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Ariel Corbat




   EL HEROÍSMO Y LA GLORIA

Un ensayo para el patriotismo emocional y pensante de los argentinos.



                                             “Se levanta en la faz de la tierra
                                                 una nueva gloriosa Nación”




                LA PLUMA DE LA DERECHA
                   www.plumaderecha.blogspot.com




                                                                             1
CONSIDERACIONES


Habrá en toda historia
dolores evidenciables,
los habrá silenciosos
y también soportables.
Particularmente en esta
los hay de todas clases,
como agudamente eternos
como así de intolerables.
Es notable que evidencio
muchos dolores ajenos
evidentemente debe ser así
ya que es la forma en que lo siento.
Con el triunfo y la derrota
usurpándonos la vida,
con logros y postergaciones,
con deseos y designios,
con causas y consecuencias,
con pausas y devenires,
con fracasos, resentimientos
y batallas de por vida.
A pesar de la derrota,
a saber de la desdicha,
traiga acaso como excusa
los versos que me rediman...

Oscar Ledesma (Odas arrebatadas)




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DE LA PUREZA DEL ALMA


El gran Alejandro Dumas al escribir “Los tres mosqueteros” puso en boca del Señor de
Treville una expresión de notable verdad: “Los soldados son como niños adultos”. Y
esa frase era dicha al joven D’Artagnan para que comprendiera la naturaleza de los tres
formidables mosqueteros en cuestión: Athos, Porthos y Aramís.

Entiéndase que el propio Treville fundaba su lealtad al Rey en los recuerdos de una
infancia compartida con Luis XIII a través de juegos y peleas; eso se lo narraba el padre
de D’Artagnan a su hijo en la misma oportunidad en que, instándolo a convertirse en
mosquetero, lo guió hacia el capitán Treville encomendándole el siguiente y muy
significativo mandato: “Eres joven, y por dos razones poderosas debes ser valiente: la
primera porque eres gascón; y la segunda porque eres hijo mío”.

A Dumas le bastó recurrir al genial Don Miguel de Cervantes Saavedra para delinear de
una plumada el retrato del joven D’Artagnan, así eligió presentarlo tal y como era Don
Quijote de la Mancha a los 18 años, sin casco ni armadura, vestido sencillamente con
una lanilla de color azul. De hecho, expresamente presenta Dumas a D’Artagnan como
un nuevo Don Quijote. Lo curioso es que mientras Alonso Quijano brotó de la
imaginación cervantina, D’Artagnan, en cambio, tuvo una existencia real y Dumas no
recurre al Quijote para subrayar los rasgos de comicidad del personaje por él novelado,
sino que apela así a la pureza del espíritu. Aún desde la burla, lo ridículo de Don
Quijote tiene una esencia sublime sin la cual no hubiera podido construirse personaje
tan entrañablemente querible y de vigencia incuestionable mientras quede algo de
romanticismo en la humanidad.

Esa frase del capitán de Mosqueteros también pudo ser aplicada por Cervantes al
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿acaso –hermosa palabra la palabra
“acaso”- no era propiamente un niño aquel hombre mayor cuando arremetía contra los
molinos de viento a los que imaginaba como colosales enemigos? Los juegos de niños
son exactamente eso que hacía Don Quijote, y tal vez sea esa la razón por la que todo
buen guerrero, para ser honorable, requiere conservar algo de esa pureza del alma que es
propia de la niñez. ¿Locura? Algunos pueden llamarlo así. Pero esa locura, mezcla de
romanticismo e imaginación infantil que se percibe en los mejores soldados, los hace
capaces de intentar proezas imposibles con el alma dispuesta a la protección de los
suyos. ¿Quién estaría dispuesto a sacrificarse desde la austeridad moral del mero cálculo
racional? Aún con dudosa posibilidad o desventajosas probabilidades, la historia exhibe
para orgullo de las naciones, entre mitos, leyendas y tradición los nombres de quienes,
igual que niños, alzaron espadas de madera para luchar con suerte dispar contra enormes
molinos de viento. Si así no fuera, Don Quijote sería apenas un antiguo escrito español
publicado allá por el 1605, pero afortunadamente es otra cosa, es una joya de la
literatura universal.

En Buenos Aires, adosada a un muro de la Iglesia de Santo Domingo, en recordación de
los caídos en defensa de la Ciudad durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807, una
emotiva placa honra la memoria de la Reconquista y la Defensa de Buenos Ayres con la
siguiente frase: “De intrépido valor sublime ejemplo, buscad su tumba y hallaréis un
templo”. Puesta bajo la luz del romanticismo quijotesco, que forma parte de nuestra



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herencia cultural, resulta válido parafrasear esa expresión del siguiente modo: “Si ha
dado ejemplo de intrépido valor, buscad su alma y hallaréis al niño”.


NOSOTROS Y LOS HÉROES


Quiere la historia. Y de esa voluntad surgen los mitos. Jorge Luis Borges, que algo del
asunto entendía, supo resignarse antes que pretender hallar las razones por las que un
nombre cruza el umbral de la leyenda. Tan simplemente, sucede; y las explicaciones
que se intentan nunca son suficientes ni exactas. Acaso sea en parte necesidad de los
comunes, simples mortales destinados al olvido, alzar ciertos nombres de entre nosotros
en señal de resistencia y rebelión para proyectar a través de ellos una vana idea de
inmortalidad.

En su milonga para Jacinto Chiclana, desde lo poético, Borges teoriza sobre la creación
del héroe. Allí advierte que sólo Dios puede conocer con exactitud la laya fiel de aquel
hombre tras el nombre idealizado, y así nos dice que el héroe es inalcanzable. El héroe
es en sí mismo una ilusión. Casi podríamos decir que se trata de una ilusión óptica en
ojos ciegos, en cierta medida para ver al héroe es preciso cerrar los ojos y dejar de ver al
hombre o al menos borronearlo en pos de exaltar el ideal. A Borges le basta un nombre
que alguien deja caer, junto con la referencia de algunos hechos brumosos, para adosar
esa fonética a la visión de un varón cabal de alma comedida “capaz de no alzar la voz y
jugarse la vida”. Y no conforme con ello le otorga otra distinción todavía mayor, la de
ser único e inigualable, pues “nadie habrá habido como él en el amor y en la guerra”. De
un plumazo, de los que su pluma sabía dar, le otorga a un compadrito de Balvanera,
cuyos méritos más que saberse se adivinan, una dimensión muy próxima, e incluso
superior por estar despojada de todo conflicto o vulnerabilidad, al paradigma del héroe
fundado por la tradición oral de los griegos y plasmada por Homero entre los siglos IX
y VIII antes de Cristo.

No hay grandes precisiones sobre la vida de Homero, de cuya memoria se desprenden
montones de misterios. Se da por sentado que el auténtico es el que escribió la Ilíada, y
que luego algún otro, incluso tal vez un conjunto de narradores, tomó su nombre
manteniendo el estilo en la Odisea.

A través de la Ilíada, pilar fundamental de la literatura occidental, Homero mezcla
historia y mitología receptando la tradición oral para describir, poéticamente, un mundo
en el que los dioses interactúan con los humanos al punto de verse involucrados en los
mismos conflictos. Tan así, que el eje de la narración pasa por Aquiles, cuya existencia
es fruto de la unión de la diosa Tetis, una nereida, y del mortal Peleo, rey de los
mirmidones. La vida de Aquiles queda completamente signada por esa complejidad del
mundo homérico, donde la convivencia entre mortales y dioses, por cotidiana y cercana,
dista mucho de ser amena. Allí la tragedia domina la trama por la diferente naturaleza
de unos y otros; aunque en rigor de verdad las divinidades griegas representan
exacerbaciones del carácter humano. Ninguno de esos dioses, empezando por Zeus que
es el de mayor relevancia, puede ser considerado todopoderoso; por lo tanto, más allá de
sus distintas jerarquías, también se influencian recíprocamente.




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Lo que describe la Ilíada es un pasaje de la Guerra de Troya, apenas un episodio dentro
de esa contienda que duró aproximadamente una década y que se estima pudo haberse
librado cerca del año 1200 antes de Cristo. Lo asombroso es que más de 3.000 años
después el concepto del héroe sigue vinculado al prototipo poético establecido por
Homero en la figura de Aquiles.

Lo que hace singular a Aquiles no es el valor, ni la habilidad como guerrero, ni siquiera
estar emparentado con los dioses, pues otros personajes de la Ilíada son tan valientes
como él, igual de buenos guerreros y también tienen, por así decirlo, sangre celestial y
noble corriendo por sus venas. Ni textual ni conceptualmente es Aquiles el único héroe
del que da cuenta la Ilíada. Incluso algunos de esos otros, empezando por Héctor, obran
al impulso de motivaciones mucho más virtuosas que las de Aquiles. La singularidad de
Aquiles es que a diferencia de todos los que participan del conflicto él carga con la
certeza de ir al encuentro del fin de sus días en el transcurso de esa guerra. Sabe que va
a morir joven, en combate y gloriosamente. Es el héroe predestinado.

La mortalidad de Aquiles obsesiona a Tetis quien, ejemplo de instinto maternal, se
esmera en otorgarle la mayor protección posible sin poder nunca cubrirle toda
vulnerabilidad. El famoso talón de Aquiles, en cualquiera de las dos versiones que se
conocen sobre su origen (baño en las aguas del Estigia sosteniéndolo por el talón, que es
la más difundida, o el proceso de quemar para curar al niño con el néctar de los dioses
iniciado por Tetis y que Peleo -por incomprensión de sus propósitos- impidió
completar), es producto de esos esfuerzos maternos; que llegaron al punto de pretender
hacer pasar a su hijo por niña cual modo de evitar que fuera a esa guerra en la que
estaba sentenciado a morir. No fue el talón la única debilidad de Aquiles, la vanidad
también cuenta. La cólera que en principio lo lleva a no participar de la batalla se
origina en lo que entiende es falta de reconocimiento a sus méritos, y luego, tras la
muerte de Patroclo a manos de Héctor, esa cólera se transforma en necesidad de
venganza. Aquiles, quien es emocionalmente inestable y cruel, llorará ante su madre,
ante el cadáver de Patroclo y ante el viejo Príamo, padre de Héctor.

Héctor, vencido en duelo singular por Aquiles, está mucho más cerca de la perfección.
Prácticamente encarna la corrección política siendo el civilizado que enfrenta el asedio
de los bárbaros. Visto desde lo moral Héctor es un hombre de Estado sirviendo a su
Patria, responsable de sus acciones, intachable en todos los campos y que siendo dueño
de un coraje excepcional no desdeña el sacrificio personal para cumplir con los suyos.
Caído en el cumplimiento del deber el mayor reconocimiento debió ser para Héctor, sin
embargo es sólo a la sombra de la fama adquirida por el mítico Aquiles que su memoria
subsiste.

Al margen de la victoria o la derrota, quiso la historia -esa voluntad que la humanidad
no puede domesticar a su antojo-; que fuera Aquiles el héroe destacado por sobre todos
los demás. E interpretando esa voluntad de tradiciones habladas pasando por los oídos
de varias generaciones de griegos, Homero, que hasta se anticipó a Borges en eso de
quedar ciego y escribir luminosamente desde sus penumbras, fue el instrumento para
que perdurase la fama de Aquiles en el mito del héroe joven, hermoso y temperamental,
molde prototípico de todos los héroes que han conocido las culturas occidentales.

La perduración del mito quizá se deba a las enseñanzas de Aristóteles al joven
Alejandro, hijo de Filipo de Macedonia, quien encontró en Aquiles un ideal de juventud


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que intentar alcanzar. La vida de Alejandro Magno es la emulación del héroe homérico;
tanto que cuando alguien se admira por la conquista de buena parte del mundo realizada
por él, llevada hasta el punto en que sus tropas le dicen que no hay más, se descubre sin
mayor dificultad la inspiración en Aquiles. El parecido entre uno y otro es enorme. Los
dos son hijos de rey, valientes guerreros que arremeten la batalla en pos de la conquista,
ambos dejan descendencia, cultivan amistades personales de extrema intimidad y
recíproca lealtad, no dominan sus emociones ni se sienten enteramente reconocidos por
sus contemporáneos, son hermosos y mueren jóvenes cubiertos de gloria. Es verdad que
la muerte no toma a Alejandro en el fragor de ninguna batalla, pero esa circunstancia no
le resta gloria. Ya era “el grande”, la gloria iba con él.

En cierto modo Alejandro preservó para la humanidad el mito de Aquiles y reforzó el
concepto del héroe; no porque a la par de la conquista se lo haya propuesto, sino porque
tales éxitos militares fueron registrados con la suficiente certeza histórica como para que
su fama no se fundiera en un nuevo mito heroico que eclipsara al originario. A
diferencia de Aquiles, que fue narrado por la tradición oral hasta ser poéticamente
asentado por Homero, Alejandro quedó documentado en su propio tiempo, consolidado
como un personaje histórico; de tal suerte que, por ser el espejo en el que pretendía
verse, revitalizó el preexistente mito de Aquiles.

Incluso con el advenimiento del cristianismo el concepto del heroísmo mantuvo su
esencia guerrera. Cristo, visto como el hijo de Dios –ya no de un dios-, no representó el
cambio radical del concepto sino que implicó en sus seguidores la emulación de una
variante al valor en combate. Con su ejemplo, a través de la prédica y los hechos, surge
hacer del sacrificio un calvario para reafirmar la convicción a través del martirio. La fe
en una vida más allá de la muerte justifica esos padecimientos. En principio el
pacifismo de los cristianos hace mártires, no héroes. El Mesías no confrontó con el
poder terrenal imponiendo su voluntad por medio de la espada. Del mismo modo que
Sócrates pudo manifestar su rebeldía ejecutando de propia mano la condena a muerte,
Cristo se somete al castigo que le es impuesto equiparándose con el más vulgar de los
mortales. La difusión del cristianismo se realizó sobre la base de la resignación,
ofreciendo la otra mejilla, y bajo la consigna de dar al César lo que es del César. Si bien
el monoteísmo ofrecía un relato simplificado en relación a la multiplicidad de dioses
griegos y romanos, la necesidad de compatibilizar las realidades terrenales con las
esperanzas celestiales añadió una nueva tensión al poder.

Atravesando períodos de tolerancia y persecución la prédica cristiana fue imponiéndose
sobre las tradiciones paganas de los romanos, hasta el punto de llegar a ser la religión
oficial del Imperio Romano. Es un largo camino el que va desde el mártir con la corona
de espinas agonizando en la cruz hasta el héroe cruzado que a la par de la cruz empuña
la espada, pero ese proceso demuestra que el concepto del héroe se mantiene intacto en
su esencia guerrera. Como en los remotos tiempos de Aquiles, el héroe sigue siendo la
representación colectiva del espíritu guerrero de un pueblo determinado.

Esa razón de identidad es la que va a determinar que a la desintegración del mundo
romano la fragmentación de Europa en la Alta Edad Media alumbre nuevos héroes, que
al transcurrir de la historia irán sirviendo de factor aglutinante para ir generando las
condiciones que van luego a decantar en el Estado Nación. El caso de Rodrigo Díaz de
Vivar, El Cid Campeador, siendo a España lo que Aquiles al mundo antiguo, resulta
representativo de esa tendencia. En tiempos de monarquías los héroes seguirán siendo


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en su mayor parte de origen noble, con algunas excepciones como Juana de Arco en
Francia, campesina y analfabeta, quien si bien no estaba emparentada por sangre con la
monarquía obraba en su defensa siguiendo mandatos divinos; es decir que de una u otra
manera el héroe va a reafirmar los fundamentos en los que se basa el poder según la
época; por caso el designio de Dios.

Conquista y colonización mediante, toda esta tradición heroica de raigambre europea se
va a constituir en parte de la herencia cultural recibida a través de la colonización por
los pueblos americanos, lo que va a cobrar un rol fundamental al desencadenarse el
espíritu independentista. Se comprende así que al cambiar el paradigma sobre la
sustentación del poder en forma paralela también se modifique el perfil del héroe, lo que
se aprecia con singular claridad en el caso de George Washington como uno de los
primeros héroes americanos. Nacido sobre suelo continental en el seno de una familia
de buena posición, Washington se va a destacar en batalla como héroe, sin tener linaje
noble o divino, aún antes de liderar la guerra contra la corona británica que finalizará
con la Independencia de los Estados Unidos.

En la América del Sur, específicamente en Buenos Ayres, la incipiente identidad
argentina comenzará a consolidarse a partir de las victorias de 1806 y 1807 sobre el
invasor inglés; porque de allí surgen sus primeros héroes. Si bien la gloria de la ciudad
de Buenos Aires se debía principalmente al español Martín de Álzaga y al francés
Santiago de Liniers, ambos defensores de la corona española, la ciudad entera cobró
súbita conciencia de su propio heroísmo, porque aquellos vecinos se habían visto en las
calles venciendo a las tropas de uno de los países más poderosos de la época, y porque
su principal cuerpo de milicias, los Patricios, era constituido solamente por criollos con
jefes elegidos por los propios milicianos.

Así Buenos Aires, que había receptado como suya la tradición heroica de España, al
forjar su propia gloria comenzó a experimentar aceleradamente el proceso descripto por
Ernesto Renán en su celebre conferencia de 1882, cuando sostuvo que una Nación es un
principio espiritual, resultado histórico de una serie de hechos que convergen en un
mismo sentido, siendo lo esencial para que una población llegue a ser tal: poseer glorias
comunes en el pasado, una voluntad común en el presente, haber hecho grandes cosas
juntos y querer hacerlas todavía.

Como el presente pasa muy rápidamente a integrar el pasado (sic transit gloria mundi)
pocos años después el relato de la nueva Nación, ya rebelándose contra España, iba
quedar plasmado en la letra del máximo poeta argentino, Don Vicente López y Planes,
consagrada el 11 de Mayo por la Asamblea del Año XIII como única marcha patriótica
de las Provincias Unidas1. El Himno Nacional Argentino, acaso el más preciado
símbolo de la argentinidad, no solamente es una obvia apelación al heroísmo -como
corresponde a un instrumento de propaganda bélica-, sino que a través de su estilo
neoclásico expresa el anhelo de emular la mitología grecorromana reviviendo, o
pretendiendo revivir, a orillas del Río de la Plata una épica merecedora de un Homero.
Vicente López es desde entonces, a no dudarlo, nuestro poeta y nuestro Homero.

La visión de López, compartida por la clase ilustrada de Buenos Aires y tan luego
asumida propia por las otras clases del pueblo, reboza heroicidad. Cada verso del
Himno es un impulso poderoso encauzado sobre el más puro romanticismo a través del
cristal épico, que sella la identidad y el destino de la nueva gloriosa Nación. Si bien es


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evidente por las muchas similitudes que López tuvo como modelo La Marsellesa, en sus
versos se puede rastrear la inspiración homérica marcando una huella mucho más
profunda y que conduce directamente al prototipo poético del héroe original.

La palabra “héroe” no fue utilizada por López en la letra del Himno, pero el concepto es
más que claro. Así, si Aquiles era el guerrero de los pies ligeros, no lo será menos “el
valiente argentino” que “a las armas / corre ardiendo con brío y valor”, más replicando
en modo colectivo la cólera del Pelida que buscaba venganza por la muerte de su amigo
Patroclo, aquí será “todo el país” el que “se conturba por gritos / de venganza, de guerra
y furor”. La nueva Nación que se levanta en la faz de la tierra, con la forma humana de
una joven mujer por contraposición a la bestialización del enemigo, “tigres sedientos de
sangre”, tiene los adornos propios de una divinidad grecorromana, “coronada su sien de
laureles, / y a sus plantas rendido un león”, razón para que sus hijos, de ella como Tetis
y del extinto Inca como Peleo, vuelvan a emparentarse con el mito de Aquiles al ver que
“de los nuevos campeones los rostros / Marte mismo parece animar” y al igual que
aquel estén pendientes del debido reconocimiento a sus hazañas.

La Marsellesa no tenía que demostrar la existencia de Francia, que preexistente como
Nación tenía conciencia de sus propios héroes y la explícita certeza de poder generar
otros nuevos, por lo tanto sólo apela a su propia historia y a la coyuntura política del
momento; por el contrario, la Marcha Patriótica de López, anterior a la Independencia,
vino a servir de partida de nacimiento para Argentina, de suerte que había necesidad de
gritar al mundo el alumbramiento de la nueva Nación con expresiones dirigidas a ese fin
tales como: “Oíd mortales”, “desde un polo hasta el otro resuena / de la Fama el sonoro
clarín” “y los libres del mundo responden”. Decirle al mundo era existir, de allí que
hiciera relucir la chapa de los recientes logros enumerando las batallas ganadas como
“letreros eternos que dicen / aquí el brazo argentino triunfó”, y no bastando la simpleza
del triunfo necesitaba ensalzarlos con el barniz de la gloria más clásica: “la victoria al
guerrero argentino / con sus alas brillantes cubrió”; sin ningún margen de casualidad ni
disimulo se buscaba emparentarse con el heroísmo prototípico ya que, finalmente, era
esa raíz de civilización grecorromana la que se anhelaba representar.

Sobre esos parámetros el Himno Nacional da significado al valor en combate
sintetizando, a través del estribillo, la disyuntiva de hierro que hace a la razón esencial
del héroe argentino:

                                Sean eternos los laureles
                                Que supimos conseguir
                              Coronados de gloria vivamos
                              O juremos con gloría morir.

Obrar valientemente en pos de la causa común con severo riesgo de muerte en su
defensa, u ofrendar la vida misma en la acción, son los rasgos distintivos del héroe
nacional. Aunque parezca una obviedad, no hay héroe nacional sin causa nacional, ni
heroísmo sin riesgo mortal. Y sin embargo, si esas dos condiciones bastan para decir
fundadamente que tal o cual es un héroe nacional, no alcanzan por sí solas para que un
héroe trascienda el anonimato. Todos los países que han debido luchar por su
independencia tienen, seguramente, una larga galería de héroes olvidados como extensa
resulta la de la República Argentina. La fama del héroe es necesaria para cumplir con la
función de motivación ejemplificadora que es medular en el concepto de lo heroico. Lo


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que le da fama al héroe, generalmente, es la excepcionalidad. Excepcionalidad de su
persona y/o de sus circunstancias. En los tiempos de la Guerra de la Independencia
fueron muchos los que reunieron las condiciones objetivas para acreditar heroísmo, pero
apenas algunos resultaron ser atractivos a la atención pública y a la memoria colectiva.
Hay un cierto misterio, una fibra intangible, en las razones por las que unos destacan
sobre otros; lo reconocemos cuando decimos “la historia quiere”.

Pocos memoriosos pueden reunir cada una de las victorias enumeradas en el Himno
Nacional con el nombre de alguno de los héroes que participaron de esas acciones, pero
cualquier argentino promedio sabe que el granadero Juan Bautista Cabral murió en el
Combate de San Lorenzo intentando salvar la vida de José de San Martín. Notoriamente
Cabral es mucho más popular que el sobreviviente Baigorria, el otro granadero que
acudió en auxilio de San Martín cuando su caballo cayó muerto y quedó con una pierna
atrapada bajo el cuerpo del animal. Los méritos de Baigorria no fueron menores que los
de Cabral, incluso por sobrevivir siguió peleando e incrementando esos méritos. Son los
mismos camaradas los que colocan por encima de sí al hermano de armas caído en
combate y los primeros que le dan fama. Las circunstancias hicieron de Cabral un héroe
cuya fama logró perdurar y engrandecerse con el tiempo, en buena medida debido a la
posterior campaña que cruzando Los Andes culminó asegurando la Independencia
Argentina. La victoria vino en definitiva a justificar su sacrificio. La muerte de Cabral,
producida en un momento de absoluta vulnerabilidad de San Martín, quien iba a ser el
mayor héroe de la historia argentina, lo convirtió tanto en sinónimo de lealtad como de
patriotismo. Si San Martín se hubiera eclipsado -como tantos otros revolucionarios-
antes de ser El Libertador, probablemente la fama de Cabral se hubiese perdido con él.

Además de ser declarada en el papel, la Independencia debió ganarse en los campos de
batalla. Las espadas de los valientes guerreros que hazaña tras hazaña lo hicieron
posible generaron legítimos héroes, pero por esas otras cosas nefastas que quiere la
historia y de las que a la hora de la cuenta nadie se hace cargo -la orfandad de los
caprichos podríamos decir-, esa gloria deslumbró hasta el encandilamiento. La mejor
gloria que conoció el país, la de las luchas por la Independencia con su forja de héroes,
tenía el grave inconveniente de no poder repetirse. Esa imposibilidad, unida al brillo del
acero, determinó que el concepto mismo del heroísmo se degradara en la barbarie una
vez obtenida la libertad exterior del país.

El gran ausente de la historia argentina, Juan Bautista Alberdi, jurista visionario -que
como buen visionario pecaba a veces de iluso-, ensayó en 1871 una muy atendible
explicación de la barbarización del héroe en ese gran manifiesto pacifista que es “El
Crimen de la Guerra”. Puede cuestionarse que Alberdi habla allí desde el exilio y con la
asepsia moral del teórico, lejos de las responsabilidades del hombre de Estado que
empeña el cuerpo en los asuntos públicos como lo fueron Domingo Sarmiento o
Bartolomé Mitre, por sólo citar dos ejemplos entre sus contemporáneos, pero si se
observan las sangrientas luchas civiles que consolidada la Independencia impidieron la
organización constitucional del país hasta 1853, la voz de Alberdi es un llamado a la
civilización desde la civilización, acaso contrariando a Sarmiento quien sería la
civilización desde la barbarie.

La principal idea de Alberdi es que el crimen insalvable de toda guerra consiste en ser
juez del adversario. De la imposibilidad de hacer Justicia cuando se es parte y litigante



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deviene la criminalidad intrínseca de la guerra, que sólo puede justificarse
legítimamente en el derecho a defender la propia existencia y hasta ese preciso límite.

Desde esa concepción, sostiene Alberdi que: “Lejos de ser un crimen, la guerra de la
independencia de Sudamérica fue un grande acto de justicia por parte de ese país2”. Tan
claro reconocimiento no le impide relativizar la intervención de los nombres que más
destacaron en ella, entendiendo que el proceso revolucionario fue el producto natural de
la evolución social, por las necesidades e intereses de la civilización, antes que metas
impuestas desde la acción providencial de algunos líderes militares. Dolido porque en la
América del Sud, a falta de avances científicos y tecnológicos “todo el círculo de sus
grandes hombres se reduce al de sus grandes militares en el tiempo de la guerra de la
independencia3”, el tucumano cuestiona que San Martín sea propuesto a la juventud
argentina como un ejemplo de gloria a imitar.

En opinión de Alberdi, San Martín es cuestionable en sus motivos, en su proceder y
hasta en su muerte. Así, respecto de sus motivaciones, le atribuye haber retornado al
país no por amor al suelo natal sino por consejo de un general inglés de los que querían
la emancipación americana para beneficiar el comercio de Gran Bretaña y tras 18 años
de servir en España a la causa del absolutismo. Sobre su proceder reprocha tanto el que
haya conspirado políticamente a través de una sociedad secreta cuando ya la Revolución
de la libertad podía predicarse a la luz del día, como que siendo el único objetivo
encomendado por el gobierno a su campaña militar liberar a las provincias argentinas
del Alto Perú las haya dejado en manos de los españoles. Finalmente critica su regreso a
Europa para morir bajo el poder de los Borbones, legándole su espada a Rosas en mérito
a sus resistencias a la Europa liberal.

Todo ello lo hace concluir que “La vida de San Martín prueba dos cosas: que la
revolución, más grande y elevada que él, no es obra suya, sino de causas de un orden
superior, que merecen señalarse al culto y al respeto de la juventud en la gestión de su
vida política; y que la admiración y la imitación de San Martín no es el medio de elevar
a las generaciones jóvenes de la República Argentina a la inteligencia y aptitud de sus
altos destinos de civilización y libertad americana4”.

Los cuestionamientos de Alberdi al héroe mayor de la Independencia Argentina, una
rareza –aunque no única- frente a la estimación general, no están dirigidos a menoscabar
la memoria del prócer sino a desanimar la pasión guerrera que, luego de rotos los lazos
con España, contribuyó a sostener el estado de guerra civil permanente. Esa pasión por
la guerra, alimentada a través de la poesía con cantos a los héroes y las batallas de la
Independencia, estimulaba la búsqueda militar de una gloria que no podía repetirse. Así
la gloria posible, la que quedaba al alcance de los émulos del General San Martín, era
apenas una falsificación de la verdadera, y ellos mismos una caricatura del General. Con
ellos, lejos de la paz y el progreso que son propios de la civilización, las Provincias
Unidas se encerraron en la barbarie de emprender una tras otra guerras llamadas en
nombre de la libertad interior. Pero la guerra, que pudo ser adecuada para obtener la
Independencia, no era el medio idóneo de alcanzar la libertad interior. Cualquier
territorio en guerra permanente, aunque reconocido en su unidad por el extranjero,
queda librado a la anarquía o a su natural heredera que es la tiranía sin importar las
razones que puedan esgrimirse junto con las espadas de los pretendidos nuevos
libertadores batiéndose en su seno: “No hay guerra en Sudamérica que no invoque por
motivo los grandes intereses de la civilización; ni despotismo que no invoque la más


                                                                                     10
santa libertad. La dictadura de Rosas se apoyaba en la libertad del continente americano.
Quiroga devastaba y cubría de sangre el suelo argentino en nombre de la libertad, y fue
víctima de su idea de proclamar una Constitución, según la crónica viva de ese país,
confirmada en ese punto por una carta en que el defensor de la libertad del continente
americano probó al defensor de la libertad del pueblo argentino, que el país no estaba en
estado de constituirse, es decir de ser libre (porque constituir un país no es más que
entregarle la gestión de sus destinos políticos)5”.

El heroísmo de la barbarie es un heroísmo sin causa nacional, conceptualmente un
retroceso al privilegiar el valor por el valor mismo en detrimento de los propósitos. Las
ideas que alientan la guerra civil son facciosas, parciales por definición; y mucho más
cuando la contienda, como en el caso de la lucha entre unitarios y federales, no arroja un
vencedor nato sino que concluye en una suerte de fusión pragmática de intereses,
hombres y principios.

En palabras de Alberdi, la guerra civil es la antítesis de la guerra de independencia y
como tal “baja por su objeto, tan desastrosa por sus efectos, tan retrógrada y
embrutecedora por sus consecuencias necesarias, como la guerra de la independencia
fue grande, noble, gloriosa por sus motivos, miras y resultados. Los héroes de la guerra
civil son monstruos y abominables pigmeos, lejos de ser rivales de Bolívar, de Sucre, de
Belgrano y San Martín6”.

El héroe bárbaro por antonomasia, de entre los muchos que registra la historia argentina,
había sido consagrado tal por Domingo Faustino Sarmiento al escribir el “Facundo” en
1845. En muchos sentidos “El crimen de la guerra” es una expresa contestación de
Alberdi a Sarmiento; no sólo al Presidente Sarmiento que le acusó de traición a la Patria
por haberse opuesto a la guerra contra el Paraguay, sino -y fundamentalmente- al
razonamiento sarmientino que a través del Facundo justifica y alienta la guerra civil.

Más allá de lo que indica el título y el desarrollo narrativo del Facundo, el verdadero
protagonista de sus páginas no es Facundo Quiroga sino Juan Manuel de Rosas.
Sarmiento, hombre de ideas y de acción, lo escribe desde el exilio en Chile con la
urgencia del panfleto político, deseoso de propiciar el fin de la tiranía rosista, pero con
el gran mérito de ahondar en la profundidad del ser argentino. Si bien son obras de
distinta filosofía, El crimen y el Facundo tienen en común, acaso por haber sido escritos
desde el exilio, explicar lo nacional desde un enfoque de cultura universal. En las
mentes de Sarmiento y de Alberdi lo argentino no queda aislado del mundo. Los dos
responden a un alto ideal de civilización; coinciden en el fin, pero mientras el tucumano
confía en que los procesos históricos decantarán por sí solos en un tiempo de libertad, a
Sarmiento lo domina la impaciencia y el nervio le reclama no desdeñar ningún medio.
“Esperemos”, pareciera decir Alberdi, “hagámoslo” es el credo metodológico de
Sarmiento, y así mientras el primero plantea no romper la dicotomía “civilización o
barbarie”, el segundo la sintetiza.

Sarmiento propugna la existencia de efectos benéficos en la guerra civil argentina, la
misma que impide la organización constitucional del país, porque encuentra más allá de
unitarios y federales que tiene su razón social en el enfrentamiento cultural entre la
ciudad y la campaña. En el transcurso de esa guerra prolongada -a fuerza de combatirse-
aquellas dos sociedades antagónicas, una que tiende al progreso desde la educación, la
ciencia y la industria, con una vida activa deseosa de novedades, y otra que cerrada


                                                                                        11
sobre la vida pastoril permanece salvaje estancada en la indiferencia al paso del tiempo,
necesariamente han debido acercarse y llegado a conocerse, comenzando a simpatizar el
gaucho lanzado sobre las ciudades con la causa del ciudadano. “La guerra civil ha
llevado a los porteños al interior, y a los provincianos, de unas provincias a otras. Los
pueblos se han conocido, se han estudiado y se han acercado más de lo que el tirano
(Rosas) quería; de ahí viene su cuidado de quitarles los correos, de violar la
correspondencia y vigilarlos a todos. La unión es íntima7”. La explicación sociológica
de Sarmiento supera en mucho la superficialidad panfletaria, de allí que en buena
medida anticipe que a la caída de Rosas han de contribuir tanto viejos unitarios como
antiguos federales para reorganizar el país con las nuevas generaciones en un sistema
mixto que concilie las razones, ya entreveradas, de la unidad con el federalismo.

A esa fisonomía política del país la encarnadura de Facundo Quiroga le caía pintada
para que Sarmiento pudiera explicar que “es desconocer mucho la naturaleza humana
creer que los pueblos se vuelven criminales, y que los hombres extraviados que
asesinan, cuando hay un tirano que los impulse a ello, son, en el fondo, malvados. Todo
depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy
se ceba en sangre, por fanatismo, era ayer un devoto inocente, y será mañana un buen
ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo indujo al crimen8”.

Bajo esa consigna se entiende que en el retrato de Facundo, aún queriendo retratar a un
bandido para castigar su memoria, Sarmiento reconozca y hasta reivindique los rasgos
heroicos de quien “es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República
Argentina9”, “expresión fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e
instintos10” y como tal dueño de “aquellas simpatías que los espíritus altamente dotados
tienen por las cosas esencialmente buenas11”, aunque también “ignorante, bárbaro, que
ha llevado, por largos años, una vida errante que sólo alumbran, de vez en cuando, los
reflejos siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la temeridad, dotado
de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo, como el primero, dominándolo todo por la
violencia y el terror, no conoce más poder que el de la fuerza brutal12”. La contracara a
la ingenuidad y el valor de Facundo Quiroga es la maldad fría y calculadora que
Sarmiento describe en Juan Manuel de Rosas, a quien responsabiliza por el asesinato de
Quiroga: “falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y
organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo13”.

A Sarmiento, finalmente, la sombra terrible de Facundo Quiroga acaba por seducirlo de
un modo en que no sería concebible pudiera seducir a Alberdi: a través del puro coraje.
El bruto espíritu guerrero, desprovisto de una causa nacional –que por definición
alberdiana no puede estar presente entre los participantes de una guerra civil con las
características del primer fratricidio argentino-, demuestra lo determinante que son las
circunstancias para la definición del héroe: piénsese en Juan Galo Lavalle, el León de
Riobamba, quien fue un héroe indiscutido de la guerra de la Independencia, y al igual
que Guillermo Brown héroe de la guerra contra el Brasil, claramente un héroe nacional,
pero luego también, como Facundo Quiroga, otro héroe bárbaro de nuestra guerra civil.

La circunstancia de combatir Quiroga por el bando federal (aunque fuera unitario por
convicción) y Lavalle por la facción unitaria, es irrelevante. La base del heroísmo está
en el valor del hombre demostrado con hechos, en méritos de guerra que provocan la
admiración de sus propios camaradas, pero la calificación depende de las circunstancias.
El héroe bárbaro, sea unitario o federal, es reconocido valiente hasta por sus enemigos,


                                                                                      12
pero sin importar la dimensión de sus hazañas no es más que el héroe de una
parcialidad, un héroe pequeño, y a otros ojos, como los de Alberdi, resulta ser apenas un
monstruo grotesco y abominable.

Sería idílico, ilusorio, suponer que la turbulencia de aquellos años hubiera podido
desaparecer por la simple sanción del texto constitucional. Era guerreando que se daba
cada paso. La Constitución Nacional se alumbró luego de vencer Urquiza a Rosas en
Caseros y el fin de la secesión de Buenos Aires llegó con la reforma constitucional de
1860 porque antes se combatió en Cepeda. La forja de héroes bárbaros nunca se detuvo,
por más que la evolución política se diera en los términos de mixtura que había
pronosticado Sarmiento la tentación del sable estaba latente en cada rincón del país.
Paradójicamente la autoridad nacional que el Presidente Santiago Derqui, sucesor de
Urquiza, no pudo sostener frente al Gobernador de Buenos Aires Bartolomé Mitre en la
batalla de Pavón iba a ser refundada por Mitre como Presidente, haciendo que las
fuerzas nacionales impusieran la autoridad de sus instituciones sobre los resabios del
pasado, con mucho en ello -claro- de ese mismo pasado que no podía serles ajeno.

Así, durante la Presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868), el 11 de noviembre de
1863, en el marco de la “guerra de policía” que el Presidente había ordenado llevar
adelante contra el caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza, conocido como “El
Chacho”, la cabeza del rebelde fue puesta sobre una pica en medio de la plaza del
pueblito de Olta. “Antes que el cuchillo separase la cabeza del cuerpo lo habían fusilado
a tiros, antes de eso lo habían lanceado, y antes que la lanza lo atravesara por el vientre
el líder federal riojano era ya un prisionero que se había entregado mansamente. Con
posterioridad Juan Bautista Alberdi dijo que ‘la vida real del Chacho no contiene un
solo hecho de barbarie igual al asesinato del que fue víctima’, por su parte Sarmiento,
en carta a Mitre del 18 de noviembre de 1863, sostuvo desde San Juan, donde era
Gobernador y Director de la Guerra contra el Chacho, que: ‘no sé lo que pensarán de la
ejecución del Chacho. Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y
honrados aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza
a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían
aquietado en seis meses. Los ejércitos harán paz, pero la tranquilidad no se
restablecería, porque a nadie se le puede inspirar confianza de que no principie la guerra
cuando le plazca al Chacho invadir las provincias vecinas, es su profesión, ejercida
impunemente durante treinta años, hallando siempre en la razón de Estado o en el
interés de los partidos medios para burlarse de las leyes y las constituciones y
aceptándolo como uno de los rasgos de la vida argentina y de nuestro modo de ser. Sea,
pero seamos lógicos: cortarle la cabeza cuando se le de alcance es otro rasgo argentino.
El derecho no rige sino con los que lo respetan, los demás están fuera de la ley; y no
tiene el idioma en vano estas locuciones. Hizo él o Puebla degollar en el Valle Fértil a
mi primo Don Maximiliano Albarracín, como Carlos Ángel hizo ahorcar el año pasado,
a mi primo hermano Ezequiel Salcedo, lo que no estorba que Carlos Ángel haya
obtenido indulto. La guerra civil concluye, pues, por actos militares gloriosos, como el
de Caucete14, y por el castigo de Olta’15”.

El país se civilizaba al modo de Sarmiento, que es decir a lo bárbaro, pero se civilizaba.
Y el mismo Sarmiento, que plasmó a través del Facundo el arquetipo del héroe bárbaro,
terminaría siendo, por esos giros trágicos que dispone el destino, la guía espiritual de
quien iba a personificar el retorno a la consideración pública del héroe nacional. En la
triste ocasión de acudir al cementerio de la Recoleta, observó Sarmiento que “Por entre


                                                                                        13
sus columnas se divisan ya, aún antes de entrar, urnas cinerarias, sepulcros, columnas y
sarcófagos y la bella estatua del Dolor que vela gimiendo sobre la tumba de Facundo, a
quien el arte literario más que el puñal del tirano, que lo atravesó en Barranca Yaco, ha
condenado a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos a quienes nos trasmite
responsabilidades la sangre. El Dante puede mostrar a Virgilio este león encadenado,
convertido en mármol de Paros y en estatua griega, porque del otro lado de la tumba
todo lo que sobrevive debe ser bello y arreglado a los tipos divinos, cuyas formas
revestirá el hombre que viene. He aquí –me decía un joven Arce, pariente de Quiroga-
como yo llevo la toga y la clámide del griego, y no la túnica ni la dalmática del bárbaro.
Pude decirle a mi vez que mi sangre corre ahora confundida en sus hijos con la de
Facundo y no se han repelido sus corpúsculos rojos, porque eran afines. Quiroga ha
pasado a la historia y reviste las formas esculturales de los héroes primitivos, de Ajax y
Aquiles16”.

Había por entonces, en el ánimo de Sarmiento, el hombre, una herida insanable de las
que irremediablemente permanecen llaga hasta el día de la muerte, y que sin embargo
sobrellevaba con el orgullo que confieren la dignidad y el convencimiento.

El 14 de Enero de 1865 el Mariscal Francisco Solano López solicitó autorización al
gobierno argentino para que tropas paraguayas pudieran atravesar el territorio de la
Provincia de Corrientes y así combatir a los brasileros. A principios de febrero el
Presidente Bartolomé Mitre negó ese permiso. El gobierno paraguayo optó entonces por
ignorar la negativa, al punto que el 18 de marzo de 1865 el Congreso del Paraguay
autorizó a Solano López a declarar la guerra a la República Argentina, cosa que se
efectivizó al día siguiente y se materializó el 14 de abril cuando fuerzas al mando del
general Wenceslao Robles se apoderaron de la Ciudad de Corrientes. El 3 de mayo el
Gobierno Argentino se notificó de la declaración de guerra del Paraguay, la cual aceptó
plenamente el 9 de mayo.

En el interín, el 12 de abril de 1865, el Presidente Bartolomé Mitre dio un encendido
discurso en la Plaza de la Victoria, cuyo párrafo saliente es el siguiente: “La hora ha
llegado. Basta de palabras y vamos a los hechos. Que esas exclamaciones que pueblan
el aire no sean un vano ruido que se lleva el viento. Que ellas sean el toque de alarma, la
llamada popular que convoque a todos los ciudadanos, para correr en veinticuatro horas
al cuartel, en quince días en campaña, en tres meses en Asunción”.

La juventud porteña se hizo eco del clima belicista y respondiendo al llamado del
Presidente corrió a enlistarse con el fervor de servir a la Patria. Ante la recluta, los
jóvenes hijos de padres prominentes se aprovecharon de las influencias que les brindaba
el parentesco, no para evitar la convocatoria, sino para asegurarse lugares en el frente de
batalla. Así marcharon para morir en combate, entre otros, Domingo Fidel Sarmiento,
hijo del Embajador argentino en los Estados Unidos Domingo Faustino Sarmiento, y
Francisco Paz, hijo del Vicepresidente Marcos Paz quien había quedado a cargo de la
Presidencia por la presencia de Mitre en el teatro de operaciones.

Desde que toda guerra es una controversia, los argumentos que pueden sostenerse a
favor o en contra de su prosecución resultan controversiales. Las razones, la
oportunidad, el contexto internacional, sus finalidades y alcances, todo lo que en
definitiva da cuerpo a su realización es susceptible de recibir cantidad de
cuestionamientos. La Guerra del Paraguay generó, además de resistencias en el interior


                                                                                        14
del país, la censura de severos críticos como Juan Bautista Alberdi, especialmente
porque se hacía en alianza con el Brasil, pero la invasión del territorio argentino era en
el sentimiento de la juventud patriota una afrenta a la dignidad nacional que no podía
quedar impune. Los que ofrecieron su pecho para ir al combate lo hicieron entendiendo
que era el riesgo que debían afrontar por lealtad a la Patria, y aún con todos los
cuestionamientos posibles, nadie puede negarles a esos soldados la convicción, y el
hecho, de haber combatido por la causa nacional.

Refiriendo lo actuado por su propio hijo, dice Sarmiento que “debió, pues, ser uno de
los primeros en acudir a los cuarteles a donde llamaba a la juventud el Presidente Mitre,
en lenguaje del champagne, y le dio el título de Ayudante Mayor de Guardia Nacional
que había tomado por asalto en San Juan y viendo que a la Guardia Nacional los
soldados de línea le llamaban la niña Manuelita, porque se le economizaba su ración de
balas, pidió y obtuvo del favor de todos sentar plaza de capitán en un batallón de
línea17”.

“En lenguaje del champagne”, ubica Sarmiento aquellas palabras de Mitre que
pronosticaban una guerra relámpago, rápida y fácil, pero que chocaron con la realidad
de trincheras inexpugnables y la bravura de los paraguayos. No fue un paseo de tres
meses, fueron cinco años de lucha encarnizada lo que demoró concluir la Guerra del
Paraguay desde 1865. Mitre terminó su mandato presidencial con la contienda en curso.
Fue recién bajo el gobierno de su sucesor, el Presidente Sarmiento, que Asunción cayó
en manos de los aliados el 5 de Enero de 1869 y que la última resistencia fuera
extinguida en Cerro Coré el 1 de marzo de 1870 con la muerte del dictador Francisco
Solano López.

Si la pluma de Sarmiento a través del Facundo fijó el prototipo del héroe bárbaro, su
prédica política iba a moldear en la realidad a nuevos héroes nacionales; principiando, a
través del afecto paterno, por su propio hijo: “… y Dios me lo perdone, si hay que pedir
perdón de que un hijo muera en un campo de batalla, pro patria pues yo lo vine
dirigiendo hacia su temprano fin. Poco tenía que rondar el fuego para prender en esta
alma harto excitable, para elevarse como fanal que ilumina la Historia o pira que se
consume a sí misma. Veníamos educando a la juventud de Buenos Aires, para la nueva
vida a que llamaban la situación precaria del Estado, y el porvenir de las instituciones
libres. Habíanla retraído durante la tiranía de Rosas de empuñar las armas, la posición
híbrida del oficial, soldado y asesino a la vez, con la guerra a muerte y el degüello. Cuan
lejos estábamos de la época de los Las Heras, los Necocheas, los Lavalles, cuyo valor
era congénere de la belleza de la raza, la altivez caballeresca o la elegancia del alto tono
social”.

Para el comienzo de la guerra el poder estaba en manos de la llamada Generación del
37, con la que el país empezaba a consolidarse como Estado y a proyectarse
institucionalmente hacia el futuro. En esa concepción republicana se iban formando los
jóvenes que sirviendo de recambio darían cuerpo a la Generación del 80. Domingo Fidel
Sarmiento, “Dominguito”, nacido en Santiago de Chile el 17 de abril de 1845, era parte
de esa promesa argentina. Estudiante de Derecho, escritor, tenía las condiciones
intelectuales, el carisma y la ambición necesaria para aspirar a ocupar puestos de
relevancia en la carrera política. Ese impulso le venía heredado de su padre adoptivo,
Domingo Faustino Sarmiento; era la contracara del sueño de aquel por verse superado,
tanto en lo personal como en lo generacional, que es decir ver a la Patria florecer.


                                                                                         15
Consecuente con sus aspiraciones “Dominguito fue el primero de los enrolados. Mitre
era su amigo, su tutor, y nada resistía aunque quisieran, a aquel torrente, que encontraba
como un canal de molino, para apoderarse de la dirección dada desde la infancia a sus
ideas, con los ideales que él había forjado. Aún después de calmado el primer ardor
juvenil en muchos que después de regularizada la guerra, pidieron licencia temporal y
su retiro, vueltos a Buenos Aires después de haber aspirado el humo de la pólvora,
resistió Dominguito a los esfuerzos de sus amigos incitados a ello por la angustia
materna, para que no abandonase el sendero que le trazaban sus brillantes estudios
universitarios. Entonces dijo al Dr. Avellaneda la razón de su persistencia: ‘Mi suerte
está echada. Me ha educado mi padre con su ejemplo y sus lecciones para la vida
pública. No tengo carrera, pero para ser hombre de Estado en nuestro país, es preciso
haber manejado la espada; y yo soy nervioso, como Enrique II, y necesito endurecerme
al frente del enemigo’. ¿Qué oponer a esas razones?18”.

El 21 de setiembre de 1866, víspera de la Batalla de Curupaití, Dominguito escribía a su
madre, la argentina Benita Martínez Pastoriza de Sarmiento:

“Querida vieja:

La guerra es un juego de azar. Puede la fortuna sonreír, como abandonar al que se
expone al plomo enemigo.

Si las visiones que nadie llama y que ellas solas vienen a adormecer las curas fatigas,
dan la seguridad de vida en el porvenir que ellas pintan; si halagadores presentimientos
que atraen para más adelante; si la ambición de un destino brillante que yo me forjo, son
bastantes para dar tranquilidad al ánimo, serenado por la santa misión de defender a su
patria, yo tengo fe en mí, fe firme y perfecta en mi camino. ¿Qué es la fe? No puedo
explicármelo, pero me basta.

Más si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la
metralla de Curupaití o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir
bajo la pesadumbre del dolor. Morir por su Patria es vivir, es dar a nuestro nombre un
brillo que nada borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer que cuando con estoica
resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas.

Las madres argentinas trasmitirán a las generaciones el legado de la abnegación y el
sacrificio.

Pero dejemos aquí estas líneas que un exceso de cariño me hace suponer ser letras
póstumas que te dirijo”.

En esa misma hoja, hizo horas después el siguiente agregado:

“Septiembre de 1866

Son las diez. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. Salud mi madre!”

El capitán Domingo Fidel Sarmiento cayó ese 22 de setiembre de 1866, en ocasión de la
Batalla de Curupaití. Uno más entre las nueve mil bajas que en una sola jornada


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sufrieron las fuerzas aliadas. En carta a Mary Mann del 13 de diciembre de 1866,
aseguraba Sarmiento que “En la guerra ha muerto mi hijo, de un balazo en un pie, por
donde se desangró antes de recibir auxilios19”; añadiendo que “A los 21 ha muerto,
combatiendo como un héroe20”, lo que probablemente refleje cual haya sido su primera
noticia sobre el hecho, recibida mientras era Embajador Argentino en los Estados
Unidos.

Luego parece haber recibido otra versión, apenas distinta, sobre las circunstancias en
que murió el capitán, porque al publicar “La vida de Dominguito” en 1886 sostiene que
“mandando una compañía de línea al frente de las baterías que defendían el
inoficiosamente atacado fuerte de Curupaití, un casco de bomba le cortó el tendón de
Aquiles y murió desangrado, al frente del enemigo, transportado el cadáver exánime al
cuartel general por sus soldados, que lo amaban21”. “Hirióle un soldado anónimo en el
punto en que penetró a Aquiles la flecha de París, y murió desangrado como el héroe
griego22”.

En los manuscritos de la primera versión de “La vida de Dominguito”, escritos en 1867,
refiere Sarmiento, trasluciendo su juicio íntimo sobre Mitre, que su hijo “Sacrificose en
prosecución de la gloria, como tantos millares de soldados segados en yerba para que un
general florezca. Cuán orgulloso debió sentirse de morir por la Patria al pie de una
trinchera al frente de su compañía de granaderos. Dicen que no consintió al principio en
que lo alzaran de donde cayó herido. Entusiasmo juvenil, a la misma edad yo lo he
sentido. Moribundo y desangrado levantaba el revólver amenazando a los que sentía
acercarse. ¿Tomábalos por enemigos? Alarde de joven, para mostrarse guerrero, y
pronto a la lid, aún muriendo23”.

En carta al general Lucio V. Mansilla, Comandante del Batallón en el que revistaba
Dominguito “y a cuya vista murió”, Sarmiento le solicita información sobre el
desempeño militar de su hijo, ya que “me encuentro a oscuras, habiendo estado tan lejos
del teatro de los sucesos”. El 9 de junio de 1886, Mansilla respondió dando una versión
de la muerte del capitán distinta de las que hasta entonces parecía conocer el viejo
Maestro: “Ud. no sabe quizás que Dominguito murió herido en el pecho, lejos, muy
lejos ya de aquellas terribles trincheras de Curupaití, lo que quiere decir que ni aún en
retirada dejaba de tener para él, poesía e imán el peligro. Todo él entero y verdadero,
estaba en eso: la guerra era para él, no un arte, no una ciencia, mucho menos un oficio,
era una vocación. Y como el fraile de la Trapa que cava su propia sepultura, debió morir
y murió, del modo más glorioso, en el campo de batalla y al pie de su bandera, que por
él y Pedro Iparraguirre, se salvó. Un día, tan es exacto lo que voy diciendo, decíame él
después del primer encuentro con el enemigo que fue recio, ‘y esto es pelear’.
Dominguito, le contesté: si quieres más tienes que leerlo en la Mitología, y, mira, no te
apures”.

Este intercambio epistolar forma parte de la primera edición de La vida de Dominguito,
con lo cual queda en evidencia que corrieron distintas versiones sobre la muerte del
capitán Sarmiento, coincidentes todas en su carácter heroico. Ya sea herido frente a las
trincheras, justo en el punto débil de Aquiles, el primero de los héroes, o lejos de las
trincheras poniendo el pecho para evitar que el enemigo capturase la Bandera, igual que
Cabral en San Lorenzo para impedir la muerte de San Martín, ninguna duda queda que
aquel voluntario antepuso su palabra de defender a la Patria por encima de preservar su
propia vida. Se lo había asegurado a su madre reclamándole que se pareciera más a una


                                                                                      17
recia matrona de la vieja Esparta, que a la preocupada y protectora Tetis. Con todo, la
valentía del capitán Sarmiento no constituyó ninguna rareza entre nuestros combatientes
de la Guerra del Paraguay, y del mismo modo que no fue singular su coraje tampoco lo
fue su muerte. Miles de soldados argentinos se inmolaron como él, batallando
tozudamente contra las defensas paraguayas. Lo que constituye a Domingo Fidel
Sarmiento en el héroe nacional paradigmático de la Guerra del Paraguay es el relato. El
relato es en definitiva el elemento que otorgándole fama al héroe lo completa en su
función ejemplificadora. En su persona y en sus circunstancias reunía las condiciones
necesarias para ser albergado por la memoria colectiva. Su muerte conmovió a los
contemporáneos, en especial a los jóvenes estudiantes, y fue una de las razones que
hicieron de Sarmiento, su padre, el Presidente de la Nación. La carta a su madre,
iniciada con un “Querida vieja”, tan coloquial, tan de todos nosotros, da cuenta de la
determinación suya, capaz de afrontar el presentimiento mortal marchando hacia el
combate. Es totalmente insignificante si se pareció o no al bravo Aquiles en la herida
fatal, el capitán Sarmiento fue Aquiles frente al destino.

El héroe nacional volvía conceptualmente reafirmando el espíritu guerrero. Mucho antes
a que el Presidente de los Estados Unidos John Fiztzgerald Kennedy dijera aquella
consigna de no preguntar que puede hacer la Patria por uno, sino lo que uno puede hacer
por la Patria, los jóvenes argentinos de aquella generación empeñados en la Guerra del
Paraguay querían romántica y generosamente dar lo mejor de sí a la Argentina, y lo
hacían, sin reparos, sin mezquindades, como lo demuestran las palabras del aguerrido
Martín Viñales que afrontando la amputación de su brazo por las heridas recibidas en
combate, sentenció: “No es nada, apenas un brazo menos, la Patria merece más24”.

Reflexionando sobre el heroísmo y la gloria a consecuencia de la Guerra del Paraguay,
resulta una coincidencia singular que tanto el pacifista Alberdi como el belicoso
Sarmiento, en su afán civilizador y siendo polos opuestos en los medios a utilizar,
pudieran tener una coincidencia de fines tan exacta en materia de lo que debe ser para
los pueblos “la verdadera gloria”.

Al lamentarse Alberdi porque la única gloria conocida en Sudamérica fuera la gloria
militar, específicamente decía: “Ninguna invención como la de Franklin, como la de
Fulton, como el telégrafo eléctrico, y tantas otras que el mundo civilizado debe a
América del Norte, ha ilustrado hasta aquí a América del Sud. Ni en las ciencias físicas,
ni en las conquistas de la industria, ni en ramo alguno de los conocimientos humanos,
conoce el mundo una gloria sudamericana que se pueda llamar universal25”.

En un todo coincidente, y testimoniando el dolor por la muerte de Dominguito sin
encontrar consuelo en el heroísmo militar, en la frase final e inconclusa de sus
manuscritos de 1867, Sarmiento expone su queja por esa vida tronchada antes de
alcanzar su mayor brillo: “¡La gloria! ¡La gloria! ¡Vana ilusión tras la cual corremos, y
tantos, tantos, tropiezan para no levantarse más! Y sin embargo, una idea exacta y justa
de la gloria, cuando las creencias se amortiguan, supliría para las organizaciones
privilegiadas a suplir la falta de otras esperanzas. La gloria es el arte de vivir amado por
el mayor número posible de hombres, por el mayor número de años. Los grandes
hombres cuentan la vida por siglos. ¡Qué recompensa más grande para la virtud útil en
la tierra! Tomemos a Franklin, como objeto de estudio. Conocido apenas de sus
compañeros de trabajo en la imprenta, estudia laboriosamente sus intereses, sus deberes
de ciudadano, y cultiva su inteligencia. Por un periódico que escribe se hace estimar de


                                                                                         18
una población entera, propendiendo a la mejora de todos. Conócelo mejor su país en
general: conócelo más tarde con respeto la Inglaterra. La sencilla experiencia sobre la
electricidad de las nubes, le asegura un lugar distinguido en los anales de la ciencia. La
Francia, después el mundo entero asocian su nombre al de los bienhechores de la
humanidad. La Patria de Franklin viene a hacerse la humanidad entera. Muere y su
nombre sobrevive, y generación tras generación le conservan su estimación y afecto, por
lo que de sus trabajos y su benéfica influencia todos aprovecharon. He aquí la más pura,
de las glorias, la verdadera gloria. Tomemos otro modelo de la gloria Na…26”.

Cabe comprender que con mirada vidriosa dejara Sarmiento la pluma a un lado en ese
exacto punto, como si se descubriera reprochando la temprana muerte a su hijo, ese hijo
con el que siendo pequeño leían, alternadamente, en voz alta, “La vida de Franklin”
traducida por Juan María Gutiérrez.

Las diferencias entre Sarmiento y Alberdi, en apariencia irreconciliables, no podían
empero ser más que efímeras, simplemente coyunturales, dado que los dos anhelaban
para la Patria la verdadera gloria en mérito al progreso de la humanidad antes que la
gloria de los héroes militares, que no es algo que pueda plantearse como objetivo último
de ningún país civilizado. El heroísmo militar ocurre, se da cuando hombres comunes
enfrentan circunstancias extraordinarias. Las glorias del progreso, en cambio, sí pueden
ser estimuladas, buscadas y provocadas por el avance ordinario de la ciencia y la
tecnología. En 1879, siendo Sarmiento ministro del Presidente Avellaneda, el país iba
con relativa paz y administración consolidando sus instituciones, contando para ello con
algo de lo que se carecía antes de la Guerra del Paraguay: un verdadero Ejército
Argentino. El 16 de septiembre de ese año regresó al país, tras 41 años de ausencia, el
doctor Juan Bautista Alberdi, y ya coincidiendo en el mismo lugar con Domingo
Faustino Sarmiento los dos se encuentran en el Ministerio del Interior.

“He aquí al tremendo ministro de Avellaneda. Conversa con algunos amigos, entre ellos
Aristóbulo del Valle. Sarmiento habla con locuacidad, bromea y ríe. De pronto pónense
todos muy serios. Es que acaba de entrar un ordenanza y anunciar que ha llegado el
doctor Juan Bautista Alberdi. Todos miran a Sarmiento. Parece impresionado. Todos
miran también hacia la puerta. Por fin se abre y entra Alberdi, y entonces los presentes
asisten a una escena conmovedora, que les llena de lágrimas los ojos, y que muestra
cómo en el corazón de Sarmiento no hay odios. El hombre violento, el feroz enemigo de
sus enemigos, exclama:

   -   Doctor Alberdi, ¡en mis brazos!

Y los dos grandes argentinos se estrechan en un largo abrazo, el abrazo del destierro y
de la vieja amistad en Chile, el abrazo que recuerda a cada uno lo que el otro ha hecho
por la Patria, el abrazo del olvido y el perdón. Los dos están conmovidos hasta las
lágrimas y algunos de los presentes lloran como criaturas ante el hermoso
espectáculo27”.

Al advenimiento del Siglo XX los desarrollos científicos y técnicos fueron tornándose
cada vez más veloces, integrándose en mayor o menor medida a la vida cotidiana según
la predisposición al progreso y las posibilidades materiales de cada Estado. Argentina
fue recibiendo inmigrantes tanto como ciencias y artes, sin lograr nunca desprenderse
del todo de la tentación bárbara de imponer la política a través del sable. El alzamiento


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en armas de Buenos Aires en 1880, la Revolución del Parque en 1890, y posteriormente
la tradición motinera del radicalismo dan cuenta de falencias en los medios para dirimir
pacíficamente las diferencias, algo con lo que hemos convivido durante casi toda
nuestra historia hasta años muy recientes. En parte por ello, el concepto del heroísmo
seguía ligado con exclusividad al arrojo demostrado en combate. El coraje era una
cuestión de armas, aunque en situaciones especiales, como la epidemia de fiebre
amarilla que azotó a Buenos Aires en 1871, y que dejó más de 10.000 muertos, afloraba
ese otro heroísmo pleno de valentía y sólo destinado a salvar vidas por el cual muchos
se arriesgaron a morir para asistir a los enfermos y evitar que se extienda la crisis
sanitaria. Los nombres de médicos insignes como Francisco Muñiz -un Patriota de
dimensiones gigantes- y Manuel Argerich, son sólo algunos de los que murieron en
cumplimiento del deber afectados por la fiebre amarilla; merecedores de la misma honra
que el soldado que destaca en el frente de batalla.

Sin embargo esos héroes civiles no fueron percibidos por la sociedad como tales, sino
más bien como mártires frente a un evento desgraciado. Esa es una explicación posible
para que, rompiendo definitivamente el límite estrictamente guerrero del heroísmo,
recién en los comienzos del nuevo siglo el concepto quedara plenamente abierto a la
vida civil con la aparición del Ingeniero Jorge Newbery. Newbery vino a ser el Primer
Héroe Civil de la República Argentina, no porque no hubiera habido héroes civiles
antes que él, sino porque supo alcanzar la admiración y el reconocimiento popular como
ningún otro hasta entonces.

Newbery, padre de la aviación argentina, buscaba esa gloria de ciencia y tecnología que
anhelaban ver alumbrar en la República tanto Sarmiento como Alberdi, pero a
diferencia del científico o el técnico que hace fructificar sus estudios sin poner en riesgo
evidente su propia integridad física, el intrépido Newbery llevaba su cuerpo al límite de
lo hasta entonces posible. Los pioneros del espacio desafiaban a la muerte adentrándose
en los cielos en la lucha por dominar los elementos de la naturaleza, y así ganaban la
admiración popular despertando sueños de maravillas futuras. Cada logro de aquel
puñado de locos del aire, que no se conformaban con que el volar fuera sólo para los
pájaros, ilusionaba con el mañana despertando orgullo por lo que los argentinos podían
hacer. Fueron héroes; a fuerza de coraje lograron que el pueblo advierta el interés
nacional en las posibilidades del tránsito aéreo, héroes nacionales desde que por una
causa nacional se jugaban la vida.

Jorge Alejandro Newbery28 nació el 29 de mayo de 1875 en la casa de la calle Florida
251 de la Ciudad de Buenos Aires. Su padre era el odontólogo Ralph Newbery, un
estadounidense que a los 16 años había integrado el ejército federado a órdenes de
Ulises Grant, recibiendo una condecoración como premio a su coraje. El afán de
aventura lo trajo a Buenos Aires donde conoció a Dolores Malagarie, con quien se casó
el 26 de julio de 1873 y tuvo 12 hijos. El segundo de esos hijos, Jorge Alejandro, el
mayor de los varones, viajó a los Estados Unidos sin compañía de sus padres para
conocer a sus abuelos paternos a la edad de 8 años. Luego volvió al país donde
completó el bachillerato del que egresó con una vocación incontenible por la mecánica.
Así volvió a dejar el país e “ingresa en la Universidad norteamericana de Cornell donde
estudia por espacio de dos años. De las distintas especialidades de la ingeniería le atrae
con mayor fuerza la electricidad, cuyos notables avances se coronan con las invenciones
de Edison, su profesor cuando pasa a estudiar en el Drexel Institute, de Filadelfia. Su
paso por las universidades norteamericanas ahonda su amor por las disciplinas técnicas


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y científicas y le despierta su afición por los deportes. Es decir, lo arraiga en las dos
direcciones fundamentales en que habrá de orientar su vida futura y que darán eternidad
a su nombre29”. A los 21 años, de regreso en Buenos Aires con su título de ingeniero
electricista comienza a trabajar en la Compañía Luz y Tracción del Río de la Plata, dos
años después ingresa en la Armada Nacional como ingeniero electricista de primera
clase y se le asigna el grado de capitán de fragata. Presta servicios en el crucero
“Buenos Aires” y es enviado en comisión a Europa para adquirir equipos eléctricos
destinados a las unidades de batalla y la defensa de las costas. Aunque parezca absurdo,
la generalidad de los egresados de la Escuela Naval no sabían nadar, por lo que
Newbery, como deportista nato, hizo que se enseñara natación a los cadetes. En 1900 el
Intendente porteño Adolfo Bullrich le ofreció el cargo de Director General de
Alumbrado de la Municipalidad de la Capital, donde trabajó hasta su muerte, y desde
1904 ejerció la cátedra de electrotécnica de la Escuela Industrial de la Nación.

Newbery fue un personaje singular y polifacético. Funcionario probo y eficiente que
extendió el alumbrado público, dandy que introdujo el Tango en los círculos altos de la
sociedad, boxeador que peleaba clandestino en el Mercado Central de Frutos lo mismo
que en la quinta de Carlos Delcasse y cuyos puños durmieron a más de un compadrito,
esgrimista, nadador, remero, promotor de los deportes, innovador hasta el punto de
desafiar las buenas costumbres con un traje de baño que escandalosamente mostraba sus
piernas, los brazos, parte del pecho y la espalda, pero sobre todo ello: el aviador.

En 1907 Aarón Anchorena regresa de París trayendo su globo El Pampero, con el que
tienta a Newbery. “Jorge acepta entusiasmado la invitación. Hombre de acción e
investigador de laboratorio –luego se verá- intuye claramente la gran mudanza que la
aeronáutica operará en la vinculación entre las naciones, en las relaciones humanas.
Piensa que su Patria, tan extensa, tan desguarnecida, con una población tan escasa, no
puede ni debe quedar al margen de ese avance30”. Ambos intrépidos realizan el 25 de
diciembre de ese año el vuelo inaugural de la aeronavegación argentina uniendo Buenos
Aires con la costa de Conchillas, del Departamento de Colonia en Uruguay. El Pampero
sigue volando y Eduardo Newbery, que compite con su hermano por superarlo en
hazañas, va a convertirse el 17 de octubre de 1908, junto con el sargento Eduardo
Romero, en tripulante del fatídico último vuelo de ese primer globo que pretendiendo
llegar a Neuquén termina perdido en el mar.

Jorge Newbery no se deja detener por la tragedia. Al contrario, vuelve a volar el 24 de
enero de 1909 alistando un nuevo globo que ya desde el nombre anuncia lo irreversible
que es la empresa de conquistar los cielos: El Patriota.

La actividad aeronáutica retoma así el impulso que la muerte amenazó paralizar. El 27
de diciembre de 1909 parte en vuelo solitario a bordo de El Huracán y “con su travesía,
Jorge, el ídolo criollo, ha batido el record sudamericano de duración y distancia al salvar
quinientos cincuenta kilómetros en trece horas, y se coloca en el cuarto lugar en el
record mundial del tiempo de suspensión y en el sexto con respecto al recorrido. El
Aeroclub le entrega una medalla de oro y un diploma, testimonios de su record. Y un
club de fútbol, al nacer adopta el nombre y la insignia de su globo: Huracán31”. A los
vuelos en ese globo se suman otros en el que lleva el nombre de su hermano, Eduardo
Newbery, y con el Buenos Aires, volando en compañía de los tenientes Melchor Escola
y Raúl Goubat, el 5 de noviembre de 1912 imponen un nuevo record sudamericano de
altura: 5.100 metros soportando 16 grados bajo cero.


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Paralelamente Newbery comienza a volar aeroplanos. Son tiempos en los que la Nación
Argentina, tras la orgullosa celebración del Centenario está recreando su heroísmo,
cuenta con un gran Presidente, el Dr. Roque Sáenz Peña que introduce sustanciales
modificaciones al régimen electoral. Además tiene Sáenz Peña, hijo de Luis -otro
Presidente-, la particularidad de ser un héroe de guerra, pero no de Argentina, sino
héroe nacional del Perú por su participación como voluntario en la Guerra del Pacífico.
Ese Presidente, romántico, audaz, ilustrado y con visión de futuro es quien firma el 10
de agosto de 1912 el decreto por el cual se crea la Escuela Militar de Aviación, donde
Newbery es instructor. El 24 de noviembre Newbery cruza el Río de la Plata aterrizando
en Colonia y vuela de regreso en el mismo día. Siguiendo su estímulo, el joven
conscripto Teodoro Fels -quien gozando de buena posición económica hizo que su
madre le compre un aeroplano- vuela el 1 de diciembre de 1912 hasta Montevideo
superando a Newbery y batiendo el récord mundial de vuelo sobre agua. El heroísmo
ejemplifica y así “La gente sencilla celebra entusiasmada esa emulación, esta rivalidad
en la proeza y el prodigio. El espíritu nacional vive horas ardientes. El brío crece en los
jóvenes y son muchos los que se alistan en el Aero Club, los que inician el duro y
severo noviciado32”.

Newbery se propone cruzar la Cordillera de los Andes, una proeza temeraria, que
comienza a preparar con dedicación científica. En ese afán el 5 de febrero de 1914 bate
el récord mundial de altura al elevarse hasta los 6.225 metros. Ya decidido a realizar el
cruce “una marca comercial porteña, al celebrar la marca de Newbery, instituye un
premio de cincuenta mil francos para el primer aviador que cruce los Andes. Nuestro
héroe manifiesta su contrariedad por la posición falsa en que lo coloca el oportunismo
publicitario de esa firma. Sabido es que el único piloto preparado para la travesía ‘por
sus esfuerzos propios y carácter de sportman’ es él. En consecuencia ‘para evitar –dice-
los comentarios que originaría el hecho’, manifiesta su intención de renunciar a la
realización ‘de lo que es un ideal superior a todo otro interés que no fuera su
cooperación a la ciencia’. La declaración pública de Newbery produce una conmoción
general. La firma comercial se apresura a retirar la institución del premio. El episodio
sirve para agrandar la admiración del pueblo hacia su ídolo. Si con el récord mundial de
altura había dado una prueba de bravura y pericia, con el repudio de un premio del que
sería su lógico beneficiario y que disminuye ‘lo que es un ideal superior a todo otro
interés que no fuera su cooperación a la ciencia’, testimonia su desinterés y las normas
morales a que ajusta su conducta33”.

Ese gesto de altura ética va a ser el último gran acto del Primer Héroe Civil de la
República Argentina, porque el primero de mayo de 1914, antes de poder iniciar el
cruce, se estrella y muere con el avión Morane-Saulnier de su amigo Teodoro Fels en
Los Tamarindos, Mendoza, piloteando lo que no era más que un vuelo de exhibición.

La trascendencia de Newbery hay que verla en su significación para el concepto del
heroísmo. Ser héroe, servir a una causa nacional con riesgo de vida, hazañosamente, sin
necesidad de ninguna contienda bélica. Sarmiento y Alberdi soñaban con el ejemplo que
vino a dar Newbery. El ingeniero electricista abrió el camino al reconocimiento público
de esa gloria superior que hace al progreso de la civilización por el desarrollo científico
tecnológico, al orgullo nacional por logros civiles y en tiempos de paz. El viejo
heroísmo guerrero se adaptaba a los nuevos tiempos y al vértigo de las innovaciones, de
hecho cuando el 10 de diciembre de 1965 los diez militares de la expedición comandada


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por el coronel Jorge Leal colocaban la Generala Albiceleste en el Polo Sur se convertían
en Héroes Nacionales de la misma categoría civil de Newbery, más allá de su condición
militar, porque el logro para la soberanía no era bélico ni tenía que ver con el coraje
guerrero.

Newbery fue tanto un científico como un deportista, pero principalmente un señor del
coraje que animó el espíritu de la Nación Argentina incitando a la superación. No todo
científico alcanza la gloria en los términos de Sarmiento y Alberdi, ni todo científico
que la alcanza se convierte en héroe. El heroísmo requiere la exhibición de valentía, el
andar sobre el filo de la navaja pudiendo quedar muerto o herido, y no cualquier
valentía sino aquella que toma una representación colectiva. Del mismo modo hay una
gloria deportiva, que no necesariamente hace del campeón un héroe. Pero a partir de
Newbery, tanto el mérito científico como el mérito deportivo se convirtieron en causa
de orgullo nacional. Incluso el orgullo por la cultura propia, a través del Tango, también
le debe mucho a un tipo como Newbery por no renegar de lo nuestro.

Casi no es posible ver un avión en cielo argentino sin pensar en Newbery. Por eso nos
arriesgamos a decir que si el país pudo vanagloriarse durante el Siglo XX por tener
ganadores del Premio Nóbel como Bernardo Alberto Houssay, Luis Alberto Leloir y
César Milstein, o un médico de la talla de René Favaloro, fue en parte porque a través
de Newbery el ciudadano común logró visualizar la importancia del conocimiento y
apoyó con su esfuerzo los empeños por formar materia pensante que abriera nuevos
rumbos y posibilidades para la vida corriente, la de todos los días.

Desde luego que en el Siglo XX, problemático y febril como bien lo definiera Enrique
Santos Discépolo, no se caracterizó por concentrarse la humanidad en metas científicas.
Las dos guerras mundiales y la guerra fría después, con la proliferación de conflictos
periféricos muy calientes, le dieron a la violencia un rol protagónico, que sin embargo
no detuvo el dinamismo del progreso científico tecnológico. El apogeo de las guerras
potenció el peso del héroe guerrero, no sólo por la normal práctica de todos los tiempos
respecto a realzar ejemplos que sirvieran para guiar la conducta de los hombres en
combate, sino por las inéditas condiciones técnicas disponibles para difundir
masivamente esas hazañas.

La radio, las historietas, las novelas, y especialmente el cine que desde su nacimiento
trascendió las fronteras, sirvieron como elementos de propaganda y en cierto punto
lograron emparentar el heroísmo real con el heroísmo de ficción, además de permitir
que ciertos héroes pudieran ser reivindicados como tales sin importar su país de origen.
Tal el caso de Manfred Albrecht Freiherr von Richthofen, el conocido Barón Rojo,
quien siendo un piloto alemán prácticamente se convirtió en “el héroe” universal de la
Primera Guerra Mundial, obteniendo el respeto y la admiración de sus enemigos. Así su
figura fue rápidamente idealizada captando la atención de esas nuevas expresiones de
comunicación que antaño estaban limitadas a la tradición oral, al pregón de los juglares
o a la excepcionalidad de escritores como Homero. La cultura universal adoptó al Barón
Rojo como sinónimo de valor y de elegante caballerosidad que justificaba hacer la
guerra casi con espíritu deportivo. Al tiempo de la Segunda Guerra Mundial la
masividad de la contienda bélica contribuye a democratizar la condición del héroe,
porque el poder ha ido cambiando de manos, y tanto Vasili Zaitsev, un pastor de los
Urales, como Audie Murphy, un chico pobre de Texas, se convierten en referencias
heroicas para la URSS y los Estados Unidos respectivamente.


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Paralelamente, la historieta y el cine promueven al apogeo a personajes de ficción con
poderes extraordinarios que volviendo al modelo homérico con artificios de modernidad
forman una nueva categoría de héroes: los superhéroes. Y de alguna manera los límites
de la realidad y la ficción se tornan luego algo difusos desde que Audie Murphy, el
soldado más condecorado de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial,
protagoniza una película de guerra en la que se interpreta a sí mismo convirtiéndose en
estrella de cine. Ese es un hecho paradigmático del cruce entre la realidad y la ficción,
pero que reconoce el antecedente de William Frederick “Búfalo Bill” Cody, quien
montó su propio espectáculo circense recreando los episodios del salvaje oeste que lo
hicieron famoso.

A la par de lo que ocurría en el mundo, siempre empañada por la tentación del sable que
se manifestó en los golpes de Estado y la guerra fratricida que con intermitencias
condujo al desenlace sangriento de los años de plomo en la década del 70, la República
Argentina, tuvo empero, desde el arte, espacio para su propia cultura heroica
manifestada en la historieta, el cine y la música. El ícono de la historieta argentina
quedó encarnado en Patoruzú, el superhéroe local, creado en 1928 por Dante Quinterno
y que adquirió una pronta representatividad de lo argentino. Así, Patoruzú fue, junto con
dibujos camperos de Florencio Molina Campos, pintado en los aviones de los
voluntarios argentinos descendientes de ingleses que se enlistaron en la RAF (la Real
Fuerza Aérea británica) para combatir durante la Segunda Guerra Mundial.
Sobrevivientes de ese grupo de pilotos se ofrecieron luego, durante la Guerra de
Malvinas, para integrar el Escuadrón Fénix de la Fuerza Aérea Argentina.

Al margen de la pura ficción, el cine argentino dedicó un buen espacio a la honra de los
héroes nacionales, lo que hace posible destacar, entre otras, películas como “El santo de
la espada”, recreando la gesta sanmartiniana e incluyendo la muerte de Cabral; “Su
mejor alumno” dedicada a la vida de Domingo Fidel Sarmiento” y “Más allá del sol”
sobre Jorge Newbery.

En 1982, la Guerra de Malvinas fue la circunstancia extraordinaria que volvió a dar al
país héroes nacionales de neta raigambre militar. Muchas consideraciones pueden
hacerse respecto a las causas y oportunidad en que se desató la guerra por Malvinas, lo
mismo que sobre lo hecho en esos 74 días y lo que en consecuencia pasó después, pero
entre los hechos innegables destaca el coraje, la bravura y el patriotismo de hombres
que en el frente de batalla defendieron la dignidad nacional al límite e incluso más allá
de sus posibilidades.

Siempre es injusto que a igual entrega y con méritos semejantes algunos nombres
sobresalgan con una luz más fuerte que la de otros, pero esos que toman –porque lo
quiere la historia- la representatividad del conjunto son en definitiva los que impiden el
olvido de todos para contar a las nuevas generaciones lo que hicieron por ellos.


ENTRE MEMORIAS Y OLVIDOS


La fama del héroe de guerra es la síntesis emblemática del hecho histórico que necesita
la memoria para perdurar. No hay posibilidad de recordar todo. Ni la esmerada y casi


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utópica pretensión de Google de lograr sistematizar en la web toda la información útil
del planeta puede revertir esa limitación. A veces sin prisa, pero siempre sin pausa, el
tiempo tiende al olvido. Por ello el misterio casi nunca radica en la razón de los olvidos,
que es lo corriente, sino en la persistencia de ciertos nombres. Que al paso de
incontables generaciones, ya en otro mundo muy distinto, Aquiles siga siendo Aquiles,
el héroe, es cosa de maravillarse.

En los tiempos modernos la imposibilidad de mantener en la memoria colectiva el
registro completo y perdurable de los hombres que participaron en contiendas bélicas,
algunas de dimensiones extraordinarias e inéditas en cuanto a demostrar la capacidad
humana para generar destrucción, han dado lugar a un culto emparentado con el
heroísmo, pero mucho más amplio en su concepto, a través de la figura anónima del
soldado desconocido.

El soldado desconocido merece el mismo respeto que el héroe, pero mientras el héroe es
admirado y tomado como el ejemplo de lo mejor entre los mejores, el soldado
desconocido es la representación de todos; incluye tanto a los valientes como a los
cobardes, al esforzado como al que eludió responsabilidades, al voluntario como al
obligado, al convencido como al dubitativo, al que buscó estar ahí como al que no tuvo
más remedio que estar ahí, al cuerdo y al demente, al honesto y al vil, al abnegado y al
ventajero, al que pasó sin pena ni gloria, como al de las penas y al de la gloria. El
soldado desconocido simboliza el drama mismo de la guerra, es todos y ninguno. Se lo
imagina a la altura de los héroes, pero eso no es más que la primera mirada conforme al
deseo del idealismo. Su figura, en rigor de verdad, es abarcativa del completo universo
humano que envuelve el Dios Marte cuando al grito de guerra los hombres se matan.
Así contempla tanto la virtud como la miseria, extremos a los que la guerra empuja la
conducta humana, y sin dejar de elogiar el valor tiende un manto de piadosa
comprensión a los que no tuvieron lo necesario para afrontar el miedo. ¿Quién, sin
haber pisado jamás el frente de batalla, puede reprochar esa debilidad? El desertor que
huye para no volver, igual que el “buen cobarde” –aquel que huye, y avergonzado
vuelve para terminar huyendo una y otra vez, porque está fuera de sus capacidades
poder templar el ánimo durante el combate-, también son respetados en el esqueleto sin
nombre tomado del frente y que sólo excluye de su alma, obviamente, al traidor.

Huelga decir que no existe el soldado desconocido como tal, todo hombre que parte al
frente tiene una vida, por ende nombre y una historia personal conocida por otros, ya su
familia, sus amigos o en última instancia sus camaradas de armas. Del mismo modo no
existe el héroe nacido tal, uno y otro son construcciones de ribetes ficticios que ensaya
la memoria colectiva para preservar el registro de los hechos históricos, lo real es la
persona, el hijo, el hermano, el padre, el amigo, el amante, el camarada y el sinfín de
roles posibles en las relaciones humanas.

La incertidumbre respecto a la identidad y méritos del soldado desconocido es el
reverso opaco de una moneda en cuya cara brillante se ubica el héroe sobresaliente, ese
individuo determinado cuyo hacer hazañoso indica el ideal al que se supone deben
aspirar todos quienes pueden verse en similares circunstancias. En el servicio a la
memoria, empero, no hay diferencia alguna entre uno y otro, ambos se significan
potenciándose mutuamente.




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Breve en su duración, relativamente acotada a un teatro de operaciones determinado,
clásica en cuanto a la identidad regular de los ejércitos enfrentados, intensa en la
ferocidad de los combates y prolífica en historias individuales de abnegación, coraje y
sacrificio, con las grandezas y bajezas que afloran en todas la guerras, la Guerra de
Malvinas conmocionó a la sociedad argentina modificando notoriamente el curso de su
historia.

La derrota representó un severo llamado de atención sobre la pérdida de la
institucionalidad republicana. Desde el Golpe de 1930, -y aún antes en la tradición
bárbara de hacer política blandiendo espadas, cosa que afloró en motines, revoluciones
y sublevaciones varias desde mediados del Siglo XIX-, progresivamente se fue
desvirtuando el rol del instrumento militar, mismo que se había afianzado
institucionalmente luego de la Guerra del Paraguay. Alimentada por la indiferencia
ciudadana, la incapacidad de las clases dirigentes y el acostumbramiento a la relatividad
del imperio de la ley, golpe tras golpe se instaló una suerte de constitución real y no
escrita que determinaba la resolución prepotente de los conflictos políticos legitimando
como sistema el imperio de la fuerza. Así, sobre el desprecio a la tolerancia y el
consenso, la sociedad argentina hizo que la herramienta militar se fuera degradando,
alejándose de su misión principal al punto que la carrera del oficial se acortó de hecho
manteniendo la profesionalidad hasta la jerarquía del teniente coronel y sus similares de
Marina y Fuerza Aérea. Luego de esa instancia –y al margen de las honrosas
excepciones- los mandos superiores actuaban con vocación y ambición política,
convirtiéndose en la peor clase de políticos, es decir aquellos que no necesitan de los
votos de sus conciudadanos para acceder al poder.

Esa mutilación de la carrera militar no es un dato menor. Cuando se piensa en la
génesis, desarrollo y conclusión de la Guerra de Malvinas es posible advertir que se
trató de un conflicto llevado hasta las últimas instancias sin el debido planeamiento
estratégico, cuyo peso fue sobrellevado a duras penas en el campo de batalla por los
mandos medios que tenían responsabilidades tácticas y que, todavía, seguían siendo
militares. La capacidad del planteo estratégico como previsión de la acción es algo que
no brota mágicamente ni depende de algún providencial iluminado, sino que se genera
en la continuidad coherente de las políticas de Estado. La República Argentina, con la
endeblez de sus instituciones, no estaba en condiciones de ofrecer a sus combatientes el
respaldo más conveniente, que en este tipo de acciones es un marco teórico consolidado
por la práctica. Las falencias en tal sentido han sido evidentes desde que la
improvisación fue la constante. El estudio de una hipótesis de conflicto no se agota en el
paso inmediato, como en un juego de ajedrez se requiere contemplar la probable
evolución en el corto, mediano y largo plazo, con el mayor número de variantes para
que ningún esfuerzo resulte en vano. Una vez materializada la reconquista, desplegadas
sobre el terreno sin un plan preciso -y muchas veces incoherente- las tropas argentinas
quedaron muy tempranamente en desventaja; y aún así, casi en el abandono, faltos de
logística y por ende de medios materiales, los nuestros ofrecieron una resistencia mayor
a sus posibilidades.

De todos los libros que se han escrito sobre la Guerra de Malvinas, hay dos que son
estrictamente indispensables por su valor testimonial para comprender las diferentes
situaciones que vivieron los combatientes argentinos: “Desde el frente34” y “El combate
de Goose Green35”.



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“Desde el frente”, escrito por el contraalmirante Carlos Robacio y el suboficial mayor
Jorge Hernández, da cuenta de lo actuado por el Batallón de Infantería de Marina 5
(BIM 5) –que comandó Robacio-, unidad con asiento en la Provincia de Tierra del
Fuego, preparada para combatir en un terreno y clima riguroso como el de las Islas
Malvinas que logró desempeñarse notablemente sosteniendo el combate hasta el final,
sin acatar, por tres veces, la orden de rendición emanada de Puerto Argentino y que ya
aceptado el desenlace se replegó gallardamente, marchando en forma ordenada y con la
cabeza bien alta. Consecuentemente, el BIM 5 fue condecorado por la Nación Argentina
con la medalla “Honor al valor en combate” por “evidenciar durante el desarrollo de
todas las operaciones una conducta agresiva, al combatir en primera instancia en la
posición asignada, logrando el rechazo de varios ataques enemigos con considerables
bajas, y en segunda instancia, reaccionar ofensivamente para detener el avance de
fuerzas muy superiores. Combatir varias horas después de haberse ordenado la
rendición y replegarse en forma ordenada, previa destrucción de las armas que debían
ser dejadas en el terreno36”.

“El combate de Goose Green”, escrito por el teniente coronel Italo Ángel Piaggi, revela
los padecimientos de su Regimiento, el 12 de Infantería de Ejército “General Arenales”,
con asiento en la Provincia de Corrientes, que sin estar preparado para combatir en
territorio insular y austral, con parte de sus soldados faltos de instrucción, fue
movilizado desde la mesopotamia al sur patagónico, primero para reforzar los controles
del litoral marítimo, luego, cambio de órdenes mediante, desplazado a zona de frontera
con Chile y finalmente, sobre la marcha, vía aérea enviado a Malvinas con el equipo
mínimo que portaba cada hombre. Nunca le llegó a las Islas el material pesado que iba a
ser transportado en el buque “Córdoba”. Ya en Malvinas los hombres del 12 de
Infantería, integrando la Fuerza de Tareas Mercedes, ocuparon con esfuerzo la porción
de terreno de Darwin – Ganso Verde que les fue encomendada proteger, y cuando
estuvieron posicionados desde Puerto Argentino, indolentemente, les ordenaron
reposicionarse ampliando su perímetro. Darwin – Ganso Verde cayó en poder del
invasor inglés el 29 de mayo de 1982, 24 horas después de lo previsto por los mandos
ingleses al iniciar el ataque.

En la lectura de ambos libros, contrastando las distintas realidades de una y otra unidad
de batalla, se percibe claramente la orfandad estratégica en común; carencia que dejó el
mayor peso de la defensa librada a la responsabilidad de los niveles tácticos aferrados al
terreno. Y en esa instancia, con la suerte de la guerra prácticamente decidida de
antemano, el factor humano cobró preponderancia dejando al descubierto el corazón de
cada hombre. Para entonces las incursiones de los pilotos argentinos sobre la flota
inglesa habían hecho que la navegación hasta las Islas no fuera un paseo. Una vez
desembarcados los invasores, la intensidad del combate terrestre -sostenido
exclusivamente desde la determinación y el valor por parte de la tropa empeñada en la
defensa- hizo añicos la ilusión británica de que aquella campaña pudiera ser un picnic.

Hay quienes pueden pensar que al fin de cuentas derrotas son derrotas y que ninguna
diferencia hace la mayor o menor cantidad de sangre derramada, considerando vano que
se haya opuesto resistencia a fuerzas superiores. Sin embargo, resulta un interesante
ejercicio de historia contrafáctica pensar qué hubiera ocurrido en la República
Argentina si la Guerra de Malvinas se hubiese perdido en total deshonra, al mero humo
de unos cuantos cañonazos, sin hundir un barco, sin derribo de aviones y sin haber
combatido encarnizadamente en la instancia crucial del cuerpo a cuerpo.


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Posiblemente una derrota desprovista de honor, en condiciones de indigna y
generalizada cobardía no hubiera derivado en la salida rápida y relativamente ordenada
hacia la democracia que experimentamos entre el 14 de junio de 1982 y el 10 de
diciembre de 1983, sino que hubiese sumido al país en un estado de anarquía y barbarie
de consecuencias imponderables. El valor de los combatientes obró como sostén moral
de la Argentina, porque nadie pudo alardear de duro planteando que puesto en el lugar
de ellos lo hubiera hecho mejor.

Nuestra democracia, mal que les pese a algunos, no es la amarga hija de la derrota ni
mérito de Gran Bretaña como ha sostenido Margaret Tatcher. Es hija de ese sostén
moral que resultó ser el coraje ofrendado a la dignidad de la Patria por combatientes que
abandonados en el frente opusieron una resistencia inaudita. Sobre ese coraje,
preservando con orgullo el espíritu de Nación, nuestro retorno definitivo a la vida
democrática fue la mejor opción al haberse agotado el modo de vida pública que se
venía malformando en la deformidad desde 1930; y así como la victoria en la Guerra del
Paraguay consolidó al Ejército Argentino contribuyendo a la fortaleza de las
instituciones, la Guerra de Malvinas impuso en la derrota la necesidad de volver las
Fuerzas Armadas a su rol específico. Ese reclamo decretó el fin del golpismo y el
retorno al imperio de la Constitución Nacional. Todas las sociedades medianamente
civilizadas toman nota de las lecciones de la historia para corregir sus rumbos cuando
pagan con sangre el costo de sus errores; la sociedad argentina no fue la excepción,
aunque no haya sacado total provecho de aquella experiencia.

Los jóvenes oficiales de las Fuerzas Armadas, tanto quienes combatieron en Malvinas
como los que permanecieron en el territorio continental, se sintieron traicionados ante la
palmaria impericia de los altos mandos, y sin ese sustento no era posible prolongar el
gobierno militar. Ellos querían seguir siendo soldados, para no convertirse en lo que se
habían transformado los jerarcas del llamado Proceso de Reorganización Nacional.
Ningún otro desatino de ese gobierno de facto había logrado conmover tan hondamente
a la enorme mayoría de la sociedad argentina. Defraudado, el mismo pueblo que recibió
con alivio al golpe de Estado de 1976 y que también, masivamente, entendió la
recuperación de las Islas Malvinas como la gesta nacional que debía ser, retrajo su
apoyo a lo que se había impuesto por décadas como una suerte de constitución real del
país y reclamó reimplantar la supremacía de la Constitución Nacional, que hasta
entonces era puro formalismo.

El peso de los jóvenes oficiales en ese cambio de rumbo no se hizo sentir en forma
organizada a través de logias o agrupaciones que activaran conspirativamente como
tantas veces antaño ocurrió, ni fue producto de un estado deliberativo abierto y
desafiante, se trató en cambio de una impresión generalizada, de una convicción certera
impulsada con humildad por quienes volvieron del frente, ya que trazando otro paralelo
con los guerreros del Paraguay, los veteranos de Malvinas no reclamaron nada para sí.
Subyace en esa humildad el culto al heroísmo y el especial respeto que merecen los
muertos por la Patria.

Acorde a esa línea de pensamiento, Mariano Grondona supo explicar, con razón, que el
significado de la Guerra de Malvinas trasciende a quienes fueron sus conductores,
apuntando que desde las tumbas que quedaron en Malvinas “proviene un mensaje
exigente. Una deuda. Una citación. Desde ellas, la Patria llama”. El clamor de esas


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  • 1. Ariel Corbat EL HEROÍSMO Y LA GLORIA Un ensayo para el patriotismo emocional y pensante de los argentinos. “Se levanta en la faz de la tierra una nueva gloriosa Nación” LA PLUMA DE LA DERECHA www.plumaderecha.blogspot.com 1
  • 2. CONSIDERACIONES Habrá en toda historia dolores evidenciables, los habrá silenciosos y también soportables. Particularmente en esta los hay de todas clases, como agudamente eternos como así de intolerables. Es notable que evidencio muchos dolores ajenos evidentemente debe ser así ya que es la forma en que lo siento. Con el triunfo y la derrota usurpándonos la vida, con logros y postergaciones, con deseos y designios, con causas y consecuencias, con pausas y devenires, con fracasos, resentimientos y batallas de por vida. A pesar de la derrota, a saber de la desdicha, traiga acaso como excusa los versos que me rediman... Oscar Ledesma (Odas arrebatadas) 2
  • 3. DE LA PUREZA DEL ALMA El gran Alejandro Dumas al escribir “Los tres mosqueteros” puso en boca del Señor de Treville una expresión de notable verdad: “Los soldados son como niños adultos”. Y esa frase era dicha al joven D’Artagnan para que comprendiera la naturaleza de los tres formidables mosqueteros en cuestión: Athos, Porthos y Aramís. Entiéndase que el propio Treville fundaba su lealtad al Rey en los recuerdos de una infancia compartida con Luis XIII a través de juegos y peleas; eso se lo narraba el padre de D’Artagnan a su hijo en la misma oportunidad en que, instándolo a convertirse en mosquetero, lo guió hacia el capitán Treville encomendándole el siguiente y muy significativo mandato: “Eres joven, y por dos razones poderosas debes ser valiente: la primera porque eres gascón; y la segunda porque eres hijo mío”. A Dumas le bastó recurrir al genial Don Miguel de Cervantes Saavedra para delinear de una plumada el retrato del joven D’Artagnan, así eligió presentarlo tal y como era Don Quijote de la Mancha a los 18 años, sin casco ni armadura, vestido sencillamente con una lanilla de color azul. De hecho, expresamente presenta Dumas a D’Artagnan como un nuevo Don Quijote. Lo curioso es que mientras Alonso Quijano brotó de la imaginación cervantina, D’Artagnan, en cambio, tuvo una existencia real y Dumas no recurre al Quijote para subrayar los rasgos de comicidad del personaje por él novelado, sino que apela así a la pureza del espíritu. Aún desde la burla, lo ridículo de Don Quijote tiene una esencia sublime sin la cual no hubiera podido construirse personaje tan entrañablemente querible y de vigencia incuestionable mientras quede algo de romanticismo en la humanidad. Esa frase del capitán de Mosqueteros también pudo ser aplicada por Cervantes al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿acaso –hermosa palabra la palabra “acaso”- no era propiamente un niño aquel hombre mayor cuando arremetía contra los molinos de viento a los que imaginaba como colosales enemigos? Los juegos de niños son exactamente eso que hacía Don Quijote, y tal vez sea esa la razón por la que todo buen guerrero, para ser honorable, requiere conservar algo de esa pureza del alma que es propia de la niñez. ¿Locura? Algunos pueden llamarlo así. Pero esa locura, mezcla de romanticismo e imaginación infantil que se percibe en los mejores soldados, los hace capaces de intentar proezas imposibles con el alma dispuesta a la protección de los suyos. ¿Quién estaría dispuesto a sacrificarse desde la austeridad moral del mero cálculo racional? Aún con dudosa posibilidad o desventajosas probabilidades, la historia exhibe para orgullo de las naciones, entre mitos, leyendas y tradición los nombres de quienes, igual que niños, alzaron espadas de madera para luchar con suerte dispar contra enormes molinos de viento. Si así no fuera, Don Quijote sería apenas un antiguo escrito español publicado allá por el 1605, pero afortunadamente es otra cosa, es una joya de la literatura universal. En Buenos Aires, adosada a un muro de la Iglesia de Santo Domingo, en recordación de los caídos en defensa de la Ciudad durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807, una emotiva placa honra la memoria de la Reconquista y la Defensa de Buenos Ayres con la siguiente frase: “De intrépido valor sublime ejemplo, buscad su tumba y hallaréis un templo”. Puesta bajo la luz del romanticismo quijotesco, que forma parte de nuestra 3
  • 4. herencia cultural, resulta válido parafrasear esa expresión del siguiente modo: “Si ha dado ejemplo de intrépido valor, buscad su alma y hallaréis al niño”. NOSOTROS Y LOS HÉROES Quiere la historia. Y de esa voluntad surgen los mitos. Jorge Luis Borges, que algo del asunto entendía, supo resignarse antes que pretender hallar las razones por las que un nombre cruza el umbral de la leyenda. Tan simplemente, sucede; y las explicaciones que se intentan nunca son suficientes ni exactas. Acaso sea en parte necesidad de los comunes, simples mortales destinados al olvido, alzar ciertos nombres de entre nosotros en señal de resistencia y rebelión para proyectar a través de ellos una vana idea de inmortalidad. En su milonga para Jacinto Chiclana, desde lo poético, Borges teoriza sobre la creación del héroe. Allí advierte que sólo Dios puede conocer con exactitud la laya fiel de aquel hombre tras el nombre idealizado, y así nos dice que el héroe es inalcanzable. El héroe es en sí mismo una ilusión. Casi podríamos decir que se trata de una ilusión óptica en ojos ciegos, en cierta medida para ver al héroe es preciso cerrar los ojos y dejar de ver al hombre o al menos borronearlo en pos de exaltar el ideal. A Borges le basta un nombre que alguien deja caer, junto con la referencia de algunos hechos brumosos, para adosar esa fonética a la visión de un varón cabal de alma comedida “capaz de no alzar la voz y jugarse la vida”. Y no conforme con ello le otorga otra distinción todavía mayor, la de ser único e inigualable, pues “nadie habrá habido como él en el amor y en la guerra”. De un plumazo, de los que su pluma sabía dar, le otorga a un compadrito de Balvanera, cuyos méritos más que saberse se adivinan, una dimensión muy próxima, e incluso superior por estar despojada de todo conflicto o vulnerabilidad, al paradigma del héroe fundado por la tradición oral de los griegos y plasmada por Homero entre los siglos IX y VIII antes de Cristo. No hay grandes precisiones sobre la vida de Homero, de cuya memoria se desprenden montones de misterios. Se da por sentado que el auténtico es el que escribió la Ilíada, y que luego algún otro, incluso tal vez un conjunto de narradores, tomó su nombre manteniendo el estilo en la Odisea. A través de la Ilíada, pilar fundamental de la literatura occidental, Homero mezcla historia y mitología receptando la tradición oral para describir, poéticamente, un mundo en el que los dioses interactúan con los humanos al punto de verse involucrados en los mismos conflictos. Tan así, que el eje de la narración pasa por Aquiles, cuya existencia es fruto de la unión de la diosa Tetis, una nereida, y del mortal Peleo, rey de los mirmidones. La vida de Aquiles queda completamente signada por esa complejidad del mundo homérico, donde la convivencia entre mortales y dioses, por cotidiana y cercana, dista mucho de ser amena. Allí la tragedia domina la trama por la diferente naturaleza de unos y otros; aunque en rigor de verdad las divinidades griegas representan exacerbaciones del carácter humano. Ninguno de esos dioses, empezando por Zeus que es el de mayor relevancia, puede ser considerado todopoderoso; por lo tanto, más allá de sus distintas jerarquías, también se influencian recíprocamente. 4
  • 5. Lo que describe la Ilíada es un pasaje de la Guerra de Troya, apenas un episodio dentro de esa contienda que duró aproximadamente una década y que se estima pudo haberse librado cerca del año 1200 antes de Cristo. Lo asombroso es que más de 3.000 años después el concepto del héroe sigue vinculado al prototipo poético establecido por Homero en la figura de Aquiles. Lo que hace singular a Aquiles no es el valor, ni la habilidad como guerrero, ni siquiera estar emparentado con los dioses, pues otros personajes de la Ilíada son tan valientes como él, igual de buenos guerreros y también tienen, por así decirlo, sangre celestial y noble corriendo por sus venas. Ni textual ni conceptualmente es Aquiles el único héroe del que da cuenta la Ilíada. Incluso algunos de esos otros, empezando por Héctor, obran al impulso de motivaciones mucho más virtuosas que las de Aquiles. La singularidad de Aquiles es que a diferencia de todos los que participan del conflicto él carga con la certeza de ir al encuentro del fin de sus días en el transcurso de esa guerra. Sabe que va a morir joven, en combate y gloriosamente. Es el héroe predestinado. La mortalidad de Aquiles obsesiona a Tetis quien, ejemplo de instinto maternal, se esmera en otorgarle la mayor protección posible sin poder nunca cubrirle toda vulnerabilidad. El famoso talón de Aquiles, en cualquiera de las dos versiones que se conocen sobre su origen (baño en las aguas del Estigia sosteniéndolo por el talón, que es la más difundida, o el proceso de quemar para curar al niño con el néctar de los dioses iniciado por Tetis y que Peleo -por incomprensión de sus propósitos- impidió completar), es producto de esos esfuerzos maternos; que llegaron al punto de pretender hacer pasar a su hijo por niña cual modo de evitar que fuera a esa guerra en la que estaba sentenciado a morir. No fue el talón la única debilidad de Aquiles, la vanidad también cuenta. La cólera que en principio lo lleva a no participar de la batalla se origina en lo que entiende es falta de reconocimiento a sus méritos, y luego, tras la muerte de Patroclo a manos de Héctor, esa cólera se transforma en necesidad de venganza. Aquiles, quien es emocionalmente inestable y cruel, llorará ante su madre, ante el cadáver de Patroclo y ante el viejo Príamo, padre de Héctor. Héctor, vencido en duelo singular por Aquiles, está mucho más cerca de la perfección. Prácticamente encarna la corrección política siendo el civilizado que enfrenta el asedio de los bárbaros. Visto desde lo moral Héctor es un hombre de Estado sirviendo a su Patria, responsable de sus acciones, intachable en todos los campos y que siendo dueño de un coraje excepcional no desdeña el sacrificio personal para cumplir con los suyos. Caído en el cumplimiento del deber el mayor reconocimiento debió ser para Héctor, sin embargo es sólo a la sombra de la fama adquirida por el mítico Aquiles que su memoria subsiste. Al margen de la victoria o la derrota, quiso la historia -esa voluntad que la humanidad no puede domesticar a su antojo-; que fuera Aquiles el héroe destacado por sobre todos los demás. E interpretando esa voluntad de tradiciones habladas pasando por los oídos de varias generaciones de griegos, Homero, que hasta se anticipó a Borges en eso de quedar ciego y escribir luminosamente desde sus penumbras, fue el instrumento para que perdurase la fama de Aquiles en el mito del héroe joven, hermoso y temperamental, molde prototípico de todos los héroes que han conocido las culturas occidentales. La perduración del mito quizá se deba a las enseñanzas de Aristóteles al joven Alejandro, hijo de Filipo de Macedonia, quien encontró en Aquiles un ideal de juventud 5
  • 6. que intentar alcanzar. La vida de Alejandro Magno es la emulación del héroe homérico; tanto que cuando alguien se admira por la conquista de buena parte del mundo realizada por él, llevada hasta el punto en que sus tropas le dicen que no hay más, se descubre sin mayor dificultad la inspiración en Aquiles. El parecido entre uno y otro es enorme. Los dos son hijos de rey, valientes guerreros que arremeten la batalla en pos de la conquista, ambos dejan descendencia, cultivan amistades personales de extrema intimidad y recíproca lealtad, no dominan sus emociones ni se sienten enteramente reconocidos por sus contemporáneos, son hermosos y mueren jóvenes cubiertos de gloria. Es verdad que la muerte no toma a Alejandro en el fragor de ninguna batalla, pero esa circunstancia no le resta gloria. Ya era “el grande”, la gloria iba con él. En cierto modo Alejandro preservó para la humanidad el mito de Aquiles y reforzó el concepto del héroe; no porque a la par de la conquista se lo haya propuesto, sino porque tales éxitos militares fueron registrados con la suficiente certeza histórica como para que su fama no se fundiera en un nuevo mito heroico que eclipsara al originario. A diferencia de Aquiles, que fue narrado por la tradición oral hasta ser poéticamente asentado por Homero, Alejandro quedó documentado en su propio tiempo, consolidado como un personaje histórico; de tal suerte que, por ser el espejo en el que pretendía verse, revitalizó el preexistente mito de Aquiles. Incluso con el advenimiento del cristianismo el concepto del heroísmo mantuvo su esencia guerrera. Cristo, visto como el hijo de Dios –ya no de un dios-, no representó el cambio radical del concepto sino que implicó en sus seguidores la emulación de una variante al valor en combate. Con su ejemplo, a través de la prédica y los hechos, surge hacer del sacrificio un calvario para reafirmar la convicción a través del martirio. La fe en una vida más allá de la muerte justifica esos padecimientos. En principio el pacifismo de los cristianos hace mártires, no héroes. El Mesías no confrontó con el poder terrenal imponiendo su voluntad por medio de la espada. Del mismo modo que Sócrates pudo manifestar su rebeldía ejecutando de propia mano la condena a muerte, Cristo se somete al castigo que le es impuesto equiparándose con el más vulgar de los mortales. La difusión del cristianismo se realizó sobre la base de la resignación, ofreciendo la otra mejilla, y bajo la consigna de dar al César lo que es del César. Si bien el monoteísmo ofrecía un relato simplificado en relación a la multiplicidad de dioses griegos y romanos, la necesidad de compatibilizar las realidades terrenales con las esperanzas celestiales añadió una nueva tensión al poder. Atravesando períodos de tolerancia y persecución la prédica cristiana fue imponiéndose sobre las tradiciones paganas de los romanos, hasta el punto de llegar a ser la religión oficial del Imperio Romano. Es un largo camino el que va desde el mártir con la corona de espinas agonizando en la cruz hasta el héroe cruzado que a la par de la cruz empuña la espada, pero ese proceso demuestra que el concepto del héroe se mantiene intacto en su esencia guerrera. Como en los remotos tiempos de Aquiles, el héroe sigue siendo la representación colectiva del espíritu guerrero de un pueblo determinado. Esa razón de identidad es la que va a determinar que a la desintegración del mundo romano la fragmentación de Europa en la Alta Edad Media alumbre nuevos héroes, que al transcurrir de la historia irán sirviendo de factor aglutinante para ir generando las condiciones que van luego a decantar en el Estado Nación. El caso de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, siendo a España lo que Aquiles al mundo antiguo, resulta representativo de esa tendencia. En tiempos de monarquías los héroes seguirán siendo 6
  • 7. en su mayor parte de origen noble, con algunas excepciones como Juana de Arco en Francia, campesina y analfabeta, quien si bien no estaba emparentada por sangre con la monarquía obraba en su defensa siguiendo mandatos divinos; es decir que de una u otra manera el héroe va a reafirmar los fundamentos en los que se basa el poder según la época; por caso el designio de Dios. Conquista y colonización mediante, toda esta tradición heroica de raigambre europea se va a constituir en parte de la herencia cultural recibida a través de la colonización por los pueblos americanos, lo que va a cobrar un rol fundamental al desencadenarse el espíritu independentista. Se comprende así que al cambiar el paradigma sobre la sustentación del poder en forma paralela también se modifique el perfil del héroe, lo que se aprecia con singular claridad en el caso de George Washington como uno de los primeros héroes americanos. Nacido sobre suelo continental en el seno de una familia de buena posición, Washington se va a destacar en batalla como héroe, sin tener linaje noble o divino, aún antes de liderar la guerra contra la corona británica que finalizará con la Independencia de los Estados Unidos. En la América del Sur, específicamente en Buenos Ayres, la incipiente identidad argentina comenzará a consolidarse a partir de las victorias de 1806 y 1807 sobre el invasor inglés; porque de allí surgen sus primeros héroes. Si bien la gloria de la ciudad de Buenos Aires se debía principalmente al español Martín de Álzaga y al francés Santiago de Liniers, ambos defensores de la corona española, la ciudad entera cobró súbita conciencia de su propio heroísmo, porque aquellos vecinos se habían visto en las calles venciendo a las tropas de uno de los países más poderosos de la época, y porque su principal cuerpo de milicias, los Patricios, era constituido solamente por criollos con jefes elegidos por los propios milicianos. Así Buenos Aires, que había receptado como suya la tradición heroica de España, al forjar su propia gloria comenzó a experimentar aceleradamente el proceso descripto por Ernesto Renán en su celebre conferencia de 1882, cuando sostuvo que una Nación es un principio espiritual, resultado histórico de una serie de hechos que convergen en un mismo sentido, siendo lo esencial para que una población llegue a ser tal: poseer glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente, haber hecho grandes cosas juntos y querer hacerlas todavía. Como el presente pasa muy rápidamente a integrar el pasado (sic transit gloria mundi) pocos años después el relato de la nueva Nación, ya rebelándose contra España, iba quedar plasmado en la letra del máximo poeta argentino, Don Vicente López y Planes, consagrada el 11 de Mayo por la Asamblea del Año XIII como única marcha patriótica de las Provincias Unidas1. El Himno Nacional Argentino, acaso el más preciado símbolo de la argentinidad, no solamente es una obvia apelación al heroísmo -como corresponde a un instrumento de propaganda bélica-, sino que a través de su estilo neoclásico expresa el anhelo de emular la mitología grecorromana reviviendo, o pretendiendo revivir, a orillas del Río de la Plata una épica merecedora de un Homero. Vicente López es desde entonces, a no dudarlo, nuestro poeta y nuestro Homero. La visión de López, compartida por la clase ilustrada de Buenos Aires y tan luego asumida propia por las otras clases del pueblo, reboza heroicidad. Cada verso del Himno es un impulso poderoso encauzado sobre el más puro romanticismo a través del cristal épico, que sella la identidad y el destino de la nueva gloriosa Nación. Si bien es 7
  • 8. evidente por las muchas similitudes que López tuvo como modelo La Marsellesa, en sus versos se puede rastrear la inspiración homérica marcando una huella mucho más profunda y que conduce directamente al prototipo poético del héroe original. La palabra “héroe” no fue utilizada por López en la letra del Himno, pero el concepto es más que claro. Así, si Aquiles era el guerrero de los pies ligeros, no lo será menos “el valiente argentino” que “a las armas / corre ardiendo con brío y valor”, más replicando en modo colectivo la cólera del Pelida que buscaba venganza por la muerte de su amigo Patroclo, aquí será “todo el país” el que “se conturba por gritos / de venganza, de guerra y furor”. La nueva Nación que se levanta en la faz de la tierra, con la forma humana de una joven mujer por contraposición a la bestialización del enemigo, “tigres sedientos de sangre”, tiene los adornos propios de una divinidad grecorromana, “coronada su sien de laureles, / y a sus plantas rendido un león”, razón para que sus hijos, de ella como Tetis y del extinto Inca como Peleo, vuelvan a emparentarse con el mito de Aquiles al ver que “de los nuevos campeones los rostros / Marte mismo parece animar” y al igual que aquel estén pendientes del debido reconocimiento a sus hazañas. La Marsellesa no tenía que demostrar la existencia de Francia, que preexistente como Nación tenía conciencia de sus propios héroes y la explícita certeza de poder generar otros nuevos, por lo tanto sólo apela a su propia historia y a la coyuntura política del momento; por el contrario, la Marcha Patriótica de López, anterior a la Independencia, vino a servir de partida de nacimiento para Argentina, de suerte que había necesidad de gritar al mundo el alumbramiento de la nueva Nación con expresiones dirigidas a ese fin tales como: “Oíd mortales”, “desde un polo hasta el otro resuena / de la Fama el sonoro clarín” “y los libres del mundo responden”. Decirle al mundo era existir, de allí que hiciera relucir la chapa de los recientes logros enumerando las batallas ganadas como “letreros eternos que dicen / aquí el brazo argentino triunfó”, y no bastando la simpleza del triunfo necesitaba ensalzarlos con el barniz de la gloria más clásica: “la victoria al guerrero argentino / con sus alas brillantes cubrió”; sin ningún margen de casualidad ni disimulo se buscaba emparentarse con el heroísmo prototípico ya que, finalmente, era esa raíz de civilización grecorromana la que se anhelaba representar. Sobre esos parámetros el Himno Nacional da significado al valor en combate sintetizando, a través del estribillo, la disyuntiva de hierro que hace a la razón esencial del héroe argentino: Sean eternos los laureles Que supimos conseguir Coronados de gloria vivamos O juremos con gloría morir. Obrar valientemente en pos de la causa común con severo riesgo de muerte en su defensa, u ofrendar la vida misma en la acción, son los rasgos distintivos del héroe nacional. Aunque parezca una obviedad, no hay héroe nacional sin causa nacional, ni heroísmo sin riesgo mortal. Y sin embargo, si esas dos condiciones bastan para decir fundadamente que tal o cual es un héroe nacional, no alcanzan por sí solas para que un héroe trascienda el anonimato. Todos los países que han debido luchar por su independencia tienen, seguramente, una larga galería de héroes olvidados como extensa resulta la de la República Argentina. La fama del héroe es necesaria para cumplir con la función de motivación ejemplificadora que es medular en el concepto de lo heroico. Lo 8
  • 9. que le da fama al héroe, generalmente, es la excepcionalidad. Excepcionalidad de su persona y/o de sus circunstancias. En los tiempos de la Guerra de la Independencia fueron muchos los que reunieron las condiciones objetivas para acreditar heroísmo, pero apenas algunos resultaron ser atractivos a la atención pública y a la memoria colectiva. Hay un cierto misterio, una fibra intangible, en las razones por las que unos destacan sobre otros; lo reconocemos cuando decimos “la historia quiere”. Pocos memoriosos pueden reunir cada una de las victorias enumeradas en el Himno Nacional con el nombre de alguno de los héroes que participaron de esas acciones, pero cualquier argentino promedio sabe que el granadero Juan Bautista Cabral murió en el Combate de San Lorenzo intentando salvar la vida de José de San Martín. Notoriamente Cabral es mucho más popular que el sobreviviente Baigorria, el otro granadero que acudió en auxilio de San Martín cuando su caballo cayó muerto y quedó con una pierna atrapada bajo el cuerpo del animal. Los méritos de Baigorria no fueron menores que los de Cabral, incluso por sobrevivir siguió peleando e incrementando esos méritos. Son los mismos camaradas los que colocan por encima de sí al hermano de armas caído en combate y los primeros que le dan fama. Las circunstancias hicieron de Cabral un héroe cuya fama logró perdurar y engrandecerse con el tiempo, en buena medida debido a la posterior campaña que cruzando Los Andes culminó asegurando la Independencia Argentina. La victoria vino en definitiva a justificar su sacrificio. La muerte de Cabral, producida en un momento de absoluta vulnerabilidad de San Martín, quien iba a ser el mayor héroe de la historia argentina, lo convirtió tanto en sinónimo de lealtad como de patriotismo. Si San Martín se hubiera eclipsado -como tantos otros revolucionarios- antes de ser El Libertador, probablemente la fama de Cabral se hubiese perdido con él. Además de ser declarada en el papel, la Independencia debió ganarse en los campos de batalla. Las espadas de los valientes guerreros que hazaña tras hazaña lo hicieron posible generaron legítimos héroes, pero por esas otras cosas nefastas que quiere la historia y de las que a la hora de la cuenta nadie se hace cargo -la orfandad de los caprichos podríamos decir-, esa gloria deslumbró hasta el encandilamiento. La mejor gloria que conoció el país, la de las luchas por la Independencia con su forja de héroes, tenía el grave inconveniente de no poder repetirse. Esa imposibilidad, unida al brillo del acero, determinó que el concepto mismo del heroísmo se degradara en la barbarie una vez obtenida la libertad exterior del país. El gran ausente de la historia argentina, Juan Bautista Alberdi, jurista visionario -que como buen visionario pecaba a veces de iluso-, ensayó en 1871 una muy atendible explicación de la barbarización del héroe en ese gran manifiesto pacifista que es “El Crimen de la Guerra”. Puede cuestionarse que Alberdi habla allí desde el exilio y con la asepsia moral del teórico, lejos de las responsabilidades del hombre de Estado que empeña el cuerpo en los asuntos públicos como lo fueron Domingo Sarmiento o Bartolomé Mitre, por sólo citar dos ejemplos entre sus contemporáneos, pero si se observan las sangrientas luchas civiles que consolidada la Independencia impidieron la organización constitucional del país hasta 1853, la voz de Alberdi es un llamado a la civilización desde la civilización, acaso contrariando a Sarmiento quien sería la civilización desde la barbarie. La principal idea de Alberdi es que el crimen insalvable de toda guerra consiste en ser juez del adversario. De la imposibilidad de hacer Justicia cuando se es parte y litigante 9
  • 10. deviene la criminalidad intrínseca de la guerra, que sólo puede justificarse legítimamente en el derecho a defender la propia existencia y hasta ese preciso límite. Desde esa concepción, sostiene Alberdi que: “Lejos de ser un crimen, la guerra de la independencia de Sudamérica fue un grande acto de justicia por parte de ese país2”. Tan claro reconocimiento no le impide relativizar la intervención de los nombres que más destacaron en ella, entendiendo que el proceso revolucionario fue el producto natural de la evolución social, por las necesidades e intereses de la civilización, antes que metas impuestas desde la acción providencial de algunos líderes militares. Dolido porque en la América del Sud, a falta de avances científicos y tecnológicos “todo el círculo de sus grandes hombres se reduce al de sus grandes militares en el tiempo de la guerra de la independencia3”, el tucumano cuestiona que San Martín sea propuesto a la juventud argentina como un ejemplo de gloria a imitar. En opinión de Alberdi, San Martín es cuestionable en sus motivos, en su proceder y hasta en su muerte. Así, respecto de sus motivaciones, le atribuye haber retornado al país no por amor al suelo natal sino por consejo de un general inglés de los que querían la emancipación americana para beneficiar el comercio de Gran Bretaña y tras 18 años de servir en España a la causa del absolutismo. Sobre su proceder reprocha tanto el que haya conspirado políticamente a través de una sociedad secreta cuando ya la Revolución de la libertad podía predicarse a la luz del día, como que siendo el único objetivo encomendado por el gobierno a su campaña militar liberar a las provincias argentinas del Alto Perú las haya dejado en manos de los españoles. Finalmente critica su regreso a Europa para morir bajo el poder de los Borbones, legándole su espada a Rosas en mérito a sus resistencias a la Europa liberal. Todo ello lo hace concluir que “La vida de San Martín prueba dos cosas: que la revolución, más grande y elevada que él, no es obra suya, sino de causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al respeto de la juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación de San Martín no es el medio de elevar a las generaciones jóvenes de la República Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y libertad americana4”. Los cuestionamientos de Alberdi al héroe mayor de la Independencia Argentina, una rareza –aunque no única- frente a la estimación general, no están dirigidos a menoscabar la memoria del prócer sino a desanimar la pasión guerrera que, luego de rotos los lazos con España, contribuyó a sostener el estado de guerra civil permanente. Esa pasión por la guerra, alimentada a través de la poesía con cantos a los héroes y las batallas de la Independencia, estimulaba la búsqueda militar de una gloria que no podía repetirse. Así la gloria posible, la que quedaba al alcance de los émulos del General San Martín, era apenas una falsificación de la verdadera, y ellos mismos una caricatura del General. Con ellos, lejos de la paz y el progreso que son propios de la civilización, las Provincias Unidas se encerraron en la barbarie de emprender una tras otra guerras llamadas en nombre de la libertad interior. Pero la guerra, que pudo ser adecuada para obtener la Independencia, no era el medio idóneo de alcanzar la libertad interior. Cualquier territorio en guerra permanente, aunque reconocido en su unidad por el extranjero, queda librado a la anarquía o a su natural heredera que es la tiranía sin importar las razones que puedan esgrimirse junto con las espadas de los pretendidos nuevos libertadores batiéndose en su seno: “No hay guerra en Sudamérica que no invoque por motivo los grandes intereses de la civilización; ni despotismo que no invoque la más 10
  • 11. santa libertad. La dictadura de Rosas se apoyaba en la libertad del continente americano. Quiroga devastaba y cubría de sangre el suelo argentino en nombre de la libertad, y fue víctima de su idea de proclamar una Constitución, según la crónica viva de ese país, confirmada en ese punto por una carta en que el defensor de la libertad del continente americano probó al defensor de la libertad del pueblo argentino, que el país no estaba en estado de constituirse, es decir de ser libre (porque constituir un país no es más que entregarle la gestión de sus destinos políticos)5”. El heroísmo de la barbarie es un heroísmo sin causa nacional, conceptualmente un retroceso al privilegiar el valor por el valor mismo en detrimento de los propósitos. Las ideas que alientan la guerra civil son facciosas, parciales por definición; y mucho más cuando la contienda, como en el caso de la lucha entre unitarios y federales, no arroja un vencedor nato sino que concluye en una suerte de fusión pragmática de intereses, hombres y principios. En palabras de Alberdi, la guerra civil es la antítesis de la guerra de independencia y como tal “baja por su objeto, tan desastrosa por sus efectos, tan retrógrada y embrutecedora por sus consecuencias necesarias, como la guerra de la independencia fue grande, noble, gloriosa por sus motivos, miras y resultados. Los héroes de la guerra civil son monstruos y abominables pigmeos, lejos de ser rivales de Bolívar, de Sucre, de Belgrano y San Martín6”. El héroe bárbaro por antonomasia, de entre los muchos que registra la historia argentina, había sido consagrado tal por Domingo Faustino Sarmiento al escribir el “Facundo” en 1845. En muchos sentidos “El crimen de la guerra” es una expresa contestación de Alberdi a Sarmiento; no sólo al Presidente Sarmiento que le acusó de traición a la Patria por haberse opuesto a la guerra contra el Paraguay, sino -y fundamentalmente- al razonamiento sarmientino que a través del Facundo justifica y alienta la guerra civil. Más allá de lo que indica el título y el desarrollo narrativo del Facundo, el verdadero protagonista de sus páginas no es Facundo Quiroga sino Juan Manuel de Rosas. Sarmiento, hombre de ideas y de acción, lo escribe desde el exilio en Chile con la urgencia del panfleto político, deseoso de propiciar el fin de la tiranía rosista, pero con el gran mérito de ahondar en la profundidad del ser argentino. Si bien son obras de distinta filosofía, El crimen y el Facundo tienen en común, acaso por haber sido escritos desde el exilio, explicar lo nacional desde un enfoque de cultura universal. En las mentes de Sarmiento y de Alberdi lo argentino no queda aislado del mundo. Los dos responden a un alto ideal de civilización; coinciden en el fin, pero mientras el tucumano confía en que los procesos históricos decantarán por sí solos en un tiempo de libertad, a Sarmiento lo domina la impaciencia y el nervio le reclama no desdeñar ningún medio. “Esperemos”, pareciera decir Alberdi, “hagámoslo” es el credo metodológico de Sarmiento, y así mientras el primero plantea no romper la dicotomía “civilización o barbarie”, el segundo la sintetiza. Sarmiento propugna la existencia de efectos benéficos en la guerra civil argentina, la misma que impide la organización constitucional del país, porque encuentra más allá de unitarios y federales que tiene su razón social en el enfrentamiento cultural entre la ciudad y la campaña. En el transcurso de esa guerra prolongada -a fuerza de combatirse- aquellas dos sociedades antagónicas, una que tiende al progreso desde la educación, la ciencia y la industria, con una vida activa deseosa de novedades, y otra que cerrada 11
  • 12. sobre la vida pastoril permanece salvaje estancada en la indiferencia al paso del tiempo, necesariamente han debido acercarse y llegado a conocerse, comenzando a simpatizar el gaucho lanzado sobre las ciudades con la causa del ciudadano. “La guerra civil ha llevado a los porteños al interior, y a los provincianos, de unas provincias a otras. Los pueblos se han conocido, se han estudiado y se han acercado más de lo que el tirano (Rosas) quería; de ahí viene su cuidado de quitarles los correos, de violar la correspondencia y vigilarlos a todos. La unión es íntima7”. La explicación sociológica de Sarmiento supera en mucho la superficialidad panfletaria, de allí que en buena medida anticipe que a la caída de Rosas han de contribuir tanto viejos unitarios como antiguos federales para reorganizar el país con las nuevas generaciones en un sistema mixto que concilie las razones, ya entreveradas, de la unidad con el federalismo. A esa fisonomía política del país la encarnadura de Facundo Quiroga le caía pintada para que Sarmiento pudiera explicar que “es desconocer mucho la naturaleza humana creer que los pueblos se vuelven criminales, y que los hombres extraviados que asesinan, cuando hay un tirano que los impulse a ello, son, en el fondo, malvados. Todo depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy se ceba en sangre, por fanatismo, era ayer un devoto inocente, y será mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo indujo al crimen8”. Bajo esa consigna se entiende que en el retrato de Facundo, aún queriendo retratar a un bandido para castigar su memoria, Sarmiento reconozca y hasta reivindique los rasgos heroicos de quien “es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República Argentina9”, “expresión fiel de una manera de ser de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos10” y como tal dueño de “aquellas simpatías que los espíritus altamente dotados tienen por las cosas esencialmente buenas11”, aunque también “ignorante, bárbaro, que ha llevado, por largos años, una vida errante que sólo alumbran, de vez en cuando, los reflejos siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la temeridad, dotado de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo, como el primero, dominándolo todo por la violencia y el terror, no conoce más poder que el de la fuerza brutal12”. La contracara a la ingenuidad y el valor de Facundo Quiroga es la maldad fría y calculadora que Sarmiento describe en Juan Manuel de Rosas, a quien responsabiliza por el asesinato de Quiroga: “falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo13”. A Sarmiento, finalmente, la sombra terrible de Facundo Quiroga acaba por seducirlo de un modo en que no sería concebible pudiera seducir a Alberdi: a través del puro coraje. El bruto espíritu guerrero, desprovisto de una causa nacional –que por definición alberdiana no puede estar presente entre los participantes de una guerra civil con las características del primer fratricidio argentino-, demuestra lo determinante que son las circunstancias para la definición del héroe: piénsese en Juan Galo Lavalle, el León de Riobamba, quien fue un héroe indiscutido de la guerra de la Independencia, y al igual que Guillermo Brown héroe de la guerra contra el Brasil, claramente un héroe nacional, pero luego también, como Facundo Quiroga, otro héroe bárbaro de nuestra guerra civil. La circunstancia de combatir Quiroga por el bando federal (aunque fuera unitario por convicción) y Lavalle por la facción unitaria, es irrelevante. La base del heroísmo está en el valor del hombre demostrado con hechos, en méritos de guerra que provocan la admiración de sus propios camaradas, pero la calificación depende de las circunstancias. El héroe bárbaro, sea unitario o federal, es reconocido valiente hasta por sus enemigos, 12
  • 13. pero sin importar la dimensión de sus hazañas no es más que el héroe de una parcialidad, un héroe pequeño, y a otros ojos, como los de Alberdi, resulta ser apenas un monstruo grotesco y abominable. Sería idílico, ilusorio, suponer que la turbulencia de aquellos años hubiera podido desaparecer por la simple sanción del texto constitucional. Era guerreando que se daba cada paso. La Constitución Nacional se alumbró luego de vencer Urquiza a Rosas en Caseros y el fin de la secesión de Buenos Aires llegó con la reforma constitucional de 1860 porque antes se combatió en Cepeda. La forja de héroes bárbaros nunca se detuvo, por más que la evolución política se diera en los términos de mixtura que había pronosticado Sarmiento la tentación del sable estaba latente en cada rincón del país. Paradójicamente la autoridad nacional que el Presidente Santiago Derqui, sucesor de Urquiza, no pudo sostener frente al Gobernador de Buenos Aires Bartolomé Mitre en la batalla de Pavón iba a ser refundada por Mitre como Presidente, haciendo que las fuerzas nacionales impusieran la autoridad de sus instituciones sobre los resabios del pasado, con mucho en ello -claro- de ese mismo pasado que no podía serles ajeno. Así, durante la Presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868), el 11 de noviembre de 1863, en el marco de la “guerra de policía” que el Presidente había ordenado llevar adelante contra el caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza, conocido como “El Chacho”, la cabeza del rebelde fue puesta sobre una pica en medio de la plaza del pueblito de Olta. “Antes que el cuchillo separase la cabeza del cuerpo lo habían fusilado a tiros, antes de eso lo habían lanceado, y antes que la lanza lo atravesara por el vientre el líder federal riojano era ya un prisionero que se había entregado mansamente. Con posterioridad Juan Bautista Alberdi dijo que ‘la vida real del Chacho no contiene un solo hecho de barbarie igual al asesinato del que fue víctima’, por su parte Sarmiento, en carta a Mitre del 18 de noviembre de 1863, sostuvo desde San Juan, donde era Gobernador y Director de la Guerra contra el Chacho, que: ‘no sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho. Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses. Los ejércitos harán paz, pero la tranquilidad no se restablecería, porque a nadie se le puede inspirar confianza de que no principie la guerra cuando le plazca al Chacho invadir las provincias vecinas, es su profesión, ejercida impunemente durante treinta años, hallando siempre en la razón de Estado o en el interés de los partidos medios para burlarse de las leyes y las constituciones y aceptándolo como uno de los rasgos de la vida argentina y de nuestro modo de ser. Sea, pero seamos lógicos: cortarle la cabeza cuando se le de alcance es otro rasgo argentino. El derecho no rige sino con los que lo respetan, los demás están fuera de la ley; y no tiene el idioma en vano estas locuciones. Hizo él o Puebla degollar en el Valle Fértil a mi primo Don Maximiliano Albarracín, como Carlos Ángel hizo ahorcar el año pasado, a mi primo hermano Ezequiel Salcedo, lo que no estorba que Carlos Ángel haya obtenido indulto. La guerra civil concluye, pues, por actos militares gloriosos, como el de Caucete14, y por el castigo de Olta’15”. El país se civilizaba al modo de Sarmiento, que es decir a lo bárbaro, pero se civilizaba. Y el mismo Sarmiento, que plasmó a través del Facundo el arquetipo del héroe bárbaro, terminaría siendo, por esos giros trágicos que dispone el destino, la guía espiritual de quien iba a personificar el retorno a la consideración pública del héroe nacional. En la triste ocasión de acudir al cementerio de la Recoleta, observó Sarmiento que “Por entre 13
  • 14. sus columnas se divisan ya, aún antes de entrar, urnas cinerarias, sepulcros, columnas y sarcófagos y la bella estatua del Dolor que vela gimiendo sobre la tumba de Facundo, a quien el arte literario más que el puñal del tirano, que lo atravesó en Barranca Yaco, ha condenado a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos a quienes nos trasmite responsabilidades la sangre. El Dante puede mostrar a Virgilio este león encadenado, convertido en mármol de Paros y en estatua griega, porque del otro lado de la tumba todo lo que sobrevive debe ser bello y arreglado a los tipos divinos, cuyas formas revestirá el hombre que viene. He aquí –me decía un joven Arce, pariente de Quiroga- como yo llevo la toga y la clámide del griego, y no la túnica ni la dalmática del bárbaro. Pude decirle a mi vez que mi sangre corre ahora confundida en sus hijos con la de Facundo y no se han repelido sus corpúsculos rojos, porque eran afines. Quiroga ha pasado a la historia y reviste las formas esculturales de los héroes primitivos, de Ajax y Aquiles16”. Había por entonces, en el ánimo de Sarmiento, el hombre, una herida insanable de las que irremediablemente permanecen llaga hasta el día de la muerte, y que sin embargo sobrellevaba con el orgullo que confieren la dignidad y el convencimiento. El 14 de Enero de 1865 el Mariscal Francisco Solano López solicitó autorización al gobierno argentino para que tropas paraguayas pudieran atravesar el territorio de la Provincia de Corrientes y así combatir a los brasileros. A principios de febrero el Presidente Bartolomé Mitre negó ese permiso. El gobierno paraguayo optó entonces por ignorar la negativa, al punto que el 18 de marzo de 1865 el Congreso del Paraguay autorizó a Solano López a declarar la guerra a la República Argentina, cosa que se efectivizó al día siguiente y se materializó el 14 de abril cuando fuerzas al mando del general Wenceslao Robles se apoderaron de la Ciudad de Corrientes. El 3 de mayo el Gobierno Argentino se notificó de la declaración de guerra del Paraguay, la cual aceptó plenamente el 9 de mayo. En el interín, el 12 de abril de 1865, el Presidente Bartolomé Mitre dio un encendido discurso en la Plaza de la Victoria, cuyo párrafo saliente es el siguiente: “La hora ha llegado. Basta de palabras y vamos a los hechos. Que esas exclamaciones que pueblan el aire no sean un vano ruido que se lleva el viento. Que ellas sean el toque de alarma, la llamada popular que convoque a todos los ciudadanos, para correr en veinticuatro horas al cuartel, en quince días en campaña, en tres meses en Asunción”. La juventud porteña se hizo eco del clima belicista y respondiendo al llamado del Presidente corrió a enlistarse con el fervor de servir a la Patria. Ante la recluta, los jóvenes hijos de padres prominentes se aprovecharon de las influencias que les brindaba el parentesco, no para evitar la convocatoria, sino para asegurarse lugares en el frente de batalla. Así marcharon para morir en combate, entre otros, Domingo Fidel Sarmiento, hijo del Embajador argentino en los Estados Unidos Domingo Faustino Sarmiento, y Francisco Paz, hijo del Vicepresidente Marcos Paz quien había quedado a cargo de la Presidencia por la presencia de Mitre en el teatro de operaciones. Desde que toda guerra es una controversia, los argumentos que pueden sostenerse a favor o en contra de su prosecución resultan controversiales. Las razones, la oportunidad, el contexto internacional, sus finalidades y alcances, todo lo que en definitiva da cuerpo a su realización es susceptible de recibir cantidad de cuestionamientos. La Guerra del Paraguay generó, además de resistencias en el interior 14
  • 15. del país, la censura de severos críticos como Juan Bautista Alberdi, especialmente porque se hacía en alianza con el Brasil, pero la invasión del territorio argentino era en el sentimiento de la juventud patriota una afrenta a la dignidad nacional que no podía quedar impune. Los que ofrecieron su pecho para ir al combate lo hicieron entendiendo que era el riesgo que debían afrontar por lealtad a la Patria, y aún con todos los cuestionamientos posibles, nadie puede negarles a esos soldados la convicción, y el hecho, de haber combatido por la causa nacional. Refiriendo lo actuado por su propio hijo, dice Sarmiento que “debió, pues, ser uno de los primeros en acudir a los cuarteles a donde llamaba a la juventud el Presidente Mitre, en lenguaje del champagne, y le dio el título de Ayudante Mayor de Guardia Nacional que había tomado por asalto en San Juan y viendo que a la Guardia Nacional los soldados de línea le llamaban la niña Manuelita, porque se le economizaba su ración de balas, pidió y obtuvo del favor de todos sentar plaza de capitán en un batallón de línea17”. “En lenguaje del champagne”, ubica Sarmiento aquellas palabras de Mitre que pronosticaban una guerra relámpago, rápida y fácil, pero que chocaron con la realidad de trincheras inexpugnables y la bravura de los paraguayos. No fue un paseo de tres meses, fueron cinco años de lucha encarnizada lo que demoró concluir la Guerra del Paraguay desde 1865. Mitre terminó su mandato presidencial con la contienda en curso. Fue recién bajo el gobierno de su sucesor, el Presidente Sarmiento, que Asunción cayó en manos de los aliados el 5 de Enero de 1869 y que la última resistencia fuera extinguida en Cerro Coré el 1 de marzo de 1870 con la muerte del dictador Francisco Solano López. Si la pluma de Sarmiento a través del Facundo fijó el prototipo del héroe bárbaro, su prédica política iba a moldear en la realidad a nuevos héroes nacionales; principiando, a través del afecto paterno, por su propio hijo: “… y Dios me lo perdone, si hay que pedir perdón de que un hijo muera en un campo de batalla, pro patria pues yo lo vine dirigiendo hacia su temprano fin. Poco tenía que rondar el fuego para prender en esta alma harto excitable, para elevarse como fanal que ilumina la Historia o pira que se consume a sí misma. Veníamos educando a la juventud de Buenos Aires, para la nueva vida a que llamaban la situación precaria del Estado, y el porvenir de las instituciones libres. Habíanla retraído durante la tiranía de Rosas de empuñar las armas, la posición híbrida del oficial, soldado y asesino a la vez, con la guerra a muerte y el degüello. Cuan lejos estábamos de la época de los Las Heras, los Necocheas, los Lavalles, cuyo valor era congénere de la belleza de la raza, la altivez caballeresca o la elegancia del alto tono social”. Para el comienzo de la guerra el poder estaba en manos de la llamada Generación del 37, con la que el país empezaba a consolidarse como Estado y a proyectarse institucionalmente hacia el futuro. En esa concepción republicana se iban formando los jóvenes que sirviendo de recambio darían cuerpo a la Generación del 80. Domingo Fidel Sarmiento, “Dominguito”, nacido en Santiago de Chile el 17 de abril de 1845, era parte de esa promesa argentina. Estudiante de Derecho, escritor, tenía las condiciones intelectuales, el carisma y la ambición necesaria para aspirar a ocupar puestos de relevancia en la carrera política. Ese impulso le venía heredado de su padre adoptivo, Domingo Faustino Sarmiento; era la contracara del sueño de aquel por verse superado, tanto en lo personal como en lo generacional, que es decir ver a la Patria florecer. 15
  • 16. Consecuente con sus aspiraciones “Dominguito fue el primero de los enrolados. Mitre era su amigo, su tutor, y nada resistía aunque quisieran, a aquel torrente, que encontraba como un canal de molino, para apoderarse de la dirección dada desde la infancia a sus ideas, con los ideales que él había forjado. Aún después de calmado el primer ardor juvenil en muchos que después de regularizada la guerra, pidieron licencia temporal y su retiro, vueltos a Buenos Aires después de haber aspirado el humo de la pólvora, resistió Dominguito a los esfuerzos de sus amigos incitados a ello por la angustia materna, para que no abandonase el sendero que le trazaban sus brillantes estudios universitarios. Entonces dijo al Dr. Avellaneda la razón de su persistencia: ‘Mi suerte está echada. Me ha educado mi padre con su ejemplo y sus lecciones para la vida pública. No tengo carrera, pero para ser hombre de Estado en nuestro país, es preciso haber manejado la espada; y yo soy nervioso, como Enrique II, y necesito endurecerme al frente del enemigo’. ¿Qué oponer a esas razones?18”. El 21 de setiembre de 1866, víspera de la Batalla de Curupaití, Dominguito escribía a su madre, la argentina Benita Martínez Pastoriza de Sarmiento: “Querida vieja: La guerra es un juego de azar. Puede la fortuna sonreír, como abandonar al que se expone al plomo enemigo. Si las visiones que nadie llama y que ellas solas vienen a adormecer las curas fatigas, dan la seguridad de vida en el porvenir que ellas pintan; si halagadores presentimientos que atraen para más adelante; si la ambición de un destino brillante que yo me forjo, son bastantes para dar tranquilidad al ánimo, serenado por la santa misión de defender a su patria, yo tengo fe en mí, fe firme y perfecta en mi camino. ¿Qué es la fe? No puedo explicármelo, pero me basta. Más si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaití o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por su Patria es vivir, es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas. Las madres argentinas trasmitirán a las generaciones el legado de la abnegación y el sacrificio. Pero dejemos aquí estas líneas que un exceso de cariño me hace suponer ser letras póstumas que te dirijo”. En esa misma hoja, hizo horas después el siguiente agregado: “Septiembre de 1866 Son las diez. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. Salud mi madre!” El capitán Domingo Fidel Sarmiento cayó ese 22 de setiembre de 1866, en ocasión de la Batalla de Curupaití. Uno más entre las nueve mil bajas que en una sola jornada 16
  • 17. sufrieron las fuerzas aliadas. En carta a Mary Mann del 13 de diciembre de 1866, aseguraba Sarmiento que “En la guerra ha muerto mi hijo, de un balazo en un pie, por donde se desangró antes de recibir auxilios19”; añadiendo que “A los 21 ha muerto, combatiendo como un héroe20”, lo que probablemente refleje cual haya sido su primera noticia sobre el hecho, recibida mientras era Embajador Argentino en los Estados Unidos. Luego parece haber recibido otra versión, apenas distinta, sobre las circunstancias en que murió el capitán, porque al publicar “La vida de Dominguito” en 1886 sostiene que “mandando una compañía de línea al frente de las baterías que defendían el inoficiosamente atacado fuerte de Curupaití, un casco de bomba le cortó el tendón de Aquiles y murió desangrado, al frente del enemigo, transportado el cadáver exánime al cuartel general por sus soldados, que lo amaban21”. “Hirióle un soldado anónimo en el punto en que penetró a Aquiles la flecha de París, y murió desangrado como el héroe griego22”. En los manuscritos de la primera versión de “La vida de Dominguito”, escritos en 1867, refiere Sarmiento, trasluciendo su juicio íntimo sobre Mitre, que su hijo “Sacrificose en prosecución de la gloria, como tantos millares de soldados segados en yerba para que un general florezca. Cuán orgulloso debió sentirse de morir por la Patria al pie de una trinchera al frente de su compañía de granaderos. Dicen que no consintió al principio en que lo alzaran de donde cayó herido. Entusiasmo juvenil, a la misma edad yo lo he sentido. Moribundo y desangrado levantaba el revólver amenazando a los que sentía acercarse. ¿Tomábalos por enemigos? Alarde de joven, para mostrarse guerrero, y pronto a la lid, aún muriendo23”. En carta al general Lucio V. Mansilla, Comandante del Batallón en el que revistaba Dominguito “y a cuya vista murió”, Sarmiento le solicita información sobre el desempeño militar de su hijo, ya que “me encuentro a oscuras, habiendo estado tan lejos del teatro de los sucesos”. El 9 de junio de 1886, Mansilla respondió dando una versión de la muerte del capitán distinta de las que hasta entonces parecía conocer el viejo Maestro: “Ud. no sabe quizás que Dominguito murió herido en el pecho, lejos, muy lejos ya de aquellas terribles trincheras de Curupaití, lo que quiere decir que ni aún en retirada dejaba de tener para él, poesía e imán el peligro. Todo él entero y verdadero, estaba en eso: la guerra era para él, no un arte, no una ciencia, mucho menos un oficio, era una vocación. Y como el fraile de la Trapa que cava su propia sepultura, debió morir y murió, del modo más glorioso, en el campo de batalla y al pie de su bandera, que por él y Pedro Iparraguirre, se salvó. Un día, tan es exacto lo que voy diciendo, decíame él después del primer encuentro con el enemigo que fue recio, ‘y esto es pelear’. Dominguito, le contesté: si quieres más tienes que leerlo en la Mitología, y, mira, no te apures”. Este intercambio epistolar forma parte de la primera edición de La vida de Dominguito, con lo cual queda en evidencia que corrieron distintas versiones sobre la muerte del capitán Sarmiento, coincidentes todas en su carácter heroico. Ya sea herido frente a las trincheras, justo en el punto débil de Aquiles, el primero de los héroes, o lejos de las trincheras poniendo el pecho para evitar que el enemigo capturase la Bandera, igual que Cabral en San Lorenzo para impedir la muerte de San Martín, ninguna duda queda que aquel voluntario antepuso su palabra de defender a la Patria por encima de preservar su propia vida. Se lo había asegurado a su madre reclamándole que se pareciera más a una 17
  • 18. recia matrona de la vieja Esparta, que a la preocupada y protectora Tetis. Con todo, la valentía del capitán Sarmiento no constituyó ninguna rareza entre nuestros combatientes de la Guerra del Paraguay, y del mismo modo que no fue singular su coraje tampoco lo fue su muerte. Miles de soldados argentinos se inmolaron como él, batallando tozudamente contra las defensas paraguayas. Lo que constituye a Domingo Fidel Sarmiento en el héroe nacional paradigmático de la Guerra del Paraguay es el relato. El relato es en definitiva el elemento que otorgándole fama al héroe lo completa en su función ejemplificadora. En su persona y en sus circunstancias reunía las condiciones necesarias para ser albergado por la memoria colectiva. Su muerte conmovió a los contemporáneos, en especial a los jóvenes estudiantes, y fue una de las razones que hicieron de Sarmiento, su padre, el Presidente de la Nación. La carta a su madre, iniciada con un “Querida vieja”, tan coloquial, tan de todos nosotros, da cuenta de la determinación suya, capaz de afrontar el presentimiento mortal marchando hacia el combate. Es totalmente insignificante si se pareció o no al bravo Aquiles en la herida fatal, el capitán Sarmiento fue Aquiles frente al destino. El héroe nacional volvía conceptualmente reafirmando el espíritu guerrero. Mucho antes a que el Presidente de los Estados Unidos John Fiztzgerald Kennedy dijera aquella consigna de no preguntar que puede hacer la Patria por uno, sino lo que uno puede hacer por la Patria, los jóvenes argentinos de aquella generación empeñados en la Guerra del Paraguay querían romántica y generosamente dar lo mejor de sí a la Argentina, y lo hacían, sin reparos, sin mezquindades, como lo demuestran las palabras del aguerrido Martín Viñales que afrontando la amputación de su brazo por las heridas recibidas en combate, sentenció: “No es nada, apenas un brazo menos, la Patria merece más24”. Reflexionando sobre el heroísmo y la gloria a consecuencia de la Guerra del Paraguay, resulta una coincidencia singular que tanto el pacifista Alberdi como el belicoso Sarmiento, en su afán civilizador y siendo polos opuestos en los medios a utilizar, pudieran tener una coincidencia de fines tan exacta en materia de lo que debe ser para los pueblos “la verdadera gloria”. Al lamentarse Alberdi porque la única gloria conocida en Sudamérica fuera la gloria militar, específicamente decía: “Ninguna invención como la de Franklin, como la de Fulton, como el telégrafo eléctrico, y tantas otras que el mundo civilizado debe a América del Norte, ha ilustrado hasta aquí a América del Sud. Ni en las ciencias físicas, ni en las conquistas de la industria, ni en ramo alguno de los conocimientos humanos, conoce el mundo una gloria sudamericana que se pueda llamar universal25”. En un todo coincidente, y testimoniando el dolor por la muerte de Dominguito sin encontrar consuelo en el heroísmo militar, en la frase final e inconclusa de sus manuscritos de 1867, Sarmiento expone su queja por esa vida tronchada antes de alcanzar su mayor brillo: “¡La gloria! ¡La gloria! ¡Vana ilusión tras la cual corremos, y tantos, tantos, tropiezan para no levantarse más! Y sin embargo, una idea exacta y justa de la gloria, cuando las creencias se amortiguan, supliría para las organizaciones privilegiadas a suplir la falta de otras esperanzas. La gloria es el arte de vivir amado por el mayor número posible de hombres, por el mayor número de años. Los grandes hombres cuentan la vida por siglos. ¡Qué recompensa más grande para la virtud útil en la tierra! Tomemos a Franklin, como objeto de estudio. Conocido apenas de sus compañeros de trabajo en la imprenta, estudia laboriosamente sus intereses, sus deberes de ciudadano, y cultiva su inteligencia. Por un periódico que escribe se hace estimar de 18
  • 19. una población entera, propendiendo a la mejora de todos. Conócelo mejor su país en general: conócelo más tarde con respeto la Inglaterra. La sencilla experiencia sobre la electricidad de las nubes, le asegura un lugar distinguido en los anales de la ciencia. La Francia, después el mundo entero asocian su nombre al de los bienhechores de la humanidad. La Patria de Franklin viene a hacerse la humanidad entera. Muere y su nombre sobrevive, y generación tras generación le conservan su estimación y afecto, por lo que de sus trabajos y su benéfica influencia todos aprovecharon. He aquí la más pura, de las glorias, la verdadera gloria. Tomemos otro modelo de la gloria Na…26”. Cabe comprender que con mirada vidriosa dejara Sarmiento la pluma a un lado en ese exacto punto, como si se descubriera reprochando la temprana muerte a su hijo, ese hijo con el que siendo pequeño leían, alternadamente, en voz alta, “La vida de Franklin” traducida por Juan María Gutiérrez. Las diferencias entre Sarmiento y Alberdi, en apariencia irreconciliables, no podían empero ser más que efímeras, simplemente coyunturales, dado que los dos anhelaban para la Patria la verdadera gloria en mérito al progreso de la humanidad antes que la gloria de los héroes militares, que no es algo que pueda plantearse como objetivo último de ningún país civilizado. El heroísmo militar ocurre, se da cuando hombres comunes enfrentan circunstancias extraordinarias. Las glorias del progreso, en cambio, sí pueden ser estimuladas, buscadas y provocadas por el avance ordinario de la ciencia y la tecnología. En 1879, siendo Sarmiento ministro del Presidente Avellaneda, el país iba con relativa paz y administración consolidando sus instituciones, contando para ello con algo de lo que se carecía antes de la Guerra del Paraguay: un verdadero Ejército Argentino. El 16 de septiembre de ese año regresó al país, tras 41 años de ausencia, el doctor Juan Bautista Alberdi, y ya coincidiendo en el mismo lugar con Domingo Faustino Sarmiento los dos se encuentran en el Ministerio del Interior. “He aquí al tremendo ministro de Avellaneda. Conversa con algunos amigos, entre ellos Aristóbulo del Valle. Sarmiento habla con locuacidad, bromea y ríe. De pronto pónense todos muy serios. Es que acaba de entrar un ordenanza y anunciar que ha llegado el doctor Juan Bautista Alberdi. Todos miran a Sarmiento. Parece impresionado. Todos miran también hacia la puerta. Por fin se abre y entra Alberdi, y entonces los presentes asisten a una escena conmovedora, que les llena de lágrimas los ojos, y que muestra cómo en el corazón de Sarmiento no hay odios. El hombre violento, el feroz enemigo de sus enemigos, exclama: - Doctor Alberdi, ¡en mis brazos! Y los dos grandes argentinos se estrechan en un largo abrazo, el abrazo del destierro y de la vieja amistad en Chile, el abrazo que recuerda a cada uno lo que el otro ha hecho por la Patria, el abrazo del olvido y el perdón. Los dos están conmovidos hasta las lágrimas y algunos de los presentes lloran como criaturas ante el hermoso espectáculo27”. Al advenimiento del Siglo XX los desarrollos científicos y técnicos fueron tornándose cada vez más veloces, integrándose en mayor o menor medida a la vida cotidiana según la predisposición al progreso y las posibilidades materiales de cada Estado. Argentina fue recibiendo inmigrantes tanto como ciencias y artes, sin lograr nunca desprenderse del todo de la tentación bárbara de imponer la política a través del sable. El alzamiento 19
  • 20. en armas de Buenos Aires en 1880, la Revolución del Parque en 1890, y posteriormente la tradición motinera del radicalismo dan cuenta de falencias en los medios para dirimir pacíficamente las diferencias, algo con lo que hemos convivido durante casi toda nuestra historia hasta años muy recientes. En parte por ello, el concepto del heroísmo seguía ligado con exclusividad al arrojo demostrado en combate. El coraje era una cuestión de armas, aunque en situaciones especiales, como la epidemia de fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires en 1871, y que dejó más de 10.000 muertos, afloraba ese otro heroísmo pleno de valentía y sólo destinado a salvar vidas por el cual muchos se arriesgaron a morir para asistir a los enfermos y evitar que se extienda la crisis sanitaria. Los nombres de médicos insignes como Francisco Muñiz -un Patriota de dimensiones gigantes- y Manuel Argerich, son sólo algunos de los que murieron en cumplimiento del deber afectados por la fiebre amarilla; merecedores de la misma honra que el soldado que destaca en el frente de batalla. Sin embargo esos héroes civiles no fueron percibidos por la sociedad como tales, sino más bien como mártires frente a un evento desgraciado. Esa es una explicación posible para que, rompiendo definitivamente el límite estrictamente guerrero del heroísmo, recién en los comienzos del nuevo siglo el concepto quedara plenamente abierto a la vida civil con la aparición del Ingeniero Jorge Newbery. Newbery vino a ser el Primer Héroe Civil de la República Argentina, no porque no hubiera habido héroes civiles antes que él, sino porque supo alcanzar la admiración y el reconocimiento popular como ningún otro hasta entonces. Newbery, padre de la aviación argentina, buscaba esa gloria de ciencia y tecnología que anhelaban ver alumbrar en la República tanto Sarmiento como Alberdi, pero a diferencia del científico o el técnico que hace fructificar sus estudios sin poner en riesgo evidente su propia integridad física, el intrépido Newbery llevaba su cuerpo al límite de lo hasta entonces posible. Los pioneros del espacio desafiaban a la muerte adentrándose en los cielos en la lucha por dominar los elementos de la naturaleza, y así ganaban la admiración popular despertando sueños de maravillas futuras. Cada logro de aquel puñado de locos del aire, que no se conformaban con que el volar fuera sólo para los pájaros, ilusionaba con el mañana despertando orgullo por lo que los argentinos podían hacer. Fueron héroes; a fuerza de coraje lograron que el pueblo advierta el interés nacional en las posibilidades del tránsito aéreo, héroes nacionales desde que por una causa nacional se jugaban la vida. Jorge Alejandro Newbery28 nació el 29 de mayo de 1875 en la casa de la calle Florida 251 de la Ciudad de Buenos Aires. Su padre era el odontólogo Ralph Newbery, un estadounidense que a los 16 años había integrado el ejército federado a órdenes de Ulises Grant, recibiendo una condecoración como premio a su coraje. El afán de aventura lo trajo a Buenos Aires donde conoció a Dolores Malagarie, con quien se casó el 26 de julio de 1873 y tuvo 12 hijos. El segundo de esos hijos, Jorge Alejandro, el mayor de los varones, viajó a los Estados Unidos sin compañía de sus padres para conocer a sus abuelos paternos a la edad de 8 años. Luego volvió al país donde completó el bachillerato del que egresó con una vocación incontenible por la mecánica. Así volvió a dejar el país e “ingresa en la Universidad norteamericana de Cornell donde estudia por espacio de dos años. De las distintas especialidades de la ingeniería le atrae con mayor fuerza la electricidad, cuyos notables avances se coronan con las invenciones de Edison, su profesor cuando pasa a estudiar en el Drexel Institute, de Filadelfia. Su paso por las universidades norteamericanas ahonda su amor por las disciplinas técnicas 20
  • 21. y científicas y le despierta su afición por los deportes. Es decir, lo arraiga en las dos direcciones fundamentales en que habrá de orientar su vida futura y que darán eternidad a su nombre29”. A los 21 años, de regreso en Buenos Aires con su título de ingeniero electricista comienza a trabajar en la Compañía Luz y Tracción del Río de la Plata, dos años después ingresa en la Armada Nacional como ingeniero electricista de primera clase y se le asigna el grado de capitán de fragata. Presta servicios en el crucero “Buenos Aires” y es enviado en comisión a Europa para adquirir equipos eléctricos destinados a las unidades de batalla y la defensa de las costas. Aunque parezca absurdo, la generalidad de los egresados de la Escuela Naval no sabían nadar, por lo que Newbery, como deportista nato, hizo que se enseñara natación a los cadetes. En 1900 el Intendente porteño Adolfo Bullrich le ofreció el cargo de Director General de Alumbrado de la Municipalidad de la Capital, donde trabajó hasta su muerte, y desde 1904 ejerció la cátedra de electrotécnica de la Escuela Industrial de la Nación. Newbery fue un personaje singular y polifacético. Funcionario probo y eficiente que extendió el alumbrado público, dandy que introdujo el Tango en los círculos altos de la sociedad, boxeador que peleaba clandestino en el Mercado Central de Frutos lo mismo que en la quinta de Carlos Delcasse y cuyos puños durmieron a más de un compadrito, esgrimista, nadador, remero, promotor de los deportes, innovador hasta el punto de desafiar las buenas costumbres con un traje de baño que escandalosamente mostraba sus piernas, los brazos, parte del pecho y la espalda, pero sobre todo ello: el aviador. En 1907 Aarón Anchorena regresa de París trayendo su globo El Pampero, con el que tienta a Newbery. “Jorge acepta entusiasmado la invitación. Hombre de acción e investigador de laboratorio –luego se verá- intuye claramente la gran mudanza que la aeronáutica operará en la vinculación entre las naciones, en las relaciones humanas. Piensa que su Patria, tan extensa, tan desguarnecida, con una población tan escasa, no puede ni debe quedar al margen de ese avance30”. Ambos intrépidos realizan el 25 de diciembre de ese año el vuelo inaugural de la aeronavegación argentina uniendo Buenos Aires con la costa de Conchillas, del Departamento de Colonia en Uruguay. El Pampero sigue volando y Eduardo Newbery, que compite con su hermano por superarlo en hazañas, va a convertirse el 17 de octubre de 1908, junto con el sargento Eduardo Romero, en tripulante del fatídico último vuelo de ese primer globo que pretendiendo llegar a Neuquén termina perdido en el mar. Jorge Newbery no se deja detener por la tragedia. Al contrario, vuelve a volar el 24 de enero de 1909 alistando un nuevo globo que ya desde el nombre anuncia lo irreversible que es la empresa de conquistar los cielos: El Patriota. La actividad aeronáutica retoma así el impulso que la muerte amenazó paralizar. El 27 de diciembre de 1909 parte en vuelo solitario a bordo de El Huracán y “con su travesía, Jorge, el ídolo criollo, ha batido el record sudamericano de duración y distancia al salvar quinientos cincuenta kilómetros en trece horas, y se coloca en el cuarto lugar en el record mundial del tiempo de suspensión y en el sexto con respecto al recorrido. El Aeroclub le entrega una medalla de oro y un diploma, testimonios de su record. Y un club de fútbol, al nacer adopta el nombre y la insignia de su globo: Huracán31”. A los vuelos en ese globo se suman otros en el que lleva el nombre de su hermano, Eduardo Newbery, y con el Buenos Aires, volando en compañía de los tenientes Melchor Escola y Raúl Goubat, el 5 de noviembre de 1912 imponen un nuevo record sudamericano de altura: 5.100 metros soportando 16 grados bajo cero. 21
  • 22. Paralelamente Newbery comienza a volar aeroplanos. Son tiempos en los que la Nación Argentina, tras la orgullosa celebración del Centenario está recreando su heroísmo, cuenta con un gran Presidente, el Dr. Roque Sáenz Peña que introduce sustanciales modificaciones al régimen electoral. Además tiene Sáenz Peña, hijo de Luis -otro Presidente-, la particularidad de ser un héroe de guerra, pero no de Argentina, sino héroe nacional del Perú por su participación como voluntario en la Guerra del Pacífico. Ese Presidente, romántico, audaz, ilustrado y con visión de futuro es quien firma el 10 de agosto de 1912 el decreto por el cual se crea la Escuela Militar de Aviación, donde Newbery es instructor. El 24 de noviembre Newbery cruza el Río de la Plata aterrizando en Colonia y vuela de regreso en el mismo día. Siguiendo su estímulo, el joven conscripto Teodoro Fels -quien gozando de buena posición económica hizo que su madre le compre un aeroplano- vuela el 1 de diciembre de 1912 hasta Montevideo superando a Newbery y batiendo el récord mundial de vuelo sobre agua. El heroísmo ejemplifica y así “La gente sencilla celebra entusiasmada esa emulación, esta rivalidad en la proeza y el prodigio. El espíritu nacional vive horas ardientes. El brío crece en los jóvenes y son muchos los que se alistan en el Aero Club, los que inician el duro y severo noviciado32”. Newbery se propone cruzar la Cordillera de los Andes, una proeza temeraria, que comienza a preparar con dedicación científica. En ese afán el 5 de febrero de 1914 bate el récord mundial de altura al elevarse hasta los 6.225 metros. Ya decidido a realizar el cruce “una marca comercial porteña, al celebrar la marca de Newbery, instituye un premio de cincuenta mil francos para el primer aviador que cruce los Andes. Nuestro héroe manifiesta su contrariedad por la posición falsa en que lo coloca el oportunismo publicitario de esa firma. Sabido es que el único piloto preparado para la travesía ‘por sus esfuerzos propios y carácter de sportman’ es él. En consecuencia ‘para evitar –dice- los comentarios que originaría el hecho’, manifiesta su intención de renunciar a la realización ‘de lo que es un ideal superior a todo otro interés que no fuera su cooperación a la ciencia’. La declaración pública de Newbery produce una conmoción general. La firma comercial se apresura a retirar la institución del premio. El episodio sirve para agrandar la admiración del pueblo hacia su ídolo. Si con el récord mundial de altura había dado una prueba de bravura y pericia, con el repudio de un premio del que sería su lógico beneficiario y que disminuye ‘lo que es un ideal superior a todo otro interés que no fuera su cooperación a la ciencia’, testimonia su desinterés y las normas morales a que ajusta su conducta33”. Ese gesto de altura ética va a ser el último gran acto del Primer Héroe Civil de la República Argentina, porque el primero de mayo de 1914, antes de poder iniciar el cruce, se estrella y muere con el avión Morane-Saulnier de su amigo Teodoro Fels en Los Tamarindos, Mendoza, piloteando lo que no era más que un vuelo de exhibición. La trascendencia de Newbery hay que verla en su significación para el concepto del heroísmo. Ser héroe, servir a una causa nacional con riesgo de vida, hazañosamente, sin necesidad de ninguna contienda bélica. Sarmiento y Alberdi soñaban con el ejemplo que vino a dar Newbery. El ingeniero electricista abrió el camino al reconocimiento público de esa gloria superior que hace al progreso de la civilización por el desarrollo científico tecnológico, al orgullo nacional por logros civiles y en tiempos de paz. El viejo heroísmo guerrero se adaptaba a los nuevos tiempos y al vértigo de las innovaciones, de hecho cuando el 10 de diciembre de 1965 los diez militares de la expedición comandada 22
  • 23. por el coronel Jorge Leal colocaban la Generala Albiceleste en el Polo Sur se convertían en Héroes Nacionales de la misma categoría civil de Newbery, más allá de su condición militar, porque el logro para la soberanía no era bélico ni tenía que ver con el coraje guerrero. Newbery fue tanto un científico como un deportista, pero principalmente un señor del coraje que animó el espíritu de la Nación Argentina incitando a la superación. No todo científico alcanza la gloria en los términos de Sarmiento y Alberdi, ni todo científico que la alcanza se convierte en héroe. El heroísmo requiere la exhibición de valentía, el andar sobre el filo de la navaja pudiendo quedar muerto o herido, y no cualquier valentía sino aquella que toma una representación colectiva. Del mismo modo hay una gloria deportiva, que no necesariamente hace del campeón un héroe. Pero a partir de Newbery, tanto el mérito científico como el mérito deportivo se convirtieron en causa de orgullo nacional. Incluso el orgullo por la cultura propia, a través del Tango, también le debe mucho a un tipo como Newbery por no renegar de lo nuestro. Casi no es posible ver un avión en cielo argentino sin pensar en Newbery. Por eso nos arriesgamos a decir que si el país pudo vanagloriarse durante el Siglo XX por tener ganadores del Premio Nóbel como Bernardo Alberto Houssay, Luis Alberto Leloir y César Milstein, o un médico de la talla de René Favaloro, fue en parte porque a través de Newbery el ciudadano común logró visualizar la importancia del conocimiento y apoyó con su esfuerzo los empeños por formar materia pensante que abriera nuevos rumbos y posibilidades para la vida corriente, la de todos los días. Desde luego que en el Siglo XX, problemático y febril como bien lo definiera Enrique Santos Discépolo, no se caracterizó por concentrarse la humanidad en metas científicas. Las dos guerras mundiales y la guerra fría después, con la proliferación de conflictos periféricos muy calientes, le dieron a la violencia un rol protagónico, que sin embargo no detuvo el dinamismo del progreso científico tecnológico. El apogeo de las guerras potenció el peso del héroe guerrero, no sólo por la normal práctica de todos los tiempos respecto a realzar ejemplos que sirvieran para guiar la conducta de los hombres en combate, sino por las inéditas condiciones técnicas disponibles para difundir masivamente esas hazañas. La radio, las historietas, las novelas, y especialmente el cine que desde su nacimiento trascendió las fronteras, sirvieron como elementos de propaganda y en cierto punto lograron emparentar el heroísmo real con el heroísmo de ficción, además de permitir que ciertos héroes pudieran ser reivindicados como tales sin importar su país de origen. Tal el caso de Manfred Albrecht Freiherr von Richthofen, el conocido Barón Rojo, quien siendo un piloto alemán prácticamente se convirtió en “el héroe” universal de la Primera Guerra Mundial, obteniendo el respeto y la admiración de sus enemigos. Así su figura fue rápidamente idealizada captando la atención de esas nuevas expresiones de comunicación que antaño estaban limitadas a la tradición oral, al pregón de los juglares o a la excepcionalidad de escritores como Homero. La cultura universal adoptó al Barón Rojo como sinónimo de valor y de elegante caballerosidad que justificaba hacer la guerra casi con espíritu deportivo. Al tiempo de la Segunda Guerra Mundial la masividad de la contienda bélica contribuye a democratizar la condición del héroe, porque el poder ha ido cambiando de manos, y tanto Vasili Zaitsev, un pastor de los Urales, como Audie Murphy, un chico pobre de Texas, se convierten en referencias heroicas para la URSS y los Estados Unidos respectivamente. 23
  • 24. Paralelamente, la historieta y el cine promueven al apogeo a personajes de ficción con poderes extraordinarios que volviendo al modelo homérico con artificios de modernidad forman una nueva categoría de héroes: los superhéroes. Y de alguna manera los límites de la realidad y la ficción se tornan luego algo difusos desde que Audie Murphy, el soldado más condecorado de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, protagoniza una película de guerra en la que se interpreta a sí mismo convirtiéndose en estrella de cine. Ese es un hecho paradigmático del cruce entre la realidad y la ficción, pero que reconoce el antecedente de William Frederick “Búfalo Bill” Cody, quien montó su propio espectáculo circense recreando los episodios del salvaje oeste que lo hicieron famoso. A la par de lo que ocurría en el mundo, siempre empañada por la tentación del sable que se manifestó en los golpes de Estado y la guerra fratricida que con intermitencias condujo al desenlace sangriento de los años de plomo en la década del 70, la República Argentina, tuvo empero, desde el arte, espacio para su propia cultura heroica manifestada en la historieta, el cine y la música. El ícono de la historieta argentina quedó encarnado en Patoruzú, el superhéroe local, creado en 1928 por Dante Quinterno y que adquirió una pronta representatividad de lo argentino. Así, Patoruzú fue, junto con dibujos camperos de Florencio Molina Campos, pintado en los aviones de los voluntarios argentinos descendientes de ingleses que se enlistaron en la RAF (la Real Fuerza Aérea británica) para combatir durante la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivientes de ese grupo de pilotos se ofrecieron luego, durante la Guerra de Malvinas, para integrar el Escuadrón Fénix de la Fuerza Aérea Argentina. Al margen de la pura ficción, el cine argentino dedicó un buen espacio a la honra de los héroes nacionales, lo que hace posible destacar, entre otras, películas como “El santo de la espada”, recreando la gesta sanmartiniana e incluyendo la muerte de Cabral; “Su mejor alumno” dedicada a la vida de Domingo Fidel Sarmiento” y “Más allá del sol” sobre Jorge Newbery. En 1982, la Guerra de Malvinas fue la circunstancia extraordinaria que volvió a dar al país héroes nacionales de neta raigambre militar. Muchas consideraciones pueden hacerse respecto a las causas y oportunidad en que se desató la guerra por Malvinas, lo mismo que sobre lo hecho en esos 74 días y lo que en consecuencia pasó después, pero entre los hechos innegables destaca el coraje, la bravura y el patriotismo de hombres que en el frente de batalla defendieron la dignidad nacional al límite e incluso más allá de sus posibilidades. Siempre es injusto que a igual entrega y con méritos semejantes algunos nombres sobresalgan con una luz más fuerte que la de otros, pero esos que toman –porque lo quiere la historia- la representatividad del conjunto son en definitiva los que impiden el olvido de todos para contar a las nuevas generaciones lo que hicieron por ellos. ENTRE MEMORIAS Y OLVIDOS La fama del héroe de guerra es la síntesis emblemática del hecho histórico que necesita la memoria para perdurar. No hay posibilidad de recordar todo. Ni la esmerada y casi 24
  • 25. utópica pretensión de Google de lograr sistematizar en la web toda la información útil del planeta puede revertir esa limitación. A veces sin prisa, pero siempre sin pausa, el tiempo tiende al olvido. Por ello el misterio casi nunca radica en la razón de los olvidos, que es lo corriente, sino en la persistencia de ciertos nombres. Que al paso de incontables generaciones, ya en otro mundo muy distinto, Aquiles siga siendo Aquiles, el héroe, es cosa de maravillarse. En los tiempos modernos la imposibilidad de mantener en la memoria colectiva el registro completo y perdurable de los hombres que participaron en contiendas bélicas, algunas de dimensiones extraordinarias e inéditas en cuanto a demostrar la capacidad humana para generar destrucción, han dado lugar a un culto emparentado con el heroísmo, pero mucho más amplio en su concepto, a través de la figura anónima del soldado desconocido. El soldado desconocido merece el mismo respeto que el héroe, pero mientras el héroe es admirado y tomado como el ejemplo de lo mejor entre los mejores, el soldado desconocido es la representación de todos; incluye tanto a los valientes como a los cobardes, al esforzado como al que eludió responsabilidades, al voluntario como al obligado, al convencido como al dubitativo, al que buscó estar ahí como al que no tuvo más remedio que estar ahí, al cuerdo y al demente, al honesto y al vil, al abnegado y al ventajero, al que pasó sin pena ni gloria, como al de las penas y al de la gloria. El soldado desconocido simboliza el drama mismo de la guerra, es todos y ninguno. Se lo imagina a la altura de los héroes, pero eso no es más que la primera mirada conforme al deseo del idealismo. Su figura, en rigor de verdad, es abarcativa del completo universo humano que envuelve el Dios Marte cuando al grito de guerra los hombres se matan. Así contempla tanto la virtud como la miseria, extremos a los que la guerra empuja la conducta humana, y sin dejar de elogiar el valor tiende un manto de piadosa comprensión a los que no tuvieron lo necesario para afrontar el miedo. ¿Quién, sin haber pisado jamás el frente de batalla, puede reprochar esa debilidad? El desertor que huye para no volver, igual que el “buen cobarde” –aquel que huye, y avergonzado vuelve para terminar huyendo una y otra vez, porque está fuera de sus capacidades poder templar el ánimo durante el combate-, también son respetados en el esqueleto sin nombre tomado del frente y que sólo excluye de su alma, obviamente, al traidor. Huelga decir que no existe el soldado desconocido como tal, todo hombre que parte al frente tiene una vida, por ende nombre y una historia personal conocida por otros, ya su familia, sus amigos o en última instancia sus camaradas de armas. Del mismo modo no existe el héroe nacido tal, uno y otro son construcciones de ribetes ficticios que ensaya la memoria colectiva para preservar el registro de los hechos históricos, lo real es la persona, el hijo, el hermano, el padre, el amigo, el amante, el camarada y el sinfín de roles posibles en las relaciones humanas. La incertidumbre respecto a la identidad y méritos del soldado desconocido es el reverso opaco de una moneda en cuya cara brillante se ubica el héroe sobresaliente, ese individuo determinado cuyo hacer hazañoso indica el ideal al que se supone deben aspirar todos quienes pueden verse en similares circunstancias. En el servicio a la memoria, empero, no hay diferencia alguna entre uno y otro, ambos se significan potenciándose mutuamente. 25
  • 26. Breve en su duración, relativamente acotada a un teatro de operaciones determinado, clásica en cuanto a la identidad regular de los ejércitos enfrentados, intensa en la ferocidad de los combates y prolífica en historias individuales de abnegación, coraje y sacrificio, con las grandezas y bajezas que afloran en todas la guerras, la Guerra de Malvinas conmocionó a la sociedad argentina modificando notoriamente el curso de su historia. La derrota representó un severo llamado de atención sobre la pérdida de la institucionalidad republicana. Desde el Golpe de 1930, -y aún antes en la tradición bárbara de hacer política blandiendo espadas, cosa que afloró en motines, revoluciones y sublevaciones varias desde mediados del Siglo XIX-, progresivamente se fue desvirtuando el rol del instrumento militar, mismo que se había afianzado institucionalmente luego de la Guerra del Paraguay. Alimentada por la indiferencia ciudadana, la incapacidad de las clases dirigentes y el acostumbramiento a la relatividad del imperio de la ley, golpe tras golpe se instaló una suerte de constitución real y no escrita que determinaba la resolución prepotente de los conflictos políticos legitimando como sistema el imperio de la fuerza. Así, sobre el desprecio a la tolerancia y el consenso, la sociedad argentina hizo que la herramienta militar se fuera degradando, alejándose de su misión principal al punto que la carrera del oficial se acortó de hecho manteniendo la profesionalidad hasta la jerarquía del teniente coronel y sus similares de Marina y Fuerza Aérea. Luego de esa instancia –y al margen de las honrosas excepciones- los mandos superiores actuaban con vocación y ambición política, convirtiéndose en la peor clase de políticos, es decir aquellos que no necesitan de los votos de sus conciudadanos para acceder al poder. Esa mutilación de la carrera militar no es un dato menor. Cuando se piensa en la génesis, desarrollo y conclusión de la Guerra de Malvinas es posible advertir que se trató de un conflicto llevado hasta las últimas instancias sin el debido planeamiento estratégico, cuyo peso fue sobrellevado a duras penas en el campo de batalla por los mandos medios que tenían responsabilidades tácticas y que, todavía, seguían siendo militares. La capacidad del planteo estratégico como previsión de la acción es algo que no brota mágicamente ni depende de algún providencial iluminado, sino que se genera en la continuidad coherente de las políticas de Estado. La República Argentina, con la endeblez de sus instituciones, no estaba en condiciones de ofrecer a sus combatientes el respaldo más conveniente, que en este tipo de acciones es un marco teórico consolidado por la práctica. Las falencias en tal sentido han sido evidentes desde que la improvisación fue la constante. El estudio de una hipótesis de conflicto no se agota en el paso inmediato, como en un juego de ajedrez se requiere contemplar la probable evolución en el corto, mediano y largo plazo, con el mayor número de variantes para que ningún esfuerzo resulte en vano. Una vez materializada la reconquista, desplegadas sobre el terreno sin un plan preciso -y muchas veces incoherente- las tropas argentinas quedaron muy tempranamente en desventaja; y aún así, casi en el abandono, faltos de logística y por ende de medios materiales, los nuestros ofrecieron una resistencia mayor a sus posibilidades. De todos los libros que se han escrito sobre la Guerra de Malvinas, hay dos que son estrictamente indispensables por su valor testimonial para comprender las diferentes situaciones que vivieron los combatientes argentinos: “Desde el frente34” y “El combate de Goose Green35”. 26
  • 27. “Desde el frente”, escrito por el contraalmirante Carlos Robacio y el suboficial mayor Jorge Hernández, da cuenta de lo actuado por el Batallón de Infantería de Marina 5 (BIM 5) –que comandó Robacio-, unidad con asiento en la Provincia de Tierra del Fuego, preparada para combatir en un terreno y clima riguroso como el de las Islas Malvinas que logró desempeñarse notablemente sosteniendo el combate hasta el final, sin acatar, por tres veces, la orden de rendición emanada de Puerto Argentino y que ya aceptado el desenlace se replegó gallardamente, marchando en forma ordenada y con la cabeza bien alta. Consecuentemente, el BIM 5 fue condecorado por la Nación Argentina con la medalla “Honor al valor en combate” por “evidenciar durante el desarrollo de todas las operaciones una conducta agresiva, al combatir en primera instancia en la posición asignada, logrando el rechazo de varios ataques enemigos con considerables bajas, y en segunda instancia, reaccionar ofensivamente para detener el avance de fuerzas muy superiores. Combatir varias horas después de haberse ordenado la rendición y replegarse en forma ordenada, previa destrucción de las armas que debían ser dejadas en el terreno36”. “El combate de Goose Green”, escrito por el teniente coronel Italo Ángel Piaggi, revela los padecimientos de su Regimiento, el 12 de Infantería de Ejército “General Arenales”, con asiento en la Provincia de Corrientes, que sin estar preparado para combatir en territorio insular y austral, con parte de sus soldados faltos de instrucción, fue movilizado desde la mesopotamia al sur patagónico, primero para reforzar los controles del litoral marítimo, luego, cambio de órdenes mediante, desplazado a zona de frontera con Chile y finalmente, sobre la marcha, vía aérea enviado a Malvinas con el equipo mínimo que portaba cada hombre. Nunca le llegó a las Islas el material pesado que iba a ser transportado en el buque “Córdoba”. Ya en Malvinas los hombres del 12 de Infantería, integrando la Fuerza de Tareas Mercedes, ocuparon con esfuerzo la porción de terreno de Darwin – Ganso Verde que les fue encomendada proteger, y cuando estuvieron posicionados desde Puerto Argentino, indolentemente, les ordenaron reposicionarse ampliando su perímetro. Darwin – Ganso Verde cayó en poder del invasor inglés el 29 de mayo de 1982, 24 horas después de lo previsto por los mandos ingleses al iniciar el ataque. En la lectura de ambos libros, contrastando las distintas realidades de una y otra unidad de batalla, se percibe claramente la orfandad estratégica en común; carencia que dejó el mayor peso de la defensa librada a la responsabilidad de los niveles tácticos aferrados al terreno. Y en esa instancia, con la suerte de la guerra prácticamente decidida de antemano, el factor humano cobró preponderancia dejando al descubierto el corazón de cada hombre. Para entonces las incursiones de los pilotos argentinos sobre la flota inglesa habían hecho que la navegación hasta las Islas no fuera un paseo. Una vez desembarcados los invasores, la intensidad del combate terrestre -sostenido exclusivamente desde la determinación y el valor por parte de la tropa empeñada en la defensa- hizo añicos la ilusión británica de que aquella campaña pudiera ser un picnic. Hay quienes pueden pensar que al fin de cuentas derrotas son derrotas y que ninguna diferencia hace la mayor o menor cantidad de sangre derramada, considerando vano que se haya opuesto resistencia a fuerzas superiores. Sin embargo, resulta un interesante ejercicio de historia contrafáctica pensar qué hubiera ocurrido en la República Argentina si la Guerra de Malvinas se hubiese perdido en total deshonra, al mero humo de unos cuantos cañonazos, sin hundir un barco, sin derribo de aviones y sin haber combatido encarnizadamente en la instancia crucial del cuerpo a cuerpo. 27
  • 28. Posiblemente una derrota desprovista de honor, en condiciones de indigna y generalizada cobardía no hubiera derivado en la salida rápida y relativamente ordenada hacia la democracia que experimentamos entre el 14 de junio de 1982 y el 10 de diciembre de 1983, sino que hubiese sumido al país en un estado de anarquía y barbarie de consecuencias imponderables. El valor de los combatientes obró como sostén moral de la Argentina, porque nadie pudo alardear de duro planteando que puesto en el lugar de ellos lo hubiera hecho mejor. Nuestra democracia, mal que les pese a algunos, no es la amarga hija de la derrota ni mérito de Gran Bretaña como ha sostenido Margaret Tatcher. Es hija de ese sostén moral que resultó ser el coraje ofrendado a la dignidad de la Patria por combatientes que abandonados en el frente opusieron una resistencia inaudita. Sobre ese coraje, preservando con orgullo el espíritu de Nación, nuestro retorno definitivo a la vida democrática fue la mejor opción al haberse agotado el modo de vida pública que se venía malformando en la deformidad desde 1930; y así como la victoria en la Guerra del Paraguay consolidó al Ejército Argentino contribuyendo a la fortaleza de las instituciones, la Guerra de Malvinas impuso en la derrota la necesidad de volver las Fuerzas Armadas a su rol específico. Ese reclamo decretó el fin del golpismo y el retorno al imperio de la Constitución Nacional. Todas las sociedades medianamente civilizadas toman nota de las lecciones de la historia para corregir sus rumbos cuando pagan con sangre el costo de sus errores; la sociedad argentina no fue la excepción, aunque no haya sacado total provecho de aquella experiencia. Los jóvenes oficiales de las Fuerzas Armadas, tanto quienes combatieron en Malvinas como los que permanecieron en el territorio continental, se sintieron traicionados ante la palmaria impericia de los altos mandos, y sin ese sustento no era posible prolongar el gobierno militar. Ellos querían seguir siendo soldados, para no convertirse en lo que se habían transformado los jerarcas del llamado Proceso de Reorganización Nacional. Ningún otro desatino de ese gobierno de facto había logrado conmover tan hondamente a la enorme mayoría de la sociedad argentina. Defraudado, el mismo pueblo que recibió con alivio al golpe de Estado de 1976 y que también, masivamente, entendió la recuperación de las Islas Malvinas como la gesta nacional que debía ser, retrajo su apoyo a lo que se había impuesto por décadas como una suerte de constitución real del país y reclamó reimplantar la supremacía de la Constitución Nacional, que hasta entonces era puro formalismo. El peso de los jóvenes oficiales en ese cambio de rumbo no se hizo sentir en forma organizada a través de logias o agrupaciones que activaran conspirativamente como tantas veces antaño ocurrió, ni fue producto de un estado deliberativo abierto y desafiante, se trató en cambio de una impresión generalizada, de una convicción certera impulsada con humildad por quienes volvieron del frente, ya que trazando otro paralelo con los guerreros del Paraguay, los veteranos de Malvinas no reclamaron nada para sí. Subyace en esa humildad el culto al heroísmo y el especial respeto que merecen los muertos por la Patria. Acorde a esa línea de pensamiento, Mariano Grondona supo explicar, con razón, que el significado de la Guerra de Malvinas trasciende a quienes fueron sus conductores, apuntando que desde las tumbas que quedaron en Malvinas “proviene un mensaje exigente. Una deuda. Una citación. Desde ellas, la Patria llama”. El clamor de esas 28