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LOS MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA
GONZALO DE BERCEO
Prólogo
Empieza la introducción a los milagros de Santa María Virgen
Si en alabanza de Dios omnipotente con frecuencia se relatan los milagros que ha hecho la divina providencia por
medio de los santos, con mayor razón deben pregonarse las glorias de Santa María, Madre de Dios, que son más dulces
que todas las mieles. Por eso, para robustecer en el amor a Ella las almas de los fervorosos y enardecer los corazones
de los perezosos, con la ayuda del Señor, intentemos reproducir los relatos que fielmente hemos oído contar. Fin de la
introducción.
LA CASULLA DE SAN ILDEFONSO
En la ciudad de Toledo hubo un arzobispo que se llamaba Ildefonso, hombre muy piadoso y adornado de buenas
obras; el cual, entre otras preocupaciones por las cosas buenas, tenía la de amar mucho a Santa María, Madre de Dios,
y, en la medida que podía, la honraba con toda reverencia. En su honor escribió con elegante estilo un libro famoso
sobre su santísima virginidad que agradó tanto a la santa y siempre Virgen Madre de Dios, María, que se le apareció, con
el libro en la mano, para agradecerle el haber escrito esa obra*. El, por su parte, deseoso de honrarla todavía más,
decretó que todos los años se celebrase una fiesta solemne en honor de la Virgen ocho días antes de Navidad, para que
de ese modo la festividad de la Anunciación del Señor, si caía en tiempo de Pasión o de Resurrección, se pudiera
celebrar, como conviene, con el mismo esplendor en la fecha citada. Porque pensaba que era muy justo que antes de
Navidad se pusiese una fiesta de la Santa Madre de Dios, ya que Dios vino al mundo, hecho hombre, por medio de ella.
Tal fiesta, confirmada después en un concilio general, se celebra en las iglesias de muchos lugares*.
Por ello la Santa Madre de Dios se le apareció por segunda vez, de pie junto al altar, estando él sentado en la
cátedra, y le entregó una vestidura (la que conocemos como alba sacerdotal*), diciéndole: Del paraíso de Dios, mi hijo, te
he traído esta vestidura para que te la pongas en la fiesta solemne de Dios y en la mía; y en esa cátedra tú te podrás
sentar cuando quieras. Pero te aseguro que, fuera de ti, nadie podrá sentarse en ella *ni ponerse esta vestidura
impunemente, y si alguno se atreviere a ello, según juicio de Dios, no quedará sin castigo.
Dicho esto, la Santa Madre de Dios desapareció de su lado, pero le dejó la vestimenta que había traído. Él la usaba
lleno de gozo, y crecía a diario en el servicio de Dios y de Santa María, con la práctica de buenas obras. Pasado un
tiempo, emigró a la casa del Señor, dejando a la posteridad un ejemplo hermosísimo de cómo hay que honrar a la Madre
de Dios.
A su muerte fue nombrado arzobispo de la citada ciudad un clérigo, llamado Siagrio, el cual, teniendo en poca estima
la virtud de su antecesor, y aún peor, engañado por las artes del enemigo, contra la prohibición de Santa María, Virgen,
se sentó en aquella cátedra, y con intención de revestirse con la sagrada vestidura dijo: Yo soy un hombre y pienso que
mi antecesor fue un hombre igual que yo. ¿Por qué yo no me voy a poner la misma vestidura que se ponía él, si
desempeño el cargo de obispo lo mismo que él lo desempeñó ? Y, diciendo esto, se vistió aquel ornamento sagrado.
Pero Dios castigó su arrogancia, porque, sin tocarlo nadie, cayó muerto, ahogado por la propia vestidura.
Al ver esto los circunstantes, sobrecogidos de gran temor, le despojaron de la prenda que él se había vestido
indignamente y la volvieron a poner en el tesoro de la iglesia, donde se conserva hasta hoy. 20 Así honró la Santa Madre
de Dios a San Ildefonso que la había servido con devoción. En cambio castigó con la muerte el atrevimiento de Siagrio,
enseñándonos que todo aquel que la honre obtendrá el favor de Dios y el de Ella.
EL SACRISTÁN IMPÚDICO
En cierto monasterio había un monje que desempeñaba el cargo de sacristán. Era muy lujurioso y a veces, instigado por
el demonio, se dejaba llevar por el fuego de la sensualidad. A pesar de eso amaba no poco a la Santa Madre de Dios y,
al pasar ante su altar, la saludaba con reverencia, diciendo: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es
contigo. En las cercanías del monasterio había un río que el fraile tenía que pasar cuando iba a satisfacer su
concupiscencia.
Una noche, dispuesto a salir para su acostumbrada mala acción, al pasar ante el altar saludó a Santa María, como
siempre, y a continuación, abriendo las puertas de la iglesia, se dirigió al mencionado río. Pero cuando intentaba
atravesarlo, empujado por el diablo, cayó al agua, y en pocos instantes murió ahogado. Al punto una caterva de
demonios echaron mano de su alma con la intención de arrastrarla hasta el abismo. Pero por la misericordia de Dios se
presentaron también los ángeles, por ver si podían llevarle algún consuelo. Al verlos llegar los demonios les dijeron con
voces altaneras: ¿A qué venís vosotros? 10En esta alma no tenéis parte alguna porque por las malas obras que ha
hecho con toda justicia nos pertenece. Ante estas palabras los santos ángeles se quedaron muy tristes, al no poder
presentar en contra ninguna obra buena. De repente se presentó la Santa Madre de Dios y con noble autoridad les dijo a
los demonios: iOh, espíritus perversos! ¿por qué os habéis apoderado de esta alma? Ellos respondieron: Porque hemos
visto que acabó su vida en pecado. Ella replicó: Es mentira lo que decís. Yo sé bien que para ir a cualquier parte llevaba
permiso mío, porque me saludaba al marchar y lo mismo hacía al volver: y para que no digáis que nos imponemos por la
fuerza, llevaremos el caso al tribunal del Rey Supremo. Y, después de discutir unos con otros sobre este asunto, el
veredicto del Altísimo Señor fue que, por los méritos de su Madre Santísima, el alma del fraile volviera a su cuerpo, para
que hiciera penitencia de sus pecados.
Mientras tanto llegó la hora de llamar a los frailes para el canto de maitines, y como tardaba en sonar la campana,
algunos frailes se levantaron y empezaron a buscar al sacristán; como no lo encontraban, se acercaron al río y lo
hallaron en el agua, ahogado. Al sacar el cuerpo del agua, estaban sorprendidos cavilando en qué circunstancias le
habría podido ocurrir aquello. Y, mientras lo comentaban entre sí, barajando distintas hipótesis, el fraile, de modo
sorprendente, levantándose de donde yacía muerto, se puso de pie en medio de ellos y les contó lo que le había
sucedido y cómo había salido bien parado gracias al socorro de la Madre de Dios. En adelante, no sólo dejó aquel vicio
con el que acostumbraba a deleitarse sino que sirvió con mayor fervor a Dios ya Santa María, su Madre, y, acabando su
vida en buenas obras, también en paz entregó su alma a Dios.
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EL CLÉRIGO Y LA FLOR
Vivía en la ciudad de Chartres* un clérigo de costumbres livianas, dado a los negocios del siglo y además esclavo de las
pasiones de la carne en alto grado. En cambio, siempre tenía en la memoria a la Santa Madre de Dios y, como hemos
dicho en el milagro anterior de otro clérigo, la saludaba muchas veces con las palabras del ángel. Según se dice, fue
asesinado por unos enemigos, y, sabiendo que había llevado una vida poco piadosa, decidieron que debía ser enterrado
fuera del lugar sagrado. y así lo hicieron, le dieron sepultura fuera del atrio de la iglesia, lugar no correspondiente a un
clérigo como él.
Cuando ya llevaba allí enterrado treinta días, la Santa Virgen de las vírgenes, compadecida de él, se apareció a otro
clérigo y le dijo: ¿Por qué os habéis portado tan injustamente con mi canciller *, enterrándolo fuera de vuestro
cementerio? Y, cuando él le preguntó quién era su canciller, la Santa le dijo: Ése que hace treinta días fue enterrado por
vosotros fuera del atrio me servía con la mayor devoción y ante el altar me saludaba muchísimas veces. Id, pues, a toda
prisa y, sacando su cadáver de ese lugar profano, enterradlo otra vez en el atrio.
Después de contarles esto, ellos muy extrañados abrieron su sepultura y en su boca encontraron una flor hermosísima y
su lengua intacta y sana, como dispuesta a dar alabanzas a Dios. Todos los que se hallaban presentes, comprendieron
que con su lengua había prestado a la Madre de Dios un servicio que le había sido grato. Y trasladado su cuerpo al
cementerio, lo enterraron con cánticos de alabanza a Dios como correspondía.
Nosotros creemos que la Santa Madre de Dios hizo esto no sólo por él sino también por nosotros, para que nosotros y
los que lo oyeren nos encendamos en amor a Dios y a Ella.
EL PREMIO DE LA VIRGEN
Vivía también en cierto lugar otro clérigo que igualmente era muy devoto de Dios y de su Santa Madre. En su empeño
por las buenas obras con las que trataba de agradar a la Virgen Santa, entonaba muchas veces devotamente en su
honor la antífona siguiente: Alégrate, Madre de Dios, Virgen María; alégrate, Tú, que recibiste gozo de parte del ángel;
alégrate, Tú, que engendraste al resplandor de la luz eterna; alégrate, Madre,. alégrate, Santa Virgen, Madre de Dios, Tú
que eres la sola Madre Virgen, a tí te alaba toda la creación como Madre de la luz. Sé siempre, te lo pedimos, mediadora
en favor nuestro *.
En esta antífona la Iglesia de Cristo desea gozo a la Santa Madre de Dios cinco veces, porque una espada de
profundo dolor atravesó su alma, cuando su Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, clavado en la cruz por la salvación
del género humano, recibió en su propio cuerpo las cinco llagas, para borrar por ellas los pecados de todo el mundo,
cometidos por los cinco sentidos del hombre. También por relación a estas benditas llagas, fueron escritos por el Espíritu
Santo en otro tiempo aquellos cinco versículos al final del salterio en los que se nos manda once veces alabar al Señor,
para que por esas alabanzas consigamos el perdón de las acciones con las que quebrantamos la Ley de Dios *.
Pero, volviendo a nuestro relato, el citado clérigo, víctima de una enfermedad, hallándose ya en las últimas, comenzó
a verse angustiado y turbado por un miedo espantoso. Entonces se le apareció la Virgen, Santa María, y le dijo: ¿Por
qué tiemblas con tanto miedo, tú, que tantas veces me has deseado alegría? No temas, no te va a pasar nada malo; al
contrario, pronto participarás conmigo del gozo que tantas veces me has deseado. Él, al oir esto, pensó que le había
devuelto la salud y cuando lleno de alegría intentaba levantarse, su alma, saliendo del cuerpo, voló a los gozos del
paraíso donde, como se lo prometió la Santa Madre de Dios, se alegra por los siglos infinitos. Se sigue de aquí que
debemos ponderar con cuánto amor y con cuánto anhelo hemos de tener en nuestro corazón a aquella que a los que le
sirven nunca deja de prestarles su ayuda con toda prontitud.
EL LADRÓN DEVOTO
Como dijo el papa San Gregorio hablando de las Pléyades que, siendo siete estrellas distintas, en sus rayos de luz se
nos muestran como una sola, así ha habido en el mundo en distintas épocas muchos hombres santos que se esforzaron
con parecido fervor por agradar a Dios y a su Madre Santísima en una misma y única virtud. Por ser devotos de estos
santos, inferiores en méritos a la Virgen Santa, algunos hombres se han visto libres en ocasiones de las penas, tanto del
alma, como del cuerpo. Por tanto, nadie sienta dudar, porque contamos un milagro no muy distinto en circunstancias
diferentes*.
Había un ladrón que se llamaba Ebbo*; muchas veces robaba lo ajeno y con los bienes que sustraía furtivamente a
los demás se mantenían él y los suyos. Sin embargo, veneraba de corazón a la Santa Madre de Dios y, hasta cuando iba
a robar, la rezaba y la saludaba con la mayor devoción.
Pero sucedió que un día, cuando estaba robando, inesperadamente cayó en manos de sus enemigos. No pudiendo
justificarse de su delito, los jueces lo condenaron a morir colgado de una soga. Fue llevado a la horca sin la menor
piedad para ser colgado sin demora. Estando ya suspendido y balanceándose sus pies en el aire, vino en su ayuda la
Virgen Santa y durante tres días, le parecía a él, lo sostuvo en sus santas manos y no permitió que sufriera lesión alguna.
Los que lo colgaron, al volver al lugar donde él estaba colgado y de donde ellos se habían alejado poco antes, al verlo
vivo y con cara alegre, como si nada le pasara, pensaron que no le habían echado bien la soga y subiendo allá con
presteza trataron de atravesarle la garganta con la espada, pero por segunda vez la Virgen Santa puso las manos
delante de su cuello y no permitió que se lo traspasaran.
Ellos, dándose cuenta, por lo que él contaba, de que era la Virgen Santa la que le estaba prestando su ayuda,
pasmados de admiración, lo descolgaron y lo dejaron libre por amor a Dios y a su Madre. Él se fue y se metió monje y
sirvió a Dios y a su Madre de por vida.
EL MONJE Y SAN PEDRO
En el monasterio de San Pedro que hay cerca de la ciudad de Colonia había un fraile cuya vida y costumbres no estaban
de acuerdo con el hábito monacal, porque procedía livianamente en muchas de sus acciones; incluso había tenido un
hijo, quebrantando el voto de monje, y en muchas ocasiones se había entregado a prácticas mundanas. Un día, mientras
estaba con algunos frailes tomando un brebaje medicinal para mantener sano el cuerpo, atacado de una fortísima
debilidad, murió de repente sin confesión y sin la comunión del cuerpo de Cristo.
En seguida su alma, cautiva del enemigo antiguo, fue llevada hacia los calabozos infernales. Al verlo San Pedro, de
cuyo monasterio era el monje, se fue al Señor misericordioso y empezó a rogarle por su alma. El Señor le dijo: ¿No
sabes, Pedro, que por inspiración mía el Profeta dijo: «Señor, ¿ quién habitará en tu tabernáculo o quién descansará en
tu santo monte?» y añade luego: «El que camina sin mancha y obra con rectitud»? Por tanto, ¿cómo puede salvarse éste
que ni 'ha caminado sin mancha' ni ha 'obrado con rectitud', como debía?
Oyendo esto, San Pedro pidió a los santos ángeles y después a todos los órdenes de santos que rogaran al Señor por
el alma del fraile. Rogándole todos ellos y contestándoles el Señor lo que hemos dicho antes, en última instancia San
Pedro acudió a la Santa Madre de Dios y a las santas vírgenes, estando plenamente seguro de que las súplicas de ella
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siempre son escuchadas. La Santa Madre de Dios se levantó para ir a rogar a su hijo con las santas vírgenes y al punto
Cristo se levantó también para recibirlas y les dijo a su Santa Madre y a las santas vírgenes: ¿Qué es lo que venís a
pedirme, Madre mía dulcísima y mis queridísimas hermanas ? La Virgen, Santa María, respondió que venía a interceder
por el alma del mencionado fraile y Cristo le contestó: Aunque dije por boca del Profeta que nadie puede habitar en mi
tabernáculo sino el que camina sin mancha y obra con rectitud, sin embargo, como tú quieres que consiga el perdón,
consiento que el alma de ese fraile vuelva a su cuerpo, para que, haciendo penitencia de sus pecados al fin disfrute del
descanso.
Cuando la Virgen Santa hizo saber esto al apóstol San Pedro, éste al punto, atemorizando al diablo con la gran llave
que tenía en la mano, lo puso en fuga y le arrebató el alma del fraile que tenía en su poder. Luego se la entregó a dos
apuestos jóvenes y ellos a su vez se la entregaron a un fraile que había sido monje del citado monasterio, para que la
hiciera volver a su cuerpo. Este fraile, al devolver el alma a su cuerpo, le pidió como recompensa que a diario rezara por
él el salmo: Miserere mei, Deus y que barriera frecuentemente con la escoba su sepultura. 20 El muerto resucitó y contó
lo que había pasado y lo que había visto y cómo había sido arrancado de las manos del diablo por intercesión de la
Santa Madre de Dios y del apóstol San Pedro.
Por cierto, que si el milagro que acabamos de contar a alguno le parece que no es creíble, piense cuán grande es el
poder de la Santa Madre de Dios, más grande que el de todos los órdenes de santos, ante el Señor y Rey de los cielos y
tierra, su Hijo, y desechará toda sombra de duda. Si pone reparos a lo de que San Pedro atemorizó al enemigo con la
llave, tenga en cuenta que a los hombres, compuestos de cuerpo, las cosas incorpóreas no se les pueden explicar más
que por signos corporales. A fin de cuentas, nada es imposible para Dios, a quien se debe honor y gloria por todos los
siglos de los siglos. Amén.
EL ROMERO DE SANTIAGO
Tampoco debemos pasar en silencio aquí el milagro de Santa María que Don Hugo, abad de la iglesia de Cluny, suele
contar de un fraile de su monasterio. El fraile se llamaba Giraldo. Cuando aún era seglar, un día le entraron deseos de ir
en peregrinación a Santiago.
Preparado ya lo necesario para el camino, al rayar el día en que iba a emprender el viaje con sus compañeros,
vencido por la concupiscencia de la carne, se acostó con su concubina. y cuando llevaba hechas muy pocas jornadas
con sus amigos, el enemigo antiguo, que a veces se transforma en ángel de luz, tratando de engañarlo, se le presentó en
figura de apóstol Santiago y le dijo: Te hago saber que por las malas obras que has hecho ya no puedes conseguir tu
salvación, si no haces lo que yo te diga. El contestó: ¿ Qué quieres que haga ? El diablo respondió: lo primero, córtate
los genitales y luego date la muerte y por ello obtendrás de Dios el premio eterno. Él, convencido de que quien le
mandaba tal cosa era de veras Santiago, empuñando su espada, se cortó los órganos viriles y después, llevando el
hierro a su garganta, se asestó un tajo mortal.
Los compañeros, al oir que se quejaba ya próximo a la muerte y al ver que estaba exhalando el último suspiro de
muerte violenta y que estaba cubierto de sangre lo abandonaron huyendo precipitadamente, temerosos de que dijeran
que ellos lo habían matado para robarle o por otro motivo.
Tan pronto como se alejaron del muerto, el enemigo antiguo, que le había engañado, se apoderó de su alma,
regocijándose no poco con sus esbirros de haber logrado así su presa. Pero como tuviesen que pasar por delante de la
iglesia de San Pedro, por la voluntad de Dios, les salió al paso Santiago, en compañía de San Pedro, y le dijo a la
chusma demoníaca: ¿ Por qué os habéis apoderado del alma de mi peregrino ? Ellos alegaban todo lo que podían de
malo y el hecho de que a la postre se había suicidado. Pero Santiago les contestó: Estad seguros de que no os vais a
reir de su muerte porque le engañasteis, haciéndoos pasar por mí; y lo que hizo, lo hizo sencillamente creyendo que me
obedecía a mi y si os rebeláis contra esto, vayamos al tribunal de Santa María, Madre de Dios*.
Se presentaron, pues, ante la Santa Madre de Dios y le preguntaron qué quería que se hiciese en este asunto; la Virgen
Santa, llena de piedad, sentenció que esa alma debía volver a su cuerpo, para que haciendo penitencia pudiera quedar
limpia de los pecados que había cometido. De esa manera, por los méritos de la Virgen, Santa María, y del apóstol
Santiago, el alma volvió al cuerpo. y aquel hombre, al revivir, se encontró sano y que sólo le había quedado, como
prueba, la cicatriz de la cuchillada en el cuello. Por cierto, los órganos que se había amputado no los recuperó; sólo le
quedó un pequeño orificio por el que orinaba, según exigencias de la naturaleza. Finalmente se metió monje en el citado
monasterio de Cluny y vivió muchos años, entregado al servicio de Dios.
EL CLÉRIGO IGNORANTE
En cierta parroquia había un sacerdote al frente de la iglesia, de vida honesta y de muy buenos sentimientos, pero no
muy impuesto en materia de letras; de hecho no sabía más que una misa, que era la que cantaba todos los días en
honor de Dios y de su Santísima Madre, y cuyo introito empieza así: Salve, Santa Madre *.
Acusado de ello por los clérigos ante el obispo, enseguida fue llamado y conducido a su presencia. El obispo, en tono
de reproche, le preguntó si era verdad lo que de él le habían contado. Él respondió que era verdad y que habitualmente
ni sabía ni cantaba otra misa. Entonces el obispo, montando en cólera, le dijo que era un embaucador del pueblo y le
prohibió decir misa. El sacerdote volvió a su casa triste por verse privado de su misa. Pero a la noche siguiente Santa
María se le apareció al obispo en una visión y le dijo con tono un tanto severo: ¿ Por qué has tratado de ese modo a mi
canciller prohibiéndole celebrar el sacrificio en honor de Dios y mío? Te aseguro que si no le autorizas inmediatamente
para que celebre el sacrificio divino, como es su costumbre, morirás a los treinta días.
El obispo, temblando con semejante visión, se levantó turbado y, enviándole un recado, le mandó que viniera a toda
prisa. Cuando llegó, el obispo cayó a sus pies y humildemente le pidió perdón. Después le ordenó que nunca jamás
cantara otra misa que la de Santa María como la había cantado siempre. A partir de entonces colmaba de honores a
dicho sacerdote, al cual, por amor a Dios y a Santa María, alimentó y vistió durante toda su vida.
Así la Santa Madre de Dios, defendiendo de la injusticia al sacerdote que la servía, hizo que se le proveyera de todo
lo necesario y al morir, por los méritos de Ella, lo llevó a la vida eterna.
LOS DOS HERMANOS
En la ciudad de Roma había dos hermanos, uno de los cuales se llamaba Pedro, arcediano de la Iglesia de San Pedro,
sabio y diligente, pero avaro. El otro se llamaba Esteban, el cual, siendo juez en dicha ciudad, actuaba injustamente en
multitud de ocasiones, porque aceptaba regalos, falseaba los procesos, no daba a unos lo que debía ya otros les quitaba
lo que era suyo. Hasta había quitado contra justicia tres casas a la iglesia de San Lorenzo y un huerto a la iglesia de
Santa Inés.
Sucedió que su hermano Pedro murió y por sus culpas fue condenado a las penas del purgatorio. Unos días más
tarde murió también Esteban y fue conducido al tribunal de Dios. Al verlo San Lorenzo, a quien había quitado las tres
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casas, se acercó a él como con indignación y le oprimió con fuerza por tres veces en un brazo, causándole un dolor no
pequeño. Santa Inés y las vírgenes santas también le volvieron el rostro por haberles robado su huerto. Y luego el Señor
del cielo, juez justo, pronunciando sentencia contra él, dijo: Por haber quitado muchas veces lo ajeno y por haber
vendido la verdad, aceptando regalos y dando sentencias injustas, es justo que sea llevado al lugar de Judas, el traidor.
¿Qué más? Sin pérdida de tiempo se ejecuta la sentencia del Señor. Pero Esteban, en vida, tenía mucha devoción a San
Proyecto*, obispo y mártir, y todos los años celebraba solemnemente su fiesta, dando una comida a los clérigos y
muchas limosnas a los pobres. Por eso dijeron a San Proyecto: San Proyecto, ¿por qué no ayudas a Esteban que fue tan
diligente para prestarte su servicio ? Acude con confianza a Dios misericordioso y benigno, para que en su inmensa
piedad le conceda un poco de su misericordia. Entonces San Proyecto acudió, en primer lugar, a San Lorenzo y Santa
Inés, contra quienes Esteban había cometido el robo y les rogó que lo perdonaran. Ellos, en atención a él, le perdonaron
inmediatamente su culpa. Después, San Proyecto fue a interceder por él ante el Señor y con la ayuda de Santa María,
Madre de Dios, consiguió pronto que su alma volviera al cuerpo para que devolviera lo que había robado e hiciera
penitencia de sus pecados, dándole para ello un plazo de treinta días de vida *.
Mientras tanto, cuando Esteban era llevado al lugar de Judas el traidor, según lo había dispuesto el Señor en su
sentencia, oyó a lo lejos unas voces como de almas que se lamentaban en medio de las penas, entre las cuales
reconoció a su hermano Pedro. Y aproximándose allá, le dijo: ¿Cómo es, hermano, que te han traído a estas penas, si
pensábamos que eras un hombre justo? El contestó: Me han traído acá porque fuí algo avaro. Esteban añadió: ¿ nenes
esperanza de salvarte al fin? A lo que él dijo: Esa esperanza tengo, porque, aunque avaro, me esforcé en hacer muchas
obras buenas en pro de la iglesia. y si el papa y los cardenales cantaran una misa por mí conseguiría el perdón por la
gracia de Dios y me vería libre de las penas que estoy padeciendo.
Más tarde, cuando Esteban, según juicio de Dios, como antes dijimos, había sido arrojado al lugar donde es
atormentado Judas, que es como un pozo erizado de pinchos agudos en derredor, llegó la orden del Dios Altísimo de que
su alma fuera devuelta al cuerpo. 30Sacado de allí se presentó ante Santa María, Madre de Dios, y la piadosísima Virgen
le mandó que todos los días de su vida rezara el salmo Bienaventurados los que andan por el camino inmaculado *.
Luego Esteban contó al Papa ya los que con él estaban lo que le había sucedido y lo que había oído a su hermano Pedro
y les mostró también su brazo seco, el que le había oprimido San Lorenzo, que de un modo extraño estaba tan
amoratado como si le hubiera ocurrido eso cuando vivía en el cuerpo; y añadió además: Conoceréis que es verdad lo
que os cuento, cuando dentro de treinta días me veáis salir de esta vida. Dejando a todos convencidos de lo que decía,
devolvió lo que había quitado injustamente y, tras hacer penitencia de sus pecados, a los treinta días emigró felizmente
de este mundo.
EL PRIOR Y EL SACRISTÁN
Cerca de la ciudad de Pavía, en el monasterio de San Salvador, hubo un monje, prior de dicho monasterio. Era ligero de
lengua, de depravadas costumbres y metido en negocios que no le eran convenientes. Pero, aunque parecía tan mal
religioso, sin embargo como amaba mucho a Santa María, Madre de Dios, a las horas cantaba las alabanzas de Dios y
de ella y, mientras las cantaba, siempre lo hacía de pie y por nada se avenía a hacerlo sentado*.
Llegado el término de su vida, murió y lo enterraron, y a la vuelta de un año se apareció al sacristán del monasterio,
que se llamaba Huberto. Éste, como hacen los sacristanes, se levantó una noche antes de maitines y estaba espabilando
la llama de las lámparas, de pie ante el altar, cuando he aquí que el fraile muerto empezó a llamarlo con voz clara: iFray
Huberto!, iFray Huberto! .Él, al oirlo, se llenó de miedo, sin saber qué sentido tenía aquello y se fue a unas habitaciones
privadas que había en la residencia para enfermos, porque estaban bastante cerca del monasterio. También allí el fraile
difunto empezó a llamarle: i Fray Huberto!, i Fray Huberto! Pero él no se atrevió a contestarle y, temblando de miedo, se
volvió a la cama. Y, habiéndose dormido, el susodicho fraile se le presentó y le dijo: ¿ Por qué, cuando te llamaba, no
quisiste contestarme ? El lo reconoció ya su vez le preguntó: ¿ Cómo te encuentras, hermano ? Le respondió el
otro: Hasta ahora he estado mal, he estado desterrado en una región, cuyo rey se llamaba Esmirna *. Allí vivía lleno de
tribulaciones cuando acertó a pasar por aquel lugar Santa María, reina digna de toda veneración y dignísima de toda
alabanza, Madre poderosísima de nuestro gran Rey, a la cual yo en vida tenía costumbre de enviar saludos a las horas.
Ella al verme me reconoció y, sacándome de allí, me llevó consigo y me puso en un lugar excelente. Tras escuchar esto,
el sacristán contó al resto de los frailes que el fraile difunto se había librado del tormento gracias a la Santa Madre de
Dios, como él mismo le había contado.
Por donde se puede comprender qué grande es la esperanza de que van a librarse de cualquier peligro aquellos que se
afanen cada día por servir a tan clementísima Señora, cantándole incensantemente con devoción las horas que le son
tan agradables. Por lo que a Huberto se refiere, después de haber visto y haber contado esto, muriendo a los pocos días,
abandonó este mundo.
LA BODA Y LA VIRGEN
En la comarca de la ciudad de Pisa había un clérigo, canónigo de la iglesia de San Casiano. Como hemos contado de
otros muchos, éste rendía devotamente culto a Santa María Virgen, reina de los ángeles y reina del mundo, y cantaba
solícito en su honor las horas del día, que entonces eran rezadas por muy pocos. Sus padres, llegada la muerte,
emigraron de esta vida y, como habían sido muy nobles y ricos, le dejaron una gran fortuna, ya que no tenían más
herederos que él. Sus amigos venían a verlo y le insistían en que se volviese a la casa que sus padres le habían dejado
y, tomando una esposa, administrase la herencia. Les hizo caso, se fue con ellos, se instaló en las posesiones de sus
padres y decidió casarse. Mientras tanto empezó a descuidarse en los rezos que solía hacer a Santa María.
El día en que iba a celebrar la boda con la mujer que había elegido, en el trayecto llegó ante una iglesia, y
acordándose de que tenía por costumbre prestar su servicio a Santa María, pidió a los acompañantes que le esperaran
un ratito, diciéndoles que quería entrar en aquella iglesia a hacer oración. Entrando, pues, en la iglesia se puso a cantar
devotamente las horas de Santa María. Los acompañantes le mandaban avisos para que abreviara, pero él no quiso
moverse del sitio hasta que acabó las horas cumplidamente. Y, permaneciendo él todavía en la iglesia, se le apareció
Santa María, Madre de Dios, y con tono severo le dijo: iOh ingrato y el más tonto de los hombres! ¿ Por qué me has
dejado a mí, que era tu amo!; prendido en las redes del amor a otra? ¿Acaso has encontrado otra mejor? Hazme caso,
no me dejes, no tomes otra mujer despreciándome a mí.
Y, lleno de temor por estas palabras, volvió de nuevo con sus compañeros, fingiendo que de verdad se iba a casar.
Así pues, se celebró la boda, como es costumbre, con gran alegría. Pero al llegar la noche, entró en la alcoba, como si
fuera a acostarse con su esposa, y sin que nadie se diera cuenta, a escondidas, salió de casa, abandonó a su mujer y
todo lo que pudiera tener y, según se cree, buscó un lugar apropiado para servir a Dios y a su Santa Madre, sin que se
haya podido saber hasta hoy adónde fue o con qué muerte murió.
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Sin embargo, nadie debe dudar de que hasta el fin de su vida gozaría de la protección de la Santa Reina del cielo, por
la cual y a petición suya decidió dejar todo el mundo, con la ayuda de Dios, a quien se debe dar honor y gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
EL NIÑO JUDÍO
Ocurrió este suceso hace tiempo en la ciudad de Bourges y lo suele contar un monje de San Miguel de Clusa, llamado
Pedro, diciendo que él había estado allí por entonces*.
El día solemne de Pascua, cuando los niños cristianos iban a la iglesia a recibir el sagrado cuerpo del Señor, un niño
de familia judía, que iba a la escuela con ellos, se acercó entre todos al altar y, sin advertirlo el sacerdote, recibió con
ellos el cuerpo del Señor. Había en el retablo del altar una imagen de Santa María que tenía un velo sobre la cabeza, y le
parecía al niño judío que Ella, en la figura de una mujer de aspecto venerable, repartía junto con el sacerdote la sagrada
forma a cada uno de los que se acercaban a comulgar.
De vuelta a casa, cuando el padre preguntó al niño de dónde venía, él le contestó que había ido con los niños, sus
compañeros, a la iglesia y que, cuando ellos recibieron la comunión, él también había comulgado. Oyendo esto el padre,
se encendió en cólera, y, cogiendo al niño con rabia, vio allí cerca un horno encendido y corriendo lo arrojó en él*.
Al punto, la Santa Madre de Dios, con los rasgos de aquella imagen que él había visto sobre el altar, se le apareció al
niño y protegiéndole del fuego no permitió que notara ni el más pequeño grado de calor. Pero la madre del niño, presa de
un grandísimo dolor, comenzó a gritar y a dar alaridos, y en breve tiempo congregó un gran gentío, tanto de cristianos
como de judíos. Ellos, viendo que el niño estaba vivo en el horno y que no sufría daño ninguno del fuego, lo sacaron,
preguntándole cómo había podido evitar ser abrasado por las llamas. Él les contestó: Porque aquella venerable Señora
que estaba sobre el altar y nos daba las partículas al comulgar; me vino en ayuda y mantuvo el fuego lejos de mí; y no
permitió siquiera que yo sintiera el olor a quemado.
Entonces los cristianos, comprendiendo que la Santa Madre de Dios era su protectora, arrojaron al judío, padre del
niño, al mismo horno al que él había arrojado a su hijo. Al punto, torturado por el fuego, en un momento quedó reducido a
pavesas. Los que lo vieron, judíos y cristianos, alabaron conjuntamente al Señor y a su Santa Madre, y desde aquel día
perseveraron fervorosos en la fe de Dios.
LA IGLESIA PROFANADA
Así como hay muchos que leyendo los milagros ya relatados de la Santa Madre de Dios pueden darse cuenta de que
Santa María usa de gran piedad como Madre de misericordia, sobre todo con los que se esfuerzan por ser devotos
suyos, así también hay que saber que es severa con los que la desprecian. Para demostrarlo, vamos a contar un milagro
que sabemos ha tenido lugar en nuestros días.
Tres caballeros que tenían odio a otro y querían matarlo, encontrándolo sin la protección de sus amigos, en una
ocasión muy propicia se lanzaron sobre él con la intención de darle muerte. Él, despavorido, se refugió en una iglesia,
consagrada a Santa María, por ver si conseguía, por la reverencia debida a ella, librarse del peligro de muerte inminente.
Pero ellos, inhumanos, entrando en la iglesia, lo mataron ante el altar sin compasión alguna.
Por acto semejante, la Virgen Santa María, se indignó contra ellos. Y, castigándolos Dios por tal atrevimiento, de
repente se vieron atacados por un fuego que empezó a quemar cada uno de sus miembros con violencia. Ellos, al darse
cuenta de que caía sobre sí el castigo divino y forzados por el grandísimo dolor, se volvieron con gran contrición de
corazón a invocar a Santa María, Madre de Dios, a la que habían ofendido gravemente.
Aplacada por sus ruegos la Virgen Santa, siempre llena de misericordia, por la bondad de Dios, les libró
piadosamente del fuego que los devoraba. Sin embargo, no quedaron completamente sanos. Mas tan pronto como
pudieron caminar, fueron a ver al obispo, le contaron lo que ellos habían hecho y lo que les había pasado y le pidieron
que les impusiera una penitencia. Al señalársela el obispo, le pareció bien imponerles, en lugar de otra penitencia, las
armas con las que habían matado a aquel hombre, es decir, les mandó que continuamente llevaran las armas sobre su
cuerpo y así hicieran la penitencia que les correspondía hasta que dieran satisfacción a Dios ya Santa María, su Madre.
Ellos, aceptada esa penitencia, se separaron entre sí, se fueron lejos de su tierra, y peregrinaron durante largo tiempo
por distintos lugares, buscándose el sustento. Uno de los cuales vino a una ciudad llamada Anifridi, situada junto al río
Itona, y entró en casa de una mujer que se llamaba Emma. Por casualidad entonces estábamos nosotros allí, pidiendo
limosna. Y por eso él nos contó punto por punto lo que había sucedido (lo que hemos dicho anteriormente de él y de sus
compañeros ), y para convencer más a los oyentes, se desnudó ante nosotros y nos mostró, ceñida a la carne viva, la
espada con que había herido de muerte al susodicho caballero. La espada era bastante ancha, según pudimos ver; pero
estaba ya cubierta en gran parte por la carne que había crecido por encima. Añadió después que le había sido ordenado
por revelación divina que se dirigiera a una iglesia de San Lorenzo y que esperara, que allí en breve Dios tendría
misericordia de él. Dicho esto y recibida la limosna, con prisa se fue de aquella ciudad *.
Es grato detenemos un poco a considerar la grandísima benignidad de Dios y de su Santa Madre para con estos
hombres, porque, habiendo pecado gravemente contra el Señor, los castigó también bastante gravemente pero no quiso
acabar con ellos, es más, les volvió a llamar a penitencia y les dio esperanza de salvación eterna.
Pero tal vez alguno diga: ¿ Por qué la Virgen Santa María, no defendió al caballero que se refugió en su iglesia? El
que hablare así pondere que, como dice el Sabio, los designios de Dios son ocultos y por eso no debemos discutirlos
temerariamente. Y después de todo, que nadie dude de que dicho hombre no pidió la ayuda de la Madre de Dios en
vano. Porque, si leemos de algunos santos que en peligros semejantes prefirieron librar un alma antes que un cuerpo
(porque librar el cuerpo en comparación con librar el alma es como comparar un instante con una eternidad), cuánto
mejor puede la Santa Madre de Dios librar de la muerte eterna al hombre mencionado o a cualquier otro, ella que puede
obtener libremente del Señor, su Hijo, todo cuanto quisiere. Por tanto, debemos creer firmemente que la Señora, según
su voluntad, dispensó su misericordia al alma de dicho caballero, el cual tal vez por sus pecados había merecido que lo
mataran, como lo hace siempre con todos los que recurren a ella de todo corazón. Pidámosle también nosotros que nos
alcance el perdón del Señor, su Hijo, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea dada gloria por siempre. Amén.
LOS JUDÍOS DE TOLEDO
Para levantar los corazones de los humildes a saborear los gozos eternos, con brevedad (como dice el refrán, «con poco,
abarcar mucho» ) voy a contar por escrito un milagro de la excelsa Madre del Salvador, que ha llegado a mis oídos de
labios de varones espirituales.
En la ciudad de Toledo*, el día de la Asunción de la Virgen, Santa María, mientras el obispo celebraba la misa
solemne y el pueblo elevaba devotamente sus preces al Señor, en mitad de los sagrados oficios, por intervención divina,
se dejó oír una voz del cielo que se quejaba así de que su Hijo único, Salvador de todo el mundo, era maltratado con
insultos y al fin con la muerte de cruz por el pérfido pueblo judío: iAy, ay, cómo se ve que la malicia de los judíos es
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patente y monstruosa! iAy, qué desgracia tan tremenda! iDentro del redil de Dios, mi Hijo, del Redentor del mundo, del
Rey que tiene por distintivo la señal de la cruz salvadora, permanecen y viven pujantes los insensatos judíos! i Ellos de
nuevo injurian y quieren dar muerte en el patíbulo de la cruz a mi Hijo único, luz y salvación de los creyentes!
Una gran multitud de gente escuchó esto con viva atención donde lo íntimo del alma, y lejos de echarlo en olvido, bajo
el impulso del Dios soberano, lo grabó en su memoria y en su mente, y luego el arzobispo y los fieles a él encomendados
de común acuerdo decidieron ir, una por una, a las casas de los judíos de la ciudad y con prudencia, pero con diligencia,
hacer averiguaciones sobre aquello de lo que la voz de la Virgen se había quejado. Así se hizo. Y, entrando en las casas
del Rabí de los judíos y en la sinagoga, registrando los rincones de las casas, no fuera que los judíos hubieran hecho
algo oculto por temor a ser descubiertos, pronto los investigadores encontraron una imagen de cera que, como si fuera
una persona viva, habían hecho según la doctrina y la fe de los cristianos, y a la cual tenían preparada para llenarle de
salivazos y bofetadas y darle muerte de cruz. Hallada la imagen, los cristianos borraron esta afrenta y la perfidia de los
arteros judíos, y les dieron muerte en el acto.
Sintamos, pues, todos veneración por la altísima dignidad de María, Madre de Dios, por cuya integridad virginal y por
cuya saludable misericordia somos ayudados y destinados a la salvación eterna por su Hijo único, redentor del género
humano. Así como se quejó de que los pérfidos judíos habían urdido con malicia como una segunda pasión de su Hijo y,
quejándose, recordó al pueblo cristiano la pasión escrita en el Evangelio y le quiso librar de los engaños del demonio,
enemigo del linaje humano, así también su amor misericordioso nos acerque al seno benditísimo de su Hijo y nos libre
del fuego eterno del infierno. 10Por el mismo Señor nuestro, Jesucristo, Hijo suyo, que con el Padre y el Espíritu Santo
vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
UN PARTO MARAVILLOSO
Acabamos de contar, en cuanto nos ha sido posible, un milagro piadosísimo de la Santa Madre de Dios, que tuvo lugar
en el aire; nos parece que debemos exponer también brevemente qué es lo que hizo su misericordia en el agua.
En un lugar que se llama Tumba, hay una iglesia dedicada a San Miguel Arcángel, construida Con el mayor
esplendor*. Dicho lugar, ceñido alrededor por el océano, debido a la agitación del oleaje, que en griego se llama reuma, y
a causa del flujo del mar, llamado malina, y del reflujo llamado ledona, es muy temido por todos los que vienen con
deseos de visitar la iglesia del santo Arcángel, porque dos veces al día la marea cubre por completo el camino de
entrada. Pero no lo hace, Como en otros mares, lentamente, sino que irrumpe bruscamente, dando bramidos, Con
estruendo y un ruido terrorífico, y a menudo sorprende a los que están en el camino, y por eso a ese mismo lugar lo
llaman el peligro del mar*.
Gentes de todos los países visitan con devoción permanente este lugar en la festividad de San Miguel Arcángel,
esperando alcanzar así los angélicos favores. Una vez, el día de la fiesta del Arcángel, cuando las multitudes acudían a
su iglesia, hallándose ya en la franja arenosa de la entrada, entre los demás se encontraba una pobrecita mujer,
embarazada, en trance ya próximo al parto, cuando de repente estalla el terrible rugido del mar. Huyen todos, como
locos, en desenfrenada carrera; la infortunadísima mujer quedó sola, sin ayuda ninguna de los hombres, sin poder dar un
paso siquiera, agarrotada por exceso de miedo, por el dolor y por la angustia. Como dice la Sagrada Escritura, hablando
de otra mujer, habían caído sobre ella dolores repentinos. No sabía qué hacer ni adónde volver los ojos. Daba alaridos,
pidiendo desgarradoramente auxilio, pero nadie atendía a su llamada porque cada cual trataba de salvar su propia vida.
Tal vez esto no ocurrió por casualidad, sino que más bien fue buscado por la voluntad divina, para que en ello quedara a
todos manifiesta la bondad de Cristo, que se hace patente sobre todo en momentos de aflicción, y la bondad de María,
su piadosísima Madre. Fallándole, pues, todo auxilio humano, recurrió al auxilio divino, invocando con voz lacrimosa a
Dios, a su Madre María y a San Miguel Arcángel. También la gente, deteniéndose en la orilla ante semejante
espectáculo, con las manos levantadas al cielo, imploraba llorando el auxilio de la misericordia de Dios y de su
piadosísima Madre, María.
Estando todos pidiendo la intervención de Cristo, llegó nuestra Señora, Madre de Dios y siempre Virgen, María,
compasiva más que todos los ángeles y todos los hombres, y, según le parecía a la mujer, echando sobre ella la manga
de su túnica*, la puso tan a salvo del empuje horrísono de las olas que ni la más pequeña gota del océano tocó sus
vestiduras. Allí mismo, como si se hallara en el lugar más seguro, dio a luz a su hijo y allí permaneció sin temor hasta que
el mar, replegándose las olas sobre sí mismas, ofreció a la mujer despejado el camino para salir.
¡Oh, admirable poder de Dios! Él en otro tiempo mantuvo vivo al profeta Jonás en el vientre de la ballena tres días y
tres noches, pero a esta mujercita la conservó también sana y salva en medio de las aguas gracias a la Estrella del mar,
a María, excelsa Madre de Dios. En otro tiempo al antiguo pueblo de Dios las aguas le formaron como una muralla a
derecha e izquierda; pero a esta pobrecita en sus necesidades le levantaron como una casa gracias a la Reina del cielo.
Cuentan algunos que San Miguel Arcángel a un peregrino suyo lo libró del peligro del mar, haciendo que las aguas se
retirasen*, pero a esta mujer la Reina del mundo en medio mismo de las aguas la libró del peligro de muerte. ¿ Quién
será capaz de comprender la piedad tan grande de la Madre de Dios? ¿Quién no quedará admirado de ver que la Reina
de cielo y tierra acude con presteza en socorro de una pobrecita mujer en un trance tan comprometido?
Llegó, digo, a la playa con su niño la que había sido dejada sola en el mar ofreciendo a las gentes el espectáculo de un
milagro, porque la daban ya por muerta en el océano. Aquí de verdad cualquiera que esté en su juicio puede aplicar
aquel dicho verdadero: Cuando falta el auxilio humano, queda sin duda el auxilio divino. Ante un hecho tan maravilloso
era digno de verlos a todos felicitarse y admirarse, más de lo que uno puede imaginar, y contárselo unos a otros, como
cosa nunca vista; todos en general alababan la piadosísima misericordia de María, Madre de Dios y siempre Virgen.
Por último, se dirige la mujer acompañada del gentío a la iglesia de San Miguel Arcángel, cuentan a los frailes del
lugar el milagro de la Santa Madre de Dios, se tocan las campanas, todos con gran algaraza gritan: iQué piadosa es
nuestra Señora, Santa María!
¡Oh, Virgen, Madre de Dios! Socórrenos también a nosotros, miserables pecadores, tus siervos, que esperamos en tu
misericordia, para que no nos sumerja la tempestad del agua, ni nos trague el profundo del abismo, ni el pozo cierre
sobre nosotros su boca, sino que ayudados y fortalecidos por tu misericordiosísima piedad y tu sacratísima intercesión,
sirvamos al Rey verdadero, que vive y reina por los siglos que no acaban. Amén.
EL CLÉRIGO EMBRIAGADO
Hubo hace tiempo en una comunidad monacal un monje que era muy familiar para Nuestra Señora y Ella quiso
mostrárnoslo del modo siguiente. Sucedió una vez que el monje, por instigación del diablo (según creo), bebió tanto en la
bodega que podemos pensar que perdió totalmente los sentidos. A la hora de vísperas, salió de allí así bebido y por el
claustro se dirigía a la iglesia cuando le pareció que el diablo, en forma de un toro descomunal, le salía al encuentro y lo
quería atravesar de parte a parte con los cuernos. Entonces vio que ante el toro se ponía una doncella de hermoso
rostro, con el cabello cayéndole a lo largo de la espalda, con un pañuelo blanco* en la mano derecha, la cual, tras
increpar al diablo diciéndole que por qué hacía eso contra su siervo, le ordenó que se fuera en el acto y no se atreviera
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en adelante a causarle ningún mal. Dicho esto, desaparecieron el miedo al demonio y la visión de la hermosísima
doncella.
Después continuó su camino y, estando ya cerca de la iglesia, de repente se lanzó sobre él el demonio en forma
de un perro rabioso y en extremo temible; pero la joven, como antes, se presentó ahora y, haciendo huir al demonio lejos
de él, le permitió seguir su camino libremente. y también desaparecieron la fantasmagoría del diablo y la bellísima visión
de aquella joven.
Finalmente, el monje entra en la iglesia, adonde iba, con mayor seguridad debido a que el demonio había sido
rechazado y a que la joven le había dado ánimos. Nada más entrar, se le presenta de nuevo el enemigo del género
humano, más temible que antes, en forma de un león ferocísimo, rugiendo frente a él y atacando como si fuera a
devorarlo de un momento a otro.
Pero aquella joven, que lo había defendido una y dos veces, antes de que sufriera ningún daño, acudió en su ayuda
y con un palo que llevaba en la mano, dio al diablo una soberana paliza, al tiempo que le decía: Porque no has querido
obedecerme, te has ganado por de pronto esta somanta y, si te atreves a acercarte a él otra vez, la llevarás mayor aquí y
en el otro mundo. De este modo aquel diablo de piel cambiante*, vencido por tres veces, aún más, bien apaleado, se
disipó, como el humo, en un instante y no apareció más por allí.
Luego la joven tomó al monje de la mano y éste al momento se encontró bien y recuperó los sentidos, como si no
hubiera bebido ni una gota, y así de la mano se fue con él poco a poco y lo llevó hasta su lecho, subiendo las escaleras
que había en el intermedio. Llegados allá, la joven abrió las ropas de la cama, colocó al monje en ella, reclinó
suavemente la cabeza de él sobre la almohada, le hizo sobre la frente la señal de la cruz y le dijo: Te mando que
mañana vayas a ver a fulano ( a quien conoces bien porque es tu compañero y es también amigo mío verdadero por su
devoción) y que hagas con él una confesión sincera y lo que él te ordenare, mira bien, que no tardes en cumplirlo.
Entonces el monje, muy contento ya, dijo humildemente a aquella, por así llamarla, su ama*: Oh, joven dulcísima,
desde ahora deseo servirte con todo el corazón. Pero te pido, por favor, que antes de separarte de mi me digas a mi, tu
siervo quién eres, tú que tantos favores me estás haciendo. A lo que Ella contestó que se llamaba María, Madre de Dios,
por el cual fue hecha cuando no existía, como fueron hechas todas las cosas, y gracias al cual ella podía defender así a
sus siervos. Oídas estas palabras de sus amables labios, con gran alegría en lo íntimo de su corazón, encendido todo él
en fervor hacia la dulce Madre del Señor, espoleado por el ardor de la fe, levanta sus manos en alto e intenta agarrarse a
ella y alegrarse con ella, besando sus pies, y venerarla y abrazarla como su salvadora y Madre de su Señor. Pero la
casta Madre del Señor y madre de piedad y misericordia, esperanza de los humildes y consuelo de los infortunados,
como ya le había prestado su gran servicio, cuando él creía que la iba a retener consigo, levanta raudo vuelo hacia lo alto
y, más bella que una rosa, se vuelve a las brillantes regiones del cielo, siendo ella más brillante aún. Él, a su vez,
después de vistas, y aún más, después de oídas estas cosas, dio infinidad de gracias a Dios y a su Santa Madre por tan
grandes beneficios como le habían hecho y en adelante, de mil maneras, empezó a amarla con fervor y a servirla con la
mayor devoción. Lo mismo hizo aquel que le oyó en confesión y aquellos a cuyos oídos llegó en alas de la fama la noticia
de este prodigio. También, hermanos queridísimos, nosotros a quienes en fidedigna relación ha llegado este milagro
debemos hacer lo mismo con gran gozo, dejando a un lado las excusas, para que en todas nuestras necesidades
merezcamos recibir la ayuda de Ella aquí y en la eternidad. Así se digne concedérnoslo aquel que vive y reina por todos
los siglos de los siglos. Amén.
LA ABADESA ENCINTA
Es natural que los enfermos acudan a porfía a un médico si saben que es tan experto en su profesión que es capaz de
curar cualquier enfermedad. y si además de pericia estuviera también dotado de la piadosa voluntad de darle a cada cual
por amor lo que por su sabiduría le puede dar, entonces no hay duda de que todos desearán vivamente su asistencia,
anhelarán su intervención eficaz y buscarán su diagnóstico. Ese aprecio sin reservas hacia su persona por parte de los
enfermos lo experimentan los médicos, a pesar de que ellos sólo saben remediar los males del cuerpo. Pero si hay
alguien de un poder tan sublime que con su intervención puede remediar no menos a las almas que a los cuerpos, a ése
se le busca con mayor ahínco, se le desea con mayor anhelo y se le ama con mayor ternura. En este menester, es
sabido que sobresalieron muchos santos, contando con la gracia celestial, pero la Madre del Santo de los santos está por
encima de todos ellos en poder, después de Dios por especial privilegio, y el que se acoge felizmente a su clemencia, se
ve libre de toda enfermedad y queda sano con la verdadera salud. Esto, que es muy fácil probarlo por multitud de
medios, preferimos demostrarlo con los ejemplos que brevemente damos a continuación*.
Según cuentan hombres dignos de crédito en un relato fiel, hubo una madre espiritual de un convento de
monjas que desempañaba el cargo de abadesa, no sólo de nombre sino también de verdad, porque
valientemente mantenía la observancia de la regla y con espiritual celo obligaba a la comunidad que estaba a su
cargo a guardar las santas normas con piadosa exigencia. ( traducción del texto latino de la fotografía de portada ). Pero como el
aprovechamiento de los buenos causa pesar a los malos por la envidia que los corroe, las monjas a las que vigilaba para
que guardaran la saludable disciplina, comenzaron a devolver mal por bien ya sentir odio en pago del cuidado que ella
ponía en mantener aquel régimen de vida. Digo que odiaban sin razón a la que debían amar con razón y anhelaban
despojar de todo honor a la que trabajaba por hacerlas dignas de honores eternos.
A la inquina de las monjas se unió la malicia siempre beligerante del antiguo urdidor de asechanzas que tenía prisa por
derrocar, fuera como fuera, de la torre de la santidad a aquella de la que estaba dolido porque arrancaba de sus manos a
las que él tenía por cosa suya. Así, pues, la astuta malicia del envidioso ladrón se abalanzó sobre el celestial tesoro y,
valiéndose de los ocultos designios de Dios, rompió el precioso sello de su castidad, que merece más estima que todas
las riquezas de este mundo. Porque la citada madre de las monjas, derribada por las artes del engañador, cometió un
pecado de fornicación con su despensero. Mas, cuando ya llevaba bastante tiempo contenta porque su delito estaba
oculto, por disposición de Dios, que de nuestras maldades saca alabanzas en su honor, quedó encinta con un embarazo
no deseado. Sin embargo no cejó en el empeño de exigir con el rigor de la regla la observancia de las sagradas normas
a la comunidad de monjas que estaban a su cargo, y de no conceder a ninguna de ellas la perjudicial licencia para salir
libremente. y de ahí se siguió que murmuraran de ella con mayor acritud y trataran con mayor ahínco de encontrar en ella
cualquier cosa que mereciese reprensión*.
Ya estaba llegando el momento de quedar libre de la carga del sacrílego embarazo, que había mantenido oculto
celosamente, cuando, tanto por el modo de andar como por las cantidades que comía, las monjas, con sagacidad propia
de mujeres, descubrieron que estaba embarazada y la noticia fue pasando de unas a otras hasta llegar a conocimiento
de todas. Todas experimentaron una alegría especial, exultantes por haber encontrado una razón justa para acusar a
aquella que consideraban era enemiga de sus caprichos. Escriben cartas delatando el pecado descubierto; a un hecho
de por sí grave, lo hacen más grave aún, añadiendo mentiras, como ocurre entre los que se odian; esas cartas
acusadoras llegan hasta el obispo de la diócesis a la que pertenecía aquel lugar. Es inminente la venida del obispo, sin
que ella lo sepa; tampoco sabía qué hacer, tan pesada como se encontraba con su carga. Tenía ella una capilla privada
en la que a diario dirigía con toda devoción sus himnos acostumbrados de alabanza a María, Madre de Dios y siempre
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Virgen, y le cantaba las horas canónicas con el sentimiento más tierno de que era capaz. Aunque se movía ya con gran
dificultad, se fue a esa capilla y empezó a decir las alabanzas de costumbre a la gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen
María. Al terminar dichas horas se le grabó más penetrantemente en el alma el horror de su enorme pecado y de la
deshonra pública que se le venía encima; y, sintiendo quebrantarse de dolor lo más íntimo de su alma, entre amargos
suspiros, dejaba escapar sollozos, a modo de los balidos de un ciervo* y redoblaba sus profundos gemidos.
Mantuvo así, como don concedido por el cielo, una esperanza segura en quienes no saben fallar: en la misericordia de
Dios y de su piadosísima Madre, María, Reina poderosísima y dignísima de toda la creación; y su alma dolorida se volvió
con entera devoción a tan grande y piadosa Virgen, implorando su intercesión. Postrándose en oración con todo el alma
y con todo el cuerpo decía: A Ti acudo, mi Señora, clementísima y santa, Madre inefable de la mayor piedad, María,
Virgen incomparable, refugio singular y único de los infortunados, después de Dios,. a Ti, regazo donde descansa la
incomprensible piedad eterna, grito con lágrimas y suspiros en medio de mis angustias, deseando, por tu intercesión, por
la inefable misericordia de tu Hijo único, Dios y Señor nuestro, Jesucristo, obtener el perdón de mi pecado, y librarme del
horrible oprobio de mi inminente deshonra.
Con lágrimas y oraciones de este tenor, arrasada en llanto, invocaba al singular consuelo de los atribulados, a la
Santísima Madre de Dios, María, y le pedía con la mayor insistencia alivio de su desgracia. Así, mientras con ansiedad,
con permanente contrición de corazón, desgranaba estas súplicas envueltas en lágrimas y exclamaciones, sorprendida
por un sueño repentino, se tranquilizó y, tornándose en silencio los lamentos, se quedó dormida. Estando dormida,
María, la de verdad y singularmente piadosa, y la piadosamente singular Madre de misericordia y Virgen sin mancha,
acompañada por dos ángeles, se le apareció clemente. y hablándole con bondad a la triste, que al principio temía y
dudaba de tal visión, le aclaró que era la Madre de misericordia y añadió estas palabras para darle el consuelo que
pedía: He oído -le dijo- tu oración, he visto tus lágrimas y te hago saber que he alcanzado para ti de mi Hijo, el cual
benignamente acepta tu arrepentimiento, no sólo el perdón de tu pecado, sino también la liberación de la infamia y
deshonra que estás temiendo.
Así le habló y, según le pareció ver, dio orden a los ángeles que le acompañaban de que le exoneraran de la carga de
la criatura de la que estaba embarazada y de que llevaran el niño a un ermitaño que vivía en las cercanías, a unas siete
millas de allí, para que lo cuidara hasta los siete años. Hecho esto y dándole una piadosa reconvención a la que ya
estaba libre, le dijo: Te has salvado de la deshonra que estabas temiendo, huye en adelante de los lazos del demonio y
aplícate con más fervor a las cosas santas. Por lo demás debes saber que el obispo te va a colmar de improperios; tú,
sin embargo, no te asustes, sino ten confianza, porque lo vas a soportar todo con facilidad. Terminando de hablar,
desapareció la visión y la monja despertó y notó que ya no tenía aquella carga que la atormentaba; dio incesantes
gracias a Dios y a su liberadora, María, Santísima Madre de Dios y siempre Virgen.
Entre tanto llegó el obispo, llamado por las hermanas, entró en la sala del capítulo, preguntó por la abadesa y mandó
que se presentara ante él. Después de buscarla un buen rato, la encuentran en su oratorio en donde más íntimamente
hacía sus rezos a Santa María y le mandan que vaya ante el obispo. Ella se levanta, entra en el capítulo y va derecha a
sentarse junto al prelado en la silla suya de costumbre.
Al acercarse a él, el obispo la llena de improperios y la obliga a salir de allí rápidamente, cubierta de injurias. Pero ella,
trayendo a la memoria las palabras de María, la Santa Madre de Dios y siempre Virgen, tuvo serenidad y, yéndose fuera,
permaneció sin miedo. Por orden del obispo son enviados dos clérigos para que investiguen el delito que se ha divulgado
sobre ella. Se acercan, la auscultan, pero no encuentran indicio alguno de que su vientre vaya a tener una criatura.
Vuelven al obispo con la noticia de que esa mujer es inocente, pero él, pensando que les ha sobornado a base de dinero,
investiga por sí mismo con más rigor la verdad del caso. y no encontrando en ella rastro alguno del delito imputado, cae a
sus pies y le pide perdón por las injurias proferidas contra ella. Estupefacta, al ver la humildad del prelado, se postra en
tierra delante de él, confesándose indigna de que por ella una persona tan elevada se humille hasta un grado tan bajo.
Finalmente el obispo, fuertemente irritado contra todas las que le habían imputado aquel delito, les ordenó que salieran
rápidamente del monasterio.
La abadesa, en cambio, considerando que, aunque con torcida intención, habían dicho la verdad, prefirió para honra
de la Santa Madre de Dios, su liberadora, revelar al obispo el pecado que había cometido, antes que permitir que sus
acusadoras sufrieran ese castigo. Así, pues, acercándose a él en secreto, se postró delante con humildad y le declaró
punto por punto todo lo sucedido. Él se queda admirado y, bendiciendo a Dios por la inmensa piedad de la gloriosa
Virgen y Santa Madre de Dios, María, envía dos clérigos en busca del ermitaño para comprobar con exactitud todo lo
referente al niño. Llegan, pues, preguntan por el niño y de labios de aquel hombre se enteran de que el niño había nacido
aquel mismo día, que hacía poco dos jóvenes se lo habían traído a él y se lo habían encomendado de parte de Santa
María, y de vuelta se lo cuentan todo al prelado.
Éste, lleno de alegría, permitió que el niño se criara con el hombre de Dios hasta los siete años, como había dispuesto
la Madre de Dios, y, después, tomándolo a su cargo, lo puso a estudiar y lo educó para que pudiera ser un digno sucesor
suyo, tan notable por su piedad como por su ciencia. En efecto, cuando él descansó en el Señor, al fin de sus días, le
sucedió en la sede episcopal; y con su tenor de vida y con sus palabras predicó espléndidamente las glorias de María,
Santa Madre de Dios y digna de ser llamada siempre Virgen*.
Acudan, pues, todos los enfermos a la Señora que da una medicina tan eficaz, acudan y recuperen la salud, y,
recuperada, en una vida intachable honren con entusiastas alabanzas a Santa María. Su piedad para con los
desventurados nunca desfallece; que ella nos encomiende a todos a la misericordia de su dulcísimo Hijo, nuestro Señor,
Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén.
EL NAÚFRAGO SALVADO
Me he decidido a contar dos milagros de Santa María, Madre de Dios, uno de los cuales se lo oí relatar al abad de un
convento y el otro, a otro. De ambos es autora la singular y siempre Virgen, María, la verdaderamente misericordiosa
Madre del Señor y se manifiesta con pruebas evidentes como verdadera Estrella del Mar. Cuento éste en primer lugar
porque éste fue el que oí primero*.
Había en el Mar Mediterráneo una nave cargada de peregrinos a los que su devoción llevaba a tierras de Jerusalén
para orar allí*. Después de haber hecho una larga travesía con toda prosperidad, el piloto se dio cuenta de que la nave
en el fondo tenía una grieta, que el agua entraba con fuerza, que no se podía reparar de ninguna manera y que todos se
hallaban a punto de morir. Al punto saca fuera de la nave un bote que llevaba, como lo suelen llevar las naves grandes,
lo lanza al mar y salta a él con un obispo, que iba entre los demás, y con algunos otros hombres nobles. Sin embargo,
uno de éstos, al intentar saltar de la nave al bote, cayó al agua y en un momento se fue al fondo del mar sin que
apareciera más. El piloto, dirigiéndose a los que había dejado en la nave, les hizo saber que les amenazaba el peligro de
muerte sin posibilidad de escapar de él y les exhortó a que confesaran sus pecados y devotamente encomendaran su
alma a Dios. Les entra a todos un pavor insuperable, se eleva al cielo un inmenso griterío, confiesan sinceramente los
pecados pasados y dirigen a Dios piadosas oraciones por los bienes venideros.
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Terminada su alocución, el piloto empezó a alejarse con rapidez con los que había recogido en el bote, no fuera que
el remolino del mar al tragarse la nave grande pudiera también volcar la pequeña, si estaba demasiado cerca; y mientras
tomaba todas las precauciones para que eso no sucediese, se quedó mirando desde lejos, intentando ver qué suerte
corrían los siervos de Dios que por amor a Él iban con devoción a los Santos Lugares de Jerusalén.
No pasó mucho tiempo cuando la nave, a causa del agua que le entraba por el fondo, fue tragada por el remolino del
mar. El obispo con los demás, derramando lágrimas y suspiros, encomendaba a Dios las almas de sus acompañantes
cuyos cuerpos veía perecer con tan horrible clase de muerte. Y al extender la mirada alrededor por la superficie de las
aguas, por si podía alcanzar a ver algún rastro de los cuerpos de los ahogados, de pronto vio que de las olas marinas
salían hermosas palomas, una aquí, dos allí y muchas más que con raudo vuelo se perdían en los espacios lejanos de
los cielos. Al darse cuenta de que aquellas palomas eran las almas de sus compañeros, le invadió una profunda pena por
no haber merecido la suerte de ahogarse con ellos. Todo lo que antes había llorado porque los había visto ahogarse, lo
lloraba ahora porque no se había ahogado en su compañía.
Cuando finalmente, a bordo de la barquilla, llegó a tierra con sus acompañantes, de pronto (¡oh, maravilla!) ven salir
del mar sano y salvo a aquel compañero que dijimos había caído al agua entre las dos naves. ¡Qué estupor se apoderó
de todos!, iqué alegría inundó sus corazones al recuperar al compañero! Pasmados como estaban, le preguntan qué le
había ocurrido, cómo había podido librarse de las olas del mar. Él les contestó: ¿ Por qué os maravilláis de que me haya
salvado, si se ha dignado salvarme aquel por quien vino la salvación a todos los hombres ? Al caer al agua, pronuncié el
nombre de Santa María, Madre de Dios, y así acordándome de Ella e invocando su nombre, llegué al fondo del mar: La
Madre de misericordia, que no puede olvidar a los que no la olvidan, sin tardanza se puso junto a mí allá bajo las aguas.
Me cubrió piadosamente con su manto y, así cubierto, por debajo de las olas me trajo hasta la playa.
Al contar él esto, dan a Dios rendidas alabanzas. La Santa Madre de Dios es aclamada por todos como Madre de
misericordia. Su manto, verdaderamente grande, se extiende sobre el mundo: con él se cubre el género humano, se
abriga el que tiene frío para entrar en calor, se protege el que tiene calor para refrescarse, se ampara el pecador para
que no le dañe la desesperación, se defiende el culpable para no ser herido por el enojo de Dios.
i Oh manto, refugio de todos los desamparados! i Oh escondite seguro en toda adversidad! Si su Hijo, juez justo, te
quiere castigar por tu pecado, huye a cobijarte bajo el manto de María, su misericordiosísima Madre; envuélvete en su
manto y no quedará parte en que te hiera; porque el Hijo perdonará misericordiosamente a aquel a quien ve que la
Madre de misericordia misericordiosamente protege. Si te quiere hacer daño el enemigo antiguo, escóndete en su regazo
adonde no se atreve a acercarse el maligno enemigo. Si naufragas a causa de cualquier peligro, invoca y vuelve a
invocar el nombre de María misericordiosísima, que ahuyenta todos los peligros. Aquí tenemos a este náufrago que en
su adversidad invocó ese nombre que todos debemos invocar y no pudo perder la esperanza ni siquiera en el fondo del
mar con la ayuda de aquella a la que había invocado. Porque fue llevado sano y salvo hasta la playa, conducido por
aquella que se ha convertido en puerto para el mundo náufrago.
LA DEUDA PAGADA
Hubo un devoto arcediano de la catedral de Lieja que, deseoso de hacer oración, recorrió muchos países para ir a visitar
los Santos Lugares y un día llegó a la ciudad de Bizancio. Allí, entrando en una iglesia para elevar sus plegarias al Señor,
la encontró tan revuelta con el ruido de los que bailaban, con los aplausos de los que danzaban, con el pulsar del
címbalo y de la cítara y, en fin, con el sonido de instrumentos musicales de todo tipo, que parecía una casa no de gente
que oraba con devoción sino de gente que se divertía con la actuación de algún juglar. Quedó admirado por lo
inesperado de un alboroto tan grande y dirigiéndose en latín a un griego que apenas entendía la lengua latina le preguntó
con curiosidad cuál era la causa de aquella actitud tan nueva. El griego le contestó escuetamente: iTestimonio,
testimonio! El arcediano, no entendiendo lo que le quería decir, se dirige rápidamente a otro y le pregunta por los motivos
de lo mismo. Éste que entendía perfectamente el latín, comenzó a contarle la siguiente historia que le dejó estupefacto:
«Hubo un hombre que, aspirando a que su nombre se hiciera famoso, empezó a emplear en cuantiosos gastos las
abundantes riquezas que tenía. Pero a la postre, como los gastos eran mayores que las riquezas, le faltaron riquezas,
aunque no le faltaron ganas de gastar. En consecuencia contrajo grandes deudas con sus amigos y el nombre que había
ganado, derrochando lo propio, se empeñó en mantenerlo malgastando lo ajeno. Pero, como también se le acabó lo que
había pedido prestado y como no encontraba entre los amigos, es más, ni entre los cristianos, uno que le prestase más,
se fue a casa de un judío muy rico y le rogó insistentemente que le hiciese un préstamo de cierta cantidad. El judío le
dijo: Haré lo que me pides si me traes un fiador con solvencia. El cristiano contestó: No tengo ningún fiador con
solvencia, pero te prometo solemnemente que, lo que me prestes, te lo devolveré en la fecha convenida. Pero el otro le
dijo: Sin fiador no te voy a prestar absolutamente nada, porque temo que me falles. y el cristiano responde: Como no
puedo encontrar otro, ¿quieres aceptar por fiador a Jesucristo, mi Dios, al que adoro? Y el otro dice: No creo que
Jesucristo sea Dios, pero, como no dudo de que fue hombre justo y un profeta, si me lo das por fiador lo acepto sin la
menor duda. Y el cristiano añadió: Vamos, pues, a una iglesia dedicada a su Madre, la Santa Madre de Dios, y, como no
puedo darte por fiador a Jesucristo presente en persona, en su lugar te doy su imagen, o sea, te doy a él en persona por
medio de su imagen, como garantía para ti y como fiador para mí. Y si dejase pasar la fecha que me marques, me
convertiré en esclavo tuyo para el resto de mi vida, sea como sea, yo te devolveré el dinero, antes de que se cumpla el
plazo. Y dice el judío: Sea, como dices. i En marcha! i Voy contigo adonde vayas!
Llegaron los dos juntos y sus respectivos amigos a esta iglesia y se pusieron ante la venerable imagen de la Santa
Madre de Dios, que tiene en su regazo la venerable imagen de su Hijo. El cristiano, tomando la mano de la imagen y
ofreciéndola al judío para tomarla los dos al mismo tiempo, la puso como garantía del dinero, y acto seguido, doblando
humildemente sus rodillas ante la imagen, oyéndolo todos a la vez y estando todos de acuerdo con el pacto,
añadió: Señor Jesucristo, puesto que he dado tu imagen como garantía por este dinero, y te he dado a Ti mismo como
fiador a este judío, te ruego y te pido humildemente que, si por cualquier circunstancia yo no pudiera devolverle el dinero
en el día señalado y si yo te lo entregara a Ti, Tú se lo entregues a él en lugar mío, de la manera y por el procedimiento
que más te plazca.
Una vez dados y aceptados una garantía y un fiador tan grandes, el judío, acompañado del cristiano, sale del templo,
se va a casa, da al cristiano todo el dinero que le pide y le señala una fecha para su devolución. ¿Qué más? El cristiano,
tomando el dinero, compra un equipo de diversas cosas*, se hace con una nave para lanzarse a navegar, la carga con
mercancías variadas, se embarca, despliega las velas al viento, recorre distintos mares y con próspera singladura llega a
naciones extrañas lejos de la ciudad de Bizancio. Vendidas esas mercancías, se enriquece con otras nuevas, multiplica
sus naves y las carga con mercancías exóticas. Transcurren días y más días, cada vez piensa en nuevos negocios y se
le va de la memoria la fecha señalada para devolver el dinero. Cuando no faltaba ya más que un día, de repente se
acuerda de que al día siguiente era la fecha límite pactada con el judío. De golpe queda perplejo y cae por tierra, está
medio muerto por lo acontecido. Acuden sus criados, se llenan todos de tristeza, preguntan cuál es la causa de esa
angustia, pero no obtienen respuesta. Al fin, como quien vuelve de la muerte, recobra el sentido y piensa qué debe
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hacer; está indeciso sobre lo que puede hacer. Se da cuenta de que está ya encima el día de devolver el dinero y ve
también que el lugar para devolverlo está muy lejos. Finalmente, hablando consigo mismo se dice: ¿ Por qué piensas en
cosas poco prácticas ? ¿ No pusiste por fiador tuyo a Jesucristo, tu Señor? Pues dale a él el dinero y encárgale que Él se
lo entregue a tu acreedor como le plazca. Después manda preparar un cofre, pone dentro el dinero que debe al judío en
la cantidad exacta y se lo confía al mar y al que hizo el mar y la tierra, para que lo lleven.
¡Maravilla es decirlo, pero para Dios nada hay difícil de hacer! En una sola noche, recorriendo una larga distancia por
el mar, el cofre llega a la ciudad de Bizancio y de madrugada se detiene en medio de las olas frente a la casa del judío,
que vivía cerca de la playa. De la casa por fortuna sale muy temprano un esclavo, echa la vista al mar, ve el cofre sobre
las olas, intenta echarle la mano pero el cofre parece escabullírsele de ella. El esclavo vuelve corriendo a casa y le
cuenta al amo lo que ha visto allá afuera. Sale también el judío, observa atentamente las olas de la playa, al ver el cofre
alarga la mano y lo coge, lo lleva a casa y lo abre, lo vacía del dinero y lo guarda debajo de la cama.
Pasado algún tiempo, el cristiano, dando por terminada su actividad comercial, vuelve a esta ciudad de Bizancio; salen
a recibirle con gran alegría sus amigos y vecinos. Al oír el judío que aquel a quien había prestado su dinero había
regresado y que con la ayuda de Dios lo había aumentado enormemente, negociando con mercancías exóticas, no
pudiendo aguantarse por más tiempo, y, después de unas frases de bienvenida, continuó con el reproche siguiente: i
Vaya con los cristianos! i Vaya con los cristianos, cómo dicen la verdad! Él preguntó: ¿ Por qué dices eso ? y el otro
dijo: Porque me pediste dinero prestado y, pasado el plazo, no me lo has devuelto. Y el cristiano: Todo lo que me habías
prestado te lo he devuelto; ya no te debo nada. Y el judío: Pues yo tengo muchos testigos de habértelo prestado, pero tú
de habérmelo devuelto no tienes ninguno. El cristiano respondió: Tengo como testigo a uno que es también mi fiador, y
por su testimonio podrás comprobar que el préstamo te lo he devuelto escrupulosamente. Ven conmigo y escucha tú
mismo su testimonio
Vienen, pues, a la iglesia los dos juntos, con otros muchos se ponen ante la imagen de nuestro magno Salvador y el
cristiano dice: Señor Jesucristo, escucha en esta ocasión a tu siervo y, como verdadero Hijo de Dios y del hombre que
eres, da testimonio de verdad sobre si a este judío le he devuelto o no todo lo que me había prestado. Nada más acabar
de decir él esto, oyéndolo todos, ¡oh milagro!, la imagen respondió con una voz rotunda: Doy testimonio en tu favor de
que todo lo que te había prestado se lo devolviste en la fecha convenida, y la prueba de ello es que el cofre en el que
estuvo el dinero se encuentra debajo de su cama. Lo oye el judío y se queda helado, reconoce los detalles y queda
pasmado. ¿Qué más? Declara que el judaísmo es un error. Abraza con toda su casa la fe de Cristo. Por eso, porque el
Salvador dio testimonio en favor del cristiano, tanto la iglesia como la fiesta que hoy se celebra se llaman "Martirio", es
decir "Testimonio"*, y ésta es la causa principal de esta algaraza tan grande».
Al conocer este milagro por la larga relación del griego aquel, el arcediano, prorrumpió en alabanzas al Salvador, que
jamás abandona a quien espera en Él y que socorre a cuantos de verdad honran a su Santa Madre.
EL MILAGRO DE TEÓFILO
Sucedió, cuando aún no había tenido lugar el ataque del execrable pueblo persa contra el imperio romano*, que en una
ciudad de Cilicia, región fronteriza con Persia, había un vicario episcopal de la Santa Iglesia de Dios, llamado Teófilo, de
excelentes costumbres y tenor de vida, el cual administraba en paz y con toda moderación las pertenencias de la Iglesia
y gobernaba muy sabiamente la grey de Cristo, hasta el punto de que su obispo, hombre de señalada prudencia,
descargaba en él todo el peso del cuidado de la iglesia y de todo el pueblo. Por eso, desde el mayor hasta el más
pequeño, todos le mostraban su gratitud y lo querían, porque prestaba prudentemente ayuda a los huérfanos, a las
viudas ya los pobres.
Y sucedió que por disposición de Dios, el obispo de aquella ciudad llegó al fin de su vida y de inmediato todo el clero y
el pueblo activamente, porque apreciaban al vicario y conocían sus cualidades, de común acuerdo decidieron nombrarle
obispo, y, reunida la asamblea, a continuación enviaron una carta al obispo metropolitano. Éste, al recibirla y
comprobadas las virtudes del candidato, ordenó al vicario que se presentara ante él para promoverlo al episcopado. El
vicario, recibiendo a los mensajeros y la carta, en principio dilató el viaje, pidiendo a todos que no le obligaran a ser
obispo, porque -decíale- bastaba con seguir siendo vicario, como hasta entonces, y protestaba que no era digno de un
cargo tan honroso. Pero el pueblo se impuso y, en contra de su voluntad, fue llevado ante el metropolitano. Recibido por
el metropolitano con gran alegría, él se postró en tierra y agarrado a sus rodillas, le suplicaba que no hiciera con él tal
cosa, porque, consciente de sus pecados, se veía indigno de ser elevado a una dignidad tan alta; y, permaneciendo así
largo tiempo en tierra, logró que le diera un plazo de tres días para pensarlo. Pasado el plazo, el obispo lo llamó a su
casa y comenzó a instarle a que cediera a la voluntad del pueblo, asegurándole que era digno de ese ministerio. El, al
contrario, seguía afirmando que era indigno de ocupar un grado tan alto como la silla episcopal. Al fin, el obispo, viendo
su firmeza en oponerse y que no quería ceder en absoluto, lo dejó en paz y en su lugar promovió a otro al cargo de
obispo.
Ordenado por fin éste, cuando el vicario volvió a su ciudad, algunos del clero intrigaron ante el obispo para que le
quitase de vicario de la iglesia y pusiese a otro en su lugar. Así lo hizo y él, apartado del cargo anterior, se quedó
entonces solamente con el cuidado de su propia casa.
Pero el enemigo astuto y envidioso, contrario del género humano, viendo que nuestro hombre vivía modestamente y
se dedicaba a hacer buenas obras, empezó a turbar su corazón con malos pensamientos y, despertando en él deseos
del vicariato y una rivalidad mezclada con ambición, lo llevó a la idea de aspirar a la gloria humana antes que a la gloria
de Dios, ya apetecer la dignidad vana y transitoria antes que la celestial, hasta el punto de ir a buscar para ello incluso la
ayuda de los hechiceros.
Había, en efecto, en aquella ciudad un judío abominable y perverso, sabedor de las artes diabólicas, que ya había
hecho caer a muchos en la apostasía y en la fosa de la perdición. Teófilo, ardiendo en deseos de gloria vana y abrasado
por la pasión desmedida de la ambición, se fue a buscarlo de noche y, llamando a la puerta, le pidió que le abriese. Aquel
judío, odioso a Dios, viéndolo tan interiormente atormentado, le hizo entrar en casa y le preguntó: ¿A qué vienes a mi
casa? y él, postrado a sus pies, contestó: iAyúdame, por favor; porque mi obispo me ha llevado al menosprecio y me ha
hecho esto y aquello! Aquel execrable judío le dijo: Mañana por la noche, a esta misma hora, vuelve acá, y te llevaré a
ver a mi protector; y él te ayudará en lo que tú quieras. Él, al escuchar esto, se sintió afortunado y así lo hizo; a la noche
siguiente volvió a su casa. El infame judío le condujo al anfiteatro de la ciudad y le advirtió: No te asustes, veas lo que
veas y oigas lo que oigas y por nada del mundo hagas la señal de la cruz. Al decir él que sí, que estaba de acuerdo, el
judío de repente le hizo ver una muchedumbre de individuos con clámides blancas y candelabros que aclamaban a su
rey que estaba sentado en medio de ellos. Era el diablo con sus satélites.
Aquel desdichado judío cogió de la mano a Teófilo y le presentó ante aquella infame asamblea. y el diablo preguntó al
judío: ¿ Para qué nos has traído a este hombre ? y él contestó: Lo he traído porque ha sido tratado mal por su obispo y
viene a pedir vuestra ayuda, mi señor. Pero el diablo replicó: ¿Qué clase de ayuda puedo dar a un hombre que está al
servicio de su Dios ? Con todo, si quiere ser siervo mío y ser contado entre nuestros soldados, yo le ayudo hasta el punto
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de que pueda hacer más cosas que antes y pueda mandar sobre todos, incluso sobre el obispo. El judío, volviéndose al
infeliz Teófilo, le dijo: ¿Has oído lo que te ha dicho ? Él respondió: Sí, lo he oído, y estoy dispuesto a hacer lo que me
mande, con tal de que me ayude. Y comenzó a besar los pies del rey y a rezarle. Entonces el diablo dijo al judío: Que
reniegue del Hijo de María y de Ella, porque me resultan odiosos, y que firme un escrito diciendo que reniega para
siempre de Él y de Ella, y luego obtendrá de mí todo lo que quisiere. Entonces entró Satanás en el vicario* y dijo:Reniego
de Cristo y de su Madre. y escribiendo de su mano un documento, vertió cera sobre él y lo selló con su anillo, y se
separaron con enorme gozo del rey de la perdición.
Al día siguiente el obispo, impulsado, creo, por la divina providencia, removió de su cargo y sustituyó al vicario que él
mismo había encumbrado sin razón, y nombró al anterior; y le concedió ante el clero y el pueblo autoridad para gobernar
la iglesia y sus posesiones ya todo el pueblo, y de nuevo fue elevado a un honor doblemente mayor que el que había
tenido antes, hasta el extremo de que el obispo confesaba abiertamente que se había equivocado al rechazar, por
informes de otros, a una persona tan idónea y al haber preferido a aquél otro inútil y menos apto. Así pues, Teófilo,
repuesto en el cargo primitivo, comenzó a mandar y a encumbrarse por encima de todos, obedeciéndolo todos con temor
y temblor y sirviéndolo por un lapso corto de tiempo. El execrable judío iba a menudo en secreto a casa del vicario y le
decía: ¿Has visto cómo has encontrado apoyo y remedio rápido en mí y en mi protector para lo que nos pediste ? Y él
contestaba: Sí; lo reconozco y os agradezco vuestra intervención.
Cuando ya llevaba algún tiempo en esa postura de soberbia y hundido en la fosa de los renegados, Dios, Creador de
todos y Redentor nuestro que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva,teniendo en cuenta su vida
anterior y cómo antes había administrado fielmente las cosas de su Iglesia y que nunca había sido de mal corazón ni
infiel para con las viudas, los huérfanos y los pobres, no despreció a su criatura, sino que le dio la conversión y
penitencia. Porque, volviendo en sí, recuperado el buen juicio, empezó a sentir bajamente de sí mismo y a mortificarse
por lo que había hecho, con ayunos, oraciones y vigilias, reflexionando mucho, viéndose sin esperanza de salvarse,
considerando que le aguardaban el fuego y los tormentos del infierno, la salida del alma de su cuerpo y la llama
inextinguible. Teniendo todo esto en su mente, aterrado, con gemidos y con lágrimas amargas empezó a decir: ¡Oh,
miserable!, ¿qué he hecho, en qué me he metido? ¿A quién recurriré, lleno de desórdenes para salvar mi alma? ¿A
quién me acogeré, infeliz y pecador que negué a Cristo, mi Dios, y a su Santa Madre, y me hice esclavo del diablo por un
documento nefando que me dejó comprometido ? ¿ Qué hombre habrá, pienso yo, que pueda rescatar ese documento
de manos del diablo devastador? ¿Qué necesidad tenía yo de ir a ver a aquel nefasto judío? (Siendo así que hacía poco
que ese dichoso judío había sido condenado por un juez de acuerdo con la ley) ¿De qué me ha servido medrar por
algún tiempo ? ¿ De qué, sobresalir en este vano mundo? jAy, infeliz de mí, pecador y amigo del lujo, cómo me han
derribado! jAy, infeliz de mi cómo perdí la luz y encontré la oscuridad! Bien estaba yo sin cargo ninguno, ¿por qué se me
antojó, a cambio de gloria vana y fama hueca, dar mi alma miserable a la perdición de la gehena ? ¿ Qué ayuda voy a
pedir yo que he perdido el apoyo divino ? Yo soy el culpable de ello, yo soy el causante de la perdición de mi alma, yo
soy el que ha perdido su salvación. jAy de mi no sé cómo me he dejado sorprender! jAy de mí!, ¿qué hacer?, ¿a quién
acudir?, ¿qué explicación daré el día deI juicio, cuando todo quede al desnudo ? ¿ Qué diré en aquella hora, cuando los
justos sean coronados, y yo condenado? ¿O con qué confianza voy a presentarme ante aquel tribunal regio y terrible?
¿A quién invocaré, a quién suplicaré en aquella tribulación? ¿o a quién imploraré en aquella necesidad, cuando cada uno
reciba el premio de sus méritos y no el de los ajenos?, ¿quién se apiadará de mí?, ¿quién me ayudará?, ¿quién me
protegerá?, ¿quién será mi defensor? En realidad, nadie ayudará allí a nadie, sino que todos darán cuenta de sí
mismos. jAy infeliz alma mía!, ¿cómo te dejaste cautivar?, ¿cómo, destruir?, ¿cómo, caer en otras manos y ser
destruida? ¿Con qué ruina te arruinaste ? ¿ Con qué naufragio naufragaste ? ¿ En qué cieno te revolcaste ? ¿A qué
puerto te acogerás ? ¿A qué remedio recurrirás ? i Ay miserable de mi que derribado y hundido en tierra por propia
voluntad, no me puedo levantar!
Y después de estar dándole vueltas en su interior a éstas y a otras muchas cosas, Dios, piadoso y compasivo, que no
desprecia a su criatura sino que la acepta cuando se vuelve a El suplicante, reconfortó su alma con la esperanza de
poder recuperarse. Animado con esa esperanza, dijo con lágrimas: Aunque sé que Cristo nuestro Señor; Hijo de Dios,
nació de la santa e inmaculada siempre Virgen, María, y de ella, por consejo e instigación del malvado judío, yo,
desgraciado de mi renegué infelizmente, sin embargo acudiré a esa misma Madre gloriosa e inmaculada del Señor y le
invocaré a Ella sola con todo el corazón y el alma, y le dirigiré incesantes oraciones y ayunos en su santo templo, hasta
que por su santa intercesión logre alcanzar la misericordia del Señor.
Y luego decía: Pero no sé con qué labios me atreveré a suplicar su benignidad, porque reconozco que he pecado
gravemente contra Ella. ¿ Por dónde empezaré mi confesión, y, al hacer la confesión, con qué ánimos intentaré mover
mi sacrílega lengua y mis sucios labios? ¿o de qué pecados pediré perdón en primer lugar? Infeliz de mí, porque, aunque
temerariamente me atreviera a hacerlo, bajará fuego del cielo y me abrasará, porque el mundo no soporta las maldades
que yo, mil veces desgraciado, he cometido. i Ay de ti, desventurada alma mía!, ¡levántate de las tinieblas que te han
envuelto, y de rodillas llama a la Madre de nuestro Señor; Jesucristo, porque Ella es verdaderamente poderosa. Busca
remedio para este pecado.
Y, pensando en esto, abandonó todos los trabajos de este mundo que le podían estorbar, cayó de rodillas con
humilde devoción en el santo y venerable templo de la inmaculada y gloriosa siempre Virgen María, ofreció incesantes
súplicas, se entregó a ayunos y vigilias, pidiendo que, una vez purificado de tal pecado, se le recuperase y se le
arrancase de las manos del pernicioso engañador y maligno dragón y de la apostasía que había hecho, y así permaneció
40 días con sus noches en ayunos y oraciones, invocando a nuestra protectora, la Madre del Salvador.
Cumplidos los 40 días, a media noche, se le apareció claramente nuestra Señora y Madre de Cristo, auxilio universal
y protección destinada a los que se vuelven a Ella, refugio de los cristianos que a Ella se acogen, camino de errados y
redención de cautivos, verdadera luz en las tinieblas, consoladora de los atribulados y consuelo de los afligidos, la cual le
dijo: ¿Cómo es que sigues aquí, hombre, atreviéndote a pedir lo que no mereces, que te ayude, cuando tú has renegado
de mi Hijo, Salvador del mundo, y de mí? ¿ y cómo puedo yo pedirle que te perdone las fechorías que has cometido ?
¿ Con qué ojos voy a mirar al rostro misericordiosísimo de mi Hijo, a quien tú negaste ? ¿ Cómo me voy a atrever a
interceder ante Él por ti ? ¿ En qué me voy a apoyar para rogarle por ti, cuando tú has apostatado de Él ? ¿ Cómo me
voy a presentar ante aquel tribunal terrible y cómo voy a atreverme a abrir la boca ya implorar para ti su clementísima
bondad? Porque no puedo sufrir al que colma de ultrajes a mi Hijo. Pase, hombre, que pueda perdonar hasta cierto punto
lo que has hecho contra mí, porque amo mucho a los cristianos, sobre todo a los que con recta fe y pura conciencia
acuden a mi templo, a ésos los atiendo por todos los medios y los socorro, los tomo en mis brazos y los estrecho contra
mi corazón, pero en cambio, ver u oir que se ensañan con mi Hijo no lo puedo soportar. Por eso es menester que
implores su misericordia con gran insistencia, con gran dolor y contrición de corazón para que puedas lograr que sea
benigno contigo, porque ya sabes que no es sólo misericordioso, sino también justo juez.
A esto Teófilo respondió: Sí, Señora mía por siempre bendita; sí, Señora, protectora del género humano,. sí, Señora,
puerto y lugar de abrigo para los que a Ti se acogen; lo sé, Señora, lo sé; sé que he pecado mucho contra Ti y contra tu
único Hijo, Señor nuestro, y que no soy digno de alcanzar tu misericordia, pero teniendo presente el ejemplo de los que
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en tiempos pasados pecaron contra tu Hijo, nuestro Señor, y por la penitencia merecieron el perdón de los pecados que
habían cometido, me atrevo a acercarme a Él y a Ti, Señora. Porque si no hubiera sido por la penitencia, ¿ cómo se
habrían salvado los Ninivitas ? Si no hubiera sido por la penitencia, Raab, la meretriz, no se habría salvado *. Si no
hubiera sido por la penitencia, David, que, teniendo el don de profecía, el reino y la promesa del Señor, cayó en el
abismo del adulterio y del homicidio, ¿ cómo habría merecido el perdón de unos pecados tan grandes, y además
recobrar el don de profecía al mostrarse arrepentido con una sola frase ? * Si no hubiera sido por la penitencia, San
Pedro, príncipe de los apóstoles, el primero de los discípulos, columna de la iglesia, que recibió además las llaves del
reino de los cielos, ¿ cómo habría obtenido el perdón, después de que negó a Cristo no una vez, ni dos, sino hasta tres
veces ?
De hecho, llorando amargamente y derramando lágrimas mereció el perdón de un pecado tan grave y además
alcanzó un honor mayor, fue nombrado pastor del rebaño del Señor. Si no hubiera sido por la penitencia, a aquel que en
Corinto había cometido incesto, ¿cómo San Pablo habría mandado admitirlo de nuevo para que no fuera víctima de los
engaños de Satanás? *. Si no hubiera sido por la penitencia, Cipriano, que había cometido muchas atrocidades, incluso
había abierto el vientre de mujeres embarazadas y estaba lleno de toda clase de desvergüenzas, ¿ cómo habría
recurrido a buscar remedio, valientemente animado por Santa Justina? Éste, no sólo obtuvo el perdón de pecados tan
grandes, sino que alcanzó también la corona del martirio *. De ahí que yo también, animado por el ejemplo de unos
pecadores tan grandes, me acerque a Tí para implorar tu benigna misericordia y para que te dignes concederme la
protección de tu diestra y alcanzarme el perdón de los pecados de parte de nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, contra
quien yo, miserable, pequé gravemente.
Finalmente, al terminar de decir estas cosas, la santa y venerable Señora nuestra, Madre de Dios, bendita en cuerpo
y alma, que goza de la singular libertad de suplicar a aquel a quien dio a luz, que sabemos también que es consuelo de
los atribulados, compasión para los afligidos, vestido para los desnudos, báculo de la vejez, fuerte protección para los
que a Ella se acogen, que con santas y piadosas entrañas trata a todos los cristianos, le dijo: Hombre, confiesa que el
Hijo que yo dí a luz, y al que tú negaste, es Cristo, Hijo de Dios vivo, que ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos; y yo también le pediré por ti para que que se digne acogerte. A lo que Teófilo contestó: ¿ y cómo voy a
atreverme a confesarlo, Señora mía, siempre bendita, yo infeliz e indigno, que tengo la boca sucia y manchada, porque
negué a tu Hijo y Señor nuestro? ¿ Yo, que no sólo fui arrastrado por las vanas apetencias de este mundo, sino que
además el remedio que tenía mi alma, me refiero a la santa cruz y al santo bautismo que recibí, lo he profanado con la
más amarga apostasía por medio de un documento con mi firma? La santa e inmaculada Madre de Dios, la Virgen María
le insistió: Tú no tienes más que acercarte a Él y confesar, porque es misericordioso yaceptará tus lágrimas de
arrepentimiento y las de todos los que con pureza y sinceridad se acerquen a Él, porque para eso, siendo Dios, se dignó
tomar carne de mi seno, sin merma de la esencia divina, para salvar a los pecadores.
Entonces Teófilo, con reverencia y con toda humildad, inclinando la cabeza, a voz en grito, hizo protesta de su fe
diciendo: Creo, adoro y glorifico, como un solo Dios en la Santa Trinidad a nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
nacido del Padre de modo inefable antes de los siglos, que en los últimos tiempos se dignó hacerse hombre y concebido
por obra del Espíritu Santo, nació de la santa e inmaculada Virgen María, para la salvación del género humano. También
confieso que es perfecto Dios y perfecto hombre, que por nosotros, pecadores, se dignó padecer; ser escupido y
abofeteado, y que extendió sus manos sobre el vivificante madero, dando su vida, como buen pastor; por los pecadores;
que fue sepultado, resucitó y subió al cielo con la carne castísima que tomó de Ti y que ha de venir en su gloria para
juzgar a los vivos y a los muertos, y para dar a cada uno según sus obras, no como acusador de su pueblo, sino que
será la conciencia la que nos acuse o exculpe, según la bondad de nuestras obras, y el fuego probará de qué clase son
las obras de cada uno. Esto confieso con el corazón y con los labios; a éste honro, adoro y me abrazo. y con la garantía
de esta súplica pronunciada con toda la fuerza de mi alma, oh, santa e inmaculada Virgen, Madre de Dios, ofréceme a tu
Hijo y Señor nuestro, y no desoigas ni desprecies mi petición, la de un pecador; yo que he sido arrastrado, zarandeado y
engañado, antes bien líbrame de las iniquidades que me han aprisionado y la turbulenta borrasca en que me encuentro,
ya que desgraciadamente he sido despojado del vestido de la gracia del Espíritu Santo.Yal terminar él de decir esto, la
Santa Madre de Dios, como si aceptara de él una cierta satisfacción, Ella que es esperanza y consuelo de los cristianos,
redentora de errados y verdadero camino para los que suben hasta Ella, agua tranquila para los zarandeados por las
olas, refrigerio de pobres, aliento de pusilánimes, mediadora de los hombres ante Dios, le anunció: Por el bautismo que
recibiste en el nombre de mi Hijo, Jesucristo, nuestro Señor; y por la mucha compasión que siento por vosotros los
cristianos, fiándome de tus palabras, voy a rogarle por ti, postrada a sus pies, para que se digne acogerte.
Y después de esta visión, cuando ya había amanecido, la santa e inmaculada Virgen, Madre de Dios, se separó de él.
Teófilo, en cambio, durante tres días rezó al Señor con mayor insistencia y golpeaba la tierra con su cabeza muchas
veces, permaneciendo en el sagrado templo sin comer y derramando lágrimas; no abandonó aquel lugar, teniendo
puesta su mirada en la clara luz e inefable rostro de la gloriosa Santa María, Señora nuestra y Madre de Dios, poniendo
en Ella la esperanza de su salvación.
Por segunda vez, la protectora y piadosa consoladora de los que a Ella acuden, nubecilla resplandeciente que se crió en
el Sancta Sanctorum*, se le apareció con alegre semblante y animados ojos, y con mansa voz le dijo: Hombre de Dios,
ya es suficiente la penitencia que has hecho en presencia del Salvador de todos y Creador tuyo. A petición mía ha
aceptado tus lágrimas y ha accedido a tus peticiones, con la única condición de que cumplas hasta el día de tu muerte
todo lo que -Yo soy testigo- has prometido a mi Hijo. El contestó: De acuerdo, Señora mía, cumpliré y no descuidaré lo
que me dices, porque, después de Dios, Tú eres mi protección y mi amparo, y con tu ayuda no dejaré de cumplir lo que
he prometido. Porque sé, y lo sé bien, que Tú eres la mayor protectora de los hombres. porque, Señora mía, Virgen sin
mancha, ¿quién puso en Ti su esperanza y quedó confundido ? ¿ O quién imploró tu clemencia y se vio abandonado ?
* Por eso, yo, pecador pido también que la perenne fuente de tu bondad, tus entrañas de misericordia, se vuelquen en mi
favor, equivocado y engañado, que estoy hundido en lo profundo del fango, para que pueda recuperar de las manos del
diablo, que me engañó, aquel execrable documento de mi apostasía y aquel nefando escrito firmado por mí; porque eso
es lo que más temblor produce en mi alma mil veces miserable.
De nuevo Teófilo, llorando profusamente y lamentándose en extremo, estuvo durante tres días seguidos pidiendo a la
única esperanza de los hombres y salvación de nuestras almas, a la santa e inmaculada Virgen María, que le concediese
poder recuperar aquel funesto documento.
Pasados los tres días la santísima Virgen se le apareció otra vez en una nueva visión, mientras dormía, y le mostró el
papel firmado, enrollado como estaba, que todavía tenía el sello de cera, y se lo puso sobre el pecho. Al despertar, lo
encontró y, todo alborozado, temblaba de tal manera que por poco se le desarticulan todas las junturas de sus miembros.
Al día siguiente, que era domingo, se presentó en la iglesia en la que se hallaba el obispo con todo el pueblo y después
de la lectura del Santo Evangelio se postró a los pies del prelado y le contó toda la historia de su impiedad: cómo había
sido engañado por el judío perverso y hechicero. su negación y apostasía, así como la escritura del documento firmado
con el diablo para recobrar la vanagloria de este mundo, y también cómo, habiendo acudido a la benignísima fuente de
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LOS MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA

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  • 1. LOS MILAGROS DE NUESTRA SEÑORA GONZALO DE BERCEO Prólogo Empieza la introducción a los milagros de Santa María Virgen Si en alabanza de Dios omnipotente con frecuencia se relatan los milagros que ha hecho la divina providencia por medio de los santos, con mayor razón deben pregonarse las glorias de Santa María, Madre de Dios, que son más dulces que todas las mieles. Por eso, para robustecer en el amor a Ella las almas de los fervorosos y enardecer los corazones de los perezosos, con la ayuda del Señor, intentemos reproducir los relatos que fielmente hemos oído contar. Fin de la introducción. LA CASULLA DE SAN ILDEFONSO En la ciudad de Toledo hubo un arzobispo que se llamaba Ildefonso, hombre muy piadoso y adornado de buenas obras; el cual, entre otras preocupaciones por las cosas buenas, tenía la de amar mucho a Santa María, Madre de Dios, y, en la medida que podía, la honraba con toda reverencia. En su honor escribió con elegante estilo un libro famoso sobre su santísima virginidad que agradó tanto a la santa y siempre Virgen Madre de Dios, María, que se le apareció, con el libro en la mano, para agradecerle el haber escrito esa obra*. El, por su parte, deseoso de honrarla todavía más, decretó que todos los años se celebrase una fiesta solemne en honor de la Virgen ocho días antes de Navidad, para que de ese modo la festividad de la Anunciación del Señor, si caía en tiempo de Pasión o de Resurrección, se pudiera celebrar, como conviene, con el mismo esplendor en la fecha citada. Porque pensaba que era muy justo que antes de Navidad se pusiese una fiesta de la Santa Madre de Dios, ya que Dios vino al mundo, hecho hombre, por medio de ella. Tal fiesta, confirmada después en un concilio general, se celebra en las iglesias de muchos lugares*. Por ello la Santa Madre de Dios se le apareció por segunda vez, de pie junto al altar, estando él sentado en la cátedra, y le entregó una vestidura (la que conocemos como alba sacerdotal*), diciéndole: Del paraíso de Dios, mi hijo, te he traído esta vestidura para que te la pongas en la fiesta solemne de Dios y en la mía; y en esa cátedra tú te podrás sentar cuando quieras. Pero te aseguro que, fuera de ti, nadie podrá sentarse en ella *ni ponerse esta vestidura impunemente, y si alguno se atreviere a ello, según juicio de Dios, no quedará sin castigo. Dicho esto, la Santa Madre de Dios desapareció de su lado, pero le dejó la vestimenta que había traído. Él la usaba lleno de gozo, y crecía a diario en el servicio de Dios y de Santa María, con la práctica de buenas obras. Pasado un tiempo, emigró a la casa del Señor, dejando a la posteridad un ejemplo hermosísimo de cómo hay que honrar a la Madre de Dios. A su muerte fue nombrado arzobispo de la citada ciudad un clérigo, llamado Siagrio, el cual, teniendo en poca estima la virtud de su antecesor, y aún peor, engañado por las artes del enemigo, contra la prohibición de Santa María, Virgen, se sentó en aquella cátedra, y con intención de revestirse con la sagrada vestidura dijo: Yo soy un hombre y pienso que mi antecesor fue un hombre igual que yo. ¿Por qué yo no me voy a poner la misma vestidura que se ponía él, si desempeño el cargo de obispo lo mismo que él lo desempeñó ? Y, diciendo esto, se vistió aquel ornamento sagrado. Pero Dios castigó su arrogancia, porque, sin tocarlo nadie, cayó muerto, ahogado por la propia vestidura. Al ver esto los circunstantes, sobrecogidos de gran temor, le despojaron de la prenda que él se había vestido indignamente y la volvieron a poner en el tesoro de la iglesia, donde se conserva hasta hoy. 20 Así honró la Santa Madre de Dios a San Ildefonso que la había servido con devoción. En cambio castigó con la muerte el atrevimiento de Siagrio, enseñándonos que todo aquel que la honre obtendrá el favor de Dios y el de Ella. EL SACRISTÁN IMPÚDICO En cierto monasterio había un monje que desempeñaba el cargo de sacristán. Era muy lujurioso y a veces, instigado por el demonio, se dejaba llevar por el fuego de la sensualidad. A pesar de eso amaba no poco a la Santa Madre de Dios y, al pasar ante su altar, la saludaba con reverencia, diciendo: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. En las cercanías del monasterio había un río que el fraile tenía que pasar cuando iba a satisfacer su concupiscencia. Una noche, dispuesto a salir para su acostumbrada mala acción, al pasar ante el altar saludó a Santa María, como siempre, y a continuación, abriendo las puertas de la iglesia, se dirigió al mencionado río. Pero cuando intentaba atravesarlo, empujado por el diablo, cayó al agua, y en pocos instantes murió ahogado. Al punto una caterva de demonios echaron mano de su alma con la intención de arrastrarla hasta el abismo. Pero por la misericordia de Dios se presentaron también los ángeles, por ver si podían llevarle algún consuelo. Al verlos llegar los demonios les dijeron con voces altaneras: ¿A qué venís vosotros? 10En esta alma no tenéis parte alguna porque por las malas obras que ha hecho con toda justicia nos pertenece. Ante estas palabras los santos ángeles se quedaron muy tristes, al no poder presentar en contra ninguna obra buena. De repente se presentó la Santa Madre de Dios y con noble autoridad les dijo a los demonios: iOh, espíritus perversos! ¿por qué os habéis apoderado de esta alma? Ellos respondieron: Porque hemos visto que acabó su vida en pecado. Ella replicó: Es mentira lo que decís. Yo sé bien que para ir a cualquier parte llevaba permiso mío, porque me saludaba al marchar y lo mismo hacía al volver: y para que no digáis que nos imponemos por la fuerza, llevaremos el caso al tribunal del Rey Supremo. Y, después de discutir unos con otros sobre este asunto, el veredicto del Altísimo Señor fue que, por los méritos de su Madre Santísima, el alma del fraile volviera a su cuerpo, para que hiciera penitencia de sus pecados. Mientras tanto llegó la hora de llamar a los frailes para el canto de maitines, y como tardaba en sonar la campana, algunos frailes se levantaron y empezaron a buscar al sacristán; como no lo encontraban, se acercaron al río y lo hallaron en el agua, ahogado. Al sacar el cuerpo del agua, estaban sorprendidos cavilando en qué circunstancias le habría podido ocurrir aquello. Y, mientras lo comentaban entre sí, barajando distintas hipótesis, el fraile, de modo sorprendente, levantándose de donde yacía muerto, se puso de pie en medio de ellos y les contó lo que le había sucedido y cómo había salido bien parado gracias al socorro de la Madre de Dios. En adelante, no sólo dejó aquel vicio con el que acostumbraba a deleitarse sino que sirvió con mayor fervor a Dios ya Santa María, su Madre, y, acabando su vida en buenas obras, también en paz entregó su alma a Dios. Página 1 de 13
  • 2. EL CLÉRIGO Y LA FLOR Vivía en la ciudad de Chartres* un clérigo de costumbres livianas, dado a los negocios del siglo y además esclavo de las pasiones de la carne en alto grado. En cambio, siempre tenía en la memoria a la Santa Madre de Dios y, como hemos dicho en el milagro anterior de otro clérigo, la saludaba muchas veces con las palabras del ángel. Según se dice, fue asesinado por unos enemigos, y, sabiendo que había llevado una vida poco piadosa, decidieron que debía ser enterrado fuera del lugar sagrado. y así lo hicieron, le dieron sepultura fuera del atrio de la iglesia, lugar no correspondiente a un clérigo como él. Cuando ya llevaba allí enterrado treinta días, la Santa Virgen de las vírgenes, compadecida de él, se apareció a otro clérigo y le dijo: ¿Por qué os habéis portado tan injustamente con mi canciller *, enterrándolo fuera de vuestro cementerio? Y, cuando él le preguntó quién era su canciller, la Santa le dijo: Ése que hace treinta días fue enterrado por vosotros fuera del atrio me servía con la mayor devoción y ante el altar me saludaba muchísimas veces. Id, pues, a toda prisa y, sacando su cadáver de ese lugar profano, enterradlo otra vez en el atrio. Después de contarles esto, ellos muy extrañados abrieron su sepultura y en su boca encontraron una flor hermosísima y su lengua intacta y sana, como dispuesta a dar alabanzas a Dios. Todos los que se hallaban presentes, comprendieron que con su lengua había prestado a la Madre de Dios un servicio que le había sido grato. Y trasladado su cuerpo al cementerio, lo enterraron con cánticos de alabanza a Dios como correspondía. Nosotros creemos que la Santa Madre de Dios hizo esto no sólo por él sino también por nosotros, para que nosotros y los que lo oyeren nos encendamos en amor a Dios y a Ella. EL PREMIO DE LA VIRGEN Vivía también en cierto lugar otro clérigo que igualmente era muy devoto de Dios y de su Santa Madre. En su empeño por las buenas obras con las que trataba de agradar a la Virgen Santa, entonaba muchas veces devotamente en su honor la antífona siguiente: Alégrate, Madre de Dios, Virgen María; alégrate, Tú, que recibiste gozo de parte del ángel; alégrate, Tú, que engendraste al resplandor de la luz eterna; alégrate, Madre,. alégrate, Santa Virgen, Madre de Dios, Tú que eres la sola Madre Virgen, a tí te alaba toda la creación como Madre de la luz. Sé siempre, te lo pedimos, mediadora en favor nuestro *. En esta antífona la Iglesia de Cristo desea gozo a la Santa Madre de Dios cinco veces, porque una espada de profundo dolor atravesó su alma, cuando su Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, clavado en la cruz por la salvación del género humano, recibió en su propio cuerpo las cinco llagas, para borrar por ellas los pecados de todo el mundo, cometidos por los cinco sentidos del hombre. También por relación a estas benditas llagas, fueron escritos por el Espíritu Santo en otro tiempo aquellos cinco versículos al final del salterio en los que se nos manda once veces alabar al Señor, para que por esas alabanzas consigamos el perdón de las acciones con las que quebrantamos la Ley de Dios *. Pero, volviendo a nuestro relato, el citado clérigo, víctima de una enfermedad, hallándose ya en las últimas, comenzó a verse angustiado y turbado por un miedo espantoso. Entonces se le apareció la Virgen, Santa María, y le dijo: ¿Por qué tiemblas con tanto miedo, tú, que tantas veces me has deseado alegría? No temas, no te va a pasar nada malo; al contrario, pronto participarás conmigo del gozo que tantas veces me has deseado. Él, al oir esto, pensó que le había devuelto la salud y cuando lleno de alegría intentaba levantarse, su alma, saliendo del cuerpo, voló a los gozos del paraíso donde, como se lo prometió la Santa Madre de Dios, se alegra por los siglos infinitos. Se sigue de aquí que debemos ponderar con cuánto amor y con cuánto anhelo hemos de tener en nuestro corazón a aquella que a los que le sirven nunca deja de prestarles su ayuda con toda prontitud. EL LADRÓN DEVOTO Como dijo el papa San Gregorio hablando de las Pléyades que, siendo siete estrellas distintas, en sus rayos de luz se nos muestran como una sola, así ha habido en el mundo en distintas épocas muchos hombres santos que se esforzaron con parecido fervor por agradar a Dios y a su Madre Santísima en una misma y única virtud. Por ser devotos de estos santos, inferiores en méritos a la Virgen Santa, algunos hombres se han visto libres en ocasiones de las penas, tanto del alma, como del cuerpo. Por tanto, nadie sienta dudar, porque contamos un milagro no muy distinto en circunstancias diferentes*. Había un ladrón que se llamaba Ebbo*; muchas veces robaba lo ajeno y con los bienes que sustraía furtivamente a los demás se mantenían él y los suyos. Sin embargo, veneraba de corazón a la Santa Madre de Dios y, hasta cuando iba a robar, la rezaba y la saludaba con la mayor devoción. Pero sucedió que un día, cuando estaba robando, inesperadamente cayó en manos de sus enemigos. No pudiendo justificarse de su delito, los jueces lo condenaron a morir colgado de una soga. Fue llevado a la horca sin la menor piedad para ser colgado sin demora. Estando ya suspendido y balanceándose sus pies en el aire, vino en su ayuda la Virgen Santa y durante tres días, le parecía a él, lo sostuvo en sus santas manos y no permitió que sufriera lesión alguna. Los que lo colgaron, al volver al lugar donde él estaba colgado y de donde ellos se habían alejado poco antes, al verlo vivo y con cara alegre, como si nada le pasara, pensaron que no le habían echado bien la soga y subiendo allá con presteza trataron de atravesarle la garganta con la espada, pero por segunda vez la Virgen Santa puso las manos delante de su cuello y no permitió que se lo traspasaran. Ellos, dándose cuenta, por lo que él contaba, de que era la Virgen Santa la que le estaba prestando su ayuda, pasmados de admiración, lo descolgaron y lo dejaron libre por amor a Dios y a su Madre. Él se fue y se metió monje y sirvió a Dios y a su Madre de por vida. EL MONJE Y SAN PEDRO En el monasterio de San Pedro que hay cerca de la ciudad de Colonia había un fraile cuya vida y costumbres no estaban de acuerdo con el hábito monacal, porque procedía livianamente en muchas de sus acciones; incluso había tenido un hijo, quebrantando el voto de monje, y en muchas ocasiones se había entregado a prácticas mundanas. Un día, mientras estaba con algunos frailes tomando un brebaje medicinal para mantener sano el cuerpo, atacado de una fortísima debilidad, murió de repente sin confesión y sin la comunión del cuerpo de Cristo. En seguida su alma, cautiva del enemigo antiguo, fue llevada hacia los calabozos infernales. Al verlo San Pedro, de cuyo monasterio era el monje, se fue al Señor misericordioso y empezó a rogarle por su alma. El Señor le dijo: ¿No sabes, Pedro, que por inspiración mía el Profeta dijo: «Señor, ¿ quién habitará en tu tabernáculo o quién descansará en tu santo monte?» y añade luego: «El que camina sin mancha y obra con rectitud»? Por tanto, ¿cómo puede salvarse éste que ni 'ha caminado sin mancha' ni ha 'obrado con rectitud', como debía? Oyendo esto, San Pedro pidió a los santos ángeles y después a todos los órdenes de santos que rogaran al Señor por el alma del fraile. Rogándole todos ellos y contestándoles el Señor lo que hemos dicho antes, en última instancia San Pedro acudió a la Santa Madre de Dios y a las santas vírgenes, estando plenamente seguro de que las súplicas de ella Página 2 de 13
  • 3. siempre son escuchadas. La Santa Madre de Dios se levantó para ir a rogar a su hijo con las santas vírgenes y al punto Cristo se levantó también para recibirlas y les dijo a su Santa Madre y a las santas vírgenes: ¿Qué es lo que venís a pedirme, Madre mía dulcísima y mis queridísimas hermanas ? La Virgen, Santa María, respondió que venía a interceder por el alma del mencionado fraile y Cristo le contestó: Aunque dije por boca del Profeta que nadie puede habitar en mi tabernáculo sino el que camina sin mancha y obra con rectitud, sin embargo, como tú quieres que consiga el perdón, consiento que el alma de ese fraile vuelva a su cuerpo, para que, haciendo penitencia de sus pecados al fin disfrute del descanso. Cuando la Virgen Santa hizo saber esto al apóstol San Pedro, éste al punto, atemorizando al diablo con la gran llave que tenía en la mano, lo puso en fuga y le arrebató el alma del fraile que tenía en su poder. Luego se la entregó a dos apuestos jóvenes y ellos a su vez se la entregaron a un fraile que había sido monje del citado monasterio, para que la hiciera volver a su cuerpo. Este fraile, al devolver el alma a su cuerpo, le pidió como recompensa que a diario rezara por él el salmo: Miserere mei, Deus y que barriera frecuentemente con la escoba su sepultura. 20 El muerto resucitó y contó lo que había pasado y lo que había visto y cómo había sido arrancado de las manos del diablo por intercesión de la Santa Madre de Dios y del apóstol San Pedro. Por cierto, que si el milagro que acabamos de contar a alguno le parece que no es creíble, piense cuán grande es el poder de la Santa Madre de Dios, más grande que el de todos los órdenes de santos, ante el Señor y Rey de los cielos y tierra, su Hijo, y desechará toda sombra de duda. Si pone reparos a lo de que San Pedro atemorizó al enemigo con la llave, tenga en cuenta que a los hombres, compuestos de cuerpo, las cosas incorpóreas no se les pueden explicar más que por signos corporales. A fin de cuentas, nada es imposible para Dios, a quien se debe honor y gloria por todos los siglos de los siglos. Amén. EL ROMERO DE SANTIAGO Tampoco debemos pasar en silencio aquí el milagro de Santa María que Don Hugo, abad de la iglesia de Cluny, suele contar de un fraile de su monasterio. El fraile se llamaba Giraldo. Cuando aún era seglar, un día le entraron deseos de ir en peregrinación a Santiago. Preparado ya lo necesario para el camino, al rayar el día en que iba a emprender el viaje con sus compañeros, vencido por la concupiscencia de la carne, se acostó con su concubina. y cuando llevaba hechas muy pocas jornadas con sus amigos, el enemigo antiguo, que a veces se transforma en ángel de luz, tratando de engañarlo, se le presentó en figura de apóstol Santiago y le dijo: Te hago saber que por las malas obras que has hecho ya no puedes conseguir tu salvación, si no haces lo que yo te diga. El contestó: ¿ Qué quieres que haga ? El diablo respondió: lo primero, córtate los genitales y luego date la muerte y por ello obtendrás de Dios el premio eterno. Él, convencido de que quien le mandaba tal cosa era de veras Santiago, empuñando su espada, se cortó los órganos viriles y después, llevando el hierro a su garganta, se asestó un tajo mortal. Los compañeros, al oir que se quejaba ya próximo a la muerte y al ver que estaba exhalando el último suspiro de muerte violenta y que estaba cubierto de sangre lo abandonaron huyendo precipitadamente, temerosos de que dijeran que ellos lo habían matado para robarle o por otro motivo. Tan pronto como se alejaron del muerto, el enemigo antiguo, que le había engañado, se apoderó de su alma, regocijándose no poco con sus esbirros de haber logrado así su presa. Pero como tuviesen que pasar por delante de la iglesia de San Pedro, por la voluntad de Dios, les salió al paso Santiago, en compañía de San Pedro, y le dijo a la chusma demoníaca: ¿ Por qué os habéis apoderado del alma de mi peregrino ? Ellos alegaban todo lo que podían de malo y el hecho de que a la postre se había suicidado. Pero Santiago les contestó: Estad seguros de que no os vais a reir de su muerte porque le engañasteis, haciéndoos pasar por mí; y lo que hizo, lo hizo sencillamente creyendo que me obedecía a mi y si os rebeláis contra esto, vayamos al tribunal de Santa María, Madre de Dios*. Se presentaron, pues, ante la Santa Madre de Dios y le preguntaron qué quería que se hiciese en este asunto; la Virgen Santa, llena de piedad, sentenció que esa alma debía volver a su cuerpo, para que haciendo penitencia pudiera quedar limpia de los pecados que había cometido. De esa manera, por los méritos de la Virgen, Santa María, y del apóstol Santiago, el alma volvió al cuerpo. y aquel hombre, al revivir, se encontró sano y que sólo le había quedado, como prueba, la cicatriz de la cuchillada en el cuello. Por cierto, los órganos que se había amputado no los recuperó; sólo le quedó un pequeño orificio por el que orinaba, según exigencias de la naturaleza. Finalmente se metió monje en el citado monasterio de Cluny y vivió muchos años, entregado al servicio de Dios. EL CLÉRIGO IGNORANTE En cierta parroquia había un sacerdote al frente de la iglesia, de vida honesta y de muy buenos sentimientos, pero no muy impuesto en materia de letras; de hecho no sabía más que una misa, que era la que cantaba todos los días en honor de Dios y de su Santísima Madre, y cuyo introito empieza así: Salve, Santa Madre *. Acusado de ello por los clérigos ante el obispo, enseguida fue llamado y conducido a su presencia. El obispo, en tono de reproche, le preguntó si era verdad lo que de él le habían contado. Él respondió que era verdad y que habitualmente ni sabía ni cantaba otra misa. Entonces el obispo, montando en cólera, le dijo que era un embaucador del pueblo y le prohibió decir misa. El sacerdote volvió a su casa triste por verse privado de su misa. Pero a la noche siguiente Santa María se le apareció al obispo en una visión y le dijo con tono un tanto severo: ¿ Por qué has tratado de ese modo a mi canciller prohibiéndole celebrar el sacrificio en honor de Dios y mío? Te aseguro que si no le autorizas inmediatamente para que celebre el sacrificio divino, como es su costumbre, morirás a los treinta días. El obispo, temblando con semejante visión, se levantó turbado y, enviándole un recado, le mandó que viniera a toda prisa. Cuando llegó, el obispo cayó a sus pies y humildemente le pidió perdón. Después le ordenó que nunca jamás cantara otra misa que la de Santa María como la había cantado siempre. A partir de entonces colmaba de honores a dicho sacerdote, al cual, por amor a Dios y a Santa María, alimentó y vistió durante toda su vida. Así la Santa Madre de Dios, defendiendo de la injusticia al sacerdote que la servía, hizo que se le proveyera de todo lo necesario y al morir, por los méritos de Ella, lo llevó a la vida eterna. LOS DOS HERMANOS En la ciudad de Roma había dos hermanos, uno de los cuales se llamaba Pedro, arcediano de la Iglesia de San Pedro, sabio y diligente, pero avaro. El otro se llamaba Esteban, el cual, siendo juez en dicha ciudad, actuaba injustamente en multitud de ocasiones, porque aceptaba regalos, falseaba los procesos, no daba a unos lo que debía ya otros les quitaba lo que era suyo. Hasta había quitado contra justicia tres casas a la iglesia de San Lorenzo y un huerto a la iglesia de Santa Inés. Sucedió que su hermano Pedro murió y por sus culpas fue condenado a las penas del purgatorio. Unos días más tarde murió también Esteban y fue conducido al tribunal de Dios. Al verlo San Lorenzo, a quien había quitado las tres Página 3 de 13
  • 4. casas, se acercó a él como con indignación y le oprimió con fuerza por tres veces en un brazo, causándole un dolor no pequeño. Santa Inés y las vírgenes santas también le volvieron el rostro por haberles robado su huerto. Y luego el Señor del cielo, juez justo, pronunciando sentencia contra él, dijo: Por haber quitado muchas veces lo ajeno y por haber vendido la verdad, aceptando regalos y dando sentencias injustas, es justo que sea llevado al lugar de Judas, el traidor. ¿Qué más? Sin pérdida de tiempo se ejecuta la sentencia del Señor. Pero Esteban, en vida, tenía mucha devoción a San Proyecto*, obispo y mártir, y todos los años celebraba solemnemente su fiesta, dando una comida a los clérigos y muchas limosnas a los pobres. Por eso dijeron a San Proyecto: San Proyecto, ¿por qué no ayudas a Esteban que fue tan diligente para prestarte su servicio ? Acude con confianza a Dios misericordioso y benigno, para que en su inmensa piedad le conceda un poco de su misericordia. Entonces San Proyecto acudió, en primer lugar, a San Lorenzo y Santa Inés, contra quienes Esteban había cometido el robo y les rogó que lo perdonaran. Ellos, en atención a él, le perdonaron inmediatamente su culpa. Después, San Proyecto fue a interceder por él ante el Señor y con la ayuda de Santa María, Madre de Dios, consiguió pronto que su alma volviera al cuerpo para que devolviera lo que había robado e hiciera penitencia de sus pecados, dándole para ello un plazo de treinta días de vida *. Mientras tanto, cuando Esteban era llevado al lugar de Judas el traidor, según lo había dispuesto el Señor en su sentencia, oyó a lo lejos unas voces como de almas que se lamentaban en medio de las penas, entre las cuales reconoció a su hermano Pedro. Y aproximándose allá, le dijo: ¿Cómo es, hermano, que te han traído a estas penas, si pensábamos que eras un hombre justo? El contestó: Me han traído acá porque fuí algo avaro. Esteban añadió: ¿ nenes esperanza de salvarte al fin? A lo que él dijo: Esa esperanza tengo, porque, aunque avaro, me esforcé en hacer muchas obras buenas en pro de la iglesia. y si el papa y los cardenales cantaran una misa por mí conseguiría el perdón por la gracia de Dios y me vería libre de las penas que estoy padeciendo. Más tarde, cuando Esteban, según juicio de Dios, como antes dijimos, había sido arrojado al lugar donde es atormentado Judas, que es como un pozo erizado de pinchos agudos en derredor, llegó la orden del Dios Altísimo de que su alma fuera devuelta al cuerpo. 30Sacado de allí se presentó ante Santa María, Madre de Dios, y la piadosísima Virgen le mandó que todos los días de su vida rezara el salmo Bienaventurados los que andan por el camino inmaculado *. Luego Esteban contó al Papa ya los que con él estaban lo que le había sucedido y lo que había oído a su hermano Pedro y les mostró también su brazo seco, el que le había oprimido San Lorenzo, que de un modo extraño estaba tan amoratado como si le hubiera ocurrido eso cuando vivía en el cuerpo; y añadió además: Conoceréis que es verdad lo que os cuento, cuando dentro de treinta días me veáis salir de esta vida. Dejando a todos convencidos de lo que decía, devolvió lo que había quitado injustamente y, tras hacer penitencia de sus pecados, a los treinta días emigró felizmente de este mundo. EL PRIOR Y EL SACRISTÁN Cerca de la ciudad de Pavía, en el monasterio de San Salvador, hubo un monje, prior de dicho monasterio. Era ligero de lengua, de depravadas costumbres y metido en negocios que no le eran convenientes. Pero, aunque parecía tan mal religioso, sin embargo como amaba mucho a Santa María, Madre de Dios, a las horas cantaba las alabanzas de Dios y de ella y, mientras las cantaba, siempre lo hacía de pie y por nada se avenía a hacerlo sentado*. Llegado el término de su vida, murió y lo enterraron, y a la vuelta de un año se apareció al sacristán del monasterio, que se llamaba Huberto. Éste, como hacen los sacristanes, se levantó una noche antes de maitines y estaba espabilando la llama de las lámparas, de pie ante el altar, cuando he aquí que el fraile muerto empezó a llamarlo con voz clara: iFray Huberto!, iFray Huberto! .Él, al oirlo, se llenó de miedo, sin saber qué sentido tenía aquello y se fue a unas habitaciones privadas que había en la residencia para enfermos, porque estaban bastante cerca del monasterio. También allí el fraile difunto empezó a llamarle: i Fray Huberto!, i Fray Huberto! Pero él no se atrevió a contestarle y, temblando de miedo, se volvió a la cama. Y, habiéndose dormido, el susodicho fraile se le presentó y le dijo: ¿ Por qué, cuando te llamaba, no quisiste contestarme ? El lo reconoció ya su vez le preguntó: ¿ Cómo te encuentras, hermano ? Le respondió el otro: Hasta ahora he estado mal, he estado desterrado en una región, cuyo rey se llamaba Esmirna *. Allí vivía lleno de tribulaciones cuando acertó a pasar por aquel lugar Santa María, reina digna de toda veneración y dignísima de toda alabanza, Madre poderosísima de nuestro gran Rey, a la cual yo en vida tenía costumbre de enviar saludos a las horas. Ella al verme me reconoció y, sacándome de allí, me llevó consigo y me puso en un lugar excelente. Tras escuchar esto, el sacristán contó al resto de los frailes que el fraile difunto se había librado del tormento gracias a la Santa Madre de Dios, como él mismo le había contado. Por donde se puede comprender qué grande es la esperanza de que van a librarse de cualquier peligro aquellos que se afanen cada día por servir a tan clementísima Señora, cantándole incensantemente con devoción las horas que le son tan agradables. Por lo que a Huberto se refiere, después de haber visto y haber contado esto, muriendo a los pocos días, abandonó este mundo. LA BODA Y LA VIRGEN En la comarca de la ciudad de Pisa había un clérigo, canónigo de la iglesia de San Casiano. Como hemos contado de otros muchos, éste rendía devotamente culto a Santa María Virgen, reina de los ángeles y reina del mundo, y cantaba solícito en su honor las horas del día, que entonces eran rezadas por muy pocos. Sus padres, llegada la muerte, emigraron de esta vida y, como habían sido muy nobles y ricos, le dejaron una gran fortuna, ya que no tenían más herederos que él. Sus amigos venían a verlo y le insistían en que se volviese a la casa que sus padres le habían dejado y, tomando una esposa, administrase la herencia. Les hizo caso, se fue con ellos, se instaló en las posesiones de sus padres y decidió casarse. Mientras tanto empezó a descuidarse en los rezos que solía hacer a Santa María. El día en que iba a celebrar la boda con la mujer que había elegido, en el trayecto llegó ante una iglesia, y acordándose de que tenía por costumbre prestar su servicio a Santa María, pidió a los acompañantes que le esperaran un ratito, diciéndoles que quería entrar en aquella iglesia a hacer oración. Entrando, pues, en la iglesia se puso a cantar devotamente las horas de Santa María. Los acompañantes le mandaban avisos para que abreviara, pero él no quiso moverse del sitio hasta que acabó las horas cumplidamente. Y, permaneciendo él todavía en la iglesia, se le apareció Santa María, Madre de Dios, y con tono severo le dijo: iOh ingrato y el más tonto de los hombres! ¿ Por qué me has dejado a mí, que era tu amo!; prendido en las redes del amor a otra? ¿Acaso has encontrado otra mejor? Hazme caso, no me dejes, no tomes otra mujer despreciándome a mí. Y, lleno de temor por estas palabras, volvió de nuevo con sus compañeros, fingiendo que de verdad se iba a casar. Así pues, se celebró la boda, como es costumbre, con gran alegría. Pero al llegar la noche, entró en la alcoba, como si fuera a acostarse con su esposa, y sin que nadie se diera cuenta, a escondidas, salió de casa, abandonó a su mujer y todo lo que pudiera tener y, según se cree, buscó un lugar apropiado para servir a Dios y a su Santa Madre, sin que se haya podido saber hasta hoy adónde fue o con qué muerte murió. Página 4 de 13
  • 5. Sin embargo, nadie debe dudar de que hasta el fin de su vida gozaría de la protección de la Santa Reina del cielo, por la cual y a petición suya decidió dejar todo el mundo, con la ayuda de Dios, a quien se debe dar honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. EL NIÑO JUDÍO Ocurrió este suceso hace tiempo en la ciudad de Bourges y lo suele contar un monje de San Miguel de Clusa, llamado Pedro, diciendo que él había estado allí por entonces*. El día solemne de Pascua, cuando los niños cristianos iban a la iglesia a recibir el sagrado cuerpo del Señor, un niño de familia judía, que iba a la escuela con ellos, se acercó entre todos al altar y, sin advertirlo el sacerdote, recibió con ellos el cuerpo del Señor. Había en el retablo del altar una imagen de Santa María que tenía un velo sobre la cabeza, y le parecía al niño judío que Ella, en la figura de una mujer de aspecto venerable, repartía junto con el sacerdote la sagrada forma a cada uno de los que se acercaban a comulgar. De vuelta a casa, cuando el padre preguntó al niño de dónde venía, él le contestó que había ido con los niños, sus compañeros, a la iglesia y que, cuando ellos recibieron la comunión, él también había comulgado. Oyendo esto el padre, se encendió en cólera, y, cogiendo al niño con rabia, vio allí cerca un horno encendido y corriendo lo arrojó en él*. Al punto, la Santa Madre de Dios, con los rasgos de aquella imagen que él había visto sobre el altar, se le apareció al niño y protegiéndole del fuego no permitió que notara ni el más pequeño grado de calor. Pero la madre del niño, presa de un grandísimo dolor, comenzó a gritar y a dar alaridos, y en breve tiempo congregó un gran gentío, tanto de cristianos como de judíos. Ellos, viendo que el niño estaba vivo en el horno y que no sufría daño ninguno del fuego, lo sacaron, preguntándole cómo había podido evitar ser abrasado por las llamas. Él les contestó: Porque aquella venerable Señora que estaba sobre el altar y nos daba las partículas al comulgar; me vino en ayuda y mantuvo el fuego lejos de mí; y no permitió siquiera que yo sintiera el olor a quemado. Entonces los cristianos, comprendiendo que la Santa Madre de Dios era su protectora, arrojaron al judío, padre del niño, al mismo horno al que él había arrojado a su hijo. Al punto, torturado por el fuego, en un momento quedó reducido a pavesas. Los que lo vieron, judíos y cristianos, alabaron conjuntamente al Señor y a su Santa Madre, y desde aquel día perseveraron fervorosos en la fe de Dios. LA IGLESIA PROFANADA Así como hay muchos que leyendo los milagros ya relatados de la Santa Madre de Dios pueden darse cuenta de que Santa María usa de gran piedad como Madre de misericordia, sobre todo con los que se esfuerzan por ser devotos suyos, así también hay que saber que es severa con los que la desprecian. Para demostrarlo, vamos a contar un milagro que sabemos ha tenido lugar en nuestros días. Tres caballeros que tenían odio a otro y querían matarlo, encontrándolo sin la protección de sus amigos, en una ocasión muy propicia se lanzaron sobre él con la intención de darle muerte. Él, despavorido, se refugió en una iglesia, consagrada a Santa María, por ver si conseguía, por la reverencia debida a ella, librarse del peligro de muerte inminente. Pero ellos, inhumanos, entrando en la iglesia, lo mataron ante el altar sin compasión alguna. Por acto semejante, la Virgen Santa María, se indignó contra ellos. Y, castigándolos Dios por tal atrevimiento, de repente se vieron atacados por un fuego que empezó a quemar cada uno de sus miembros con violencia. Ellos, al darse cuenta de que caía sobre sí el castigo divino y forzados por el grandísimo dolor, se volvieron con gran contrición de corazón a invocar a Santa María, Madre de Dios, a la que habían ofendido gravemente. Aplacada por sus ruegos la Virgen Santa, siempre llena de misericordia, por la bondad de Dios, les libró piadosamente del fuego que los devoraba. Sin embargo, no quedaron completamente sanos. Mas tan pronto como pudieron caminar, fueron a ver al obispo, le contaron lo que ellos habían hecho y lo que les había pasado y le pidieron que les impusiera una penitencia. Al señalársela el obispo, le pareció bien imponerles, en lugar de otra penitencia, las armas con las que habían matado a aquel hombre, es decir, les mandó que continuamente llevaran las armas sobre su cuerpo y así hicieran la penitencia que les correspondía hasta que dieran satisfacción a Dios ya Santa María, su Madre. Ellos, aceptada esa penitencia, se separaron entre sí, se fueron lejos de su tierra, y peregrinaron durante largo tiempo por distintos lugares, buscándose el sustento. Uno de los cuales vino a una ciudad llamada Anifridi, situada junto al río Itona, y entró en casa de una mujer que se llamaba Emma. Por casualidad entonces estábamos nosotros allí, pidiendo limosna. Y por eso él nos contó punto por punto lo que había sucedido (lo que hemos dicho anteriormente de él y de sus compañeros ), y para convencer más a los oyentes, se desnudó ante nosotros y nos mostró, ceñida a la carne viva, la espada con que había herido de muerte al susodicho caballero. La espada era bastante ancha, según pudimos ver; pero estaba ya cubierta en gran parte por la carne que había crecido por encima. Añadió después que le había sido ordenado por revelación divina que se dirigiera a una iglesia de San Lorenzo y que esperara, que allí en breve Dios tendría misericordia de él. Dicho esto y recibida la limosna, con prisa se fue de aquella ciudad *. Es grato detenemos un poco a considerar la grandísima benignidad de Dios y de su Santa Madre para con estos hombres, porque, habiendo pecado gravemente contra el Señor, los castigó también bastante gravemente pero no quiso acabar con ellos, es más, les volvió a llamar a penitencia y les dio esperanza de salvación eterna. Pero tal vez alguno diga: ¿ Por qué la Virgen Santa María, no defendió al caballero que se refugió en su iglesia? El que hablare así pondere que, como dice el Sabio, los designios de Dios son ocultos y por eso no debemos discutirlos temerariamente. Y después de todo, que nadie dude de que dicho hombre no pidió la ayuda de la Madre de Dios en vano. Porque, si leemos de algunos santos que en peligros semejantes prefirieron librar un alma antes que un cuerpo (porque librar el cuerpo en comparación con librar el alma es como comparar un instante con una eternidad), cuánto mejor puede la Santa Madre de Dios librar de la muerte eterna al hombre mencionado o a cualquier otro, ella que puede obtener libremente del Señor, su Hijo, todo cuanto quisiere. Por tanto, debemos creer firmemente que la Señora, según su voluntad, dispensó su misericordia al alma de dicho caballero, el cual tal vez por sus pecados había merecido que lo mataran, como lo hace siempre con todos los que recurren a ella de todo corazón. Pidámosle también nosotros que nos alcance el perdón del Señor, su Hijo, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea dada gloria por siempre. Amén. LOS JUDÍOS DE TOLEDO Para levantar los corazones de los humildes a saborear los gozos eternos, con brevedad (como dice el refrán, «con poco, abarcar mucho» ) voy a contar por escrito un milagro de la excelsa Madre del Salvador, que ha llegado a mis oídos de labios de varones espirituales. En la ciudad de Toledo*, el día de la Asunción de la Virgen, Santa María, mientras el obispo celebraba la misa solemne y el pueblo elevaba devotamente sus preces al Señor, en mitad de los sagrados oficios, por intervención divina, se dejó oír una voz del cielo que se quejaba así de que su Hijo único, Salvador de todo el mundo, era maltratado con insultos y al fin con la muerte de cruz por el pérfido pueblo judío: iAy, ay, cómo se ve que la malicia de los judíos es Página 5 de 13
  • 6. patente y monstruosa! iAy, qué desgracia tan tremenda! iDentro del redil de Dios, mi Hijo, del Redentor del mundo, del Rey que tiene por distintivo la señal de la cruz salvadora, permanecen y viven pujantes los insensatos judíos! i Ellos de nuevo injurian y quieren dar muerte en el patíbulo de la cruz a mi Hijo único, luz y salvación de los creyentes! Una gran multitud de gente escuchó esto con viva atención donde lo íntimo del alma, y lejos de echarlo en olvido, bajo el impulso del Dios soberano, lo grabó en su memoria y en su mente, y luego el arzobispo y los fieles a él encomendados de común acuerdo decidieron ir, una por una, a las casas de los judíos de la ciudad y con prudencia, pero con diligencia, hacer averiguaciones sobre aquello de lo que la voz de la Virgen se había quejado. Así se hizo. Y, entrando en las casas del Rabí de los judíos y en la sinagoga, registrando los rincones de las casas, no fuera que los judíos hubieran hecho algo oculto por temor a ser descubiertos, pronto los investigadores encontraron una imagen de cera que, como si fuera una persona viva, habían hecho según la doctrina y la fe de los cristianos, y a la cual tenían preparada para llenarle de salivazos y bofetadas y darle muerte de cruz. Hallada la imagen, los cristianos borraron esta afrenta y la perfidia de los arteros judíos, y les dieron muerte en el acto. Sintamos, pues, todos veneración por la altísima dignidad de María, Madre de Dios, por cuya integridad virginal y por cuya saludable misericordia somos ayudados y destinados a la salvación eterna por su Hijo único, redentor del género humano. Así como se quejó de que los pérfidos judíos habían urdido con malicia como una segunda pasión de su Hijo y, quejándose, recordó al pueblo cristiano la pasión escrita en el Evangelio y le quiso librar de los engaños del demonio, enemigo del linaje humano, así también su amor misericordioso nos acerque al seno benditísimo de su Hijo y nos libre del fuego eterno del infierno. 10Por el mismo Señor nuestro, Jesucristo, Hijo suyo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. UN PARTO MARAVILLOSO Acabamos de contar, en cuanto nos ha sido posible, un milagro piadosísimo de la Santa Madre de Dios, que tuvo lugar en el aire; nos parece que debemos exponer también brevemente qué es lo que hizo su misericordia en el agua. En un lugar que se llama Tumba, hay una iglesia dedicada a San Miguel Arcángel, construida Con el mayor esplendor*. Dicho lugar, ceñido alrededor por el océano, debido a la agitación del oleaje, que en griego se llama reuma, y a causa del flujo del mar, llamado malina, y del reflujo llamado ledona, es muy temido por todos los que vienen con deseos de visitar la iglesia del santo Arcángel, porque dos veces al día la marea cubre por completo el camino de entrada. Pero no lo hace, Como en otros mares, lentamente, sino que irrumpe bruscamente, dando bramidos, Con estruendo y un ruido terrorífico, y a menudo sorprende a los que están en el camino, y por eso a ese mismo lugar lo llaman el peligro del mar*. Gentes de todos los países visitan con devoción permanente este lugar en la festividad de San Miguel Arcángel, esperando alcanzar así los angélicos favores. Una vez, el día de la fiesta del Arcángel, cuando las multitudes acudían a su iglesia, hallándose ya en la franja arenosa de la entrada, entre los demás se encontraba una pobrecita mujer, embarazada, en trance ya próximo al parto, cuando de repente estalla el terrible rugido del mar. Huyen todos, como locos, en desenfrenada carrera; la infortunadísima mujer quedó sola, sin ayuda ninguna de los hombres, sin poder dar un paso siquiera, agarrotada por exceso de miedo, por el dolor y por la angustia. Como dice la Sagrada Escritura, hablando de otra mujer, habían caído sobre ella dolores repentinos. No sabía qué hacer ni adónde volver los ojos. Daba alaridos, pidiendo desgarradoramente auxilio, pero nadie atendía a su llamada porque cada cual trataba de salvar su propia vida. Tal vez esto no ocurrió por casualidad, sino que más bien fue buscado por la voluntad divina, para que en ello quedara a todos manifiesta la bondad de Cristo, que se hace patente sobre todo en momentos de aflicción, y la bondad de María, su piadosísima Madre. Fallándole, pues, todo auxilio humano, recurrió al auxilio divino, invocando con voz lacrimosa a Dios, a su Madre María y a San Miguel Arcángel. También la gente, deteniéndose en la orilla ante semejante espectáculo, con las manos levantadas al cielo, imploraba llorando el auxilio de la misericordia de Dios y de su piadosísima Madre, María. Estando todos pidiendo la intervención de Cristo, llegó nuestra Señora, Madre de Dios y siempre Virgen, María, compasiva más que todos los ángeles y todos los hombres, y, según le parecía a la mujer, echando sobre ella la manga de su túnica*, la puso tan a salvo del empuje horrísono de las olas que ni la más pequeña gota del océano tocó sus vestiduras. Allí mismo, como si se hallara en el lugar más seguro, dio a luz a su hijo y allí permaneció sin temor hasta que el mar, replegándose las olas sobre sí mismas, ofreció a la mujer despejado el camino para salir. ¡Oh, admirable poder de Dios! Él en otro tiempo mantuvo vivo al profeta Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, pero a esta mujercita la conservó también sana y salva en medio de las aguas gracias a la Estrella del mar, a María, excelsa Madre de Dios. En otro tiempo al antiguo pueblo de Dios las aguas le formaron como una muralla a derecha e izquierda; pero a esta pobrecita en sus necesidades le levantaron como una casa gracias a la Reina del cielo. Cuentan algunos que San Miguel Arcángel a un peregrino suyo lo libró del peligro del mar, haciendo que las aguas se retirasen*, pero a esta mujer la Reina del mundo en medio mismo de las aguas la libró del peligro de muerte. ¿ Quién será capaz de comprender la piedad tan grande de la Madre de Dios? ¿Quién no quedará admirado de ver que la Reina de cielo y tierra acude con presteza en socorro de una pobrecita mujer en un trance tan comprometido? Llegó, digo, a la playa con su niño la que había sido dejada sola en el mar ofreciendo a las gentes el espectáculo de un milagro, porque la daban ya por muerta en el océano. Aquí de verdad cualquiera que esté en su juicio puede aplicar aquel dicho verdadero: Cuando falta el auxilio humano, queda sin duda el auxilio divino. Ante un hecho tan maravilloso era digno de verlos a todos felicitarse y admirarse, más de lo que uno puede imaginar, y contárselo unos a otros, como cosa nunca vista; todos en general alababan la piadosísima misericordia de María, Madre de Dios y siempre Virgen. Por último, se dirige la mujer acompañada del gentío a la iglesia de San Miguel Arcángel, cuentan a los frailes del lugar el milagro de la Santa Madre de Dios, se tocan las campanas, todos con gran algaraza gritan: iQué piadosa es nuestra Señora, Santa María! ¡Oh, Virgen, Madre de Dios! Socórrenos también a nosotros, miserables pecadores, tus siervos, que esperamos en tu misericordia, para que no nos sumerja la tempestad del agua, ni nos trague el profundo del abismo, ni el pozo cierre sobre nosotros su boca, sino que ayudados y fortalecidos por tu misericordiosísima piedad y tu sacratísima intercesión, sirvamos al Rey verdadero, que vive y reina por los siglos que no acaban. Amén. EL CLÉRIGO EMBRIAGADO Hubo hace tiempo en una comunidad monacal un monje que era muy familiar para Nuestra Señora y Ella quiso mostrárnoslo del modo siguiente. Sucedió una vez que el monje, por instigación del diablo (según creo), bebió tanto en la bodega que podemos pensar que perdió totalmente los sentidos. A la hora de vísperas, salió de allí así bebido y por el claustro se dirigía a la iglesia cuando le pareció que el diablo, en forma de un toro descomunal, le salía al encuentro y lo quería atravesar de parte a parte con los cuernos. Entonces vio que ante el toro se ponía una doncella de hermoso rostro, con el cabello cayéndole a lo largo de la espalda, con un pañuelo blanco* en la mano derecha, la cual, tras increpar al diablo diciéndole que por qué hacía eso contra su siervo, le ordenó que se fuera en el acto y no se atreviera Página 6 de 13
  • 7. en adelante a causarle ningún mal. Dicho esto, desaparecieron el miedo al demonio y la visión de la hermosísima doncella. Después continuó su camino y, estando ya cerca de la iglesia, de repente se lanzó sobre él el demonio en forma de un perro rabioso y en extremo temible; pero la joven, como antes, se presentó ahora y, haciendo huir al demonio lejos de él, le permitió seguir su camino libremente. y también desaparecieron la fantasmagoría del diablo y la bellísima visión de aquella joven. Finalmente, el monje entra en la iglesia, adonde iba, con mayor seguridad debido a que el demonio había sido rechazado y a que la joven le había dado ánimos. Nada más entrar, se le presenta de nuevo el enemigo del género humano, más temible que antes, en forma de un león ferocísimo, rugiendo frente a él y atacando como si fuera a devorarlo de un momento a otro. Pero aquella joven, que lo había defendido una y dos veces, antes de que sufriera ningún daño, acudió en su ayuda y con un palo que llevaba en la mano, dio al diablo una soberana paliza, al tiempo que le decía: Porque no has querido obedecerme, te has ganado por de pronto esta somanta y, si te atreves a acercarte a él otra vez, la llevarás mayor aquí y en el otro mundo. De este modo aquel diablo de piel cambiante*, vencido por tres veces, aún más, bien apaleado, se disipó, como el humo, en un instante y no apareció más por allí. Luego la joven tomó al monje de la mano y éste al momento se encontró bien y recuperó los sentidos, como si no hubiera bebido ni una gota, y así de la mano se fue con él poco a poco y lo llevó hasta su lecho, subiendo las escaleras que había en el intermedio. Llegados allá, la joven abrió las ropas de la cama, colocó al monje en ella, reclinó suavemente la cabeza de él sobre la almohada, le hizo sobre la frente la señal de la cruz y le dijo: Te mando que mañana vayas a ver a fulano ( a quien conoces bien porque es tu compañero y es también amigo mío verdadero por su devoción) y que hagas con él una confesión sincera y lo que él te ordenare, mira bien, que no tardes en cumplirlo. Entonces el monje, muy contento ya, dijo humildemente a aquella, por así llamarla, su ama*: Oh, joven dulcísima, desde ahora deseo servirte con todo el corazón. Pero te pido, por favor, que antes de separarte de mi me digas a mi, tu siervo quién eres, tú que tantos favores me estás haciendo. A lo que Ella contestó que se llamaba María, Madre de Dios, por el cual fue hecha cuando no existía, como fueron hechas todas las cosas, y gracias al cual ella podía defender así a sus siervos. Oídas estas palabras de sus amables labios, con gran alegría en lo íntimo de su corazón, encendido todo él en fervor hacia la dulce Madre del Señor, espoleado por el ardor de la fe, levanta sus manos en alto e intenta agarrarse a ella y alegrarse con ella, besando sus pies, y venerarla y abrazarla como su salvadora y Madre de su Señor. Pero la casta Madre del Señor y madre de piedad y misericordia, esperanza de los humildes y consuelo de los infortunados, como ya le había prestado su gran servicio, cuando él creía que la iba a retener consigo, levanta raudo vuelo hacia lo alto y, más bella que una rosa, se vuelve a las brillantes regiones del cielo, siendo ella más brillante aún. Él, a su vez, después de vistas, y aún más, después de oídas estas cosas, dio infinidad de gracias a Dios y a su Santa Madre por tan grandes beneficios como le habían hecho y en adelante, de mil maneras, empezó a amarla con fervor y a servirla con la mayor devoción. Lo mismo hizo aquel que le oyó en confesión y aquellos a cuyos oídos llegó en alas de la fama la noticia de este prodigio. También, hermanos queridísimos, nosotros a quienes en fidedigna relación ha llegado este milagro debemos hacer lo mismo con gran gozo, dejando a un lado las excusas, para que en todas nuestras necesidades merezcamos recibir la ayuda de Ella aquí y en la eternidad. Así se digne concedérnoslo aquel que vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén. LA ABADESA ENCINTA Es natural que los enfermos acudan a porfía a un médico si saben que es tan experto en su profesión que es capaz de curar cualquier enfermedad. y si además de pericia estuviera también dotado de la piadosa voluntad de darle a cada cual por amor lo que por su sabiduría le puede dar, entonces no hay duda de que todos desearán vivamente su asistencia, anhelarán su intervención eficaz y buscarán su diagnóstico. Ese aprecio sin reservas hacia su persona por parte de los enfermos lo experimentan los médicos, a pesar de que ellos sólo saben remediar los males del cuerpo. Pero si hay alguien de un poder tan sublime que con su intervención puede remediar no menos a las almas que a los cuerpos, a ése se le busca con mayor ahínco, se le desea con mayor anhelo y se le ama con mayor ternura. En este menester, es sabido que sobresalieron muchos santos, contando con la gracia celestial, pero la Madre del Santo de los santos está por encima de todos ellos en poder, después de Dios por especial privilegio, y el que se acoge felizmente a su clemencia, se ve libre de toda enfermedad y queda sano con la verdadera salud. Esto, que es muy fácil probarlo por multitud de medios, preferimos demostrarlo con los ejemplos que brevemente damos a continuación*. Según cuentan hombres dignos de crédito en un relato fiel, hubo una madre espiritual de un convento de monjas que desempañaba el cargo de abadesa, no sólo de nombre sino también de verdad, porque valientemente mantenía la observancia de la regla y con espiritual celo obligaba a la comunidad que estaba a su cargo a guardar las santas normas con piadosa exigencia. ( traducción del texto latino de la fotografía de portada ). Pero como el aprovechamiento de los buenos causa pesar a los malos por la envidia que los corroe, las monjas a las que vigilaba para que guardaran la saludable disciplina, comenzaron a devolver mal por bien ya sentir odio en pago del cuidado que ella ponía en mantener aquel régimen de vida. Digo que odiaban sin razón a la que debían amar con razón y anhelaban despojar de todo honor a la que trabajaba por hacerlas dignas de honores eternos. A la inquina de las monjas se unió la malicia siempre beligerante del antiguo urdidor de asechanzas que tenía prisa por derrocar, fuera como fuera, de la torre de la santidad a aquella de la que estaba dolido porque arrancaba de sus manos a las que él tenía por cosa suya. Así, pues, la astuta malicia del envidioso ladrón se abalanzó sobre el celestial tesoro y, valiéndose de los ocultos designios de Dios, rompió el precioso sello de su castidad, que merece más estima que todas las riquezas de este mundo. Porque la citada madre de las monjas, derribada por las artes del engañador, cometió un pecado de fornicación con su despensero. Mas, cuando ya llevaba bastante tiempo contenta porque su delito estaba oculto, por disposición de Dios, que de nuestras maldades saca alabanzas en su honor, quedó encinta con un embarazo no deseado. Sin embargo no cejó en el empeño de exigir con el rigor de la regla la observancia de las sagradas normas a la comunidad de monjas que estaban a su cargo, y de no conceder a ninguna de ellas la perjudicial licencia para salir libremente. y de ahí se siguió que murmuraran de ella con mayor acritud y trataran con mayor ahínco de encontrar en ella cualquier cosa que mereciese reprensión*. Ya estaba llegando el momento de quedar libre de la carga del sacrílego embarazo, que había mantenido oculto celosamente, cuando, tanto por el modo de andar como por las cantidades que comía, las monjas, con sagacidad propia de mujeres, descubrieron que estaba embarazada y la noticia fue pasando de unas a otras hasta llegar a conocimiento de todas. Todas experimentaron una alegría especial, exultantes por haber encontrado una razón justa para acusar a aquella que consideraban era enemiga de sus caprichos. Escriben cartas delatando el pecado descubierto; a un hecho de por sí grave, lo hacen más grave aún, añadiendo mentiras, como ocurre entre los que se odian; esas cartas acusadoras llegan hasta el obispo de la diócesis a la que pertenecía aquel lugar. Es inminente la venida del obispo, sin que ella lo sepa; tampoco sabía qué hacer, tan pesada como se encontraba con su carga. Tenía ella una capilla privada en la que a diario dirigía con toda devoción sus himnos acostumbrados de alabanza a María, Madre de Dios y siempre Página 7 de 13
  • 8. Virgen, y le cantaba las horas canónicas con el sentimiento más tierno de que era capaz. Aunque se movía ya con gran dificultad, se fue a esa capilla y empezó a decir las alabanzas de costumbre a la gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María. Al terminar dichas horas se le grabó más penetrantemente en el alma el horror de su enorme pecado y de la deshonra pública que se le venía encima; y, sintiendo quebrantarse de dolor lo más íntimo de su alma, entre amargos suspiros, dejaba escapar sollozos, a modo de los balidos de un ciervo* y redoblaba sus profundos gemidos. Mantuvo así, como don concedido por el cielo, una esperanza segura en quienes no saben fallar: en la misericordia de Dios y de su piadosísima Madre, María, Reina poderosísima y dignísima de toda la creación; y su alma dolorida se volvió con entera devoción a tan grande y piadosa Virgen, implorando su intercesión. Postrándose en oración con todo el alma y con todo el cuerpo decía: A Ti acudo, mi Señora, clementísima y santa, Madre inefable de la mayor piedad, María, Virgen incomparable, refugio singular y único de los infortunados, después de Dios,. a Ti, regazo donde descansa la incomprensible piedad eterna, grito con lágrimas y suspiros en medio de mis angustias, deseando, por tu intercesión, por la inefable misericordia de tu Hijo único, Dios y Señor nuestro, Jesucristo, obtener el perdón de mi pecado, y librarme del horrible oprobio de mi inminente deshonra. Con lágrimas y oraciones de este tenor, arrasada en llanto, invocaba al singular consuelo de los atribulados, a la Santísima Madre de Dios, María, y le pedía con la mayor insistencia alivio de su desgracia. Así, mientras con ansiedad, con permanente contrición de corazón, desgranaba estas súplicas envueltas en lágrimas y exclamaciones, sorprendida por un sueño repentino, se tranquilizó y, tornándose en silencio los lamentos, se quedó dormida. Estando dormida, María, la de verdad y singularmente piadosa, y la piadosamente singular Madre de misericordia y Virgen sin mancha, acompañada por dos ángeles, se le apareció clemente. y hablándole con bondad a la triste, que al principio temía y dudaba de tal visión, le aclaró que era la Madre de misericordia y añadió estas palabras para darle el consuelo que pedía: He oído -le dijo- tu oración, he visto tus lágrimas y te hago saber que he alcanzado para ti de mi Hijo, el cual benignamente acepta tu arrepentimiento, no sólo el perdón de tu pecado, sino también la liberación de la infamia y deshonra que estás temiendo. Así le habló y, según le pareció ver, dio orden a los ángeles que le acompañaban de que le exoneraran de la carga de la criatura de la que estaba embarazada y de que llevaran el niño a un ermitaño que vivía en las cercanías, a unas siete millas de allí, para que lo cuidara hasta los siete años. Hecho esto y dándole una piadosa reconvención a la que ya estaba libre, le dijo: Te has salvado de la deshonra que estabas temiendo, huye en adelante de los lazos del demonio y aplícate con más fervor a las cosas santas. Por lo demás debes saber que el obispo te va a colmar de improperios; tú, sin embargo, no te asustes, sino ten confianza, porque lo vas a soportar todo con facilidad. Terminando de hablar, desapareció la visión y la monja despertó y notó que ya no tenía aquella carga que la atormentaba; dio incesantes gracias a Dios y a su liberadora, María, Santísima Madre de Dios y siempre Virgen. Entre tanto llegó el obispo, llamado por las hermanas, entró en la sala del capítulo, preguntó por la abadesa y mandó que se presentara ante él. Después de buscarla un buen rato, la encuentran en su oratorio en donde más íntimamente hacía sus rezos a Santa María y le mandan que vaya ante el obispo. Ella se levanta, entra en el capítulo y va derecha a sentarse junto al prelado en la silla suya de costumbre. Al acercarse a él, el obispo la llena de improperios y la obliga a salir de allí rápidamente, cubierta de injurias. Pero ella, trayendo a la memoria las palabras de María, la Santa Madre de Dios y siempre Virgen, tuvo serenidad y, yéndose fuera, permaneció sin miedo. Por orden del obispo son enviados dos clérigos para que investiguen el delito que se ha divulgado sobre ella. Se acercan, la auscultan, pero no encuentran indicio alguno de que su vientre vaya a tener una criatura. Vuelven al obispo con la noticia de que esa mujer es inocente, pero él, pensando que les ha sobornado a base de dinero, investiga por sí mismo con más rigor la verdad del caso. y no encontrando en ella rastro alguno del delito imputado, cae a sus pies y le pide perdón por las injurias proferidas contra ella. Estupefacta, al ver la humildad del prelado, se postra en tierra delante de él, confesándose indigna de que por ella una persona tan elevada se humille hasta un grado tan bajo. Finalmente el obispo, fuertemente irritado contra todas las que le habían imputado aquel delito, les ordenó que salieran rápidamente del monasterio. La abadesa, en cambio, considerando que, aunque con torcida intención, habían dicho la verdad, prefirió para honra de la Santa Madre de Dios, su liberadora, revelar al obispo el pecado que había cometido, antes que permitir que sus acusadoras sufrieran ese castigo. Así, pues, acercándose a él en secreto, se postró delante con humildad y le declaró punto por punto todo lo sucedido. Él se queda admirado y, bendiciendo a Dios por la inmensa piedad de la gloriosa Virgen y Santa Madre de Dios, María, envía dos clérigos en busca del ermitaño para comprobar con exactitud todo lo referente al niño. Llegan, pues, preguntan por el niño y de labios de aquel hombre se enteran de que el niño había nacido aquel mismo día, que hacía poco dos jóvenes se lo habían traído a él y se lo habían encomendado de parte de Santa María, y de vuelta se lo cuentan todo al prelado. Éste, lleno de alegría, permitió que el niño se criara con el hombre de Dios hasta los siete años, como había dispuesto la Madre de Dios, y, después, tomándolo a su cargo, lo puso a estudiar y lo educó para que pudiera ser un digno sucesor suyo, tan notable por su piedad como por su ciencia. En efecto, cuando él descansó en el Señor, al fin de sus días, le sucedió en la sede episcopal; y con su tenor de vida y con sus palabras predicó espléndidamente las glorias de María, Santa Madre de Dios y digna de ser llamada siempre Virgen*. Acudan, pues, todos los enfermos a la Señora que da una medicina tan eficaz, acudan y recuperen la salud, y, recuperada, en una vida intachable honren con entusiastas alabanzas a Santa María. Su piedad para con los desventurados nunca desfallece; que ella nos encomiende a todos a la misericordia de su dulcísimo Hijo, nuestro Señor, Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén. EL NAÚFRAGO SALVADO Me he decidido a contar dos milagros de Santa María, Madre de Dios, uno de los cuales se lo oí relatar al abad de un convento y el otro, a otro. De ambos es autora la singular y siempre Virgen, María, la verdaderamente misericordiosa Madre del Señor y se manifiesta con pruebas evidentes como verdadera Estrella del Mar. Cuento éste en primer lugar porque éste fue el que oí primero*. Había en el Mar Mediterráneo una nave cargada de peregrinos a los que su devoción llevaba a tierras de Jerusalén para orar allí*. Después de haber hecho una larga travesía con toda prosperidad, el piloto se dio cuenta de que la nave en el fondo tenía una grieta, que el agua entraba con fuerza, que no se podía reparar de ninguna manera y que todos se hallaban a punto de morir. Al punto saca fuera de la nave un bote que llevaba, como lo suelen llevar las naves grandes, lo lanza al mar y salta a él con un obispo, que iba entre los demás, y con algunos otros hombres nobles. Sin embargo, uno de éstos, al intentar saltar de la nave al bote, cayó al agua y en un momento se fue al fondo del mar sin que apareciera más. El piloto, dirigiéndose a los que había dejado en la nave, les hizo saber que les amenazaba el peligro de muerte sin posibilidad de escapar de él y les exhortó a que confesaran sus pecados y devotamente encomendaran su alma a Dios. Les entra a todos un pavor insuperable, se eleva al cielo un inmenso griterío, confiesan sinceramente los pecados pasados y dirigen a Dios piadosas oraciones por los bienes venideros. Página 8 de 13
  • 9. Terminada su alocución, el piloto empezó a alejarse con rapidez con los que había recogido en el bote, no fuera que el remolino del mar al tragarse la nave grande pudiera también volcar la pequeña, si estaba demasiado cerca; y mientras tomaba todas las precauciones para que eso no sucediese, se quedó mirando desde lejos, intentando ver qué suerte corrían los siervos de Dios que por amor a Él iban con devoción a los Santos Lugares de Jerusalén. No pasó mucho tiempo cuando la nave, a causa del agua que le entraba por el fondo, fue tragada por el remolino del mar. El obispo con los demás, derramando lágrimas y suspiros, encomendaba a Dios las almas de sus acompañantes cuyos cuerpos veía perecer con tan horrible clase de muerte. Y al extender la mirada alrededor por la superficie de las aguas, por si podía alcanzar a ver algún rastro de los cuerpos de los ahogados, de pronto vio que de las olas marinas salían hermosas palomas, una aquí, dos allí y muchas más que con raudo vuelo se perdían en los espacios lejanos de los cielos. Al darse cuenta de que aquellas palomas eran las almas de sus compañeros, le invadió una profunda pena por no haber merecido la suerte de ahogarse con ellos. Todo lo que antes había llorado porque los había visto ahogarse, lo lloraba ahora porque no se había ahogado en su compañía. Cuando finalmente, a bordo de la barquilla, llegó a tierra con sus acompañantes, de pronto (¡oh, maravilla!) ven salir del mar sano y salvo a aquel compañero que dijimos había caído al agua entre las dos naves. ¡Qué estupor se apoderó de todos!, iqué alegría inundó sus corazones al recuperar al compañero! Pasmados como estaban, le preguntan qué le había ocurrido, cómo había podido librarse de las olas del mar. Él les contestó: ¿ Por qué os maravilláis de que me haya salvado, si se ha dignado salvarme aquel por quien vino la salvación a todos los hombres ? Al caer al agua, pronuncié el nombre de Santa María, Madre de Dios, y así acordándome de Ella e invocando su nombre, llegué al fondo del mar: La Madre de misericordia, que no puede olvidar a los que no la olvidan, sin tardanza se puso junto a mí allá bajo las aguas. Me cubrió piadosamente con su manto y, así cubierto, por debajo de las olas me trajo hasta la playa. Al contar él esto, dan a Dios rendidas alabanzas. La Santa Madre de Dios es aclamada por todos como Madre de misericordia. Su manto, verdaderamente grande, se extiende sobre el mundo: con él se cubre el género humano, se abriga el que tiene frío para entrar en calor, se protege el que tiene calor para refrescarse, se ampara el pecador para que no le dañe la desesperación, se defiende el culpable para no ser herido por el enojo de Dios. i Oh manto, refugio de todos los desamparados! i Oh escondite seguro en toda adversidad! Si su Hijo, juez justo, te quiere castigar por tu pecado, huye a cobijarte bajo el manto de María, su misericordiosísima Madre; envuélvete en su manto y no quedará parte en que te hiera; porque el Hijo perdonará misericordiosamente a aquel a quien ve que la Madre de misericordia misericordiosamente protege. Si te quiere hacer daño el enemigo antiguo, escóndete en su regazo adonde no se atreve a acercarse el maligno enemigo. Si naufragas a causa de cualquier peligro, invoca y vuelve a invocar el nombre de María misericordiosísima, que ahuyenta todos los peligros. Aquí tenemos a este náufrago que en su adversidad invocó ese nombre que todos debemos invocar y no pudo perder la esperanza ni siquiera en el fondo del mar con la ayuda de aquella a la que había invocado. Porque fue llevado sano y salvo hasta la playa, conducido por aquella que se ha convertido en puerto para el mundo náufrago. LA DEUDA PAGADA Hubo un devoto arcediano de la catedral de Lieja que, deseoso de hacer oración, recorrió muchos países para ir a visitar los Santos Lugares y un día llegó a la ciudad de Bizancio. Allí, entrando en una iglesia para elevar sus plegarias al Señor, la encontró tan revuelta con el ruido de los que bailaban, con los aplausos de los que danzaban, con el pulsar del címbalo y de la cítara y, en fin, con el sonido de instrumentos musicales de todo tipo, que parecía una casa no de gente que oraba con devoción sino de gente que se divertía con la actuación de algún juglar. Quedó admirado por lo inesperado de un alboroto tan grande y dirigiéndose en latín a un griego que apenas entendía la lengua latina le preguntó con curiosidad cuál era la causa de aquella actitud tan nueva. El griego le contestó escuetamente: iTestimonio, testimonio! El arcediano, no entendiendo lo que le quería decir, se dirige rápidamente a otro y le pregunta por los motivos de lo mismo. Éste que entendía perfectamente el latín, comenzó a contarle la siguiente historia que le dejó estupefacto: «Hubo un hombre que, aspirando a que su nombre se hiciera famoso, empezó a emplear en cuantiosos gastos las abundantes riquezas que tenía. Pero a la postre, como los gastos eran mayores que las riquezas, le faltaron riquezas, aunque no le faltaron ganas de gastar. En consecuencia contrajo grandes deudas con sus amigos y el nombre que había ganado, derrochando lo propio, se empeñó en mantenerlo malgastando lo ajeno. Pero, como también se le acabó lo que había pedido prestado y como no encontraba entre los amigos, es más, ni entre los cristianos, uno que le prestase más, se fue a casa de un judío muy rico y le rogó insistentemente que le hiciese un préstamo de cierta cantidad. El judío le dijo: Haré lo que me pides si me traes un fiador con solvencia. El cristiano contestó: No tengo ningún fiador con solvencia, pero te prometo solemnemente que, lo que me prestes, te lo devolveré en la fecha convenida. Pero el otro le dijo: Sin fiador no te voy a prestar absolutamente nada, porque temo que me falles. y el cristiano responde: Como no puedo encontrar otro, ¿quieres aceptar por fiador a Jesucristo, mi Dios, al que adoro? Y el otro dice: No creo que Jesucristo sea Dios, pero, como no dudo de que fue hombre justo y un profeta, si me lo das por fiador lo acepto sin la menor duda. Y el cristiano añadió: Vamos, pues, a una iglesia dedicada a su Madre, la Santa Madre de Dios, y, como no puedo darte por fiador a Jesucristo presente en persona, en su lugar te doy su imagen, o sea, te doy a él en persona por medio de su imagen, como garantía para ti y como fiador para mí. Y si dejase pasar la fecha que me marques, me convertiré en esclavo tuyo para el resto de mi vida, sea como sea, yo te devolveré el dinero, antes de que se cumpla el plazo. Y dice el judío: Sea, como dices. i En marcha! i Voy contigo adonde vayas! Llegaron los dos juntos y sus respectivos amigos a esta iglesia y se pusieron ante la venerable imagen de la Santa Madre de Dios, que tiene en su regazo la venerable imagen de su Hijo. El cristiano, tomando la mano de la imagen y ofreciéndola al judío para tomarla los dos al mismo tiempo, la puso como garantía del dinero, y acto seguido, doblando humildemente sus rodillas ante la imagen, oyéndolo todos a la vez y estando todos de acuerdo con el pacto, añadió: Señor Jesucristo, puesto que he dado tu imagen como garantía por este dinero, y te he dado a Ti mismo como fiador a este judío, te ruego y te pido humildemente que, si por cualquier circunstancia yo no pudiera devolverle el dinero en el día señalado y si yo te lo entregara a Ti, Tú se lo entregues a él en lugar mío, de la manera y por el procedimiento que más te plazca. Una vez dados y aceptados una garantía y un fiador tan grandes, el judío, acompañado del cristiano, sale del templo, se va a casa, da al cristiano todo el dinero que le pide y le señala una fecha para su devolución. ¿Qué más? El cristiano, tomando el dinero, compra un equipo de diversas cosas*, se hace con una nave para lanzarse a navegar, la carga con mercancías variadas, se embarca, despliega las velas al viento, recorre distintos mares y con próspera singladura llega a naciones extrañas lejos de la ciudad de Bizancio. Vendidas esas mercancías, se enriquece con otras nuevas, multiplica sus naves y las carga con mercancías exóticas. Transcurren días y más días, cada vez piensa en nuevos negocios y se le va de la memoria la fecha señalada para devolver el dinero. Cuando no faltaba ya más que un día, de repente se acuerda de que al día siguiente era la fecha límite pactada con el judío. De golpe queda perplejo y cae por tierra, está medio muerto por lo acontecido. Acuden sus criados, se llenan todos de tristeza, preguntan cuál es la causa de esa angustia, pero no obtienen respuesta. Al fin, como quien vuelve de la muerte, recobra el sentido y piensa qué debe Página 9 de 13
  • 10. hacer; está indeciso sobre lo que puede hacer. Se da cuenta de que está ya encima el día de devolver el dinero y ve también que el lugar para devolverlo está muy lejos. Finalmente, hablando consigo mismo se dice: ¿ Por qué piensas en cosas poco prácticas ? ¿ No pusiste por fiador tuyo a Jesucristo, tu Señor? Pues dale a él el dinero y encárgale que Él se lo entregue a tu acreedor como le plazca. Después manda preparar un cofre, pone dentro el dinero que debe al judío en la cantidad exacta y se lo confía al mar y al que hizo el mar y la tierra, para que lo lleven. ¡Maravilla es decirlo, pero para Dios nada hay difícil de hacer! En una sola noche, recorriendo una larga distancia por el mar, el cofre llega a la ciudad de Bizancio y de madrugada se detiene en medio de las olas frente a la casa del judío, que vivía cerca de la playa. De la casa por fortuna sale muy temprano un esclavo, echa la vista al mar, ve el cofre sobre las olas, intenta echarle la mano pero el cofre parece escabullírsele de ella. El esclavo vuelve corriendo a casa y le cuenta al amo lo que ha visto allá afuera. Sale también el judío, observa atentamente las olas de la playa, al ver el cofre alarga la mano y lo coge, lo lleva a casa y lo abre, lo vacía del dinero y lo guarda debajo de la cama. Pasado algún tiempo, el cristiano, dando por terminada su actividad comercial, vuelve a esta ciudad de Bizancio; salen a recibirle con gran alegría sus amigos y vecinos. Al oír el judío que aquel a quien había prestado su dinero había regresado y que con la ayuda de Dios lo había aumentado enormemente, negociando con mercancías exóticas, no pudiendo aguantarse por más tiempo, y, después de unas frases de bienvenida, continuó con el reproche siguiente: i Vaya con los cristianos! i Vaya con los cristianos, cómo dicen la verdad! Él preguntó: ¿ Por qué dices eso ? y el otro dijo: Porque me pediste dinero prestado y, pasado el plazo, no me lo has devuelto. Y el cristiano: Todo lo que me habías prestado te lo he devuelto; ya no te debo nada. Y el judío: Pues yo tengo muchos testigos de habértelo prestado, pero tú de habérmelo devuelto no tienes ninguno. El cristiano respondió: Tengo como testigo a uno que es también mi fiador, y por su testimonio podrás comprobar que el préstamo te lo he devuelto escrupulosamente. Ven conmigo y escucha tú mismo su testimonio Vienen, pues, a la iglesia los dos juntos, con otros muchos se ponen ante la imagen de nuestro magno Salvador y el cristiano dice: Señor Jesucristo, escucha en esta ocasión a tu siervo y, como verdadero Hijo de Dios y del hombre que eres, da testimonio de verdad sobre si a este judío le he devuelto o no todo lo que me había prestado. Nada más acabar de decir él esto, oyéndolo todos, ¡oh milagro!, la imagen respondió con una voz rotunda: Doy testimonio en tu favor de que todo lo que te había prestado se lo devolviste en la fecha convenida, y la prueba de ello es que el cofre en el que estuvo el dinero se encuentra debajo de su cama. Lo oye el judío y se queda helado, reconoce los detalles y queda pasmado. ¿Qué más? Declara que el judaísmo es un error. Abraza con toda su casa la fe de Cristo. Por eso, porque el Salvador dio testimonio en favor del cristiano, tanto la iglesia como la fiesta que hoy se celebra se llaman "Martirio", es decir "Testimonio"*, y ésta es la causa principal de esta algaraza tan grande». Al conocer este milagro por la larga relación del griego aquel, el arcediano, prorrumpió en alabanzas al Salvador, que jamás abandona a quien espera en Él y que socorre a cuantos de verdad honran a su Santa Madre. EL MILAGRO DE TEÓFILO Sucedió, cuando aún no había tenido lugar el ataque del execrable pueblo persa contra el imperio romano*, que en una ciudad de Cilicia, región fronteriza con Persia, había un vicario episcopal de la Santa Iglesia de Dios, llamado Teófilo, de excelentes costumbres y tenor de vida, el cual administraba en paz y con toda moderación las pertenencias de la Iglesia y gobernaba muy sabiamente la grey de Cristo, hasta el punto de que su obispo, hombre de señalada prudencia, descargaba en él todo el peso del cuidado de la iglesia y de todo el pueblo. Por eso, desde el mayor hasta el más pequeño, todos le mostraban su gratitud y lo querían, porque prestaba prudentemente ayuda a los huérfanos, a las viudas ya los pobres. Y sucedió que por disposición de Dios, el obispo de aquella ciudad llegó al fin de su vida y de inmediato todo el clero y el pueblo activamente, porque apreciaban al vicario y conocían sus cualidades, de común acuerdo decidieron nombrarle obispo, y, reunida la asamblea, a continuación enviaron una carta al obispo metropolitano. Éste, al recibirla y comprobadas las virtudes del candidato, ordenó al vicario que se presentara ante él para promoverlo al episcopado. El vicario, recibiendo a los mensajeros y la carta, en principio dilató el viaje, pidiendo a todos que no le obligaran a ser obispo, porque -decíale- bastaba con seguir siendo vicario, como hasta entonces, y protestaba que no era digno de un cargo tan honroso. Pero el pueblo se impuso y, en contra de su voluntad, fue llevado ante el metropolitano. Recibido por el metropolitano con gran alegría, él se postró en tierra y agarrado a sus rodillas, le suplicaba que no hiciera con él tal cosa, porque, consciente de sus pecados, se veía indigno de ser elevado a una dignidad tan alta; y, permaneciendo así largo tiempo en tierra, logró que le diera un plazo de tres días para pensarlo. Pasado el plazo, el obispo lo llamó a su casa y comenzó a instarle a que cediera a la voluntad del pueblo, asegurándole que era digno de ese ministerio. El, al contrario, seguía afirmando que era indigno de ocupar un grado tan alto como la silla episcopal. Al fin, el obispo, viendo su firmeza en oponerse y que no quería ceder en absoluto, lo dejó en paz y en su lugar promovió a otro al cargo de obispo. Ordenado por fin éste, cuando el vicario volvió a su ciudad, algunos del clero intrigaron ante el obispo para que le quitase de vicario de la iglesia y pusiese a otro en su lugar. Así lo hizo y él, apartado del cargo anterior, se quedó entonces solamente con el cuidado de su propia casa. Pero el enemigo astuto y envidioso, contrario del género humano, viendo que nuestro hombre vivía modestamente y se dedicaba a hacer buenas obras, empezó a turbar su corazón con malos pensamientos y, despertando en él deseos del vicariato y una rivalidad mezclada con ambición, lo llevó a la idea de aspirar a la gloria humana antes que a la gloria de Dios, ya apetecer la dignidad vana y transitoria antes que la celestial, hasta el punto de ir a buscar para ello incluso la ayuda de los hechiceros. Había, en efecto, en aquella ciudad un judío abominable y perverso, sabedor de las artes diabólicas, que ya había hecho caer a muchos en la apostasía y en la fosa de la perdición. Teófilo, ardiendo en deseos de gloria vana y abrasado por la pasión desmedida de la ambición, se fue a buscarlo de noche y, llamando a la puerta, le pidió que le abriese. Aquel judío, odioso a Dios, viéndolo tan interiormente atormentado, le hizo entrar en casa y le preguntó: ¿A qué vienes a mi casa? y él, postrado a sus pies, contestó: iAyúdame, por favor; porque mi obispo me ha llevado al menosprecio y me ha hecho esto y aquello! Aquel execrable judío le dijo: Mañana por la noche, a esta misma hora, vuelve acá, y te llevaré a ver a mi protector; y él te ayudará en lo que tú quieras. Él, al escuchar esto, se sintió afortunado y así lo hizo; a la noche siguiente volvió a su casa. El infame judío le condujo al anfiteatro de la ciudad y le advirtió: No te asustes, veas lo que veas y oigas lo que oigas y por nada del mundo hagas la señal de la cruz. Al decir él que sí, que estaba de acuerdo, el judío de repente le hizo ver una muchedumbre de individuos con clámides blancas y candelabros que aclamaban a su rey que estaba sentado en medio de ellos. Era el diablo con sus satélites. Aquel desdichado judío cogió de la mano a Teófilo y le presentó ante aquella infame asamblea. y el diablo preguntó al judío: ¿ Para qué nos has traído a este hombre ? y él contestó: Lo he traído porque ha sido tratado mal por su obispo y viene a pedir vuestra ayuda, mi señor. Pero el diablo replicó: ¿Qué clase de ayuda puedo dar a un hombre que está al servicio de su Dios ? Con todo, si quiere ser siervo mío y ser contado entre nuestros soldados, yo le ayudo hasta el punto Página 10 de 13
  • 11. de que pueda hacer más cosas que antes y pueda mandar sobre todos, incluso sobre el obispo. El judío, volviéndose al infeliz Teófilo, le dijo: ¿Has oído lo que te ha dicho ? Él respondió: Sí, lo he oído, y estoy dispuesto a hacer lo que me mande, con tal de que me ayude. Y comenzó a besar los pies del rey y a rezarle. Entonces el diablo dijo al judío: Que reniegue del Hijo de María y de Ella, porque me resultan odiosos, y que firme un escrito diciendo que reniega para siempre de Él y de Ella, y luego obtendrá de mí todo lo que quisiere. Entonces entró Satanás en el vicario* y dijo:Reniego de Cristo y de su Madre. y escribiendo de su mano un documento, vertió cera sobre él y lo selló con su anillo, y se separaron con enorme gozo del rey de la perdición. Al día siguiente el obispo, impulsado, creo, por la divina providencia, removió de su cargo y sustituyó al vicario que él mismo había encumbrado sin razón, y nombró al anterior; y le concedió ante el clero y el pueblo autoridad para gobernar la iglesia y sus posesiones ya todo el pueblo, y de nuevo fue elevado a un honor doblemente mayor que el que había tenido antes, hasta el extremo de que el obispo confesaba abiertamente que se había equivocado al rechazar, por informes de otros, a una persona tan idónea y al haber preferido a aquél otro inútil y menos apto. Así pues, Teófilo, repuesto en el cargo primitivo, comenzó a mandar y a encumbrarse por encima de todos, obedeciéndolo todos con temor y temblor y sirviéndolo por un lapso corto de tiempo. El execrable judío iba a menudo en secreto a casa del vicario y le decía: ¿Has visto cómo has encontrado apoyo y remedio rápido en mí y en mi protector para lo que nos pediste ? Y él contestaba: Sí; lo reconozco y os agradezco vuestra intervención. Cuando ya llevaba algún tiempo en esa postura de soberbia y hundido en la fosa de los renegados, Dios, Creador de todos y Redentor nuestro que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva,teniendo en cuenta su vida anterior y cómo antes había administrado fielmente las cosas de su Iglesia y que nunca había sido de mal corazón ni infiel para con las viudas, los huérfanos y los pobres, no despreció a su criatura, sino que le dio la conversión y penitencia. Porque, volviendo en sí, recuperado el buen juicio, empezó a sentir bajamente de sí mismo y a mortificarse por lo que había hecho, con ayunos, oraciones y vigilias, reflexionando mucho, viéndose sin esperanza de salvarse, considerando que le aguardaban el fuego y los tormentos del infierno, la salida del alma de su cuerpo y la llama inextinguible. Teniendo todo esto en su mente, aterrado, con gemidos y con lágrimas amargas empezó a decir: ¡Oh, miserable!, ¿qué he hecho, en qué me he metido? ¿A quién recurriré, lleno de desórdenes para salvar mi alma? ¿A quién me acogeré, infeliz y pecador que negué a Cristo, mi Dios, y a su Santa Madre, y me hice esclavo del diablo por un documento nefando que me dejó comprometido ? ¿ Qué hombre habrá, pienso yo, que pueda rescatar ese documento de manos del diablo devastador? ¿Qué necesidad tenía yo de ir a ver a aquel nefasto judío? (Siendo así que hacía poco que ese dichoso judío había sido condenado por un juez de acuerdo con la ley) ¿De qué me ha servido medrar por algún tiempo ? ¿ De qué, sobresalir en este vano mundo? jAy, infeliz de mí, pecador y amigo del lujo, cómo me han derribado! jAy, infeliz de mi cómo perdí la luz y encontré la oscuridad! Bien estaba yo sin cargo ninguno, ¿por qué se me antojó, a cambio de gloria vana y fama hueca, dar mi alma miserable a la perdición de la gehena ? ¿ Qué ayuda voy a pedir yo que he perdido el apoyo divino ? Yo soy el culpable de ello, yo soy el causante de la perdición de mi alma, yo soy el que ha perdido su salvación. jAy de mi no sé cómo me he dejado sorprender! jAy de mí!, ¿qué hacer?, ¿a quién acudir?, ¿qué explicación daré el día deI juicio, cuando todo quede al desnudo ? ¿ Qué diré en aquella hora, cuando los justos sean coronados, y yo condenado? ¿O con qué confianza voy a presentarme ante aquel tribunal regio y terrible? ¿A quién invocaré, a quién suplicaré en aquella tribulación? ¿o a quién imploraré en aquella necesidad, cuando cada uno reciba el premio de sus méritos y no el de los ajenos?, ¿quién se apiadará de mí?, ¿quién me ayudará?, ¿quién me protegerá?, ¿quién será mi defensor? En realidad, nadie ayudará allí a nadie, sino que todos darán cuenta de sí mismos. jAy infeliz alma mía!, ¿cómo te dejaste cautivar?, ¿cómo, destruir?, ¿cómo, caer en otras manos y ser destruida? ¿Con qué ruina te arruinaste ? ¿ Con qué naufragio naufragaste ? ¿ En qué cieno te revolcaste ? ¿A qué puerto te acogerás ? ¿A qué remedio recurrirás ? i Ay miserable de mi que derribado y hundido en tierra por propia voluntad, no me puedo levantar! Y después de estar dándole vueltas en su interior a éstas y a otras muchas cosas, Dios, piadoso y compasivo, que no desprecia a su criatura sino que la acepta cuando se vuelve a El suplicante, reconfortó su alma con la esperanza de poder recuperarse. Animado con esa esperanza, dijo con lágrimas: Aunque sé que Cristo nuestro Señor; Hijo de Dios, nació de la santa e inmaculada siempre Virgen, María, y de ella, por consejo e instigación del malvado judío, yo, desgraciado de mi renegué infelizmente, sin embargo acudiré a esa misma Madre gloriosa e inmaculada del Señor y le invocaré a Ella sola con todo el corazón y el alma, y le dirigiré incesantes oraciones y ayunos en su santo templo, hasta que por su santa intercesión logre alcanzar la misericordia del Señor. Y luego decía: Pero no sé con qué labios me atreveré a suplicar su benignidad, porque reconozco que he pecado gravemente contra Ella. ¿ Por dónde empezaré mi confesión, y, al hacer la confesión, con qué ánimos intentaré mover mi sacrílega lengua y mis sucios labios? ¿o de qué pecados pediré perdón en primer lugar? Infeliz de mí, porque, aunque temerariamente me atreviera a hacerlo, bajará fuego del cielo y me abrasará, porque el mundo no soporta las maldades que yo, mil veces desgraciado, he cometido. i Ay de ti, desventurada alma mía!, ¡levántate de las tinieblas que te han envuelto, y de rodillas llama a la Madre de nuestro Señor; Jesucristo, porque Ella es verdaderamente poderosa. Busca remedio para este pecado. Y, pensando en esto, abandonó todos los trabajos de este mundo que le podían estorbar, cayó de rodillas con humilde devoción en el santo y venerable templo de la inmaculada y gloriosa siempre Virgen María, ofreció incesantes súplicas, se entregó a ayunos y vigilias, pidiendo que, una vez purificado de tal pecado, se le recuperase y se le arrancase de las manos del pernicioso engañador y maligno dragón y de la apostasía que había hecho, y así permaneció 40 días con sus noches en ayunos y oraciones, invocando a nuestra protectora, la Madre del Salvador. Cumplidos los 40 días, a media noche, se le apareció claramente nuestra Señora y Madre de Cristo, auxilio universal y protección destinada a los que se vuelven a Ella, refugio de los cristianos que a Ella se acogen, camino de errados y redención de cautivos, verdadera luz en las tinieblas, consoladora de los atribulados y consuelo de los afligidos, la cual le dijo: ¿Cómo es que sigues aquí, hombre, atreviéndote a pedir lo que no mereces, que te ayude, cuando tú has renegado de mi Hijo, Salvador del mundo, y de mí? ¿ y cómo puedo yo pedirle que te perdone las fechorías que has cometido ? ¿ Con qué ojos voy a mirar al rostro misericordiosísimo de mi Hijo, a quien tú negaste ? ¿ Cómo me voy a atrever a interceder ante Él por ti ? ¿ En qué me voy a apoyar para rogarle por ti, cuando tú has apostatado de Él ? ¿ Cómo me voy a presentar ante aquel tribunal terrible y cómo voy a atreverme a abrir la boca ya implorar para ti su clementísima bondad? Porque no puedo sufrir al que colma de ultrajes a mi Hijo. Pase, hombre, que pueda perdonar hasta cierto punto lo que has hecho contra mí, porque amo mucho a los cristianos, sobre todo a los que con recta fe y pura conciencia acuden a mi templo, a ésos los atiendo por todos los medios y los socorro, los tomo en mis brazos y los estrecho contra mi corazón, pero en cambio, ver u oir que se ensañan con mi Hijo no lo puedo soportar. Por eso es menester que implores su misericordia con gran insistencia, con gran dolor y contrición de corazón para que puedas lograr que sea benigno contigo, porque ya sabes que no es sólo misericordioso, sino también justo juez. A esto Teófilo respondió: Sí, Señora mía por siempre bendita; sí, Señora, protectora del género humano,. sí, Señora, puerto y lugar de abrigo para los que a Ti se acogen; lo sé, Señora, lo sé; sé que he pecado mucho contra Ti y contra tu único Hijo, Señor nuestro, y que no soy digno de alcanzar tu misericordia, pero teniendo presente el ejemplo de los que Página 11 de 13
  • 12. en tiempos pasados pecaron contra tu Hijo, nuestro Señor, y por la penitencia merecieron el perdón de los pecados que habían cometido, me atrevo a acercarme a Él y a Ti, Señora. Porque si no hubiera sido por la penitencia, ¿ cómo se habrían salvado los Ninivitas ? Si no hubiera sido por la penitencia, Raab, la meretriz, no se habría salvado *. Si no hubiera sido por la penitencia, David, que, teniendo el don de profecía, el reino y la promesa del Señor, cayó en el abismo del adulterio y del homicidio, ¿ cómo habría merecido el perdón de unos pecados tan grandes, y además recobrar el don de profecía al mostrarse arrepentido con una sola frase ? * Si no hubiera sido por la penitencia, San Pedro, príncipe de los apóstoles, el primero de los discípulos, columna de la iglesia, que recibió además las llaves del reino de los cielos, ¿ cómo habría obtenido el perdón, después de que negó a Cristo no una vez, ni dos, sino hasta tres veces ? De hecho, llorando amargamente y derramando lágrimas mereció el perdón de un pecado tan grave y además alcanzó un honor mayor, fue nombrado pastor del rebaño del Señor. Si no hubiera sido por la penitencia, a aquel que en Corinto había cometido incesto, ¿cómo San Pablo habría mandado admitirlo de nuevo para que no fuera víctima de los engaños de Satanás? *. Si no hubiera sido por la penitencia, Cipriano, que había cometido muchas atrocidades, incluso había abierto el vientre de mujeres embarazadas y estaba lleno de toda clase de desvergüenzas, ¿ cómo habría recurrido a buscar remedio, valientemente animado por Santa Justina? Éste, no sólo obtuvo el perdón de pecados tan grandes, sino que alcanzó también la corona del martirio *. De ahí que yo también, animado por el ejemplo de unos pecadores tan grandes, me acerque a Tí para implorar tu benigna misericordia y para que te dignes concederme la protección de tu diestra y alcanzarme el perdón de los pecados de parte de nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, contra quien yo, miserable, pequé gravemente. Finalmente, al terminar de decir estas cosas, la santa y venerable Señora nuestra, Madre de Dios, bendita en cuerpo y alma, que goza de la singular libertad de suplicar a aquel a quien dio a luz, que sabemos también que es consuelo de los atribulados, compasión para los afligidos, vestido para los desnudos, báculo de la vejez, fuerte protección para los que a Ella se acogen, que con santas y piadosas entrañas trata a todos los cristianos, le dijo: Hombre, confiesa que el Hijo que yo dí a luz, y al que tú negaste, es Cristo, Hijo de Dios vivo, que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; y yo también le pediré por ti para que que se digne acogerte. A lo que Teófilo contestó: ¿ y cómo voy a atreverme a confesarlo, Señora mía, siempre bendita, yo infeliz e indigno, que tengo la boca sucia y manchada, porque negué a tu Hijo y Señor nuestro? ¿ Yo, que no sólo fui arrastrado por las vanas apetencias de este mundo, sino que además el remedio que tenía mi alma, me refiero a la santa cruz y al santo bautismo que recibí, lo he profanado con la más amarga apostasía por medio de un documento con mi firma? La santa e inmaculada Madre de Dios, la Virgen María le insistió: Tú no tienes más que acercarte a Él y confesar, porque es misericordioso yaceptará tus lágrimas de arrepentimiento y las de todos los que con pureza y sinceridad se acerquen a Él, porque para eso, siendo Dios, se dignó tomar carne de mi seno, sin merma de la esencia divina, para salvar a los pecadores. Entonces Teófilo, con reverencia y con toda humildad, inclinando la cabeza, a voz en grito, hizo protesta de su fe diciendo: Creo, adoro y glorifico, como un solo Dios en la Santa Trinidad a nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, nacido del Padre de modo inefable antes de los siglos, que en los últimos tiempos se dignó hacerse hombre y concebido por obra del Espíritu Santo, nació de la santa e inmaculada Virgen María, para la salvación del género humano. También confieso que es perfecto Dios y perfecto hombre, que por nosotros, pecadores, se dignó padecer; ser escupido y abofeteado, y que extendió sus manos sobre el vivificante madero, dando su vida, como buen pastor; por los pecadores; que fue sepultado, resucitó y subió al cielo con la carne castísima que tomó de Ti y que ha de venir en su gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, y para dar a cada uno según sus obras, no como acusador de su pueblo, sino que será la conciencia la que nos acuse o exculpe, según la bondad de nuestras obras, y el fuego probará de qué clase son las obras de cada uno. Esto confieso con el corazón y con los labios; a éste honro, adoro y me abrazo. y con la garantía de esta súplica pronunciada con toda la fuerza de mi alma, oh, santa e inmaculada Virgen, Madre de Dios, ofréceme a tu Hijo y Señor nuestro, y no desoigas ni desprecies mi petición, la de un pecador; yo que he sido arrastrado, zarandeado y engañado, antes bien líbrame de las iniquidades que me han aprisionado y la turbulenta borrasca en que me encuentro, ya que desgraciadamente he sido despojado del vestido de la gracia del Espíritu Santo.Yal terminar él de decir esto, la Santa Madre de Dios, como si aceptara de él una cierta satisfacción, Ella que es esperanza y consuelo de los cristianos, redentora de errados y verdadero camino para los que suben hasta Ella, agua tranquila para los zarandeados por las olas, refrigerio de pobres, aliento de pusilánimes, mediadora de los hombres ante Dios, le anunció: Por el bautismo que recibiste en el nombre de mi Hijo, Jesucristo, nuestro Señor; y por la mucha compasión que siento por vosotros los cristianos, fiándome de tus palabras, voy a rogarle por ti, postrada a sus pies, para que se digne acogerte. Y después de esta visión, cuando ya había amanecido, la santa e inmaculada Virgen, Madre de Dios, se separó de él. Teófilo, en cambio, durante tres días rezó al Señor con mayor insistencia y golpeaba la tierra con su cabeza muchas veces, permaneciendo en el sagrado templo sin comer y derramando lágrimas; no abandonó aquel lugar, teniendo puesta su mirada en la clara luz e inefable rostro de la gloriosa Santa María, Señora nuestra y Madre de Dios, poniendo en Ella la esperanza de su salvación. Por segunda vez, la protectora y piadosa consoladora de los que a Ella acuden, nubecilla resplandeciente que se crió en el Sancta Sanctorum*, se le apareció con alegre semblante y animados ojos, y con mansa voz le dijo: Hombre de Dios, ya es suficiente la penitencia que has hecho en presencia del Salvador de todos y Creador tuyo. A petición mía ha aceptado tus lágrimas y ha accedido a tus peticiones, con la única condición de que cumplas hasta el día de tu muerte todo lo que -Yo soy testigo- has prometido a mi Hijo. El contestó: De acuerdo, Señora mía, cumpliré y no descuidaré lo que me dices, porque, después de Dios, Tú eres mi protección y mi amparo, y con tu ayuda no dejaré de cumplir lo que he prometido. Porque sé, y lo sé bien, que Tú eres la mayor protectora de los hombres. porque, Señora mía, Virgen sin mancha, ¿quién puso en Ti su esperanza y quedó confundido ? ¿ O quién imploró tu clemencia y se vio abandonado ? * Por eso, yo, pecador pido también que la perenne fuente de tu bondad, tus entrañas de misericordia, se vuelquen en mi favor, equivocado y engañado, que estoy hundido en lo profundo del fango, para que pueda recuperar de las manos del diablo, que me engañó, aquel execrable documento de mi apostasía y aquel nefando escrito firmado por mí; porque eso es lo que más temblor produce en mi alma mil veces miserable. De nuevo Teófilo, llorando profusamente y lamentándose en extremo, estuvo durante tres días seguidos pidiendo a la única esperanza de los hombres y salvación de nuestras almas, a la santa e inmaculada Virgen María, que le concediese poder recuperar aquel funesto documento. Pasados los tres días la santísima Virgen se le apareció otra vez en una nueva visión, mientras dormía, y le mostró el papel firmado, enrollado como estaba, que todavía tenía el sello de cera, y se lo puso sobre el pecho. Al despertar, lo encontró y, todo alborozado, temblaba de tal manera que por poco se le desarticulan todas las junturas de sus miembros. Al día siguiente, que era domingo, se presentó en la iglesia en la que se hallaba el obispo con todo el pueblo y después de la lectura del Santo Evangelio se postró a los pies del prelado y le contó toda la historia de su impiedad: cómo había sido engañado por el judío perverso y hechicero. su negación y apostasía, así como la escritura del documento firmado con el diablo para recobrar la vanagloria de este mundo, y también cómo, habiendo acudido a la benignísima fuente de Página 12 de 13