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IDEAL

DE LOS SIERVOS

  DE JESÚS
l nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que
“E             fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4). En la
               vida de todo miembro del Pueblo santo de Dios la vocación es el elemento
originario de su identidad de cristiano, según las palabras del mismo Señor al
proclamar: “ adie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,
44). En efecto, la historia de la salvación es un testimonio vivo de la iniciativa amorosa
de Dios que invita al hombre a entrar en comunión con Él y a asumir una misión
concreta dentro del plan divino, tal y como podemos observar en la Escritura a través de
los relatos de vocación (cf. Gn 12, 1-5; Éx 3; 1 Sam 3; Is 6; Jer 1, 4-10; Lc 1, 26-38;
Mc 1, 16-20; Hch 9, 1-19). Los siervos de Jesús tenemos plena conciencia de que
pertenecemos a la Comunidad no por afinidad con ciertas personas o por coincidir en
unos objetivos comunes, sino porque el Señor nos ha elegido“para concedernos que,
libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y
justicia, en su presencia, todos nuestros días” (Lc 1, 73-75).

        Ahora bien, esta elección divina no puede suponer nunca un motivo de
vanagloria para nosotros, ya que todos los bautizados somos llamados por Dios no en
virtud de nuestros méritos, sino por designio y gracia de Él1. Así lo había revelado Dios
al pueblo de Israel (cf. Dt 7, 7-8), así lo manifestó claramente Jesucristo al realizar su
obra de salvación (cf. Mc 2, 17), y así se expresa san Pablo al dirigirse a la Iglesia de
Corinto (cf. 1 Cor 1,26-31). Muy al contrario, los siervos de Jesús estamos persuadidos
de que nuestra vocación nos ha sido otorgada por el Señor por pura gracia suya, de tal
modo que su elección sólo puede suscitar en nosotros un reconocimiento de nuestra
debilidad y un canto de alabanza a Dios, la roca que nos salva (cf, Sal 94, 1). Por otra
parte, este don del Señor comporta la responsabilidad de ponerlo al servicio de la Iglesia
ofreciendo nuestra Comunidad a todo aquel que busque su modo concreto de
incorporarse a la tarea de vivir y anunciar a Cristo en su propia vida.



LA IDENTIDAD DE LOS SIERVOS DE
JESÚS: “El que quiera ser grande entre
vosotros, será vuestro servidor” (cf. Jn 13, 1-
16).
      En el contexto de una sociedad en la que el hombre se considera a sí mismo como
la medida de toda la realidad y el juez supremo de cuanto acontece en el universo, el
nombre de siervo de Jesús, lejos de evocar un servilismo inconsciente y alienante,
sugiere una total adhesión a Dios, radicalmente distinta de la dependencia del
asalariado, mercenario o siervo a sueldo2y, por lo tanto, adquiere una dimensión
profética para el hombre de hoy.


1
    Cf. CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 40.
2
    LEON-DUFOUR, X., Diccionario del uevo Testamento, Ed, Cristiandad, Madrid 1977, p. 404.


                                                                                              2
Ante todo denominarse siervo de Jesús es una proclamación de la primacía de
Jesucristo en la propia vida, reconociendo la incapacidad del hombre para conducir
con las propias fuerzas su existencia hacia la plena felicidad que anhela su corazón ya
que ésta reside únicamente en la comunión con Dios, que lo creó a su imagen y
semejanza. Ésta comunión se ha hecho posible por la obra de Cristo, el Hijo de Dios,
que se hizo hombre como nosotros para salvarnos del mal, del pecado y de la muerte
por el acontecimiento pascual de su muerte y resurrección, y elevar nuestra naturaleza a
una sublime dignidad3. Los siervos de Jesús tenemos la certeza de que sólo en Cristo,
que por medio de su Espíritu ilumina y sostiene a nuestra Comunidad, hallamos la
salvación y por eso nos postramos ante Él, el siervo crucificado que ha sido exaltado a
la diestra del Padre y ha sido constituído Señor y Cristo (cf. He 2, 36).

       Éste rebajamiento del Señor (cf. Flp 2,6-8) nos descubre el otro sentido de nuestro
nombre. Ser siervo de Jesús supone también el deseo de configurarnos a Él por la
participación, conferida por el bautismo, en el triple oficio de Jesucristo, sacerdote,
profeta y rey. A lo largo de toda su vida (infancia, vida oculta, ministerio, pasión,
muerte y resurrección) Jesús muestra una plena obediencia y disponibilidad ante el
Padre, cuya voluntad es su alimento existencial (cf. Jn 4, 34),manifestada especialmente
en su absoluta entrega por el bien de los hombres, en la línea de la tradición bíblica del
siervo doliente. En efecto, Cristo, exaltado por el Padre, comunicó su potestad a sus
discípulos “para que quedasen constituidos en una libertad regia y con la abnegación y
la vida santa vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom 6, 12), y más, para
que sirviendo a Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus
hermanos hasta aquel Rey, a quien servir es reinar4. En consecuencia, asumir esta
opción de Jesús por el servicio al Padre y a los hermanos desde nuestra vocación de
cristianos laicos supone: unirnos a Él y a su sacrificio en el ofrecimiento de nosotros
mismos y de nuestras actividades, especialmente en la celebración eucarística(oficio
sacerdotal); acoger con fe el Evangelio y anunciarlo con la palabra y con las obras
(oficio profético); y servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia (oficio real)5.

      Como modelo privilegiado de esta configuración con Cristo en su actitud de total
disponibilidad a la voluntad del Padre y a las necesidades de los hombres nuestra
Comunidad ha encontrado siempre un estímulo fundamental en la Virgen María, la
esclava del Señor, que con su sí incondicional a Dios y con su servicio perseverante y
silencioso al prójimo (cf. Lc 2, 26-56) como actitudes que vertebraron toda su vida,
asumió un papel esencial en el plan salvífico de Dios. Podemos considerarla a ella como
la primera sierva de Jesús, ejemplo sublime de nuestra vocación y poderosa intercesora
de nuestra Comunidad.

    Todos estos matices de nuestro nombre nos llevan a considerar el servicio como un
precioso legado de nuestro Señor (cf. Jn 13, 1-16) y que nos permite realizar la vocación
a amar verdaderamente que habita en el corazón humano identificándonos con las
palabras del salmista: “Servid al Señor con alegría” (Sal 99, 2).




3
  CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Gaudium et spes, 22.
4
  Ibid., 36.
5
  Cf. JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 14.


                                                                                        3
NUESTRO IDEAL ES ASPIRAR A LA
SANTIDAD: “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación” (1 Ts 4,3).
     El Ideal de los siervos de Jesús es la identificación con Cristo en todos los ámbitos
de nuestra vida, de tal manera que se haga en nosotros la voluntad de Dios, es decir, que
seamos santos. Ahora bien, el término santidad ha sido a menudo objeto de equívocos e
interpretaciones dudosas que han tenido como resultado su postergación en el lenguaje
habitual de los cristianos. Por eso, tal y como advierte el Santo Padre, “es urgente, hoy
más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la
renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser
<santos en toda la conducta> (1 Pe 1, 15)”6. Veremos a continuación algunos rasgos
característicos de la santidad a la que estamos llamados.

     En primer lugar, la vocación a la santidad es común a todos los miembros de la
Iglesia, ya que por la fe del bautismo hemos sido hechos hijos de Dios y partícipes de la
divina naturaleza, y por lo mismo santos7, convocándonos así a formar el pueblo santo
de Dios (cf. 1 Pe 2, 4-5.9). Así pues, al hablar de aspirar a la santidad no nos referimos a
la adquisición de un logro individual, sino al deseo de participar en la comunión de los
santos, misterio en el que los cristianos nos enriquecemos mediante la mutua
comunicación de los bienes y gracias espirituales recibidos de Cristo, nuestro Redentor.

     Por otro lado, hay que considerar que la santidad es ante todo una don de Dios,
otorgado gratuitamente a sus hijos por el misterio pascual de Cristo que se entregó para
santificar a su Esposa, la Iglesia (cf. Ef 5, 25-26) derramando sobre ella su Espíritu . No
es un mero perfeccionamiento en las virtudes humanas, sino la acción transformadora
de Dios en la vida del cristiano. El Señor nos ha revelado claramente este aspecto de la
santidad para que, tal y como refiere la lectura de nuestra Comunidad, nuestra fe no se
funde en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios (cf. 1Cor 2, 1-5).

      Sin embargo, no podemos olvidar que la santidad es también un mandato del
Señor: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”(Mt 5,
48). La libertad del hombre juega un papel fundamental en su santificación, ya que Dios
espera una respuesta de su criatura desde el ejercicio libre y responsable de su voluntad
humana. En consecuencia, tal y como afirma el Santo Padre, la opción por la santidad
comporta el rechazo de una vida mediocre, vivida desde una ética minimalista y una
religiosidad superficial8. Las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12) han de ser punto de
referencia constante del siervo de Jesús en la obra de su santificación, ya que iluminan
las acciones y las actitudes características de la vida cristiana, descubriendo que el fin
último de los actos humanos es que Dios nos llama a su bienaventuranza9. Es fácil
observar que en el contexto de nuestra sociedad las bienaventuranzas propugnan unos
valores absolutamente ignorados y despreciados, pero es precisamente ese carácter

6
  Ibid., 16.
7
  Cf. CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 39-40.
8
  Cf. JUAN PABLO II. Carta apost. ovo millennio ineunte, 31.
9
  Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1717.


                                                                                          4
paradógico y desconcertante lo que les proporciona su frescura y su ilusionante
novedad, que nos enseña el verdadero camino de la santidad.

    En resumen, podemos considerar que la santidad es el resultado de la acción
salvífica de Dios en Jesucristo por medio de su Espíritu y de la respuesta del hombre en
la fe y en la praxis cristiana, abarcando todas las dimensiones de su vida. Este camino
de santidad, por tanto, no debemos entenderlo como una especie de vida extraordinaria
destinada a unos privilegiados, sino que es capaz de adaptarse a los múltiples caminos
de la vocación cristiana, a las circunstancias y a los ritmos de cada persona10. De este
modo, consideramos que nuestras santidad se ha de manifestar en un modo de ser que
irradie la luz de Jesucristo en todos los ámbitos que forman parte de nuestra vida de
cada día (familia, trabajo, amistades, sociedad...) a través de actitudes impregnadas del
estilo evangélico que se manifiesten de un modo permanente en el acontecer cotidiano.

    Los siervos de Jesús hemos encontrado un apoyo firme en cinco aspectos de la vida
cristiana que nos ayudan decisivamente a perseverar, en medio de nuestras debilidades y
de las dificultades de cada día, por el camino de la santidad. A continuación
profundizaremos en cada uno de estos cinco aspectos.



     1. Potenciar la vida interior

          La experiencia humana nos descubre cómo nuestra condición de hombres
          comporta una serie de necesidades básicas (agua, alimento, vestido, afecto,
          seguridad...) que para ser atendidas exigen de nosotros una dedicación
          permanente. Sin embargo, también percibimos en nuestra naturaleza una
llamada interior a la trascendencia que se manifiesta en nuestra insaciable búsqueda de
verdad, felicidad y plenitud11. Un deseo de tal magnitud indudablemente sólo puede ser
colmado por Dios, sumo y eterno Bien: “ os has hecho para ti y nuestro corazón está
inquieto mientras no descansa en ti”12.

    Por el bautismo hemos sido injertados en Cristo,el Hijo de Dios que se hizo
hombre, murió y resucitó por nosotros, y hemos entrado a formar parte de su cuerpo
místico, la Iglesia. Por esta gracia bautismal somos llamados a caminar cada día hacia
una unión más profunda, a una amistad más íntima y transformante con Él. Es lo que
conocemos como la vida interior, que no puede entenderse en clave de oposición a las
dimensiones naturales del hombre, sino como santificación y elevación de las mismas
viviéndolas desde la fe. En este sentido, entendemos que la vida interior no es una huida
de la realidad mundana, sino la condición necesaria que nos capacita para entrar en un
diálogo fecundo con ella.

     Los siervos de Jesús nos hemos identificado siempre con la imagen evangélica de la
vid y los sarmientos (Jn 15, 1-17) para expresar el carácter primordial que tiene nuestra
unión con Él a la hora de perseverar por los caminos del Evangelio. Todo sarmiento
(cristiano) que no está unido a la vid (Cristo), se seca (vive sin sentido ni esperanza). En
10
   Cf. JUAN PABLO II: Carta apost. ovo millennio ineunte, 31.
11
   Cf. CONCILIO VATICANO II: Constit. dogmát. Lumen gentium, 10.
12
   SAN AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, 1, 1, 1.


                                                                                          5
efecto, nuestra experiencia nos enseña que el cristiano sólo puede dar frutos de amor y
santidad desde una intensa vida espiritual alimentada con la oración, los sacramentos y
la escucha de la Palabra de Dios.

      La oración es una fuente inagotable de crecimiento espiritual y de unión con Dios.
Ella nos hace experimentar su presencia cotidiana, nos ayuda a mejorar y a discernir su
voluntad, nos lleva a la coherencia y al valor para compartir con los demás y nos
proporciona el silencio y la paz del corazón. Esto lo confirma la enseñanza del Santo
Padre cuando afirma: “La oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de
amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado,
sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente al corazón del Padre”13. A
ejemplo de Jesús, a quien contemplamos en los evangelios orando tanto privada (cf. Mc
1, 35; 6, 46; Lc 5, 16) como públicamente (cf. Mt 11, 25-27; Lc 10, 21-23; Jn 11, 41-
42), los siervos de Jesús hemos encontrado en el tesoro de la oración su doble faceta:

        La oración personal es el encuentro íntimo con Dios en lo más profundo de
        nuestro corazón, donde sólo Él puede llegar. En este contexto podemos
        comprender las hermosas palabras del Señor: “Mira que estoy a la puerta y
        llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré
        con él y él conmigo” (Ap 3, 20).

        La oración comunitaria es el encuentro gozoso con el Señor que, fiel a su
        palabra, se hace presente en medio de los hermanos que unen sus voces y su
        corazón en una misma invocación, alabanza y adoración a Dios. En ella
        realizamos la recomendación de san Pablo: “Llenaos más bien del Espíritu.
        Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y
        salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias contínuamente y por todo
        a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5, 19-20).

      La vida sacramental, instrumento fundamental de la comunicación de los frutos
del misterio pascual de Cristo por medio de la Iglesia14, es otro de los cimientos de la
vida interior de los siervos de Jesús especialmente en la celebración de los sacramentos
de la Eucaristía y la Reconciliación, además del enriquecimiento espiritual que en
múltiples ocasiones ha supuesto la experiencia comunitaria de bautizos, confirmaciones,
uniones matrimoniales u ordenaciones.

     a) Respecto a la Eucaristía, fuente y cima de toda la vida cristiana15, nuestra
        Comunidad ha encontrado siempre en ella la expresión más significativa de
        nuestra fe intensificándose así nuestra comunión con Cristo, pan de vida (cf. Jn
        6, 56), y con su Iglesia, Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 10, 16-17), fruto también de
        nuestra participación y animación litúrgica en las celebraciones eucarísticas
        dominicales y festivas con todo el pueblo cristiano. Es tradicional para los
        siervos de Jesús, en comunión con la Iglesia, la celebración del domingo como
        el centro mismo de la vida cristiana16, que tiene su preámbulo en la víspera con
        la reunión semanal de la Comunidad, su momento culminante en le celebración

13
   Ibid., 33.
14
   Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1076.
15
   CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 11.
16
   Cf. JUAN PABLO II: Carta apost. Dies Domini, 7.


                                                                                       6
de la Eucaristía dominical y su prolongación el resto del domingo con un tiempo
        de descanso y convivencia familiar y, a menudo, comunitaria.

     b) El sacramento de la Reconciliación es la gran oportunidad que el Señor nos
        ofrece siempre para reconciliarnos con Él en el seno de la Iglesia y para restaurar
        la armonía con uno mismo, con los hermanos, con la Iglesia y con la creación,
        dañada a causa de nuestro pecado17. Para nosotros la experiencia sacramental del
        perdón de Dios, celebrado tanto personal como comunitariamente, es siempre
        una ocasión privilegiada de crecimiento espiritual y de vivencia profunda del
        corazón misericordioso de nuestro Señor, que siempre nos espera ,como el padre
        del hijo pródigo, con los brazos abiertos (cf. Lc 15, 11-32).

      Una tercera actividad que potencia nuestra vida interior es la escucha de la
Palabra de Dios, a la que todos los cristianos somos invitados por los Padres
conciliares18. Es precisamente esta escucha de la Palabra unida a su cumplimiento en la
la que cimenta nuestra vida cristiana sobre Jesucristo, Verbo encarnado y roca
inconmovible, haciéndola resistente ante las asechanzas del maligno (Mt 7, 24-27). La
Palabra de Dios se hace presente en la vida de los siervos de Jesús a dos niveles:
personal, alimentando e iluminando nuestra oración y nuestras decisiones más
trascendentales; y comunitario, ya que es el centro de nuestras reuniones, oraciones y
retiros en los que, al escucharla juntos y compartir su acción en nuestras vidas vamos
edificándonos mutuamente en un clima de fraternidad y transparencia.



     2. Ser dóciles al Espíritu como María
            En nuestro deseo de configurarnos a Cristo en el servicio al Padre y a los
            hombres contemplamos cómo el Señor se nos presenta en el evangelio como
            el Ungido por el Padre con el don del Espíritu, que asume la misión del
            Siervo del Señor (cf. Lc 4, 16-21) y que comunica ese mismo Espíritu a la
Iglesia (cf. Jn 20, 22), en la que su acción perdura a través de los siglos y de las
generaciones19. En consecuencia, el siervo de Jesús está llamado a asumir igualmente su
condición de ungido con el Espíritu conferida por el bautismo y a vivir en una actitud de
plena docilidad a sus inspiraciones, dejándose guiar por Él y así dar buenos frutos en
medio de las diversas visicitudes que forman el entramado de nuestra existencia, para lo
cual nos reconfortan las palabras del Catecismo: “Gracias al poder del Espíritu Santo
los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará
que demos <el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza> (Ga 5, 22-23)”20.

      En esta necesidad de vivir en el Espíritu tomamos como modelo sublime a la
Virgen María, Madre de Dios Hijo, hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu
Santo21, en la que, entre las innumerables virtudes que la adornan, admiramos de un
17
   JUAN PABLO II: Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 31, V.
18
   Dei Verbum, 25.
19
   Cf. JUAN PABLO II: Encíclica Dominum et vivificantem, 26.
20
   Catecismo de la Iglesia Católica, 736.
21
   Cf. CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 53.


                                                                                         7
modo especial su condición de Maestra de la docilidad al Espíritu. En efecto, al leer
los evangelios descubrimos en la discreta presencia de María todo un tratado de esta
disponibilidad a la acción del divino Espíritu: su aceptación incondicional del plan de
Dios, desconcertante para la inteligencia humana (Lc 1, 26-38); su prontitud para llevar
la presencia de Cristo a los demás (Lc 1, 39-45); su alabanza gozosa a Dios por la
acción de su Espíritu (Lc 1, 46-56); su capacidad de reflexión y discernimiento en la
oración ante situaciones difíciles de asimilar (Lc 2, 19. 51); su persistencia en la
intercesión por el prójimo en dificultades (Jn 2, 1-11); su presencia junto a Jesús en el
momento más doloroso (Jn 19, 25-27); su permanencia orante y consoladora en medio
la Iglesia en espera del don del Espíritu (He 1, 12-14) y en su efusión el día de
Pentecostés(He 2, 1-4).

      Respecto a nuestra Comunidad, la acción del Espíritu Santo es para nosotros el
signo más evidente de la presencia de Dios en ella. De un modo análogo a lo que
sucediera a la primera comunidad cristiana fue la fuerza renovadora del Paráclito la
que impulsó a la Comunidad a iniciar su andadura con la ilusión de poder vivir y
compartir el amor del Resucitado. Considerando que nuestro Ideal consiste en llevar a
plenitud nuestra santificación, el Espíritu había de tener para los siervos de Jesús un
papel primordial, ya que fue enviado precisamente a fin de santificar indefinidamente a
la Iglesia22. La perseverancia de nuestra Comunidad durante todo este tiempo en el que,
en no pocas ocasiones, se ha visto envuelta en dificultades y encrucijadas, es una obra
del Espíritu de Jesucristo que se ha mostrado poderoso en nuestra debilidad para que
nuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (cf. 1
Cor 2, 5), de tal modo que podemos dar testimonio de su abundante efusión en la
Comunidad, participando de las gracias que derrama incesantemente sobre la
Iglesia, tal y como afirma el Concilio: “El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón
de los fieles como en un templo (cf 1 Cor 3, 16; 6, 19), y en ella ora y da testimonio de
su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15- 16.26). Guía a la Iglesia a toda la
verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con
diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12;
1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva
incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo”23.

       Son varios los medios que el Señor nos ofrece para vivir en esta docilidad a su
Espíritu y por los que los siervos de Jesús recibimos frutos abundantes en nuestra vida
cristiana.

           En primer lugar, el crecimiento en la vida espiritual, a la que nos referimos en
           el apartado anterior, nos hace más sensibles y atentos a las acciones y
           sugerencias del Espíritu, poniéndonos en sintonía con ellas, puesto que los que
           viven según el Espíritu desean lo espiritual (cf. Rom 8, 5).

           De gran importancia es también la práctica del discernimiento, con la ayuda la
           oración, la Palabra de Dios, el Magisterio, el consejo de los hermanos y la
           orientación de los pastores de la Iglesia, puesto que nos permite conocer la
           voluntad de Dios, examinándolo todo y quedándonos con lo bueno (cf. 1 Te 5,


22
     Cf. Ibid., 25
23
     CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 4.


                                                                                         8
19), leer los signos de los tiempos y descubrir nuestros carismas para ponerlos al
           servicio de la Iglesia.

           Para dicho discernimiento nos ayuda enormemente el criterio de la paz interior,
           que es signo de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 19-21) y uno de los frutos
           del Espíritu (cf. Gal 5, 22). No obstante, es necesario distinguir esta paz que
           proviene de Dios de la efímera tranquilidad propia de la huida ante las
           dificultades. En efecto, la verdadera paz espiritual se mantiene, e incluso se
           incrementa, cuando la opción elegida es la voluntad de Dios, aunque sea la más
           dificultosa.

           Para este discernimiento es también fundamental progresar en una adecuada
           formación cristiana que, mediante la profundización en la doctrina católica (cf.
           Col 2, 6), nos proporcione una conciencia recta en la que el Espíritu pueda
           actuar con libertad. Nuestra Comunidad atiende a esta necesidad a través de las
           profundización en la Palabra de Dios y en temas de la doctrina y la moral
           católica con la ayuda de materiales pastorales y teológicos adecuados, así como
           de personas eclesialmente cualificadas.

           Puesto que el Espíritu Santo es de un modo especial artífice de la unidad, la
           práctica de una espiritualidad de comunión24 a todos los niveles (familiar,
           comunitario, eclesial...) es un medio seguro de permanecer en sintonía con Él
           (cf. Flp 2, 1-11), a pesar de que existan criterios y opiniones distintas entre las
           personas.

           Es también muy necesaria la adquisición de la virtud de la humildad, puesto
           que sólo desde el reconocimiento de nuestra limitación podremos construir la
           verdadera comunión y abrirnos a la acción del Espíritu que nos conduce a la
           verdad plena (cf. Jn 16, 13). Así lo proclama la Virgen María en el cántico del
           Magníficat: “Porque ha mirado la humillación de su sierva” (Lc 1, 48). Esta
           actitud de humidad hace posible que nuestra vida esté abierta a las “sorpresas”
           del Espíritu que a menudo rompen nuestros esquemas humanos y nos introducen
           en la experiencia de la gratuidad de Dios.



       3. Vivir lo cotidiano desde la fe

          Al exponer nuestro modo de entender la santidad a la que Dios nos llama nos
          hemos referido a su dimensión personal que le permite adaptarse a las
          circunstancias y al proceso de maduración natural y espiritual de cada
          bautizado. Podemos hablar entonces de una santidad cotidiana que se
          manifiesta en el descubrimiento de la presencia de Dios en el acontecer diario
y nos hace vivir cada momento, cada situación como un lugar de encuentro con Dios.
Toda la revelación divina a lo largo de la historia de la salvación, y de un modo especial
el misterio del Verbo encarnado (cf. Jn 1, 14), se caracteriza por esta proyección


24
     JUAN PABLO II: Carta apost. ovo millennio ineunte, 43-45.


                                                                                            9
histórica, ya que Dios ha querido entrar en diálogo con el hombre a través de
mediaciones humanas, en el entramado de la historia.

       Este carácter cotidiano de nuestro Ideal nos sitúa en sintonía con las afirmaciones
del Magisterio acerca de la identidad de los laicos25 que nos invitan a desarrollar
nuestras tareas diarias dentro de la sociedad desde una orientación espiritual que nos
permita santificarnos a través de ellas. Esta índole secular de nuestra vocación de laicos
cristianos supone para nosotros comprometernos con las realidades temporales viviendo
en la tensión entre el diálogo y la valoración de las semillas de bien que encontramos en
la sociedad, y el testimonio y la defensa de la fe y los valores del Evangelio ante las
ideologías y situaciones que se oponen claramente al plan de salvación que Dios ha
dispuesto para la humanidad. En definitiva, hemos de ser la levadura que fermente la
masa del mundo, uniéndonos a la obra redentora de Cristo sobre la creación que, salida
llena de bondad de las manos de Dios, se encuentra dañada por la presencia de pecado.
En palabras de los santos Padres, “lo que el alma es al cuerpo, lo son los cristianos en
el mundo”26.

        Entre los diferentes ámbitos que configuran la índole secular los siervos de Jesús
damos la primacía al matrimonio y la familia, ya que consideramos que es el primer
destino del ejercicio de nuestra vocación laical. Tanto los hermanos que viven en unión
de sus padres y hermanos como aquellos que han formado un núcleo familiar propio
están llamados a descubrir y vivir la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo. En
ella los esposos, unidos sacramentalmente, testimonian con su pertenencia mutua,
fundada en el amor y la fidelidad, la misma relación de Cristo con la Iglesia27, así como
la relación entre padres e hijos representa el amor de Dios por la humanidad28. De este
modo los siervos de Jesús hemos de procurar, dentro de nuestras posibilidades, que
nuestras familias desarrollen cuatro cometidos generales: formación de una comunidad
de personas, servicio a la vida, participación en el desarrollo de la sociedad y
participación en la vida y misión de la Iglesia29. Esta tarea sólo puede realizarse a través
del testimonio de vida cristiana, manifestado con palabras y obras, que impregnen del
suave aroma del Evangelio todas las dimensiones de la vida familiar, siguiendo
fielmente las orientaciones del Magisterio.

        Junto a esta primera concreción de la identidad laical consideramos de gran
importancia nuestra labor en otros campos en los que urge la presencia testimonial de
los cristianos para hacer presente el reino de Dios y anunciar la buena noticia de
salvación. Como en repetidas ocasiones nos ha venido exhortando la doctrina social de
la Iglesia, la misión de los laicos en el mundo laboral, en el barrio, en la calle, en las
organizaciones sociales, culturales y políticas, debe caracterizarse por la defensa tenaz
de la dignidad de la persona en todos los momentos y circunstancias de su existencia, el
fomento de los valores evangélicos como referentes básicos de las relaciones humanas y
el testimonio valiente de nuestra fe eclesial, “de suerte que el mundo se impregne del
espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz”30.

25
   JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 17.
26
   Carta a Diogneto, c. VI.
27
   JUAN PABLO II: Exhort. apost. Familiaris consortio, 13
28
   Ibid. 17.
29
   Ibid. 17.
30
   CONCILIO VATIVANO II: Const. dogmát. Lumen Gentium, 36.


                                                                                         10
Este aspecto de nuestro ideal acerca de nuestra aspiración a una santidad
cotidiana aparecía expresado en su origen en un doble objetivo:

       Transformar el mundo a través de lo cotidiano, sin esperar a las grandes
       ocasiones: la santidad no se identifica con unos actos heróicos puntuales sino
       con un modo de vivir que irradia la presencia de Cristo en el día a día, a través
       de la perseverancia en la búsqueda de la voluntad de Dios y la siembra del
       Evangelio en cada acontecimiento cotidiano, pues el reino de Dios va
       realizándose como la pequeña semilla que crece poco a poco hasta convertirse
       en un gran árbol (cf. Mc 4, 30-32). Nuestra labor no consiste tanto en hacer obras
       extraordinarias, sino en hacer de lo ordinario algo extraordinario, haciendo
       nuestras las palabras del salmista: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis
       ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que
       acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre” (Sal 130, 1-
       2).

       Especial esfuerzo en lo más cercano: familia, trabajo, sociedad. Los siervos
       de Jesús consideramos ineludible el compromiso de todo cristiano por erradicar
       los grandes problemas que aquejan a nuestro mundo, de ahí que tanto a nivel
       personal como a nivel comunitario colaboremos con asiduidad en dicho campo.
       Sin embargo, como hemos indicado más arriba, nuestra labor inmediata se dirige
       en primer lugar, hacia lo más próximo en nuestra existencia cotidiana. Es la
       propia casa, el lugar de trabajo, la calle o el barrio la primera tierra de misión a
       la que somos enviados por el Señor: “Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios
       ha hecho contigo” (Lc 8, 39).

      En medio de las dificultades que se nos presentan a la hora de vivir lo cotidiano
desde la fe, Dios nos ha regalado dos instrumentos muy eficaces para orientarnos en el
camino.

       Por un lado, aprender a vivir el momento presente como el lugar privilegiado
del encuentro con Dios y de nuestra adhesión a su voluntad nos libera de la parálisis que
a menudo ocasionan la nostalgia y las heridas del pasado, así como el temor y la vana
ilusión respecto al futuro. Al mismo tiempo, nos hace descubrir el gozo de recibir la
realidad presente como el maná del pueblo de Israel en su camino por el desierto (cf. Ex
16) de tal modo que adquiere todo su sentido la petición del Padre nuestro: Danos hoy
nuestro pan de cada día.

       Por otro lado, la adquisición de una adecuada escala de valores, en plena
consonancia con el Evangelio y la enseñanza de la Iglesia, es una ayuda muy importante
a la hora de mantener la fidelidad a Cristo en cualquier circunstancia, manteniendo
nuestra independencia ante las opiniones de nuestro entorno y una estabilidad dinámica
de la fe que nos aleje tanto de la volubilidad inmadura (cf. Ef 4, 14) como del estatismo
envejecedor (cf. Lc 19, 20-26).




                                                                                        11
4. Vivir en fraternidad
                “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (Sal 132,
               1). La dimensión comunitaria de la fe es uno de los rasgos más
               distintivos de los siervos de Jesús. Conscientes de que todo bautizado
               forma parte de la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia, no dejamos
de constatar que el fenómeno asociativo de los fieles laicos tiene hoy una gran
importancia ya que expresa la naturaleza social de la persona, aporta una indudable
eficacia operativa y, sobre todo, representa una preciosa ayuda para llevar una vida
cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una
acción misionera y apostólica31. La Comunidad es la expresión por excelencia de
nuestra identidad de siervos de Jesús puesto que ejerce una serie de funciones de
enorme trascendencia para nosotros:

           Expresión cotidiana de la Iglesia: en nuestro mundo actual, contaminado de
           múltiples contravalores, el cristiano necesita pertenecer a un grupo de referencia
           dentro de la gran familia de Dios como lugar de relación más íntima y
           continuada con los hermanos en la fe y como vínculo cotidiano con la Iglesia (cf.
           Col 2, 6). Nuestras reuniones, celebraciones y actividades nos permiten
           edificarnos mutuamente con nuestras experiencias de vida cristiana y
           profundizar en común en la fe de la Iglesia.

           Escuela de fraternidad: la práctica de la caridad de Cristo debe ser el elemento
           distintivo de la Comunidad (cf. Jn 13, 35), donde todos sus miembros hemos
           adquirido dicho compromiso y, por tanto, podemos y debemos realizarlo y
           exigírnoslo mutuamente, con independencia de afinidades o aversiones. La
           experiencia de esta fraternidad en Cristo es uno de los mayores frutos de la
           Comunidad para la vida cristiana de sus miembros, que consecuentemente
           repercute positivamente en todos los ámbitos de nuestra vida. En efecto, la
           fraternidad que vivimos y edificamos en la Comunidad debe proyectarse hacia
           nuestras familias, nuestros trabajos, nuestros barrios, nuestras amistades, y de un
           modo particular hacia los más pobres, lugar privilegiado de la presencia del
           Señor (cf. Mt 25, 31-46).

           Sembrado de carismas: la Comunidad es el campo fértil para que las semillas
           de carismas que el Espíritu esparce sobre los miembros crezca y fructifique (cf.
           Mt 13, 1-23). Compartiendo nuestras inquietudes y experiencias de fe vamos
           descubriendo los dones y las llamadas de Dios y nos exhortamos unos a otros a
           responder con disponibilidad y confianza al Señor. En el seno de la Comunidad
           van madurando vocaciones a la formación de familias cristianas, al sacerdocio y
           a la vida consagrada, así como a compromisos pastorales (enfermos,
           drogadictos, ancianos, catequesis...).

     A la hora de desarrollar nuestra vida comunitaria los siervos de
Jesús hemos tomado como punto de referencia las características que enumera san
Lucas en su descripción de la primera comunidad cristiana: “Los hermanos eran
constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción

31
     JUAN PABLO II, Exhort. apost. Christifideles laici, 29.


                                                                                           12
del pan y en las oraciones” (He 2, 42). Así pues, vamos a describir someramente
nuestra vida comunitaria siguiendo dichos rasgos.

     1) La enseñanza de los apóstoles: la Comunidad adquiere un papel fundamental
        como ámbito privilegiado para la formación integral de sus miembros. En ella se
        desarrolla una adecuada formación espiritual y doctrinal, que nos permite
        adquirir una mayor intimidad con el Señor y una la estructuración necesaria de
        la fe madura, como el crecimiento en los valores humanos que manifiesten de un
        mdo visible la riqueza de la vida cristiana32. Todo ello va poco a poco
        contribuyendo a la conciencia de nuestra vocación laical como enviados de la
        Iglesia a testimoniar en medio del mundo la presencia redentora de Cristo.
        Nuestras reuniones y actividades, preparadas por nosotros mismos con los
        materiales adecuados, facilitan en todos los hermanos la corresponsabilidad en la
        edificación de la Comunidad y hacen “más capilar e incisiva la conciencia y la
        experiencia de la comunión y de la misión eclesial”33.

     2) La comunión: es la tarea más complicada, ya que en ella deben compaginarse
        los intereses y opiniones particulares de tal modo que se favorezca el bien
        común y se salvaguarde la identidad de la propia Comunidad. Esta comunión se
        apoya en unos principios básicos de toda comunidad cristiana: la fidelidad a la
        doctrina de la Iglesia y al Ideal y los Estatutos de la Comunidad (cf. Col 2, 6-7),
        la transparencia entre los miembros (cf. Ef 4, 25), la discreción acerca de cuanto
        acontece en la intimidad de la vida comunitaria (cf. St 3, 1-12), el compartir de
        los propios bienes espirituales y materiales según el carisma de cada uno (cf. Rm
        12, 4-13), el ejercicio prudente de la corrección fraterna (cf. Mt 18, 15-17) y la
        primacía del amor y la paz de Cristo (cf. Col 3, 12-15).

     3) La fracción del pan: la celebración de la Eucaristía es para nosotros la máxima
        expresión de nuestra fe como Comunidad perteneciente a la Iglesia de Jesucristo,
        puesto que “significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del
        Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma”34. Por este motivo es
        nuestro deseo y nuestro deber celebrar comunitariamente la Eucaristía dominical
        con todo el pueblo fiel como signo visible de nuestra comunión con toda la
        Iglesia. Por otro lado, en la celebración de la Eucaristía nos sentimos invitados
        por el Señor a unirnos más profundamente a él, siervo obediente al Padre, que se
        hace presente ,del modo más sencillo y cotidiano, en las especies del pan y del
        vino consagrados en el altar35. Finalmente, esta presencia eucarística de
        Jesucristo ha estado con nosotros en nuestras oraciones comunitarias a los pies
        del sagrario y en esa presencia hemos encontrado innumerables veces la luz y el
        consuelo de nuestro Maestro y Señor.

     4) Las oraciones: en el tema de la vida interior ya nos referimos a la gran
        importancia que tiene la oración para nuestra vida cristiana. Dentro de la vida
        comunitaria, la oración es un pilar fundamental, pues en ella somos iluminados,
        renovados e impulsados a crear fraternidad tanto en el Comunidad como en

32
   Ibid., 60.
33
   Ibid. , 61.
34
   Catecismo de la Iglesia Católica, 1325.
35
   Ibid., 1374.


                                                                                        13
todos las realidades que conforman nuestra vida. Tal y como sucedía a la
       primera comunidad cristiana (cf. He 2, 1-4; 4, 23-31), la oración comunitaria es
       un momento privilegiado de la acción del Espíritu que nos alienta y nos impulsa
       a perseverar en el seguimiento de Jesucristo. Nuestra oración comunitaria puede
       ser: a)litúrgica (rezo de laudes o vísperas), que nos ayuda a unirnos más
       intensamente a la oración de toda la Iglesia, según lo dispuesto por el Concilio
       que recomienda que “los laicos recen el Oficio divino, o con los sacerdotes o
       reunidos entre sí, e incluso en particular36; b) espontánea, con las características
       propias de nuestra espiritualidad en plena comunión con la Iglesia37, que nos
       ayuda a descubrir la acción del Espíritu en la Comunidad a través de la
       Escritura, los cantos y la oración de los hermanos. Por otro lado, en nuestra
       oración tiene un lugar preeminente la presencia de la Virgen María (cf. He 1,
       14), la orante perfecta38 e intercesora por su participación de la mediación de
       Cristo39, especialmente en el rezo del santo rosario que nos ha acompañado en
       los momentos más difíciles.



     4. Ser fieles a la Iglesia Católica
            Nuestra vocación de siervos de Jesús tiene su razón de ser en nuestra
            condición de miembros del Pueblo de Dios que por el bautismo somos
            llamados a vivir la santidad de Dios participando del triple servicio
            sacerdotal, profético y real de Jesucristo. En consecuencia, para nosotros es
            primordial la fidelidad a la Iglesia, en la que la vida de Cristo “se comunica
a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente por medio de los sacramentos a
Cristo que padeció y vive ya glorioso”40.

      La Comunidad se siente y se sabe Iglesia y dentro de ella encuentra su razón de
ser. Los siervos de Jesus buscamos ser miembros vivos del Pueblo de Dios a través de
nuestra unión con Dios y nuestro compromiso cristiano. En consonancia con esta
identidad eclesial nos alegra comprobar cómo nuestras aspiraciones concuerdan
plenamente con los criterios que el Santo Padre considera adecuados para el
discernimento y reconocimiento de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia41:

       El primado de la vocación a la santidad: como hemos visto la aspiración a la
       santidad es el Ideal y, por tanto, la meta fundamental de la Comunidad de los
       siervos de Jesús.

       La responsabilidad de confesar la fe católica: nuestra Comunidad ha ido
       edificándose en todo momento desde la plena identificación con la fe de la
       Iglesia y sólo en ella adquiere su identidad.


36
   CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Sacrosanctum Concilium, 100.
37
   Catecismo de la Iglesia Católica, 2693.
38
   Ibid, 2679.
39
   JUAN PABLO II: Carta encíclica Redemptoris Mater, 38.
40
   CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 7.
41
   JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 30.


                                                                                        14
El testimonio de una comunión firme y convencida con el Papa y el Obispo:
          ésta ha sido siempre una gran aspiración de nuestra Comunidad que considera a
          los Pastores de la Iglesia como signo fundamental de la apostolicidad y de la
          unidad en torno a la fe católica. Así lo testimoniamos en nuestra vida.

          La conformidad y participación en el fin apostólico de la Iglesia: la vocación
          misionera propia de nuestra identidad laical se concreta en una tarea
          evangelizadora personal y comunitaria con un carácter profundamente eclesial.

          El comprometerse en un presencia en la sociedad humana: nuestro deseo de
          vivr lo cotidiano desde la fe nos impulsa a impregnar de los valores evangélicos
          los distintos ambientes en los que se desenvuelve nuestra vida, descubriendo en
          ellos el lugar de misión a la que nos llama el Señor, sin olvidar nuestro
          compromiso con los grandes problemas de nuestro mundo.

      Todos estos principios de eclesialidad son los que hacen posible que en los siervos
Jesús se haga realidad la exhortación de la Escritura: “Acercándoos a él, piedra viva,
desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual
piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio
santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de
Jesucristo” (1 Pe 2, 4-5). Ser miembros vivos de la Iglesia significa para nosotros
participar plenamente en su doble dimensión comunitaria y misionera.

      a) La comunión eclesial: el deseo de unidad de nuestro Maestro y Señor (cf. Jn
         17, 21-23) alimenta la tarea de los siervos de Jesús en la búsqueda de la
         comunión eclesial, que debe fundarse ante todo en la primacía de Cristo, la
         fidelidad a la fe católica, la sinceridad y el amor mutuo. Como signos
         fundamentales de este espíritu de comunión podemos destacar:

                      la unión con el Papa y nuestro Obispo, garantes de unidad y fidelidad
                      a Cristo, permaneciendo atentos a sus enseñanzas y exhortaciones,
                      colaborando con ellos y obedeciéndoles, no por puro servilismo sino
                      como signo de unión a Jesucristo y su Iglesia, lo cual nos permite
                      expresar libremente nuestro propio carisma en el seno de la
                      comunidad cristiana. Esta estrecha relación que debe existir entre los
                      laicos y la Jerarquía ha sido adecuadamente explicada por el
                      Concilio42.

                      La unidad con los diferentes grupos, movimientos y comunidades de
                      la Iglesia, que sólo es posible a través del respeto y la valoración de
                      los distintos carismas y de las diversas sensibilidades teológicas en el
                      seno de la Iglesia con una actitud de apertura que nos permita
                      aprender de los demás. En este sentido el Santo Padre afirma que
                      Pastores y fieles “estamos obligados a favorecer y alimentar
                      continuamente vínculos y relaciones fraternas de estima, cordialidad
                      y colaboración entre las diversas formas asociativas de los laicos”43.


42
     CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 37.
43
     JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 31.


                                                                                           15
El espíritu ecuménico mediante un diálogo sincero, prudente y
                    constructivo con los hermanos de otras confesiones cristianas, con
                    los creyentes de otras religiones y con todos los hombres de buena
                    voluntad, siempre que sea posible, exige de nosotros una oración
                    intensa, una adecuada formación y una búsqueda auténtica de la
                    verdad desde nuestra propia identidad eclesial44.

     b) La misión eclesial: sobre la estrecha relación que existe entre comunión y
        misión el Santo Padre escribe: “La comunión y la misión están profundamente
        unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que
        la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es
        misionera y la misión es para la comunión”45. En efecto, la unión con Jesucristo
        hace resonar en nuestro corazón su mandato misionero: “Id al mundo entero y
        proclamad el Evangelio” (Mc 16, 15), ya que el mensaje de Jesucristo es
        fundamentalmente una buena noticia de salvación que todos estamos llamados a
        comunicar, puesto que el Señor nos ha elegido para que vayamos y demos fruto
        (cf. Jn 15, 16). Las formas de evangelización mediante las cuales la Comunidad
        de los siervos de Jesús lleva a cabo su labor misionera son las siguientes:

                    El anuncio de la Comunidad es quizá nuestra forma comunitaria de
                    evangelización más propiamente misionera puesto que nos permite
                    anunciar el Evangelio no sólo entre los fieles que necesitan compartir
                    su fe, sino también “entre quienes todavía no creen o ya viven la fe
                    recibida con el Bautismo”46. Con él pretendemos ofrecer el tesoro
                    que el Señor nos ha dado y lo realizamos con mayor o menor
                    frecuencia en función de las personas que se sientan llamadas y en él
                    exponemos los contenidos básicos del mensaje cristiano en relación
                    con el Ideal al que nos llama el Señor dentro de la Iglesia. No
                    obstante, este modo de evangelización es profundamente eclesial, de
                    tal modo que en él invitamos a los interesados a que, si no sienten
                    vocación a ser siervos de Jesús, sigan buscando con perseverancia su
                    lugar concreto dentro de la Iglesia.

                    La animación litúrgica de la eucaristía dominical, dentro del proceso
                    de incorporación de los fieles laicos a la vida litúrgica47, permite que
                    la celebración adquiera un carácter significativo para los fieles, de ahí
                    que lo consideremos como un medio eficaz para suscitar el deseo de
                    vivir y compartir más intensamente la fe, así como de una
                    vinculación más continua a la Iglesia.

                    En su dimensión personal el compromiso misionero de los siervos de
                    Jesús se manifiesta en nuestro deseo de vivir lo cotidiano desde la fe,
                    anunciando el Evangelio con obras y palabras en aquellos lugares en
                    los que el Señor nos ha situado y discerniendo, con la ayuda de la
                    oración, de la Comunidad y de la Iglesia, los propios carismas como

44
   CONCILIO VATICANO II: Decreto Unitatis redintegratio, 5-12.
45
   JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 32.
46
   Ibid., 34.
47
   Ibid., 23.


                                                                                          16
gracias del Espíritu Santo ordenadas a la edificación de la Iglesia, al
                  bien de los hombres y a las necesidades del mundo48.

         Ser santos en la Iglesia: ese es el deseo de los siervos de Jesús, llamados a
peregrinar como miembros del Pueblo Santo de Dios, en compañía de la Santísima
Virgen María y de todos los santos, en íntima comunión con Jesucristo, bajo la acción
del Espíritu Santo hacia la casa del Padre, confiados en la promesa del Señor: “Ésta
será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21, 7).




48
     Ibid., 24.


                                                                                      17
FI ALIDADES DE LA COMU IDAD

1) La santificación de sus miembros: EL Ideal de la Comunidad de los siervos de
   Jesús es aspirar a la santidad, por lo que todas nuestra actividades deben estar
   orientadas a ayudarnos a vivir más intensamente nuestra unión con Cristo y a
   servir con amor a los hermanos.

2) El servicio a la comunión de la Iglesia: la Comunidad de los siervos de Jesús
   quiere ser un miembro vivo de la Iglesia que aporte su propio carisma al mismo
   tiempo que se enriquece de los carismas de las diversas realidades que conviven
   en ella, por lo que se siente llamada adherirse a las orientaciones doctrinales y
   pastorales de nuestros pastores y a participar activamente en todas aquellas
   iniciativas que favorezcan la comunión entre los distintos miembros de la
   Iglesia.

3) El descubrimiento y el ejercicio de las vocaciones y los carismas personales:
   la Comunidad pretende ayudar a cada hermano a discernir su propia vocación
   cristiana, bien sea al matrimonio, al sacerdocio o a la vida religiosa, así como
   aquellos carismas que el Espíritu le conceda, para luego desarrollarlos con
   entusiasmo y confianza en el Señor.

4) Desarrollar comunitariamente una pastoral familiar: la gran riqueza que
   para la Comunidad supone la pertenencia a ella de bastantes familias cristianas
   comporta el planteamiento de una adecuada pastoral familiar y una educación
   comunitaria en la fe para nuestros hijos.

5) Colaborar en el servicio litúrgico: es un carisma de la Comunidad de los
   siervos de Jesús la animación litúrgica a través de actividades, moniciones,
   cantos, etc., que ayuden a que las celebraciones resulten significativas para los
   fieles que participan en ellas.

6) Enviar a sus miembros para una presencia misionera y fraterna en su vida
   diaria: ser testigos del Evangelio con sus obras y palabras en la índole secular
   (familia, trabajo, sociedad) es la misión fundamental del siervo de Jesús por su
   condición de laico cristiano.

7) Ser Comunidad evangelizadora: los siervos de Jesús nos sentimos llamados a
   ofrecer el tesoro de la fe en Jesucristo y de la experiencia compartida de su amor
   a todos los que nos rodean.




                                                                                  18
CO SAGRACIÓ DE LOS SIERVOS DE JESÚS

       Te damos gracias, Señor, por la vocación a la que nos has
llamado y por el camino que has trazado para nosotros. Queremos
servirte con fidelidad, sin desanimarnos a pesar de las
dificultades. Por eso aspiramos a la santidad que Tú quieres
realizar en nosotros, y para ello nos comprometemos a:

  - Potenciar nuestra vida interior porque todo sarmiento que no
    está unido a la vid se seca.

  - Ser dóciles a tu Espíritu como la Virgen María, abriéndonos
    a su acción en la vida de cada día.

  - Vivir lo cotidiano desde la fe y ser luz de tu Luz en el
    mundo.

  - Vivir en fraternidad, agradeciéndote el don de cada hermano
    y amándole como Tú le amas.

  - Ser fieles a la Iglesia Católica, viviendo en comunión con
    ella y haciéndonos responsables de su misión
    evangelizadora.

      Confiados en tu gracia te pedimos, Señor, que derrames los
dones de tu Espíritu sobre nuestra Comunidad, para que podamos
ser auténticos siervos de tu Hijo, que vive y reina contigo, en la
unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos.
AMÉN




                                                                19

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La santidad, vocación común de los siervos de Jesús

  • 2. l nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que “E fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4). En la vida de todo miembro del Pueblo santo de Dios la vocación es el elemento originario de su identidad de cristiano, según las palabras del mismo Señor al proclamar: “ adie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6, 44). En efecto, la historia de la salvación es un testimonio vivo de la iniciativa amorosa de Dios que invita al hombre a entrar en comunión con Él y a asumir una misión concreta dentro del plan divino, tal y como podemos observar en la Escritura a través de los relatos de vocación (cf. Gn 12, 1-5; Éx 3; 1 Sam 3; Is 6; Jer 1, 4-10; Lc 1, 26-38; Mc 1, 16-20; Hch 9, 1-19). Los siervos de Jesús tenemos plena conciencia de que pertenecemos a la Comunidad no por afinidad con ciertas personas o por coincidir en unos objetivos comunes, sino porque el Señor nos ha elegido“para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días” (Lc 1, 73-75). Ahora bien, esta elección divina no puede suponer nunca un motivo de vanagloria para nosotros, ya que todos los bautizados somos llamados por Dios no en virtud de nuestros méritos, sino por designio y gracia de Él1. Así lo había revelado Dios al pueblo de Israel (cf. Dt 7, 7-8), así lo manifestó claramente Jesucristo al realizar su obra de salvación (cf. Mc 2, 17), y así se expresa san Pablo al dirigirse a la Iglesia de Corinto (cf. 1 Cor 1,26-31). Muy al contrario, los siervos de Jesús estamos persuadidos de que nuestra vocación nos ha sido otorgada por el Señor por pura gracia suya, de tal modo que su elección sólo puede suscitar en nosotros un reconocimiento de nuestra debilidad y un canto de alabanza a Dios, la roca que nos salva (cf, Sal 94, 1). Por otra parte, este don del Señor comporta la responsabilidad de ponerlo al servicio de la Iglesia ofreciendo nuestra Comunidad a todo aquel que busque su modo concreto de incorporarse a la tarea de vivir y anunciar a Cristo en su propia vida. LA IDENTIDAD DE LOS SIERVOS DE JESÚS: “El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor” (cf. Jn 13, 1- 16). En el contexto de una sociedad en la que el hombre se considera a sí mismo como la medida de toda la realidad y el juez supremo de cuanto acontece en el universo, el nombre de siervo de Jesús, lejos de evocar un servilismo inconsciente y alienante, sugiere una total adhesión a Dios, radicalmente distinta de la dependencia del asalariado, mercenario o siervo a sueldo2y, por lo tanto, adquiere una dimensión profética para el hombre de hoy. 1 Cf. CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 40. 2 LEON-DUFOUR, X., Diccionario del uevo Testamento, Ed, Cristiandad, Madrid 1977, p. 404. 2
  • 3. Ante todo denominarse siervo de Jesús es una proclamación de la primacía de Jesucristo en la propia vida, reconociendo la incapacidad del hombre para conducir con las propias fuerzas su existencia hacia la plena felicidad que anhela su corazón ya que ésta reside únicamente en la comunión con Dios, que lo creó a su imagen y semejanza. Ésta comunión se ha hecho posible por la obra de Cristo, el Hijo de Dios, que se hizo hombre como nosotros para salvarnos del mal, del pecado y de la muerte por el acontecimiento pascual de su muerte y resurrección, y elevar nuestra naturaleza a una sublime dignidad3. Los siervos de Jesús tenemos la certeza de que sólo en Cristo, que por medio de su Espíritu ilumina y sostiene a nuestra Comunidad, hallamos la salvación y por eso nos postramos ante Él, el siervo crucificado que ha sido exaltado a la diestra del Padre y ha sido constituído Señor y Cristo (cf. He 2, 36). Éste rebajamiento del Señor (cf. Flp 2,6-8) nos descubre el otro sentido de nuestro nombre. Ser siervo de Jesús supone también el deseo de configurarnos a Él por la participación, conferida por el bautismo, en el triple oficio de Jesucristo, sacerdote, profeta y rey. A lo largo de toda su vida (infancia, vida oculta, ministerio, pasión, muerte y resurrección) Jesús muestra una plena obediencia y disponibilidad ante el Padre, cuya voluntad es su alimento existencial (cf. Jn 4, 34),manifestada especialmente en su absoluta entrega por el bien de los hombres, en la línea de la tradición bíblica del siervo doliente. En efecto, Cristo, exaltado por el Padre, comunicó su potestad a sus discípulos “para que quedasen constituidos en una libertad regia y con la abnegación y la vida santa vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom 6, 12), y más, para que sirviendo a Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos hasta aquel Rey, a quien servir es reinar4. En consecuencia, asumir esta opción de Jesús por el servicio al Padre y a los hermanos desde nuestra vocación de cristianos laicos supone: unirnos a Él y a su sacrificio en el ofrecimiento de nosotros mismos y de nuestras actividades, especialmente en la celebración eucarística(oficio sacerdotal); acoger con fe el Evangelio y anunciarlo con la palabra y con las obras (oficio profético); y servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia (oficio real)5. Como modelo privilegiado de esta configuración con Cristo en su actitud de total disponibilidad a la voluntad del Padre y a las necesidades de los hombres nuestra Comunidad ha encontrado siempre un estímulo fundamental en la Virgen María, la esclava del Señor, que con su sí incondicional a Dios y con su servicio perseverante y silencioso al prójimo (cf. Lc 2, 26-56) como actitudes que vertebraron toda su vida, asumió un papel esencial en el plan salvífico de Dios. Podemos considerarla a ella como la primera sierva de Jesús, ejemplo sublime de nuestra vocación y poderosa intercesora de nuestra Comunidad. Todos estos matices de nuestro nombre nos llevan a considerar el servicio como un precioso legado de nuestro Señor (cf. Jn 13, 1-16) y que nos permite realizar la vocación a amar verdaderamente que habita en el corazón humano identificándonos con las palabras del salmista: “Servid al Señor con alegría” (Sal 99, 2). 3 CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Gaudium et spes, 22. 4 Ibid., 36. 5 Cf. JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 14. 3
  • 4. NUESTRO IDEAL ES ASPIRAR A LA SANTIDAD: “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4,3). El Ideal de los siervos de Jesús es la identificación con Cristo en todos los ámbitos de nuestra vida, de tal manera que se haga en nosotros la voluntad de Dios, es decir, que seamos santos. Ahora bien, el término santidad ha sido a menudo objeto de equívocos e interpretaciones dudosas que han tenido como resultado su postergación en el lenguaje habitual de los cristianos. Por eso, tal y como advierte el Santo Padre, “es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser <santos en toda la conducta> (1 Pe 1, 15)”6. Veremos a continuación algunos rasgos característicos de la santidad a la que estamos llamados. En primer lugar, la vocación a la santidad es común a todos los miembros de la Iglesia, ya que por la fe del bautismo hemos sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo santos7, convocándonos así a formar el pueblo santo de Dios (cf. 1 Pe 2, 4-5.9). Así pues, al hablar de aspirar a la santidad no nos referimos a la adquisición de un logro individual, sino al deseo de participar en la comunión de los santos, misterio en el que los cristianos nos enriquecemos mediante la mutua comunicación de los bienes y gracias espirituales recibidos de Cristo, nuestro Redentor. Por otro lado, hay que considerar que la santidad es ante todo una don de Dios, otorgado gratuitamente a sus hijos por el misterio pascual de Cristo que se entregó para santificar a su Esposa, la Iglesia (cf. Ef 5, 25-26) derramando sobre ella su Espíritu . No es un mero perfeccionamiento en las virtudes humanas, sino la acción transformadora de Dios en la vida del cristiano. El Señor nos ha revelado claramente este aspecto de la santidad para que, tal y como refiere la lectura de nuestra Comunidad, nuestra fe no se funde en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios (cf. 1Cor 2, 1-5). Sin embargo, no podemos olvidar que la santidad es también un mandato del Señor: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”(Mt 5, 48). La libertad del hombre juega un papel fundamental en su santificación, ya que Dios espera una respuesta de su criatura desde el ejercicio libre y responsable de su voluntad humana. En consecuencia, tal y como afirma el Santo Padre, la opción por la santidad comporta el rechazo de una vida mediocre, vivida desde una ética minimalista y una religiosidad superficial8. Las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12) han de ser punto de referencia constante del siervo de Jesús en la obra de su santificación, ya que iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana, descubriendo que el fin último de los actos humanos es que Dios nos llama a su bienaventuranza9. Es fácil observar que en el contexto de nuestra sociedad las bienaventuranzas propugnan unos valores absolutamente ignorados y despreciados, pero es precisamente ese carácter 6 Ibid., 16. 7 Cf. CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 39-40. 8 Cf. JUAN PABLO II. Carta apost. ovo millennio ineunte, 31. 9 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1717. 4
  • 5. paradógico y desconcertante lo que les proporciona su frescura y su ilusionante novedad, que nos enseña el verdadero camino de la santidad. En resumen, podemos considerar que la santidad es el resultado de la acción salvífica de Dios en Jesucristo por medio de su Espíritu y de la respuesta del hombre en la fe y en la praxis cristiana, abarcando todas las dimensiones de su vida. Este camino de santidad, por tanto, no debemos entenderlo como una especie de vida extraordinaria destinada a unos privilegiados, sino que es capaz de adaptarse a los múltiples caminos de la vocación cristiana, a las circunstancias y a los ritmos de cada persona10. De este modo, consideramos que nuestras santidad se ha de manifestar en un modo de ser que irradie la luz de Jesucristo en todos los ámbitos que forman parte de nuestra vida de cada día (familia, trabajo, amistades, sociedad...) a través de actitudes impregnadas del estilo evangélico que se manifiesten de un modo permanente en el acontecer cotidiano. Los siervos de Jesús hemos encontrado un apoyo firme en cinco aspectos de la vida cristiana que nos ayudan decisivamente a perseverar, en medio de nuestras debilidades y de las dificultades de cada día, por el camino de la santidad. A continuación profundizaremos en cada uno de estos cinco aspectos. 1. Potenciar la vida interior La experiencia humana nos descubre cómo nuestra condición de hombres comporta una serie de necesidades básicas (agua, alimento, vestido, afecto, seguridad...) que para ser atendidas exigen de nosotros una dedicación permanente. Sin embargo, también percibimos en nuestra naturaleza una llamada interior a la trascendencia que se manifiesta en nuestra insaciable búsqueda de verdad, felicidad y plenitud11. Un deseo de tal magnitud indudablemente sólo puede ser colmado por Dios, sumo y eterno Bien: “ os has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti”12. Por el bautismo hemos sido injertados en Cristo,el Hijo de Dios que se hizo hombre, murió y resucitó por nosotros, y hemos entrado a formar parte de su cuerpo místico, la Iglesia. Por esta gracia bautismal somos llamados a caminar cada día hacia una unión más profunda, a una amistad más íntima y transformante con Él. Es lo que conocemos como la vida interior, que no puede entenderse en clave de oposición a las dimensiones naturales del hombre, sino como santificación y elevación de las mismas viviéndolas desde la fe. En este sentido, entendemos que la vida interior no es una huida de la realidad mundana, sino la condición necesaria que nos capacita para entrar en un diálogo fecundo con ella. Los siervos de Jesús nos hemos identificado siempre con la imagen evangélica de la vid y los sarmientos (Jn 15, 1-17) para expresar el carácter primordial que tiene nuestra unión con Él a la hora de perseverar por los caminos del Evangelio. Todo sarmiento (cristiano) que no está unido a la vid (Cristo), se seca (vive sin sentido ni esperanza). En 10 Cf. JUAN PABLO II: Carta apost. ovo millennio ineunte, 31. 11 Cf. CONCILIO VATICANO II: Constit. dogmát. Lumen gentium, 10. 12 SAN AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, 1, 1, 1. 5
  • 6. efecto, nuestra experiencia nos enseña que el cristiano sólo puede dar frutos de amor y santidad desde una intensa vida espiritual alimentada con la oración, los sacramentos y la escucha de la Palabra de Dios. La oración es una fuente inagotable de crecimiento espiritual y de unión con Dios. Ella nos hace experimentar su presencia cotidiana, nos ayuda a mejorar y a discernir su voluntad, nos lleva a la coherencia y al valor para compartir con los demás y nos proporciona el silencio y la paz del corazón. Esto lo confirma la enseñanza del Santo Padre cuando afirma: “La oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente al corazón del Padre”13. A ejemplo de Jesús, a quien contemplamos en los evangelios orando tanto privada (cf. Mc 1, 35; 6, 46; Lc 5, 16) como públicamente (cf. Mt 11, 25-27; Lc 10, 21-23; Jn 11, 41- 42), los siervos de Jesús hemos encontrado en el tesoro de la oración su doble faceta: La oración personal es el encuentro íntimo con Dios en lo más profundo de nuestro corazón, donde sólo Él puede llegar. En este contexto podemos comprender las hermosas palabras del Señor: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). La oración comunitaria es el encuentro gozoso con el Señor que, fiel a su palabra, se hace presente en medio de los hermanos que unen sus voces y su corazón en una misma invocación, alabanza y adoración a Dios. En ella realizamos la recomendación de san Pablo: “Llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias contínuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5, 19-20). La vida sacramental, instrumento fundamental de la comunicación de los frutos del misterio pascual de Cristo por medio de la Iglesia14, es otro de los cimientos de la vida interior de los siervos de Jesús especialmente en la celebración de los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, además del enriquecimiento espiritual que en múltiples ocasiones ha supuesto la experiencia comunitaria de bautizos, confirmaciones, uniones matrimoniales u ordenaciones. a) Respecto a la Eucaristía, fuente y cima de toda la vida cristiana15, nuestra Comunidad ha encontrado siempre en ella la expresión más significativa de nuestra fe intensificándose así nuestra comunión con Cristo, pan de vida (cf. Jn 6, 56), y con su Iglesia, Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 10, 16-17), fruto también de nuestra participación y animación litúrgica en las celebraciones eucarísticas dominicales y festivas con todo el pueblo cristiano. Es tradicional para los siervos de Jesús, en comunión con la Iglesia, la celebración del domingo como el centro mismo de la vida cristiana16, que tiene su preámbulo en la víspera con la reunión semanal de la Comunidad, su momento culminante en le celebración 13 Ibid., 33. 14 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1076. 15 CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 11. 16 Cf. JUAN PABLO II: Carta apost. Dies Domini, 7. 6
  • 7. de la Eucaristía dominical y su prolongación el resto del domingo con un tiempo de descanso y convivencia familiar y, a menudo, comunitaria. b) El sacramento de la Reconciliación es la gran oportunidad que el Señor nos ofrece siempre para reconciliarnos con Él en el seno de la Iglesia y para restaurar la armonía con uno mismo, con los hermanos, con la Iglesia y con la creación, dañada a causa de nuestro pecado17. Para nosotros la experiencia sacramental del perdón de Dios, celebrado tanto personal como comunitariamente, es siempre una ocasión privilegiada de crecimiento espiritual y de vivencia profunda del corazón misericordioso de nuestro Señor, que siempre nos espera ,como el padre del hijo pródigo, con los brazos abiertos (cf. Lc 15, 11-32). Una tercera actividad que potencia nuestra vida interior es la escucha de la Palabra de Dios, a la que todos los cristianos somos invitados por los Padres conciliares18. Es precisamente esta escucha de la Palabra unida a su cumplimiento en la la que cimenta nuestra vida cristiana sobre Jesucristo, Verbo encarnado y roca inconmovible, haciéndola resistente ante las asechanzas del maligno (Mt 7, 24-27). La Palabra de Dios se hace presente en la vida de los siervos de Jesús a dos niveles: personal, alimentando e iluminando nuestra oración y nuestras decisiones más trascendentales; y comunitario, ya que es el centro de nuestras reuniones, oraciones y retiros en los que, al escucharla juntos y compartir su acción en nuestras vidas vamos edificándonos mutuamente en un clima de fraternidad y transparencia. 2. Ser dóciles al Espíritu como María En nuestro deseo de configurarnos a Cristo en el servicio al Padre y a los hombres contemplamos cómo el Señor se nos presenta en el evangelio como el Ungido por el Padre con el don del Espíritu, que asume la misión del Siervo del Señor (cf. Lc 4, 16-21) y que comunica ese mismo Espíritu a la Iglesia (cf. Jn 20, 22), en la que su acción perdura a través de los siglos y de las generaciones19. En consecuencia, el siervo de Jesús está llamado a asumir igualmente su condición de ungido con el Espíritu conferida por el bautismo y a vivir en una actitud de plena docilidad a sus inspiraciones, dejándose guiar por Él y así dar buenos frutos en medio de las diversas visicitudes que forman el entramado de nuestra existencia, para lo cual nos reconfortan las palabras del Catecismo: “Gracias al poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos <el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza> (Ga 5, 22-23)”20. En esta necesidad de vivir en el Espíritu tomamos como modelo sublime a la Virgen María, Madre de Dios Hijo, hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo21, en la que, entre las innumerables virtudes que la adornan, admiramos de un 17 JUAN PABLO II: Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 31, V. 18 Dei Verbum, 25. 19 Cf. JUAN PABLO II: Encíclica Dominum et vivificantem, 26. 20 Catecismo de la Iglesia Católica, 736. 21 Cf. CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 53. 7
  • 8. modo especial su condición de Maestra de la docilidad al Espíritu. En efecto, al leer los evangelios descubrimos en la discreta presencia de María todo un tratado de esta disponibilidad a la acción del divino Espíritu: su aceptación incondicional del plan de Dios, desconcertante para la inteligencia humana (Lc 1, 26-38); su prontitud para llevar la presencia de Cristo a los demás (Lc 1, 39-45); su alabanza gozosa a Dios por la acción de su Espíritu (Lc 1, 46-56); su capacidad de reflexión y discernimiento en la oración ante situaciones difíciles de asimilar (Lc 2, 19. 51); su persistencia en la intercesión por el prójimo en dificultades (Jn 2, 1-11); su presencia junto a Jesús en el momento más doloroso (Jn 19, 25-27); su permanencia orante y consoladora en medio la Iglesia en espera del don del Espíritu (He 1, 12-14) y en su efusión el día de Pentecostés(He 2, 1-4). Respecto a nuestra Comunidad, la acción del Espíritu Santo es para nosotros el signo más evidente de la presencia de Dios en ella. De un modo análogo a lo que sucediera a la primera comunidad cristiana fue la fuerza renovadora del Paráclito la que impulsó a la Comunidad a iniciar su andadura con la ilusión de poder vivir y compartir el amor del Resucitado. Considerando que nuestro Ideal consiste en llevar a plenitud nuestra santificación, el Espíritu había de tener para los siervos de Jesús un papel primordial, ya que fue enviado precisamente a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia22. La perseverancia de nuestra Comunidad durante todo este tiempo en el que, en no pocas ocasiones, se ha visto envuelta en dificultades y encrucijadas, es una obra del Espíritu de Jesucristo que se ha mostrado poderoso en nuestra debilidad para que nuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (cf. 1 Cor 2, 5), de tal modo que podemos dar testimonio de su abundante efusión en la Comunidad, participando de las gracias que derrama incesantemente sobre la Iglesia, tal y como afirma el Concilio: “El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf 1 Cor 3, 16; 6, 19), y en ella ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15- 16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo”23. Son varios los medios que el Señor nos ofrece para vivir en esta docilidad a su Espíritu y por los que los siervos de Jesús recibimos frutos abundantes en nuestra vida cristiana. En primer lugar, el crecimiento en la vida espiritual, a la que nos referimos en el apartado anterior, nos hace más sensibles y atentos a las acciones y sugerencias del Espíritu, poniéndonos en sintonía con ellas, puesto que los que viven según el Espíritu desean lo espiritual (cf. Rom 8, 5). De gran importancia es también la práctica del discernimiento, con la ayuda la oración, la Palabra de Dios, el Magisterio, el consejo de los hermanos y la orientación de los pastores de la Iglesia, puesto que nos permite conocer la voluntad de Dios, examinándolo todo y quedándonos con lo bueno (cf. 1 Te 5, 22 Cf. Ibid., 25 23 CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 4. 8
  • 9. 19), leer los signos de los tiempos y descubrir nuestros carismas para ponerlos al servicio de la Iglesia. Para dicho discernimiento nos ayuda enormemente el criterio de la paz interior, que es signo de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 19-21) y uno de los frutos del Espíritu (cf. Gal 5, 22). No obstante, es necesario distinguir esta paz que proviene de Dios de la efímera tranquilidad propia de la huida ante las dificultades. En efecto, la verdadera paz espiritual se mantiene, e incluso se incrementa, cuando la opción elegida es la voluntad de Dios, aunque sea la más dificultosa. Para este discernimiento es también fundamental progresar en una adecuada formación cristiana que, mediante la profundización en la doctrina católica (cf. Col 2, 6), nos proporcione una conciencia recta en la que el Espíritu pueda actuar con libertad. Nuestra Comunidad atiende a esta necesidad a través de las profundización en la Palabra de Dios y en temas de la doctrina y la moral católica con la ayuda de materiales pastorales y teológicos adecuados, así como de personas eclesialmente cualificadas. Puesto que el Espíritu Santo es de un modo especial artífice de la unidad, la práctica de una espiritualidad de comunión24 a todos los niveles (familiar, comunitario, eclesial...) es un medio seguro de permanecer en sintonía con Él (cf. Flp 2, 1-11), a pesar de que existan criterios y opiniones distintas entre las personas. Es también muy necesaria la adquisición de la virtud de la humildad, puesto que sólo desde el reconocimiento de nuestra limitación podremos construir la verdadera comunión y abrirnos a la acción del Espíritu que nos conduce a la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Así lo proclama la Virgen María en el cántico del Magníficat: “Porque ha mirado la humillación de su sierva” (Lc 1, 48). Esta actitud de humidad hace posible que nuestra vida esté abierta a las “sorpresas” del Espíritu que a menudo rompen nuestros esquemas humanos y nos introducen en la experiencia de la gratuidad de Dios. 3. Vivir lo cotidiano desde la fe Al exponer nuestro modo de entender la santidad a la que Dios nos llama nos hemos referido a su dimensión personal que le permite adaptarse a las circunstancias y al proceso de maduración natural y espiritual de cada bautizado. Podemos hablar entonces de una santidad cotidiana que se manifiesta en el descubrimiento de la presencia de Dios en el acontecer diario y nos hace vivir cada momento, cada situación como un lugar de encuentro con Dios. Toda la revelación divina a lo largo de la historia de la salvación, y de un modo especial el misterio del Verbo encarnado (cf. Jn 1, 14), se caracteriza por esta proyección 24 JUAN PABLO II: Carta apost. ovo millennio ineunte, 43-45. 9
  • 10. histórica, ya que Dios ha querido entrar en diálogo con el hombre a través de mediaciones humanas, en el entramado de la historia. Este carácter cotidiano de nuestro Ideal nos sitúa en sintonía con las afirmaciones del Magisterio acerca de la identidad de los laicos25 que nos invitan a desarrollar nuestras tareas diarias dentro de la sociedad desde una orientación espiritual que nos permita santificarnos a través de ellas. Esta índole secular de nuestra vocación de laicos cristianos supone para nosotros comprometernos con las realidades temporales viviendo en la tensión entre el diálogo y la valoración de las semillas de bien que encontramos en la sociedad, y el testimonio y la defensa de la fe y los valores del Evangelio ante las ideologías y situaciones que se oponen claramente al plan de salvación que Dios ha dispuesto para la humanidad. En definitiva, hemos de ser la levadura que fermente la masa del mundo, uniéndonos a la obra redentora de Cristo sobre la creación que, salida llena de bondad de las manos de Dios, se encuentra dañada por la presencia de pecado. En palabras de los santos Padres, “lo que el alma es al cuerpo, lo son los cristianos en el mundo”26. Entre los diferentes ámbitos que configuran la índole secular los siervos de Jesús damos la primacía al matrimonio y la familia, ya que consideramos que es el primer destino del ejercicio de nuestra vocación laical. Tanto los hermanos que viven en unión de sus padres y hermanos como aquellos que han formado un núcleo familiar propio están llamados a descubrir y vivir la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo. En ella los esposos, unidos sacramentalmente, testimonian con su pertenencia mutua, fundada en el amor y la fidelidad, la misma relación de Cristo con la Iglesia27, así como la relación entre padres e hijos representa el amor de Dios por la humanidad28. De este modo los siervos de Jesús hemos de procurar, dentro de nuestras posibilidades, que nuestras familias desarrollen cuatro cometidos generales: formación de una comunidad de personas, servicio a la vida, participación en el desarrollo de la sociedad y participación en la vida y misión de la Iglesia29. Esta tarea sólo puede realizarse a través del testimonio de vida cristiana, manifestado con palabras y obras, que impregnen del suave aroma del Evangelio todas las dimensiones de la vida familiar, siguiendo fielmente las orientaciones del Magisterio. Junto a esta primera concreción de la identidad laical consideramos de gran importancia nuestra labor en otros campos en los que urge la presencia testimonial de los cristianos para hacer presente el reino de Dios y anunciar la buena noticia de salvación. Como en repetidas ocasiones nos ha venido exhortando la doctrina social de la Iglesia, la misión de los laicos en el mundo laboral, en el barrio, en la calle, en las organizaciones sociales, culturales y políticas, debe caracterizarse por la defensa tenaz de la dignidad de la persona en todos los momentos y circunstancias de su existencia, el fomento de los valores evangélicos como referentes básicos de las relaciones humanas y el testimonio valiente de nuestra fe eclesial, “de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz”30. 25 JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 17. 26 Carta a Diogneto, c. VI. 27 JUAN PABLO II: Exhort. apost. Familiaris consortio, 13 28 Ibid. 17. 29 Ibid. 17. 30 CONCILIO VATIVANO II: Const. dogmát. Lumen Gentium, 36. 10
  • 11. Este aspecto de nuestro ideal acerca de nuestra aspiración a una santidad cotidiana aparecía expresado en su origen en un doble objetivo: Transformar el mundo a través de lo cotidiano, sin esperar a las grandes ocasiones: la santidad no se identifica con unos actos heróicos puntuales sino con un modo de vivir que irradia la presencia de Cristo en el día a día, a través de la perseverancia en la búsqueda de la voluntad de Dios y la siembra del Evangelio en cada acontecimiento cotidiano, pues el reino de Dios va realizándose como la pequeña semilla que crece poco a poco hasta convertirse en un gran árbol (cf. Mc 4, 30-32). Nuestra labor no consiste tanto en hacer obras extraordinarias, sino en hacer de lo ordinario algo extraordinario, haciendo nuestras las palabras del salmista: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre” (Sal 130, 1- 2). Especial esfuerzo en lo más cercano: familia, trabajo, sociedad. Los siervos de Jesús consideramos ineludible el compromiso de todo cristiano por erradicar los grandes problemas que aquejan a nuestro mundo, de ahí que tanto a nivel personal como a nivel comunitario colaboremos con asiduidad en dicho campo. Sin embargo, como hemos indicado más arriba, nuestra labor inmediata se dirige en primer lugar, hacia lo más próximo en nuestra existencia cotidiana. Es la propia casa, el lugar de trabajo, la calle o el barrio la primera tierra de misión a la que somos enviados por el Señor: “Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho contigo” (Lc 8, 39). En medio de las dificultades que se nos presentan a la hora de vivir lo cotidiano desde la fe, Dios nos ha regalado dos instrumentos muy eficaces para orientarnos en el camino. Por un lado, aprender a vivir el momento presente como el lugar privilegiado del encuentro con Dios y de nuestra adhesión a su voluntad nos libera de la parálisis que a menudo ocasionan la nostalgia y las heridas del pasado, así como el temor y la vana ilusión respecto al futuro. Al mismo tiempo, nos hace descubrir el gozo de recibir la realidad presente como el maná del pueblo de Israel en su camino por el desierto (cf. Ex 16) de tal modo que adquiere todo su sentido la petición del Padre nuestro: Danos hoy nuestro pan de cada día. Por otro lado, la adquisición de una adecuada escala de valores, en plena consonancia con el Evangelio y la enseñanza de la Iglesia, es una ayuda muy importante a la hora de mantener la fidelidad a Cristo en cualquier circunstancia, manteniendo nuestra independencia ante las opiniones de nuestro entorno y una estabilidad dinámica de la fe que nos aleje tanto de la volubilidad inmadura (cf. Ef 4, 14) como del estatismo envejecedor (cf. Lc 19, 20-26). 11
  • 12. 4. Vivir en fraternidad “Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (Sal 132, 1). La dimensión comunitaria de la fe es uno de los rasgos más distintivos de los siervos de Jesús. Conscientes de que todo bautizado forma parte de la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia, no dejamos de constatar que el fenómeno asociativo de los fieles laicos tiene hoy una gran importancia ya que expresa la naturaleza social de la persona, aporta una indudable eficacia operativa y, sobre todo, representa una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica31. La Comunidad es la expresión por excelencia de nuestra identidad de siervos de Jesús puesto que ejerce una serie de funciones de enorme trascendencia para nosotros: Expresión cotidiana de la Iglesia: en nuestro mundo actual, contaminado de múltiples contravalores, el cristiano necesita pertenecer a un grupo de referencia dentro de la gran familia de Dios como lugar de relación más íntima y continuada con los hermanos en la fe y como vínculo cotidiano con la Iglesia (cf. Col 2, 6). Nuestras reuniones, celebraciones y actividades nos permiten edificarnos mutuamente con nuestras experiencias de vida cristiana y profundizar en común en la fe de la Iglesia. Escuela de fraternidad: la práctica de la caridad de Cristo debe ser el elemento distintivo de la Comunidad (cf. Jn 13, 35), donde todos sus miembros hemos adquirido dicho compromiso y, por tanto, podemos y debemos realizarlo y exigírnoslo mutuamente, con independencia de afinidades o aversiones. La experiencia de esta fraternidad en Cristo es uno de los mayores frutos de la Comunidad para la vida cristiana de sus miembros, que consecuentemente repercute positivamente en todos los ámbitos de nuestra vida. En efecto, la fraternidad que vivimos y edificamos en la Comunidad debe proyectarse hacia nuestras familias, nuestros trabajos, nuestros barrios, nuestras amistades, y de un modo particular hacia los más pobres, lugar privilegiado de la presencia del Señor (cf. Mt 25, 31-46). Sembrado de carismas: la Comunidad es el campo fértil para que las semillas de carismas que el Espíritu esparce sobre los miembros crezca y fructifique (cf. Mt 13, 1-23). Compartiendo nuestras inquietudes y experiencias de fe vamos descubriendo los dones y las llamadas de Dios y nos exhortamos unos a otros a responder con disponibilidad y confianza al Señor. En el seno de la Comunidad van madurando vocaciones a la formación de familias cristianas, al sacerdocio y a la vida consagrada, así como a compromisos pastorales (enfermos, drogadictos, ancianos, catequesis...). A la hora de desarrollar nuestra vida comunitaria los siervos de Jesús hemos tomado como punto de referencia las características que enumera san Lucas en su descripción de la primera comunidad cristiana: “Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción 31 JUAN PABLO II, Exhort. apost. Christifideles laici, 29. 12
  • 13. del pan y en las oraciones” (He 2, 42). Así pues, vamos a describir someramente nuestra vida comunitaria siguiendo dichos rasgos. 1) La enseñanza de los apóstoles: la Comunidad adquiere un papel fundamental como ámbito privilegiado para la formación integral de sus miembros. En ella se desarrolla una adecuada formación espiritual y doctrinal, que nos permite adquirir una mayor intimidad con el Señor y una la estructuración necesaria de la fe madura, como el crecimiento en los valores humanos que manifiesten de un mdo visible la riqueza de la vida cristiana32. Todo ello va poco a poco contribuyendo a la conciencia de nuestra vocación laical como enviados de la Iglesia a testimoniar en medio del mundo la presencia redentora de Cristo. Nuestras reuniones y actividades, preparadas por nosotros mismos con los materiales adecuados, facilitan en todos los hermanos la corresponsabilidad en la edificación de la Comunidad y hacen “más capilar e incisiva la conciencia y la experiencia de la comunión y de la misión eclesial”33. 2) La comunión: es la tarea más complicada, ya que en ella deben compaginarse los intereses y opiniones particulares de tal modo que se favorezca el bien común y se salvaguarde la identidad de la propia Comunidad. Esta comunión se apoya en unos principios básicos de toda comunidad cristiana: la fidelidad a la doctrina de la Iglesia y al Ideal y los Estatutos de la Comunidad (cf. Col 2, 6-7), la transparencia entre los miembros (cf. Ef 4, 25), la discreción acerca de cuanto acontece en la intimidad de la vida comunitaria (cf. St 3, 1-12), el compartir de los propios bienes espirituales y materiales según el carisma de cada uno (cf. Rm 12, 4-13), el ejercicio prudente de la corrección fraterna (cf. Mt 18, 15-17) y la primacía del amor y la paz de Cristo (cf. Col 3, 12-15). 3) La fracción del pan: la celebración de la Eucaristía es para nosotros la máxima expresión de nuestra fe como Comunidad perteneciente a la Iglesia de Jesucristo, puesto que “significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma”34. Por este motivo es nuestro deseo y nuestro deber celebrar comunitariamente la Eucaristía dominical con todo el pueblo fiel como signo visible de nuestra comunión con toda la Iglesia. Por otro lado, en la celebración de la Eucaristía nos sentimos invitados por el Señor a unirnos más profundamente a él, siervo obediente al Padre, que se hace presente ,del modo más sencillo y cotidiano, en las especies del pan y del vino consagrados en el altar35. Finalmente, esta presencia eucarística de Jesucristo ha estado con nosotros en nuestras oraciones comunitarias a los pies del sagrario y en esa presencia hemos encontrado innumerables veces la luz y el consuelo de nuestro Maestro y Señor. 4) Las oraciones: en el tema de la vida interior ya nos referimos a la gran importancia que tiene la oración para nuestra vida cristiana. Dentro de la vida comunitaria, la oración es un pilar fundamental, pues en ella somos iluminados, renovados e impulsados a crear fraternidad tanto en el Comunidad como en 32 Ibid., 60. 33 Ibid. , 61. 34 Catecismo de la Iglesia Católica, 1325. 35 Ibid., 1374. 13
  • 14. todos las realidades que conforman nuestra vida. Tal y como sucedía a la primera comunidad cristiana (cf. He 2, 1-4; 4, 23-31), la oración comunitaria es un momento privilegiado de la acción del Espíritu que nos alienta y nos impulsa a perseverar en el seguimiento de Jesucristo. Nuestra oración comunitaria puede ser: a)litúrgica (rezo de laudes o vísperas), que nos ayuda a unirnos más intensamente a la oración de toda la Iglesia, según lo dispuesto por el Concilio que recomienda que “los laicos recen el Oficio divino, o con los sacerdotes o reunidos entre sí, e incluso en particular36; b) espontánea, con las características propias de nuestra espiritualidad en plena comunión con la Iglesia37, que nos ayuda a descubrir la acción del Espíritu en la Comunidad a través de la Escritura, los cantos y la oración de los hermanos. Por otro lado, en nuestra oración tiene un lugar preeminente la presencia de la Virgen María (cf. He 1, 14), la orante perfecta38 e intercesora por su participación de la mediación de Cristo39, especialmente en el rezo del santo rosario que nos ha acompañado en los momentos más difíciles. 4. Ser fieles a la Iglesia Católica Nuestra vocación de siervos de Jesús tiene su razón de ser en nuestra condición de miembros del Pueblo de Dios que por el bautismo somos llamados a vivir la santidad de Dios participando del triple servicio sacerdotal, profético y real de Jesucristo. En consecuencia, para nosotros es primordial la fidelidad a la Iglesia, en la que la vida de Cristo “se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente por medio de los sacramentos a Cristo que padeció y vive ya glorioso”40. La Comunidad se siente y se sabe Iglesia y dentro de ella encuentra su razón de ser. Los siervos de Jesus buscamos ser miembros vivos del Pueblo de Dios a través de nuestra unión con Dios y nuestro compromiso cristiano. En consonancia con esta identidad eclesial nos alegra comprobar cómo nuestras aspiraciones concuerdan plenamente con los criterios que el Santo Padre considera adecuados para el discernimento y reconocimiento de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia41: El primado de la vocación a la santidad: como hemos visto la aspiración a la santidad es el Ideal y, por tanto, la meta fundamental de la Comunidad de los siervos de Jesús. La responsabilidad de confesar la fe católica: nuestra Comunidad ha ido edificándose en todo momento desde la plena identificación con la fe de la Iglesia y sólo en ella adquiere su identidad. 36 CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Sacrosanctum Concilium, 100. 37 Catecismo de la Iglesia Católica, 2693. 38 Ibid, 2679. 39 JUAN PABLO II: Carta encíclica Redemptoris Mater, 38. 40 CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 7. 41 JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 30. 14
  • 15. El testimonio de una comunión firme y convencida con el Papa y el Obispo: ésta ha sido siempre una gran aspiración de nuestra Comunidad que considera a los Pastores de la Iglesia como signo fundamental de la apostolicidad y de la unidad en torno a la fe católica. Así lo testimoniamos en nuestra vida. La conformidad y participación en el fin apostólico de la Iglesia: la vocación misionera propia de nuestra identidad laical se concreta en una tarea evangelizadora personal y comunitaria con un carácter profundamente eclesial. El comprometerse en un presencia en la sociedad humana: nuestro deseo de vivr lo cotidiano desde la fe nos impulsa a impregnar de los valores evangélicos los distintos ambientes en los que se desenvuelve nuestra vida, descubriendo en ellos el lugar de misión a la que nos llama el Señor, sin olvidar nuestro compromiso con los grandes problemas de nuestro mundo. Todos estos principios de eclesialidad son los que hacen posible que en los siervos Jesús se haga realidad la exhortación de la Escritura: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” (1 Pe 2, 4-5). Ser miembros vivos de la Iglesia significa para nosotros participar plenamente en su doble dimensión comunitaria y misionera. a) La comunión eclesial: el deseo de unidad de nuestro Maestro y Señor (cf. Jn 17, 21-23) alimenta la tarea de los siervos de Jesús en la búsqueda de la comunión eclesial, que debe fundarse ante todo en la primacía de Cristo, la fidelidad a la fe católica, la sinceridad y el amor mutuo. Como signos fundamentales de este espíritu de comunión podemos destacar: la unión con el Papa y nuestro Obispo, garantes de unidad y fidelidad a Cristo, permaneciendo atentos a sus enseñanzas y exhortaciones, colaborando con ellos y obedeciéndoles, no por puro servilismo sino como signo de unión a Jesucristo y su Iglesia, lo cual nos permite expresar libremente nuestro propio carisma en el seno de la comunidad cristiana. Esta estrecha relación que debe existir entre los laicos y la Jerarquía ha sido adecuadamente explicada por el Concilio42. La unidad con los diferentes grupos, movimientos y comunidades de la Iglesia, que sólo es posible a través del respeto y la valoración de los distintos carismas y de las diversas sensibilidades teológicas en el seno de la Iglesia con una actitud de apertura que nos permita aprender de los demás. En este sentido el Santo Padre afirma que Pastores y fieles “estamos obligados a favorecer y alimentar continuamente vínculos y relaciones fraternas de estima, cordialidad y colaboración entre las diversas formas asociativas de los laicos”43. 42 CONCILIO VATICANO II: Const. dogmát. Lumen gentium, 37. 43 JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 31. 15
  • 16. El espíritu ecuménico mediante un diálogo sincero, prudente y constructivo con los hermanos de otras confesiones cristianas, con los creyentes de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad, siempre que sea posible, exige de nosotros una oración intensa, una adecuada formación y una búsqueda auténtica de la verdad desde nuestra propia identidad eclesial44. b) La misión eclesial: sobre la estrecha relación que existe entre comunión y misión el Santo Padre escribe: “La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión”45. En efecto, la unión con Jesucristo hace resonar en nuestro corazón su mandato misionero: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio” (Mc 16, 15), ya que el mensaje de Jesucristo es fundamentalmente una buena noticia de salvación que todos estamos llamados a comunicar, puesto que el Señor nos ha elegido para que vayamos y demos fruto (cf. Jn 15, 16). Las formas de evangelización mediante las cuales la Comunidad de los siervos de Jesús lleva a cabo su labor misionera son las siguientes: El anuncio de la Comunidad es quizá nuestra forma comunitaria de evangelización más propiamente misionera puesto que nos permite anunciar el Evangelio no sólo entre los fieles que necesitan compartir su fe, sino también “entre quienes todavía no creen o ya viven la fe recibida con el Bautismo”46. Con él pretendemos ofrecer el tesoro que el Señor nos ha dado y lo realizamos con mayor o menor frecuencia en función de las personas que se sientan llamadas y en él exponemos los contenidos básicos del mensaje cristiano en relación con el Ideal al que nos llama el Señor dentro de la Iglesia. No obstante, este modo de evangelización es profundamente eclesial, de tal modo que en él invitamos a los interesados a que, si no sienten vocación a ser siervos de Jesús, sigan buscando con perseverancia su lugar concreto dentro de la Iglesia. La animación litúrgica de la eucaristía dominical, dentro del proceso de incorporación de los fieles laicos a la vida litúrgica47, permite que la celebración adquiera un carácter significativo para los fieles, de ahí que lo consideremos como un medio eficaz para suscitar el deseo de vivir y compartir más intensamente la fe, así como de una vinculación más continua a la Iglesia. En su dimensión personal el compromiso misionero de los siervos de Jesús se manifiesta en nuestro deseo de vivir lo cotidiano desde la fe, anunciando el Evangelio con obras y palabras en aquellos lugares en los que el Señor nos ha situado y discerniendo, con la ayuda de la oración, de la Comunidad y de la Iglesia, los propios carismas como 44 CONCILIO VATICANO II: Decreto Unitatis redintegratio, 5-12. 45 JUAN PABLO II: Exhort. apost. Christifideles laici, 32. 46 Ibid., 34. 47 Ibid., 23. 16
  • 17. gracias del Espíritu Santo ordenadas a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo48. Ser santos en la Iglesia: ese es el deseo de los siervos de Jesús, llamados a peregrinar como miembros del Pueblo Santo de Dios, en compañía de la Santísima Virgen María y de todos los santos, en íntima comunión con Jesucristo, bajo la acción del Espíritu Santo hacia la casa del Padre, confiados en la promesa del Señor: “Ésta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21, 7). 48 Ibid., 24. 17
  • 18. FI ALIDADES DE LA COMU IDAD 1) La santificación de sus miembros: EL Ideal de la Comunidad de los siervos de Jesús es aspirar a la santidad, por lo que todas nuestra actividades deben estar orientadas a ayudarnos a vivir más intensamente nuestra unión con Cristo y a servir con amor a los hermanos. 2) El servicio a la comunión de la Iglesia: la Comunidad de los siervos de Jesús quiere ser un miembro vivo de la Iglesia que aporte su propio carisma al mismo tiempo que se enriquece de los carismas de las diversas realidades que conviven en ella, por lo que se siente llamada adherirse a las orientaciones doctrinales y pastorales de nuestros pastores y a participar activamente en todas aquellas iniciativas que favorezcan la comunión entre los distintos miembros de la Iglesia. 3) El descubrimiento y el ejercicio de las vocaciones y los carismas personales: la Comunidad pretende ayudar a cada hermano a discernir su propia vocación cristiana, bien sea al matrimonio, al sacerdocio o a la vida religiosa, así como aquellos carismas que el Espíritu le conceda, para luego desarrollarlos con entusiasmo y confianza en el Señor. 4) Desarrollar comunitariamente una pastoral familiar: la gran riqueza que para la Comunidad supone la pertenencia a ella de bastantes familias cristianas comporta el planteamiento de una adecuada pastoral familiar y una educación comunitaria en la fe para nuestros hijos. 5) Colaborar en el servicio litúrgico: es un carisma de la Comunidad de los siervos de Jesús la animación litúrgica a través de actividades, moniciones, cantos, etc., que ayuden a que las celebraciones resulten significativas para los fieles que participan en ellas. 6) Enviar a sus miembros para una presencia misionera y fraterna en su vida diaria: ser testigos del Evangelio con sus obras y palabras en la índole secular (familia, trabajo, sociedad) es la misión fundamental del siervo de Jesús por su condición de laico cristiano. 7) Ser Comunidad evangelizadora: los siervos de Jesús nos sentimos llamados a ofrecer el tesoro de la fe en Jesucristo y de la experiencia compartida de su amor a todos los que nos rodean. 18
  • 19. CO SAGRACIÓ DE LOS SIERVOS DE JESÚS Te damos gracias, Señor, por la vocación a la que nos has llamado y por el camino que has trazado para nosotros. Queremos servirte con fidelidad, sin desanimarnos a pesar de las dificultades. Por eso aspiramos a la santidad que Tú quieres realizar en nosotros, y para ello nos comprometemos a: - Potenciar nuestra vida interior porque todo sarmiento que no está unido a la vid se seca. - Ser dóciles a tu Espíritu como la Virgen María, abriéndonos a su acción en la vida de cada día. - Vivir lo cotidiano desde la fe y ser luz de tu Luz en el mundo. - Vivir en fraternidad, agradeciéndote el don de cada hermano y amándole como Tú le amas. - Ser fieles a la Iglesia Católica, viviendo en comunión con ella y haciéndonos responsables de su misión evangelizadora. Confiados en tu gracia te pedimos, Señor, que derrames los dones de tu Espíritu sobre nuestra Comunidad, para que podamos ser auténticos siervos de tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. AMÉN 19