1. Testigo Ocular
Alfredo Martin del Arroyo Soriano
(EE.UU.)
Las gotas de suero bajaban lentamente por el cordón conectado a
la vena de mi brazo derecho. No sabía porqué estaba allí. Tenía
conciencia de lo que me rodeaba. Mis ojos entreabiertos me lo
decían. No podía moverme, ni pronunciar palabra. En una
esquina, sobre un sillón verde oscuro, como el color de mi antiguo
uniforme, ví una silueta. Era mi esposa que dormía acurrucada en
posición fetal. Se puso muy contenta cuando hace unos años, con
el cambio de gobierno, me ascendieron a Mayor de la Policía
Nacional. Dejé de patrullar las calles y colgé el uniforme.
Trabajaría vestido de civil y detrás de un escritorio. Al menos eso
es lo que ella pensó. Cuán equivocada estaba.
Con la caída de Abimael Guzmán y el fin del terrorismo, me sentía
más seguro. El peligro ha pasado. Ya hasta había olvidado los días
de la obediencia debida. Cuando tuve que acatar la órden de
disparar contra esa gente indefensa que luego supe que solo
celebraba una fiesta en el centro de Lima. Pero eso quedó atrás.
Ahora sólo me encargaba de proteger al “asesor”. Era tarea fácil.
Siempre andaba bien resguardado en el Pentagonito o en su
búnker de la playa. Nadie se atrevería a hacerle daño.
Tocaron a la puerta. Mi esposa despertó. Era el neurocirujano.
2. Pude ver por la puerta entreabierta a dos uniformados. ¿Estarían
ahí para protegerme? El doctor le explicó a mi mujer:
-La bala penetró el cráneo a la altura del lóbulo parietal izquierdo,
con orificio de salida a la altura del lóbulo frontal derecho, en
sentido diagonal.
-¿Se recuperará?- preguntó Silvia, mi esposa.
- Aún es muy pronto para saberlo-dijo el doctor-. Lo peor ya pasó-agregó-.
Pero todavía es cuestión de tiempo. Puede haber
secuelas. Pérdida del habla y la memoria. Dificultad en el sistema
nervioso y motríz. Su recuperación será lenta y requerirá de
muchos cuidados, pero sobrevivirá.
testigo ocular n 2
Postrado en la cama del Hospital de Policía y en estado de coma.
Poco a poco caía en cuenta de mi situación. Trataba de recordar.
No podía moverme. No podía darle una señal a Silvia, una señal
que aliviara su dolor, el dolor de verme postrado en ésta cama
con la cabeza vendada. Se acercó, me besó la mejilla y me dijo lo
mucho que me amaba. Silvia había estudiado un curso de control
mental años atrás y sabía que la música era una buena terapia en
casos de pacientes comatosos como yo.
-He traído música para que te relajes-. Me dijo Silvia con cariño.
Colocó un disco compacto en un tocadiscos portátil. Suaves
melodias de pajaritos cantando y hojas rebotando entre sí al paso
del viento, y finos punteos de guitarra, me transportaron
3. mentalmente a imágenes de bosques con árboles gigantescos
atravezados por rayos de sol. Acariciándome la mano, Silvia
anunció que iría a la cafetería del hospital a buscar algo de comer.
No podía ver sufrir así a la mujer que amaba, la que me había
apoyado siempre, la que me alentaba cuando me sentía
desmoralizado, la madre de mis hijos, mi fiel compañera.
Parpadeé los ojos y moví levemente el dedo índice de la mano
derecha. Pero no se dió cuenta. Besó mi mano izquierda y salió de
la habitación. Al abrir la puerta noté que los guardias que me
custodiaban ya no estaban. Quizás fueron a almorzar, pensé.
La siguiente canción traía melodias de gaviotas volando al
murmullo de las olas del mar, lo cual me transportó a las playas
de nuestro litoral. A La Punta para ser exacto. Entonces recordé.
Los videos habían empezado a aparecer uno tras otro en la
televisión. El presidente inició una cacería para encontrar y
apresar a su “acesor”. El mar, la playa, las olas, las gaviotas, el
Yatch Club. Yo estaba a cargo de protejer al “Doc”. Con la venia
del señor presidente habiamos conseguido el yate Carisma para
que el “Doc” pudiera escapar. No podía haber testigos. Salvo unos
cuantos de absoluta confianza, entre los que me encontraba yo. O
al menos eso creí hasta que escuché el disparo retumbar en mis
oídos detrás de mi cabeza. Maldito traidor. Yo que lo había
protegido tantas veces. Hubiera dado hasta la vida por él, y me
4. pagaba de ésta manera. Para mi suerte unos pescadores me
encontraron aún con vida.
Escuché unos pasos acercarse hasta la puerta. Pensé que sería
Silvia y me sentí aliviado. La perilla de la puerta se movía lenta,
sigilosamente. No podía moverme. No podía gritar. Me asusté. La
enfermera que entró era bonita. Diminuta y de baja estatura. Su
fino rostro de tez trigueña denotaba algunos rasgos indígenas. El
uniforme blanco de enfermera moldeaba su hermosa figura.
Tendría unos veintitantos años pero parecía de dieciséis. Me hizo
recordar a una sexo servidora que contraté tiempo atrás e hice
que se disfrazara de colegiala para satisfacer una de mis fantasías
sexuales. Se me acercó. Pude sentir el olor de su perfume barato.
Sentí también una leve erección. Cogió mi mano para tomarme el
pulso y el roce de su piel hizo que éste se acelerara, o al menos
eso creí. Con su estetoscopio escuchó los latidos de mi corazón,
luego me tomó la presión.
Levantó las sábanas que cubrían mi cuerpo. A lo mejor se cumple
mi fantasía, pensé. Me levantó la bata y chequeó el pañal que
traía puesto dejando mi sexo al descubierto. Lo miró con desgano,
imagino que notó la erección. El pañal estaba seco. Me volvió a
cubrir. Dió vueltas a la manecilla de la cama de modo que quedé
más erguido, casi medio sentado. Quitó una de mis almohadas.
Gracias, pensé, ahora me siento más cómodo. Caminó hacia la
puerta y con tristeza creí que ya se iría. Miró para ambos lados del
5. pasillo. Volvió y cerró la puerta con seguro para que nadie
entrara. De un salto se avalanzó sobre mí como si me fuera a
violar. Ahora sí, pensé, se va a cumplir mi fantasía, creí. Colocó
violentamente la almohada sobre mi cara. Sentí una fuerte
presión. El bip de los latidos de mi corazón se iba haciendo cada
vez más lento. La música del disco compacto se detuvo y la radio
se encendió automáticamente. El locutor anunció que el
presidente acababa de renunciar por fax desde Japón.
6. pasillo. Volvió y cerró la puerta con seguro para que nadie
entrara. De un salto se avalanzó sobre mí como si me fuera a
violar. Ahora sí, pensé, se va a cumplir mi fantasía, creí. Colocó
violentamente la almohada sobre mi cara. Sentí una fuerte
presión. El bip de los latidos de mi corazón se iba haciendo cada
vez más lento. La música del disco compacto se detuvo y la radio
se encendió automáticamente. El locutor anunció que el
presidente acababa de renunciar por fax desde Japón.