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Introducción
No sé si el barniz lírico, con que he intentado imprimir
a mis semblanzas, aportará el ritmo poético requerido.
Los espacios que he frecuentado, como caminante des-
caminado por nuestra Sierra, están cargados de aires y
luces cambiantes, que me envuelven y transforman en
parte de este paisaje tan atractivo. Hay mucho de
nostalgia al recordar a los amigos y familiares perdidos,
aquellos que marcaron mi otro ritmo -más cambiante
aún-, que se llama vida. Hablo con ellos, oigo su voz
hecha también horizonte, y camino por los remansos
desbordados de plasticidad, de frondosidad y de paz.
¡Cuánta poesía vegetal encierran nuestros campos
serranos! ¿Acaso no constituye un poema que las cosas
sencillas se transformen -tras la mirada reposada- en
sublimes? Eso trato, descubrir la poesía escondida, la
melodía social que resuena en tabernas y casinos, oír
cómo pululan por doquier seres múltiples y diferentes. La
larga infancia, la belleza oculta de muchas cosas simples,
el grito ante los peligros que acechan a nuestros terruños,
el ansia de perpetuarme como elemento paisajístico, los
valles serranos, los parajes singulares, el lamento ante la
aldea derrumbada, los altos cabezos que me rodean, las
historias calladas y las historias ennoblecidas, las flores
que nos curan y las flores que nos enloquecen, las fuentes
que riegan nuestros campos y que refrescan nuestras
mentes, la fiel romana que pesó los tiempos serranos, los
senderos que llevaban hasta una Raya maldita, juncales
flexibles, molinos harineros, miedos infantiles, perso-
najes candorosos de mi infancia, canto poético a los
caseríos y aldeas de este rinconcito de la España vaciada,
la Fresneda atrapada entre tragedias, las infamias que
sufrimos de los altos poderes, la soledad del aljibe
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centrado en el patio del castillo, la artesanía de mano
popular, el molino aceitero, la leyenda del yelmo cabezo,
lobeznos en la plaza, reja de cárcel, Aroche y Cortegana…
Eslabones que conforman el camino infinito que lleve
hasta encontrar la sencilla eternidad de las cosas más
humildes. Hacerme árbol imperecedero, pleno de vida,
fertilidad y paz. Topar -hecho palabra- con los hombres y
mujeres desvencijados o con los lugareños que se
enriscan en las crestas de nuestras montañas. Serranos
que trascienden los recovecos que habitaron y que siguen
expandiendo los ánimos a través de sus dilatados
sentidos. Palpar las manos y la palabra solidaria de los
cortijeros; y ofrecer la mía como grito ante la desidia que
mata la vida que atesoraban los montes del Hurón.
Quejas lastimeras en las sierras solitarias y malditas;
preguntas que esperan respuestas tras la desolación.
¡Qué sugestivo es indagar en los secretos de nuestros
cabezos! Allí, se abre el espíritu delante de las cosas
asilvestradas y sin amo. Entonces, encajo en el entorno.
A veces, enloquecido por los colores que adornan las
umbrías, ¡una sana locura! Otras veces, boquiabierto y
ensimismado con la liturgia de nuestros alfareros o con el
eterno manar de la fuente de Chanza, antes de convertirse
en río inmenso, salado, atlántico y universal.
Despliego mis sinceros sentimientos en este libro que
llamo Palabras, que bien pudieran ser palabras de mi
tiempo. Deseo que ellas reconforten al lector, cuando se
sienta matorral deshumanizado.
El autor
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Higuera (A Rosi y Manolo)
Ni inhiesta como el ciprés de Silos, ni dorada cual
álamo del Duero, tú, higuera del castañar, respiras
orgullosa de tu dulzura entre enormes castaños que
hacen la sombra muy oscura a tu alrededor. ¿Quién dijo
que las higueras son ásperas? Tus ramas sí son grises, de
un tono plateado; pero sólo tú encierras en tu lechetrezna
la miel de la belleza. Poco te importa no poseer la
fortaleza de la encina ni desprender los olores de la
albahaca. Eres higuera, quizás hija de la planta moruna
que dio nombre al barrio de Benafique, allá en los bajos
del castillo. Misterios del tiempo, ¿verdad?
Te observo muy de cerca, con ansias de abrazarte como
a una doncella, de decirte cuánto hermosa te muestras en
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esta noche de lluvia de estrellas. ¡Qué difícil es descri-
birte!, porque tú te exteriorizas con un clasicismo pleno
de equilibrio, de proporción, de armonía; yo diría que con
el mestizaje de la sabiduría latina de la fiquera y del ben-
a que nos trajo la cultura árabe. Eres híbrida de saberes.
En tu soledad reclamas aquel mundo utópico alejandrino
encerrado en la Biblioteca que el gran macedonio levantó
en Egipto. Me he acercado a ti, higuera del castañar, con
intención de leer algunas de las páginas de tu libro.
Acaricio la textura de tu savia ascendente tal como toco
un volumen de Machado o de Muñoz Rojas. Entonces, tú
devuelves mi halago en forma de plasticidad, de frondo-
sidad, de vitalidad. Gracias te doy, higuera del castañar,
por regalarme tu cortesía.
No sé cuántos hombres y mujeres se acercaron hasta ti
ni con qué ojos te miraron. Me gustaría conocer qué te
dijeron, pero sé que son secretos tuyos que sólo revelas
con la forma del higo. Bajo tus pies habrá desfilado una
colmena de gentes de mil leches que ni siquiera te habrán
ofrecido el regalo de la palabra.
Me cuesta abandonar tanta poesía vegetal trenzada con
versos tan exuberantes en el laberinto de tu ramaje o en
tu limpio tronco. Te dejo enraizado en tu trono de piedra,
mimado por una mujer y un hombre que aprecian los
valores que tú rezumas todas las primaveras. Vendrá el
otoño, sudarás hojas, pero no dejarás caer ni gota de tu
encanto ni letra de tu sabiduría. Hasta pronto, árbol
sublime del castañar.
Agosto, 2021
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Quejigos (A María del Carmen y Miguel)
“Arráncalos, eso es una comia”, aconsejó el lindero
labriego con nerviosos vozarrones y sendos movimientos
de manos. Debieron de ser muchas las voces amenaza-
doras que topaban contra las crestas de los montes
aledaños a Cortegana y que, con sus ecos transformados
en devastadores hachazos, asolaron los quejigales de mis
sierras. Miro Chanza, Cazalla, el Arenal y Hornillo.
Apenas contemplo en los sotos de sus laderas un par de
quejigos solitarios, escondidos entre los pedregales y la
maleza cual si fuesen forajidos. Decidme, quejigos de mi
Valconejo, ¿cuál es el motivo del mal fario que os
persigue?
A nadie escuché que vosotros encerráis en vuestras
tripas gases tóxicos y que los liberáis, poco a poco,
camuflados entre fragancias silvestres, para provocar un
embriagador atontamiento en quienes os olieran, tal si
fueseis atrayentes flores locas camufladas entre los
helechales de los bosques umbríos de la Redondita.
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Desoí, pues, la incitación destructiva de bárbaros y
embusteros jueces populares; y sin miedo a la condena,
germinaron cientos de bellotas estrechas y alargadas que,
en otoño, engruesaron sus interiores y que, en primavera,
dieron vida a diminutas plantas que serían el origen de
vosotros, quejigos de mi Valconejo.
¿Por qué nunca fuisteis cantado por sensibles poetas?
Soportasteis monótonas retahílas de estrofas de alabanza
sobre vuestra parentela. Y ni siquiera os dedicaron un
solo pareado. No sentisteis envidia ni celos de las odas
poéticas a las recias encinas y a los suberosos alcor-
noques. Y, sin embargo, vuestra copa recogida de hojas
grandes y duras, de un esmeralda lustroso en el haz y un
verde pálido en el envés, por sí sola conforma un oculto
poema pleno de ritmos que el poeta no llega a descubrir.
¿Qué árbol, quejigos de mi Valconejo, se adorna
coqueto con agallas de torito impregnadas de tanino?
Vosotros y la salvaje cornicabra, ambos gozáis del
maravilloso don del realismo mágico infantil de encerrar
en vuestras entrañas futuras mariposas, que aletearán
vivarachas por el apretado bosquejo de los cuentos. ¿Y
qué árboles desnudos, sin vestido foliar, no se arropan
ante sus hermanos? Al igual que la paleolítica diosa
Venus, vosotros, amantes de lo impúdico.
Vestidos o desnudos en las zonas altas y húmedas de
Valconejo, os prometo que no serviréis de aros de un tonel
de vino ni de tronca chispeante en candela de casino.
Seguiréis mostrando los cuatro ritmos estacionales de
una escondida poesía vegetal, mientras yo lea gozoso
vuestros versos en las horas de desánimo.
Agosto, 2021
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Orquesta (A Inés, del manantial que bebí al leer a Genet)
Siete músicos y una vocalista; o mejor, una vocalista
que agranda exageradamente su boca y empequeñece a
los siete músicos que tocan sobre el entarimado. Suena
alta la trompeta, arropada por el saxo. Visten los músicos
chaqueta blanca de músico. En cambio, la vocalista es
señora del escenario. Abriga su cuerpo en negro y
esconde el talle con mesura. No hay pose ni gesto alguno
que trate de excitar a alguien, semeja una estatua de
virgen pura. Sólo sus ojos cerrados revelan que es
humana, que coge entre sus manos un micrófono, que
canta, que no es cantada.
No sé si la vocalista simula que es cumplidora de la
norma social o está harta de contener la voz viciosa
atrapada en su interior. Ella sabrá si se siente marginada
por algo que yo desconozco. ¿Rechazará acaso su origen?
¿Cantará la melodía que cree que fue? Pienso que sí, que
con el lenguaje de calle es incapaz de reproducir ciertos
hechos, que metida entre siete músicos puede construir
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su propia moral y dignificar el canto vulgar que se cuela
por las hendiduras de la puerta de su casa.
Abre sus ojos ante las parejas que aprietan los cuerpos
entre sí, y la vocalista se cree diana de deseos. Canta para
transformar los impulsos, para sublimar lo horrible, para
hacer de su propia cárcel un palacio que invierta su
mundo: ¿intenciones de rozar la santidad o de liberarse
de ataduras?
Mientras tanto, en el salón del casino, los amantes
hablan un lenguaje nocturno sin escrituras, pero con
susurros. Huele a sudor y semen. Llevada por el deseo del
mal, la vocalista se desabriga y muestra su perfil erótico.
Lucha, en la madrugada, contra las miradas enamora-
dizas de las autoridades y de los desconocidos. Delica-
deza y violencia enfrentadas. Los espejos del salón están
ya opacos, únicamente reflejan braguetas henchidas. Las
notas del piano y contrabajo detienen los pasos de un
intruso hacia el meadero y que la cantante se libre de un
falso romanticismo.
¿Qué será la vocalista, víctima o criminal? Fuera,
Cortegana está cubierta de miseria con forma de
mendigo. Un joven que aspira a chulo se coloca cerca del
entarimado, huele a tostada restregada con aguardiente y
ajo. Ella no rehúsa la mirada chulesca, mientras impreg-
na la canción con la belleza de un trance sublime. La
vocalista es su propio Dios ante los acordes de la música
y los movimientos maravillosos de los danzantes, a la
espera de iniciar el acto ritual del sexo, que le llevará al
éxito o a la caída deseada. Clarea el día, y en las bóvedas
del salón retumban los sones de “En la noche de boda,
que haya en tu cama colcha de seda…”.
Agosto, 2021
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Colmenar (A mi mujer)
Cuatro paredones de piedra lajosa, aunadas con apenas
barro, aún cobijan decenas de colmenas hechas con
canutos de corcho. ¿Habrá algo más simple que contenga
tanta vida? El caminante pasa al lado del colmenar, ajeno
a la música chorreada del barranco y al dulce ajetreo de
las abejas cuando entran y salen de la piquera, en su
continuo libar por los huertos floridos de nuestros
campos. Piedra y corcho -naturaleza mineral y vegetal ya
muerta- que amparan a la reina y al enjambre del ataque
goloso de los zambos tejones. ¡Quién fuera abeja!,
insinuó el poeta de lo sencillo e incomprensible. Abeja
viajera y aventurera, para adentrarme en el túnel oloroso
de los pétalos.
¡Qué poco necesito para detener mis cansinos pasos y
sentirme mecido por manos de madre que tararea una
extraña nana de zumbidos! Parte de mis soterradas
raicillas infantiles están atrapadas entre paredes encala-
das. Encima de ti, colmenar, no hay techo de cal ni de
caña. Tampoco, lámpara de luz. Te arropan cielos de
estrellas o de borrascas o de abejarucos. Eres calle, patio
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y jardín, amueblado con cilindros diseñados por anó-
nimos artesanos, y que contienen en su interior una
perfecta arquitectura ensamblada con andamiaje de palos
rajados diestramente a navaja.
¿En qué hogares destilan miel sus paredes sino de tus
ventanales hechos celdillas? Si algún día dejo de recorrer
el camino infinito que me lleva hasta las cosas humildes
y sorprendentes de nuestras sierras, vendré a sentarme
junto a ti, colmenar de Timones, para que me cuentes las
historias dispares que ocurren cercanas al castañar de la
Chillona. Me revelarás quién amasó y coció las últimas
harinas en el horno de los barrancales o me hablarás de
los ocultos amoríos de las serranas que abrían con sus
blancas manos los hirientes erizos y apañaban las casta-
ñas pilongas.
Si acaso ya no hubiera vida humana a tu alrededor,
dime entonces cómo roncan los jabalíes cuando el viento
revocón traiciona al cazador encaramado en la trepa del
castaño tempranero o cómo suena en la noche umbría el
canto del pájaro más gallito del abierto gallinero exten-
dido tras de ti.
¿Alguien te ha sugerido que tú, colmenar de Timones,
seas su tumba? ¡Qué hermoso cementerio, callado y
profundo! Quien gozara de la dicha de descansar dentro
de ti viviría tu sencilla eternidad: contemplar cómo se va
el estío y vienen a restallar tus cielos las tormentas
septembrinas. Volveré a ti, colmenar de Timones, cada
vez que necesite encontrar lo mejor de mí entre tu
grandeza hecha silencio, como hacen las abejas cuando
descubren el pentagrama azulado de la planta
nomeolvides y portan hasta aquí la amistad de la flor y al
amante eterno.
Septiembre, 2021
19. 19
Nietos (A María, Miguel, José, Rosario y Adriano)
Amigo, riego el naranjo que me regalaste cuando aún
no agotabas los últimos segundos de tu vida. Mimo
aquella planta que arrancaste de tu naranjal y que se hizo
árbol adulto en mi huerto a la par que se encadenaban los
días y las noches, y se agrandaba mi dolor por tu ausencia
no deseada. Hoy, alberca, pozo, terregal y arboleda
constituyen la extensión de tu caserío, prolongado por la
cumbre y el prado, aireados con el anhelo de llenar tu
doblado de melones que cuelguen de trenzada juncia, de
sentir aquella fraternal amistad que anegaba de mutuo
amor las bajuras de mi campo. Cojo un azadón y tus
manos agrietadas se ajustan a las mías, al igual que las
gotas que suda mi frente cuando estercolo el regalo más
preciado. Cada quejido y golpe que doy ahonda, con
ímpetu eterno, la tierra que toco, que tocas, aterronada
20. 20
antes de hacerse polvo en surco de bucheta o en meandro
de cantero.
Desgajo una naranja del árbol querido, y el amigo
perdido tiende una de sus manos como niño hambriento
que pide pan con la mirada. Luego, entierro el hueso que
me da, a la espera de otro milagro primaveral que nos
traiga nueva vida. Tiro de la soga guiada por la hendidura
de la garrucha y que eleva el agua desde la profundidad
del pozo, y el amigo no olvidado cuenca sus manos como
niño sediento que bebe a sorbetones en la fuente. Arranco
las malas hierbas que crecen junto al naranjo en despojo
de azahares, y el amigo del alma se agacha a inspirar el
olor del mastranto que crece bajo nuestro árbol y me
ofrece una ramita hecha casi yerbabuena. Abrazo el
ciruelo que ambos plantamos, y tú -amigo hasta siempre-
das unos pasos ondulantes por no sé qué sitio, tomas la
fruta Claudia, acercas tu cara y me regalas la misma
sonrisa que aviva mi alcornocal desde tu ida.
Cuando yo muera, ¿seré para mis cinco nietos el olivo
gordal del Aljarafe que juntos plantamos allá abajo,
donde habita la nostalgia por la ausencia de mi amigo?
Diez manos arrancarán de las frondosas ramas racimos
de aceitunas verdiales, las rajarán y endulzarán con igual
esmero con que sus manitas cavaron el hoyo donde
hincamos las raíces. Entonces, yo daré idénticos pasos
ondulantes, extenderé mis invisibles brazos, abrazaré el
olivo que me une a mis cinco nietos y echaré en su morral
un puñado de aceitunas y unas ramas de orégano.
Seré raicilla, corteza o ramilla del olivo imperecedero,
una pizca de alimento, de luz o de perfume. Crecerán las
risas de mis cinco nietos mientras yo me haré cada vez
más inmortal en mi huerto pleno de vida, de fertilidad y
de paz. Septiembre, 2021
21. 21
Cuevas (A María y José Luis)
Cuentos y leyendas alimentaban mi cuerpecillo de niño
callejero y visitador de estercoleros, donde buscaba hilos
de cobre con la intención de ovillarlos y sentirme dueño
de una bolsa con varias pesetas. En aquella extraña
pugna interior, aún no fatídica, ganó el espíritu. Sin ser
consciente de cambio alguno, dejé de ser Alibabá infantil
y creí convertirme en el joven aventurero Tom Sawyer.
¿Qué buscaba, por entonces, dentro de mi cueva cere-
bral? ¿Mis miedos a la ausencia de luz?
Quiso el azar aventurero que, junto a una caseta de
peones camineros, topara con unas rocas agrietadas.
Noté que mis pasos sonaban abovedados sobre un
paisaje subterráneo que de pronto ambicionaba descu-
brir. Tras doblegar una maleza que servía de guarda
invisible y retirar varios pedruscos tenebrosos, las grietas
se hicieron fisuras, resquebrajaduras, galería. Me persig-
né nerviosamente varias veces, como brujo curandero del
mal de luna, y escupí una salivilla con la que creía arrojar
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fuera de mí las ataduras de la mente. Encogí mis piernas
y brazos cual gusano personificado e inicié la peligrosa
travesía. Mientras reptaba sorteando el ramaje de estalac-
titas que se descolgaban de un techo que yo no veía, la
vida parecía intacta, y yo me sentía imperecedero al
contar los minutos de la tierra.
Desde aquel día en que vencí la fuerza misteriosa que
trata de limitarnos, comenzaron a decrecer mis miedos y
a comprender mejor a los viejos ascetas encerrados en
una cueva a la búsqueda de su propio terror místico.
¿Cuántos laberínticos infiernos tendrían que esquivar
Teseo, Eneas, Ulises o un Dante enamorado antes de
encontrar el ser maravilloso que buscaban?
Hay otras cuevas, a las que llaman palacios. Suelen
hallarse próximas a castillos que habitan unos seres
estirados y maravillosos, creedores de tener sangre azul,
y que no atesoran hilillos de cobre sino desvergüenzas y
ambiciones. Cuentos de reyes, princesas y príncipes
orgullosos y descarados, narrados por ellos mismos y
aplaudidos por un rebaño de aduladores.
La ladera umbría donde vigila el castillo de mi pueblo
también tiene su cueva, ocultada por un frondoso
helechal. Nunca conocí que a sus entrañas llegara algún
huésped coronado rey ni tampoco vasallo cumplidor. A
su desnudo salón pasaban -sin ser presentados-
hombrecillos desvencijados, cojos, mancos o marcados
por el tétano. Sería esperanzador que mujeres y hombres
maravillosos descendiesen a las profundidades, punzasen
una de sus venas y contemplasen el color rojo de la
sangre.
Septiembre, 2021
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Rizo (A Juan, in memoriam)
Tú, Juan Rizo, al igual que antaño, seguirás enriscado
en Las Peñas, en el cabezo alto del marco topográfico,
¿no? Imagino que, cuando la tormenta ennegrece, acá
sobre el oriente, el castillo de Cortegana, buscarás refugio
en la cueva del Monje, que siempre fue una extensión de
tu cortijillo par del barranco. Eres la música callada de
Las Peñas, sin ti serían sólo un desparrame de gigantesca
masa pétrea sin vida, una retahíla de nombres sin alma
nada más. El Castillo, la Víbora, los Praítos, los Puntales
o las Pesebreras ¿qué serían sin el monte tronchado por
tus pasos encaminados hacia Monterrey o hasta la Madre
de Dios?
Hoy he llegado a la esplanada a la que Florentina y tú
llenabais de hermosura humana. Caído sigue el menhir
que nos servía de sentadero; y derrumbado, el árbol
medio seco del que tu compañera retiraba la señal
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convenida y avisadora de la visita inoportuna de una
pareja de guardias civiles. Mientras unos buitres
sobrevuelan los salvajes collados de la fuente del Loro, he
vuelto a escuchar tus sabias palabras envueltas en
serenidades, a embelesarme de cómo las impregnas de
dulzura tras sorber el buche de café que huele a
torrefacto. Siéntate a mi lado, y compartamos del porrón
tragos de Salas, hasta que trabes la lengua y tropieces por
las cerradas trochas que nos llevaban hasta la umbría de
Teodora. Cuéntame historias del Estanquero y de
Marcelino, aunque las hayamos vivido juntos más de diez
lunas. No importa, porque las escenas sencillas de tus
vecinos se convertirán de nuevo en transcendentes con
las palabras ahumadas que se te escaparán entre calada y
calada. Enséñame el muestrario de huesos que guardas
en tu peculiar museo. Quiero volver a ver ese extraño
animal prehistórico que enseguida ensamblas con tus
manos. No temas hurto alguno del maldito mandamás de
El Mustio, que delante de mí no osará arrancarte tu
perdigón amigo. ¡Sácalo a la fachada para que sus
reclamos y cuchicheos inunden de primavera los
ancestrales charnecales! Quiero oler los mismos néctares,
polen, semillas, hojas y frutos que dilatan tus sentidos.
Quiero ser el Juan Rizo que desde estos cotorros airea de
ánimo las calles de Aroche. Tú, autárquico soñador, que
nunca alteras tu interior. Tú, hijo de las flores y de los
pedregales, dime cuál es el secreto de tu disfrute estético.
Déjame compartir contigo tu vida salvaje en este
apartado paraje de Las Peñas, hundirme en el pantanal
de tus cañadas con el deseo de marcar con mis pisadas
este maravilloso paisaje tuyo. Y cuando llegue el instante
de nuestra despedida, aguantaré con rabia tu embestida
fraternal y te dejaré a solas con tu Florentina, en este
paraíso sin vallar desde donde engendras tanto amor.
Septiembre, 2021
25. 25
Valdesotella (A Ezequiel, in memoriam)
He caminado por bastantes valles cercanos a mi entor-
no serrano, cuyos topónimos van precedidos del apoco-
pado val o de valde: Valdipuerca, Valdelosajos, Valde-
rrana, Valdecastaño, Valdeflores, Valdelacanal, Valde-
piedras, Valdechera… Sin olvidarme de Valdesotella,
ahondado por un barranco que se hace pantanillo a las
orillas del río Chanza. Antes de serenarse y entregar las
tranquilas aguas, ha recogido las torrenteras de los
cabezos casi fronterizos que cierran el collado del Miedo,
allá en las cumbres de la Contienda. ¡El Miedo, testigo
del primer reparto de tierras y aguas mandado por un Rey
Sabio! Luego, vendrán los mutuos miedos -encabalgados
y vestidos con capas de razias- entre castellanos y portu-
gueses.
Para no bajar solitario desde el Miedo a la vega, al
barranco de Valdesotella le acompaña un ancho camino
de piedra lajosa, abierto paralelo a él. En sus primeros
andares, ambos dibujan semejantes revueltas e idénticos
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cantares; pero, enseguida, el valle acalla el camino y se lo
engulle. Luego, vomita un salvaje detrito vegetal que
obliga a detener mis presurosos pasos. ¿Dónde vas tan
ligero sin haber gozado de mis encantos? ¡Cuántos
amaneceres me vi atrapado dentro de aquella negra
espesura de umbría que conforman las zarzamoras, las
torviscas, las lajas, los viciales y el sotobosque de soltizos
alcornoques, entreverado con un matracal de coscojas,
charnecas, murtas y madroñeras! Valdesotella acerca las
dos angostas paredes y se encajona enrochado ante el
visitador, para quitar y poner a su antojo las ráfagas de luz
y sombra. Agobia, avisa, pero no mata. Deja los resqui-
cios necesarios para que la arboleda orillada y yo tratemos
de alcanzar el cielo que se nos esconde.
Sí, Valdesotella debería llamarse Valdelosescondíos.
Allí se cobijaban los hambrientos mochileros, hostigados
por las balas de los fusiles que encendían de terror la
noche clandestina. En el corto rosario de zahurdas y
cortijillos que resistían junto al barranco, conocí a
Ezequiel, hombre que olía al mismo chero desgarrador y
harapiento que esparció la posguerra. Quizás, huyera del
maldito hambre y se escondiera de él en el interior de un
zampuzo sin ventanuco ni apenas tejas vanas. ¿Para qué
necesita un ermitaño las paredes aireadas y encaladas?
¿Para qué quiere un asceta una limpia cama y la noble
cubertería? Un camastro sostenido en pie por cuatro
tablas, un seco maizal de colchón y dos piedras que
sostengan el calor de las retamas bastaban a Ezequiel
para soñar con su rincón plantado de nogales.
Mañana, iré a tu palacio. Con la bondadosa hospitali-
dad de siempre, dejarás caer en una lata un chorreón de
recuece. Y yo te llevaré las primeras nueces del plantón
que me regalaste. Septiembre, 2021
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La Torre (A Isabel y Julián)
Atravesada la Corte Su Noble, he abierto la cancela que
abre mis pasos a La Torre por el puente de los Yegüe-
rizos. No me santiguo, al no ser creyente; pero soy
consciente de que he entrado en uno de los santuarios
paisajísticos más bellos de nuestra Sierra. ¡Hermano, no
mueras sin sentir este sobresalto placentero que conmo-
verá tu espíritu! A la derecha, se inicia la cuesta empinada
de una imaginada mano cóncava que extenderá sus
dedos por la Barra y topará con el pico de los Ballesteros.
A la izquierda, la otra mano se espacia por la Corte Su
Noble y cierra la curvatura perfecta con la ayuda de los
montes de El Águila, El Galindo, El Chino y El Huerto
Antón. Entonces, ambas manos permanecerán unidas en
armonía tras haber representado un mundo natural subli-
me, cercano pero desconocido.
¿Qué trozo del mapa universal puede ser sostenido por
dos manos, si antes no ha recibido el impacto agraciado
de un gigantesco meteorito? ¡Qué pena no ser ave
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carroñera para volar por las alturas de la Torre y
contemplar las raíces enterradas del viejo mineral que
aflora hecho granito y que decora el mágico espacio
prehistórico! Cierro los ojos, señalo con el índice, y el
ilusionista abre su chistera y me regala cuanto mi alma de
niño desea: un pozo, una torre, un palacio rural, una
rivera, cervatillos en libertad y unos caminos floreados
que se juntan y se separan a su antojo. ¿Qué más haría
falta para crear un fabulado mundo de literatura infantil?
Fácil respuesta: un bosque encantado.
Caminante serrano, aquí tienes delante de ti el libro
soñado. Pasa con cuidado los cientos de páginas que
contienen decenas de personajes: reyes que hacían la
nueva España y que mandaron caer la torre vigía o gentes
que empuñaban hachas neolíticas, sables de general o
fusiles con bayoneta invasora. Lee la historia de nuestra
patria serrana condesada dentro de unas huellas misterio-
sas, prepárate para buscar la vía unitiva que anhelaba
alcanzar el poeta Juan de la Cruz: un bosque de
centenarios quejigos que hará que hables en silencio con
tus interioridades, que goces de un éxtasis remansado de
paz. Serás dueño de un tesoro vegetal sin igual en las
cortes de la vieja Europa y que no permanece guardado
ni en caja fuerte ni en cofre alguno. Toca la gema arbórea,
encandílate con los reflejos etéreos del ramaje, métete en
el tronco ahuecado por las tormentas y el paso de los
siglos, encarámate a una de las pingorotas y hazte verso
por unos instantes. Pero, promete que alzarás tu voz para
que se proteja esta singular corona colectiva que nos debe
pertenecer siempre y que será el regalo más preciado que
reciban nuestros descendientes. ¡No dejes que la desidia
destruya el quejigal!
Septiembre, 2021
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Maribarba (A Felisa y José Pedro)
Desconozco quién sería María Barba, al igual que la
mujer María Andrés con que nombramos a uno de los
callejones más hermosos de mi entorno o la Micaela
hecha fuente. Muchos olivares, castañales, cortijillos,
caminos, fuentes, eras y chozas aluden a mujeres
anónimas. He subido por Montepuerto hasta la cumbre
del Galindo, me he detenido a oler los perfumes florales
que vienen desde los llanos de la Belleza, y he tomado la
trocha de las cuatro lindes hasta llegar cimbreando hasta
ti, Maribarba, de mis noches alunadas. Este espacio sin
tibieza ¿dónde esconde sus claridades?, ¿quién te regaló
los canchales, un castillo enriscado y oculto entre esco-
bones, un Arochete nacido barranquillo manso y crecido
en rivera bravía. ¿Qué galán te bordó el manto de grama
con que cubres tu cuerpo de las heladas? ¡Maribarba,
agreste pero también femenina! Rara dualidad conjugada
en ti, tal como si se fundieran milagrosamente entre sí el
amanecer y el ocaso.
30. 30
¡Qué cerca pasaría el Ballestero general, presuroso, a
vigilar -desde el pico de la Barra- la llanura del Chanza!
¡Con qué temores subirían los gabachos invasores con la
bayoneta en sus fusiles! Dentro de ti siempre hubo vida,
dispuesta tú a prestar a quien fuere la tierna acogida con
el ofrecimiento de la tierra, el agua y el escondite. Lo sé,
porque la cerámica esparcida por tus laderas delata los
tiempos de una noble historia hospitalaria. Contemplas-
te, asustada, cómo las legiones romanas cerraban en las
bajuras el campo de Marte, levantaban columnas de
templo o cómo encauzaban las aguas hasta las termas.
Quizás, cerca de tus manchas, un atrevido cazador
imperial abatiera el jabalí que un alfarero desconocido
inmortalizaría en cuerpo de candil. Iluminadas las
orilladas murallas con antorchas breadas, no soportaste
tanto bullicio y flamear de candelas. Entonces, llegó tu
capitulación. Cabizbajos, tus moradores bajarían por los
cabriles del Arochete; y, en un Chanza ocupado por
soldados, carros y caballerías, se acercarían a ofrecer a
Roma el nombre que siempre tuvo el poblado de tu
castillo, morada de la ibera Turóbriga. Hoy, Maribarba
solitaria, apenas queda señal de tu pasado, pero mantie-
nes los mismos dones de ayer. Sin gentes ya en tus lomas
ni en los barrancales, has cedido la misma tierra, el agua
que te contornea y el recio escondite a los ciervos y
jabalíes.
¡Qué callada te noto en los primeros albores, cuando
rebotan los débiles rayos de sol sobre los jarales! Ni
siquiera oigo el torrente que lame cabezo Verde, acallada
la voz saltona de las aguas por las gargantas hinchadas de
las perdices que despiertan los campos, allá, en la solana
de los Agudos, cuando buscan las semillas desparrama-
das por los aires en los charnecales de Antonio José.
Septiembre, 2021
31. 31
Pepe Delgado (A los piratas de la sierra)
Igual que ayer, marcharé entre montes y valles en busca
de riveras y libertad, tal como cantaba nuestro himno
pirata. ¡Cuánto me gustaba tu nombre, Libertad! Ense-
ñaste a ver la cara del viento esperanzador que soplaba
desde más allá de los Pirineos, a entender qué suponía ser
ciudadano del mundo en una época gris y opaca, a no
extrañarnos de verte rodeado -en el paseo del pueblo- de
gitanos y quinquis llegados desde el Pozo del Tío
Raimundo. Tú, maestro de la solidaridad y amigo mío,
del padre Llanos, del jesuita Díez Alegrías, de los
muchachos que ensayaban ejercicios circenses en Gali-
cia, leímos en ti las mejores palabras del humanismo
cristiano. Tu voz poética, la escritura precisa y tus
acciones desinteresadas indicaban el camino tortuoso
que llevaba hasta la incomprendida crítica y la duda
tomista. Gracias a ti, me introduje sin miedo en los
vericuetos que nos ascienden hasta la cumbre desde
donde casi se tocan los cielos. Creí que tú eras el nuevo
32. 32
Cristo barbudo y resucitado, al ver el raro cuadro en
donde un pintor -amigo tuyo- te había plasmado no con
trazos de óleo sino con chorreones de pasta dental.
A tu lado, niños risueños, felices, que -ajenos al furor del
sol- tocaban los peces sorprendidos en sus madrigueras.
Te pregunté aquello que mi casa y la escuela esquivaban
o silenciaban, ¡con qué naturalidad explicabas los
secretos de una infancia que empezaba a desperezarse!
Me transformaste en un bucanero subido al palo mayor,
que contemplaba la inmensa llanura de los mares más
remotos; dormí con la certeza de haber encontrado el
tesoro pirata escondido en una isla desierta; rechacé al rey
vanidoso; en cambio, comprendí al farolero y al borracho;
y encarné al niño ingenuo que aún llega a nosotros desde
países lejanos y no comprende las raras respuestas que le
damos cuando pregunta por qué vivimos tan cuadri-
culados.
Mientras otros abrían sus bocas y se tragaban la palabra
aceitosa de Pemán, tú enseñabas a palpar las cosas sen-
cillas, a serenarnos bajo los cielos estrellados que agran-
dan la Sierra. ¡Cuánta riqueza atesoré dispuesto a com-
partirla con nuevas gentes!
Este amanecer he soportado, detrás de ti, tu espiri-
tualidad religiosa durante la misa de alba. Luego, me he
colgado la mochila y encaminado hacia la cuesta de los
Acebuches. Allí, me he refrescado en su fuente. Rivera
abajo hasta llegar a la angostura de las aguas del Navajas
y sentir cómo tiemblan los raíles de la vía. Otra vez, he
vuelto a entusiasmarme con la misma cancioncilla infan-
til acompañada con los múltiples silbidos del tren cruzan-
do el puente metálico, y cuyos bamboleos hacen más
tenebroso aún al charco Hacha.
Septiembre, 2021
33. 33
Noria (A Carmeli y Paco Félix; y a Chica y Gúmer)
En los bajos prados de mi pueblo, los cangilones
enganchados a la rueda de la noria cantaban monótonas
canciones hinchadas de agua. De pronto, el mulo que
Félix, Estampío, había vendado y amarrado al palo caía
en la indiferencia, y acortaba sus pasos. ¿Qué soñaría
durante aquel atardecer en que el cielo aún no se había
entristecido? Con la calma que regala la tarde, Félix
restalló en el aire su vozarrón de ¡Arre, mulo! El animal,
sin ver el milagroso resultado de su ímpetu convertido en
caudal, aceleró el tiempo pausado, mientras el agua
vertida volvía a cantar la misma copla plebeya de ayer, de
anteayer y de mañana.
Cuando Félix recompensaba a su mulo con el descanso
y la cebada, el niño que yo era se doblaba sobre el palo y
empujaba hacia delante, hasta que el agua brotara en
hilillo de sangre. ¡Qué grandeza sentirme Sansón, atado
34. 34
como mulo de noria!, ¡qué dulce armonía oír los giros de
la eterna rueda de la vida rural!
Al igual que Platero, Félix, en su trabajo, es hombre de
agalla y acero; pero muestra ternura y elegancia con la
chiquillería que se acerca a abrevar cual si fuesen caballe-
rizas agalladas. El zagal más descarado le tienta: “¡Tío
Félix, saca la navaja y ábrenos en dos una sandía alar-
gada!, ¡quiero pintarme los labios con los azúcares de tu
huerto!”. Oye la llamada del pajarillo volandero, hace diez
montones de la roja azúcar y endulza diez sonrisas de
polluelos.
Hoy, en aquel campo llano, surqueado y con horizonte
al poniente -delimitado por un cañamar, un granado, un
parral y una destilería de aguardiente- los niños no
inquietan ya a las cotolías que iban con el cuello alzado
en busca del gusanillo desamparado que la vertedera de
Félix sacaba de la tierra emposía. En la llanura, donde él
cultivaba cereales y bondades, su noria yace enterrada;
pero, allí, crecen en sabiduría los niños de mi pueblo y
cientos de jóvenes venidos desde los rincones de la Sierra.
¡Qué remanso de paz nos entregó Félix, Estampío!
Aunque no resuenen las cigüeñas en el nidal de la alta
chimenea ni bramen las vacas en el corral del concejo, en
tu campo se cultivan ahora las semillas del porvenir.
Voleadas por manos cultas, crecen con el mismo esmero
con que tú mondabas una naranja e idéntico amor con
que cuidabas al mulo rayado que sacaba el agua profunda
y fría de la noria.
Septiembre, 2021
35. 35
Antonio Carlos (A María Isabel)
¿De qué color es la senda que te llevó hasta ese paraíso
tan oculto donde te hallas? Desde la torre redonda de tu
castillo, recordaste las estrofas con que tú ensoñabas,
rodeado de un coro de niños curiosos y entrecortados los
versos por hondos suspiros. Luego, callejeaste con
sensible mirada por los recovecos de tu barrio, y el tierno
corazón de niño habló durante largo rato con tu María
Isabel, para adentrarte después -cauteloso y silencioso-
en los tupidos campos verdes de las sierras azules; sin
embargo, hasta mí solamente llegaron salpicones de
lagrimillas rezagadas. Busco en las orillas de la blanca
vereda que tantas veces recorrimos juntos, cogidos de la
mano del poeta soñador. No te encuentro, te reclamo
desde los collados umbríos de Santa Bárbara y te rebusco
en los huertos del callejón de Cazalla; pero los vientecillos
atemperados y las tormentas violentas no arrastran hasta
36. 36
mí las deseadas huellas de tus etéreas pisadas, sólo traen
la triste callada por respuesta.
¿A qué vergel tan sereno has ido a cantar las coplas
serranas, compañero? ¡Vuelve a mí para devolverme ese
hondo quejío tuyo que rompía hasta mis amarguras!
¡Silba, silba entre las nubes o en los cielos que me cubren!
Reconoceré ese silbido pausado -tocado por la flauta
melosa de tus labios- y que servía de espigón para frenar
el oleaje impetuoso de las tempestades. Mientras te
espero en estas tierras tuyas y mías, repletas de
aflicciones, barrancales y castañales, la guitarra no cesa
de tentarte. Cuando el tocaor afine la prima y el bordón,
¡sorpréndeme, y siéntate a su lado!, que ansío por que tus
desgarros -dibujados con mano tensa en el aire de tus
aires flamencos- se lleven lejos mis congojas.
Ya sonó el clarín de la primera tormenta, y vino a
anunciar que se abrieron las puertas del cielo para que
saliese -como toro enchiquerado- el otoño, y alcance
pronto los ruedos de las lomas de tus sierras. Morirá el
pardo estío, nacerán nuevos verdores en los esparragales,
olerán a seta los cabezos, y a regajillos los valles…; y yo,
compañero, seguiré esperando a que remedes el canto de
la perdiz, a que me hables de las cosas sencillas que
ambos compartimos. No tardes, compañero, regresa
antes de que las borrascas nos impidan contemplar -
desde los lanchares de El Cañuelo- las aguas del río
Chanza que arrastran este cantar tuyo:
El Chanza se va a la mar,
cruzando huertas y vegas,
y en sus aguas hay suspiros,
por no poder regresar
al sitio donde ha nacido.
Septiembre, 2021
37. 37
Bájena (A Antonio Rodríguez Guillén)
Uno de los parajes más singulares de nuestra Sierra se
llama La Bájena, aunque en hemerotecas de siglos
anteriores aparece como La Báguena. Formada por una
gran cañada, que se extiende desde la Venta -junto a Gil
Márquez- hasta la Peramora, y por donde discurre la
rivera Juanablanca o rivera de los Ciries. A ambos
márgenes, se levantan elevadas sierras que vierten en ella
y que miran, a sus espaldas, a la Alcalaboza o al Andévalo.
La Bájena que yo frecuentaba en mi juventud constituía
el reverso de la actual, en la que cualquier viajero apenas
puede apreciar algunas pinceladas del lirismo que tuvo
antaño. Era tanta la humedad acumulada en el valle que,
en 1861, fue el origen de una epidemia, que afectó
gravemente a la población infantil de Cortegana, Almo-
naster y Aroche, causando varios centenares de muertes.
Vienen a mi memoria versos de desolación, de mustios
collados, donde el movimiento vegetal y animal casi se ha
paralizado, salvo los foráneos eucaliptos que flotan sus
38. 38
ramajes entre sí, allá en las cumbres de Mojonato.
Necesito elevar mis ojos al cielo del Puchero -donde el
airecillo caliente sostiene decenas de buitres negros- para
sentir la vida ajena. Antes de la bárbara repoblación
forestal, la sucesión de lomas cubiertas del matorral
mediterráneo me sumergía en un espacio que se perdía
linealmente y que imaginaba infinito.
Juanablanca soltaba cortijillos en cada una de sus
curvas. Los anunciaban los huertos, los colmenares, las
cercas, las fuentes y los mozuelos del Hurón que
inundaban de gritos y alegrías las orillas de la rivera,
cuando levantaban las redes y competían en destreza para
ver quién era el primero en atrapar la escurridiza anguila.
Vida en el monte y vida en las aguas. ¡Qué fácil era
hacerse paisaje! Décadas antes, la maldita historia
equivocada había provocado la desbandada, y llenó La
Bájena de gentes apátridas, que buscaban un nuevo
terruño donde ocultarse entre los barrancales. Tiros de
fusil en las cumbres del Recio y Timones, y sangre a las
orillas de la rivera. Música victoriosa en las plazas de los
pueblos cercanos y golpes avisadores de luto en los
caseríos serranos, donde el hambre estaba tapado por el
llanto.
A pesar de que La Bájena fue escenario de hechos
indeseables, ahí permanece cercana pero oculta. Cada
vez que descamino mis pasos por las solanas de la Cama
de la Loba o por Cinchato, vuelvo a exasperarme, a perder
la templanza. Tanta calma irrita al caminante adentrado
en unas sierras solitarias y malditas. Ni siquiera oigo el
murmullo de las aguas de Juanablanca que se deslizan a
juntarse con la Alcalaboza en el puente de la Peramora.
Hacia allí iré, al encuentro de otras historias más
benévolas.
Septiembre, 2021
39. 39
Hurón (A Domingo Terreros)
¿Por qué sucumbimos, los serranos, ante la soberbia de
quienes mandaron a tus puertas -abiertas de par en par-
gigantescos monstruos de acero y hierro, con el bárbaro
propósito de hacer de ti un erial? ¿Por qué no herma-
namos -aquella maldita mañana- los cuerpos pasivos y
agarrotados, extendimos los brazos encogidos y encen-
dimos nuestros candiles, a la espera de que clareasen la
oscuridad que sólo proyectaba la mancha de la sinrazón?
Hoy, he vuelto a ti, Hurón de mi infancia, a este solaz
de majanos y cal desmoronada. ¡Cuánto dolor no haber
escuchado las voces rebeldes de los Terreros que gritaban
“no”! Sólo me acompaña la triste memoria. Sin necesidad
de paseo ni de plaza pública, tu calle, Hurón, se alargaba
40. 40
verticalmente -como un todo armonioso- hacia Las
Pocitas, abierta a que entrara el viento norteño que cura
las heridas. Olor a zahurdón, a corral y a poleo. Ahí, tío
Julián amarra su burrillo en una argolla; en frente, la
sombra espigada de Mateos se dobla en el pajar; allá,
mujeres resueltas limpian de sangre cuajada los lebrillos
o sueltan los polluelos y las gallinas. ¡Perros campanillea-
dos y acollados, trasiego de mozos con zahones, esco-
petas, tazones de café en los umbrales… y el Hurón se
vacía de hombres que van a la caza del fantasmal jabalí
que anoche marcó sus pezuñas en el lodazal de la vega
del Vínculo!
¡Qué soledad más sobrecogedora muere en el horcajo
de la fuente de la solana!, únicamente reconozco las
mismas aulagas y los eternos tojos, que ya no muestran
siquiera un mordisco de cabra. ¿Qué fue del horno de
arriba? ¿Y del cañamar del puente? Cuesta mirar hacia las
umbrías de los Alcalabocinos, y no escuchar la voz
perdida del alcalde huronero en su olivar, ajeno a los
vendavales del tiempo. Resiste el callejón que lleva al
huerto de Belloto, donde escribía coplas de amores y
quejas de carnaval. Pero ¿quién mima ahora su higueral?
Cuando el atardecer regale las primeras luces de
estrellas aún escondidas, nadie irá a sentarse cerca de la
chimenea de la casa de Mateos ni escuchará historias
fabuladas de las eras de Tío Félix y de Prieto. Y sin en
ellas no ocurrió nada, contarán otra vez los secretos del
riscal del Cabezo o del misterioso roquedal de la Mujer.
¿Quién responde de la muerte salvaje de los montes del
Hurón? Haber consentido que derribasen el nido de la
solidaridad es hacernos culpables de un crimen contra la
humanidad.
Septiembre, 2021
41. 41
Caballona (A Alfonso González Fernández)
La Caballona no tiene río ni rivera alguna, se conforma
con los suspiros que se escapan de la fuente terrajada de
la Micaela, que en seguida llorisquea al hacerse encajado
barranquillo. Ajena al murmullo de las aguas del Chanza,
que corren presurosas a sus pies, con ansias de alcanzar
La Mezquita, ella se transforma en apacible hondonada.
Sin río ni peñascal, ¿con qué lirismo puede cantar el
poeta?
Si abre la mirada, encontrará repetidas estrofas de
poesía escondida. Acaso ¿no son versos encadenados los
quejigos del barranco, cuando estiran el tronco hasta casi
alcanzar la explanada del Balcón? Literatura es el
inmortal Quijote, y así llaman a uno de sus rinconcillos.
¡Cuántos ensueños vividos o sufridos en el montecillo de
Quijote convertido en pajar! Berga en las manos, el
campesino soñador creyó ser atacado por una descomu-
nal culebra que le aprisionaba el pescuezo; pero resultó
42. 42
ser un largo garabato de palo enganchado al cuello de su
camisa. Apaleadas las espaldas del huidizo héroe, acabó
desvencijado y sin aliento; pero se sintió victorioso, tras
haberse desprendido del temible reptil con cuerpo
alargado, sin necesidad alguna de daga ni de lanza.
En La Caballona que pateé decenas de días y de noches
plateadas, topé con este hombre sembrador de bondades
y paciencia. Ni siquiera las cabras del vecino, encara-
madas en el tejado de su cortijillo, provocaban que se le
escapara una sola maldición. ¡Ay, la jaca blanca de
Manino, otra vez en el trigal! Feliz con su mujer amada,
ambos conformaban parte esencial del paisaje bucólico
que les envolvía. De su naranjal, ella tomaba los frutos
azucarados, los exprimía con primor y colmaba de zumo
una jarra vidriada. Entonces, descubrí cuáles eran los
secretos de los néctares campestres ofrendados a los
dioses.
Sin héroe ni Dulcinea, ¿qué suerte correría la novela
más universal? Ni tendría final ni siquiera principio. La
Caballona permanece ahondada desde el risco de la
Espartera hasta el olivar del Cañuelo, los quejigos
resisten, el retamal se extiende descontrolado, el olivar
muere engullido por los robustos alcornoques, mientras
el encinar sestea. ¿Y qué fue de la morada donde el
labriego y su mujer compartían los nobles anhelos?
Derrumbados los maderos que sostenían las tejas, la calva
del rellano es un erial, que me provoca extrañas sensa-
ciones. Sin embargo, sigo oyendo la voz femenina que me
reclama desde no sé dónde para ofrecerme las delicias de
su naranjal.
Y yo, creyendo ser aquel jovenzuelo, vocifero ¡Alfonso,
tu madre nos llama!
Septiembre, 2021
43. 43
Hornillo (A Rosana y Francisco de Juan)
Ahí sigues, vigilante a que Cortegana no pise tus
laderas. Y si las pisa, ¿qué más da, si el meollo vegetal es
impenetrable? Más de tres milenios, atento a los cami-
nantes que bajan por el arroyo de Carabaña o el Reventón
en busca de otras sierras. Imposible que tú, cabezo del
Hornillo, no hubieses sido morada de rey alguno o
siquiera retiro de héroe novelado. Suenas ahuecado, y aún
no he descubierto la entrada a la gran caverna que
imaginé adentrarme, a tocar el columnario de estalactitas
que cuelgan del techo de tu gruta o nadar entre cascadas
interiores. Sólo encontré la boca que te abrieron los
buscadores de minas, y que apenas roza la curvatura de
tu cimbra. Resistes a no mostrar tus entrañas, a que nadie
robe el pétreo tesoro acuoso que escondes.
¡Hornillo, castillo de mi infancia aventurera!, subo por
el callejón del costado de las Eritas, a sentir la misma
quietud y tocar la bravura de siempre. ¿Cuándo reventará
la Alameda y aflorará el gargallón de agua que empantane
44. 44
los caminos y surta de fecundidad a los cerezales? Espero
que el milagro invernal venga -abajo en los Molinos- a
cubrir de verdores los tiernos ramajes de los meloco-
toneros, a iniciar la fructífera música floral, que todas las
primaveras tocan tus enjambres de abejas.
¡Qué orgullo ser el cabezo más calcáreo! Lo cantan el
agua manchada que llega a nuestros patios y el horno de
cal que apenas sostiene en pie su cúpula. ¡Cuántos
sudores derramados entre cocción y cocción, hasta
hacerse la cal piedra! ¡Cal blanca!, pregona el calero por
las calles de Chanza. Y otra vez el resurgir primaveral de
la luz serrana y de la pureza en los musgosos tapiales y en
los verdiales muros de los corrales. ¡Blanco, limpio y
luminoso!, y si sobra algo de la piedra apagada, la altiva
mujer la guardará en la tinaja a que llegue el instante de
la precisa desinfección o a que sirva de algo en el ritual
funerario. ¡Cal del Hornillo mezclada con arena fina y
colorantes!, ¡cal de vida y cal de muerte!
De mayor, he sabido que tú, Hornillo, protegiste a
decenas de hombres fugitivos que vivían de día alrededor
de ti, a la espera de que la madrugada adormeciera los
fusiles, para -entonces- trepar las tapias y dormir
abrazado a la mujer o acallar el llanto del hijo acunado.
Desde tu cresta encumbrada hasta el risco Matasiete no
se extiende una mancha apretada de coscojales, diría que
tu manto de matorral forma una sola sombra, orillada por
perdidos olivares y empinados castañales. Dicen que esos
hombres, que se escondían sin saber bien el porqué,
parapetados tras de ti, aguantaron los tiros que a ciegas
rompían las robustas madroñeras. Si llegase ese día fatal
para mí, subiré de nuevo por tu callejón y rellenaré el
tiempo huidizo en releer la página que describía los
secretos de tu gruta misteriosa.
Septiembre, 2021
45. 45
Santa Bárbara (A Félix Talego)
Truena sobre la vereda que sube al cabezo de Santa
Bárbara, mientras se iluminan centelleantes las riberas
del Chanza. ¿Qué culto puedo ofrecer a la mártir
cristiana? Corono, y me reciben portentosos castaños que
aún no se han desnudado. ¡Oh, un cabezo pagano!,
exclamo al contemplar verdaderos altares de sacrificio
junto a los paredones derrumbados de la ermita medieval
levantada en honor de la santa. ¿Qué escondidas
intenciones llevaron a los mandamases de Cortegana a
una religiosidad tan apartada? Cuesta hallar motivos.
Entre tanto, el espacio sobrecogedor marca frontera
visual entre nuestra Sierra y el Andévalo. Aquí, la
naturaleza exuberante. Allá abajo, mineral que convierte
los diques en enormes estanques llenos de agua agria y
metálica. Casi toco la aldea de El Cincho. Cerrados
permanecen las puertas y los postigos. ¿Qué temerá el par
de vecinos que aún resisten la tentación del abandono?
46. 46
¡No temed a Mangalargas!, que castellanos y portugueses
hace siglos que viven en concordia. Miro los horizontes
caídos: ¿son gigantes que se mueven con lanza en ristre
en el lejano occidente de la Puebla de Guzmán? ¿Es la
mar de Punta Umbría en calma o es una mancha suave
de acuarela?
El cabezo no necesita templo alguno, por sí solo abre el
espíritu más encartonado. ¡Cómo!, ¿otra ermita medieval
a escasos cien metros? Decidme el motivo. ¡Es que
Almonaster también quería ser dueño espiritual del
cabezo! ¿Y a quién honran? A santa Brígida, me contesta
la historia sacra. ¿Y esos monumentales riscos que
parecen colocados por sumos sacerdotes? ¡Amenazan
ruina y temor, pero mantenidos y conservados por el
supremo Hacedor!, vuelve a contestar la historia sacra.
Sí, el cabezo de Santa Bárbara desparrama mil secretos
por sus laderas. Dos pueblos quisieron adueñarse de él. Y
pasó lo que cuentan los anales: llegaron los enfrenta-
mientos, las disputas, las amenazas y los tiros. ¿En qué
otro cabezo serrano imperó una orden real que delimitaba
el uso de la fe? Felipe V acabó con la guerra de cólera y
soberbia entre dos pueblos, y de camino hizo sucumbir
las esencias celta y pagana que sustentaban los encantos
primaverales de encender el fuego ancestral o levantar
cruces florales como bienvenida a la plenitud primaveral.
En el cabezo de Santa Bárbara, las doncellas serranas
ya no rinden tributo a la diosa de la fertilidad ni hay fusión
entre el cuerpo y el espíritu. El fuego solsticial sólo tuesta
castañas en el tradicional escafote. Más abajo de sus
repechos, en Las Veredas, siguen recogiendo la chubar-
ba. Y durante el mes de mayo suenan coplas y fandangos:
“Dicen que el agua divierte, quita pena y da alegrías, me
voy a vivir a una fuente para que esta pena mía se la lleve
la corriente”. Septiembre, 2021
47. 47
Hipérico (A Ester y José Miguel)
Hoy, día de San Juan, en las márgenes del camino real
que sale de Cortegana y lleva a Aroche, han salido unas
florecillas de un amarillo oro que pasan desapercibidas
para los caminantes que no habitan este rincón de la
Sierra. Corto un ramillete y se lo ofrezco a una joven, que
macuto al hombro, anda con la mirada perdida. No
comprende a qué viene esta cortesía. ¡Gracias!, y nada
más. Noto en ella cierta melancolía, que roza la
depresión. “Estas flores de hipérico te ayudarán a luchar
contra tu tristeza”, y enseguida creí notar que sus ojos se
movían con más luminosidad.
“Háblame de tu flor”. El hipérico no tiene amo, es tuya
también, como todo lo asilvestrado. Acaso ¿la tristeza o el
desánimo no pueden golpear sin aviso en cualquier
mente? Si tu alma se siente angustiada, y tú desconoces
el porqué, esta flor te animará a que veas claridades
dentro de la ciénaga que hace resbalar tus pisadas. ¿No
48. 48
ves que su tallo emerge estirado por encima del brezo o
de cualquier matorral, con el deseo de tocar la luz y
alejarse de la oscuridad? Es capaz de vencer a los malos
espíritus, sin necesidad de derrochar contra ellos la furia
de un san Miguel. Dicen -desde la remota antigüedad-
que el sahumerio hecho con sus flores encendidas aleja a
los demonios o los convierte en trigo.
Aún no existe pueblo serrano que haya levantado piedra
votiva en agradecimiento por las bondades medicinales
que poseen estos agujeritos oscuros -pero traslúcidos al
sol- que están llenos de aceite esencial. Caminante, sé tú
Hipócrates que alce la voz para pregonar sus virtudes.
Cuando tus pies griten doloridos, cuando necesites cerrar
las heridas o calmar el dolor de la hinchazón, venera la
flor del hipérico, que merece un altar en cada uno de
nuestros hogares.
¡Sigue adelante!, te esperan decenas de sorpresas que
agrandarán tus decaídos ánimos. Con tus ojos ya
luminosos, descubrirás la belleza y los encantos que están
derramados por las veras del callejón de la Garrapata.
¿Quién volearía las semillas de tal esplendor? ¡Corta una
ramilla de orillera y corónate reina de los caminos! ¡Siente
el amargor del fruto de la murta!, o ¡embriágate con los
elixires que regalan el poleo y el orégano! Y si quieres que
tu cuerpo vuele -como planeta que gira alrededor del
astro rey-, no pierdas la mirada hasta descubrir la
hondonada donde se esconde el alcornoque más asom-
broso de nuestro entorno. Y cuando alcances el barrio alto
de Aroche, sabrás que tanta maravilla te la regaló el
contento tuyo, tras haber besado los pétalos del hipérico.
Septiembre, 2021
49. 49
Fuentevieja (A Mercedes Conde)
Fuentevieja, Fuentevieja,
aguas de la morería,
de qué castillo sacaste
el tesoro que escondías.
Repito tu nombre, y enseguida brota el romance más
tradicional, cantado por anónimo juglar. Se pregunta
Cortegana -en sus leyendas- quién te hizo fuente, si la
Carsana árabe o la Corticata romana. ¿Qué más da?, si el
valle siempre escupió las aguas sobrantes. Bajo desde la
planicie de la iglesia, correnteras repartidas entre Chanza
y Múrtiga. El rótulo de la calle recuerda que he llegado al
Paraíso: casas que suben sus balcones a las alturas, con
el fin de que el vecindario pregunte por quién doblan las
campanas de la torre; una calzada, que perdió su ventana
arcada, dibujada por manos sensibles del linaje morisco,
que eleva los tejados y se retuerce simétrica en la calle; un
50. 50
molino que pronto molerá granos de cultura…, ¡y la
fuente más vieja!
Las primeras claridades del amanecer se arropan entre
la calma que impera en la plazuela y las capas de neblinas
que posan sobre los castañales. El pueblo aún no ha
abierto la compuerta del bullicio matinal. Ni siquiera una
sola sombra vaga por este espacio terrenal. Un triple
enrejado, entre cuatro pilastras, señala que el cielo y la
tierra acaban, que llegan las profundidades.
¿Quién te excavó tan honda?, que casi robas los
verdores al callejón de Cazalla. He venido, Fuentevieja,
a tocar tus dos caños, por los que vomitas los aguajes que
sobran en los corrales. Muy despacio, enumero uno a uno
los diez escalones que llevan hasta tu alma. El ritual de la
bajada contiene cierta espiritualidad. ¿Cuánta reinará
más abajo de ti, en el abismo? Cada vez, más calma; más
cerca del sonar monótono que produce el agua caída
sobre el pilón. ¡Qué exquisita sencillez! ¿Para qué el
ventanuco tapiado?, ¿para qué el mechinal abierto en tus
muros? Sentado frente al recoveco por donde te
desahogas, creo haberme encontrado tras haberse deteni-
do mi tiempo. ¿Atrapado en una cárcel o libre en la
pampa infinita? No sé. Contagiado de la melodía musical
que interpretan los dos chorros, acaricio mi cuerpo con la
necesidad de cerciorarme de si soy yo el trovador serrano.
Recito tu romance, fuente vieja, fuente fría, fuente oculta;
y agradecido, te digo que me has transformado en agua,
en fuente, que ahora sí soy yo. Y mientras tanto,
Cortegana sigue adormecida. ¡Corre la voz entre tus
hermanas de la Caja, del Prado, de Chanza, del
Altozano…! ¡Despertadla ya, que lleva demasiado tiempo
amodorrada!
Septiembre, 2021
51. 51
Flor loca (A Carmen y Antonio)
¡No palidezcas porque te llamen loca!, ¡no pierdas el
intenso color!, ¿acaso no tiene el olivar de Cazalla su ama
loca? ¿No alucinaba el caballero de la Mancha? Loco por
ti, mejor que loco patrio o lobo solitario. Ambos enca-
jamos en nuestro entorno. No somos monstruos ni
sentimos culpa de desaguisado alguno. Y si algún día
caigo en cualquier bajeza humana, te imploraré que roce
el amor y la comprensión. Contéstales a tus detractores
que tú solamente enloqueces de colorido las umbrías de
los castañales; que no acrecientas las sombras que callan
bajo el tupido ramaje, sino que las revistes de un color
rosa chicle enamoradizo; que tu tallo trepa hacia la luz
entre los helechos, sabedor de que los pétalos se apreta-
rán simétricos, con el fin de ofrecerles a los castañeros un
suelo aterciopelado con que engalanar su morada rural.
¿Qué cuerdo es capaz de producir un cambio tan inespe-
rado y mágico en sí mismo? Tú, flor loca, acrecientas la
52. 52
hermosura, tras destapar el bote que contiene un perfume
embriagador sin igual. No lo guardes para ti, espárcelo
por los aires de los alcornocales, quiero que compartas tu
locura no sólo conmigo. Iré delante de ti, como ángel
anunciador, y acallaré las voces corales que gritan
temerosas ¡No la toques, no la toques, es la flor que
atonta!
Sentiré tus hechizos, cuando el bosque serrano esté
colmado de una fragancia tan salvaje y sutil. ¿No se
acercan a olerte las caballerizas con su hociquillo pegado
a ti? ¿Y qué sentirá mi burrillo? Si produces enajenación,
¡bendita sea! ¡Que te llamen flor del loco amor, de la
felicidad y de la belleza! Por ti, seré dichoso en la
abundancia y la buena suerte. Si eres capaz de convertir-
me en flor, sentiré la metamorfosis como el don con que
me agracia un dios hasta ahora desconocido por mí.
Entonces, con mi cuerpo embadurnado en pétalos y vino,
conseguiré ahuyentar los malos espíritus que vaguen a mi
alrededor.
No estoy triste, señal de que nada me sorbió el seso ni
ando confundido por esos mundos lejanos, aireando que
las musas traen la creación poética del buen gusto.
Quizás, en ti, flor loca de mis umbríos castañales, esté el
acicate más deseado para atenuar el sufrimiento y liberar
mi mente en los instantes en que me sienta encadenado.
Esta mañana, en el mercadillo de las flores, pregonaban
mercadería. Sobresalía la llamada de una joven que enal-
tecía las cualidades de las peonías: blanca para el enamo-
rado tímido, roja para la prosperidad, azul para la leal-
tad… El próximo viernes repartiré un manojillo de flores
locas, con el deseo de que inunden el mercado de sana
locura.
Septiembre, 2021
53. 53
Túnel (A Adelina y Augusto)
Desconozco cuáles son las razones que me arrastran a
deambular tan cercano a la vía. Ningún familiar o amigo
tiene anunciada la llegada; y, sin embargo, respiro golpes
de nerviosismo e impaciencia. Nadie me acompaña, sólo
están presentes dos filas de farolas, tres altas moreras, el
reloj París de la estación, la sombra fantasmal del guarda-
gujas y mi arrítmica agonía delante del túnel. Durante el
juego callado que entablan la vida y la muerte, hablo
conmigo mismo; sin que este diáfano diálogo suponga
que mañana estaré con Dios. Ni me siento profeta ni,
mucho menos, un poeta de versos trascendentes.
Cruzo los fríos railes y salto en busca del chabuco que
está soterrado en medio de una fría trinchera de los
últimos promontorios del cabezo San Cristóbal. Cuenco
mis frías manos y bebo del agua más fría que jamás bebí.
Mi cuerpo se enfría aún más. ¡Cuánto frío en la fría
mañana! ¿Por qué tanta fría reiteración? No sé, frío, frío,
le digo al niño que ya no está y que trata de averiguar el
enigma de la fría adivinanza. En cambio, sí he iniciado la
54. 54
búsqueda del jovenzuelo que se asomaba por la ventanilla
y que se sentaba -frente a la cosaria- con la mirada
ennegrecida de carbón. Ahora, huyo incluso de mi propio
nombre, mientras espero subir a un tren sin destino
conocido, y no bajarme en ninguna de las estaciones. ¿Y
a quién culpar de mis últimas pretensiones? No encuen-
tro contestación literaria, ni soy Sábato ni Cortázar.
El maquinista ni siquiera ha silbado al entrar en el túnel
que contiene casi mil cuatrocientos metros de espesa
oscuridad. ¿Qué más da?, si no airea ventanal alguno. En
los cristales, las paredes corren hacia atrás, como si
huyesen despavoridas. ¡Qué agujeros tan terribles perfo-
ran la tierra y mi mente! Deshacer la montaña para hacer
el trayecto más lineal. O tejer y destejer. Vena profunda
de piedra y cemento, con chorreones de sangre salpicada
a golpes de pico y pala. Oigo bajo el subsuelo el hormi-
gueo constante y rutinario de los insectos -grano a grano-
al cumplir con la voz obligada del capataz. Y la claridad
no llega. ¡Cuántas patadas tuve que dar hasta que, por fin,
rompí la placenta! ¡Gritos y luz cegadora!, como ahora.
¡Qué difícil resulta conciliar los silencios dentro de un
túnel! ¡Con qué facilidad atempera las tensiones! ¿Y qué
estará ocurriendo en la fuente de los Acebuches? Silbidos
prolongados y luminosos descubren la hondonada de las
Veredas. ¡Sí, ahí está el niño que buscaba! Porta su
banderola pirata, levanta una de sus manos mientras salta
jubiloso. Luces de sierra incendian la mañana en los
pizarrales que se clavan -como cuchillos despuntados- en
las laderas del puente. Doy la espalda al túnel que
acechaba, y me bajo del tren en el florido apeadero de Gil
Márquez.
Octubre, 2021
55. 55
Alfarero (A Beli y Andrés)
A vosotros, tinaja voluminosa, elegante chocolatera,
dama acantarada de brazos a la cintura, lebrillo matan-
cero, grácil plato vidriado y mil cacharros más, os
sustenta el barro -apenas rojizo- de la fuente de la Gila.
Pies descalzos -de los Pulgita, de Elías, de los Morito o
del joven Farolero- contra el suelo, amasar y amasar hasta
sacar empellas.
Bajo la calle Peñas y aún recuerdo el trasiego de
arrieros, con sus burros cargados de grandes terrones, por
Fuentevieja, la alfarera, donde se iniciaba el largo proceso
de la creación. Esta vez no soplará un dios sino un ser
humano, que cuidadosamente empieza a retirar las
piedrecillas adheridas. Barro humedecido, limpio, que
espera los mimos de unas diestras manos que le darán
nueva vida. Es el alfar el cielo del creador, rodeado de un
torno, la cabezuela, la tarima… Alfareros de Cortegana
hechos a base de amor familiar u obligados por el
hambre. Versos de barro a los que ellos dan mil formas de
estrofas. No existen dos palabras iguales, cada composi-
56. 56
ción es fruto del instante que disfruta el artista. En cada
pieza de la vajilla hay restos de una diversidad de emo-
ciones.
En el barro de la fuente de la Gila se concentra parte de
la historia de la Sierra. Si algo peculiar nos resalta a los
serranos es nuestro espíritu acogedor. La Gila serrana -
antes de traspasar mares y continentes- se hace minera y
andevaleña: verde de Riotinto, marrón y negro de
Calañas, blanco de Santelmo y azul cobalto venido desde
las afueras. Colores de las entrañas profundas de las
minas, mezclados con la luz superficial, mucha luz, de
nuestros encinares, alcornocales y castañales. Tinajas de
Cortegana, que contuvieron -en tiempos de Colón- las
chacinas y el tocino que iban hasta las Américas. Barro
de la Gila, receptor de múltiples ecos, que llegó a alcanzar
la voz de la universalidad.
No son nuestros alfareros serranos unos mojigatos,
unos disimuladores; a pesar de que la técnica del vidriado
basto y grosero se llame “mogate”. Sí son artistas
improvisadores, que derraman a su antojo el color con
una cuchara de cazoleta cortada. Antes de lograr la plena
luminosidad, las piezas sufrirán un primer cocido, el
sococho. ¡Cuánto arabismo encierran los alfares de
Fuentevieja! ¡Cuánta lírica derramada cucharada a
cucharada!
Con la parsimonia de cualquier acto litúrgico, chorrea
el líquido sobre un goterón blanco, centrado en medio del
plato emplomado. Gira y gira con movimientos interiores,
tal como si fuese el planeta Tierra rotando sobre sí, y
aparece la estela difusa que colma de belleza al barro de
la fuente de la Gila. Mil grados avisan de que -con la
segunda cocción- ha llegado el séptimo día, el instante
sublime de mostrar al mundo la maravillosa creación.
Octubre, 2021
57. 57
Fuente de Chanza (A María de los Ángeles y Pepe)
Miro Chanza, nacer
el agua más antigua
cuando la tarde ostenta
su amatista en la piedra.
Y quedó en mi desvelo
sellado como un símbolo
un rumor lacerante
que me envuelve en su encanto.
(Pueblo. Francisco Carrasco)
Haber mirado Chanza, durante la niñez, derivará a que
el espacio humanizado se grabe en nosotros como un
símbolo encantador, que nos cobijará desde la infancia
hasta el final: plazuela, pilar, abrevadero, lavaderos y
pilón. Luego, paisaje, rumores, literatura, historia,
dibujantes, pintores, pueblo… Mármol esculpido en
fuente de vida: ancha, simétrica y apoyada en dos
hombreras. La fuente no coincide con la idea de Machado
58. 58
sobre qué es la poesía; ella sí que exhala dureza y
eternidad, música y pintura. ¡Si el poeta andaluz hubiese
paseado por las orillas del río Chanza!, ¡cuánta palabra
retocada en el tiempo!
¿De dónde surge tu tonada de agua, que apenas cabe
tanta sonoridad por entre tus dos caños? Desaparece el
cantar; y enseguida, el pilar se transforma en albercón,
presa, acequia, noria, madre o regaera. ¡Sublime magia
regalada por el sensible pueblo árabe! ¡Agua de reparto
en los huertos sin fronteras!
Chanza no sólo refleja amatista al atardecer, se arropa
con los destellos de otros minerales desde los albores del
amanecer. Incluso emite luz durante los días invernales
en que las nubes llegan plomizas hasta la plazuela desde
la mar. Tanta claridad no ciega la vida rural que pasa ante
ella. Con serenidad, da los buenos días o las buenas
tardes a hortelanos, arrieros, cabreros, descorchadores,
taladores, colmeneros, labriegas, apañadoras y anda-
riegos soñadores. Y cuando cesa el trasiego de hombres,
mujeres y ganado, la fuente observa de reojo a las
madrugadoras lavanderas que estrujan la colada en los
contiguos lavaderos. Apenas oirá el escondido cuchicheo
de vecinas y comadres a golpes de agua y jabón ¡Cuántas
historias de amoríos contadas junto a ti o vividas debajo
de las aledañas higueras de los huertos!
No es agua fina la que rebosa de tu pilar, nace para
espesar el valle con frutos y verdores. Bajarán las espumas
como caricias de la luna, y te despedirán el martilleo del
aperador sobre el yunque, el liso tapón de corcho recién
creado, los golpes suspirados, las nostalgias, los huertos,
las vegas, los sudores…; y tú, fuente de Chanza, dirás
adiós a tus aguas en esta primera arrancada hasta crecer
como barranquillo. Luego, te llamarán río niño. Besarás
sierras, el Alentejo y el Andévalo, hasta convertirte en
inmenso, salado, atlántico y universal.
Octubre, 2021
59. 59
Romana (A Pepe López)
¿Quiénes tocaban, martillo en mano, la acerosa melo-
día, mientras forjaban los desiguales brazos, los ganchos,
el garabato, el fiel sobre un punto de apoyo o el pilón
suelto -tipo Cortegana-, para que colgara del mayor de
sus miembros? Sólo necesitabais vuestras manos, las
limas y los pulidores. Músicos del hierro y del acero que
trazabais la escala del peso, allá en la Peñalta, en las
Eritas o en la Fuentevieja, ¿dónde se hallan ahora
vuestras fraguas? ¿En un lugar tan aislado como el taller
de Vulcano? Decidme, Rodríguez, Quiñaque, Odón,
Currita, Carvajal, Ligueri y Luis Celestino. Quiero
escuchar los ecos del martillo de bola al golpear el acero
sobre el yunque; pero sólo llega hasta mí el insistente
repiqueteo, cuando López y Roldán anuncian el obligado
descanso del martillo golpeador. Entre tanda y tanda de
la magia torera, el romanero da el golpe de adorno. Antes
del pase de desplante, el hierro caliente habrá sonado tan
grave como acompaña en la plaza de toros el trombón de
la banda. Luego, el acero dará sobre el acero frío; y se
escapará un corto soniquete agudo. Aires de metal y luces
60. 60
de carbón, chisporroteo del brezo rojo avivado por el
fuelle. Sigue la melodía, sin improvisación, cuando las
manos artífices de López toma la pieza hecha fuego y la
templa en el agua. ¡Despacio, con cuidado!, avisa al
aprendiz, antes de que vierta el plomo fundido en el
interior del pilón de calabaza.
Romana, balanza de la justicia, de la fidelidad, ¡igual
masa en el alto castillo que en los prados medios de
Cortegana! Habla el fiel, fabricado por los López o por los
Roldán, ¡fiel ejecutor, fiel medidor, guarda de la fe,
constante en sus afectos, acatador de las normas
interiorizadas, memoria fiel de la historia serrana! Y
responde la romana del diablo, al decirse que -en las
calles y en los casinos- ya no hay escrúpulos. Romanear o
equilibrar nuestro pensamiento. Lenguaje, palabras, que
nos regala, en forma de versos, el maestro romanero -
como si se tratase de un poeta del pueblo-, que nos
descubre los escondidos caminos donde encontremos el
reequilibrio en nuestras acciones y demos sentido al
mundo desquiciado que nos amenaza.
¡Cuántas arrobas y cuántos quintales pesados con
romana de Cortegana! No nos quedemos anclados en la
nostalgia. Se vacían las aldeas, se vacían los pueblos, se
vacía nuestra Sierra. ¿A qué esperamos, serranos? ¿A que
venga el lúcido vividor público a niquelar o empavonar el
hierro sacado de nuestras minas? Aún está encendido el
rescoldo de la frenería, evitemos que se apague del todo.
Dicen que la Formación Profesional es un prometedor
campo de estudio y formación. Cortegana cuenta con
excelentes maestros romaneros y freneros. Sólo faltan
compromiso y acción.
Octubre, 2021
61. 61
Atalaya (A Sergio Lobo García)
Siempre con tus ojos desparramados, cabezo avisador
de las zozobras que amenazan a los serranos que luchan
sin tregua contra el hambre, la corrupción y la miseria.
Por entonces, tu cresta y laderas no eran parte del paisaje
humanizado que conforman las aguas del Chanza, las
chozas de Bejarano, el naranjal del barranco Umbrizo o
la planicie de la Contienda. Desde las calles de Aroche o
desde la alta Cortegana, te miraban como el difícil escollo
a salvar, antes de alcanzar la raya maldita de la frontera.
Recelosos, siempre desconfiados, de lejos y de reojo,
sabedores de que en ti se ocultaban gentes -llamadas
civiles y carabineros- que perseguían la palabra
“contrabando”. ¿Qué es la Raya sino una invención?
¿Qué son los marcos fronterizos sino piedras clavadas
caprichosamente? No se conformaban con que fueras la
atalaya controladora de los pasos cautelosos de decenas
de hombres descamisados, que se movían libremente por
entre los matracales de un mundo de sierras.
¡Atalaya de día, pero también durante la noche inde-
pendiente y vagabunda!, a tus pies -en el marco 1006- el
62. 62
poder desfiguró los montes y las hondonadas, y levantó
los paredones de un cuartelillo, con intención de contener
el poder desafiante que rezuma la necesidad de sobre-
vivir.
¡Qué difícil resulta memorizar el campo desnaturali-
zado! El matorral se llena de hombres clandestinos, que
hablan de una forma indescifrable; y frente a ellos, fusiles
que maniatan con esposas de acero. Una minúscula
sociedad de gentes orgullosas de la honestidad, conver-
tidos en vigilantes de las amenazadoras sombras, que les
esperan -traicioneras- entremezcladas con la cortina
ceniza de la niebla. ¿Y dónde se halla el lomero que me
devuelva a casa? Resuenan las detonaciones y las lascas
de pizarra arrancadas por las balas. Ni medallas ni rezos
los protegen, sólo el tumbaviso de la fuente de las
Berrazas o el pizarral de Piedras Altas parapetan a
quienes estaban al margen de la ley.
A pesar de tiros y miedos, el mal del hambre se extiende
cercano a tus laderas. Mientras tanto, en las cantinas que
tú vigilas, llegan los pactos entre caballeros: ¿A cuánto
está hoy la mochila de café torrefactado? ¡Cantinero, por
Dios, déjamela fiada! Y de nuevo, lanzarse hacia la noche,
la diosa protectora que se traga todos los temores.
Cercano, el valle de Aroche. Fumar furtivamente, acom-
pañado del silencio religioso de la madrugada.
¡Adiós, atalaya!, ahí te quedas con tu mirada huronera
perdida hacia el barranco de Valdesotella. Mañana,
cuando el castillo que motea allá en el naciente alumbre
tenue tus jarales, sabrás -si el ventorrillo de levante aún
no ha borrado mis pisadas- que esta vez bajé por un
nuevo camino que iban abriendo mis atropelladas
zancadas. Octubre, 2021
63. 63
Juncal (A Ana y Martín)
Crecí a la par que se alargaban los troncos de las
moreras del prado medio, hasta que -tirón a tirón-
conseguían esquivar las piedras que lanzaba contra los
racimos de las dulces moras. Estiraba mi cuerpecillo, en
vano intento de alcanzar las cigüeñas que anidaban en la
pingorota de la estilizada chimenea, que había servido de
liberadora de humos a la fábrica de jabón, y que llenaba
de hermosura y sonidos pajariles las bajuras del pueblo.
Como marrano que se revuelca en el barro pegajoso de
una baña, adentraba mis piernecillas en el cenagal de la
vieja albuhera. Y saciaba, en el pilar, las ansias de atrapar
las escurridizas ranas, que croaban y se escondían entre
las aguas verdes y limosas. A cambio de tanta loca
travesura infantil, la piel de mis manos vacías quedaba
marcadas por la boca ventosa de las repelentes sangui-
juelas.
Hoy, las moreras, la chimenea, la albuhera y el pilar de
los prados medios son parte de la historia destructiva de
64. 64
mi pueblo. Sin embargo, el juncal de los prados bajos
sigue recordándome que fui un bello niño, que aprendía
de ti, junco flexible y eterno. No hay palma que se te
iguale a lo largo del valle fluvial. Siempre desafiante y
victorioso ante la barbarie. Inclinas tu cabeza con gesto
de humildad; y el vendaval de levante sólo es capaz de
arrancarte al hermano que haya secado el largo estío. Los
demás miembros de la comunidad ni se inmutan ni
padecen tras el prolongado secano. ¿A quién no le
gustaría ser como tú, junco dúctil e imperecedero? A tu
lado, respiro una extraña paz que nunca me quiebra.
Despierto, a veces, tejiendo estelas infantiles en el
juncal, y el hombre de campo que pasa junto a mí mira
las flechas sin muerte, retorcidas, que yo trenzaba con un
manojillo de hilos vegetales. Balcones y portales
floreados ante el paso de la procesión; y tú, convertido en
verde alfombra por donde pisa la multitud. ¡Suelos
enjuncados que olían a incienso y fervor! Y después, uno
a uno, cuidadosamente trenzados, os transformaba en
desafiante fusta de municipal.
Dicen los anales del lugar que, cada año, subastaban el
bosquejo del prado bajo, con la avariciosa pretensión de
convertirte, junco inmortal, en asentadero de sillón. Corte
tras corte, iban despoblando el juncal; y las libélulas se
quedaban sin posadero en el humedal. He leído que el
infinito del pensamiento humano cabe dentro de ti. ¿Por
qué, entonces, no te hicieron hojilla de libro, para que
continuaras engrandeciendo nuestra vida rural, y tú
siguieras siendo aún más inmortal? En ti, junco que te
doblas y que siempre permaneces en pie, hay luz, mucha
luz que leer. En aquel juncal perdido, mi voz de niño se
inclina y tiembla entre penumbras en busca del don tuyo
de la gratitud.
Octubre, 2021
65. 65
Molinos (A Quique Lobo Rubio)
El cabezo Hornillo desparrama su majestuosa braveza
hasta contagiar de ardor a los caminos encallejonados
que le circundan. Caminante, no importa cuál escojas.
Por la Alameda, el Reventón o Carabaña, no necesitarás
el verso del poeta: ¿A dónde el camino irá? Siempre te
esperarán los parajes húmedos de los Molinos. Antes de
deslizarse hasta tocar el valle, Hornillo enseña desafiante
la cresta caliza y los intensos colores de sus laderas. Salgo
desde Carabaña, topo con vaguadas encadenadas entre
sí, que contrastan con el alto San Cristóbal que, altivo,
sirve de fondo paisajístico. Aguas de Fuentevieja, Cazalla
y Pipero pasan por debajo del puente. Un hermoso
castañar da la bienvenida, mientras Cortegana -rendida a
los pies de su castillo- se esconde, y sólo deja asomar
algunos tejadillos y la torre del homenaje. No sé a quién
agradecer tanta mezcolanza vegetal: álamos, quejigos,
alcornoques, madroñeras, castaños, orilleras, zarza-
parrillas trepadoras…, espesuras y más espesuras. No
hay cielo que me cubra, sólo sombras alargadas sobre la
alameda.
66. 66
¿A dónde han corrido a ocultarse las aguas de la fuente
de los berros? Imploro la lluvia que calme la sed de los
gigantescos chopos y que aflore la frescura que necesita
un singular quejigo. El Hornillo gigantón juega a
esconderse de mí, y reaparece a su antojo. “¡Aquí estoy!
¡No intentes adentrarte!”. ¡Cuánto perfume me envuelve!
¡Pobre de mí!, sólo descubro las esencias de la menta y
del orégano. ¿Y los demás olores? Un parral casi salvaje
ofrece un racimo de uva diminuta y malva. El barranco se
contagia del Hornillo, y se hace impenetrable. La hiedra
asfixia los álamos y se vuelve paisaje también. Clarea el
campo, y el sol enciende de más luz al camino.
Enseguida, otra vez, las señales de que cuesta demasiado
trabajo humanizar las profundidades. Vencen, de nuevo,
las sombras y las espesuras. Aparecen casitas pegadas al
camino, tejadillos que casi tocan las aguas que van
encharcando el paisaje. Cruzo de orilla a orilla entre un
laberinto de trochas y caminillos marcados por meloco-
toneros y juncias. Hornillo se precipita, hasta tocar la
hondura del cauce. Y, entonces, topo con mi infancia.
¡Sigues igual de chiquito, charco de los dos postes, y a mí
qué profundo y temible me parecías! ¡Cuántas veces
asomé mi cabecilla por el mechinal del molino! ¡Soledad
infinita entre chorreros que daban harina y vida! Resiste
el mismo suelo empedrado, ¿y en dónde existe más
silencio?
¡Chopos vencidos por el tiempo! Sin sabia, os resignáis
a perder las setas petrificadas que os llenaban de vida. ¿A
dónde voy tan de prisa? He llegado a la antigua posada
de arrieros, que -al igual que ayer- ofrece cobijo, viandas
y paisaje a los viajeros. Subido en los paredones que
esconden helechillos y florecillas oxidadas, despido a los
romeros que peregrinan callejón abajo hacia la ermita de
las Virtudes. Y otra vez, los caminos de los molinos
hablan de la historia serrana. Octubre, 2021.
67. 67
Gaitana (A Manuel Borrallo Puerto)
Quizás, la palabra de uso más restringido, en los case-
ríos, aldeas y pueblos de nuestra Sierra, sea “gaitana”.
¿Cuál será su origen etimológico? Busco en el diccionario
de la R.A.E., no consta. Sí hay referencias, en estudios
históricos, de que Gaitana fue una heroína indígena del
siglo XVI, allá en los Andes colombianos. Una mujer que
luchó contra los conquistadores españoles; y que pasó a
la historia colombina como protagonista del acto cruel de
haberle sacado -con la punta de una de sus flechas- los
ojos a un jefe hispano que había invadido su territorio.
Nada tiene que ver la heroína andina con la culebrilla
parduzca que habita -cada vez es más escasa- en las
riveras y barrancos serranos. Posiblemente, el nombre
popular del ofidio proceda de que siempre se desplaza
por la capa superior de las aguas con su cabeza erguida.
Relaciono cabeza y gaita. Finalmente, ana y río.
Durante mi infancia, solía bañarme en las albercas
cercanas al pueblo. Recuerdo la umbría de la Matea, la
ferrosa del Cañamar, la cienosa de Navazo, Huertos,
Gapos, Rivas…, y un sinfín de chabucos y charcos de
68. 68
agua cenagosa y casi helada. A parte de mis amiguetes,
me acompañaban mis miedos. Nuestro baño era clandes-
tino, sin permiso de los dueños ni de nuestros padres.
Nos empelotábamos en un santiamén y atábamos
nuestra ropilla con el cinturón, por si barruntábamos las
pedradas del cruel amo, salir mergando de sus
propiedades con el atalaje a las espaldas. Otro miedo
acumulado nos avisaba de no ponernos nunca de pie en
la alberca de Rivas, pues el buen hombre -en sentido
metafórico- había clavado centenares de puntillas en las
losetas del suelo. Miedo a cortes de digestión y a que nos
diera un zamacuco, a causa de los tiritones provocados
por la frialdad de unas aguas que casi nunca eran
transparentes. Miedo a tirarme de pinconeo desde los
altísimos riscales del charco Late, y más intenso aún a la
tenebrosa negrura que reflejaban las profundidades del
charco Hacha.
Zambullido en las aguas oscuras, y oír el grito de ¡una
gaitana! provocaba casi la paralización de mis torpes
brazadas. Hoy, verla deslizarse por la superficie del agua
con tanta esbeltez resulta una estampa maravillosa, plena
de ritmos y armonía. Apenas se perciben las contraccio-
nes de un cuerpecillo ondulante, que pasea una cabecilla
airosa y paralizante. Si de niño hubiese sabido de las
crueles historias de la indígena, diría que era la osada
Gaitana andina -metamorfoseada en culebrilla- quien
atrapaba los renacuajos y pececillos; y los mostraba, en
actitud victoriosa e intimidatoria, a un ejército de zagales
conquistadores, que habían usurpado sus espacios y sus
soledades.
Octubre, 2021
69. 69
Personajes (A Ana Mari y Manolo)
Corrían primaveras en que los cernícalos de la torre
detenían el tiempo de cebar a sus polluelos, y permane-
cían estáticos entre los templados aires del paseo y de la
plaza, a la espera de cortar el vuelo a cualquier intruso
pajarillo que invadiese el espacio por donde sobre-
volaban. El majestuoso reposo en las alturas contagiaba
de quietud la vida pueblerina que se hallaba debajo de
ellos. Y yo, atento a que pararan de cernirse y buscaran el
merecido descanso dentro de los mechinales abiertos en
las paredes de la torre, con la infantil intención de
encandilar la cría con un trozo de espejo y verla
desplomarse desde los pináculos del campanario.
A mi lado, pasaban seres que, entonces, se me hacían
extraños, tal como si se tratasen de personajes encan-
tados, sacados de algunos de los relatos que empezaba a
leer. Desconocía quiénes les habían regalado los sobre-
nombres, y nunca les preguntaba si estaban orgullosos de
70. 70
sus rarezas. Quizás, fueran -malvada e intencionada-
mente- tildados con los nombres del fruto de la encina,
de pájaro perdiz, de saltamontes gañafote, de unificador
de Italia, de tocino hecho manteca, de ave carroñera…
Ahí estaban decenas de estos hombres, que no habían
sido ni alcalde ni nada, sino adultos que bailaban la boina
al compás de sus incontrolados nervios, o que arrastraban
un carrillo con ruedas radiadas de hierro o que mostraban
las consecuencias del heroico acto de haber intentado
calzar un camión con uno de sus pies. Y ni siquiera eran
reconocidos como mutilados de guerra, mientras roda-
ban barriles de vino Carrizo, bebían vinagre o respondían
con el lanzamiento de pedruscos a los zagales que
jugaban a la mofa.
A algunos de aquellos extraños seres los recuerdo con
nostalgia. Sin reloj y sin comprender los movimientos de
las agujas, el hombrecillo que se encogía bajo su gorrilla
y que tendía una de sus manos me decía con exactitud si
ya era hora de volver a casa. Otras veces, le preguntaba
sin venir a qué “¿Qué hora es, Manolito?”. Y él complacía
mi capricho con la misma dulzura de un hombre de bien.
Aún no he descifrado los misterios de aquel ser de mirada
bobalicona y perdida, que babeaba unos sonidos indes-
criptibles alrededor de cualquier bombilla encendida.
¿De dónde procedería su atracción hacia la luz artificial?
¿En qué libro de ciencia se explica que una bombilla
fundida puede calmar tanta tristeza?
Ya no encuentro esa candidez en las calles del pueblo.
No obstante, cruzo entre hombres y mujeres que viven
una odiosa orfandad, compartida calladamente con un
cigarrillo medio apagado y un caminar huidizo de manos
atadas a las espaldas. Nadie sabe adónde van, y ningún
niño se acerca a preguntar qué motivos les arrastraron
hasta topar con el muro de la soledad. Octubre, 2021
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Contienda (A mi padre, in memoriam)
Perderse en la gran planicie de la Contienda resulta
excitante. Me olvido de que unos mojones, artificiosa-
mente clavados, traten de intimidar mis pasos, que
marquen una ilusoria línea fronteriza entre España y
Portugal. Igualmente, repudio las alambradas que
separan los municipios de Encinasola, Aroche y Moura.
No existen tres Contiendas, hay una maraña de caminos
para ser recorridos por cualquier ciudadano del mundo.
¿De quién es la senda que atraviesa el arroyo Gamos por
Charco Redondo y lleva a Barrancos? ¿A quién pertene-
cen los del Toril de la Mecha, Topal Alto o el sendero del
arroyo Persegueiro?
Caminante, sí hay caminos sin tapiales en la Contienda.
No los trazaron reyes ni gobernadores. Se abrieron con
los andares libres del hambre; por ello, huyen de las
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cumbres, en su afán de burlar la silueta de las torres
almenadas del castillo que se dibuja al naciente. ¿Quién
señaló, en el Rodeo del Toro, los atajos del Mallón del
Borneco que le llevara rápido hasta su Aroche? ¡Qué
manía la del rey Sabio de ordenar la frontera entre Chanza
y Murtigón! Acaso ¿no llaman de Arouche a la hermosa
fuente que inicia el camino de Valle Centeno, en la tierra
humilde y soñadora de Santo Aleixo? ¿No nombran de
Cortegana a una de las fuentes fronterizas?
Contienda de carabineros y cafeteros, sembrada de
cantinas y cuartelillos, de sierras delimitadora y llanura a
los pies, ¡siempre llanura perdida! Planicie de barbechos
y sementeras, de historias y contra historias, de torres
centinelas que sucumbieron quemadas, de cuadrillas de
gañanes en tierras sin amo.
Caminante, ¿no oyes, por el valle de Fogarín, las
cabalgaduras de Mangalargas? ¿Cómo no iba a tener la
Contienda un personaje histórico? Conoce bien los
caminos, y ve en la noche mejor que el diablo. Negro
rostro aceitunado con camisa sin remangar. Terciada en
banderola, una pistola; y en el costado izquierdo de su
caballo envaina una espada cortadeira. Al contrario de la
Mancha, nada hubo de novelesco allí: “Em voo de
infancia me subo num pegaso que um dia me dará as
honras como conde de estas Contendas”.
Contiendas de ocultos bandoleros, trasiego de manadas
de ganado que servían como botín de guerra. ¡Tiros en
Paijuanes y voces de muerte en Charco Redondo! ¡Y no
fueron versos de poeta! ¡Cuánto dramatismo sufrió allí
Rafael, el Tieso! Esa vez, la muerte se equivocaba, topó
contra guardias civiles de frontera. Tanta ansiedad obliga
a que busque la fuente de las berrazas, sacie mi angustia
y espere a que una cuadrilla de mochileros me devuelva a
casa. Octubre, 2021
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Montepuerto (A Miguel Mojarro)
Atrás quedó un rosario de aldeas y caseríos: La Pica,
Puerto Lucía, La Corte, Los Bravos, Los Andreses, El
Oviejo, Las Cefiñas, Montebalón... Cuatro olivos, un par
de granados y no más de tres higueras preceden a una
concatenación de tejadillos que, desde la casa del
general, no dejan ver el entresuelo de la calle de
Montepuerto. Carmela se hace puesta de sol, mientras se
entretiene contando los coches que, en la lejanía, pasan
por la carretera nacional. ¡Cuán profundas se divisan las
bajuras del Chanza! Un único sol y una mujer resuelta,
como todas las tardes. Soy un intruso en medio de la
conversación callada que ambos mantienen. Su casa
corona la aldea. Se siente orgullosa de que la llamen “la
casa del general”. En ella se concentra la historia de la
solidaridad aldeana. Desde el umbral, partieron Claudio
con su asno y dos portugueses que buscaban -no
sabemos por qué- el lejano poniente. Luego, historia y
leyenda fabulada se confunden. Quedaron en la memoria
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colectiva la ayuda desinteresada de la patria chica y la
grandeza de la casa natal del héroe.
¿Para qué necesita Carmela un parque o un corral, si
tiene ante sí a la misma Naturaleza sin tapiales? Si deja
caer la mirada, ve cuatro chimeneas y el tejado prolon-
gado que cubre su aldea. Habla y habla, con nostalgia, de
tiempos en que hasta las cuadras de Montepuerto estaban
habitadas. No tuvo oportunidad de aprender a leer; pero
diariamente rastrea en los entresijos escondidos del sol,
del valle, del silencio, del naranjo y del albaricoquero. Su
pensamiento es ordenado, goza de una sensibilidad
natural cuando resalta las cualidades del orden, el trabajo
y la fe. Mientras afloran los sedimentos de la cultura rural,
el sol mortecino va adentrándose cada vez más en los
campos alentejanos.
Montepuerto es una calle o viceversa. Una corredera de
treinta y cuatro casas y media docena de vecinos. Una
callejuela que se prolonga a través de un paisaje saturado
de cientos de cimbras, sin apenas vislumbrarse el final. El
caminante se detiene ante una paz engrandecida, un
espacio lineal con ventanucos sin rejas, portales iniciados
en arco y puertas con gateras. Gatos, más gatos que
vecinos. Piedras lajosas encendidas con la cal blanca
apagada, zócalos verdes y grises, paredes enjardinadas
con vivos arbustos, argollas sin burros atados… Se asoma
Ofelia, o Virginia, o María Antonia, o Paula. Y se ha
asomado casi todo el vecindario. El sol incendia ya el
Alentejo e irradia rojez en el aire, en la calma y en la
infinita profundidad. Naciente de luna creciente y
poniente de sol ya caído. Plata y amatista. Queda la luna
alcahueta. Cortegana y Aroche se esconden. Pronto, se
apagarán el valle y la lontananza. Carmela cerrará,
entonces, la puerta de la casa del general y no sabemos
qué hoja del libro de su vida releerá. Octubre, 2021
75. 75
Fresneda (A Antonio Terreros, in memoriam)
Quizás sea la rivera de la Fresneda el paraje -entre
serrano y andevaleño- que encierre en sus entrañas más
posos de crueldad y dramatismo. Bajan sus aguas,
ocultas entre malezas y pinares, desde la cumbre de
Mojonato a juntarse con la rivera de la Panera. Serpentea
por Sierra Pelada, a la que dota de un tenue verdor, que
contrarresta la eterna sequedad que ocasionaron los
humos de las teleras. El cielo, en cambio, está tapado por
una colonia de buitres negros que sobrevuelan los
collados de El Mustio.
Mi entrañable amigo Antonio Martín Terreros me ha
pedido que le acompañe hasta la Fresneda. Atrás
quedaron las aguas agrias de un barranquillo, la mina
abandonada de Santelmo y las ruinas del poblado minero
de El Carpio, ambos del municipio de Cortegana. ¡Pepe,
párate ahí!, me ruega el amigo. Sólo veo majanos, un
cuerpo tensionado y dos ojos lagrimosos. En actitud casi
religiosa, guarda un silencio profundo y contagioso. No
sé con quiénes está hablando. Con las manos extendidas
76. 76
recompone el alzado del cortijillo en que su familia
subsistía. “¡Hoy, es San Miguel; igual que aquel día!
Sobre este umbral, que ves partido en dos, permanecía de
pie mi madre. A mí, con cuatro años, me apretujaba
contra ella, mientras mantenía en brazos a mi hermana
de pocos meses. ¿Dónde está tu marido?, preguntó con
nerviosa vehemencia el jefe del escuadrón. Ahí, en ese
huerto, cubierto ahora de jaramagos y yerbajos, mi padre
sacaba las papas tardías; pero, demasiado temprano, vino
la muerte malvada -vestida con gorro y camisa azul- a
sacarle de la vida. Gritos de una mujer y llantos de niños
tras estas paredes, y él corrió a calmar nuestros berrin-
ches. No le recibieron palabras algunas de bienvenida, ni
siquiera de cristiano consuelo. Le esperaron ráfagas de
fusiles y cientos de burlas asesinas. ¡La guerra, Pepe, la
guerra, sin haberla buscado! Se fueron los jinetes de la
muerte y se llevaron consigo el socorro que necesitaban
una mujer ya viuda y tres niños huérfanos desde
entonces. Dios o quien sea quiso prestarnos el auxilio
reclamado. Al atardecer, nos envió el amparo de mis
abuelos. Y en los mismos hoyos que él había abierto
aquella mañana de San Miguel sepultaron su acribillado
cuerpo. Sé que apuro ya mis últimos días. ¡Pepe,
necesitaba venir!”.
Salimos del fatídico lugar y seguimos el curso de la
rivera. Antonio se muestra reconfortado e incluso
emocionado al encontrarse con el majestuoso bosquejo
de fresnos que garateaba de niño. Enseguida, el barranco
Guerra Chica viene a juntarse con la Fresneda. No deseo
de insuflar más congoja al amigo, y callo las penurias
sufridas por los ciento cincuenta fugitivos que se
ampararon allí. Hambruna, miedos, tiros y desamparo
otra vez en La Fresneda. Mientras tanto, los buitres
negros se van alejando de los collados. Octubre, 2021
77. 77
Mustio (A Manuel Cabrera)
A los tecnócratas del franquismo se les ocurrió levantar
un poblado forestal, llamado El Mustio, desde donde
iniciar y controlar la reforestación de una enorme exten-
sión de sierras. Necesitaban mano de obra adecuada y
almas puras. En plena efervescencia política del Opus
Dei, los mustios collados se vieron rápidamente transfor-
mados en iglesia, convento, teatro-cine, escuela, almace-
nes, cuadras, talleres, casas…, y, por supuesto, un hogar
que satisficiera los caprichos mundanos de alguien
llamado a convertirse en señor feudal del poblado y sus
contornos. Las sierras dejaron de oler a cabras y madro-
ño. El incienso y las plegarias inundaban alturas y
bajuras. De niño, visité varias veces El Mustio. Los
recuerdos borrosos de entonces los he aclarado, gracias a
una extraordinaria colección de fotografías relativas a los
misioneros y a escenas de la vida cotidiana.
Preside el espacio la iglesia, de fachada simétrica y
apoyada en dos pilastras adornadas con sendas perinolas.
En la parte superior, una espadaña y la campana que
llama a la oración. En el interior de la nave, un Cristo, seis
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velones y un altar. Acrecientan los impulsos de la fe varias
monjas y dos misioneros que ostentan con gracia el
birrete. Alrededor de los eclesiásticos, el maestro,
braceros, jovenzuelas con largas trenzas y un risueño coro
infantil que calza zapatos de charol. En El Mustio no
faltaba un detalle: Miguel Vázquez, el aguador, y sus dos
mulas tordas cargadas con cubetas de agua. Incluso
quedó grabado en papel de brillo la alegría de los jóvenes
que jugaban en el patio del convento. No hay constancia
gráfica del agotador trabajo que conllevaba deshacer los
brezales y jarales para hacer no sabemos qué.
He vuelto a El Mustio, acompañado del maestro de
antaño. Durante el trayecto que sube desde la Peramora
no he visto nada de suelo, yace cubierto de pinares y
eucaliptales, una repelente profusión de árboles foráneos.
Al este, motea un castillo que -desde la lejanía- parece ser
deslizado por el contorno de las cimbras maravillosas de
unos montes paralelos. Atento al vacío que dibujan las
suaves lomas del Andévalo, sigue en pie la alta torre sin
campanario que llamaban “el centinela”. El maestro se
queda paralizado ante el fatídico derrumbe que tiene ante
sí. Sin componer una epístola moral al amigo, maldice
tanta desidia y destrucción. ¿Dónde mi escuela?, ¿en
dónde mis niños? Resisten algunos abetos e higueras,
que asoman por entre las piedras escombradas y que
insinúan las calles desaparecidas. Algunos trozos de
muros que se mantienen en pie testimonian que en El
Mustio hubo, a pesar de todo, mucha vida.
Como metáfora de la salvaje repoblación, incluso el
barranco del Aserraor aparece engullido por los densos
eucaliptales. ¿Qué fue de los tecnócratas que planifica-
ron, a su antojo e interés, esta parte de la Sierra? Su
espeluznante obra forestal ha transformado cientos de
montes serranos en un desierto arbóreo. Octubre, 2021
79. 79
Aljibe (A Pepe Menguiano Vázquez)
Predominan las mazmorras en los niveles subterráneos
de cualquier castillo. Bajo la mitad del patio del castillo-
fortaleza de Cortegana, en cambio, hay un aljibe rectan-
gular, con dos cámaras separadas por un arco apuntado,
que se apoya sobre dos pilares achaflanados. Siempre
atrajo mi curiosidad de niño atrevido. Memoricé los once
escalones desgastados que llevan a la profundidad del
castillo, sin saber bien si tanto desgaste fue causado por
las pisadas de guerreros medievales o simplemente por el
imparable traqueteo del tiempo. Escalones que se
retuercen en un pronunciado dextrógiro, antes de
mostrarnos el coqueto arco que antecede a la primera
cámara. El sol apenas se cuela por el brocal abierto sobre
el enlosado. La tibieza del patio baja conmigo. Sombras,
quietud y sonidos ahuecados que retumban en la bóveda
de medio cañón y que se extienden por los pliegues de la
otra bóveda vaída. Arriba, bignonias sembradas por mi
hermano Miguel; abajo, diminutos musgos adheridos a
los muros enfoscados, y que mantienen la misma lucha