro del crucero de la catedral vieja de Sala- manca muestra al di- funto yacente, atavia- do como iría en los cortejos fúnebres. 31
  • 34. Los viajeros medievales La búsqueda del Santo Criai o copa que Cristo utilizó en la Última Cena originó múltiples viajes, reales o legenda- rios. Aparición del San- to Criai a los caballeros de la Tabla Redonda, en el libro Lancelot du Lac (Biblioteca Nacio- nal, París). bargo, desde el siglo vu, los cristianos de la Iglesia de Bizancio se sintieron más inclinados a venerar, incluso en exceso, las imáge- nes de Cristo, la Virgen o los santos que las reliquias de los már- tires. En cambio, en Occidente siguió creciendo el entusiasmo por la posesión de aquéllas. Y con él, los viajes de las mismas. Desde el siglo xi, los traslados de reliquias se multiplicaron, en parte por la fundación de muchos nuevos monasterios e igle- sias. La mayoría de esos traslados fueron solemnes. Ello implica- ba una marcha lenta, de unos diez kilómetros por día, que podía durar semanas y aun meses enteros por los caminos. Otros tras- lados fueron furtivos. El más famoso, el de los restos mortales de san Nicolás, obispo de Mira. En esta ciudad de Asia Menor repo- saron desde su muerte, a mediados del siglo iv, hasta que unos marineros de Bari los robaron en 1087 y los trasladaron a esa ciudad del sur de Italia. LOS VIAJES DE LOS VIAJEROS MEDIEVALES cada viaje resultaba en la Edad Media más una excursión im- provisada que un viaje tal como lo entendemos hoy. En el des- plazamiento, el viajero rara vez desaprovechaba las ocasiones de distracción, conocimiento, diversión o devoción que surgían en torno a su ruta, pero en un entorno enormemente amplio, lo que prolongaba la duración de cada viaje. Pese a estas diferen- cias con nuestros viajes, algunos viajeros tomaban también sus medidas a la hora de preparar y realizar sus salidas. La preparación del viaje El comienzo del viaje. Muchos viajes no tenían fecha precisa: surgían por necesidad en un momento concreto, imprevisible. Pero había otros que no eran urgentes. En este caso, el comienzo del viaje solía tener lugar en una época del año, la primavera. Geoffrey Chaucer, literato inglés del siglo xiv, la recordó en el prólogo de su obra Cuentos de Canterbury con unas palabras que se han convertido en referencia obligada: "Cuando las apacibles lluvias de abril penetran en la sequedad de marzo y calan en las entrañas de la tierra, acelerando la germinación de flores y plan- tas, y Céfiro, con suave aliento, da vida a los tiernos brotes en bosques y prados bajo el sol, que en Aries ha recorrido la mitad de su curso; cuando las avecillas impulsadas por la naturaleza entonan sus armoniosos cantos, ha llegado el momento tan an- helado por la gente para emprender peregrinaciones y visitar re- motos países y célebres santuarios".
  • 35. Los viajes de los viajeros medievales La indumentaria. Como hemos visto, los europeos medieva- les no desperdiciaban la ocasión del viaje para mostrar su rique- za y su posición social. Ello condicionó en parte la indumentaria del viajero. Sin embargo, desde el siglo xi se fue imponiendo un vestuario más cómodo y funcional para el camino, aunque a la llegada a las ciudades o lugares concurridos el viajero se vistiera con trajes que evidenciaban su categoría social. En los viajes a pie, la indumentaria más adecuada, que aca- bó imponiéndose, fue la del peregrino. Un sombrero de fieltro de ala ancha y generalmente redondo que protegía del sol y la lluvia. Un amplio tabardo o capa con esclavina reforzada con cuero que aumentaba la protección contra el frío y el agua y po- día usarse como manta por las noches. Un par de zapatos, casi siempre ligeros, poco adecuados para afrontar los charcos, el frío o el desgaste del camino. Un pequeño zurrón colgado del hom- bro y una bolsa al cinto, que los peregrinos a Santiago adorna- ban con la concha o venera, servían respectivamente para llevar algún objeto, ropa o dinero. Un bordón o bastón de caminante, más alto que la cabeza. Y por fin, la calabaza, emblema del peregrino, o la bota de cuero con vino. Gracias a éstas, el viajero no dependía de las ta- bernas del camino, generalmente escasas, pues las ciudades so- lían tener monopolio de venta de bebidas. Y también podía prescindir de las aguas de ríos o arroyos desconocidos, de las que el caminante medieval no se fiaba en absoluto, siempre temero- so de que estuvieran contaminadas y le trajeran la peste. En los viajes en montura, el jinete debía equiparse aún más: el sombrero más ancho, la capa más amplia, para abrigar tam- bién al caballo, y desde el siglo xn el ceramen, capote de tela im- permeable encerada. Unos guantes con manopla impedían que las manos se helaran al manejar las riendas, y las huesas, fundas de piel flexible, protegían las piernas de las salpicaduras de barro A la izquierda, cami- nantes en una miniatu- ra del libro De balneis, del siglo xiv (Biblioteca Ambrosiana, Milán). A la derecha, hombre a caballo y ataviado con amplia capa y sombre- ro. Miniatura del Libro de Rut, USO (Pier- point Morgan Library, Nueva York). 33
  • 36. Los viajeros medievales y sobre todo del roce de zarzas y matorrales. Por su parte, la silla de montar solía ser ancha y poco anatómica, provista de borre- nes altos para sostener a los jinetes en las pendientes pronun- ciadas. El equipamiento complementario de la mayoría de los viajeros debía incluir dinero, algunos documentos y, si era posible, un cierto conocimiento de la lista de etapas de la ruta. El dinero: con él podía pagarse un alojamiento y una comida mejores o unos servicios más rápidos para reponer monturas o reparar herraduras. Además, el dinero era imprescindible para abonar los innumerables peajes y portazgos de señoríos y ciuda- des, especialmente abusivos en las rutas de peregrinación, o para sobornar a sus encargados. Los documentos podían servir al viajero medieval tanto co- mo el dinero. Su necesidad derivaba de la estructura política de los reinos. Hoy, en el marco de una Europa unida, podemos pa- searnos sin necesidad de ningún documento o, como mucho, del nacional de identidad. En la Edad Media, la situación era opuesta: una multitud de jurisdicciones, cada una de ellas en un territorio reducido; una enorme variedad de regímenes fiscales, cada uno con sus privilegios y sus excepciones; una gran variabi- lidad de alianzas políticas, cambiantes de la noche a la mañana; un amplio desconocimiento, tanto físico como jurídico y políti- co, del terreno que el viajero recorría. Todas esas circunstancias complicaban enormemente los viajes. Así, en los ochocientos kilómetros que median entre el pa- so pirenaico de Somport y Santiago de Compostela, un viajero debía atravesar tierras de cuatro reinos (Aragón, Navarra, Casti- lla, León), cada uno con su moneda y su legislación, unas veces en paz, otras en guerra entre sí. En caso de hostilidades, un extranjero era siempre mirado con malos ojos y el robo de sus pertenencias podía considerarse incluso un acto de patriotismo. EL CAMINO DE SANTIAGO Camino de Santiago a partir de Sancho III de Navarra Reinos cristianos a la muerte de Sancho III de Navarra (1035) Mapa del Camino de Santiago en el siglo xi. Las fronteras entre los reinos cristianos cam- biaban constantemente. 34
  • 37. Los viajes de ios viajeros medievales Pero las cosas eran todavía más complicadas. En nuestro ejemplo, a los cuatro reinos había que añadir quince villas del Camino, con sus estatutos particulares y sus exigencias. Junto a unos y otras, unos cuantos señoríos de obispos, monasterios, nobles laicos, que a su vez tenían sus particulares ordenanzas. En definitiva, en ese trayecto de ochocientos kilómetros, el via- jero podía haber atravesado más de cincuenta tierras, cada una con normas especiales. A los efectos, algo así como si hoy, para ir de Jaca a Compostela, tuviera que pasar por cincuenta países distintos. Todo ello hacía recomendable que el viajero llevara algún documento que lo identificara no tanto, como en nuestro caso, a título individual, sino como miembro de una comunidad. En la Edad Media, cada una tenía sus propios privilegios y salva- guardas y lógicamente quería que se los reconocieran fuera de su lugar de procedencia. Por ello convenía que el viajero llevara una carta de vecindad, que acreditaba no sólo su lugar de resi- dencia, sino también su condición social. De ambos datos (resi- dencia y posición social) dependía el trato que iba a recibir en otras localidades o incluso en los peajes y portazgos del camino/ Algunos conocimientos podían facilitar el viaje. Como hoy, los más estimados eran los referentes a la geografía de las tierras por recorrer, los valores de cambio de las monedas y los idiomas. Los viajeros de a pie rara vez podían llevar libros o mapas que les pro- porcionaran estos conocimientos. Y, de poder hacerlo, casi siem- pre habrían resultado inútiles, porque sólo un diez por ciento de la población sabía leer en el siglo xm. Precisamente, el perfeccio- namiento de los lentes desde finales de aquel siglo se ha conside- rado síntoma del aumento del número de lectores europeos. Algunos nobles, en cambio, con mayor equipaje y con co- nocimiento de lectura, salían de viaje con informaciones más completas. Entre ellas podía incluirse un pequeño glosario de palabras con su traducción correspondiente. Ya la Guía del pere- grino a Santiago de Compostela, de mediados del siglo xn, incluía unas cuantas palabras vascas y su significado, de modo que el viajero por tierras de habla vascuence pudiera entenderse algo con las gentes del lugar. Los medios de transporte eran finalmente una decisión im- portante del viajero. Ellos marcarían la velocidad de su desplaza- miento. Con mucha frecuencia no había otro que las propias piernas, que permitían recorrer unos cinco kilómetros por hora y unos veinticinco o treinta al día. Así, un viaje de Barcelona a Compostela o a Sevilla y vuelta podía durar algo más de tres me- ses, si el caminante no decidía o se veía obligado a dar algún ro- deo. En algunos lugares de tránsito especialmente difícil, como los pasos de montaña, el viajero podía alquilar un guía que lo llevara a hombros. Cortejo regio en la cere- monia de coronación de los reyes de Aragón (Monasterio de El Esco- rial). 35
  • 38. Los viajeros medievales Algunos viajeros más pudientes contaban con cabalgaduras. Les aseguraban un viaje más cómodo, aunque no necesariamen- te más rápido; muchas veces, caballos, asnos y muías iban al pa- so de los que marchaban a pie. La montura más popular fue sin duda el borrico, modesto, asequible, extremadamente sobrio, más duro y longevo que el caballo. Mejor adaptado que éste pa- ra el viaje y la carga fueron también el mulo o la mula, cabalga- dura favorita de clérigos y señoras. El caballo, pese a sus limitaciones, sirvió desde luego para tareas de transporte. Había por supuesto caballos de lujo, árabes o españoles, que los señores utilizaban en sus entradas en las ciudades. Pero para la ruta resultaban más útiles los de razas au- tóctonas, pequeños y resistentes. Así eran los caballos criados desde el siglo xi en los dominios de la abadía de Einsiedeln, en tierras hoy suizas, a los que se especializó en la travesía de las di- fíciles rutas transalpinas. Un caballo o un mulo aseguraban comodidad en el viaje, pero podían complicarlo enormemente. No siempre era fácil en- contrar cabagaldura de refresco, ni siquiera el forraje adecuado en el momento preciso. Había que llevar por ello cargas de ave- na, más frecuente en el norte de Europa, o de cebada, más co- mún en el área mediterránea. Pero lo mismo podía suceder con el agua, y ello exigía contar con unos cuantos odres; se evitaba así tener que beber en aguas dudosas. Tampoco convenía fiarse de que, en caso de herida o traspiés del caballo, se encontrara a tiempo a alguien con conocimientos veterinarios. Era preciso por ello llevar un botiquín, en el que abundaban la sal y el vina- gre y, como engrasante de los cascos, el sebo. Por fin, las cabalgaduras exigían herraje y en abundancia: en un viaje seguido, una herradura de hierro dulce duraba ocho días. Para un trayecto de mil kilómetros, como el de Santander a Cádiz, un caballo necesitaba docena y media de herraduras. Contando con ellas, llegaba a transportar unos ciento cincuenta kilogramos de peso en sus alforjas o seis veces más si tiraba de un carro. Y en caso de necesidad podía llevar a un jinete mensajero a razón de ochenta a cien kilómetros por día. Los carros fueron muy poco empleados en la Edad Media en los viajes de largo recorrido. Era lógico: requerían una infraes- tructura viària, tanto del firme como del trazado de curvas y es- quinas, que ya no existía. Su uso, aunque siempre escaso, fue más frecuente en los primeros siglos de la Edad Media. La tradi- ción carrocera de algunos pueblos germanos y la conservación de las calzadas romanas pudieron ser las razones de ello. Después, el abandono y deterioro de los caminos romanos y las dificultades de manejo de un carro en las callejas de las ciudades lo eliminaron como medio de transporte. 36
  • 39. Los viajes de los viajeros medievales "V 1Mm ,n »Jk»!3^-¡=5j» ,5 _-• " > * * ^ Wr *ím • - " • T ' ï glfip JL - f5 . '-. *pffiíB Ü ^ i ^ ' C . ^ > : ; : : . ; : ' ! *• . . : • - • • ' . SÍ.V fe v !__?.'£ (Tu •"",, *— •^Zi La realización del viaje La puesta en marcha de cualquier viajero suponía comenzar lo que casi siempre constituía una aventura incierta. Incluso en los desplazamientos de reyes y señores, mejor preparados, en cualquier momento podía surgir el acontecimiento que haría de ellos lo que para nosotros sería una verdadera pesadilla. Para em- pezar, el mal estado de lo que se llamaban caminos era fuente de continuos sobresaltos. los caminos Un historiador del siglo xix definió los caminos medievales como "espacios en torno a los cuales circulaban hombres, gana- dos y carros". Su definición parece bastante realista. En efecto, las antiguas calzadas romanas, aunque subsistieron y se utiliza- ron, se deterioraron rápidamente por falta de una autoridad que se responsabilizara de su conservación. Tampoco eran necesarias para unos viajeros medievales que iban a pie o en una cabalga- dura; para ellos, excepto alguna pendiente demasiado abrupta, cualquier espacio podía servir como camino. Ello explica su pro- liferación conforme crecían las relaciones entre las aldeas y, des- de el siglo xii, entre ellas y las ciudades que se iban creando en Europa. Aunque casi todos esos caminos fueron resultado espontá- neo de los desplazamientos de hombres y animales, algunos re- yes y señores se interesaron en hacer obras que facilitaran el tránsito de personas y mercancías. Para su construcción o man- tenimiento exigían a sus campesinos la prestación de servicios de trabajo; en Castilla se llamaron veredas. En otras ocasiones, ermitaños y gentes piadosas se asociaron para hacer obras que mejoraran los caminos. Ése fue el origen de algunos puentes me- A la izquierda, campe- sino en un carro tirado por bueyes. Miniatura de las Cantigas de Santa María. A la dere- cha, viajeros a pie y con un camello. Detalle de una miniatura de Constantinopla en el si- glo xv (Biblioteca Na- cional, París). 37
  • 40. Los viajeros medievales Santo Domingo de la dievales. Por ejemplo, el construido por Domingo sobre el río Calzada en un dibujo Oja a finales del siglo xi para facilitar el camino de los peregrinos de 1909 de ). C. del a Santiago. Al lado de ese puente nació una villa, que tomó el Bust0 - nombre del ermitaño ingeniero: Santo Domingo de la Calzada. •MHB^^MMMMaa Un contemporáneo de Domingo, el rey Alfonso VI de León y Castilla, fue recordado por las crónicas, entre otras cosas, por- que "reparó todos los puentes desde Logroño a Compostela". Pero realmente sólo en los siglos xiv y xv los reyes europeos em- pezaron a planificar las rutas y a tomar medidas para el arreglo y conservación de los caminos. Para ello establecieron tributos es- peciales, los peajes, y encargaron la redacción de proyectos de mejora de las rutas más importantes. Los caminos medievales, como los de hoy, tenían una an- chura muy variable. Allí donde habían subsistido las calzadas ro- manas, éstas podían tener hasta quince metros de ancho. Más amplias eran, como hemos visto, las cañadas por las que transi- taban los rebaños trashumantes de la Mesta en Castilla. Pero eso era excepcional. Los caminos más importantes de Francia e Inglaterra no solían tener más de ocho a nueve metros. En Vizcaya, los que iban de las terrerías a los puertos eran de unos cinco metros; así podían cruzarse los carros que transportaban el mineral de hierro. 38
  • 41. Los viajes de los viajeros medievales Ésa fue probablemente una anchura muy común de los ca- minos medievales. Éstos, como podemos comprobar en la villa navarra de Puente la Reina y otros lugares, se estrechaban al lle- gar a los puentes. Para facilitar el tránsito, en ellos se habilitaban unos ensanchamientos, de modo que las acémilas con sus alfor- jas se cruzaran sin dificultades. Mayores complicaciones surgían cuando un río carecía de puentes que lo cruzaran. Para salvar la corriente sólo había dos medios. El primero era buscar un vado, remangarse y meterse en el agua o pagar a otro que lo hiciera y llevara a hombros al viajero y su equipaje. Un texto del siglo xv recoge testimonios de las blasfemias y jura- mentos que los viajeros que tenían que cruzar de esa forma el río Asón, entre Colindres y Treto, proferían contra el corregidor de las Cuatro Villas de la costa cántabra por no enmendar la situa- ción. El segundo medio era solicitar los servicios de barqueros que en pequeños botes o en almadías cruzaban de orilla a orilla a viandantes y jinetes con sus cabalgaduras. Numerosos docu- mentos hablan de abusos de estos barqueros que, aprovechando la situación, cobraban exagerademente sus servicios. Si en unas ocasiones eran los ríos, en otras fueron las mon- tañas los obstáculos con que se encontraron los viajeros medie- vales. En muchas de ellas, los aldeanos del entorno actuaban co- mo guías. Los de las aldeas de los Alpes eran bien conocidos por los negociantes y peregrinos que iban de Alemania a Italia. A co- mienzos del siglo xn, un monje de la abadía de Saint Trond rela- tó minuciosamente los esfuerzos de los guías que en pleno mes de enero ayudaron a unos cuantos caminantes a cruzar la cordi- llera alpina. Por su parte, el arcipreste de Hita en su Libro de buen amor describió cómo una fornida vaquera actuó de guía lleván- dolo a hombros parte de su recorrido por los montes de So- mosierra. Puente románico del si- glo xi sobre el río Arga en Puente la Reina (Navarra). 39
  • 42. Los viajeros medievales Hospital del Rey (Bur- gos), fundado en el si- glo xni para atender a los peregrinos del cami- no de Santiago. En definitiva, caminos malos o simplemente inexistentes; bosques extensos, poblados de bandidos y alimañas; ríos sin en- cauzar, con frecuentes desbordamientos; puertos de montaña cerrados por la nieve durante meses; barqueros, guías, cobrado- res de pontazgos y peajes abusivos... Éstos eran parte de los ries- gos habituales de un viaje medieval. Por lo demás, si en aquella época un hombre sin familia era en el mejor de los casos un po- bre y en el peor, y con frecuencia, un hombre muerto, el viajero medieval fue muchas veces un hombre no sólo sin familia, sino además extraño a las gentes de las tierras que atravesaba. Cons- tituía, por tanto, una víctima propicia. Los alojamientos det viajero En la actualidad, los hoteles, hostales y pensiones ofrecen un tipo de alojamiento esencialmente semejante. En la Europa medieval, en cambio, los viajeros conocieron y utilizaron moda- lidades muy variadas. Los reyes y grandes nobles, por ejemplo, solían ir de castillo en castillo o de palacio en palacio, bien propio, bien de algún noble amigo. O se alojaban en los monasterios tanto cluniacen- ses como cistercienses, muy numerosos en los reinos europeos. O desde el siglo xm, en las ciudades, lo hacían en conventos de frailes mendicantes, sobre todo franciscanos y dominicos. O simplemente exigían de sus vasallos la prestación de servicios de hospedaje (alojamiento) y yantar (alimentación). O en últi- ma instancia solían disponer de tiendas de campaña tan bien acondicionadas como las que llevaba el séquito de Tomás Becket en su embajada a París. En el otro extremo, había modalidades de alojamiento me- nos lujosas. Las más comunes fueron dormir al sereno en el campo.) siempre temible para el viajero medieval,; o hacerlo en algún pajar o en casas particulares. Junto a esos tipos de alber- gue, hombres y mujeres dispusieron de otros que podemos con- siderar especializados. Así fueron los hospitales, ventas y po- sadas. El hospital medieval solía cumplir tres funciones. Remediar los cuerpos enfermos o, para ser exactos, preparar a los pobres para su agonía y muerte. Asilar a los mendigos, que muchas ve- ces pasaban unos días en cada hospital. Y dar alojamiento al viandante, en especial al peregrino/ Por ello, los hospitales proli- feraran, sobre todo en los caminos de peregrinación. En los si- glos xi y xii, en las aldeas, pero desde el siglo xm los hospitales mejores y más numerosos surgieron en las ciudades. En éstas, las autoridades municipales empezaron a preocuparse por mejorar las condiciones sanitarias de los vecinos a fin de prevenir pestes y epidemias. 40
  • 43. Los viajes de los viaferos medievales Los hospitales medievales fueron muy pequeños. Se trataba por lo general de casas que disponían de seis a diez camas por término medio. Según sus estatutos, si tenían sitio, debían aco- ger a quien lo solicitara un máximo de tres días en verano y cin- co en invierno. Si no había camas para cada peregrino o cada en- fermo, se metían dos o más en la misma, o se echaban en un jergón o en un montón de paja en un patio. Por su parte, los grandes hospitales del Camino de Santiago ofrecían mayor nú- mero de camas y, sobre todo, más comodidades y atenciones. Así, el Hospital del Rey de Burgos, un verdadero hotel de cinco estrellas de la época, disponía de 87 camas, distribuidas en dos enfermerías y dos hospederías para hombres y para mujeres. A finales del siglo xv, cada peregrino acogido en él tenía derecho a una ración diaria compuesta por un kilogramo de pan, dos li- tros de vino, potaje con legumbres y hortalizas y un trozo de carne de cordero de un cuarto de kilo de peso. Una ración verda- deramente privilegiada para aquellos tiempos. El desarrollo de las ciudades europeas en los siglos xiv y xv estimuló igualmente la aparición de ventas y posadas como esta- blecimientos especializados de albergue al viajero. Hacia 1450, la ciudad de Roma tenía unos cien hostales y la de París pocos me- nos. El promedio de posadas en las ciudades francesas e italianas de tipo medio debió de ser de unos doce a quince. Una señal las identificaba por fuera y estaban situadas lógicamente en las ca- lles más animadas. La posada era una vivienda ordinaria que el propietario acondicionaba para su uso como albergue. En la planta baja contaba con un amplio establo y una bodega; en ésta el posade- Hospital en una minia- tura del Canon medici- nae de Avicenna en un códice del siglo xv (Bi- blioteca Laurenziana, Florencia). 41
  • 44. Los viajeros medievales ro guardaba las mercancías que los comerciantes almacenaban hasta su venta. En ese mismo nivel, la posada disponía de una sala con chimenea, separada o no de la cocina según el tamaño del albergue. En el piso superior, unas cuantas habitaciones, en general menos de ocho, con dos camas o un dormitorio corrido con doce o catorce, cada una para dos ocupantes. En las posadas, cada cliente tenía derecho a cocina, esto es, compraba los ali- mentos y hacía su propia comida. Como sucede hoy, especialmente en los lugares de fuerte demanda turística, también en las posadas medievales los abu- sos estaban a la orden del día. Las reclamaciones más frecuentes de los huéspedes se referían a: venta de alimentos en malas con- diciones, sustitución de un buen vino por otro rancio o, en el norte de España, por sidra, robo del pienso de la caballería, ad- ministración de somníferos al viajero para desvalijarlo mientras dormía, expulsión de huéspedes, incluso cuando ya estaban en la cama, para dejar sitio a otro que sobornaba al posadero... No debe extrañar por ello que los pórticos de las iglesias del Camino de Santiago reiteraran la imagen del posadero, taberne- ro o cambiador de moneda sepultado en el infierno con su bolsa de dineros mal ganados. Era un aviso del destino que esperaba a los estafadores. LAS CONSECUENCIAS DE LOS VIAJES MEDIEVALES %Éomo sucede hoy, el hecho de viajar, de mirar otra realidad, no fue en la Edad Media sinónimo de ver con exactitud. Un co- nocimiento libresco, un prejuicio acerca de los rasgos de tierras y hombres de otros lugares podían ser más determinantes que el contacto con la realidad a la hora de sacar impresiones de un viaje. Esto es, a la hora de percibir espacios y personas. La percepción de los espacios La capacidad de los viajeros europeos para hacerse una idea más precisa del territorio fue creciendo desde mediados del si- glo xii. Desde entonces, la cartografía se hizo cada vez más realista, y los conocimientos sobre el espacio extraeuropeo se ampliaron. Hacia una cartografía más realista En los tiempos anteriores al siglo xn, la geografía era ante todo simbólica. En las miniaturas que ilustraban las obras de Isidoro de Sevilla, Beda el Venerable y, sobre todo, Beato de Liébana, el mapamundi ofrecía dos espacios claramente separa- 42
  • 45. Las consecuencias de los viajes medievales dos. El de la tierra, circular y ordenado, y el de los mares, infor- me y caótico. Los mares eran para las gentes de los siglos vu a x unos espacios llenos de amenazas. En especial, el océano Atlántico era un escenario de oscuridad y miedo, de islas que aparecían y desaparecían, de enormes y extraños animales; in- cluso, según la tradición irlandesa, el lugar del purgatorio. Aparte de ese mar tenebroso, los espacios terrestres repre- sentados en los mapas de aquellos siglos mostraban igualmente una jerarquía simbólica. En el centro del mapamundi solían apa- recer Roma o Jerusalén, signo de la importancia que esas dos ciu- dades tenían para un cristiano. A su alrededor se dibujaba a Europa, separada de las tierras de los infieles de Asia por el río Tanis y de los de África por el mar Mediterráneo. Fuera de ese centro quedaban también algunos países imaginarios, como los de Gog y Magog. Seis siglos antes de Cristo, los había men- cionado Ezequiel en sus profecías; y los europeos medievales su- ponían que estaban habitados por gentes bárbaras y feroces y criaturas monstruosas. Así eran los que se han llamado "mapas- dogma"; o mapas en T, porque dos líneas que semejan esa letra mayúscula separaban de forma simbólica las tres partes entonces conocidas del mundo: Europa, Asia y África. Desde mediados del siglo xn, los europeos fueron mejoran- do su capacidad de distinguir entre realidad física y representa- ción simbólica. A la vez, la ampliación del espacio recorrido por los viajeros permitió ajustar la cartografía a la geografía real. Ello se tradujo en el siglo xm en obras como el mapamundi de Ebstorf, el mayor de los confeccionados en la Edad Media. Desde el siglo siguiente, tres hechos confirmaron los progresos de una percepción más exacta de los espacios. Mapamundi del Beato de la abadía de Saint- Sever, del siglo xi (Biblio- teca Nacional, París). 43
  • 46. Los viajeros medievales El primero fue la aparición de los portulanos, mapas que di- bujaban los accidentes de la línea de costa de Europa. En su crea- ción destacaron los cosmógrafos mallorquines y catalanes. El ejemplar más notable fue probablemente el elaborado por el ju- dío Abraham Cresques, cartógrafo real de Aragón, en 1375. El se- gundo fue la traducción del griego, a principios del siglo xv, de la Geografía de Ptolomeo, autor del siglo n. Y el tercero, unas des- cripciones más precisas de los viajes, como puede verse en las de Nompar de Caumont, peregrino en Compostela y Jerusalem Hacia un conocimiento del espacio extraeuropeo Los viajes por los caminos de los reinos europeos o la nave- gación de cabotaje por sus costas abrieron rutas de comercio y facilitaron el conocimiento de su geografía. De esa forma, para mediados del siglo xm, los europeos ya tenían una idea bastante clara de los pequeños y los grandes itinerarios. Desde el mar Báltico al mar Negro a través de las estepas y los ríos rusos. Desde los puertos del mar del Norte hasta Roma atravesando los Alpes, o por mar cruzando el estrecho de Gibraltar. Aunque to- davía de forma insegura, daba la impresión de que los europeos conocían ya su espacio. Desde mediados del siglo xm, a la vez que las relaciones mercantiles y políticas entre los reinos se intensificaron, se fue- ron multiplicando los viajes fuera de los límites de Europa. El proceso tuvo dos escenarios: uno terrestre, en Asia; otro maríti- mo, en el océano Atlántico. Los viajes de europeos por tierras asiáticas, como ya hemos di- cho, tuvieron que ver con las expectativas creadas por la expan- sión de los mongoles. Recordemos que en 1099 los cruzados ha- bían conquistado Jerusalén y se habían instalado en medio de un territorio ocupado por musulmanes. Este hecho explica que A la izquierda, portula- no de Pietro Vesconte en la obra de 1321 de Marín Sañudo, Liber secretorum fidelium super Terrae Sanctae recuperatione (Biblio- teca Apostólica, Ciudad del Vaticano). A la de- recha, copia facsímil del Atlas catalán de Abraham Cresques, del año 1375. 44
  • 47. Las consecuencias de ios viajes medievales los cristianos estuvieran atentos al surgimiento de cualquier fuerza que amenazara a los musulmanes desde el este, desde Asia. Suponían que una alianza con esa fuerza les permitiría ata- car a los musulmanes desde dos frentes y con ello eliminarlos. A esta circunstancia se añadió la difusión de la leyenda del Preste Juan, a la que ya nos hemos referido. Por ello, las esperan- zas de los cristianos aumentaron hacia 1220, cuando los pueblos nómadas de las estepas de Asia fueron reorganizados y unifica- dos por los mongoles. En concreto, por su jefe Gengis Kan, quien inició una expansión de impresionantes dimensiones geo- gráficas. En poco más de veinte años, los mongoles dominaban desde las costas de la China hasta Polonia. Los cristianos vieron LA EXPANSIÓN, S. XI - XII ITINERARIO DE LAS PRIMERAS CRUZADAS: CORRIENTES COMERCIALES MARÍTIMAS: » I Cruzada (1096-1099) " Hansa > Colonización germánica • II Cruzada (1147-1149) • Venecia ,• III Cruzada (1189-1192) "• Genova 45
  • 48. Los viajeros medievales en ellos el instrumento suscitado por Dios para acabar con los musulmanes y recuperar la ciudad santa de Jerusalén, que ha- bían perdido a manos de su jefe Saladino a finales del siglo xn. Esta intención de cruzada espiritual y militar se juntó a un interés mercantil. En efecto, casi a la vez, los comerciantes geno- veses y venecianos se interesaron por llegar hasta China (para garantizarse el comercio de la seda) y las islas del sudeste asiático (por las especias). Las dos razones confluyeron para que entre mediados del si- glo xiii y mediados del xiv se multiplicaran los viajes de misione- ros y comerciantes europeos a las tierras del interior de Asia. Algunos de ellos tuvieron como objetivo la capital de los mon- goles, variable según épocas: unas veces lo fue Tabriz, otras Samarcanda. Otros viajes trataron de aprovechar la relativa paz y 46
  • 49. Las consecuencias de los viajes medievales unidad de los territorios dominados por los mongoles para llegar hasta Pekín. De estos viajes, unos fueron misiones protagoniza- das, sobre todo, por frailes franciscanos. Otros, viajes de nego- cios. Y otros, meras embajadas tratando de conseguir la ayuda de los mongoles contra los musulmanes. Entre las misiones franciscanas, ya hemos mencionado en su momento las de Guillermo de Rubruck y Odorico de Porde- none. En cuanto a los viajes de negocios, los más famosos fue- ron los de los mercaderes venecianos de la familia Polo. Entre 1262 y 1269, Nicolás y Mafeo Polo fueron los primeros occiden- tales en hacer un viaje de ida y vuelta a la China, donde habían ido siguiendo la ruta del comercio de la seda. De allí regresaron con una carta de Jublai, kan de los mongoles, solicitando del pa- pa el envío de hombres sabios. En su segundo viaje, los Polo incorporaron a Marco, hijo de Nicolás, y necesitaron tres años para ir de Venecia a Pekín. Una vez aquí, su estancia se prolongó durante más de quince años, ocupados en diversos servicios al emperador. Por fin, en 1293 abandonaron China por vía marítima, llegando a Ormuz, en el fondo del golfo Pérsico. Desde aquí, cortaron por tierra a Trebi- sonda, en la costa del mar Negro, para seguir por mar hasta Venecia. En suma, veinticinco años fuera de su tierra. El relato de sus andanzas dictado por Marco Polo recibió el nombre de El libro de las maravillas o El millón y está lleno de descripciones y noticias. Siglo y medio más tarde, otro italiano, Nicolás Conti, pasó veinticinco años (entre 1419 y 1444) recorriendo tierras de la India, Birmània, Indonesia y Malasia. Entre los viajes a tierras asiáticas, uno de los mejor, conoci- dos fue el realizado por Ruy González de Clavijo, enviado del rey Enrique III de Castilla a la corte de Tamerlán, Gran Kan de los mongoles, en Samarcanda. La embajada salió del Puerto de Santa María en junio de 1403, llegó por mar a Constantinopla; pasó allí el invierno y en marzo de 1404 siguió por mar hasta A la izquierda, desem- barco de los cruzados de la expedición de San Luis en Tierra Santa, miniatura de una carta del Mediterráneo del si- glo xiv (Biblioteca Na- cional, París). A la de- recha, miniatura del Libro de las maravillas del mundo sobre los viajes de Marco Polo. 47
  • 50. Los viajeros medievales Detalle del mapa de África de Juan de la Cosa en la edición fac- símil del Atlas del vizconde de Santarem (Biblioteca Nacional, Madrid). Trebisonda, en la orilla del mar Negro. Desde aquí por tierra atravesó Armenia y Azerbaijan, y llegó a Tabriz el 11 de junio. A través de Irán y el Jurasán, el 8 de septiembre alcanzó la capi- tal del imperio, Samarcanda, y fue recibida por Tamerlán. Las maravillas de la ciudad y su febril actividad mercantil asombraron a los viajeros castellanos, quienes tuvieron la opor- tunidad de ver la llegada de una caravana de ochocientos came- llos procedente de China. El regreso, con las nevadas del nuevo invierno y unos caminos más inseguros, porque mientras tanto Tamerlán había muerto, fue aun más difícil que la ida. Pero fi- nalmente, el 1 de marzo de 1406, los componentes de la misión llegaron a Sanlúcar de Barrameda. i Los viajes de europeos por las costas del océano Atlántico empe- zaron a desarrollarse a partir de comienzos del siglo xiv. Hasta ese momento, la atención europea estaba fijada en Palestina y en el litoral del norte de África, ocupado por los musulmanes. La caída definitiva de los territorios de los cruzados en manos islá- micas se produjo en 1291. Simultáneamente, en el otro extremo del Mediterráneo, los cristianos se hacían con el dominio del es- trecho de Gibraltar, hasta entonces amenazado por musulma- nes. Ello animó a los mercaderes italianos y catalanes a intere- sarse por la costa oeste de África, la que mira al Atlántico. Sin embargo, fueron navegantes portugueses y castellanos los que emprendieron las expediciones más importantes. Era ló- gico: los reinos de Portugal y Castilla estaban mejor situados geográficamente con relación al mundo africano y atlántico. Y contaban con un tipo de barco, la coca, precedente de la cara- bela, mejor adaptado que la galera mediterránea a la difícil nave- gación atlántica. Desde finales del siglo xiv, portugueses desde Lisboa y el cabo de San Vicente, y subditos del rey de Castilla, es- to es, vascos, cántabros y andaluces, desde Cádiz y Sevilla, em- prendieron viajes al mundo desconocido del Atlántico. / El temor que los europeos tenían a ese océano explica que las andanzas de portugueses y castellanos se desarrollaran por dos rutas. Una, la costera: mediante una navegación de cabotaje, que apenas se separaba de la costa, se fue avanzando cada vez más hacia el sur del litoral de África. Otra, la de las islas del océa- no, relativamente cercanas a los continentes: los archipiélagos de Canarias, Madeira y Azores. Durante el siglo xv, marinos al servicio de los reyes de Portugal y de Castilla fueron perdiendo el miedo al océano Atlántico, instalándose en sus islas y progresando por la costa occidental de África. No es extraño por ello que, al final de aquel siglo, dos navegantes al servicio respectivo de los reinos de España y Portugal alcanzaran un éxito definitivo en sus expedi- ciones. Así, Cristóbal Colón cruzó el Atlántico y llegó a lo que más tarde se llamaría América. Por su parte, Vasco da Gama, tras 48
  • 51. Las consecuencias de los viajes medievales dar la vuelta por el cabo de Buena Esperanza, alcanzó la India. Por fin, en 1522, los supervivientes de la expedición de Magallanes, con Juan Sebastián Elcano a la cabeza, concluían la primera vuelta al mundo. Con ella demostraban de forma expe- rimental la esfericidad de la tierra. El conocimiento de la geogra- fía del mundo daba un salto de gigante.. la percepción de las personas Si la percepción de los espacios fue ganando en precisión conforme avanzaban los siglos xm, xiv y xv, la percepción de las personas que los viajeros encontraban en sus recorridos no me- T7T * * c^j£ í n&L l'Bergen l U^í/""*- ~¿m < S i )f v "x¡-^..-'^ Estocolmo> JÜ&-/*~~ 3tó* w i> {'J Jt^": - .:0 ) y /ïiHamburgòS, ( /J# / I.V k C* Î 'V. ; .sí i r , ^Lisboa ""valencia M i ^ J ' - e l l a . G é n o v ^ / Constinoplá ! 1 C ¡ a / V » ¿ A NNápoles S X 3 ». ^ - * J Túnez/ %^ / > s ^ . V .^r^^JeGZrL ^ — S * * ^ V f e / /t/ ,<s*C luán Acre Trípoli /-'"' __J«k Í^Damietta AfejàndríaS' . ITINERARIO DE LAS ULTIMAS CRUZADAS: *- IVCruzada(1202 -1204) • V Cruzada (1217-1221) — • VI Cruzada (1228-1229) LA EXPANSIÓN, S. XIII - XV — * • Vil Cruzada (1248-1254) »- VIII Cruzada (1270) CORRIENTES COMERCIALES MARÍTIMAS: — — " * • . Hansa - - — • * • Venecia * Genova 49