Madriguera es la hoja de poesía que edita el Grupo Musaraña desde sus comienzos. A lo largo de los años ha sufrido múltiples cambios al igual que el Grupo y las actuales Ediciones Madriguera. Actualmente se encuentra fuera de los espacios urbanos a los que estaba acostumbrada pero puedes tener más información si entras aquí.
2. (Hay un extraño señor llamado Vladimir, un ángel está sobre
sus rodillas, y el ángel dice llamarse muerte y coquetea junto a
otro llamado olvido. No se acostumbra al desierto y a la no-
che, pero sobre todo no se acostumbra a tantos transeúntes
desgarbados, que abrigan letanías dentro del corazón, tampo-
co a los rezos de medianoche.
Se dice que estaba aquí desde hace mucho, no tuvo tiempo
para morir pues ya se encontraba en esta orilla, junto a los
fantasmas de la guerra y los campos de exterminio, sus putas
asesinadas, sus ratas de alcantarilla, sus borrachos, sus ancia-
nos. Se dice que cuando llegó llovía, que trajo velas con una
luz opaca y gris, que únicamente llevaba un manojo de papeles
para testimoniar el bajo averno y sus desechos; fue testigo de
dos vidas, arrastró las desdichas de Europa consigo, extrajo un
fajo de fotografías y nos mostró la gran cicatriz del mundo,
leño que aún arde en la espesura de la memoria.
Se dice que sus palabras no portan el consuelo, sus ojos des-
cansan en la distancia. Lleva en sí ordalías de ambos mundos,
la realidad sujeta sus espinosos lazos al cuello de la parca.
Vladimir, Vladimir, ya en tus ojos no hay lágrimas, sólo el so-
porte de la pena: una mirada a través del crepúsculo. El tránsi-
to de luces te lleva en falsa memoria, hay guirnaldas de flores
colgando en el espesor del bosque, y cada ramaje es un tendón
sosteniendo el reflejo de su plateado dedo hacia tu rostro, en
cada página del mundo cabe tu llanto).
Tome un poco de agua, comenta el viajero,
-Tengo un corazón latiendo en mi corazón- le digo.
Lo veo inclinarse un poco hacia atrás,
me responde: -es el eco del diablo,
su respiración encima de tu pecho,
no lo dejes lanzar su bocanada de fuego,
no dejes respirar ese fuego.
Toma, bebe de esta agua,
te sacará los temores,
unta tus labios con el rubí,
deja el rostro de la memoria a la orilla del camino,
siembra de una vez sus restos en el desierto,
no dejes que te acompañen en esta tierra
pues serán tu carga, el saco de huesos
que deberás soportar a través del aire espeso de tu ceniza.
Pero llevo un latido de corazón en mi corazón,
un hueco oscuro que carcome los márgenes del acantilado.
Y sostengo en mis manos un rollo de piel
escrito en la lengua del polvo,
y la piedra descansa en su abdomen.
Pero llega el gato de las estaciones,
y nos describe su tumba, y sabemos que nunca fue confinado,
que están en medio de una farsa, su cuerpo sigue de pie
en los versos transparentes del moho y la sangre,
sus lagunas resecas están en medio del fogoso sol
que lo alcanza, incluso en la fragmentación perpetua.
Porque nunca se quedó con Jeanne Duval, y esto pesó,
y se arregló la vida en el hachís,
y luego fue quedando sordo.
Los talones se agrietan, se inflaman los pies,
el largo camino que nos salva también nos arrebata la vida.
Entre la noche de esta noche y el día del siguiente día
media una respuesta, una diferencia que sostiene
el hálito de nuestro peregrinar,
de estar dando traspiés en la confusa piedra.
Con los tejidos del cuerpo señalando
al futuro, enarbolando sal en largas estacas de fuego,
imaginando ciudades con menos recuerdos.
El resquebrado surtidor se incendia
se mantiene en vilo ante los atajos secretos
luego de amanecer en su tierra, apagado,
bajo el resguardo innecesario de los hechos.
Entre puertos ruinosos y prolongados pasillos de hospital,
entre cabinas telefónicas y mujeres de salón,
entre la posibilidad y la cadena de montaje,
descuelga su cuello del farol que se estira
hacia el cenit del manto oracular.
Y el portero está muerto,
busco en sus bolsillos el relato de su finitud,
y sólo hay un cajetilla de cigarros,
un breve poema referido al trato con los demás,
y se encontró un tomo de Trakl, y al final de sus páginas
un fragmento de Aragon.
En los tambores que resuenan en los callejones
en los tambores que estallan en la orilla del mar
en los tambores que duermen en algún rincón,
un deseo siempre es evanescente,
pero el peregrinar sólo es principio
hacia la certeza del caminante,
en el largo murmullo trajeado de oropeles,
comprendimos muy tarde las consecuencias de este juego.
Un lugar para nosotros, un preciso resquicio
para la caída de los cuerpos,
donde permanezca una dureza para la espalda,
no pedimos la expiación del pecado, no sentimos
haber vivido como desterrados, ni como simples
sospechosos de algún crimen, ardemos en la fibra
íntima del recuerdo,
como extrañas luciérnagas alcanzando el corazón de las promesas.