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El gran silencio
Prólogo
Desafiando el mandato de reclusión forzada, en un día soleado, Fabiàn Frambuesa, paseaba por
las calles del barrio. Saludó a don Josías Melo, el vigilante. Dedicaron algunos minutos a conversar
acerca de la situación que ha cruzado todas las actividades. Fabiàn, le diría que, en su familia,
estaban viviendo la cuarentena con cierta zozobra. Papá y mamà no han podido trabajar; ya que
eran vendedores de mercancías de casa en casa. Y, por el hecho mismo de las restricciones,
tendrán que quedarse en casa. Por lo mismo he estado muy preocupado. Ya que el mayor de los
hijos soy yo. Mi hermanita apenas tiene cinco años. Hemos tratado de no desesperarnos; pero la
realidad hay que vivirla. Si no hay trabajo no vamos a poder pagar el arrendamiento de la casa, ni
los servicios públicos. Para la comida, nos ha ayudado mi abuela Ernestina que es pensionada.
Y, asì, todos y todas en el barrio tenemos inmensas dificultades. Pero, nuestra esperanza està
centrada en que, podamos superar la situación de riesgo que estamos viviendo… Cada uno siguió
su camino, con la melancolía propia de quienes vivimos la vida en incertidumbre, en este tiempo
aciago.
Pasaje uno
No habìa pasado mucho tiempo. Éramos como sujetos levantando vuelo. En este universo de
opciones que se va achicando cada vez màs. De antemano habìa apostado a que los
condicionantes se harían cada vez màs exigentes. En lo que tiene que ver con nuestra vida
embolatada. Cada paso, como expresión tardía de nuestras ilusiones. Todo, al menos en mí, daba
vueltas sin esperanza.
Desde cada punto de mira, siempre veríamos como se posicionaba la soledad. En donde cada uno
y cada una, deslizábamos las palabras. Tan solo nos quedaban aquellas aprendidas antes de la
reclusión impuesta. Al menos yo, sentiría vagar las sombras de lo que antes era la cotidianidad
libertaria. Cuando, en las calles, se veía transitar a quienes constituían la base para las
realizaciones en el barrio. Y, la ciudad, la veríamos como la suma de las andanzas. En veces
poseídas por el talante efímero de aquellos y aquellas que hacían de cada día, la posibilidad de
entender el horizonte como proclama pensada y dicha. Con el agobio de las afugias. Pero que, en
verdad, eran algo asì como latentes variantes para entender lo que éramos antes de sentir en
nuestros cuerpos la puya hiriente.
Joselo Arbeláez, me diría ese día antes de caer prisioneros del tiempo y de la memoria empozada.
“Lo que pasa Heliodoro es que no he podido resarcirme del sueño doliente que tuve el día antes
de sentir el asedio de lo que iría a pasar la mañana siguiente. Cuando las bestias acezaban encima
de mi cabeza, de por sí, abotonada al recuerdo del tiempo que fuera antes refugio de la memoria
para quienes transitaban al lado del fuego hechizo del pasado cercano. Como reviviendo nostalgias
pasadas.
Ana Lucìa, la dueña de las cosas simples en nuestro barrio; habría entendido la dimensión de lo
que sentíamos como pálpito apenas, una noche en casa de quienes ejercían como veedores de
las ilusiones. Como tratando de exponer, en palabras ciertas, lo que podría suceder el día en que
se extendiera la maldición impuesta y que iría abarcando toda la geografía de la tierra. Como si
hubieran percibido el dolor exacerbado. La niña Anita, como acostumbraba a llamarla su madre
Eliana Esperanza, habìa entrado en el terreno de las percepciones premonitorias. Soñaba a la luz
de las luciérnagas. Cada noche, en medio de las alegorías impávidas, se sumergía en la volatilidad
del tiempo. Deslizándose en cada paso embriagado de alucinaciones propias de la penumbra
primera, recién cerraba los ojos. Y que, decía Eliana, ella sentía el fragor de los hechos que iban
sucediendo, desde su cuarto. Y que, eludiendo sus propios sueños, escuchaba la hilatura de las
palabras construidas por su hija. Que, una de esas noches lluviosas de octubre, Anita empezó a
dejar fluir esos hechos. Tal vez, interpretándolos. O, simplemente, expresándolos como se
presentaban. “…que estaba en ciudad Vigoya, cuando aparecieron, en enjambres vidriosos,
volcánicos, ciertos animalitos en veloz vuelo. Y que, como en danza ardiente, penetraban todo el
entorno. Las niñas, esas niñas tan ciertas en la alegría andante, empezarían a sentir, como fuego
hiriente, cada punzada en sus cuerpos. Yendo y viniendo, como si cada paso fuera una exhibición
de dolor insensato, Viendo que cada día serìa màs incierto que el de ayer. Y navegaba entre luces
inciertas. En una premura de tiempo que no era el suyo. Volviera sobre si misma para entender lo
que habìa pasado antes de su sueño intranquilo. Estuvo recorriendo la vida antes de empezar a
vivirla. Cuando, en la prisión de su hora, sentía que los pasos se hundían en tierra liviana,
apeñuscada, áspera. Viendo como corrían los días. Como irían apareciendo los animalitos, ahora
tornasolados. Ya casi convertidos en feroces cenizas ardientes. Y lo viera entrar a su cuarto.
Orientados por su respiración. Penetrándola, recorriendo todos su cuerpo. Ella, la bella Anita,
azorada. Empezaría la fiebre. Insoportable calor. Sentía que sus pulmones estaban preparados
para tanta dolencia. Su respiración en tinieblas. Como las que viera desde niña, cuando el sofoco
en las madrugadas hablaban de los bazos de su madre. Y viera al padre depositando dos besos en
su ardiente mejilla. Y soñando que soñando que soñaba, se irìa debilitando su cuerpo. Hasta el
extremo de sentirse avasallada, casi absorbida por el canto de los animalitos que viera en su
primer sueño.
No podría recordar nada de lo expuesto en su habitual memoria perdida. Ya, Anita, estaba
perpleja. Al ver a su madre que la seguía con su mirada. Se levantó y fue hasta la mesita de
noche. Hurgaría en su bolso. Buscando no sabría qué. Pero empecinada en tratar de encontrar los
animalitos que viera en sucesivos sueños. Sus pulmones tratando de nivelar sus pulsiones. Y dolía
ese proceso. Como punzadas aviesas, sentida en cualquier lugar. Tratando de recordar dolencias
habidas antes. Ella al lado de su madre. Su madre tratando de aclimatar con compresas de agua
helada. Y la niña Anita sufriendo, ella sola sus dolores. Y le diría a Eliana que lo suyo no pasaría
nunca. Que, esas picadas molestas, estarían con ella hasta su muerte.
Empezaría otro día, el día mismo que empezó a sentir los animalitos en su piel. Salió a la calle,
una mañana en que no estaba mamà Eliana. Fue hasta la casa de Estrellita, su amiga. Tocó la
puerta. No sentía ningún ruido. Cosa rara, ya que, al menos Prudencio, el perrito amado por
Estrellita, ya tendría que haber ladrado. Ajustó su oído. Pero nada…Daría la vuelta tratando de
entrar por el solarcito que ella y Estrellita, habían sentido durante tanto tiempo. Con las voces de
los pájaros viajeros que se detenía allí, para descansar de su vuelo mágico. La puerta de la cocina
estaba abierta. Entró. Pasó el corredor benévolo que habìa acunado sus voces. Pero sin señal de
vida propia, actual. Escucharía una vocecita casi apagada, casi imperceptible. En la cama yacían
Estrellita y su mamà Ángelus Bibiana. Retorcían sus cuerpos como si estuviera aguijoneada por
abejas furiosas. Cuerpos en puro fuego enfermizo. El ahogo era como instancia de vida que se
extinguía. Justo, cuando Anita tomaba las manos de las dos mujeres; éstas, entraron en puro
desvarío inquieto, puntudo. Hablaban al mismo tiempo. Alucinaciones envolventes, Palabras, en
veces, sin sentido. “lo que somos y seremos será, apenas, enervantes emociones impropias. Lo
que será de nosotras es posible que sea lo mismo que nuestros sueños han mostrado. Hemos
visto como mueren las gentes aprisionadas por el férreo abrazo de dolor no conocido. Hemos visto
pasar el viento. Llevando multitud de cenizas vivas que lo azotaban. Hemos visto como este viento
nuestro cruzaba los océanos. Llevando en si mismo escoriaciones irreverentes ante la vida, Como
si estuvieran envalentonadas. Como si no quisieran entender que los cuerpos vivos, anhelantes
tienen derecho a vivir oír si mismos. En esta tierra que ha dado la vida, Por lo mismo que ella es
vida en si.
Las dos mujeres morirían de manera simultánea, apretando las manos de Anita. Y ella saldría al
solar, Viera que el enjambre de animalitos, salían del cuarto de Estrellita y Ángelus Bibiana. Y se
perderían en el horizonte. Azotando todo a su paso,
Al volver a casa, Anita, buscaría a mamà Eliana. Abrazándola con toda su fuerza disponible. Tal
vez sin saber que en su abrazo se le iría la vida a mamà Eliana. Desesperada, Anita, saldría
corriendo por las calles del barrio, hasta instalarse en casa de Pedronela Martínez- La niña ciega
que ha estado por siempre viviendo en la obscuridad infinita. Pedronela estaba mirando la negrura
de su entorno. Sentada en la sillita heredada del abuelo Santiago. Estaba hablando con ella
misma. “cuánto recuerdo a mi madre. Cuando nací, ella estaba viviendo su ceguera. Su mundo era
inmenso, a pesar de la obscuridad que la asediaba. De infinita ternura. Me contaba cuentos de la
vida cotidiana. Muchos los habìa aprendido, soñando con la vida y conmigo. Ella me diría siempre:
creo que la razón de vivir eres tú. Te conocí desde que, al quedar ciega, dedicaría todas mis
acciones, mis sueños y mis ilusiones serán para la hijita que tanto deseo y que comprometiera a
Marcelino a tenerme. Para que esto sea una realidad. Mi amado Marcelino, también investido de
ceguera, siempre me hablaba de ti. Que te habìa visto en sus sueños. El día que estuvimos, me
haría sentir lo que es placer. Susurrándome al oído las palabras mágicas de la luna, lunita.
Palabras que habìa elaborado para mí y para ti. Bellas como bella fuiste tú al nacer. Todavía las
recuerdo. Letra por letra. Haríamos el pacto de las ilusiones. Que cuando él muriera, mi esfuerzo
primero serìa enmarcar esas palabras. Ya, ahora que se nos ha ido, Como odio esos animalitos
que entraron a nuestro cuarto. Y como empezaría a sentir que se iba yendo. Con esa fiebre
agresiva. Y su respiración apenas la percibía. Ese dolor inmenso cuando, al despertar, mi
Marcelino ya no respiraba. Sus ojos, a pesar de que nunca habían visto la vida en físico, me los
imaginaba llenos de ternura.
Luna, que lunita amada. Luna de la esperanza, ansiosa. Girando al vuelo invertido. Esa otra cara
indefensa. Lóbrega, fría. Lunita que juegas en los sueños, con Rafaela. Y con Constanza. Y con
Evita lavandera mía. Espacio obscuro. Metido en la lejura de los años luz. Lunita que vas y vienes.
En los sueños de todos y todas. Lunita, he ensayado mil formas para llegar a ti. Una de ellas en
vuelo herético, ajeno al Sol. Otra en pasos adormilados. Como decantando cada metro y cada
segundo. Luna, lunita mágica. Que haces mover los mares todos. Lunita de imantación manifiesta,
nítida.
Te conocí en otro tiempo. Cuando recién fundabas tu territorio. Cuando, sin llamarte, entonces,
Luna. Ya conocía tu brillo, hermoso. Pero, en veces, frío. Como soliloquio seco, punzante. De tu
palabra se hicieron las notas iniciáticas. De tiempo. De condensaciones fascinantes. Siendo tú,
Lunita que Lunita sola. De tu tiempo, en el origen de lo que eres; se conoció ya tarde. Cuando
Planeta Tierra se contagió de todos los fuegos. Cuando, esta Tierra belicosa; fuera centrándose en
puro equilibrio de fuerzas. Y hasta ahora no dominadas. Y ese dolor de muerte que empezaría el
recorrido. Punzantes enemigos milésimos atosigantes.
Y si que, en puro escape de líneas apresuradas, heterogéneas. Te hiciste reflejo de Sol potente.
Alumbrando lo que llegó a ser tu propia prisión. Imantación, para ti, en veces lúgubre. Casi
siempre desolado. Y, en esto de andar, buscándote; volaron todos mis imaginarios. Extraviados.
Casi truculentos. Siendo lo mío, puro discurso acuoso. Sonámbulo. Vertiginoso.
Luna, Lunita. Pletórico cuerpo. Derrochas imágenes, en tu cuerpo suturados. Cuerpo satelital
embriagante. Surtidor de ideas para poetas y poetisas. Cuerpo lunario profanado. Cuando te
hirieron tu inocente arena. Cuerpo no solapado. Luna, Lunita agraviada. Por todos los visores que
te siguen en tus movimientos. Cuerpo que ha sido matematizado. En hechura de postulados de la
física, buscona.
Y, siguiendo tu huella, casi fija, he ido midiendo mi pulsión. Desde acá. Desde cualquier sitio.
Embelesado sujeto, yo. Simple andante que te mira. Con la nostalgia engalanada. Tratando de
preguntarte acerca de los orígenes. En toda explosión potente. Como sujeto, yo, de inequívoca
admiración. Como queriendo llegar a ti. Luna, Lunita hermosa. Cuerpo de brillo lechoso, Como
nuestra Vía Láctea. Que te retiene, a través de todos los vuelos y de todos los cuerpos. Y de todas
las posiciones ya calculadas.
Luna, Lunita. De locomoción exacta. Cómplice de todos los cálculos realizados, sin contar contigo.
De eclipses lunarios. De eclipses en relación a tu dueño mayor, el Sol. Como en coloquio no
efímero; te han cantado y cantan: luna lunita, cascabelera; Lunita de octubre; la Luna lunita
naciente. Luna Lunita en cuentos de hadas. En los juegos y las voces alegres de niños y niñas.
Luna de los tiempos. Cuerpo, soñado hechizo durmiente. Luna, lunita. Fémina convocante. Cuerpo
que quisieran hacer suyo, Mercurio, con sus soledades. Con el calor ardiente en día. Y con soledad
fría, en sus noches. Cuerpo fèmino que te ansía el planeta Venus. De por sí, el mismo, dador de
nombres en la Tierra. Luna, Lunita de ti enamorado el coloso Marte, a pesar de ser suyas Phobos
y Deimos. Europa y las otras lunas de Júpiter te envidian; por lo mismo que eres inspiración
inmediata. Luna, Lunita nuestra. Más bella que Dionea, Pandora y Tetis, que imanta el potente
Saturno. Luna, Lunita. Fémina. Cuerpo más bello que Ariel, Belinda y Bianca, lunas del casi yerto
Urano. Lunita nuestra, imaginario más potente que Despina, Galatea y Larissa algunas de las
Lunas del lejano Neptuno. Ni Charon, Nix o Hydra, Lunas del enano Plutón, se atreven a viajar
para competir contigo. Lo mismo que Namaka e Hriaka. Que circundan al extraño y lejano
Haumea. Dysnomia, fría y serena, que retiene Eris; creo que ni podrían llegar a conocerte...En fin
que, Lunita de mis pesares y alegrías, te amo por lo que eres. Puro cuerpo celeste mágico,
embriagante; embrujador..
Pasaje Dos
Anita, en puro engarce de esperanza, viera morir a mamà Eliana. En el barrio, los animalitos
estaban entrando a todas las casas. Ya no habría lugar para los abrazos. Todos y todas
empezarían a vivir el encierro. Cada paso era ya como un incierto homenaje a lo que fuera el
jolgorio de todos los días. Mensajes que nos diría “de ahora en adelante cada quien será cada
quietud. Todo el territorio està saturado por los animalitos perversos que han desatado una guerra
en contra de nuestros cuerpos. Ya no seremos lo que hubiéramos querido ser. Todo cambiarà.Las
voces oficiales habían establecido que, “por tiempo indefinido, todos y todas a quedarse en sus
casas. Prohibido decir ¡feliz cumpleaños¡. Las reuniones de amigos y amigas deben cesar. ¡Que
nadie visite a nadie. El amor y las ilusiones serán, a partir de ahora, simples expresiones de
miradas furtivas. Que nadie vuelva a sus trabajos. Que los vendedores y vendedoras de rosas y de
caramelos y de cebollas y de tomates…etc.; serán desalojados de las calles. Ya nadie podrá cantar
serenatas en las noches. Los enamorados y las enamoradas, no podrán decirse las palabras
embriagantes, de ternura. Prohibido arrullar a los bebes y las bebes. Prohibidos los sueños en los
cuales estén cogidos de las manos. Prohibidas la frase “si no trabajas no comes”.
Y Anita no viera a Estrellita entre las niñas que llevaban las banderitas del olvido, siguiendo la
huella doliente de las hijas de mamà Ruperta. En la noche habían entrado a su casa los animalitos
nefastos. Llamaban Esther Luna, Miosotis Andrea y Lizhet Alicia. Todas de amplio espectro como
dadoras de alegrías. Iluminaban el ambiente familiar. A pesar que mamà Ruperta cerró todas las
puertas y ventanas y colocó sellantes en las ventanas; entraron en medianoche. Y ya no habría
ninguna posibilidad d arroparlas con el manto de las ilusiones.
Al preguntar por Estrellita, todos y todas entonarían el himno de la querencia. “Que no te veo.
Que no estás me dijeron. Una a una se perdieron las flores de la esperanza; cuando enfermaste
Estrellita, niña buena, niña linda que volaste con el viento a tu lado, niña buena hacia lontananza.
Y, entonces, Anita iría hasta barrio Loreto. Tratando de localizar a Bruno Nivia. Su primer
noviecito. Por el camino encontraría a los gendarmes que le decían “para dónde vas niña linda.
Salir no se puede. Todos y todas deben quedar en casa..” “…iré hasta la casa de Bruno, Brunito,
para saber porque està tan perdido…” “…No lo busques màs Anita niña hermosa; él y su mamà
Esperanza murieron ayer de mañana”.
Y la intrépida Ana saldría, a la mañana siguiente, para barrio Pacciolo. Allí, en una de las casas
más bonitas de tejas color rojo, puertas color verde y ventanas color azul; vivía. Ámbar y Celeste
vivían allí, en casa de la abuela Judith. Papá y mamà habían muerto la semana anterior, por
cuenta de los animalitos odiosos. Se le metieron a la casa, por debajo de la puerta. Ellos dos
quedarían solos. En esa soledad que duele y que la amargura se empezaba a sentir en las calles
vacías. Además que, ellos por sí solos, no podrían comer. Solo estaba la casita. A obscuras, sin
acueducto. Mamà Ismenia y papá Ar a causa de los animalitos perdularios. Anita se acercaría a la
cama, pues ellos no podían, siquiera levantarse. Y conversarían, todo el tiempo, de lo que estaba
pasando en los barrios y la ciudad. De cómo habían ido muriendo los vecinos y vecinas que,
otrora, eran alegres y bulliciosos. Con ese amor por la vida que, difícilmente, tendrían parangón.
Sus voces se fueron yendo…
Saldría, Anita, a la calle. El cielo encapotado. Como si sintiera la muerte…que se iba replicando a
cada cuadra; a cada barrio. Decidiría visitar a Doña Josefina y a don Rogelio. De mucho tiempo
atrás habían llegado a barrio Palo. Tuvieron una hija. A la que llamaron Génesis Alegría. Muy
estudiosa y solidaria. Cuando llegó, fue recibida con mucha tristeza. “Génesis murió la semana
pasada. Por falta de apoyo oficial para levantar el cuerpo, la tuvimos siete días, tirada ahí en la
camita en que dormía. “Siempre te recordaba. Preguntaba por ti…en verdad nunca supimos,
Josefina y yo, la causa de tu ausencia…pero, de todas maneras, para ella fuiste la amiga del
alma…”
Y en esa condición de niña afable y solidaria, Anita, haría otro vuelo profundo. Esta vez llegaría
hasta los barrios Mapuche y Risaralda. Situados en una de las zonas más deprimidas de la ciudad.
Allegando el recurso de la esperanza. En Mapuche vivía doña Helena Sanjuán, madre de Jacinto
Valbuena, un chico que habìa conocido en una de las jornadas de alfabetización que ella y otras
tres compañeras alumnas del colegio Buriticà. Jacinto destacaba por su gran capacidad para
realizar escritos a partir de las vivencias cotidianas en su barrio. Su papá murió cuando él tenía
cuatro años. Con mamà Helena emprendería jornadas de mucha penuria. Fundamentalmente, en
lo relacionado con encontrar vivienda y la manutención. Doña Helena, encontraría un trabajito
como interna en una casa de familia. Lo poco que gana tiene que alcanzar para esas necesidades
fundamentales. Anita, encontraría solo a Jacinto. Siempre tendría que ser así; ya que mamà
trabajaba hasta las siete de la noche. Conversaron largo rato. Recordando lo pasado. Anécdotas
de mucha fruición. Como cuando hicieron un paseo hasta Charco Pupiales. Cuando todos y todas
entraban al agua al compás de las rondas y canciones aprendidas de tiempo atrás. Muchas de
ellas alusivas a la vida en familia. Le solicité que me acompañara hasta barrio Risaralda para
visitar Girlesa. Fuimos caminando. Eran diez cuadras. Nos encontramos con Gudiela Tamayo. Una
niña que habíamos conocido en la escuelita donde yo era maestra. La percibimos muy triste. Y, en
verdad, lo estaba. Ya que Girlesa habìa muerto el día anterior, en el hospital Santa Gertrudis. A su
casa habían llegado los animalitos perversos. No solo Girlesa, también las dos tías que vivían con
ellas. Los vecinos y vecinas del barrio entraron en pánico. Inclusive, algunas personas, apedrearon
la casita. Habían tenido que salir protegidas por los paramédicos quienes las llevaron en
ambulancia. Una de las tías, doña Irene, Quedarìa en cuidados intensivos. La otra, doña Eugenia,
habìa sido trasladada a un albergue provisional en barrio Gerona.
Cuando llegó mamà Helena, encontraría a Anita y Jacinto, tomando un poco de aguapanela. “…¿
cómo estás Anita?. Mucho tiempo sin verte. Jacintico y yo hemos preguntado por tì a la señora
Martina…¿la recuerdas?...la mamà de Gudielita. Pero ella tampoco sabía de ti. “. Helena invitaría a
Anita para que se quedara con ella y Jacinto hasta el día siguiente. Prepararon la cena. Sopa de
caracoles, arroz y huevo frito. Conversarían hasta que las venció en el sueño. Muchas cosas
recordarían. Todo alrededor de la crisis en el país y en el mundo.
Anita despertaría ya entrado el día. Helena le habìa dejado una nota en la mesita de la cocina.
“…Anita, desperté bien temprano, como es mi costumbre, ya que debo estar en casa de la patrona
a las seis de la mañana. Preparé chocolate. El pan està en el gabinete de la cocina. Ojala pudieras
quedarte màs tiempo…”
Jacinto despertaría casi a las diez de la mañana. Ya Anita habìa ordenado el cuarto de mamà
Helena. Además habìa cocinado garbanzos y arroz para el almuerzo. Estuvieron hablando de todo.
Pero lo que màs atraía su interés, seguía siendo la situación desatada por la presencia de los
animalitos perversos. Cómo habìa cambiado la vida de todos y todas. Era como vivir en pesadilla
constante. Los lazos de amistad habían sido transformados. Cada quien miraba y sentía a cada
quien con profunda desconfianza. Era algo asì como sentir que los otros y las otras fueran
enemigos. Como temiendo el contagio. La sospecha de que alguien estaba contagiado por los
animalitos maliciosos, pasaría a ser una constante. El ser, en sí, habìa dejado de representar la
condición humana individual y colectiva; para pasar a ser sujeto o sujeta de peligro. Todo habìa
cambiado y seguiría cambiando. Las voces y acciones oficiales pasarían a ser orientaciones
relacionadas con el mal que nos aqueja. Precisamente, esta mañana, se conocerían nuevas
limitaciones para estar en la calle. En los barrios y en el centro de las ciudades, la soledad
empezaría a ser común denominador. La situación se tornaría mucho màs dramática. Los
trabajadores y las trabajadoras tendrían que estar en casa. Los oficios en la calle, estaban
prohibidos. La desesperanza era galopante. El hambre acosaría a los màs vulnerables. Un amargo
hechizo. Las ilusiones irían decayendo. Ya, lo inmediato, pasaría a ser agobio penetrante.
Casi al mediodía, Jacinto y Anita, decidirían salir a la calle, desafiando los mandatos oficiales.
Encontrarían a Juvenala Sofía. Una niña muy amiga de Helena y Jacinto. Estaba deshecha. Su
estado era de absoluta melancolía. Hablaron durante unos minutos. Llevaba, Juvenala Sofía, una
historia de mucho dolor. Habìa muerto un amigo muy cercano. Anita la instó a que la contara.
Juvenala, diría:
“…En eso de juntar vidas para, así, enfrentar la vida; he elaborado proclamas. Al desgaire.
Tratando de no caer en el síndrome del albur. Conchita era mi guía. Ella y yo con nueve años
cumplidos. En ese barrio legendario. Gerona y Loreto. Separados, en las palabras, parecen dos
sitios diferentes. Pero no, en ese Medellín de 1956, eran uno solo. Y traficábamos con el lenguaje.
En una hacedera de juegos y de refranes y de dichos. Inclusive nos aprendimos, en simultánea, la
jeringonza de Cosiaca. Y de sus decires en ella. Algo así como reír al vuelo. Pero, tal vez, lo más
importante entre ella y yo, tenía que ver con las miradas demoradas a la Luna. Tratando de
descifrar sus códigos. Ensayando interpretaciones. Construyendo nuestras leyendas. Y, esperando
siempre, la noche en que pudiéramos ver el otro lado de la Luna.. Lo imaginábamos escenario de
obscuridad. Pero, a la vez, de sitio para el recreo de brujas y demonios.
Fue así como fuimos yendo. De minutos tras minutos. Y de horas y de días. Todos los días
viéndome y viéndola. La espera al salir de la escuela. El afán para que llegara el domingo. Porque,
después de la misa solemne de las once de la mañana; distraíamos los instantes. Por ahí. Vagando
por esas calles empinadas de nuestro barrio. Y juntábamos las monedas recogidas entre semana.
Gozábamos lamiendo el algodón dulce, hecho ahí en las esquinas. Y las paletas que comprábamos
al señor del carrito. Cómo lo recuerdo. Le decíamos Cachuchita, en honor a que siempre llevaba
puesta una cachucha de cuero. Íbamos donde Hortensia Bustamante. ¡Qué cómplice de mujer, tan
bien puesta ¡
Y con ella bajábamos hasta Villa Hermosa. Largo trayecto ese. Y se nos pegaba Eusebio
Santacruz. El negro, le decíamos. Ya éramos cuatro. En todos los domingos. Yo cogía a Conchita
de la mano. Y el Negro la de Hortensia. De aquí para allá. Y de allá para cualquier lado.
Sin embargo, algo no andaba bien. Corriendo el tiempo, nuestro barrio amado, iba perdiendo la
fuerza y la convocatoria lúdica. Se nos fue yendo. Ya el horizonte no era el mismo. Empezamos la
tristeza. La sentíamos a flor de piel. Ya, las calles se tornaban como inhóspitas. Como si el
partidito de fútbol no constituyera lo que antes era. Es decir, la concentración de las miradas y de
los gritos. Cuando, cada cuadra, tenía su propia hinchada.
Y fuimos creciendo. Ya no era la escuela convocante. Para mí y para ella, el sitio de encuentro era
otro. Ya éramos grandecito yo. Grandecita ella. Nos fuimos distanciando, A fuerza de la
separación. Su familia consiguió casita propia en Buenos Aires, con un préstamo que la empresa
donde laboraba, le hizo a don Heliodoro. Valga decir que laboró casi treinta años. Mi familia y yo
nos quedamos. Pero Gerona-Loreto ya no era el mismo barrio que vivimos antes. Sin ella en la
calle. Sin sus ojazos negros en cada mirada; empecé a sentir que me ahogaba. Que el hálito de
vida mía, se iba desmoronando. Ya los domingos eran días sin el encanto que Conchita transmitía.
Me fui enfermando. De un dolor de cuerpo extraño. Y de un dolor de alma más punzante. No pude
volver al colegio (la Normal de Varones, en Villa Hermosa). Empecé a sentir y ver la tos, la fiebre y
un dolor interno no conocido por mí. Mamà Lucìa, siempre al lado mío.
Cierto día, un domingo, por cierto, no volví a abrir los ojos. Era una mañana absolutamente gris y
lluviosa. Ya, en la tarde, simplemente dejé de existir. Con ojos bien cerrados, alcancé a vivir el
imaginario de los ojos de la bella-amada-Conchita…”
Jacinto y Anita, quedaron conmovidos. Con razón la tristeza de Juvenala. La acompañaron hasta
su casa. En el camino encontrarían a la mamà de Martinica Buriticà. Estaba absorta. Como
mirando una luna perdida. Su llanto era silencioso. Como el de todas las madres que recuerdan a
sus hijos o hijas cuando estos o estas han partido al viaje sin regreso.
Envolvente, como remolino aventajado. Así era mi relación con ella. Martinica Buriticà. La había
conocido en un paseo que hicieron las dos familias. La de ella y la mía. Muy joven. Bonita. Pero,
ante todo, de una prudencia infinita. No había ningún obsoleto para sus palabras. Estudiante en La
Institución Educativa Policarpa Salavarrieta. Ahí no más en la esquinita que visitábamos mis
amigos y yo. Bien parada, en esos términos de ahora que denotan hermoso cuerpo y bonita cara.
Los dos nacimos en el mismo barrio. Jerónimo Luis Tejelo, al occidente de Medellín. Yo un poco
mayor que ella. Nos separaban tres años. Ahora, el veintiuno de julio, cumplirá quince añitos.
Empezamos a frecuentar el mismo lugar para el divertimento. La canchita de baloncesto que
queda ahí en el centro del barrio. Martinica jugaba muy bien. Tanto que ha sido designada como
capitana en el equipo selección de las Instituciones Educativas, en la ciudad. Pero, más que jugar
bien al baloncesto, lo que la distingue es lo que llaman “su don de gentes”. Muy delicada al
momento de enfrentar los problemas. Habla por todas y por todos en el colegio. Tiene una visión
absoluta, acerca de la política educativa en Medellín y, en general, en el país. La pensadera la
ubica en profundas reflexiones al momento de cuestionar y sugerir alternativas.
Nació, según dice su mamá doña Eugenia, pensando. Desde pelaíta lo escrutaba todo. Mirando a
su alrededor. Como buscando explicación a lo habido y por haber. Al añito de haber nacido, ya era
capaz de entender lo que le hablábamos. Y trataba de hablar. Por lo mismo, empezó a hablar
fluido a los dieciocho meses. Casi como entablar conversación con nosotros y nosotras.
Argumentaba su palabra. Vivía en una opción y don de vida, equilibrada. Pero, asimismo, capaz de
contradecir a quien fuera.; desde su lógica y perspectiva de vida.
En esto de entender la vida, es difícil saber si algo es justo o injusto. Lo cierto es que, uno de los
médicos de la IPS, diagnosticó, algo así como un enfisema pulmonar, cuando recién cumplía
quince añitos. De ahí en adelante, como que nos cambió todo. La rutina dejó de ser la misma.
Muy al cuidado de todos y de todas en familia. A pesar del diagnóstico, Martinica no ha parado en
la hechura de su vida. Particularmente en su desarrollo académico y deportivo. Don Hipólito, el
rector del colegio, mantiene una observación constante alrededor de la evolución de la patología.
Por mucho que le hemos dicho, acerca de dosificar sus entrenamientos y sus juegos
intercolegiados; todo ha sido en vano.
Cada noche, mi amiguita sufre dolores muy fuertes. Además, un problema reiterado para conciliar
el sueño. Y para asumir una dinámica de vida no enfermiza. Si se quiere, en cada brevedad de los
minutos, se le va yendo su fuerza y su proclama por salir adelante. Una crisis manifiesta. Su mamá
Eugenia sufre más que ella. La ama tanto que, como dicen coloquialmente, “ve por los ojos de la
niña”.
El día de su cumpleaños, sufrió una crisis. Que fue definida como “benévola” por parte de los
médicos de la IPS. Pero, en verdad, nunca la había sentido tan enfermita como ese día. Habíamos
preparado todo para la celebración. Un protocolo discreto, como a ella le gustaba. El ritual iba a
ser el mismo. Misa solemne en la mañana; almuerzo en familia y con los más cercanos y cercanas
amigos y amigas. Y, en la tarde, un bailecito, casi privado. Siendo como las seis de la tarde, le
vino la crisis. Esta parecía más grave que las otras. Se desmayó en plena sala. Corrimos a
auxiliarla. Le empezamos a dar aire, despejando el sitio y soplándole con las toallas. Cuando
llegaron los paramédicos en la ambulancia, Martinica; parecía, en su cuerpo, como si le hubiese
cortado el calor de vida, durante todo el día.
Hoy, veintiocho de julio, estamos al lado de ella. Pero ya no nos habla ni nos hablará nunca más.
La rigidez de su cuerpo es absoluta. Su carita parece ser más bella que antes... Sus ojitos ya no
nos mirarán, en ese bello mensaje que siempre nos otorgaba.
Y sí que, ahora, simplemente seguimos su huella. En una inmediatez de vida lánguida. Ya no es lo
mismo sin ella. Dicen que quien nos deja para siempre, merece un canto a la belleza. Y que,
debemos recordarlo o recordarla en lo que eran en lo cotidiano. Sin embargo, ´para mí, la
recordadera debe ser en tristeza. Porque, el solo hecho de saberla ida, de por sí, supone un vacío
sin reemplazo posible.
Y, Anita de la mano de Jacinto y de Juvenala, seguirían el surco de las historias de vida. Llegaron
a barrio Echegaray. Una nube densa obscurecía sus calles. Como en esos presagios que se ven
volar. En pura relación con el universo. Sintiéndose el desencanto ante la dura realidad que,
lentamente, va manifestándose a través de esos animalitos que van de cuerpo en cuerpo.
Aprisionando la alegría. Tornándola en mera latencia del efímero pasado. De aquello que ya no
sentíamos. De la velocidad inaudita de la propagación. Por todas las ciudades, pueblitos,
territorios. Volando encima de los océanos. Transmitiendo la dolencia hasta ahora no entendida. Y,
cada paso, iría siendo para ellas y èl, el camino desarropado, ceniciento. Llegarían a la casa de
Evita Londoño. La mamà de esas niñas hermosas. Pero que se habrían tornado en mujeres
desamparadas.
En línea ascendente, estaba mi memoria. Lisa, apocada. Como vertida en sitio arenoso, insípido.
Viniendo desde antes de todo comienzo. El mío siendo universo no versátil. Compungido. Como
piedra que duele. En la frente, estando lo mío como zozobra ampliada. Buscada, desde milenario
tiempo ensombrecido. Metido en lentejuelas mermadas. Como simples expresiones de lo habido.
De lo construido, a medias. Torciéndole la nuca al fuego venido, como disparate apenas.
Lo incendiario era mero referente. Por lo que ya había claudicado, con respecto a la vida
benévola. Siendo, en el estar ahora, sujeto envuelto en la ventana. Mustia. Galopera, por lo bajo.
Ya había estado, yo, en ese comienzo anotado. Habiendo vivido lo pertinaz, como Ilusionario
dibujado, en los bretes del día a día.
Había llovido mucho esa noche de antes. Todo empozado, en una calma no entendida. Por cuanto
se había ahogado la risa. Y se había teñido de lluvia áspera el camino hacia Loboteruel. Antes ya
había estado allí. Ciñéndole la cintura a la vuelta, de la esquina frecuentada. En un acertijo solemne.
Cuando, todos y todas, en la reunión de voces, juntamos las afugias. Para hacer más universal lo
doliente. En esa ciudad, ya madura. Ya, con los años sumados al infinito. Ciudad puesta ahí. En el
mismo lugar de todos los partos conjugados. En una juntura, como comedia relatada, cada día.
Y, en esas noches volátiles, empezamos a tejer sueños. Dicen que mal habidos. Tal vez, porque
se expandieron los cuerpos. Como regados. Cada mujer, como si hubiese elegido su noche para
parir. Y, así, en creciendo las vidas, se fue haciendo cobertura ensanchada.
Casi todos y todas habíamos visto nacer a las que, ahora, estaban pariendo. En una sumatoria de
enredos. Y de gestos inventados, para tratar de hacer diversa la existencia allí. Ciudad que fue
creciendo. Cada casa, después de la otra. Y, esa, después también de las que vinieron. Y conocí a
Eva Londoño. La lavandera de todos los tiempos. En esa brechita de agua. Dándole al jabón azul
y blanco. Camisas. Pantalones, enaguas. Saquitos cortos de los niños y las niñas. Corbatas de los
señores. Overoles trajinados, en las fábricas. Calcetines, de cuanto color hubo yhabía.
Eva de siempre. Viviendo en la casita de enfrente a la mía. Con las siete hermanitas, todas
pecosas. Siendo una sola la madre. Pero, padres, uno por cada una. Qué Enrique Zuleta; Leopoldo
Benítez; Alcibíades Higuera; Benito Larraondo, etcéteras. Y una gobernanza invariable. Ella, Totò,
la madre de todas. Y la novia que fue de todos. Fungiendo como orientadora, en esa diversidad
de cuerpos, creciendo. Y, en la escuelita del barrio, todas, hasta segundito primario.
Porque, había que hacer los mandaditos. Y, había que estar en las casitas de los otros y las otras.
Barriendo. Planchando; lavando platos y enseres.
Y, todo, se fue erigiendo como universo. Entre estrecho y amplio. Una jungla de posibilidades, para
ellas. Y empezaron los cortejos bruscos. A Anita, la más bonita de todas, la ultrajó el mono
Peralta. Desde muy niña. En ese débil cuerpecito.. Dañino. Insolente. Un gozo extendido, para él.
Un dolor de cuerpo y alma, para ella. En esos once añitos apenas. Hasta que ensartó, cualquier
día. Cuando ella se había hecho madura para la preñez. Y así fue. Y, parió, una nenita albina,
hermosa. Pero como encono perverso. Por lo mismo que Anita no podía ni quería ser mamá. Y se
impusieron, ahí, las gobernanzas. El padre Ismael; la señora Esmeralda, su tutora impuesta. Y
don Benjamín Peralta, que sentía profundo gozo. Sabiendo, ya. Que su muchacho era surtidor de
semen válido.
Y seguían los días. Brillosos. O enjutos, grises. Ásperos. En ese ir yendo que es la vida nuestra. Yo
en la escuelita. Iba todos los días. Fui aprendiendo letras. Y números ansiados. Insumisos, en
veces. Cuando no se dejaban sumar, ni restar, ni dividir…, ni nada. Y esos mapas elaborados, al
calco. Mostrando ríos, vías, selvas, océanos. Dándole al catecismo verrugoso. Por lo mismo que
era y ha sido vertical. Con esos lunares puestos como expresiones de fe. Puntuales, sin
explicaciones.
Visitando a la negrita Eva. Despuesito que salía de la brechita de agua. Allá, en la zanjita de los
Moriones. Que se habían adueñado del paso de agua. Y que exigían a Evita, pagos con trabajos
ramplones; incitadores al cansancio absoluto. Y hablábamos de lo que había. Y de lo que
sentíamos. Y le cogía sus manitas lánguidas, frías. Casi abiertas en sangre; por lo mucho de la
fuerza hecha para desaparecer la mugre acumulada en las ropas lavadas. Y, yo, le cantaba, en
puro susurro enhebrando palabras conocidas. Ella, en risa solemne. Engreída. Llegando a su
casita, el beso me daba siempre. Y, yo, anhelante de fugas diarias, volaba raudo hasta la casa de
los Javieres. Para lavar el carrito lujoso. Para brillarlo, con Simonix.
Ya ha vuelto la noche. Y, con ella, la lluvia empalagosa. Hiriente, a veces. Las callecitas, otra vez,
enlodadas. Los charcos que yo sabía saltar. Los arrebatos de los rayos y sus truenos envolventes.
Tratando de conciliar sueño, consumía las horas. Porque, yo, estaba, al vuelo, en la camita
soñada de mi Eva. Y la palpaba con absoluto respeto y mejor ternura. Me embriagaba con el
aroma de piel negrita, mía. Y no me estorbaban los cuerpos de las otras seis, ahí juntadas.
Muertes A ellas y a mì nos arroparía el dolor punzante. La fiebre, el ahogo. La tos tormentosa.
Todos nuestros músculos en pura expresión de dolor.
Pasaje Tres
Todo se ha tornado como noche aciaga. Hemos transitado todos los caminos. Hasta en sueños
vemos volar a esos animalitos indeseables. Penetrando todos los cuerpos. Y llegarían a casa de
Luis Ignacio y Sonia. Cuya ceguera no habìa podido acallar sus voces. Ella y él en eterna negrura
sentírìa ese dolor imbécil. Esos animalitos acabarían con sus seños.
Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como
persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito
abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De ir yendo en
procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de
regreso al pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como
rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío.
Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que
volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un
escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber
nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así.
En la obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los
acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los
territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas
insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los
momentos, en sucesión.
Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo
supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a
enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y
las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella
de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella.
Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y
la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos.
Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor
de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por
alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en
coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció
a su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros,
inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo
habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del
universo. Y de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces
agrias. Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los
sueños. De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los
colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y
succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el
rojo magnífico.
Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el
día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado
por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas
volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban
de alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él,
asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en
velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más.
Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o
grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta
superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se
contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron
distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada
cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada
hoja. De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos.
Posibles.
Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo
suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento
de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus
vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con
Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes.
De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus
valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión
nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas,
Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio
pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles
en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los
glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Con todas las
contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como
esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a
nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la
más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga…y en todo aquello, vieran como llegaban
los animalitos perversos. Una profunda afectación. Las gentes muriendo a cada día. El tránsito de
la pandemia abochornando…hiriendo, sofocando…y la vida, en sì, aprisionada…por el dolor
inmenso
Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue
perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron
arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda.
Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y
profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a
su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las
hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y
sus ilusiones.
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El gran silencio cuarentena

  • 1. El gran silencio Prólogo Desafiando el mandato de reclusión forzada, en un día soleado, Fabiàn Frambuesa, paseaba por las calles del barrio. Saludó a don Josías Melo, el vigilante. Dedicaron algunos minutos a conversar acerca de la situación que ha cruzado todas las actividades. Fabiàn, le diría que, en su familia, estaban viviendo la cuarentena con cierta zozobra. Papá y mamà no han podido trabajar; ya que eran vendedores de mercancías de casa en casa. Y, por el hecho mismo de las restricciones, tendrán que quedarse en casa. Por lo mismo he estado muy preocupado. Ya que el mayor de los hijos soy yo. Mi hermanita apenas tiene cinco años. Hemos tratado de no desesperarnos; pero la realidad hay que vivirla. Si no hay trabajo no vamos a poder pagar el arrendamiento de la casa, ni los servicios públicos. Para la comida, nos ha ayudado mi abuela Ernestina que es pensionada. Y, asì, todos y todas en el barrio tenemos inmensas dificultades. Pero, nuestra esperanza està centrada en que, podamos superar la situación de riesgo que estamos viviendo… Cada uno siguió su camino, con la melancolía propia de quienes vivimos la vida en incertidumbre, en este tiempo aciago. Pasaje uno No habìa pasado mucho tiempo. Éramos como sujetos levantando vuelo. En este universo de opciones que se va achicando cada vez màs. De antemano habìa apostado a que los condicionantes se harían cada vez màs exigentes. En lo que tiene que ver con nuestra vida embolatada. Cada paso, como expresión tardía de nuestras ilusiones. Todo, al menos en mí, daba vueltas sin esperanza. Desde cada punto de mira, siempre veríamos como se posicionaba la soledad. En donde cada uno y cada una, deslizábamos las palabras. Tan solo nos quedaban aquellas aprendidas antes de la reclusión impuesta. Al menos yo, sentiría vagar las sombras de lo que antes era la cotidianidad libertaria. Cuando, en las calles, se veía transitar a quienes constituían la base para las realizaciones en el barrio. Y, la ciudad, la veríamos como la suma de las andanzas. En veces poseídas por el talante efímero de aquellos y aquellas que hacían de cada día, la posibilidad de entender el horizonte como proclama pensada y dicha. Con el agobio de las afugias. Pero que, en verdad, eran algo asì como latentes variantes para entender lo que éramos antes de sentir en nuestros cuerpos la puya hiriente. Joselo Arbeláez, me diría ese día antes de caer prisioneros del tiempo y de la memoria empozada. “Lo que pasa Heliodoro es que no he podido resarcirme del sueño doliente que tuve el día antes de sentir el asedio de lo que iría a pasar la mañana siguiente. Cuando las bestias acezaban encima de mi cabeza, de por sí, abotonada al recuerdo del tiempo que fuera antes refugio de la memoria para quienes transitaban al lado del fuego hechizo del pasado cercano. Como reviviendo nostalgias pasadas. Ana Lucìa, la dueña de las cosas simples en nuestro barrio; habría entendido la dimensión de lo que sentíamos como pálpito apenas, una noche en casa de quienes ejercían como veedores de las ilusiones. Como tratando de exponer, en palabras ciertas, lo que podría suceder el día en que se extendiera la maldición impuesta y que iría abarcando toda la geografía de la tierra. Como si hubieran percibido el dolor exacerbado. La niña Anita, como acostumbraba a llamarla su madre Eliana Esperanza, habìa entrado en el terreno de las percepciones premonitorias. Soñaba a la luz de las luciérnagas. Cada noche, en medio de las alegorías impávidas, se sumergía en la volatilidad del tiempo. Deslizándose en cada paso embriagado de alucinaciones propias de la penumbra primera, recién cerraba los ojos. Y que, decía Eliana, ella sentía el fragor de los hechos que iban sucediendo, desde su cuarto. Y que, eludiendo sus propios sueños, escuchaba la hilatura de las palabras construidas por su hija. Que, una de esas noches lluviosas de octubre, Anita empezó a dejar fluir esos hechos. Tal vez, interpretándolos. O, simplemente, expresándolos como se presentaban. “…que estaba en ciudad Vigoya, cuando aparecieron, en enjambres vidriosos, volcánicos, ciertos animalitos en veloz vuelo. Y que, como en danza ardiente, penetraban todo el entorno. Las niñas, esas niñas tan ciertas en la alegría andante, empezarían a sentir, como fuego hiriente, cada punzada en sus cuerpos. Yendo y viniendo, como si cada paso fuera una exhibición de dolor insensato, Viendo que cada día serìa màs incierto que el de ayer. Y navegaba entre luces
  • 2. inciertas. En una premura de tiempo que no era el suyo. Volviera sobre si misma para entender lo que habìa pasado antes de su sueño intranquilo. Estuvo recorriendo la vida antes de empezar a vivirla. Cuando, en la prisión de su hora, sentía que los pasos se hundían en tierra liviana, apeñuscada, áspera. Viendo como corrían los días. Como irían apareciendo los animalitos, ahora tornasolados. Ya casi convertidos en feroces cenizas ardientes. Y lo viera entrar a su cuarto. Orientados por su respiración. Penetrándola, recorriendo todos su cuerpo. Ella, la bella Anita, azorada. Empezaría la fiebre. Insoportable calor. Sentía que sus pulmones estaban preparados para tanta dolencia. Su respiración en tinieblas. Como las que viera desde niña, cuando el sofoco en las madrugadas hablaban de los bazos de su madre. Y viera al padre depositando dos besos en su ardiente mejilla. Y soñando que soñando que soñaba, se irìa debilitando su cuerpo. Hasta el extremo de sentirse avasallada, casi absorbida por el canto de los animalitos que viera en su primer sueño. No podría recordar nada de lo expuesto en su habitual memoria perdida. Ya, Anita, estaba perpleja. Al ver a su madre que la seguía con su mirada. Se levantó y fue hasta la mesita de noche. Hurgaría en su bolso. Buscando no sabría qué. Pero empecinada en tratar de encontrar los animalitos que viera en sucesivos sueños. Sus pulmones tratando de nivelar sus pulsiones. Y dolía ese proceso. Como punzadas aviesas, sentida en cualquier lugar. Tratando de recordar dolencias habidas antes. Ella al lado de su madre. Su madre tratando de aclimatar con compresas de agua helada. Y la niña Anita sufriendo, ella sola sus dolores. Y le diría a Eliana que lo suyo no pasaría nunca. Que, esas picadas molestas, estarían con ella hasta su muerte. Empezaría otro día, el día mismo que empezó a sentir los animalitos en su piel. Salió a la calle, una mañana en que no estaba mamà Eliana. Fue hasta la casa de Estrellita, su amiga. Tocó la puerta. No sentía ningún ruido. Cosa rara, ya que, al menos Prudencio, el perrito amado por Estrellita, ya tendría que haber ladrado. Ajustó su oído. Pero nada…Daría la vuelta tratando de entrar por el solarcito que ella y Estrellita, habían sentido durante tanto tiempo. Con las voces de los pájaros viajeros que se detenía allí, para descansar de su vuelo mágico. La puerta de la cocina estaba abierta. Entró. Pasó el corredor benévolo que habìa acunado sus voces. Pero sin señal de vida propia, actual. Escucharía una vocecita casi apagada, casi imperceptible. En la cama yacían Estrellita y su mamà Ángelus Bibiana. Retorcían sus cuerpos como si estuviera aguijoneada por abejas furiosas. Cuerpos en puro fuego enfermizo. El ahogo era como instancia de vida que se extinguía. Justo, cuando Anita tomaba las manos de las dos mujeres; éstas, entraron en puro desvarío inquieto, puntudo. Hablaban al mismo tiempo. Alucinaciones envolventes, Palabras, en veces, sin sentido. “lo que somos y seremos será, apenas, enervantes emociones impropias. Lo que será de nosotras es posible que sea lo mismo que nuestros sueños han mostrado. Hemos visto como mueren las gentes aprisionadas por el férreo abrazo de dolor no conocido. Hemos visto pasar el viento. Llevando multitud de cenizas vivas que lo azotaban. Hemos visto como este viento nuestro cruzaba los océanos. Llevando en si mismo escoriaciones irreverentes ante la vida, Como si estuvieran envalentonadas. Como si no quisieran entender que los cuerpos vivos, anhelantes tienen derecho a vivir oír si mismos. En esta tierra que ha dado la vida, Por lo mismo que ella es vida en si. Las dos mujeres morirían de manera simultánea, apretando las manos de Anita. Y ella saldría al solar, Viera que el enjambre de animalitos, salían del cuarto de Estrellita y Ángelus Bibiana. Y se perderían en el horizonte. Azotando todo a su paso, Al volver a casa, Anita, buscaría a mamà Eliana. Abrazándola con toda su fuerza disponible. Tal vez sin saber que en su abrazo se le iría la vida a mamà Eliana. Desesperada, Anita, saldría corriendo por las calles del barrio, hasta instalarse en casa de Pedronela Martínez- La niña ciega que ha estado por siempre viviendo en la obscuridad infinita. Pedronela estaba mirando la negrura de su entorno. Sentada en la sillita heredada del abuelo Santiago. Estaba hablando con ella misma. “cuánto recuerdo a mi madre. Cuando nací, ella estaba viviendo su ceguera. Su mundo era inmenso, a pesar de la obscuridad que la asediaba. De infinita ternura. Me contaba cuentos de la vida cotidiana. Muchos los habìa aprendido, soñando con la vida y conmigo. Ella me diría siempre: creo que la razón de vivir eres tú. Te conocí desde que, al quedar ciega, dedicaría todas mis acciones, mis sueños y mis ilusiones serán para la hijita que tanto deseo y que comprometiera a Marcelino a tenerme. Para que esto sea una realidad. Mi amado Marcelino, también investido de ceguera, siempre me hablaba de ti. Que te habìa visto en sus sueños. El día que estuvimos, me haría sentir lo que es placer. Susurrándome al oído las palabras mágicas de la luna, lunita. Palabras que habìa elaborado para mí y para ti. Bellas como bella fuiste tú al nacer. Todavía las recuerdo. Letra por letra. Haríamos el pacto de las ilusiones. Que cuando él muriera, mi esfuerzo
  • 3. primero serìa enmarcar esas palabras. Ya, ahora que se nos ha ido, Como odio esos animalitos que entraron a nuestro cuarto. Y como empezaría a sentir que se iba yendo. Con esa fiebre agresiva. Y su respiración apenas la percibía. Ese dolor inmenso cuando, al despertar, mi Marcelino ya no respiraba. Sus ojos, a pesar de que nunca habían visto la vida en físico, me los imaginaba llenos de ternura. Luna, que lunita amada. Luna de la esperanza, ansiosa. Girando al vuelo invertido. Esa otra cara indefensa. Lóbrega, fría. Lunita que juegas en los sueños, con Rafaela. Y con Constanza. Y con Evita lavandera mía. Espacio obscuro. Metido en la lejura de los años luz. Lunita que vas y vienes. En los sueños de todos y todas. Lunita, he ensayado mil formas para llegar a ti. Una de ellas en vuelo herético, ajeno al Sol. Otra en pasos adormilados. Como decantando cada metro y cada segundo. Luna, lunita mágica. Que haces mover los mares todos. Lunita de imantación manifiesta, nítida. Te conocí en otro tiempo. Cuando recién fundabas tu territorio. Cuando, sin llamarte, entonces, Luna. Ya conocía tu brillo, hermoso. Pero, en veces, frío. Como soliloquio seco, punzante. De tu palabra se hicieron las notas iniciáticas. De tiempo. De condensaciones fascinantes. Siendo tú, Lunita que Lunita sola. De tu tiempo, en el origen de lo que eres; se conoció ya tarde. Cuando Planeta Tierra se contagió de todos los fuegos. Cuando, esta Tierra belicosa; fuera centrándose en puro equilibrio de fuerzas. Y hasta ahora no dominadas. Y ese dolor de muerte que empezaría el recorrido. Punzantes enemigos milésimos atosigantes. Y si que, en puro escape de líneas apresuradas, heterogéneas. Te hiciste reflejo de Sol potente. Alumbrando lo que llegó a ser tu propia prisión. Imantación, para ti, en veces lúgubre. Casi siempre desolado. Y, en esto de andar, buscándote; volaron todos mis imaginarios. Extraviados. Casi truculentos. Siendo lo mío, puro discurso acuoso. Sonámbulo. Vertiginoso. Luna, Lunita. Pletórico cuerpo. Derrochas imágenes, en tu cuerpo suturados. Cuerpo satelital embriagante. Surtidor de ideas para poetas y poetisas. Cuerpo lunario profanado. Cuando te hirieron tu inocente arena. Cuerpo no solapado. Luna, Lunita agraviada. Por todos los visores que te siguen en tus movimientos. Cuerpo que ha sido matematizado. En hechura de postulados de la física, buscona. Y, siguiendo tu huella, casi fija, he ido midiendo mi pulsión. Desde acá. Desde cualquier sitio. Embelesado sujeto, yo. Simple andante que te mira. Con la nostalgia engalanada. Tratando de preguntarte acerca de los orígenes. En toda explosión potente. Como sujeto, yo, de inequívoca admiración. Como queriendo llegar a ti. Luna, Lunita hermosa. Cuerpo de brillo lechoso, Como nuestra Vía Láctea. Que te retiene, a través de todos los vuelos y de todos los cuerpos. Y de todas las posiciones ya calculadas. Luna, Lunita. De locomoción exacta. Cómplice de todos los cálculos realizados, sin contar contigo. De eclipses lunarios. De eclipses en relación a tu dueño mayor, el Sol. Como en coloquio no efímero; te han cantado y cantan: luna lunita, cascabelera; Lunita de octubre; la Luna lunita naciente. Luna Lunita en cuentos de hadas. En los juegos y las voces alegres de niños y niñas. Luna de los tiempos. Cuerpo, soñado hechizo durmiente. Luna, lunita. Fémina convocante. Cuerpo que quisieran hacer suyo, Mercurio, con sus soledades. Con el calor ardiente en día. Y con soledad fría, en sus noches. Cuerpo fèmino que te ansía el planeta Venus. De por sí, el mismo, dador de nombres en la Tierra. Luna, Lunita de ti enamorado el coloso Marte, a pesar de ser suyas Phobos y Deimos. Europa y las otras lunas de Júpiter te envidian; por lo mismo que eres inspiración inmediata. Luna, Lunita nuestra. Más bella que Dionea, Pandora y Tetis, que imanta el potente Saturno. Luna, Lunita. Fémina. Cuerpo más bello que Ariel, Belinda y Bianca, lunas del casi yerto Urano. Lunita nuestra, imaginario más potente que Despina, Galatea y Larissa algunas de las Lunas del lejano Neptuno. Ni Charon, Nix o Hydra, Lunas del enano Plutón, se atreven a viajar para competir contigo. Lo mismo que Namaka e Hriaka. Que circundan al extraño y lejano Haumea. Dysnomia, fría y serena, que retiene Eris; creo que ni podrían llegar a conocerte...En fin que, Lunita de mis pesares y alegrías, te amo por lo que eres. Puro cuerpo celeste mágico, embriagante; embrujador..
  • 4. Pasaje Dos Anita, en puro engarce de esperanza, viera morir a mamà Eliana. En el barrio, los animalitos estaban entrando a todas las casas. Ya no habría lugar para los abrazos. Todos y todas empezarían a vivir el encierro. Cada paso era ya como un incierto homenaje a lo que fuera el jolgorio de todos los días. Mensajes que nos diría “de ahora en adelante cada quien será cada quietud. Todo el territorio està saturado por los animalitos perversos que han desatado una guerra en contra de nuestros cuerpos. Ya no seremos lo que hubiéramos querido ser. Todo cambiarà.Las voces oficiales habían establecido que, “por tiempo indefinido, todos y todas a quedarse en sus casas. Prohibido decir ¡feliz cumpleaños¡. Las reuniones de amigos y amigas deben cesar. ¡Que nadie visite a nadie. El amor y las ilusiones serán, a partir de ahora, simples expresiones de miradas furtivas. Que nadie vuelva a sus trabajos. Que los vendedores y vendedoras de rosas y de caramelos y de cebollas y de tomates…etc.; serán desalojados de las calles. Ya nadie podrá cantar serenatas en las noches. Los enamorados y las enamoradas, no podrán decirse las palabras embriagantes, de ternura. Prohibido arrullar a los bebes y las bebes. Prohibidos los sueños en los cuales estén cogidos de las manos. Prohibidas la frase “si no trabajas no comes”. Y Anita no viera a Estrellita entre las niñas que llevaban las banderitas del olvido, siguiendo la huella doliente de las hijas de mamà Ruperta. En la noche habían entrado a su casa los animalitos nefastos. Llamaban Esther Luna, Miosotis Andrea y Lizhet Alicia. Todas de amplio espectro como dadoras de alegrías. Iluminaban el ambiente familiar. A pesar que mamà Ruperta cerró todas las puertas y ventanas y colocó sellantes en las ventanas; entraron en medianoche. Y ya no habría ninguna posibilidad d arroparlas con el manto de las ilusiones. Al preguntar por Estrellita, todos y todas entonarían el himno de la querencia. “Que no te veo. Que no estás me dijeron. Una a una se perdieron las flores de la esperanza; cuando enfermaste Estrellita, niña buena, niña linda que volaste con el viento a tu lado, niña buena hacia lontananza. Y, entonces, Anita iría hasta barrio Loreto. Tratando de localizar a Bruno Nivia. Su primer noviecito. Por el camino encontraría a los gendarmes que le decían “para dónde vas niña linda. Salir no se puede. Todos y todas deben quedar en casa..” “…iré hasta la casa de Bruno, Brunito, para saber porque està tan perdido…” “…No lo busques màs Anita niña hermosa; él y su mamà Esperanza murieron ayer de mañana”. Y la intrépida Ana saldría, a la mañana siguiente, para barrio Pacciolo. Allí, en una de las casas más bonitas de tejas color rojo, puertas color verde y ventanas color azul; vivía. Ámbar y Celeste vivían allí, en casa de la abuela Judith. Papá y mamà habían muerto la semana anterior, por cuenta de los animalitos odiosos. Se le metieron a la casa, por debajo de la puerta. Ellos dos quedarían solos. En esa soledad que duele y que la amargura se empezaba a sentir en las calles vacías. Además que, ellos por sí solos, no podrían comer. Solo estaba la casita. A obscuras, sin acueducto. Mamà Ismenia y papá Ar a causa de los animalitos perdularios. Anita se acercaría a la cama, pues ellos no podían, siquiera levantarse. Y conversarían, todo el tiempo, de lo que estaba pasando en los barrios y la ciudad. De cómo habían ido muriendo los vecinos y vecinas que, otrora, eran alegres y bulliciosos. Con ese amor por la vida que, difícilmente, tendrían parangón. Sus voces se fueron yendo… Saldría, Anita, a la calle. El cielo encapotado. Como si sintiera la muerte…que se iba replicando a cada cuadra; a cada barrio. Decidiría visitar a Doña Josefina y a don Rogelio. De mucho tiempo atrás habían llegado a barrio Palo. Tuvieron una hija. A la que llamaron Génesis Alegría. Muy estudiosa y solidaria. Cuando llegó, fue recibida con mucha tristeza. “Génesis murió la semana pasada. Por falta de apoyo oficial para levantar el cuerpo, la tuvimos siete días, tirada ahí en la camita en que dormía. “Siempre te recordaba. Preguntaba por ti…en verdad nunca supimos, Josefina y yo, la causa de tu ausencia…pero, de todas maneras, para ella fuiste la amiga del alma…” Y en esa condición de niña afable y solidaria, Anita, haría otro vuelo profundo. Esta vez llegaría hasta los barrios Mapuche y Risaralda. Situados en una de las zonas más deprimidas de la ciudad. Allegando el recurso de la esperanza. En Mapuche vivía doña Helena Sanjuán, madre de Jacinto Valbuena, un chico que habìa conocido en una de las jornadas de alfabetización que ella y otras tres compañeras alumnas del colegio Buriticà. Jacinto destacaba por su gran capacidad para realizar escritos a partir de las vivencias cotidianas en su barrio. Su papá murió cuando él tenía cuatro años. Con mamà Helena emprendería jornadas de mucha penuria. Fundamentalmente, en lo relacionado con encontrar vivienda y la manutención. Doña Helena, encontraría un trabajito
  • 5. como interna en una casa de familia. Lo poco que gana tiene que alcanzar para esas necesidades fundamentales. Anita, encontraría solo a Jacinto. Siempre tendría que ser así; ya que mamà trabajaba hasta las siete de la noche. Conversaron largo rato. Recordando lo pasado. Anécdotas de mucha fruición. Como cuando hicieron un paseo hasta Charco Pupiales. Cuando todos y todas entraban al agua al compás de las rondas y canciones aprendidas de tiempo atrás. Muchas de ellas alusivas a la vida en familia. Le solicité que me acompañara hasta barrio Risaralda para visitar Girlesa. Fuimos caminando. Eran diez cuadras. Nos encontramos con Gudiela Tamayo. Una niña que habíamos conocido en la escuelita donde yo era maestra. La percibimos muy triste. Y, en verdad, lo estaba. Ya que Girlesa habìa muerto el día anterior, en el hospital Santa Gertrudis. A su casa habían llegado los animalitos perversos. No solo Girlesa, también las dos tías que vivían con ellas. Los vecinos y vecinas del barrio entraron en pánico. Inclusive, algunas personas, apedrearon la casita. Habían tenido que salir protegidas por los paramédicos quienes las llevaron en ambulancia. Una de las tías, doña Irene, Quedarìa en cuidados intensivos. La otra, doña Eugenia, habìa sido trasladada a un albergue provisional en barrio Gerona. Cuando llegó mamà Helena, encontraría a Anita y Jacinto, tomando un poco de aguapanela. “…¿ cómo estás Anita?. Mucho tiempo sin verte. Jacintico y yo hemos preguntado por tì a la señora Martina…¿la recuerdas?...la mamà de Gudielita. Pero ella tampoco sabía de ti. “. Helena invitaría a Anita para que se quedara con ella y Jacinto hasta el día siguiente. Prepararon la cena. Sopa de caracoles, arroz y huevo frito. Conversarían hasta que las venció en el sueño. Muchas cosas recordarían. Todo alrededor de la crisis en el país y en el mundo. Anita despertaría ya entrado el día. Helena le habìa dejado una nota en la mesita de la cocina. “…Anita, desperté bien temprano, como es mi costumbre, ya que debo estar en casa de la patrona a las seis de la mañana. Preparé chocolate. El pan està en el gabinete de la cocina. Ojala pudieras quedarte màs tiempo…” Jacinto despertaría casi a las diez de la mañana. Ya Anita habìa ordenado el cuarto de mamà Helena. Además habìa cocinado garbanzos y arroz para el almuerzo. Estuvieron hablando de todo. Pero lo que màs atraía su interés, seguía siendo la situación desatada por la presencia de los animalitos perversos. Cómo habìa cambiado la vida de todos y todas. Era como vivir en pesadilla constante. Los lazos de amistad habían sido transformados. Cada quien miraba y sentía a cada quien con profunda desconfianza. Era algo asì como sentir que los otros y las otras fueran enemigos. Como temiendo el contagio. La sospecha de que alguien estaba contagiado por los animalitos maliciosos, pasaría a ser una constante. El ser, en sí, habìa dejado de representar la condición humana individual y colectiva; para pasar a ser sujeto o sujeta de peligro. Todo habìa cambiado y seguiría cambiando. Las voces y acciones oficiales pasarían a ser orientaciones relacionadas con el mal que nos aqueja. Precisamente, esta mañana, se conocerían nuevas limitaciones para estar en la calle. En los barrios y en el centro de las ciudades, la soledad empezaría a ser común denominador. La situación se tornaría mucho màs dramática. Los trabajadores y las trabajadoras tendrían que estar en casa. Los oficios en la calle, estaban prohibidos. La desesperanza era galopante. El hambre acosaría a los màs vulnerables. Un amargo hechizo. Las ilusiones irían decayendo. Ya, lo inmediato, pasaría a ser agobio penetrante. Casi al mediodía, Jacinto y Anita, decidirían salir a la calle, desafiando los mandatos oficiales. Encontrarían a Juvenala Sofía. Una niña muy amiga de Helena y Jacinto. Estaba deshecha. Su estado era de absoluta melancolía. Hablaron durante unos minutos. Llevaba, Juvenala Sofía, una historia de mucho dolor. Habìa muerto un amigo muy cercano. Anita la instó a que la contara. Juvenala, diría: “…En eso de juntar vidas para, así, enfrentar la vida; he elaborado proclamas. Al desgaire. Tratando de no caer en el síndrome del albur. Conchita era mi guía. Ella y yo con nueve años cumplidos. En ese barrio legendario. Gerona y Loreto. Separados, en las palabras, parecen dos sitios diferentes. Pero no, en ese Medellín de 1956, eran uno solo. Y traficábamos con el lenguaje. En una hacedera de juegos y de refranes y de dichos. Inclusive nos aprendimos, en simultánea, la jeringonza de Cosiaca. Y de sus decires en ella. Algo así como reír al vuelo. Pero, tal vez, lo más importante entre ella y yo, tenía que ver con las miradas demoradas a la Luna. Tratando de descifrar sus códigos. Ensayando interpretaciones. Construyendo nuestras leyendas. Y, esperando siempre, la noche en que pudiéramos ver el otro lado de la Luna.. Lo imaginábamos escenario de obscuridad. Pero, a la vez, de sitio para el recreo de brujas y demonios. Fue así como fuimos yendo. De minutos tras minutos. Y de horas y de días. Todos los días viéndome y viéndola. La espera al salir de la escuela. El afán para que llegara el domingo. Porque,
  • 6. después de la misa solemne de las once de la mañana; distraíamos los instantes. Por ahí. Vagando por esas calles empinadas de nuestro barrio. Y juntábamos las monedas recogidas entre semana. Gozábamos lamiendo el algodón dulce, hecho ahí en las esquinas. Y las paletas que comprábamos al señor del carrito. Cómo lo recuerdo. Le decíamos Cachuchita, en honor a que siempre llevaba puesta una cachucha de cuero. Íbamos donde Hortensia Bustamante. ¡Qué cómplice de mujer, tan bien puesta ¡ Y con ella bajábamos hasta Villa Hermosa. Largo trayecto ese. Y se nos pegaba Eusebio Santacruz. El negro, le decíamos. Ya éramos cuatro. En todos los domingos. Yo cogía a Conchita de la mano. Y el Negro la de Hortensia. De aquí para allá. Y de allá para cualquier lado. Sin embargo, algo no andaba bien. Corriendo el tiempo, nuestro barrio amado, iba perdiendo la fuerza y la convocatoria lúdica. Se nos fue yendo. Ya el horizonte no era el mismo. Empezamos la tristeza. La sentíamos a flor de piel. Ya, las calles se tornaban como inhóspitas. Como si el partidito de fútbol no constituyera lo que antes era. Es decir, la concentración de las miradas y de los gritos. Cuando, cada cuadra, tenía su propia hinchada. Y fuimos creciendo. Ya no era la escuela convocante. Para mí y para ella, el sitio de encuentro era otro. Ya éramos grandecito yo. Grandecita ella. Nos fuimos distanciando, A fuerza de la separación. Su familia consiguió casita propia en Buenos Aires, con un préstamo que la empresa donde laboraba, le hizo a don Heliodoro. Valga decir que laboró casi treinta años. Mi familia y yo nos quedamos. Pero Gerona-Loreto ya no era el mismo barrio que vivimos antes. Sin ella en la calle. Sin sus ojazos negros en cada mirada; empecé a sentir que me ahogaba. Que el hálito de vida mía, se iba desmoronando. Ya los domingos eran días sin el encanto que Conchita transmitía. Me fui enfermando. De un dolor de cuerpo extraño. Y de un dolor de alma más punzante. No pude volver al colegio (la Normal de Varones, en Villa Hermosa). Empecé a sentir y ver la tos, la fiebre y un dolor interno no conocido por mí. Mamà Lucìa, siempre al lado mío. Cierto día, un domingo, por cierto, no volví a abrir los ojos. Era una mañana absolutamente gris y lluviosa. Ya, en la tarde, simplemente dejé de existir. Con ojos bien cerrados, alcancé a vivir el imaginario de los ojos de la bella-amada-Conchita…” Jacinto y Anita, quedaron conmovidos. Con razón la tristeza de Juvenala. La acompañaron hasta su casa. En el camino encontrarían a la mamà de Martinica Buriticà. Estaba absorta. Como mirando una luna perdida. Su llanto era silencioso. Como el de todas las madres que recuerdan a sus hijos o hijas cuando estos o estas han partido al viaje sin regreso. Envolvente, como remolino aventajado. Así era mi relación con ella. Martinica Buriticà. La había conocido en un paseo que hicieron las dos familias. La de ella y la mía. Muy joven. Bonita. Pero, ante todo, de una prudencia infinita. No había ningún obsoleto para sus palabras. Estudiante en La Institución Educativa Policarpa Salavarrieta. Ahí no más en la esquinita que visitábamos mis amigos y yo. Bien parada, en esos términos de ahora que denotan hermoso cuerpo y bonita cara. Los dos nacimos en el mismo barrio. Jerónimo Luis Tejelo, al occidente de Medellín. Yo un poco mayor que ella. Nos separaban tres años. Ahora, el veintiuno de julio, cumplirá quince añitos. Empezamos a frecuentar el mismo lugar para el divertimento. La canchita de baloncesto que queda ahí en el centro del barrio. Martinica jugaba muy bien. Tanto que ha sido designada como capitana en el equipo selección de las Instituciones Educativas, en la ciudad. Pero, más que jugar bien al baloncesto, lo que la distingue es lo que llaman “su don de gentes”. Muy delicada al momento de enfrentar los problemas. Habla por todas y por todos en el colegio. Tiene una visión absoluta, acerca de la política educativa en Medellín y, en general, en el país. La pensadera la ubica en profundas reflexiones al momento de cuestionar y sugerir alternativas. Nació, según dice su mamá doña Eugenia, pensando. Desde pelaíta lo escrutaba todo. Mirando a su alrededor. Como buscando explicación a lo habido y por haber. Al añito de haber nacido, ya era capaz de entender lo que le hablábamos. Y trataba de hablar. Por lo mismo, empezó a hablar fluido a los dieciocho meses. Casi como entablar conversación con nosotros y nosotras. Argumentaba su palabra. Vivía en una opción y don de vida, equilibrada. Pero, asimismo, capaz de contradecir a quien fuera.; desde su lógica y perspectiva de vida. En esto de entender la vida, es difícil saber si algo es justo o injusto. Lo cierto es que, uno de los médicos de la IPS, diagnosticó, algo así como un enfisema pulmonar, cuando recién cumplía quince añitos. De ahí en adelante, como que nos cambió todo. La rutina dejó de ser la misma.
  • 7. Muy al cuidado de todos y de todas en familia. A pesar del diagnóstico, Martinica no ha parado en la hechura de su vida. Particularmente en su desarrollo académico y deportivo. Don Hipólito, el rector del colegio, mantiene una observación constante alrededor de la evolución de la patología. Por mucho que le hemos dicho, acerca de dosificar sus entrenamientos y sus juegos intercolegiados; todo ha sido en vano. Cada noche, mi amiguita sufre dolores muy fuertes. Además, un problema reiterado para conciliar el sueño. Y para asumir una dinámica de vida no enfermiza. Si se quiere, en cada brevedad de los minutos, se le va yendo su fuerza y su proclama por salir adelante. Una crisis manifiesta. Su mamá Eugenia sufre más que ella. La ama tanto que, como dicen coloquialmente, “ve por los ojos de la niña”. El día de su cumpleaños, sufrió una crisis. Que fue definida como “benévola” por parte de los médicos de la IPS. Pero, en verdad, nunca la había sentido tan enfermita como ese día. Habíamos preparado todo para la celebración. Un protocolo discreto, como a ella le gustaba. El ritual iba a ser el mismo. Misa solemne en la mañana; almuerzo en familia y con los más cercanos y cercanas amigos y amigas. Y, en la tarde, un bailecito, casi privado. Siendo como las seis de la tarde, le vino la crisis. Esta parecía más grave que las otras. Se desmayó en plena sala. Corrimos a auxiliarla. Le empezamos a dar aire, despejando el sitio y soplándole con las toallas. Cuando llegaron los paramédicos en la ambulancia, Martinica; parecía, en su cuerpo, como si le hubiese cortado el calor de vida, durante todo el día. Hoy, veintiocho de julio, estamos al lado de ella. Pero ya no nos habla ni nos hablará nunca más. La rigidez de su cuerpo es absoluta. Su carita parece ser más bella que antes... Sus ojitos ya no nos mirarán, en ese bello mensaje que siempre nos otorgaba. Y sí que, ahora, simplemente seguimos su huella. En una inmediatez de vida lánguida. Ya no es lo mismo sin ella. Dicen que quien nos deja para siempre, merece un canto a la belleza. Y que, debemos recordarlo o recordarla en lo que eran en lo cotidiano. Sin embargo, ´para mí, la recordadera debe ser en tristeza. Porque, el solo hecho de saberla ida, de por sí, supone un vacío sin reemplazo posible. Y, Anita de la mano de Jacinto y de Juvenala, seguirían el surco de las historias de vida. Llegaron a barrio Echegaray. Una nube densa obscurecía sus calles. Como en esos presagios que se ven volar. En pura relación con el universo. Sintiéndose el desencanto ante la dura realidad que, lentamente, va manifestándose a través de esos animalitos que van de cuerpo en cuerpo. Aprisionando la alegría. Tornándola en mera latencia del efímero pasado. De aquello que ya no sentíamos. De la velocidad inaudita de la propagación. Por todas las ciudades, pueblitos, territorios. Volando encima de los océanos. Transmitiendo la dolencia hasta ahora no entendida. Y, cada paso, iría siendo para ellas y èl, el camino desarropado, ceniciento. Llegarían a la casa de Evita Londoño. La mamà de esas niñas hermosas. Pero que se habrían tornado en mujeres desamparadas. En línea ascendente, estaba mi memoria. Lisa, apocada. Como vertida en sitio arenoso, insípido. Viniendo desde antes de todo comienzo. El mío siendo universo no versátil. Compungido. Como piedra que duele. En la frente, estando lo mío como zozobra ampliada. Buscada, desde milenario tiempo ensombrecido. Metido en lentejuelas mermadas. Como simples expresiones de lo habido. De lo construido, a medias. Torciéndole la nuca al fuego venido, como disparate apenas. Lo incendiario era mero referente. Por lo que ya había claudicado, con respecto a la vida benévola. Siendo, en el estar ahora, sujeto envuelto en la ventana. Mustia. Galopera, por lo bajo. Ya había estado, yo, en ese comienzo anotado. Habiendo vivido lo pertinaz, como Ilusionario dibujado, en los bretes del día a día. Había llovido mucho esa noche de antes. Todo empozado, en una calma no entendida. Por cuanto se había ahogado la risa. Y se había teñido de lluvia áspera el camino hacia Loboteruel. Antes ya había estado allí. Ciñéndole la cintura a la vuelta, de la esquina frecuentada. En un acertijo solemne. Cuando, todos y todas, en la reunión de voces, juntamos las afugias. Para hacer más universal lo doliente. En esa ciudad, ya madura. Ya, con los años sumados al infinito. Ciudad puesta ahí. En el mismo lugar de todos los partos conjugados. En una juntura, como comedia relatada, cada día. Y, en esas noches volátiles, empezamos a tejer sueños. Dicen que mal habidos. Tal vez, porque se expandieron los cuerpos. Como regados. Cada mujer, como si hubiese elegido su noche para parir. Y, así, en creciendo las vidas, se fue haciendo cobertura ensanchada.
  • 8. Casi todos y todas habíamos visto nacer a las que, ahora, estaban pariendo. En una sumatoria de enredos. Y de gestos inventados, para tratar de hacer diversa la existencia allí. Ciudad que fue creciendo. Cada casa, después de la otra. Y, esa, después también de las que vinieron. Y conocí a Eva Londoño. La lavandera de todos los tiempos. En esa brechita de agua. Dándole al jabón azul y blanco. Camisas. Pantalones, enaguas. Saquitos cortos de los niños y las niñas. Corbatas de los señores. Overoles trajinados, en las fábricas. Calcetines, de cuanto color hubo yhabía. Eva de siempre. Viviendo en la casita de enfrente a la mía. Con las siete hermanitas, todas pecosas. Siendo una sola la madre. Pero, padres, uno por cada una. Qué Enrique Zuleta; Leopoldo Benítez; Alcibíades Higuera; Benito Larraondo, etcéteras. Y una gobernanza invariable. Ella, Totò, la madre de todas. Y la novia que fue de todos. Fungiendo como orientadora, en esa diversidad de cuerpos, creciendo. Y, en la escuelita del barrio, todas, hasta segundito primario. Porque, había que hacer los mandaditos. Y, había que estar en las casitas de los otros y las otras. Barriendo. Planchando; lavando platos y enseres. Y, todo, se fue erigiendo como universo. Entre estrecho y amplio. Una jungla de posibilidades, para ellas. Y empezaron los cortejos bruscos. A Anita, la más bonita de todas, la ultrajó el mono Peralta. Desde muy niña. En ese débil cuerpecito.. Dañino. Insolente. Un gozo extendido, para él. Un dolor de cuerpo y alma, para ella. En esos once añitos apenas. Hasta que ensartó, cualquier día. Cuando ella se había hecho madura para la preñez. Y así fue. Y, parió, una nenita albina, hermosa. Pero como encono perverso. Por lo mismo que Anita no podía ni quería ser mamá. Y se impusieron, ahí, las gobernanzas. El padre Ismael; la señora Esmeralda, su tutora impuesta. Y don Benjamín Peralta, que sentía profundo gozo. Sabiendo, ya. Que su muchacho era surtidor de semen válido. Y seguían los días. Brillosos. O enjutos, grises. Ásperos. En ese ir yendo que es la vida nuestra. Yo en la escuelita. Iba todos los días. Fui aprendiendo letras. Y números ansiados. Insumisos, en veces. Cuando no se dejaban sumar, ni restar, ni dividir…, ni nada. Y esos mapas elaborados, al calco. Mostrando ríos, vías, selvas, océanos. Dándole al catecismo verrugoso. Por lo mismo que era y ha sido vertical. Con esos lunares puestos como expresiones de fe. Puntuales, sin explicaciones. Visitando a la negrita Eva. Despuesito que salía de la brechita de agua. Allá, en la zanjita de los Moriones. Que se habían adueñado del paso de agua. Y que exigían a Evita, pagos con trabajos ramplones; incitadores al cansancio absoluto. Y hablábamos de lo que había. Y de lo que sentíamos. Y le cogía sus manitas lánguidas, frías. Casi abiertas en sangre; por lo mucho de la fuerza hecha para desaparecer la mugre acumulada en las ropas lavadas. Y, yo, le cantaba, en puro susurro enhebrando palabras conocidas. Ella, en risa solemne. Engreída. Llegando a su casita, el beso me daba siempre. Y, yo, anhelante de fugas diarias, volaba raudo hasta la casa de los Javieres. Para lavar el carrito lujoso. Para brillarlo, con Simonix. Ya ha vuelto la noche. Y, con ella, la lluvia empalagosa. Hiriente, a veces. Las callecitas, otra vez, enlodadas. Los charcos que yo sabía saltar. Los arrebatos de los rayos y sus truenos envolventes. Tratando de conciliar sueño, consumía las horas. Porque, yo, estaba, al vuelo, en la camita soñada de mi Eva. Y la palpaba con absoluto respeto y mejor ternura. Me embriagaba con el aroma de piel negrita, mía. Y no me estorbaban los cuerpos de las otras seis, ahí juntadas. Muertes A ellas y a mì nos arroparía el dolor punzante. La fiebre, el ahogo. La tos tormentosa. Todos nuestros músculos en pura expresión de dolor. Pasaje Tres Todo se ha tornado como noche aciaga. Hemos transitado todos los caminos. Hasta en sueños vemos volar a esos animalitos indeseables. Penetrando todos los cuerpos. Y llegarían a casa de Luis Ignacio y Sonia. Cuya ceguera no habìa podido acallar sus voces. Ella y él en eterna negrura sentírìa ese dolor imbécil. Esos animalitos acabarían con sus seños. Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De ir yendo en
  • 9. procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío. Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los momentos, en sucesión. Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella. Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos. Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros, inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias. Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico. Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más. Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada hoja. De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos. Posibles. Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes. De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles
  • 10. en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Con todas las contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga…y en todo aquello, vieran como llegaban los animalitos perversos. Una profunda afectación. Las gentes muriendo a cada día. El tránsito de la pandemia abochornando…hiriendo, sofocando…y la vida, en sì, aprisionada…por el dolor inmenso Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y sus ilusiones.
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