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CAPITULO 8
¿Tiene sentido y futuro la aventura humana?
¿De dónde venimos? ¿Adonde vamos? Desde hace siglo y medio, la antropología
paleontológica y la prehistoria nos han enseñado no pocas cosas sobre los orígenes
humanos. Un poco por todas partes, hemos ido descubriendo en el mundo antiguo
numerosos vestigios fósiles que confirman cada vez mejor la perspectiva evolutiva de
la emergencia humana y del devenir de nuestra familia. ¿Adonde vamos? ¿Cuál es el
sentido y el futuro de la aventura humana? El problema sigue en pie. Tanto los
científicos como los filósofos siguen interrogándose. Monod argumenta en
términos de azar y de necesidad, mientras que Ilya Prigogine nos introduce en una
nueva alianza. Con la autoridad de que goza un premio Nobel, Christian de Duve nos
presenta más recientemente, en sus Poussiéres de Vie, una profunda meditación en
torno al sentido de la aventura biológica del hombre, al que ve inscrito, desde el
punto de vista estructural, en ese vertiginoso impulso inaugurado hace cuatro mil
millones de años o más. Y este mismo bioquímico reconoce cándidamente que su
reflexión, al pretender ser global, le sitúa «en la categoría de los románticos».
Nuestra época se siente orgullosa de poseer una capacidad de conocimiento, de poder
y de eficacia en prodigioso aumento. Pero, según la expresión empleada por Hubert
Reeves en La hora de embriagarse, la eficacia no engendra necesariamente el sentido.
La espiral de tecnología que nos aspira, la ascendente ola de proezas que nos levanta
y nos arrastra consigo, el clima de producción-transformación que nos asedia, el aire
que respiramos, repleto de ruidos múltiples, de imágenes caóticas, de experiencias
contradictorias, de sensaciones epidérmicas, ¿nos ofrecen un sentido? ¿Tienen la
posibilidad de hacérnoslo descubrir? ¿Qué valor, objetivo o sólo emocional,
podemos conferirles legítimamente? Ésta es la cuestión, antigua y siempre
nueva, que no nos está permitido eludir: ¡el ineludible parto del sentido! En este
capítulo quisiera yo aportar modestamente mi propia respuesta. ¿Tiene la
aventura humana un sentido y un futuro?
1 El sentido de la aventura humana
El científico, antes de abordar una cuestión tan compleja (puesto que requeriría una elaboración filosófica o
una hermenéutica ya de por sí muy laboriosa), ha querido decir, en primer lugar, y junto con otros
muchos colegas suyos, que el hombre es resultado de una deriva evolutiva de varios miles de millones de
años. Esta deriva está marcada por grandes iniciativas tomadas por la vida en su conquista de señorío,
dominio y autonomía. Ya hemos hecho alusión a ellas: sexualidad, aparición del sistema nervioso y
hormonal, progresiva cerebración, respiración aérea, temperatura constante, reproducción placentaria...
«Hombre, ¿quién eres tú?». Esto es lo primero que diríamos, sobre la base de la simple observación sin
elucubraciones: es un ser activado en el humus biológico y en la matriz animal; es el último llegado de los
primates, y el más frágil también, el más dependiente, en quien lo biológico se tiñe de cultural, en quien
lo adquirido reemplaza gradual y ampliamente a lo innato. Es un primate consciente, educable, reflexivo,
capaz de lenguaje y de simbolización, con los pies en el barro, encorsetado de determinismos, y sin
embargo con la cabeza en las nubes, capaz de hacer matemáticas y poesía y de tener sueños de amor.
«Hombre, ¿quién eres tú?»: la paleontología moderna y la antropología reciente responden: un animal
humano, un prima-te-distinto-de-los-otros-primates, el único capaz de interrogarse, como nosotros lo
estamos haciendo ahora, sobre el tipo de primate que él mismo es; una nueva especie de vida, más allá
del mineral, del vegetal y del animal; un reino nuevo. A la vista de los hechos objetivamente constatados,
sentimos la tentación de suscribir la fórmula de Teilhard de Chardin: «La materia está cargada de vida,
la vida asciende hacia la conciencia y hacia el espíritu».
«¿Tentados de suscribir?» Pues sí, porque desde el primer momento se impone la crítica de la expresión.
¡Materia cargada de vida! No debe haber aquí ninguna dificultad seria para reconciliarse con la
hipótesis de un origen espontáneo de la misma vida. ¿Una estructura espontánea de aminoácidos, bases
nitrogenadas y azúcares?; ¿una concentración suficientemente elevada de ácidos nucleicos y proteínas
asociadas entre sí por polimerización para proporcionar macromoléculas susceptibles de auto-replicarse?;
¿emergencia ulterior de un sistema capaz de construir una célula auténtica, es decir, un organismo pro-
piamente tal, con invención de la membrana dotada de permeabilidad selectiva y la instauración del
código genético y del mecanismo para su traducción...? Jacques Monod ve aquí la «barrera del sonido»
de la biología, una verdadera «frontera del conocimiento». Yo no soy bioquímico, pero no me asombraría
demasiado, y ciertamente no me inquietaría, ver franqueada esta frontera en los próximos años. Y es que
la vida parece pertenecer a la trama misma del universo, y Christian de Duve1
nos lo confirma: «si [la vida]
no fuera una manifestación obligatoria de propiedades combinatorias de la materia, habría sido
absolutamente imposible que naciera de manera natural. ¡Atribuyendo al azar un acontecimiento de
una complejidad y de una improbabilidad tan inimaginables, se está invocando en realidad un milagro!».
Pero ¿qué decir de «una vida que asciende hacia el espíritu»! Que una cosa es constatar el hecho de una
concentración neural antes del animal, desde los vermidianos hasta los artrópodos y los peces primitivos,
reconocer de facto una deriva de cerebración o el crecimiento exponencial de la capacidad craneana en los
primates desde la base del Oligoceno, o registrar el impresionante gradiente del crecimiento del neocórtex
acaecido en el transcurso de los últimos cinco millones de años, y compararlo con el córtex rudimentario
del cerebro anterior reptiliano, y otra cosa distinta es interpretar esta deriva y leer en ella el resultado de
un proyecto. Intencionada o no, al menos es preciso reconocer a esta aventura una dirección, un «sentido»,
una orientación.
2 El hombre desarrolla un proyecto
¿Sentido y futuro de la aventura humana? ¿Hay algún proyecto por descubrir que sea proseguido así, de
hecho, en el despliegue de la vida? Antes de aventurar una respuesta, permítame el lector dar todavía un
rodeo o, mejor, un modesto paso de simple observación: el hombre es consciente, reflexivo, responsable,
artesano. Desde siempre, y a su manera, construye, modela, crea. Al menos el hombre sí desarrolla un
proyecto. Por muy lejos que encontremos su huella, en los paisajes del gran Rift, en las orillas del lago
Turkana, en los yacimientos de los pliegues tectónicos del Orno o en la savana del Transvaal, e incluso en
los parajes del Neolítico, su pista aparece cubierta de pedazos de cuarzo retocados, de piedras de sílex
talladas: los suelos del hábitat atestiguan la progresiva complejidad de las industrias de la piedra, y más
tarde de la madera y los metales, al servicio de la caza, de la pesca, de las mil y una demandas de la vida
cotidiana; más recientemente descubrimos hogares, sepulturas, objetos de adorno, el arte rupestre en
todas sus formas.
Si hay que interpretar este conjunto de manifestaciones de la actividad humana, es obligado decir que,
desde siempre, el hombre es «faber»: da forma, construye, inventa, crea. La naturaleza del hombre es
precisamente el artificio, la conquista de su medio, la búsqueda de sentido y la pretensión de dominarlo o
modificarlo. Cuando todavía no sabe ni palabra sobre la circulación sanguínea o sobre la transmisión de la
vida, ya escruta el cielo, imagina sus cosmogonías, desarrolla sus mitologías, elabora sus sistemas
filosóficos. Se construye un universo mental de significaciones y símbolos. En el fondo de sus cuevas,
entre los fragmentos de sus tallas y los útiles de sílex y de cuarzo, encontramos esculturas de asta de reno,
hueso de uro o marfil de mamut; más adelante, representaciones más o menos estilizadas del cuerpo
femenino: la Venus del cuerno, las de Willendorf y Brassempouy. Sepulturas también, y muy emotivas,
como en Bógebakken (Escandinavia) la de esa joven madre inhumada con su hijo, al que se colocó
sobre un ala de cisne. En Shanidar (Irak), en la frontera con Turquía e Irán, hace 80.000 años, el
cuerpo del difunto fue depositado sobre un lecho de flores; las flores se marchitaron, pero los granos de
polen se fosilizaron; así se puede hoy reconstruir la disposición floral: el botánico identifica las diferentes
liliáceas, las anémonas; restituye la armonía de los colores; concreta y precisa hasta la estación en cuyo
transcurso se dispuso la sepultura: era el mes de mayo, cuando en las mesetas iraquíes florecen los
ranúnculos de pétalos color naranja...
Así pues, el hombre desarrolla desde siempre un proyecto: va descodificando de manera progresiva los
secretos de la materia y de la vida, y también las leyes del universo; se apodera de los resortes del
mundo; este ser «manual» -este ser «bimano», decían los antiguos taxónomos para hablar del primate
1
Loc. cit.
humano- toma en sus manos hoy la evolución del planeta y de su propia especie. Con la ayuda de la ciencia
y de la tecnología, multiplica ahora por diez sus capacidades: corrige el cauce de los ríos, hace florecer
los desiertos, siembra en ellos sus arroces-milagro. Escapa ya a la gravedad, suscita o «resucita» la vida,
suspende la muerte. Adquiere el triple control de su fecundidad, de su herencia y de su comportamiento.
Concibe proyectos de sociedad a escala del planeta, que él «explota» (para lo bueno y para lo malo) en
función de planes diversos, y en ocasiones conflictivos, cuya racionalidad él mismo concibe y cuyos
diseños él mismo prepara. Es un simple dato de observación: este animal humano, germinado en las
interacciones biológicas, está habitado por inmensos proyectos y teje en torno al planeta lo que se ha dado
en llamar una «noosfera», una esfera de pensamiento.
Nuestra generación está desarrollando este proyecto de dominio y control desde hace algunas decenas
de años a una velocidad exponencial y con una capacidad de superación de marcas absolutamente
inusitada. La familia humana, unida por lazos a escala planetaria, pone en marcha este proyecto a escala
internacional: en el plano político, en el de la economía mundial, en el ámbito de la investigación científica
o en el de los intercambios culturales, en lo infinitamente pequeño o en lo infinitamente complejo, y hasta en
lo relativo al espacio, el proyecto de la tecno-ciencia sitúa ahora al hombre en condiciones y capacidad de
intervenir y gradualmente de controlar la totalidad del mundo material y biológico que le rodea. Eso le hace
sentir un legítimo orgullo, pero no deja de hacerle experimentar también un cierto vértigo, incluso un cierto
desconcierto. Apocalipsis nuclear, exacerbado celo médico, paro estructural, lluvias acidas y destrucción del
medio ambiente, estrés, cánceres y otras enfermedades ligadas a la civilización industrial: podríamos
prolongar la lista de los efectos secundarios, perversos y no deseados de las recientes adquisiciones del espíritu
humano y de su inexperta aplicación. Y es que, como hemos dicho antes, la ciencia y la tecnología son unos
instrumentos admirables, pero no están directamente programados para garantizar el éxito y la felicidad del
hombre. Siguen siendoambiguos,capacesdelo mejor ydelo peor,según eluso que sehaga deellos.
He aquí, pues, dos datos procedentes de la observación: por una parte, a lo largo de la flecha del tiempo, la deriva
evolutiva ha imprimido, de hecho, una determinada orientación a la primitiva materia cósmica, una dirección
fáctica de su devenir; por otra parte, el espíritu humano y la conciencia están actuando sobre este planeta y
suscitando en él desde hace tres o cuatro millones de años, pero de forma exponencialmente acelerada, ese
inmenso proyecto, con sus múltiples facetas, que nos moviliza de tantas maneras. Cuando se cae en la cuenta
de la magnitud del dinamismo evolutivo que trabaja en el universo desde su comienzo, desde el «caldo
primitivo» y el remolino que lo agita hasta las corrientes que en él se dibujan y en las que se percibe, más
allá de la emergencia de la vida, su orientación de complejidad bioquímica, neural, sistémica, hormonal, es lógico
que haya personas que no puedan escapar a la «impresión» de que otro proyecto más vasto se inscribe también
analógicamente, y como en filigrana, en la inmensa epopeya de la materia y de la vida.
3 ¿Una intención en el universo?
¿Tendremos acaso que avergonzarnos por dejar que nos seduzca esta «impresión»? Cabe reconocer al
menos que en todas las épocas, de un modo o de otro, esa impresión se ha impuesto a la mayoría de
quienes nos han precedido en esta tierra y han aceptado descubrir, más allá de la evidencia de una
dirección, la cuestión del sentido. Debemos añadir, además, que, si bien esa impresión de que existe un
proyecto no es demostrable de manera científica, tampoco se puede negar en nombre de la ciencia. El
espíritu humano tiene necesidad de coherencia interna, más aún que de ciencia. La racionalidad
científica no agota toda la verdad. Es posible recibir de un lugar distinto a la ciencia y la tecnología una
interpretación globalizante que justifique, o explicite al menos, el proyecto que sospechamos en la
contemplación del mundo y el que nosotros desarrollamos en él.
La aventura humana es antigua: preparada a lo largo de tres mil millones de años de ascenso de la vida,
formalmente eclosionada en alguna parte de África oriental, con ocasión de conmociones tectónicas y
climáticas a finales de la era Terciaria, se despliega, según las estimaciones actuales, a lo largo de unos
tres millones de años. Se detecta en ella una dirección capital, es decir, un cierto sentido: una biología
que va asumiendo de manera gradual dimensiones culturales. Esta orientación de la primitiva materia
cósmica y el rostro personal que ha sabido tomar y no cesa de cincelar, ¿habrían de carecer de significa-
ción?, ¿habrían de ser incoherentes, ilegibles, indescifrables?
Ciertamente, cabe preguntarse por las circunstancias concretas de esta aventura y los factores físicos,
químicos y medioambientales que la han posibilitado. Azar, necesidad, estructuración espontánea,
teleonomía, intención creadora... han sido los criterios invocados sucesivamente para explicar la novedad
absoluta suscitada permanentemente por la emergencia evolutiva. Duquesne de la Vinelle, en un libro muy
notable2
, mostraba cómo, incluso a nivel de hipótesis de tipo cibernético, la ciencia conduce, aunque sin
franquearlo, al umbral de la metafísica. Cargado de sentido, capaz de un proyecto, ¿no serían el universo
mismo y el hombre que lo habita objeto de una intencionalidad? Esta hipótesis no es refutable
empíricamente, sino que escapa a la ciencia, que no puede contradecirla. Sea cual sea la respuesta de
nuestras respectivas filosofías o intuiciones a esta cuestión del porqué del Universo y del hombre, se impone
al menos su existencia objetiva y, por lo mismo, el sentido que hay que reconocerles.
4 ¿El futuro de la aventura?
¿Y el futuro de la aventura humana?, se preguntará quizás alguno... Está en nuestras manos. Dado que, con la
especia humana, la deriva de la primitiva materia cósmica y de la vida ha suscitado efectivamente la
aparición de la conciencia y del espíritu, la evolución ha quedado ampliamente sustraída a las solas
fuerzas naturales que la dirigían hasta entonces. El hombre, al descodificar las leyes de la naturaleza y
hacerse cargo de las palancas de mando, consciente o inconscientemente se convierte en el patrón de a
bordo, se vuelve cada vez más responsable del futuro del planeta, de las condiciones de su propia
supervivencia y del rostro de su futuro. Empezamos a tomar conciencia de ello: ya se trate de las
perspectivas geopolíticas o del equilibrio de nuestros ecosistemas, o de los nuevos poderes de la biología
y de la medicina moderna, o de nuestros modelos de sociedad, lo cierto es que, en materia de hábitat, de
convivencia, de relaciones humanas o de economía, son siempre nuestras propias opciones, nuestras
decisiones, nuestros comportamientos, los que esbozan el perfil del planeta y de la especie humana del
mañana.
En lo relativo a la distribución o a la concentración de los recursos naturales, al armamento mínimo o al
armamento excesivo, a las estrategias de mercado, las opciones son también nuestras: de los
especialistas, sin duda, y de los responsables políticos; pero no exclusivamente de ellos. Pues sería
ingenuo pensar que éstos no son sensibles al apoyo o la desaprobación de la opinión pública. El hombre
de la calle, en consecuencia, ejerce a este nivel una influencia considerable: ¿qué tipo de sociedad desea
llegar .a ver? En materia de tecnología, nos corresponde también distinguir las acciones y las inversiones
que puedan servir mejor al hombre, porque lo liberan, y aquellas otras que amenazan con someterlo, secuestrarlo
y reducirlo, en último extremo, a la situación de objeto, de «simple engranaje de una sociedad tecnificada,
enclaustrado por ella en eltener,sumergido enla codicia»,en palabrasde Jacques Ellul.
Millones de años de evolución ciega fueron necesarios para conseguir la hominización, la aparición del
hombre. Nos corresponde ahora a nosotros tomar el relevo para prolongar lúcidamente la trayectoria y
conseguir la humanización progresiva y proteger la «humanitud». «La ciencia -escribe Albert Jacquard-
puede ser portadora de vida o de muerte, y hemos de tener el valor de no ejercer todos los poderes que nos
otorga». En un reciente manifiesto para el adecuado gobierno de la vida, una veintena de investigadores de
lengua francesa, pertenecientes a un impresionante abanico de disciplinas, proclamaban: «Creernos que la
lucidez debe primar sobre la eficacia, y la dirección sobre la velocidad; que la reflexión debe preceder al
proyecto, en vez de suceder a la innovación; que esta reflexión es de carácter filosófico antes que técnico, y que
debeconducirse mediante la transdisciplinariedad y la apertura a todos los ciudadanos». Se trata de un alegato en
favorde una sabiduría que camine de la mano con la ciencia, como hemos reivindicado más arriba.
Y no estamos en el reino de la utopía o de los deseos piadosos. En Big Sur (costa de California) se han
reunido, en el Esalem Institute, los dirigentes de las 200 multinacionales más poderosas del mundo -IBM, ATT,
General Electrics, Sony, Matsushima, Siemens, Fiat y demás- para examinar el modo de incorporar valores
espirituales en el trabajo. La prestigiosa Harvard School of Business estudia las Constituciones de la Orden
del Císter y analiza el papel de la contemplación y la interioridad afectiva en la eficacia de la dirección de
su gran reformador Bernardo de Claraval. Es tanto como reconocer que la búsqueda de la sabiduría no es algo
insignificante, sino que despierta la nostalgia de los grupos poderosos, representantes de la mayor parte de las
finanzas, las informaciones y las inteligencias del planeta, preocupadas por un desarrollo armonioso y digno
del hombre. Joseph Basile oye en esta señal los «clarines» anunciadores de una mutación de civilización.
¿Puede el antropólogo y prehistoriador aficionado invitar al lector a visitar Ankor y Borobudur en el
Sudeste asiático, Stonehenge en Gran Bretaña, o Douarnenez en el Finisterre francés? Con la llorada
2
Du Big bang á l'Homme. Comment la métaphysique émerge de l'histoire, Éditions Racine, Bruxelles 1994.
teóloga France Quéré, tiene que detenerse ante esos templos, ante esos megalitos, ante esos enormes
monumentos erigidos hace milenios: todos ellos son «obras inútiles» que no se justifican en modo
alguno por ser necesarios para la supervivencia. Treinta y cincuenta siglos antes de levantar sus
catedrales, acosado por tantas amenazas cósmicas y fuerzas exteriores, el hombre primitivo no se deja
invadir por la mera realidad, tan cercana, del pan y del vestido, de la enfermedad y de la salud. Construye
para sí chozas miserables de las que sólo conservamos pobres vestigios. Pero a sus dioses les destina,
desplegando energías incomprensibles, monumentos duraderos de piedra y de granito. Lejos de
dedicarse ante todo a lo necesario, el hombre primitivo desborda esa realidad y se hace teólogo. «Tirando
del hombre hacia algo superior a él, los dioses que él imaginaba han tirado del hombre mucho más que él
mismo. Multiplicaron por diez sus recursos, tanto la fuerza de sus manos como las ideas de su cabeza, y
le dieron a este primate la estatura de arquitecto, de ingeniero y de filósofo. Así se hizo el espíritu: a partir
de un gran descontento de sí mismo, aliado a una gran esperanza en otro distinto de él»3
. Descontento,
esperanza: ese doble sentimiento, directamente vinculado al reconocimiento de un proyecto, determina
la audaz y orgullosa pretensión de prolongar la aventura.
3
F. QUÉRE,en La Croix-L'Événement, 1 de septiembre de 1988.

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5 cap 8_tiene_sentido_y_futuro_la_aventura_humana

  • 1. CAPITULO 8 ¿Tiene sentido y futuro la aventura humana? ¿De dónde venimos? ¿Adonde vamos? Desde hace siglo y medio, la antropología paleontológica y la prehistoria nos han enseñado no pocas cosas sobre los orígenes humanos. Un poco por todas partes, hemos ido descubriendo en el mundo antiguo numerosos vestigios fósiles que confirman cada vez mejor la perspectiva evolutiva de la emergencia humana y del devenir de nuestra familia. ¿Adonde vamos? ¿Cuál es el sentido y el futuro de la aventura humana? El problema sigue en pie. Tanto los científicos como los filósofos siguen interrogándose. Monod argumenta en términos de azar y de necesidad, mientras que Ilya Prigogine nos introduce en una nueva alianza. Con la autoridad de que goza un premio Nobel, Christian de Duve nos presenta más recientemente, en sus Poussiéres de Vie, una profunda meditación en torno al sentido de la aventura biológica del hombre, al que ve inscrito, desde el punto de vista estructural, en ese vertiginoso impulso inaugurado hace cuatro mil millones de años o más. Y este mismo bioquímico reconoce cándidamente que su reflexión, al pretender ser global, le sitúa «en la categoría de los románticos». Nuestra época se siente orgullosa de poseer una capacidad de conocimiento, de poder y de eficacia en prodigioso aumento. Pero, según la expresión empleada por Hubert Reeves en La hora de embriagarse, la eficacia no engendra necesariamente el sentido. La espiral de tecnología que nos aspira, la ascendente ola de proezas que nos levanta y nos arrastra consigo, el clima de producción-transformación que nos asedia, el aire que respiramos, repleto de ruidos múltiples, de imágenes caóticas, de experiencias contradictorias, de sensaciones epidérmicas, ¿nos ofrecen un sentido? ¿Tienen la posibilidad de hacérnoslo descubrir? ¿Qué valor, objetivo o sólo emocional, podemos conferirles legítimamente? Ésta es la cuestión, antigua y siempre nueva, que no nos está permitido eludir: ¡el ineludible parto del sentido! En este capítulo quisiera yo aportar modestamente mi propia respuesta. ¿Tiene la aventura humana un sentido y un futuro? 1 El sentido de la aventura humana El científico, antes de abordar una cuestión tan compleja (puesto que requeriría una elaboración filosófica o una hermenéutica ya de por sí muy laboriosa), ha querido decir, en primer lugar, y junto con otros muchos colegas suyos, que el hombre es resultado de una deriva evolutiva de varios miles de millones de años. Esta deriva está marcada por grandes iniciativas tomadas por la vida en su conquista de señorío, dominio y autonomía. Ya hemos hecho alusión a ellas: sexualidad, aparición del sistema nervioso y hormonal, progresiva cerebración, respiración aérea, temperatura constante, reproducción placentaria... «Hombre, ¿quién eres tú?». Esto es lo primero que diríamos, sobre la base de la simple observación sin elucubraciones: es un ser activado en el humus biológico y en la matriz animal; es el último llegado de los primates, y el más frágil también, el más dependiente, en quien lo biológico se tiñe de cultural, en quien lo adquirido reemplaza gradual y ampliamente a lo innato. Es un primate consciente, educable, reflexivo, capaz de lenguaje y de simbolización, con los pies en el barro, encorsetado de determinismos, y sin embargo con la cabeza en las nubes, capaz de hacer matemáticas y poesía y de tener sueños de amor. «Hombre, ¿quién eres tú?»: la paleontología moderna y la antropología reciente responden: un animal humano, un prima-te-distinto-de-los-otros-primates, el único capaz de interrogarse, como nosotros lo estamos haciendo ahora, sobre el tipo de primate que él mismo es; una nueva especie de vida, más allá del mineral, del vegetal y del animal; un reino nuevo. A la vista de los hechos objetivamente constatados, sentimos la tentación de suscribir la fórmula de Teilhard de Chardin: «La materia está cargada de vida, la vida asciende hacia la conciencia y hacia el espíritu».
  • 2. «¿Tentados de suscribir?» Pues sí, porque desde el primer momento se impone la crítica de la expresión. ¡Materia cargada de vida! No debe haber aquí ninguna dificultad seria para reconciliarse con la hipótesis de un origen espontáneo de la misma vida. ¿Una estructura espontánea de aminoácidos, bases nitrogenadas y azúcares?; ¿una concentración suficientemente elevada de ácidos nucleicos y proteínas asociadas entre sí por polimerización para proporcionar macromoléculas susceptibles de auto-replicarse?; ¿emergencia ulterior de un sistema capaz de construir una célula auténtica, es decir, un organismo pro- piamente tal, con invención de la membrana dotada de permeabilidad selectiva y la instauración del código genético y del mecanismo para su traducción...? Jacques Monod ve aquí la «barrera del sonido» de la biología, una verdadera «frontera del conocimiento». Yo no soy bioquímico, pero no me asombraría demasiado, y ciertamente no me inquietaría, ver franqueada esta frontera en los próximos años. Y es que la vida parece pertenecer a la trama misma del universo, y Christian de Duve1 nos lo confirma: «si [la vida] no fuera una manifestación obligatoria de propiedades combinatorias de la materia, habría sido absolutamente imposible que naciera de manera natural. ¡Atribuyendo al azar un acontecimiento de una complejidad y de una improbabilidad tan inimaginables, se está invocando en realidad un milagro!». Pero ¿qué decir de «una vida que asciende hacia el espíritu»! Que una cosa es constatar el hecho de una concentración neural antes del animal, desde los vermidianos hasta los artrópodos y los peces primitivos, reconocer de facto una deriva de cerebración o el crecimiento exponencial de la capacidad craneana en los primates desde la base del Oligoceno, o registrar el impresionante gradiente del crecimiento del neocórtex acaecido en el transcurso de los últimos cinco millones de años, y compararlo con el córtex rudimentario del cerebro anterior reptiliano, y otra cosa distinta es interpretar esta deriva y leer en ella el resultado de un proyecto. Intencionada o no, al menos es preciso reconocer a esta aventura una dirección, un «sentido», una orientación. 2 El hombre desarrolla un proyecto ¿Sentido y futuro de la aventura humana? ¿Hay algún proyecto por descubrir que sea proseguido así, de hecho, en el despliegue de la vida? Antes de aventurar una respuesta, permítame el lector dar todavía un rodeo o, mejor, un modesto paso de simple observación: el hombre es consciente, reflexivo, responsable, artesano. Desde siempre, y a su manera, construye, modela, crea. Al menos el hombre sí desarrolla un proyecto. Por muy lejos que encontremos su huella, en los paisajes del gran Rift, en las orillas del lago Turkana, en los yacimientos de los pliegues tectónicos del Orno o en la savana del Transvaal, e incluso en los parajes del Neolítico, su pista aparece cubierta de pedazos de cuarzo retocados, de piedras de sílex talladas: los suelos del hábitat atestiguan la progresiva complejidad de las industrias de la piedra, y más tarde de la madera y los metales, al servicio de la caza, de la pesca, de las mil y una demandas de la vida cotidiana; más recientemente descubrimos hogares, sepulturas, objetos de adorno, el arte rupestre en todas sus formas. Si hay que interpretar este conjunto de manifestaciones de la actividad humana, es obligado decir que, desde siempre, el hombre es «faber»: da forma, construye, inventa, crea. La naturaleza del hombre es precisamente el artificio, la conquista de su medio, la búsqueda de sentido y la pretensión de dominarlo o modificarlo. Cuando todavía no sabe ni palabra sobre la circulación sanguínea o sobre la transmisión de la vida, ya escruta el cielo, imagina sus cosmogonías, desarrolla sus mitologías, elabora sus sistemas filosóficos. Se construye un universo mental de significaciones y símbolos. En el fondo de sus cuevas, entre los fragmentos de sus tallas y los útiles de sílex y de cuarzo, encontramos esculturas de asta de reno, hueso de uro o marfil de mamut; más adelante, representaciones más o menos estilizadas del cuerpo femenino: la Venus del cuerno, las de Willendorf y Brassempouy. Sepulturas también, y muy emotivas, como en Bógebakken (Escandinavia) la de esa joven madre inhumada con su hijo, al que se colocó sobre un ala de cisne. En Shanidar (Irak), en la frontera con Turquía e Irán, hace 80.000 años, el cuerpo del difunto fue depositado sobre un lecho de flores; las flores se marchitaron, pero los granos de polen se fosilizaron; así se puede hoy reconstruir la disposición floral: el botánico identifica las diferentes liliáceas, las anémonas; restituye la armonía de los colores; concreta y precisa hasta la estación en cuyo transcurso se dispuso la sepultura: era el mes de mayo, cuando en las mesetas iraquíes florecen los ranúnculos de pétalos color naranja... Así pues, el hombre desarrolla desde siempre un proyecto: va descodificando de manera progresiva los secretos de la materia y de la vida, y también las leyes del universo; se apodera de los resortes del mundo; este ser «manual» -este ser «bimano», decían los antiguos taxónomos para hablar del primate 1 Loc. cit.
  • 3. humano- toma en sus manos hoy la evolución del planeta y de su propia especie. Con la ayuda de la ciencia y de la tecnología, multiplica ahora por diez sus capacidades: corrige el cauce de los ríos, hace florecer los desiertos, siembra en ellos sus arroces-milagro. Escapa ya a la gravedad, suscita o «resucita» la vida, suspende la muerte. Adquiere el triple control de su fecundidad, de su herencia y de su comportamiento. Concibe proyectos de sociedad a escala del planeta, que él «explota» (para lo bueno y para lo malo) en función de planes diversos, y en ocasiones conflictivos, cuya racionalidad él mismo concibe y cuyos diseños él mismo prepara. Es un simple dato de observación: este animal humano, germinado en las interacciones biológicas, está habitado por inmensos proyectos y teje en torno al planeta lo que se ha dado en llamar una «noosfera», una esfera de pensamiento. Nuestra generación está desarrollando este proyecto de dominio y control desde hace algunas decenas de años a una velocidad exponencial y con una capacidad de superación de marcas absolutamente inusitada. La familia humana, unida por lazos a escala planetaria, pone en marcha este proyecto a escala internacional: en el plano político, en el de la economía mundial, en el ámbito de la investigación científica o en el de los intercambios culturales, en lo infinitamente pequeño o en lo infinitamente complejo, y hasta en lo relativo al espacio, el proyecto de la tecno-ciencia sitúa ahora al hombre en condiciones y capacidad de intervenir y gradualmente de controlar la totalidad del mundo material y biológico que le rodea. Eso le hace sentir un legítimo orgullo, pero no deja de hacerle experimentar también un cierto vértigo, incluso un cierto desconcierto. Apocalipsis nuclear, exacerbado celo médico, paro estructural, lluvias acidas y destrucción del medio ambiente, estrés, cánceres y otras enfermedades ligadas a la civilización industrial: podríamos prolongar la lista de los efectos secundarios, perversos y no deseados de las recientes adquisiciones del espíritu humano y de su inexperta aplicación. Y es que, como hemos dicho antes, la ciencia y la tecnología son unos instrumentos admirables, pero no están directamente programados para garantizar el éxito y la felicidad del hombre. Siguen siendoambiguos,capacesdelo mejor ydelo peor,según eluso que sehaga deellos. He aquí, pues, dos datos procedentes de la observación: por una parte, a lo largo de la flecha del tiempo, la deriva evolutiva ha imprimido, de hecho, una determinada orientación a la primitiva materia cósmica, una dirección fáctica de su devenir; por otra parte, el espíritu humano y la conciencia están actuando sobre este planeta y suscitando en él desde hace tres o cuatro millones de años, pero de forma exponencialmente acelerada, ese inmenso proyecto, con sus múltiples facetas, que nos moviliza de tantas maneras. Cuando se cae en la cuenta de la magnitud del dinamismo evolutivo que trabaja en el universo desde su comienzo, desde el «caldo primitivo» y el remolino que lo agita hasta las corrientes que en él se dibujan y en las que se percibe, más allá de la emergencia de la vida, su orientación de complejidad bioquímica, neural, sistémica, hormonal, es lógico que haya personas que no puedan escapar a la «impresión» de que otro proyecto más vasto se inscribe también analógicamente, y como en filigrana, en la inmensa epopeya de la materia y de la vida. 3 ¿Una intención en el universo? ¿Tendremos acaso que avergonzarnos por dejar que nos seduzca esta «impresión»? Cabe reconocer al menos que en todas las épocas, de un modo o de otro, esa impresión se ha impuesto a la mayoría de quienes nos han precedido en esta tierra y han aceptado descubrir, más allá de la evidencia de una dirección, la cuestión del sentido. Debemos añadir, además, que, si bien esa impresión de que existe un proyecto no es demostrable de manera científica, tampoco se puede negar en nombre de la ciencia. El espíritu humano tiene necesidad de coherencia interna, más aún que de ciencia. La racionalidad científica no agota toda la verdad. Es posible recibir de un lugar distinto a la ciencia y la tecnología una interpretación globalizante que justifique, o explicite al menos, el proyecto que sospechamos en la contemplación del mundo y el que nosotros desarrollamos en él. La aventura humana es antigua: preparada a lo largo de tres mil millones de años de ascenso de la vida, formalmente eclosionada en alguna parte de África oriental, con ocasión de conmociones tectónicas y climáticas a finales de la era Terciaria, se despliega, según las estimaciones actuales, a lo largo de unos tres millones de años. Se detecta en ella una dirección capital, es decir, un cierto sentido: una biología que va asumiendo de manera gradual dimensiones culturales. Esta orientación de la primitiva materia cósmica y el rostro personal que ha sabido tomar y no cesa de cincelar, ¿habrían de carecer de significa- ción?, ¿habrían de ser incoherentes, ilegibles, indescifrables? Ciertamente, cabe preguntarse por las circunstancias concretas de esta aventura y los factores físicos, químicos y medioambientales que la han posibilitado. Azar, necesidad, estructuración espontánea, teleonomía, intención creadora... han sido los criterios invocados sucesivamente para explicar la novedad
  • 4. absoluta suscitada permanentemente por la emergencia evolutiva. Duquesne de la Vinelle, en un libro muy notable2 , mostraba cómo, incluso a nivel de hipótesis de tipo cibernético, la ciencia conduce, aunque sin franquearlo, al umbral de la metafísica. Cargado de sentido, capaz de un proyecto, ¿no serían el universo mismo y el hombre que lo habita objeto de una intencionalidad? Esta hipótesis no es refutable empíricamente, sino que escapa a la ciencia, que no puede contradecirla. Sea cual sea la respuesta de nuestras respectivas filosofías o intuiciones a esta cuestión del porqué del Universo y del hombre, se impone al menos su existencia objetiva y, por lo mismo, el sentido que hay que reconocerles. 4 ¿El futuro de la aventura? ¿Y el futuro de la aventura humana?, se preguntará quizás alguno... Está en nuestras manos. Dado que, con la especia humana, la deriva de la primitiva materia cósmica y de la vida ha suscitado efectivamente la aparición de la conciencia y del espíritu, la evolución ha quedado ampliamente sustraída a las solas fuerzas naturales que la dirigían hasta entonces. El hombre, al descodificar las leyes de la naturaleza y hacerse cargo de las palancas de mando, consciente o inconscientemente se convierte en el patrón de a bordo, se vuelve cada vez más responsable del futuro del planeta, de las condiciones de su propia supervivencia y del rostro de su futuro. Empezamos a tomar conciencia de ello: ya se trate de las perspectivas geopolíticas o del equilibrio de nuestros ecosistemas, o de los nuevos poderes de la biología y de la medicina moderna, o de nuestros modelos de sociedad, lo cierto es que, en materia de hábitat, de convivencia, de relaciones humanas o de economía, son siempre nuestras propias opciones, nuestras decisiones, nuestros comportamientos, los que esbozan el perfil del planeta y de la especie humana del mañana. En lo relativo a la distribución o a la concentración de los recursos naturales, al armamento mínimo o al armamento excesivo, a las estrategias de mercado, las opciones son también nuestras: de los especialistas, sin duda, y de los responsables políticos; pero no exclusivamente de ellos. Pues sería ingenuo pensar que éstos no son sensibles al apoyo o la desaprobación de la opinión pública. El hombre de la calle, en consecuencia, ejerce a este nivel una influencia considerable: ¿qué tipo de sociedad desea llegar .a ver? En materia de tecnología, nos corresponde también distinguir las acciones y las inversiones que puedan servir mejor al hombre, porque lo liberan, y aquellas otras que amenazan con someterlo, secuestrarlo y reducirlo, en último extremo, a la situación de objeto, de «simple engranaje de una sociedad tecnificada, enclaustrado por ella en eltener,sumergido enla codicia»,en palabrasde Jacques Ellul. Millones de años de evolución ciega fueron necesarios para conseguir la hominización, la aparición del hombre. Nos corresponde ahora a nosotros tomar el relevo para prolongar lúcidamente la trayectoria y conseguir la humanización progresiva y proteger la «humanitud». «La ciencia -escribe Albert Jacquard- puede ser portadora de vida o de muerte, y hemos de tener el valor de no ejercer todos los poderes que nos otorga». En un reciente manifiesto para el adecuado gobierno de la vida, una veintena de investigadores de lengua francesa, pertenecientes a un impresionante abanico de disciplinas, proclamaban: «Creernos que la lucidez debe primar sobre la eficacia, y la dirección sobre la velocidad; que la reflexión debe preceder al proyecto, en vez de suceder a la innovación; que esta reflexión es de carácter filosófico antes que técnico, y que debeconducirse mediante la transdisciplinariedad y la apertura a todos los ciudadanos». Se trata de un alegato en favorde una sabiduría que camine de la mano con la ciencia, como hemos reivindicado más arriba. Y no estamos en el reino de la utopía o de los deseos piadosos. En Big Sur (costa de California) se han reunido, en el Esalem Institute, los dirigentes de las 200 multinacionales más poderosas del mundo -IBM, ATT, General Electrics, Sony, Matsushima, Siemens, Fiat y demás- para examinar el modo de incorporar valores espirituales en el trabajo. La prestigiosa Harvard School of Business estudia las Constituciones de la Orden del Císter y analiza el papel de la contemplación y la interioridad afectiva en la eficacia de la dirección de su gran reformador Bernardo de Claraval. Es tanto como reconocer que la búsqueda de la sabiduría no es algo insignificante, sino que despierta la nostalgia de los grupos poderosos, representantes de la mayor parte de las finanzas, las informaciones y las inteligencias del planeta, preocupadas por un desarrollo armonioso y digno del hombre. Joseph Basile oye en esta señal los «clarines» anunciadores de una mutación de civilización. ¿Puede el antropólogo y prehistoriador aficionado invitar al lector a visitar Ankor y Borobudur en el Sudeste asiático, Stonehenge en Gran Bretaña, o Douarnenez en el Finisterre francés? Con la llorada 2 Du Big bang á l'Homme. Comment la métaphysique émerge de l'histoire, Éditions Racine, Bruxelles 1994.
  • 5. teóloga France Quéré, tiene que detenerse ante esos templos, ante esos megalitos, ante esos enormes monumentos erigidos hace milenios: todos ellos son «obras inútiles» que no se justifican en modo alguno por ser necesarios para la supervivencia. Treinta y cincuenta siglos antes de levantar sus catedrales, acosado por tantas amenazas cósmicas y fuerzas exteriores, el hombre primitivo no se deja invadir por la mera realidad, tan cercana, del pan y del vestido, de la enfermedad y de la salud. Construye para sí chozas miserables de las que sólo conservamos pobres vestigios. Pero a sus dioses les destina, desplegando energías incomprensibles, monumentos duraderos de piedra y de granito. Lejos de dedicarse ante todo a lo necesario, el hombre primitivo desborda esa realidad y se hace teólogo. «Tirando del hombre hacia algo superior a él, los dioses que él imaginaba han tirado del hombre mucho más que él mismo. Multiplicaron por diez sus recursos, tanto la fuerza de sus manos como las ideas de su cabeza, y le dieron a este primate la estatura de arquitecto, de ingeniero y de filósofo. Así se hizo el espíritu: a partir de un gran descontento de sí mismo, aliado a una gran esperanza en otro distinto de él»3 . Descontento, esperanza: ese doble sentimiento, directamente vinculado al reconocimiento de un proyecto, determina la audaz y orgullosa pretensión de prolongar la aventura. 3 F. QUÉRE,en La Croix-L'Événement, 1 de septiembre de 1988.