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François Varillon
Alegría de creer, alegría de vivir
Ed. Mensajero, Bilbao, 1999
Índice
Introducción
LO ESENCIAL DE LA FE
Sentido y sinsentido
¿Tiene un sentido la vida?
Lo esencial de lo esencial
Cristo revela quién es el hombre y quién es Dios
Las características del amor
Morir y resucitar
Transformación
Tres Pascuas o pasos transformadores
Primera parte
CRISTO, VERDADERO DIOS, VERDADERO HOMBRE
El corazón de la enseñanza de Jesús: El Sermón del Monte
¿Qué se quiere decir cuando se afirma que “Cristo murió por nosotros”?
Presentación rudimentaria del misterio de la Redención.
Propuesta de reflexiones teológicas
¿Es un hecho histórico la resurrección de Cristo?
Cristo resucitó de entre los muertos y subió a los cielos...
La resurrección
La ascensión
Segunda parte
LA ACOGIDA DEL DON DE DIOS
La Virgen María
La Iglesia, visibilidad del don de Dios
Visibilidad del don de Dios
Triple origen de la Iglesia
Misterio de amor
Tercera parte
CRISTO VERDADERO DIOS, VERDADERO HOMBRE
REVELA QUIÉN ES DIOS Y QUIÉN ES EL HOMBRE
Introducción
Dios-Trinidad: la intimidad de un Dios que no es más que amor
Dios crea al hombre creador
La experiencia de un amor liberador, de un dinamismo de liberación
Eliminar tres palabras peligrosas
Posibles teorías sobre el misterio de la creación
El misterio del acto creador
El pecado original: todos los hombres son pecadores en la raíz de su ser
Propuesta de reflexiones teológicas
El dogma del pecado original es esencial para nuestra
verdadera relación con Dios
La resurrección de la carne o divinización del hombre y del universo
No inmortalidad del alma sino resurrección total del hombre
Valor del cuerpo. Ningún alma sin cuerpo, ningún cuerpo sin alma
En la soledad de la muerte, reencuentro con Cristo resucitado
Nuestro cuerpo actual no es plenamente cuerpo
Nota 1: El reverso de la divinización: el infierno
El infierno en la Biblia
Reflexión teológica
Nota 2: El purgatorio
Cuarta parte
ALGUNOS CRITERIOS DE DISCERNIMIENTO
PARA LLEVAR A CABO LA TAREA HUMANA
Vivir es esperar
Las esperanzas humanas
Las esperanzas humanas pueden transformarse
en cristianas
Dios es el poder de nuestros poderes, la iniciativa
de nuestras iniciativas
El Evangelio, una llamada a la Fe y a la Libertad
Vivir el Evangelio en su integridad
Vivir el Evangelio es vivir de fe. Los cinco pasos de la fe
Vivir el Evangelio es elegir a Cristo como educador
de la libertad
Orar
¿Cómo orar?
El riesgo de una oración pagana
¿Por qué orar? Los fundamentos de la necesidad de orar
Combatir el mal y el sufrimiento
El escándalo del mal ...puede transformarse en un misterio de purificación ...
Conclusión
La Eucaristía recapitula todo
Unión a Cristo que se da como alimento
Signo eficaz de la tarea humana realizada
Acción de gracias
Sacramento de la comunidad humana por construir
Epílogo
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Introducción:
LO ESENCIAL DE LA FE
Sentido y sinsentido
Págs. 31-53
Una situación de crisis como la que atravesamos actualmente es bienhechora. Una crisis puede
ser mortal, pero también hay crisis de crecimiento.
Péguy distinguía, tanto en nuestras existencias individuales como en la historia de las
civilizaciones, periodos y épocas. Un periodo es un tiempo en el que no pasa gran cosa, los individuos y
las colectividades viven con tranquilidad, no tienen necesidad de tomar decisiones importantes. La
época es un tiempo en que sucede algo, porque la libertad, esencial para el hombre, es zarandeada por
problemas que quitan el sueño. Una época es un momento crucial de la historia en el que es preciso salir
a cualquier precio del adormecimiento. No son precisamente los adormecidos quienes entrarán en el
Reino de Dios.
Vivimos en una época, no hay duda. Hay importantes decisiones que tomar y no podemos
eludirlas. Decisión, una palabra que me escucharéis pronunciar muy a menudo. Valemos lo que valen
nuestras decisiones, pequeñas o grandes; por nuestras decisiones somos hombres.
Un tiempo de crisis como el nuestro debe ser a la vez de vigilancia (hay crisis mortales) y de
optimismo. Como sabemos, no insistiré en ello, la crisis presente no es sólo eclesial, es una crisis de
civilización en la que la Iglesia, como es normal, sufre de rebote.
Por decirlo en dos palabras, lo que caracteriza a la crisis de civilización presente, es que existe un
desequilibrio entre el dominio creciente del hombre sobre el conjunto de sus medios (técnicos,
económicos, políticos, etc.) y una ausencia cada vez más evidente de metas comunes. Existe
actualmente una gran inteligencia, un progreso creciente en el plano de los medios, y un absurdo en el
plano de los fines. Se ha llegado a la luna y, como decía André Malraux: si con ello conseguimos
suicidarnos más fácilmente, no hemos progresado. Se persigue el bienestar, pero ¿para qué?, ¿para
hacer (o para ser) qué?
¿Tiene un sentido la vida
El problema que se le plantea al hombre es el del sentido de la existencia. Paul Ricoeur escribió:
“Los hombres carecen de justicia y de amor pero más aún carecen de sentido”. ¿Qué significa esto en
definitiva?
El problema fundamental de la Filosofía es el siguiente: ¿por qué hay algo y no nada? En el
terreno práctico la cuestión sería, ¿por qué tiene que haber un desarrollo, un poder, un ser más? ¿a
dónde nos lleva esto? Es la cuestión del sentido y del sinsentido de la vida.
Sentido según la doble acepción del término: sentido como dirección, como se dice de un río o de
la dirección única de una calle, y sentido como significado, como se dice aplicado a una frase. ¿Cuál es
la dirección de nuestra existencia, a dónde vamos? ¿Qué sentido tiene, qué quiere decir esto?
Muchas cosas tienen sentido afortunadamente, la amistad, el amor, la cultura, el progreso
económico y social, el progreso de la justicia en el mundo. Todo esto tiene sentido.
Pero existe también el sinsentido. Esa muchacha de veinte años que veo en el hospital y me dice
que tiene un cáncer y va a morir dentro de unos meses, hermosa, llena de talento y con un porvenir
magnífico, me dice: “Me rebelo”. Lejos de escandalizarme, le respondo: “Yo me rebelo contigo”. Ella
se sorprende creyendo que iba a decirle que la rebelión es pecado. Ante el sinsentido, ante el absurdo, la
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rebelión es sana. Un padre de familia con cuatro hijos que muere de repente como consecuencia de un
frenazo en una carretera mojada. Un terremoto que reduce a la miseria a miles de paquistaníes. Es
absurdo, no tiene sentido.
¿Cómo evitar plantearse el problema de saber quién vencerá, el sentido o el sinsentido?
¿Vencerá el sinsentido? ¿Es la muerte el final de todo? ¿Es la muerte el tope contra el que choca lo que
tiene sentido y habrá que decir con Paul Valery que “Todo es enterrado y forma parte de una cadena”,
la cadena de la naturaleza, y nuestros cadáveres servirán de estiércol para las verduras de nuestros
nietos?
En términos más filosóficos, ¿será nuestra libertad, esa magnífica libertad que nos permite
elevarnos sobre los seres de la naturaleza, vencida finalmente por la naturaleza? No creo que pueda
evitarse la cuestión del sentido, aunque se puede naturalmente no prestarle atención.
Estamos rodeados de gentes que se estancan en sentidos parciales de la existencia, en el amor,
la cultura, el progreso económico y político. Pascal diría: se distraen. Dicho de otro modo, viven de
manera superficial. Se puede no prestar atención a la cuestión fundamental, pero cuando se le hace caso
se plantea de manera insoslayable.
El Cristianismo se presenta como una respuesta a este interrogante que nos define como hombres.
Ser cristiano es creer en la respuesta que Dios da en Jesucristo a esta interrogación humana. La fe
cristiana nos convierte en adversarios del absurdo o del sinsentido, profetas del sentido o si lo preferís,
testigos del sentido. Ser cristiano es poder dar un sentido más profundo al que ya lo tiene (amistad,
amor, cultura, música, incluso la simple camaradería), y poder dar sentido a aquello que no lo tiene.
Yo le decía a la muchacha del hospital tras haberme rebelado con ella contra el sinsentido de su
muerte prematura: “¿Vamos a dejarlo así? ¿Crees que te es posible darle tú misma un sentido al
acontecimiento de la muerte que, en sí es absurdo y carece de sentido? ¿No constituye la grandeza de
nuestra libertad el que el sentido no esté en las cosas sino que le demos un sentido a lo que no lo tiene?”
Distinguir entre indiferencia y duda
Quisiera acentuar la distinción entre indiferencia y duda. Debemos ser comprensivos con los que
llamo “dubitativos” sinceros, es decir, aquellos que están “a la búsqueda”. No rechazan a Cristo;
simplemente no saben, dudan.
La indiferencia es otra cosa. Consiste en no querer saber en qué lugar se sitúa el más alto nivel de
existencia, intentan “distraerse” para eludir la cuestión del sentido de la vida, para ahogar la voz de la
conciencia que no puede ser oída si no se le presta un poco de atención. No juzguemos a nadie, pues no
podemos saber quién es totalmente indiferente. Digamos que si el indiferente total existe (sólo Dios lo
sabe), es un ser inhumano o deshumanizado.
Por lo que se refiere a la duda, hay que ser muy prudentes. Como dice Jean Lacroix, “si muchos de
nuestros contemporáneos mantienen con respecto a los dogmas una duda parcial o incluso total, es a
menudo porque en conciencia no pueden hacer otra cosa”. Todo acto humano, para ser humano, tiene
que estar justificado, incluso y sobre todo el acto de creer. Todos los teólogos han afirmado que es
normal la inteligencia de nuestra fe, que tratemos de comprender lo que creemos. Nuestra razón tiene su
parte, y una parte importante, en el acto de creer. No somos fideístas; el fideísmo es una actitud según la
cual la razón no participa en el acto de fe.
Como escribe también Jean Lacroix, “nada hay peor que una intelectualidad sin espiritualidad como
no sea una espiritualidad sin intelectualidad (no se trata de una intelectualidad superior reservada a seres
especialmente inteligentes, sino de la intelectualidad sencilla del que trata de fundamentar y justificar su
fe). Por reacción contra un intelectualismo agostado (que ha estado en la base de un cierto catecismo
durante muchos años), algunos preconizan hoy la vuelta a una fe pura que no buscaría ninguna
justificación... Se trata de olvidar (y esto es capital) los fideísmos que destruyen la fe de la misma
manera como los tradicionalismos destruyen la Tradición. Niegan todo diálogo, e inmediatamente
naufragan en la violencia y el desatino (o la necedad)”.
Quien, en el estado actual de sus certezas, pone verdaderamente toda su honradez en la reflexión
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religiosa y no ve resueltamente el medio de creer, no sólo no debemos tirarle la piedra sino que
debemos decir que tiene razón. Nadie debe afirmar lo que afirma la Iglesia si no estima en conciencia
que tiene el deber de afirmarlo.
Santo Tomás de Aquino no temía decir: “Creer en Cristo es en sí una buena cosa, pero es una falta
moral creer en Cristo si la razón estima que este acto es malo; cada uno debe obedecer a su conciencia
aunque sea errónea”. Naturalmente, ni qué decir tiene, pero conviene decirlo aquí, que el error no ha de
ser voluntario, ni siquiera indirectamente por negligencia.
Hablo de los que dudan porque quieren ser honrados con el coraje que supone la honradez. Son
quizás los testigos dolorosos de la mediocridad, mediocridad intelectual si no nos esforzamos por
purificar nuestras creencias de los aspectos míticos que acarrea inevitablemente la mediocridad moral
(cuántos, por ejemplo, confunden caridad con limosna, o amor con sentimiento y se vuelven incapaces
de comprender el verdadero sentido de las palabras de San Juan: “Dios es Amor”).
Los que dudan por honradez de conciencia se niegan a adherirse a las verdades de la fe hasta ver
claro, se niegan a contentarse con una fe ingenua y en cierto modo precrítica. Lo que importa es que no
pasen junto al Himalaya y digan que no han visto nada, porque no se puede negar que el gran
movimiento judeo-cristiano, desde Abraham, guarda riquezas considerables. Hay que pedirles que sean,
al menos, capaces de admirar pero, al mismo tiempo, hay que comprender que puedan muy bien
admirar sin estar convencidos y que sus reticencias no son, por otra parte, sospechosas.
Quien duda sinceramente no es el escéptico que hace de la desconfianza un principio, lo cual es
una enfermedad de la inteligencia. No es tampoco el que tiene miedo a comprometerse y que, a causa
de este miedo, se refugia en la duda teórica; aquí hay una enfermedad de la voluntad. ¿Dudáis porque
tenéis miedo a comprometeros? La fe no es sólo una opinión, es comprometerse. No se cree que Dios
existe como se cree que hay o no platillos voladores; pues si Dios existe es esencial comprometerse
con El desde lo más profundo del ser.
Es evidente que hay actualmente muchos enfermos de espíritu y muchos de voluntad. El mayor
mal es no estar atentos, no dejar surgir de uno mismo la pregunta fundamental sobre el sentido último
de la existencia humana o, lo que es lo mismo, no interrogarse acerca de lo esencial de la fe.
Lo esencial de lo esencial
Hay algo esencial. No lo digo yo sino el Concilio Vaticano II: “Hay un orden o jerarquía de
verdades de la doctrina católica por su diferente relación con los fundamentos de la fe cristiana”. Dicho
de otro modo, no se trata de ponerlo todo en un mismo plano. Podría daros una conferencia sobre los
ángeles pero os diré que la cuestión de los ángeles es mucho menos esencial que el misterio de la
Trinidad. Incluso los dogmas relativos a la Virgen María, mucho más importantes que los ángeles, son
sin embargo menos importantes que la Trinidad y la Encarnación. Y si la Virgen María es importante,
es en función de la Trinidad y de la Encarnación porque es madre de Jesucristo.
No diré que se haya de distinguir entre lo esencial y lo accesorio, porque pienso que cuando se han
comprendido las cosas, no hay nada accesorio. Lo que digo es que existe lo esencial y lo que es menos,
lo que está ligado a lo esencial de manera más o menos directa. Lo que se echa en falta hoy es la
capacidad de distinguir lo esencial de la fe, diría lo esencial de lo esencial.
Quisiera que los cristianos fueran capaces de responder en dos renglones a esta pregunta: ¿en qué
creen? Y de la misma manera quisiera que el incrédulo pudiera también responder en dos líneas a la
pregunta: ¿en qué no creen ustedes? ¿Qué se niegan a creer exactamente?
Nosotros creemos en la respuesta que da Dios a la pregunta insoslayable sobre el sentido de la
existencia. Esta respuesta está contenida en un adagio tradicional de la Iglesia de los primeros siglos; al
parecer, el primero en utilizarlo fue San Ireneo, obispo de Lyón, muerto hacia el año 200, y no dejó
nunca de ser repetido y comentado por los Padres de la Iglesia tanto en Oriente como en Occidente. Lo
cito en latín para que conserve su sello de autenticidad: “Deus homo factus est ut homo fieret Deus”, es
decir, “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios” o, si lo preferís “Dios se hizo hombre
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para que el hombre se hiciese Dios”.
¿Es esto lo esencial de vuestra fe? Si al escuchar esta breve frase pensáis que hay una
exageración, vuestra reacción indica que no habéis profundizado todavía en lo esencial de la fe. Ocurre
con frecuencia que uno se pregunta: ¿No fue acaso el pecado original querer ser Dios? Hay aquí un gran
equívoco: sí, el pecado original es pretender hacerse Dios con las propias fuerzas, pero no es
pecado original sino lo esencial de la fe aceptar el don absolutamente inaudito de nuestra divinización.
¿Habéis reflexionado bastante para comprender que, de no ser así, la Encarnación de Dios no
sería más que una visita de Dios a la tierra, como vemos en las mitologías paganas donde los dioses se
pasean por la tierra disfrazados? De no ser así, habría que decir que Dios tomó nuestras vestiduras para
estar con nosotros durante cierto tiempo y predicarnos una moral que se puede decir que es superior a
todas las morales; hecho lo cual, subió al cielo desde donde vigila nuestra manera de comportarnos aquí
abajo, a fin de premiarnos si practicamos las virtudes cristianas y castigamos si preferimos vivir en el
pecado. ¡Estamos en plena mitología!
No os sorprendáis si nuestros contemporáneos y en especial los jóvenes se niegan a aceptar esto.
Pues si esto es la fe, el deber de un hombre inteligente es salirse cuanto antes. No bromeo, lo que estoy
diciendo es muy doloroso y temo que haya todavía hombres y mujeres, sacerdotes y religiosas, que
están viviendo en plena mitología sin darse cuenta.
El adagio que os he propuesto como expresión de lo esencial de la fe es de lo más tradicional en
la Iglesia. Digamos de pasada que no hay que llamar tradicional a lo que algunos de nosotros
aprendieron a principios de siglo. Hay confusiones que conviene disipar enérgicamente. Muchos se
dicen actualmente tradicionales pensando en lo que se les enseñó cuando eran jóvenes. Pero hay que
saber que hace cincuenta años fuimos educados en una época en que la Iglesia estaba bastante lejos de
su propia Tradición, lo que no tiene nada de escandaloso, pues en la vida de la Iglesia ha habido
momentos de una bajada de tensión. Algo así como ocurre en la obra de un escritor en la que nos
sorprende encontrar en partes de su obra cosas que rozan la tontería. Sucede lo mismo con una partitura
de un gran músico, hay momentos en que da la impresión de olvidarse de su identidad por lo flojo que
aparece. En una gran obra esa bajada de tensión es normal, en general no dura y el genio se repone muy
rápidamente.
Lo mismo ocurre en la vida de la Iglesia; hay momentos en que estamos lejos de lo esencial de la
Tradición. Que los mayores de entre vosotros traten de acordarse: ¿Os hablaron de san Pablo cuando
erais jóvenes? No mucho, se tenía miedo a la libertad. Es un ejemplo entre mil. Tenemos pues que
prestar mucha atención para no confundir la Tradición de la Iglesia con lo que se nos ha enseñado que,
en la mayoría de los casos y de ahí la crisis actual, era relativamente ajeno a la verdadera Tradición de
la Iglesia (digo relativamente pues no hay que exagerar, una bajada de tensión no es un error).
Hay dos verdades que son rigurosamente correlativas, la encarnación de Dios y la divinización
del hombre. Es lo absolutamente tradicional, la base de la fe, lo permanente, lo inmutable, lo que
ningún contexto cultural nuevo puede modificar, lo que la Iglesia no pondrá jamás en tela de juicio
aunque tenga que cambiar su formulación. Nos lo han dicho siempre, pero en términos terriblemente
desgastados, como se dice del tejido que se puede ver a través de él.
GRACIA SANTIFICANTE: gracia quiere decir don y santificante quiere decir divinizante. Santo
es el nombre de Dios en el Antiguo Testamento (Cf. Santo, Santo, Santo es el Señor...) Por
consiguiente, en términos estrictos, lo santificante es lo divinizante. Todos hemos aprendido que existe
la gracia santificante pero no se nos dijo que se trataba de nuestra divinización.
SALVACIÓN: ¿Hay palabra más utilizada que esta? Albert Mury, intelectual marxista, quien
durante una semana de Intelectuales católicos en París me ayudó a precisar mi propio pensamiento
sobre la salvación, me decía: “A mi modo de ver, esta palabra conlleva cuatro preguntas:
“¿Quién es salvado?”
“¿Quién salva?”,
“¿Salvado de qué?”
“¿Salvado para llegar a qué?”
He aquí la respuesta marxista: ¿Quién es salvado?, el hombre. ¿Quién salva?, el proletariado
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organizado en partido. ¿Salvado de qué?, de la alienación (injusticias, explotaciones, etc.) ¿Para llegar a
qué?, a la sociedad sin clases, a la ciudad armoniosa y fraterna. Tras ello, di la respuesta cristiana.
¿Quién es salvado?, el hombre. ¿Quien salva?, Jesucristo. ¿Salvado de qué?, de la finitud de la criatura
(somos seres finitos) reforzada por el pecado que es una alienación mucho más profunda. ¿Para llegar a
qué?, no a la sociedad sin clases sino a una vida eterna divinizada, que no excluye el objetivo humano
de una sociedad más justa y fraterna (digamos de paso que no seremos divinizados, que no iremos al
cielo -hablando como el viejo catecismo- si no trabajamos ya desde ahora cuanto podamos, por crear un
mundo más justo, mas fraterno, más profundamente humano). Se nos habló siempre de salvación pero
omitiendo esta precisión.
HIJO DE DIOS. Esta palabra no quiere decir solamente criatura sino que vive la misma vida que
Dios. Un padre no da solamente la vida a sus hijos sino que les da su propia vida. Cuando decimos que
somos hijos de Dios decimos que Dios nos da su propia Vida, es decir, que nos hace participar de su
divinidad, en resumen, que somos divinizados. Esto es muy serio, que el bautismo nos haga hijos de
Dios no es poco.
VIDA SOBRENATURAL: Haced una encuesta en vuestro medio social, en vuestras parroquias,
escuelas, colegios, ¿qué significa esta expresión? Para algunos, una aparición de la Virgen María en
Lourdes es un fenómeno sobrenatural. Otros dirán que lo sobrenatural es lo que la naturaleza no puede
explicar, un platillo volante es un fenómeno sobrenatural. ¿Cuántos cristianos saben hoy que esta
palabra significa estrictamente la vocación del hombre a compartir la vida misma de Dios, a ser
divinizado?
Aunque las palabras se gasten o se degraden, no perdamos de vista la realidad enseñada pues se
trata de lo esencial.
Cristo revela quién es el hombre y quién es Dios
El sentido último de la existencia humana es que estamos llamados a convertimos en Dios. Me
gustaría que se relanzase en la Iglesia la palabra divinización o deificación. También aquí habría que
hacer una encuesta, ¿sería aceptado el término? Es necesario precisar diciendo que no seremos
eternamente Dios como Dios es Dios, ni seremos infinitos, absolutos como Él, pero viviremos la misma
Vida de Él. De ahí la necesidad de saber en qué consiste esa Vida. De nada sirve repetir que vamos a
vivir eternamente la vida misma de Dios si no sabemos en qué consiste esa vida. Dios no puede
revelamos que nuestra vocación es convertirnos en lo que es El sin decirnos quién es Él, de otro modo
estaría burlándose de nosotros.
¿Qué es un misterio?
Hay que comprender bien lo que significa la palabra misterio. Cuando yo era pequeño me decían
que un misterio es lo que no se puede comprender. No era yo muy listo entonces. De haber tenido un
poco de inteligencia hubiera replicado: qué curioso, si Dios me habla es para que yo le entienda. Es
absurdo afirmar, por una parte, que Dios por amor me revela su vida y, por otra, que yo no pueda
entenderlo. Es como si yo le dijera a uno de vosotros: tengo una gran amistad y simpatía por ti, dame un
poco de tiempo y te contaré toda mi vida, qué amo, qué hago, cuáles son mis amistades, etc. Me diréis
que es muy amable por mi parte y que os doy una gran prueba de amistad. Pero si me pongo entonces a
hablaros en chino, pensaréis que estoy loco, pues por una parte me dispongo a haceros partícipes del
secreto de mi existencia y, por otra, os hablo en chino.
Es lo que sucede cuando se afirma que el misterio es lo que no se puede entender. Acabáis de
comprobar con este ejemplo lo que representó una cierta enseñanza cuando la Iglesia olvidó su propia
Tradición. San Agustín nunca definió el misterio como lo que no se puede comprender sino como lo
que no se termina de comprender, que es muy distinto. Un hombre casado, muy feliz en su hogar, viene
y me dice al cabo de veinte años de matrimonio: “Padre, mi mujer es todavía un misterio para mí”. Yo
le contesto: “Ello no quiere decir que ella sea un enigma, sino que veinte años de vida en común no te
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han bastado para penetrar en lo más profundo de su ser. Tanto mejor, pues vas a descubrir en tu mujer
arcanos insospechados”. De la misma manera yo puedo preguntaros a la salida de un concierto, ¿os ha
gustado esa fuga de Bach? Cuidado, me diréis, es muy profunda y hay que escucharla varias veces.
Entonces, quizás a la duodécima vez, puesto que Bach no es Dios, no habrá ya misterio, pero hace falta
tiempo.
Dios nos hace penetrar en su misterio. Pero no se trata de curiosidad intelectual ni de responder a
una pregunta filosófica, ¿quién es Dios? sino de saber cual es nuestra vocación, convertir-nos en lo que
es Él. Es preciso que sepamos quién es Él. En otros términos, el sentido de la vida es nuestra relación
con Dios hasta el extremo de que viviremos eternamente su vida. El Cristianismo es esencialmente la
verdad de una relación. Lo contrario de la verdad no es el error (dos y dos son cuatro, es una verdad;
dos y dos son cinco es un error) sino la mentira. Hay relaciones verdaderas y relaciones engañosas.
Decir a una mujer que se le ama y tener relaciones amorosas con ella pensando en otra, es una relación
engañosa, no verdadera.
El Cristianismo contiene los elementos necesarios para que nuestra relación con Dios sea verdadera.
Todo en el Cristianismo (dogma, moral, sacramentos...) está encaminado a garantizar o a autentificar
nuestra relación con Dios. Obviamente, para que nuestra relación con Dios sea verdadera, hay que saber
quién es el hombre y quién es Dios, hay que conocer la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios.
No se tiene una relación verdadera con alguien que no se conoce. Cristo, que se hizo hombre para que el
hombre se hiciera Dios, nos revela quién es el hombre y quién es Dios.
¿Quién es el hombre?
Si me preguntáis qué es el hombre os responderé que pertenece a la categoría de lo divinizable. Es
la respuesta más profunda que se pueda dar más allá de lo que puedan decirnos las ciencias humanas
por interesante que sea. Los estudiantes llenan las facultades de ciencias humanas, sicología, sociología,
sociosicología, sicoanálisis, etc. El tema es apasionante, pero no llegan hasta la profundidad última del
hombre, no nos informan sobre el misterio del hombre, porque el hombre es un misterio.
¿Por qué el hombre es divinizable? Sencillamente porque hay un hombre que es Dios, un hombre
plenamente hombre. El Evangelio y San Pablo nos repiten que Cristo es plenamente hombre, salvo en
lo que se refiere al pecado, añaden. Cristo es plenamente hombre precisamente porque no es pecador. Y
lo que nos impide a nosotros ser plenamente hombres es el hecho de ser pecadores.
Si un miembro del género humano, de la especie humana, es Dios, quiere decir que hay en
todos los hombres la capacidad de ser Dios. Si un hombre es Dios, todos pueden serlo. El misterio del
hombre, el sentido del hombre, la significación de la vida humana, es la aptitud esencial del hombre
para ser lo que es Dios. De no ser así, habría que decir que Cristo no es hombre sino un paréntesis en la
historia de la humanidad, un aerolito, un fenómeno caído del cielo. La Iglesia luchó durante siglos por
mantener, a todo precio y contra todos, la humanidad de Jesucristo. Cristo no es un paréntesis sino el
Hombre en su plenitud. Existe ciertamente el hombre según Sócrates, según Nehru, etc., pero nosotros
los cristianos creemos que sólo Cristo nos dice qué es el hombre verdadero. Sólo Cristo realiza a la
perfección la definición misma de hombre: Él es Hombre y es hombre Dios. Por eso nosotros seremos
plenamente hombres sólo cuando seamos divinizados.
Tropiezo con estas objeciones: no me interesa saber cómo seré divinizado, pido sencillamente ser
humanizado; no me dice nada llegar a ser Dios, sí llegar a ser auténticamente hombre. Hay que tratar de
comprender que, al mismo tiempo, Cristo nos humaniza y nos diviniza. No tenemos que escoger entre
llegar a ser plenamente hombres y llegar a ser Dios. Se nos quiso encerrar en un dilema: o el hombre o
Dios. Si yo tuviese que escoger entre el hombre y Dios de modo que uno de los dos tenga que ser
excluido, yo escogería el hombre. Lo cual sería conforme a mi dignidad: pues soy hombre y he de llegar
a serlo. No podría creer en un Dios que me obligase a hacer esta elección, pues este Dios no podría ser
más que un ídolo. Llegar a ser Dios no quiere decir dejar de ser hombres.
¿Qué diferencia hay entre Cristo y nosotros? Hay dos. Primera: lo que Él es, nosotros tenemos
todavía que serlo. El hecho de no ser como Él desde nuestra concepción sino tener que llegar a serlo -a
lo largo de nuestra vida- crea entre Él y nosotros una diferencia infinita que durará toda la eternidad.
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Segunda: sólo por Él llegamos a serlo. El modelo de hombre que se trata de ser es Cristo, norma
absoluta, tipo de humanización acabada. Sólo por Él llegamos a ser hombres.
Estas dos diferencias bastan para mantener entre Cristo y nosotros una distinción eterna
irreductible. Jesús es el único Hombre-Dios, pero todos los hombres son divinizables; nos convertimos
perfectamente en Él. Jesús nos lo revela por su existencia como hombre-Dios. Incluso antes de oír sus
palabras, si creo que hay un Hombre-Dios, creo que mi vocación es llegar a ser yo también divino,
llegar a ser Dios. Como dice G. Morel: “Llegamos a ser por participación lo que Dios es por
naturaleza”.
¿Quién es Dios?
Jesús nos revela quién es Dios: Dios es Amor. Lo sabemos, pero ¿1o tomamos en serio?
Evidentemente, si existe un hombre que es Dios, es porque Dios es Amor. De otro modo no se
comprende la Encarnación si Dios no es Amor. En efecto, la tendencia profunda, el dinamismo
profundo del amor conduce a convertirse en el ser amado, no sólo estar unido a él sino ser uno con él.
Este dinamismo existe también en el amor humano pero no es plenamente realizable.
Pienso que no hay alegría comparable con la de amar; no tiene punto de comparación con la alegría
del arte o de la investigación científica. La alegría de amar es única pero no está exenta de sufrimientos.
Entrar en el amor es entrar en la alegría pero también entrar en el sufrimiento, no sólo porque existe
siempre el riesgo de la traición, del hábito, de una disminución progresiva del sentimiento recíproco,
sino porque de manera más profunda, el deseo íntimo del amor no puede realizarse aquí abajo; no se
trata solamente de que tú y yo estemos unidos, sino que tú y yo no seamos más que uno, sólo uno.
Es lo que Dios realiza en la Encarnación: se hace uno conmigo; en Jesucristo, Dios no está
solamente unido al hombre sino que es uno con él. El amor se ha realizado plenamente. Pues cuando la
Iglesia me dice que Cristo es a la vez Dios y Hombre, una sola persona, yo sé ya que Dios es amor.
Toda la Biblia lo desarrolla.
Del poder al amor
La historia de la Revelación es la conversión progresiva de un Dios considerado como poder
en un Dios adorado como amor. En esta perspectiva tenemos que releer toda la Biblia y estudiar la
historia de las religiones. Es normal que el hombre considere a Dios primero como el Todopoderoso.
Pongámonos en el lugar de los primitivos que se dan cuenta de que han sido arrojados a un mundo
peligroso, que su existencia es frágil, precaria, que están sometidos a los peligros de las fieras,
tempestades, inundaciones, epidemias.., y buscan espontáneamente un poder que los proteja. Los
paganos sacralizaron todo lo que tiene aspecto de poder: el rayo, el sol, los árboles, la luna, etc.
Pero la idea de poder es muy ambigua; un poder puede hacer mucho bien pero también mucho mal,
hay poderes que aplastan, que dominan, que nos anulan. Hitler y Stalin fueron en un tiempo muy
poderosos. ¿Vamos a entregarnos atados de pies y manos a este tipo de poder? Los paganos ante este
poder ambiguo tratan de que les sea propicio, de ganárselo, ofreciéndole sacrificios y oraciones.
Poco a poco, en toda la historia del Antiguo Testamento, ha habido una conversión de un Dios-
poder en un Dios-amor. En el centro de esta evolución los profetas revelan que Dios es voluntad de
justicia: tratáis, dicen ellos, de ganaros al todo-poder y de que os sea favorable y para ello quemáis
incienso, ofrecéis bueyes, machos cabríos, multiplicáis fiestas y ceremonias, celebráis las lunas nuevas;
convenceos de que no tenéis más que un medio para que el todo-poder os sea propicio y es practicar la
justicia entre vosotros, pues Dios es voluntad de justicia. Es la gran etapa de los profetas en pleno
corazón del Antiguo Testamento.
Finalmente Jesús revela que Dios es amor. La historia de la conversión progresiva de un Dios que
es simplemente todo-poder en un Dios que es Amor, ¿no es en el fondo la historia de cada uno de
nosotros? ¿No tenemos que convertirnos, constantemente, a un Dios que no es más que Amor? Pero
decir que Dios es Amor, equivale a decir que Dios no es otra cosa que Amor.
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Dios no es más que Amor
Todo está en el “NO ES MÁS QUE”. Os invito a pasar por el fuego de la negación, pues sólo más
allá encontraremos la verdad. ¿Es Dios Todopoderoso? No, Dios no es más que amor, no me digáis que
es Todopoderoso. ¿Es Dios Infinito? No, Dios no es sino Amor, no me habléis de otra cosa. ¿Es Dios
Sabio? No. Es lo que llamo la travesía del fuego de la negación que es absolutamente necesaria. A todas
las preguntas que me hagáis responderé, no y no. Dios no es otra cosa que Amor.
Decir que Dios es Todopoderoso es poner como telón de fondo un poder que se puede ejercer a
través de la dominación, de la destrucción. Hay seres que son poderosos para destruir (preguntádselo si
no a Hitler que aniquiló seis millones de judíos). Muchos cristianos ponen la omnipotencia como fondo
y después añaden, pero Dios es amor, Dios nos ama. Es falso. La omnipotencia de Dios es la
omnipotencia del amor, es el amor quien es todopoderoso. Decimos a veces, Dios lo puede todo. No,
Dios no lo puede todo, Dios no puede sino lo que puede el Amor. Cada vez que salimos de la esfera del
amor nos equivocamos sobre Dios y fabricamos una especie de Júpiter. Espero que veáis la diferencia
entre un todopoderoso que nos ama y un amor todopoderoso. Un amor todopoderoso no sólo no es
capaz de destruir nada sino que es capaz de llegar hasta la muerte. Yo amo a un cierto número de
personas pero sé muy bien que no soy capaz de darlo todo por ellos, es decir, morir por ellos.
En Dios no hay otro poder que el poder del amor y Jesús nos dice (es Él quien nos revela quién es
Dios): “No hay mayor amor que morir por aquellos a quienes se ama” (Juan 15,13). Aceptando morir
por nosotros nos revela la omnipotencia del amor. Cuando Jesús es apresado por los soldados en el
Monte de los Olivos, dice Él mismo que hubiera podido llamar a legiones de ángeles para liberarlo de
las manos de los soldados. Se guardó de hacerlo pues, de otro modo, nos habría revelado un falso Dios,
uno todopoderoso, en lugar de revelarnos el verdadero, el que va a morir por los que ama. La muerte de
Cristo nos revela que la omnipotencia de Dios no es un poder de aplastamiento, de dominación, no es
un poder arbitrario que nos llevaría a decir: ¿que está tramando allá arriba en su eternidad? No, no es
más que amor, pero ese amor es todopoderoso.
Yo acepto los atributos de Dios (poder, sabiduría, belleza...) sólo como los atributos del amor. De
ahí la fórmula que os propongo, el amor no es un atributo de Dios entre otros, sino que los atributos de
Dios son los atributos del amor.
El amor es todopoderoso, sabio, hermoso, infinito.
¿Qué es un amor todopoderoso? Es un amor que va hasta el final del amor. La omnipotencia del
amor es la muerte, ir hasta el final del amor es morir por los que se ama, y es también perdonarlos.
Si hay alguien entre vosotros que haya pasado por la dolorosa experiencia de una desavenencia familiar
o con un amigo, sabe hasta qué punto es difícil perdonar de verdad. Hace falta que el amor sea muy
fuerte para perdonar, lo que se llama perdonar de verdad. Hace falta el poder de amar.
¿Qué es un amor infinito? Es un amor sin límites. Tenemos límites en nuestro amor humano pero
el amor de Dios es infinito y por tanto capaz de convertirse en hombre sin dejar de ser Dios.
Él realiza lo que nosotros no podemos realizar ni siquiera en los hogares más profundamente
unidos. Por eso os decía que es imposible entrar en el amor sin entrar en el sufrimiento, si de verdad se
ama y se realiza lo que representa amar, es decir convertirse uno en el otro. El infinito de Dios no es un
infinito en el espacio, un océano sin fondo ni orillas, es un amor que no tiene límites.
Las características del amor
No hay que ser sentimental, hay que combatir tanto el sentimentalismo como el racionalismo. Uno
de los beneficios del canto gregoriano, del que soy devoto, es que me ha apartado a un tiempo del
racionalismo seco y del sentimentalismo bobo. Repetir machaconamente la palabra amar termina por
ser un poco simple.
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Amor = acogida y don
Lo miremos como lo miremos, el amor es don y acogida. El beso es un hermoso símbolo del amor,
es signo a la vez de don y de acogida. Un beso se da solamente si es acogido. Los labios de mármol de
una estatua no acogen, no reciben un beso; tienen que ser labios vivos que acogen y dan al mismo
tiempo. El beso es un gesto admirable, y precisamente por eso no hay que prostituirlo sino reservarlo
como signo de algo muy profundo. El beso es el intercambio de alientos, de soplos, es decir de nuestras
profundidades: yo soplo en ti (te doy mi aliento), yo me expiro en ti y te aspiro en mí de tal forma que
yo estoy en ti y tú estás en mí. Es decir, yo me descentro a fin de no ser más yo mismo mi propio
centro, sino que en adelante mi centro seas tú. Te amo, eres mi centro, yo vivo por ti y para ti. Lo
mismo ocurre contigo de forma que tú también vives para mí y por mí y los dos vivimos el uno por el
otro. Amar es vivir para el otro (es el don, la entrega) y vivir por el otro (es la acogida). Es renunciar a
vivir en sí, para sí y por sí.
En esto consiste el misterio de la Trinidad. Si el amor es don y acogida, tiene que haber varias
personas en Dios. No se da uno a sí mismo ni se acoge uno a sí mismo. La vida de Dioses esta vida de
acogida y de entrega. El Padre no es sino movimiento hacia el Hijo. No existe más que por el Hijo.
Esposas, son los hijos los que os hacen madres, sin ellos no seríais madres. El Padre es paternidad y
sólo existe por y para el Hijo. El Hijo no es sino Hijo y no existe si no para y por el Padre. Y el Espíritu
Santo es el beso entre ambos.
Puesto que la vida de Dios es acogida y entrega, y puesto que yo debo llegar a ser Dios, no debo
querer ser un hombre solitario. Si soy un hombre solitario no me parezco a Dios, y si no me parezco a
Dios no podré compartir su vida eternamente. Esto es lo que se llama pecado, no parecerse a Dios, no
tender a llegar a ser lo que es Él, don y acogida.
Si Dios no es más que amor, es pobre, dependiente, humilde. A primera vista parece imposible y sin
embargo hay una frase fundamental de Cristo que hay que tomar muy en serio. Cuando veo a Jesús
arrodillado a los pies de los apóstoles, lavándoles los pies, en ese preciso momento le oigo que me dice:
“Quien me ve, ve al Padre”, es decir, “Quien me ve, ve a Dios” (Juan 14, 9). Esta afirmación es muy
fuerte y sentiremos quizás que nuestra razón titubea y vacila. Dios no se nos revela como el Ser Infinito.
El Dios en quien creemos no es el de los filósofos, de Aristóteles o de Platón, sino el Dios revelado por
Jesucristo. Profundicemos en esta meditación partiendo de nuestra experiencia humana, pues si no
tenemos experiencia del amor, no sabremos qué decimos cuando afirmamos que Dios no es otra cosa
que amor.
Pobreza de Dios
En mi experiencia de hombre veo que no hay amor sin pobreza. Tratemos de imaginar una mirada
de amor en la cual sólo hubiera amor. Es muy difícil, pues en toda mirada humana hay siempre algo
más. Incluso en la mirada más amorosa hay siempre una mirada hacia sí mismo. Soy pecador y ello
quiere decir que cuando te digo que te amo, debería añadir, si fuera sincero, que hay alguien a quien
prefiero a ti y ese alguien soy yo. He ahí el pecado, cualquiera que sea la forma que revista. El pecado
original es mi incapacidad de amar puramente, lo que hace que el otro no lo sea todo para mí (en
sentido estricto) y que yo no sea puro dinamismo hacia el otro (puro en sentido estricto), como en la
Trinidad el Padre es puro dinamismo hacia el Hijo y el Hijo hacia el Padre, y el Espíritu Santo es la
reciprocidad, la fuerza del amor, el dinamismo.
Existe un medio de imaginar una mirada de amor donde no haya más que amor pues pienso que,
en la experiencia del amor humano (ya se trate del amor conyugal, de la simpatía fraternal, del amor
paternal o maternal, de la caridad y de la dedicación a los otros, etc.), hay suficiente amor aunque esté
mezclado con el egoísmo, para que podamos comprender qué es el amor vivido en Dios, en toda pureza,
y en toda plenitud.
Cuando un hombre mira a su mujer con esa mirada de amor en la que no hay más que amor ¿qué
puede decirle que traduzca esta mirada? No encuentro más que una frase: “Lo eres todo para mí, eres
toda mi alegría”. Es una expresión de pobreza: si tú eres todo, yo soy nada. Fuera de ti soy pobre. Mi
riqueza no está en mí sino en ti. Mi riqueza eres tú y yo soy pobre.
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Si es cierto en el amor humano, lo es más cuando se trata de Dios. Dios es la Pobreza Absoluta,
en Él no hay indicios de tener, de posesión. Eternamente el Padre le dice al Hijo, tú eres todo para mí, y
el Hijo responde al Padre: tú eres todo para mí. Y el Espíritu Santo es el dinamismo mismo de esta
pobreza. Dios es el más pobre de todos los seres. Si vuestra razón vacila ante esta perspectiva, decid
entonces, Dios es rico, pero añadid inmediatamente: rico en amor y no en poseer. Así pues, ser rico en
amor y ser pobre es la misma cosa. Dios es un infinito de pobreza. La propiedad, el poseer, es lo
contrario de Dios.
Cierto que, en la complejidad de lo humano, es necesaria cierta propiedad; quien no tiene nada es
un mendigo. Lo malo es que si no tiene nada le costará mucho ser, lo cual quiere decir que aquí abajo
ser sin poseer es imposible. Por ello la Iglesia reconoce el derecho a la propiedad; para que el ser
humano sea hace falta un cierto poseer. Pero no en Dios, de ninguna manera, Y no entraremos en Dios
más que cuando nos hayamos despojado de todo lo que tenemos. La pobreza material de Belén y de
Nazaret no es más que el signo de una pobreza mucho más profunda, pobreza inmensa de Dios, infinita,
absoluta, sin la cual no podemos decir que Dios es amor. Estamos muy lejos de ciertas imágenes de
Dios. Seamos serios, esto es el centro de nuestra fe, y no es broma. Hay ateos que no son serios pero
también hay cristianos que no lo son. Si uno quiere situarse donde debe, hay que confrontar al cristiano
serio con el ateo serio. Y el cristiano serio es quien afirma la pobreza de Dios.
Dependencia de Dios
Tratemos de imaginar la mirada de amor de una mujer a su marido, donde no haya más que amor,
y procedamos por el absurdo. ¿Puede esta mujer decir a su marido, te quiero, pero quede bien claro que
si tu profesión te obliga a ir a Madagascar, yo me quedo en Francia? Dicho de otro modo, al mismo
tiempo que te expreso mi amor, afirmo mi independencia con respecto a ti. Obviamente una actitud tal
es imposible, impensable. Amar es querer depender, te amo y te seguiré hasta el fin del mundo, quiero
depender de ti. Por otra parte, en toda comunidad humana está implícito decir: quiero depender de
vosotros. ¿Por qué tantas comunidades en nuestros días nacen y mueren tan deprisa? Porque no hay esta
afirmación de dependencia recíproca. Si en el amor humano amar es querer depender, con mayor razón
es cierto cuando se trata de Dios en quien el amor es vivido en toda plenitud. Si Dios no es más que
amor, Él es el más dependiente de los seres, es un infinito de dependencia. El padre del pródigo
depende de su hijo, si su hijo no regresa llorará, si regresa vivirá en la alegría.
Prestemos atención a una ambigüedad que hay que desterrar, pues hay dos tipos de dependencia,
¿es el bebé el que depende de su madre o la madre quien depende del bebé? En el plano del ser y de la
vida es el bebé quien depende de su madre, pero en el plano del amor ¿no es la madre la que depende
del niño? La dependencia del niño con respecto a la madre es ajena al amor, a la libertad. Naturalmente
si la madre no está allí para darle el pecho tendrá hambre, pero en el amor es la madre la que depende
de su hijo y le dice: eres mi alegría. Y si el niño respira mal, si está enfermo, si el médico se inquieta, la
madre no vive, hasta tal punto depende de su hijo. Dios es el más dependiente de los seres, dependencia
en el amor no en el Ser.
Humildad de Dios
Dios es el más humilde de los seres. No sólo Jesús a quien decimos, “Jesús, manso y humilde de
corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”, sino Dios en su profundidad. Pero el que Dios sea humilde
no quiere decir que sea deficiente o débil. Somos nosotros quienes somos humildes reconociendo que
somos unos pobres hombres. La humildad de Dios no tiene nada que ver con esto sino con el hecho de
que el amor no puede mirar de arriba abajo...
Partamos de la experiencia del amor humano. ¿Creéis que es posible que un hombre, en el acto
mismo de amar, le diga a su mujer, “te quiero, pero no olvides que soy profesor de Filosofía y Ciencias,
soy superior a ti que no eres más que una modistilla con un simple certificado de estudiosos?” ¿Creéis
que es amor una mirada que domina, que mira de arriba abajo? De ningún modo.
Cuando Jesús lava los pies a los apóstoles los mira de abajo arriba y en ese momento nos dice que
es Dios. Buscamos a Dios en la luna y nos está lavando los pies. El lavatorio de pies es una lección de
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amor fraterno pero, más profundamente, es una revelación del ser de Dios. Dios no puede sino situarse
abajo, si no lo hiciese no podríamos decir que Dios es amor. La humildad de Dios es la profundidad de
Dios.
Me diréis que Dios es más grande que nosotros. Ciertamente más grande en amor, puesto que no es
más que amor. En humildad Dios es más grande que nosotros, nunca seremos tan humildes como El. El
Dios en quien creemos es infinitamente humilde, dicho de otro modo, despojado de todo prestigio. El
prestigio es siempre accesorio. Hay en nosotros cierta necesidad de prestigio, de apariencia, que no
existe en Dios. Dios es la plenitud de la humildad.
Al escuchar a esos jóvenes que les suenan mal las palabras de la liturgia: “Tuyo es el reino, el poder
y la gloria”, los comprendo muy bien. No digo que haya que suprimir estas palabras, pues son
tradicionales y tienen su significado, pero hay que comprender que el fondo de la gloria es una
humildad sin la que el amor no es amor. E1 amor que no es más que amor no mira desde arriba nunca.
No hay mirada de amor que sea una mirada de arriba a abajo. Inclinarse sobre el pueblo, no es amar al
pueblo. Inclinarse sobre un niño, no es amar a un niño. Dios no se inclina.
Lo que hay en el corazón de Dios es un poder de anonadamiento de sí. En vuestra opinión, ¿hace
falta más poder para ponerse por delante o para anonadarse? Mi propia experiencia es que hace falta
mucho más poder para anonadarse. Por consiguiente, si Dios es todopoderoso y si yo no puedo entender
este poder más que partiendo de mi experiencia, concluyo que Dios es un Poder Infinito de
anonadamiento de sí.
Ved en qué se transforma entonces la adoración. Os dejo con esta imagen, pensad en una jovencita
sencilla, una campesina de quince años. Imaginad a un Don Juan que la ve, la encuentra bella y quiere
seducirla. Se entera de que ella se llama María y vive en Nazaret. Cuanto más se le acerca, constata más
que emana de ella una majestad tal que todos los planes de seducción se le vienen abajo. Esta es una
majestad ante la que uno no puede hacer menos que inclinarse y el seductor cae de rodillas ante la
humildad majestuosa de esta jovencita. Para saber quién es Dios lo aplico en el mismo sentido y,
entonces, me encuentro con Dios. Estamos muy lejos de Júpiter, del paternalismo y del triunfalismo. Es
este el Dios que nos revela Jesucristo.
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Morir y resucitar
Págs. 55-68
Si no nos contentamos con lo que acabamos de decir, tropezamos inevitablemente con una objeción
tremenda: ser divinizado es imposible pues Dios es precisamente lo que no puede transformarse, y Dios
no puede lo imposible. Es un error creer que Dios puede cualquier cosa; Dios no puede hacer que dos y
dos hagan cinco o seis; no es posible. Cuando decimos que Dios es trascendente, decimos precisamente
que es Totalmente-Otro, absolutamente otro y que entre Él y nosotros, hay un abismo infranqueable. En
consecuencia, atreverse a afirmar que el sentido de la existencia humana es ser divinizada, es decir algo
que no parece posible.
Transformación
Os propongo cambiar la frase: “Nuestra vocación es ser divinizados” por la siguiente, “nuestra
vocación es ser divinamente transformados”. No se convierte uno en Dios deslizándose
tranquilamente sobre un plano inclinado, no se desemboca, sin más en la vida misma de Dios, se
necesita una transformación radical. La entiendo en el sentido más estricto: “radix” significa raíz. Para
llegar a ser lo que es Dios, es preciso que el hombre sea transformado radicalmente.
Así como la expresión clave hasta ahora ha sido “NO ES MÁS QUE” la expresión clave en
adelante será “TRANS”. Encontramos este prefijo en trans-formación, trans-figuración, trans-porte,
trans-siberiano, trans-atlántico. Cuantas veces interviene el prefijo “TRANS” hay muerte de alguna
cosa y nacimiento de otra.
El viajero que va de París a Pau muere a la vida parisiense, para nacer a la de Pau. No hay
“TRANS” sin muerte de algo y nacimiento de algo nuevo. Por ello, si nuestra vocación es la de ser
divinizados, inevitablemente nuestro destino toma la forma de muerte y resurrección. Es importante
definir estos dos términos. Cuando hablo de muerte, no se trata de nuestra muerte final, de la muerte
como final de nuestra vida, se trata de la muerte a lo largo de nuestra vida, la muerte de sí mismo, la
muerte del egoísmo, lo que llamamos sacrificio. Todos sabemos que traer al mundo a un hijo impone
sacrificios. Cuando hablo de resurrección, no se trata de volver a la vida de antes de morir, Resucitar es
pasar a una vida completamente diferente.
Quiero mostraros que el paso o la transformación a la vida divina, a la vida misma de Dios, se
opera no sólo después de la muerte sino a lo largo de la vida e implica siempre un nuevo nacimiento o
una resurrección. Tomemos ejemplos de la vida ordinaria. Se trata de comprender que un crecimiento
no es un agrandamiento sino una transformación.
El agrandamiento sólo existe en el reino mineral. Cuando pasamos a un organismo vivo, hay
transformación. Tomaré tres ejemplos elementales, muy elocuentes a mi modo de ver.
La niña que se hace mujer
La mujer no es una niña grande; si así fuese, sería un monstruo. La niña se convierte en mujer sólo
transformándose, es decir, muriendo a su estado de niña para nacer a su estado de mujer adulta. Esto es
muy importante. Si preguntamos a una niña qué le haría más feliz, responderá espontáneamente:
quisiera ser tan alta y tan mayor como mamá. Pero no piensa ni un segundo que para ello tendrá que
renunciar a sus muñecas, a su vida sin preocupaciones, para pasar a algo totalmente nuevo que le
acarreará sufrimientos. No sabe que para convertirse en persona mayor tiene que morir a su estado de
infancia para nacer al estado adulto. Esta observación parece anodina pero en realidad va muy lejos ya
que hay aquí un aspecto que en el mundo moderno se llama mito. Uno de los aspectos esenciales del
mito es que el hombre tiende a proyectar hacia el futuro el presente tal como es, sin transformación.
En este sentido podemos decir que hay algo de mito en la forma de expresarse la Biblia. En efecto,
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la Biblia nos representa la vida eterna como un reposo que tendemos a asimilar al reposo en la vida
terrestre cuando estamos cansados. Cuando dejamos vagar nuestra imaginación, sin corregirla con la
reflexión, nos representamos esta vida eterna como una especie de “far niente” eterno. La liturgia, me
diréis, contribuye a ello pues en el oficio de difuntos decimos: “dales Señor el descanso eterno”. Lo
que ocurre es que la liturgia supone que somos inteligentes, elemental. Se nos presenta también la vida
eterna como un festín, un banquete, porque en la vida presente una comida en común es el signo de
fraternidad, de paz y de alegría. Al hablarnos de banquete eterno se nos hace proyectar hacia el futuro el
presente tal como es. Esto es mítico, y hay que reconocer que tanto la Biblia como el mismo Evangelio
y la liturgia contienen aspectos míticos que hay que criticar seriamente. No os escandalicéis si os digo
que la expresión bíblica debe ser criticada. La Palabra de Dios es una palabra humana, Jesús hablaba a
hombres de su tiempo y, para que le comprendiesen, utilizaba viejos mitos que les eran familiares. Es
propio de la teología criticar, en el buen sentido de la palabra, es decir hacer crítica, reflexionar,
comprender lo que hay detrás del mito, de manera que nuestra imaginación no ceda a la tentación
infantil de proyectar hacia el futuro el presente sin transformarlo.
Tendemos a imaginar la felicidad del cielo como un agrandamiento de lo que llamamos aquí
abajo felicidad (descanso, banquete, etc.), cuando en realidad la dicha del cielo es la dicha misma de
Dios. Ser divinizados, ir al cielo como dice el catecismo, no es escalar una montaña o ir a un sitio
determinado, es participar en la vida divina. Y puesto que Dios no es más que amor, la vida eterna
consiste únicamente en amar. Esta es la dicha del cielo.
Gusano que se convierte en mariposa
La mariposa no es un gusano grande, ya que el crecimiento no es nunca agrandamiento. Si el
gusano tuviese una conciencia y yo pudiese hablarle, como en un cuento de hadas, le preguntaría cuál es
su ideal. Me contestaría, sin duda de manera mítica, que le gustaría ser el gusano más grande del
bosque, el rey, el emperador de los gusanos, que reinase sobre todos los gusanos del bosque. A esto se
le llama voluntad de poder que no es sino la ampliación de lo que se es sin transformación. El gusano
no sabe que para volverse en lo que tiene que ser tiene que despojarse de su cuerpo de gusano y adquirir
un nuevo cuerpo, pues en realidad sólo existe para convertirse en mariposa, tal es su vocación. Cuando
se convierta en mariposa será lo que tiene que ser.
Grano de trigo que se convierte en espiga
Es inútil detenernos en ejemplos elementales, siendo así que Jesucristo escogió él mismo en el
Evangelio un ejemplo muy elocuente, en el capítulo 12 del evangelio de san Juan: la historia del grano
de trigo. Jesús no desarrolla esta historia, pero es fácil hacerlo. Si alguien de entre vosotros tuviera
talento literario, le aconsejaría de buena gana que escribiese la historia del grano de trigo. Un escritor
danés, Joergensen, autor de una Vida de san Francisco de Asís, ha escrito una admirable parábola sobre
la historia del grano de trigo.
El grano de trigo está muy feliz en su granero, sin goteras, ni humedad, rodeado de compañeros
amables, sin disputas, perfecto. Esta sería la dicha del hombre honrado con desahogo financiero, éxito
en los negocios, buena salud, etc. No debemos ciertamente despreciar la felicidad humana, pero sin
perder de vista que se trata de una pequeña dicha comparada con lo que debemos ser por toda una
eternidad.
Imagino que este grano de trigo es muy piadoso, da gracias a Dios: Señor, te doy gracias por lo que
me das, esta felicidad que hace que yo sea tan feliz en mi granero, y deseo que dure para siempre. Tiene
razón para darle gracias a Dios. Solamente que... ¡cuidado! este grano de trigo se dirige a un Dios que
no existe, pues un Dios que no fuera más que el autor y el garante de la pequeña felicidad de un grano
de trigo en un granero, aun siendo legitima esa felicidad, un Dios así no existe, es un ídolo. Es éste
precisamente el Dios negado por muchos ateos contemporáneos nuestros. ¿Podemos decirles que están
equivocados? Y si el grano de trigo se obstina en entonar cánticos, tomaré mi pluma y escribiré un
tratado para hablar de la ilusión de los creyentes.
Un día cargan el trigo en una carreta y lo llevan al campo, más hermoso aún y más agradable que
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el granero. Una vez más el grano da gracias a Dios y tiene razón en hacerlo. La tierra ha sido labrada
hace poco. Se echa el trigo en la tierra, un pequeño escalofrío, está fresca; poco importa, es agradable,
es una sensación nueva. Pero he aquí que se hunde el grano en la tierra, ya no ve ni oye nada, la
humedad le penetra hasta lo más profundo. El grano de trigo, que por la muerte inevitable se está trans-
formando en lo que debe ser, es decir en una hermosa espiga, echa de menos el granero en donde era
muy dichoso pero dichoso de una pequeña felicidad humana. En aquel momento dice lo que tantos
millones de hombres: ¡si Dios existiera estas cosas no ocurrirían! Es una lástima porque se trata aquí del
verdadero Dios, el Dios que lo transforma para convertirlo de grano en espiga, lo que sólo es posible
mediante la muerte. El único Dios que existe es aquél que nos hace crecer y pasar de una condición
simplemente humana a la condición de hombre divinizado.
Esta es nuestra historia, nuestra condición humana. No hay crecimiento sin transformación, ni
transformación sin muerte y nuevo nacimiento. Dicho lo cual, diré que hay en la historia de la
humanidad tres tipos de muerte y de nacimiento, tres tipos de transformación, tres tipos de pascua.
La palabra Pascua o Pascuas viene del hebreo “paso”, “tránsito”: pésah en hebreo, pascha en
griego, pasqua en latín, pascua en castellano.
En nuestra vida hay dos tránsitos.
El primero es nuestro nacimiento humano, pasamos de la nada a la existencia humana, inteligente
y libre. Pero este primer paso es sólo previo a un segundo. Este segundo paso es el de una existencia
humana a la existencia humano-divina. Este paso es inconmensurable comparado con el primero. Es
enorme pasar de la nada a la existencia, pero lo es mucho más pasar de la existencia humana a la
existencia humano-divina. El primer paso se hace sin nuestro consentimiento, pues no se nos pide
permiso para traernos al mundo, pero el segundo tránsito no se hace sin nosotros, se realiza a lo largo de
nuestra vida. Este segundo paso es la Pascua. Hay tres en la historia de la humanidad,
Tres Pascuas o pasos transformadores
La Pascua de los Hebreos
Está reflejada en el libro del Éxodo. Los hebreos eran en Egipto una minoría oprimida. Ya
sabemos qué son las minorías tan a menudo explotadas. Los hebreos tenían que transportar paja y tejas
para construcción de casas, siendo su salario unas pocas cebollas. Un día el Faraón decidió aumentar la
producción sin aumentar el salario. Moisés se dirigió entonces a Dios y le dijo: “Esto es intolerable, tu
pueblo es un pueblo de esclavos”, a lo que Dios le respondió: “Tienes razón, no me es posible dialogar
con un pueblo de esclavos, quiero que mis hijos sean hombres libres. Lo que define al hombre es la
libertad. Los vas a hacer pasar (pasaje, pascua) del Egipto de la esclavitud a la Palestina de la libertad.
Palestina es la tierra que he prometido a tus antepasados, la tierra donde eran hombres libres.
Entre el Egipto de la esclavitud, es decir la situación de un grano de trigo en el granero, y la
Palestina de la libertad hay un desierto inmenso, el Sinaí. Son necesarios cuarenta años para atravesarlo,
cifra evidentemente simbólica para indicar un lapso de tiempo muy largo. Cuanto más se adentran en el
desierto, más se parecen al grano de trigo que se ha hundido en la tierra y más echan de menos el
tiempo en que eran esclavos en Egipto, pues allí al menos tenían su salario, su pequeña porción de
cebollas, mientras que en pleno desierto no hay nada que comer. Comienzan a sublevarse y Moisés
tiene que calmarlos con el milagro de las codornices, el del maná, el del agua que brotó de la roca. Pero
cuanto más avanzan, más calcinado está el suelo y quieren volverse atrás. Un pueblo que era esclavo,
que marcha hacia la libertad, y quiere volver a la esclavitud. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski
pone en boca del gran Inquisidor: “Si se deja a un pueblo que elija entre felicidad y libertad, ¡ay!, es
capaz de escoger la felicidades, la pequeña felicidad del grano de trigo en el granero. Ahí está la
desgracia, preferir la felicidad simplemente a la dicha de ser un hombre libre.
Finalmente Moisés consigue que el pueblo le siga y llegue a la tierra prometida, la patria de la
libertad. Imposible evitar el desierto. Los hebreos creen que van hacia la muerte cuando en realidad van
hacia la verdadera vida, como el grano de trigo hundido en la tierra que cree que muere cuando en
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realidad se encamina hacia la bella espiga que pronto se mecerá con el viento. No hay transformación
sin pasar por una muerte, por el sacrificio de un cierto estilo de felicidad, digámoslo claramente, de
felicidad egoísta. Hay que renunciar al propio egoísmo para conocer la verdadera dicha, la dicha misma
de Dios a la que estamos llamados para la eternidad. Hay que pasar por la muerte para. alcanzar la gran
libertad divina. Uno no puede, sin ser transfigurado, convertirse en hombre libre con la libertad misma
de Dios.
La Pascua de Cristo
Cristo revivió lo que había vivido su pueblo. Lo revivió en primer lugar simbólicamente, pasando
cuarenta días en el desierto en el umbral de su vida pública (cuarenta días que recuerdan los cuarenta
años del Éxodo) y luego, no ya de manera simbólica sino real, subiendo al Calvario: va hacia la muerte,
en realidad hacia la verdadera vida que es la vida resucitada en el corazón de la Trinidad, la vida misma
de Dios. La primera pascua no era más que una imagen, la de Cristo es la Pascua central de la historia.
Cristo, ya lo hemos dicho, es el hombre, el Hombre perfecto, el que vive en plenitud el destino
del hombre, es Dios mismo hecho hombre que muere para resucitar, es decir para “pasar de este mundo
al Padre” (Juan 13, 1). La resurrección de Cristo no es el retorno a su vida precedente antes de morir, es
el paso a la vida de Dios. Después de su resurrección, Cristo vive en el corazón mismo de la Trinidad y
sus condiciones de vida son las de la vida divina. Se ha vuelto otro y ya no está, como nosotros, ligado a
los condicionamientos de espacio y tiempo,
Reflexionemos: Cristo se vuelve otro, pero no es otro sino que sigue siendo el mismo. Algo así
como el París de las nieblas de otoño convertido en otro en verano, transfigurado por el sol, pero
continúa siendo el mismo París. Cristo resucitado no deja de ser un hombre. Como dice Romano
Guardini, “de todas las religiones el Cristianismo es la única que se ha atrevido a poner el cuerpo
(humano) en las profundidades más recónditas de Dios”. (Romano GUARDINI, El Señor, Rialp,
Madrid, 1965). Al resucitar, Cristo no se ha despojado de su humanidad, no ha rechazado su “carne”,
después de treinta años, como un polvo inútil. Cristo resucitado es Hombre-Dios por toda la eternidad.
Tras la resurrección la Trinidad ya no es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es el Padre, el Hijo
encarnado, muerto y resucitado y el Espíritu Santo; es el Padre, Cristo y el Espíritu Santo. Resucitado,
el hombre-Jesús vive en el corazón mismo de la Trinidad. ¿Por qué Dios se ha hecho hombre sino para
llevarnos con Él, para que “por Él, con Él y en Él” vivamos, en el corazón de la Trinidad, la vida de
Dios? Vale la pena dar su vida para que los hombres lo sepan y que ésta sea su esperanza.
Nuestra Pascua
La tercera pascua de la historia es la nuestra, y no hay solamente una sino que cada una de
nuestras decisiones es una pascua, toma la forma de muerte y resurrección.
1) Importancia de nuestras decisiones
Comencemos por comprender que lo que cuenta en nuestra vida son nuestras decisiones. Mi vida
real de hombre o de mujer o, si lo preferís lo que hay de humano en mi vida, es un conjunto de
decisiones. Lo que no es decisión no es nada, no construye nada, es como la paja que se pone en los
paquetes para evitar que se rompa el objeto preciado que contienen. San Agustín tiene una comparación
más poética: “Somos comparables a un arpa cuya única cosa importante son las cuerdas. Está lo demás,
ciertamente, pero son las cuerdas las que vibran”. En mi vida, lo que vibra, lo que me constituye, son
mis decisiones, pequeñas o grandes.
Hay pequeñas decisiones que parecen insignificantes, prestar un servicio a un vecino enfermo,
renunciar a un paseo para pasar el día en el hospital visitando a un compañero herido, etc. A los niños
les diría, decisión de ceder el asiento en el autobús o en el tren, decisión de tomar el pedazo más
pequeño de carne para dejar el más grande a la persona que se sirve después de mí, etc. Es un sacrificio,
es una muerte. Para un niño hacer esto es morir ya a su egoísmo.
Hay asimismo grandes decisiones que orientan toda una vida, decisión de contraer matrimonio,
decisión de entrar en el seminario o en la vida religiosa, decisión de renunciar a una mujer que no es a
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quien he jurado fidelidad. Es terrible tener que renunciar a un hombre o a una mujer a quien se ama,
tengo confidencias al respecto, es una muerte.
Entre las pequeñas y las grandes decisiones hay toda una gama, pero lo que en la vida no es
decisión, acto libre, opción, no es nada. Son nuestras decisiones las que nos construyen. Nuestra vida
eterna la construimos día tras día, minuto tras minuto, exactamente decisión tras decisión. ¿Por qué?
Sencillamente porque Cristo resucitado está en el corazón de las decisiones que tomamos.
2) Cristo está presente en nuestras decisiones
Planteemos simplemente la cuestión: ¿creéis que Cristo ha resucitado? Como sois cristianos me
responderéis sí, claro. San Pablo nos dice que si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe (1 Corintios
15, 14).
Si Cristo ha resucitado ¿está vivo? Estáis obligados a responder sí. Decir que ha resucitado equivale
a decir que está vivo.
Si Cristo está vivo, está presente, ¿dónde queréis que esté? No está en la luna, ni en Sirio, ni detrás
de las estrellas, ni en el espacio que nos separa aquí a los unos de los otros (puesto que ha resucitado,
nada tiene que ver con el espacio). Está presente en nuestra libertad, pues por nuestra libertad
somos verdaderamente hombres, nos elevamos sobre la naturaleza.
Si está presente está activo, hace algo, pues una presencia inactiva no es una presencia real.
Recuerdo a una joven que no conseguía comprender que Cristo estuviera activo en nuestra libertad. “No
irás a creer que es un leño”, le dije. Comprendió al instante, Cristo no es un leño, no está ahí sin más
(dejemos por el momento la Eucaristía, hablaremos más adelante). Cristo está donde estamos nosotros y
no está ni en nuestro hígado ni en nuestro páncreas, está en nuestra libertad y no en nuestra libertad
cuando dormimos sino en nuestros actos libres, es decir, cuando tomamos decisiones.
Si está activo es transfigurador, ¿qué queréis que haga sino transfigurar? Cristo es Amor y el amor
transfigura todo lo que toca. Ved esa muchacha medio neurasténica que no quiere salir de su
habitación, no quiere comer, no duerme. Un día encuentra al príncipe encantado y todos se preguntan
qué le ha ocurrido. Se ha transformado, el amor la ha transformado. El amor no puede dejar de
transfigurar todo lo que toca.
Si es transfigurador es divinizante. Puesto que es Dios quien está presente en nuestra libertad, para
Él transfigurarnos supone divinizarnos, convertirnos en lo que es Él.
Insisto en este punto porque tengo la impresión, según los sondeos que he podido hacer aquí y allá,
que esta verdad absolutamente central de nuestra fe parece difícil a muchos cristianos porque están
todavía atascados en nociones abstractas. No me digáis que es difícil lo que acabo de deciros. Decir que
alguien está vivo no es abstracto (una presencia no es ni mucho menos un abstracto), decir que está
presente en nuestros actos libres, en nuestras decisiones, y que las transfigura tampoco lo es. No me
digáis que soy un intelectual, pues en ese caso os hubiera demostrado que sois vosotros quienes lo sois.
Pues el intelectual en el mal sentido de la palabra es el que utiliza palabras gastadas hasta el extremo sin
romperlas. Hay que romper las palabras como se rompe una hucha o un huevo de Pascua para ver qué
hay dentro. Es indispensable.
3) Cristo diviniza nuestra actividad humana humanizadora
De buenas a primeras esta fórmula es un poco densa pero no abstracta, es completamente real:
Cristo da una dimensión divina a nuestras decisiones humanas humanizadoras. En otros términos,
diviniza lo que nosotros humanizamos.
¿Qué queréis que Cristo divinice si nosotros no humanizamos nada, si seguimos en zapatillas, si por
no arriesgarnos a ensuciamos las manos no tocamos nada en todo el día? Si nuestra vida no está al
servicio de la transformación de las relaciones entre los hombres y las instituciones sociales y políticas
que condicionan esas relaciones, nuestras relaciones ¿son humanas y cada día más humanas?; las
decisiones que tomamos ¿tienden a humanizar el mundo en el plano familiar primero y en el
político después? Por ejemplo, una actividad sindical tiende a humanizar las relaciones entre los
hombres.
El Hombre no está hecho, está por hacer. Somos principios de hombre, dice Santiago. Somos
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bocetos de hombre. Dios no crea al hombre ya hecho, Dios crea al hombre capaz de crearse a sí
mismo.
Nuestra tarea humana es la de crear al hombre, es decir hacer que el hombre sea hombre. ¿Quién de
nosotros se atrevería a decir que ya es hombre? Cuando veo a un bebé en brazos de su madre, la felicito
y le digo, es magnífico, espero que haga usted de él un hombre. Así pues, lo que es evidente tratándose
de un niño es cierto aplicado a cualquier hombre de cualquier edad. Hay cosas que ya están hechas pero
el hombre es otra cosa, tiene que hacerse. Nuestras relaciones y nuestras instituciones tienen que
llegar a ser verdaderamente humanas, están en vías de humanización.
Somos hombres en devenir, son nuestras decisiones las que contribuyen a que seamos hombres y
nuestras decisiones no son verdaderamente humanas si no son humanizadoras. Nuestra humanidad
pasa por la humanización de los demás, nuestra libertad pasa por la liberación de los demás. El hombre
no se hace libre por sus propios medios sino cuando trabaja por liberar a sus hermanos. Se hace uno
más hombre trabajando para que el mundo sea más humano.
Es raro que estas decisiones humanizadoras no sean sacrificios, muertes al egoísmo, no se puede
a un tiempo dar y guardar para sí mismo. Todos sabemos por experiencia que no hay vida humana
humanizadora auténtica sin sacrificio, pero lo que los no creyentes no saben pero nosotros debemos
saber (por algo somos cristianos) es que cada una de esas decisiones humanas humanizadoras que hacen
morir en cierto modo nuestro egoísmo es un paso hacia la vida divina, cada una de esas muertes es un
nuevo nacimiento. Es la decisión la que tiene una estructura pascual, una estructura de muerte y de
resurrección, ya que no pasamos a la vida divina después de la muerte. Os ruego que eliminéis de
vuestra mente la idea de que Dios vierte en nuestra alma un licor que llamaríamos gracia que nos
permite ser transportados después de la muerte a un hermoso jardín llamado paraíso. Esto es mitología.
La vida divina, la vida eterna, la divinización no es solamente la vida eterna, ha comenzado ya. Se hace
uno Dios, se “va al cielo” por cada una de las decisiones humanizadoras. De ahí la fórmula a la que por
mi parte me atengo y me basta para ser cristiano.
Esta fórmula es la siguiente: Cristo resucitado está vivo-presente-activo-transfigurador-
divinizador en el corazón de nuestras decisiones humanizadoras y les da una dimensión de Reino
eterno, divina.
Parece que algunos tropiezan con la palabra dimensión que evoca para ellos las dimensiones de
un objeto. Ayudadme a encontrar otra, pues hace años que la busco sin conseguirlo. Una comparación
podría ayudamos a comprenderlo. He aquí un soltero, su vida tiene una dimensión filial (tiene padres),
su vida tiene una dimensión fraterna (tiene hermanos y hermanas), su vida tiene una dimensión nacional
(es francés), su vida tiene una dimensión musical (le gusta mucho la música), su vida tiene una
dimensión profesional (es abogado, médico o carpintero), pero es soltero y su vida no tiene por tanto
una dimensión conyugal. Si este hombre se casa, su vida adquiere una nueva dimensión absolutamente
privilegiada que va a cambiar su vida, y ésta será la dimensión más esencial.
La comparación es luminosa, si hay una Iglesia es para revelar a los hombres que su vida no es
sólo una vida humana, la vida de los hombres tiene una dimensión humano-divina. Así Cristo está
presente en las decisiones humanizadoras de los que no le conocen, por ejemplo los mil millones de
chinos. Si pudiera ir a China, yo diría que voy allí no para salvar a los chinos (hace tiempo que Cristo
me precedió), sino para revelarles a Aquél que los salva, es decir que los diviniza. Si me decís que esto
no tiene importancia os diré que no amáis verdaderamente a Cristo. Si amo a Cristo quiero darle a
conocer a los que no le conocen, incluso si se salvan sin conocerle, a condición, como se dice, de que
obren conforme a su conciencia, es decir que su actividad sea verdaderamente humanizadora.
Cuantas veces tomo una decisión en favor de la verdad, de la justicia, de la libertad, de lo que
llamamos valores, Cristo resucitado da a mi decisión una dimensión divina. Dicho en resumen, sólo
puede divinizar mis decisiones humanizadoras. El pecado es lo que Cristo no puede divinizar porque
no es humanizador, el pecado es renunciar a humanizar, es deshumanizador. No se puede comprender
bien lo que es el pecado si no se comprende primero cuál es nuestra vocación. El pecado consiste en
faltar a nuestra vocación. Es el rechazo a nuestra divinización y se traduce en egoísmo bajo todas sus
formas, lo contrario de lo que es Dios.
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Esta es la pascua de la historia y hay tantas pascuas en la historia como decisiones humanas
humanizadoras. Día tras día, decisión tras decisión, construimos una eternidad humano-divina, pero esta
eternidad sólo es humano-divina porque Cristo la construye con nosotros. Nosotros, los cristianos,
creemos que éste es el sentido de nuestra existencia y que este sentido se vive en el cumplimiento
mismo de nuestra tarea humana. Si fuéramos sólo hombres no construiríamos más que lo humano y
todo lo humano entra en los versos de Valéry: “Todo se hunde en la tierra y entra en el juego”. Pero Él,
que se hizo hombre para que el hombre se volviese Dios, está en el corazón de nuestra libertad y
transfigura divinamente nuestra actividad humana-humanizadora.
El Evangelio es la Buena Noticia de que Dios no es más que Amor y de que la grandeza del
hombre es inmensa, pues su vocación se sitúa infinitamente más allá de lo que él mismo podría
imaginar o concebir, es capaz de amar como Dios ama.
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Primera Parte
CRISTO, VERDADERO DIOS Y HOMBRE
El corazón de la enseñanza de Jesús: El Sermón del Monte
Págs. 71-100
Comprender lo que dice Jesús en este gran texto es llegar al corazón del cristianismo. Es uno de los
textos más importantes del Evangelio. Habría que dejar de llamarle “sermón”, imposible escoger peor
palabra. De este Sermón del Monte que encontramos en san Mateo (caps. 5, 6, 7) y en san Lucas (cap.
6, 12-49) se desprende incontestablemente una unidad, unidad de tono y unidad lógica. El pensamiento
de Cristo sigue la línea lógica propia del cristianismo. Lógica de estilo de vida, de la calidad de
existencia que viene a instaurar Jesús, en una palabra, la lógica misma del amor.
Ser cristiano es compartir la experiencia del Hijo
El Discurso está precedido en san Lucas de dos notas importantes, Jesús pasó toda la noche en
oración en la montaña (6, 12) y por la mañana escogió a doce discípulos a quienes dio el nombre de
apóstoles (6, 13-14).
- Oración de Jesús: estamos aquí ante un gran misterio, el misterio de la Trinidad. Jesús se dirige al
Padre y al Espíritu que son distintos a Él y no lo son (no hay más que un solo Dios). Él se ha hecho
carne y se somete a la ley de la criatura, la de acoger primero antes que. dar y en vistas a dar, “Yo no
hago nada por mí mismo”, dirá El en san Juan (5, 30). El Discurso va a ser un llamamiento a la
existencia filial; hablará por experiencia, pues no imaginamos a Jesús diciendo cosas de las que no tiene
experiencia, que no vive. Invitará a compartir una experiencia, la suya, la de la filiación, la del hijo que
no es más que hijo. Esto es muy importante si queremos salir de las nociones abstractas y comprender
de una vez por todas que todo es cuestión de experiencia.
- Elección de los apóstoles: ya que la enseñanza de Jesús será una invitación a compartir su
experiencia de filiación, de amor vivido principalmente como acogida (el Hijo recibe del Padre), es
necesario que los hombres que tengan que proclamar esta Buena Noticia de que Dios es un Padre, sean
los primeros en compartir la experiencia de su Maestro. En adelante los Doce seguirán a Jesús
dondequiera que vaya. Marcos precisa con gran cuidado: “Escogió Doce, para tenerlos con Él y
enviarlos a predicar” (3, 14). La doctrina de Jesús no es una filosofía sino una experiencia de vida. Los
apóstoles de Jesús no pueden ser por consiguiente los propagandistas de una filosofía, de un sistema de
pensamiento, no podrán repetir su palabra más que si la pueden atestiguar con una experiencia, la de
una cierta relación con Dios. Durante la vida de Jesús atestiguarán muy imperfectamente: “Serán lentos
en creer, prontos a deformar, torpes en comprender”, pero, después de Pentecostés el Espíritu Santo, es
decir, Aquél que inspira desde dentro y anima la actividad de Jesús, les concederá poder reproducir el
modo de vivir y de obrar de Jesús, el estilo de vida, la calidad de existencia de Jesús, la vida vivida en
plenitud según la lógica del amor. A falta de esto el cristianismo sería un sistema, es decir algo
completamente distinto, mientras que si se trata de experiencia, entonces vale la pena.
El Evangelio es para todos
Para Lucas como para Mateo el Discurso se dirige a los discípulos, pero en los dos evangelios se
precisa que hay allí una multitud innumerable venida de lejos, no sólo de Jerusalén sino también de la
frontera marítima de Tiro y Sidón. Si el mensaje que Jesús va a transmitir no es teórico (es una
experiencia vivida), no es en absoluto esotérico (es para todos, no reservado a unos pocos). Jesús dirá:
“Lo que se os ha susurrado al oído, gritadlo desde los tejados” (Mt 10, 27). El Vaticano II dirá como un
eco: “La Iglesia es para el mundo”. Es por la multitud innumerable por quien los discípulos de Jesús
están a su lado en calidad de discípulos, y lo que Jesús va a decirles interesa a todos los hombres. Si hay
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discípulos es para atestiguar a los ojos de la multitud que la experiencia de vida propuesta para todos los
hombres puede ser seguida, puesto que algunos ya lo han intentado aceptando seguir a Jesús.
El cuadro que se nos presenta es muy diáfano. Es lo que pide san Ignacio de Loyola en sus
Ejercicios espirituales, claridad. Antes de escuchar observemos: está Jesús, los discípulos agrupados a
su alrededor, y la multitud que se estrecha en la meseta (la precisión es de Lucas). Vedlo vosotros:
Jesús
El Santo
Dios hecho hombre
El hombre libre
El Hijo
perfectamente Hijo
los discípulos
los ya santificados
los divinizados
los ya liberados
los que han hecho ya la
experiencia de la filiación
la multitud
los santificables
los divinizables
todos los que son llamados a
la libertad” (Gál. 5,13) la
multitud de los que son
invitados a hacer esta
experiencia.
¿Qué ve la multitud? Ve a Jesús, y a sus discípulos cerca de Él. Los discípulos, es decir la gente
que hace poco tiempo, formaba parte de la multitud, vivía como todo el mundo, tenía el estilo de vida
de todo el mundo. Ahora estos hombres pertenecen íntegramente a Jesús, viven con Él, como Él, le
siguen “adonde Él va”. La multitud ve que a estos hombres les ha sucedido algo que no les ha sucedido
a los otros. Es evidente, salta a la vista, esta escena lo expresa en cierto modo.
¿Qué ven los discípulos? Ven a la multitud de la que han salido y a la que van a ser enviados.
¿Qué ve Jesús? Ve cerca de Él el núcleo de su Iglesia y, más allá, la gran Iglesia que quiere que sus
límites sean los mismos del universo. Todos a quienes llama por medio de los discípulos a compartir su
experiencia de Hijo de Dios. Él es, sólo Él, el Enviado del Padre, los discípulos serán los enviados de
Jesús (tal es el significado de la palabra “apóstol”). Jesús sabe que ellos serán rechazados por el mundo
como también Él lo será. El misterio de la Cruz que está en el corazón mismo del acto creador (cuando
Dios crea, .arriesga la Cruz del Hijo) será vivido por ellos tanto como por El.
Evitar los contrasentidos de las Bienaventuranzas
Entonces Jesús “abrió la boca”. Esta fórmula tradicional, empleada por Mateo, destaca la
importancia de lo que va a seguir. Es algo así como la recomendación de guardar silencio: callad, no
hay que perderse una sola palabra. Las primeras palabras de Jesús, son las Bienaventuranzas. Se ha
tomado la deplorable costumbre de aislar las Bienaventuranzas de lo que les sigue, como si las
Bienaventuranzas fuesen un todo que se basta a sí mismo y tuvieran un valor en sí y por sí. Sucede
incluso que, en la mente de algunos cristianos, Bienaventuranzas y Sermón del Monte son sinónimos,
como si el Sermón fuesen las Bienaventuranzas. En realidad, las Bienaventuranzas ocupan apenas diez
líneas mientras que aquél se extiende a lo largo de tres largos capítulos del Evangelio según san Mateo.
La costumbre de separar las Bienaventuranzas de todo lo que le sigue es deplorable porque conduce
fatalmente a un sinsentido radical del pensamiento de Jesús. ¡Como si el mensaje evangélico consistiera
en afirmar que lo que antes era negro ahora es blanco! ¡Como si la desgracia (miseria, lágrimas,
hambre) debiera llamarse en adelante felicidad! Al final se termina sacralizando en nombre de Cristo el
mal y el sufrimiento y, a la vez, se rechaza todo esfuerzo humano para triunfar; no os convirtáis en ricos
puesto que Jesús ha dicho que son dichosos los pobres. Se llega uno a volver pasivo y resignado ante la
desgracia de los hombres porque Jesús ha dicho que la desgracia es felicidad.
El sinsentido está servido. Estamos en trance de pagar los errores cometidos, interpretando las cosas
como se ha hecho. Péguy tiene páginas de una violencia inaudita en su libro titulado Jean Coste. Nada
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de sacralizar la miseria, nada de decir a las pobres gentes que no tienen otro remedio que estirar su
presupuesto a fin de mes: ¡No os inquietéis, Jesús declara que sois dichosos porque sois desgraciados!
Si las Bienaventuranzas nos propusieran un consuelo vulgar, el cristianismo sería una religión doliente
y llorosa. La verdad es que soñamos en una felicidad de rebajas hecha de alegrías fáciles. Es este sueño
el que Jesús condena, y lo que propone (he aquí la palabra esencial) es que nuestro apetito de felicidad
sea transformado. ¡Dichosos, bienaventurados aquellos cuya alma es bastante grande para que su deseo
esencial sea vivir como hijo del Padre que está en el cielo!
La pobreza, las lágrimas, el hambre, la persecución, no son por consiguiente condiciones para ser
dichoso con la felicidad que aporta Jesús. La desgracia no es una especie de condición, como si fuera
necesario llorar y tener hambre para conocer la verdadera felicidad. El Padre Guillet ha escrito estas
palabras, a mi modo de ver definitivas: “La miseria, la cautividad, el hambre, las lágrimas, son para
Jesús diversos aspectos de la desgracia del hombre; si proclama dichosos a los que están angustiados es
porque viene a liberarles... La originalidad del Evangelio no consiste en afirmar que lo que era negro se
ha convertido súbitamente en blanco, sino en ofrecer a los que están en la desgracia una salida nueva y
feliz”.
Las Bienaventuranzas comprometen al hombre en un proceso de transformación de la existencia.
Constituyen un comentario anticipado del misterio pascual, paso de la naturaleza en la historia o en la
libertad, misterio de desapego de un yo prefabricado en vistas a la creación de uno hecho por uno
mismo. Se trata de pasar a la libertad a partir del yo prefabricado por nuestra herencia, por nuestro
medio, por la educación recibida. Nuestro deseo espontáneo e instintivo de felicidad es conforme a la
naturaleza, pero debe ser transformado para acceder a la verdadera libertad.
Las bienaventuranzas son, por consiguiente, una llamada. No formulan una verdad de orden
general (los desgraciados son dichosos) sino que comprometen en una actitud, invitan a compartir la
misma experiencia de Jesús. Por consiguiente es la continuación del Sermón de la montaña la que dirá
cuál es el tipo de existencia que responde a la verdadera grandeza del hombre y cuya consecuencia será
la felicidad, no una felicidad de rebajas hecha de alegrías fáciles sino la felicidad digna del hombre, la
felicidad a la medida de la grandeza de los hijos de Dios, la felicidad de amar y no la felicidad de estar
satisfecho. ¿Qué felicidad queréis? ¿Una felicidad de qué naturaleza y situada a qué nivel? Todo
consiste en esto. Pues hay niveles de felicidad, del mismo modo que en el plano de la cultura hay
músicas dignas de las profundidades del hombre y otras músicas que se dirigen a lo más epidérmico o
superficial del hombre.
Dichosos los pobres en espíritu: el reino de los cielos es suyo
No se trata evidentemente de traducir los pobres de espíritu. “En Espíritu” quiere decir en la raíz
misma, en el corazón del ser. La pobreza en espíritu es interior al amor. El amor sin pobreza no es amor
(esto es incomprensible si no tenéis experiencia de ello). Por esto el mismo Dios es pobre, es extraño al
tener (Dios no tiene nada), pues su modo de existir es el de amar.
Tener un alma de pobre (sin duda la mejor traducción de “pobres en el espíritu”), es estar
desposeído de sí, por consiguiente dejarse poner en cuestión por otro por una parte, y por otra, fiarse de
él. Las dos frases que definen al pobre son éstas: “Te doy crédito” (Credo) -la fe- y “te encargo mi
felicidad” la esperanza. Apoyado sobre la fe y la esperanza, el pobre vive en la caridad, puede servir,
ponerse al servicio del otro y de los otros, pues está desligado.
De un extremo a otro de la Biblia el pobre de Yahvé es el servidor de Yahvé, está, pues, en el
Reino: dichosos los que tienen un alma de pobre, pues el Reino de los cielos es de ellos. ¿Habéis
entrado en esta experiencia, en este estilo, en este tipo de existencia? Si la respuesta es sí, el Reino está
en vosotros. Por los otros, Jesús os invita: si decís sí, el Reino será vuestro, es decir, la relación de
intimidad con Dios. La felicidad de la pobreza domina todo el Evangelio. Sería impensable si Dios
mismo no fuera pobre, es decir absolutamente ajeno al tener; Dios no tiene nada, E1 es todo. El que es
todo no tiene nada, y todo lo que Él es, un todo que se da, no es más que Amor.
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Bienaventurados los dulces: tendrán la tierra en herencia
La dulzura está muy cerca de la pobreza, hasta el punto de que se ha preguntado si la
bienaventuranza de los dulces no era sino un doblete de la de los pobres. La palabra hebrea anav
significa a la vez dulzura y pobreza. Es la renuncia a todo derecho propio cuando se está en litigio y no
existe más que una cuestión de amor propio (pero en la sociedad es necesario un orden jurídico, como
es necesaria la autoridad que lo custodia).
La dulzura está unida a la paz y a la fuerza del alma. Es la caridad no sólo de carácter sino de
inteligencia. Conduce a escuchar a los otros y a comprenderlos incluso cuando su forma de pensar es
diferente u opuesta a la nuestra. La dulzura evita actitudes de ruptura ante los imprevistos de la historia,
permite encontrar cada día respuesta a situaciones nuevas a menudo imprevisibles.
Bienaventurados los que lloran: ellos serán consolados
El mejor comentario, al menos en los tiempos modernos, de la felicidad de los afligidos es sin duda
el gran texto de Péguy, Nosotros somos los vencidos (escrito en 1909): “Un secreto instinto, una
advertencia secreta, un secreto remordimiento, nos advirtió que todavía hay alguna impureza en el
triunfo, un descaro en la victoria, una cierta impureza al menos metafísica, un resto de enfermedad, un
residuo de impureza, una impureza residual en la fortuna. Los grandes honores secretos de la gloria, los
supremos honores, siempre han estado históricamente en el infortunio”.
Péguy habla aquí como un profeta, su texto debe ser aclarado por el de un filósofo (profeta y
filósofo que dicen lo mismo que el Evangelio, ¡es prodigioso!). Diremos con Jean Lacroix: “En sí
mismo el éxito es bueno, pues es el sentido del esfuerzo (se hace un esfuerzo para triunfar). Por el éxito,
es decir, por la victoria sobre el obstáculo, cada vez tomamos más conciencia de nosotros mismos y nos
creamos otra vez. Pero el éxito no es bueno (paradójicamente) más que cuando es el gran revelador del
fracaso... Si el éxito viniera a hacer olvidar el fracaso, sería la peor de las experiencias. Los hombres
que triunfan en todo y no tienen otro ideal que el de triunfar, son precisamente los seres más
superficiales y no accederán nunca a la existencia auténtica que representan sin embargo los fracasados,
los divertidos, los que yerran en todo, y ese es su tormento. Es preferible ser el nieto de Rameau
(modelo mismo del fracasado en la novela de Diderot) o el vagabundo del rincón de M. Homais o un
arribista (M. Homais, ese imbécil a quien el genio de Flaubert ha inmortalizado, como decía François
Mauriac). La grandeza de Don Juan no fue la de ser un hombre de éxito, sino la de quedar insatisfecho
de todos sus éxitos, la de perseguir en cada mujer un ideal que jamás pudo alcanzaron”.
Se adivina, pues, en qué sentido Jesús declara dichosos a los que lloran anunciando que serán
consolados. Como dice Bonhoeffer, teólogo protestante que los nazis ahorcaron, “los discípulos ven que
la embarcación en la que resuena la alegría de la fiesta hace aguas”. “En la música de Schubert, dice
Julien Green, la muerte está sin la danza.” Pero el hombre no es para la muerte sino para la vida, por lo
que saber que se es hijo de Dios es la verdadera fiesta humana, en definitiva la única. Jesús la da a los
hombres y hay que acogerla, es decir, experimentar la filiación divina, vivir y no sólo pensar como hijos
que tienen un Padre.
Me acuerdo de aquel sacerdote a quien espontáneamente le decía al encontrarle, ¿cómo estás? Él
me respondía invariable-mente: no me puede ir mal, el Padre se ocupa de mí. ¡Esto no se ve a primera
vista, hay que creerlo! ¡Es cuestión de experiencia! En definitiva, no puede ser otra que la experiencia
misma de Jesús pues, hablando con rigor, Él es el único que ha experimentado la Paternidad de Dios y
es sobre su Palabra por la que creemos que el Padre se ocupa de nosotros. Si no, ¿cómo lo sabríamos?
¡Es difícil ver que Dios se ocupa de las personas que están a punto de morir de cáncer en la cama de un
hospital!
Hay en El zapato de raso de Claudel una prodigiosa aproximación a la felicidad de los afligidos.
Prouh6ze dice, pensando en Rodrigo de quien está separada: “Puesto que no puedo darle el cielo, al
menos puedo arrancarle de la tierra. Sólo puedo darle una insuficiencia a la medida de su deseo”.
¡Desgraciados aquellos a quienes su insuficiencia nunca les ha sido revelada! En otros términos,
¡desgraciados los suficientes!
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Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: ellos serán saciados
Tener hambre y sed de justicia es la única manera de ser justos. No se trata aquí más que
secundariamente de justicia social, se trata en primer lugar de fidelidad. La fidelidad en sí misma es no
dejar nunca de buscan Buscar es una de las palabras clave de la Biblia. Jesús dirá: “Buscad y
encontraréis”, “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, el resto se os dará por añadidura”.
Pero estar satisfecho del mundo y de uno mismo es negar que seamos un infinito. En cierto
sentido, la Iglesia existe para relativizar todas las sociedades cualquiera que sean y todas las políticas
incluso las mejores, con sabiduría y discernimiento, pues nunca el hombre puede estar plenamente
satisfecho aquí abajo. Se puede decir que el hombre es un infinito en hueco que no puede ser colmado
más que por el Infinito vivo que se da.
Bienaventurados los misericordiosos: se les hará misericordia
El misericordioso, según la etimología de la palabra, es el corazón desgraciado. Es el que sufre del
sufrimiento de los otros. El que no sabe “sufrir con” no puede acoger el don de Dios, pues Dios es Él
mismo, el primero que sufre con el hombre. El sufrimiento de Cristo, su pasión y su muerte en la Cruz,
son el signo sensible de una profundidad en el amor de Dios, que sin duda El nos ha permitido llamar
sufrimiento, algo muy misterioso, sin el que el amor no sería amor, y que sólo puede revelarnos el
sufrimiento de Cristo.
La misericordia implica una preferencia por los pequeños, los débiles, los miserables, los enfermos,
los solitarios (éste es uno de los mayores sufrimientos humanos), a los que se humilla, a quienes se hace
violencia, a quienes son víctimas de la injusticia, por los que se atormentan, por los que están inquietos.
Este es el tipo de existencia de Jesús, trabajar por liberar a los que son esclavos de lo que sea,
testimoniar que no se es hombre libre más que trabajando por liberar a sus hermanos, puesto que no se
puede pasar a la libertad más que pasando por el amor. No hay libertad fuera del amor. Ser libre y amar
es una misma cosa.
Bienaventurados los corazones puros: ellos verán a Dios
“¿Quién tiene el corazón puro?, pregunta Bonhoeffer. Quien no ensucia su corazón ni con el mal que
comete ni con el bien que hace”. No ensuciar su corazón con el bien que se hace es divino, no puede ser
dado más que por Dios. No ser propietario del bien que se hace es ser puro, es decir sencillo, sin doblez.
Ser puro es la actitud del que no vuelve sobre sí, del que no alardea de sus buenas obras. Me acuerdo
del salvamento de una joven-cita que pudo ser aplastada por un tren. Aquel hombre fue heroico,
arriesgó su vida. Cuando se le hablaba de ello, decía: “Eso es natural, no tiene importancia, callaos, no
tengo ningún mérito!”
La simplicidad, en el sentido estricto de la palabra, es lo contrario de la duplicidad, no mirarse a sí
mismo hacer el bien, no estar ante el espejo, no mirarse crecer en caridad como una coqueta ante su
espejo se contempla transformarse en bella por todo lo que el artificio añade a su encanto natural. La
existencia doble es la existencia enmascarada, la máscara doble del rostro (se dice de ciertos hombres
que tienen muchos rostros). Marcel Proust nos mostró hasta qué punto la máscara, el maquillaje, la
máscara-maquillaje -la máscara que se adhiere a la piel- es lo propio de la vida mundana. Analizó los
innumerables rostros de la inexistencia o de la existencia enmascarada. Nada más multiforme que lo
que no existe, lo que no tiene Sentido, significación, lo insignificante. Dios ama nuestro rostro único, no
enmascarado, que es un rostro de pobre. Mi verdadero rostro es el que verá Dios, el que estará cara a
cara con Él eternamente.
Bienaventurados los artesanos de la paz, ellos serán llamados hijos de Dios
Es preciso estar en paz consigo mismo para trabajar por la paz entre los hombres. Estar en paz
consigo mismo es estar interiormente unificado, lo que no contradice la insatisfacción profunda ante
todo lo que no es más que humano. La satisfacción consigo mismo sería un falso principio Por otra
parte conciliar hasta cierto punto lo que aparece como irreconciliable a los espíritus superficiales y que
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Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon
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Alegría de creer alegría de vivir Respuestas claras a los problemas de fe. Francois Varillon

  • 1. François Varillon Alegría de creer, alegría de vivir Ed. Mensajero, Bilbao, 1999 Índice Introducción LO ESENCIAL DE LA FE Sentido y sinsentido ¿Tiene un sentido la vida? Lo esencial de lo esencial Cristo revela quién es el hombre y quién es Dios Las características del amor Morir y resucitar Transformación Tres Pascuas o pasos transformadores Primera parte CRISTO, VERDADERO DIOS, VERDADERO HOMBRE El corazón de la enseñanza de Jesús: El Sermón del Monte ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que “Cristo murió por nosotros”? Presentación rudimentaria del misterio de la Redención. Propuesta de reflexiones teológicas ¿Es un hecho histórico la resurrección de Cristo? Cristo resucitó de entre los muertos y subió a los cielos... La resurrección La ascensión Segunda parte LA ACOGIDA DEL DON DE DIOS La Virgen María La Iglesia, visibilidad del don de Dios Visibilidad del don de Dios Triple origen de la Iglesia Misterio de amor Tercera parte CRISTO VERDADERO DIOS, VERDADERO HOMBRE REVELA QUIÉN ES DIOS Y QUIÉN ES EL HOMBRE Introducción Dios-Trinidad: la intimidad de un Dios que no es más que amor Dios crea al hombre creador La experiencia de un amor liberador, de un dinamismo de liberación Eliminar tres palabras peligrosas
  • 2. Posibles teorías sobre el misterio de la creación El misterio del acto creador El pecado original: todos los hombres son pecadores en la raíz de su ser Propuesta de reflexiones teológicas El dogma del pecado original es esencial para nuestra verdadera relación con Dios La resurrección de la carne o divinización del hombre y del universo No inmortalidad del alma sino resurrección total del hombre Valor del cuerpo. Ningún alma sin cuerpo, ningún cuerpo sin alma En la soledad de la muerte, reencuentro con Cristo resucitado Nuestro cuerpo actual no es plenamente cuerpo Nota 1: El reverso de la divinización: el infierno El infierno en la Biblia Reflexión teológica Nota 2: El purgatorio Cuarta parte ALGUNOS CRITERIOS DE DISCERNIMIENTO PARA LLEVAR A CABO LA TAREA HUMANA Vivir es esperar Las esperanzas humanas Las esperanzas humanas pueden transformarse en cristianas Dios es el poder de nuestros poderes, la iniciativa de nuestras iniciativas El Evangelio, una llamada a la Fe y a la Libertad Vivir el Evangelio en su integridad Vivir el Evangelio es vivir de fe. Los cinco pasos de la fe Vivir el Evangelio es elegir a Cristo como educador de la libertad Orar ¿Cómo orar? El riesgo de una oración pagana ¿Por qué orar? Los fundamentos de la necesidad de orar Combatir el mal y el sufrimiento El escándalo del mal ...puede transformarse en un misterio de purificación ... Conclusión La Eucaristía recapitula todo Unión a Cristo que se da como alimento Signo eficaz de la tarea humana realizada Acción de gracias Sacramento de la comunidad humana por construir Epílogo 2
  • 3. Introducción: LO ESENCIAL DE LA FE Sentido y sinsentido Págs. 31-53 Una situación de crisis como la que atravesamos actualmente es bienhechora. Una crisis puede ser mortal, pero también hay crisis de crecimiento. Péguy distinguía, tanto en nuestras existencias individuales como en la historia de las civilizaciones, periodos y épocas. Un periodo es un tiempo en el que no pasa gran cosa, los individuos y las colectividades viven con tranquilidad, no tienen necesidad de tomar decisiones importantes. La época es un tiempo en que sucede algo, porque la libertad, esencial para el hombre, es zarandeada por problemas que quitan el sueño. Una época es un momento crucial de la historia en el que es preciso salir a cualquier precio del adormecimiento. No son precisamente los adormecidos quienes entrarán en el Reino de Dios. Vivimos en una época, no hay duda. Hay importantes decisiones que tomar y no podemos eludirlas. Decisión, una palabra que me escucharéis pronunciar muy a menudo. Valemos lo que valen nuestras decisiones, pequeñas o grandes; por nuestras decisiones somos hombres. Un tiempo de crisis como el nuestro debe ser a la vez de vigilancia (hay crisis mortales) y de optimismo. Como sabemos, no insistiré en ello, la crisis presente no es sólo eclesial, es una crisis de civilización en la que la Iglesia, como es normal, sufre de rebote. Por decirlo en dos palabras, lo que caracteriza a la crisis de civilización presente, es que existe un desequilibrio entre el dominio creciente del hombre sobre el conjunto de sus medios (técnicos, económicos, políticos, etc.) y una ausencia cada vez más evidente de metas comunes. Existe actualmente una gran inteligencia, un progreso creciente en el plano de los medios, y un absurdo en el plano de los fines. Se ha llegado a la luna y, como decía André Malraux: si con ello conseguimos suicidarnos más fácilmente, no hemos progresado. Se persigue el bienestar, pero ¿para qué?, ¿para hacer (o para ser) qué? ¿Tiene un sentido la vida El problema que se le plantea al hombre es el del sentido de la existencia. Paul Ricoeur escribió: “Los hombres carecen de justicia y de amor pero más aún carecen de sentido”. ¿Qué significa esto en definitiva? El problema fundamental de la Filosofía es el siguiente: ¿por qué hay algo y no nada? En el terreno práctico la cuestión sería, ¿por qué tiene que haber un desarrollo, un poder, un ser más? ¿a dónde nos lleva esto? Es la cuestión del sentido y del sinsentido de la vida. Sentido según la doble acepción del término: sentido como dirección, como se dice de un río o de la dirección única de una calle, y sentido como significado, como se dice aplicado a una frase. ¿Cuál es la dirección de nuestra existencia, a dónde vamos? ¿Qué sentido tiene, qué quiere decir esto? Muchas cosas tienen sentido afortunadamente, la amistad, el amor, la cultura, el progreso económico y social, el progreso de la justicia en el mundo. Todo esto tiene sentido. Pero existe también el sinsentido. Esa muchacha de veinte años que veo en el hospital y me dice que tiene un cáncer y va a morir dentro de unos meses, hermosa, llena de talento y con un porvenir magnífico, me dice: “Me rebelo”. Lejos de escandalizarme, le respondo: “Yo me rebelo contigo”. Ella se sorprende creyendo que iba a decirle que la rebelión es pecado. Ante el sinsentido, ante el absurdo, la 3
  • 4. rebelión es sana. Un padre de familia con cuatro hijos que muere de repente como consecuencia de un frenazo en una carretera mojada. Un terremoto que reduce a la miseria a miles de paquistaníes. Es absurdo, no tiene sentido. ¿Cómo evitar plantearse el problema de saber quién vencerá, el sentido o el sinsentido? ¿Vencerá el sinsentido? ¿Es la muerte el final de todo? ¿Es la muerte el tope contra el que choca lo que tiene sentido y habrá que decir con Paul Valery que “Todo es enterrado y forma parte de una cadena”, la cadena de la naturaleza, y nuestros cadáveres servirán de estiércol para las verduras de nuestros nietos? En términos más filosóficos, ¿será nuestra libertad, esa magnífica libertad que nos permite elevarnos sobre los seres de la naturaleza, vencida finalmente por la naturaleza? No creo que pueda evitarse la cuestión del sentido, aunque se puede naturalmente no prestarle atención. Estamos rodeados de gentes que se estancan en sentidos parciales de la existencia, en el amor, la cultura, el progreso económico y político. Pascal diría: se distraen. Dicho de otro modo, viven de manera superficial. Se puede no prestar atención a la cuestión fundamental, pero cuando se le hace caso se plantea de manera insoslayable. El Cristianismo se presenta como una respuesta a este interrogante que nos define como hombres. Ser cristiano es creer en la respuesta que Dios da en Jesucristo a esta interrogación humana. La fe cristiana nos convierte en adversarios del absurdo o del sinsentido, profetas del sentido o si lo preferís, testigos del sentido. Ser cristiano es poder dar un sentido más profundo al que ya lo tiene (amistad, amor, cultura, música, incluso la simple camaradería), y poder dar sentido a aquello que no lo tiene. Yo le decía a la muchacha del hospital tras haberme rebelado con ella contra el sinsentido de su muerte prematura: “¿Vamos a dejarlo así? ¿Crees que te es posible darle tú misma un sentido al acontecimiento de la muerte que, en sí es absurdo y carece de sentido? ¿No constituye la grandeza de nuestra libertad el que el sentido no esté en las cosas sino que le demos un sentido a lo que no lo tiene?” Distinguir entre indiferencia y duda Quisiera acentuar la distinción entre indiferencia y duda. Debemos ser comprensivos con los que llamo “dubitativos” sinceros, es decir, aquellos que están “a la búsqueda”. No rechazan a Cristo; simplemente no saben, dudan. La indiferencia es otra cosa. Consiste en no querer saber en qué lugar se sitúa el más alto nivel de existencia, intentan “distraerse” para eludir la cuestión del sentido de la vida, para ahogar la voz de la conciencia que no puede ser oída si no se le presta un poco de atención. No juzguemos a nadie, pues no podemos saber quién es totalmente indiferente. Digamos que si el indiferente total existe (sólo Dios lo sabe), es un ser inhumano o deshumanizado. Por lo que se refiere a la duda, hay que ser muy prudentes. Como dice Jean Lacroix, “si muchos de nuestros contemporáneos mantienen con respecto a los dogmas una duda parcial o incluso total, es a menudo porque en conciencia no pueden hacer otra cosa”. Todo acto humano, para ser humano, tiene que estar justificado, incluso y sobre todo el acto de creer. Todos los teólogos han afirmado que es normal la inteligencia de nuestra fe, que tratemos de comprender lo que creemos. Nuestra razón tiene su parte, y una parte importante, en el acto de creer. No somos fideístas; el fideísmo es una actitud según la cual la razón no participa en el acto de fe. Como escribe también Jean Lacroix, “nada hay peor que una intelectualidad sin espiritualidad como no sea una espiritualidad sin intelectualidad (no se trata de una intelectualidad superior reservada a seres especialmente inteligentes, sino de la intelectualidad sencilla del que trata de fundamentar y justificar su fe). Por reacción contra un intelectualismo agostado (que ha estado en la base de un cierto catecismo durante muchos años), algunos preconizan hoy la vuelta a una fe pura que no buscaría ninguna justificación... Se trata de olvidar (y esto es capital) los fideísmos que destruyen la fe de la misma manera como los tradicionalismos destruyen la Tradición. Niegan todo diálogo, e inmediatamente naufragan en la violencia y el desatino (o la necedad)”. Quien, en el estado actual de sus certezas, pone verdaderamente toda su honradez en la reflexión 4
  • 5. religiosa y no ve resueltamente el medio de creer, no sólo no debemos tirarle la piedra sino que debemos decir que tiene razón. Nadie debe afirmar lo que afirma la Iglesia si no estima en conciencia que tiene el deber de afirmarlo. Santo Tomás de Aquino no temía decir: “Creer en Cristo es en sí una buena cosa, pero es una falta moral creer en Cristo si la razón estima que este acto es malo; cada uno debe obedecer a su conciencia aunque sea errónea”. Naturalmente, ni qué decir tiene, pero conviene decirlo aquí, que el error no ha de ser voluntario, ni siquiera indirectamente por negligencia. Hablo de los que dudan porque quieren ser honrados con el coraje que supone la honradez. Son quizás los testigos dolorosos de la mediocridad, mediocridad intelectual si no nos esforzamos por purificar nuestras creencias de los aspectos míticos que acarrea inevitablemente la mediocridad moral (cuántos, por ejemplo, confunden caridad con limosna, o amor con sentimiento y se vuelven incapaces de comprender el verdadero sentido de las palabras de San Juan: “Dios es Amor”). Los que dudan por honradez de conciencia se niegan a adherirse a las verdades de la fe hasta ver claro, se niegan a contentarse con una fe ingenua y en cierto modo precrítica. Lo que importa es que no pasen junto al Himalaya y digan que no han visto nada, porque no se puede negar que el gran movimiento judeo-cristiano, desde Abraham, guarda riquezas considerables. Hay que pedirles que sean, al menos, capaces de admirar pero, al mismo tiempo, hay que comprender que puedan muy bien admirar sin estar convencidos y que sus reticencias no son, por otra parte, sospechosas. Quien duda sinceramente no es el escéptico que hace de la desconfianza un principio, lo cual es una enfermedad de la inteligencia. No es tampoco el que tiene miedo a comprometerse y que, a causa de este miedo, se refugia en la duda teórica; aquí hay una enfermedad de la voluntad. ¿Dudáis porque tenéis miedo a comprometeros? La fe no es sólo una opinión, es comprometerse. No se cree que Dios existe como se cree que hay o no platillos voladores; pues si Dios existe es esencial comprometerse con El desde lo más profundo del ser. Es evidente que hay actualmente muchos enfermos de espíritu y muchos de voluntad. El mayor mal es no estar atentos, no dejar surgir de uno mismo la pregunta fundamental sobre el sentido último de la existencia humana o, lo que es lo mismo, no interrogarse acerca de lo esencial de la fe. Lo esencial de lo esencial Hay algo esencial. No lo digo yo sino el Concilio Vaticano II: “Hay un orden o jerarquía de verdades de la doctrina católica por su diferente relación con los fundamentos de la fe cristiana”. Dicho de otro modo, no se trata de ponerlo todo en un mismo plano. Podría daros una conferencia sobre los ángeles pero os diré que la cuestión de los ángeles es mucho menos esencial que el misterio de la Trinidad. Incluso los dogmas relativos a la Virgen María, mucho más importantes que los ángeles, son sin embargo menos importantes que la Trinidad y la Encarnación. Y si la Virgen María es importante, es en función de la Trinidad y de la Encarnación porque es madre de Jesucristo. No diré que se haya de distinguir entre lo esencial y lo accesorio, porque pienso que cuando se han comprendido las cosas, no hay nada accesorio. Lo que digo es que existe lo esencial y lo que es menos, lo que está ligado a lo esencial de manera más o menos directa. Lo que se echa en falta hoy es la capacidad de distinguir lo esencial de la fe, diría lo esencial de lo esencial. Quisiera que los cristianos fueran capaces de responder en dos renglones a esta pregunta: ¿en qué creen? Y de la misma manera quisiera que el incrédulo pudiera también responder en dos líneas a la pregunta: ¿en qué no creen ustedes? ¿Qué se niegan a creer exactamente? Nosotros creemos en la respuesta que da Dios a la pregunta insoslayable sobre el sentido de la existencia. Esta respuesta está contenida en un adagio tradicional de la Iglesia de los primeros siglos; al parecer, el primero en utilizarlo fue San Ireneo, obispo de Lyón, muerto hacia el año 200, y no dejó nunca de ser repetido y comentado por los Padres de la Iglesia tanto en Oriente como en Occidente. Lo cito en latín para que conserve su sello de autenticidad: “Deus homo factus est ut homo fieret Deus”, es decir, “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios” o, si lo preferís “Dios se hizo hombre 5
  • 6. para que el hombre se hiciese Dios”. ¿Es esto lo esencial de vuestra fe? Si al escuchar esta breve frase pensáis que hay una exageración, vuestra reacción indica que no habéis profundizado todavía en lo esencial de la fe. Ocurre con frecuencia que uno se pregunta: ¿No fue acaso el pecado original querer ser Dios? Hay aquí un gran equívoco: sí, el pecado original es pretender hacerse Dios con las propias fuerzas, pero no es pecado original sino lo esencial de la fe aceptar el don absolutamente inaudito de nuestra divinización. ¿Habéis reflexionado bastante para comprender que, de no ser así, la Encarnación de Dios no sería más que una visita de Dios a la tierra, como vemos en las mitologías paganas donde los dioses se pasean por la tierra disfrazados? De no ser así, habría que decir que Dios tomó nuestras vestiduras para estar con nosotros durante cierto tiempo y predicarnos una moral que se puede decir que es superior a todas las morales; hecho lo cual, subió al cielo desde donde vigila nuestra manera de comportarnos aquí abajo, a fin de premiarnos si practicamos las virtudes cristianas y castigamos si preferimos vivir en el pecado. ¡Estamos en plena mitología! No os sorprendáis si nuestros contemporáneos y en especial los jóvenes se niegan a aceptar esto. Pues si esto es la fe, el deber de un hombre inteligente es salirse cuanto antes. No bromeo, lo que estoy diciendo es muy doloroso y temo que haya todavía hombres y mujeres, sacerdotes y religiosas, que están viviendo en plena mitología sin darse cuenta. El adagio que os he propuesto como expresión de lo esencial de la fe es de lo más tradicional en la Iglesia. Digamos de pasada que no hay que llamar tradicional a lo que algunos de nosotros aprendieron a principios de siglo. Hay confusiones que conviene disipar enérgicamente. Muchos se dicen actualmente tradicionales pensando en lo que se les enseñó cuando eran jóvenes. Pero hay que saber que hace cincuenta años fuimos educados en una época en que la Iglesia estaba bastante lejos de su propia Tradición, lo que no tiene nada de escandaloso, pues en la vida de la Iglesia ha habido momentos de una bajada de tensión. Algo así como ocurre en la obra de un escritor en la que nos sorprende encontrar en partes de su obra cosas que rozan la tontería. Sucede lo mismo con una partitura de un gran músico, hay momentos en que da la impresión de olvidarse de su identidad por lo flojo que aparece. En una gran obra esa bajada de tensión es normal, en general no dura y el genio se repone muy rápidamente. Lo mismo ocurre en la vida de la Iglesia; hay momentos en que estamos lejos de lo esencial de la Tradición. Que los mayores de entre vosotros traten de acordarse: ¿Os hablaron de san Pablo cuando erais jóvenes? No mucho, se tenía miedo a la libertad. Es un ejemplo entre mil. Tenemos pues que prestar mucha atención para no confundir la Tradición de la Iglesia con lo que se nos ha enseñado que, en la mayoría de los casos y de ahí la crisis actual, era relativamente ajeno a la verdadera Tradición de la Iglesia (digo relativamente pues no hay que exagerar, una bajada de tensión no es un error). Hay dos verdades que son rigurosamente correlativas, la encarnación de Dios y la divinización del hombre. Es lo absolutamente tradicional, la base de la fe, lo permanente, lo inmutable, lo que ningún contexto cultural nuevo puede modificar, lo que la Iglesia no pondrá jamás en tela de juicio aunque tenga que cambiar su formulación. Nos lo han dicho siempre, pero en términos terriblemente desgastados, como se dice del tejido que se puede ver a través de él. GRACIA SANTIFICANTE: gracia quiere decir don y santificante quiere decir divinizante. Santo es el nombre de Dios en el Antiguo Testamento (Cf. Santo, Santo, Santo es el Señor...) Por consiguiente, en términos estrictos, lo santificante es lo divinizante. Todos hemos aprendido que existe la gracia santificante pero no se nos dijo que se trataba de nuestra divinización. SALVACIÓN: ¿Hay palabra más utilizada que esta? Albert Mury, intelectual marxista, quien durante una semana de Intelectuales católicos en París me ayudó a precisar mi propio pensamiento sobre la salvación, me decía: “A mi modo de ver, esta palabra conlleva cuatro preguntas: “¿Quién es salvado?” “¿Quién salva?”, “¿Salvado de qué?” “¿Salvado para llegar a qué?” He aquí la respuesta marxista: ¿Quién es salvado?, el hombre. ¿Quién salva?, el proletariado 6
  • 7. organizado en partido. ¿Salvado de qué?, de la alienación (injusticias, explotaciones, etc.) ¿Para llegar a qué?, a la sociedad sin clases, a la ciudad armoniosa y fraterna. Tras ello, di la respuesta cristiana. ¿Quién es salvado?, el hombre. ¿Quien salva?, Jesucristo. ¿Salvado de qué?, de la finitud de la criatura (somos seres finitos) reforzada por el pecado que es una alienación mucho más profunda. ¿Para llegar a qué?, no a la sociedad sin clases sino a una vida eterna divinizada, que no excluye el objetivo humano de una sociedad más justa y fraterna (digamos de paso que no seremos divinizados, que no iremos al cielo -hablando como el viejo catecismo- si no trabajamos ya desde ahora cuanto podamos, por crear un mundo más justo, mas fraterno, más profundamente humano). Se nos habló siempre de salvación pero omitiendo esta precisión. HIJO DE DIOS. Esta palabra no quiere decir solamente criatura sino que vive la misma vida que Dios. Un padre no da solamente la vida a sus hijos sino que les da su propia vida. Cuando decimos que somos hijos de Dios decimos que Dios nos da su propia Vida, es decir, que nos hace participar de su divinidad, en resumen, que somos divinizados. Esto es muy serio, que el bautismo nos haga hijos de Dios no es poco. VIDA SOBRENATURAL: Haced una encuesta en vuestro medio social, en vuestras parroquias, escuelas, colegios, ¿qué significa esta expresión? Para algunos, una aparición de la Virgen María en Lourdes es un fenómeno sobrenatural. Otros dirán que lo sobrenatural es lo que la naturaleza no puede explicar, un platillo volante es un fenómeno sobrenatural. ¿Cuántos cristianos saben hoy que esta palabra significa estrictamente la vocación del hombre a compartir la vida misma de Dios, a ser divinizado? Aunque las palabras se gasten o se degraden, no perdamos de vista la realidad enseñada pues se trata de lo esencial. Cristo revela quién es el hombre y quién es Dios El sentido último de la existencia humana es que estamos llamados a convertimos en Dios. Me gustaría que se relanzase en la Iglesia la palabra divinización o deificación. También aquí habría que hacer una encuesta, ¿sería aceptado el término? Es necesario precisar diciendo que no seremos eternamente Dios como Dios es Dios, ni seremos infinitos, absolutos como Él, pero viviremos la misma Vida de Él. De ahí la necesidad de saber en qué consiste esa Vida. De nada sirve repetir que vamos a vivir eternamente la vida misma de Dios si no sabemos en qué consiste esa vida. Dios no puede revelamos que nuestra vocación es convertirnos en lo que es El sin decirnos quién es Él, de otro modo estaría burlándose de nosotros. ¿Qué es un misterio? Hay que comprender bien lo que significa la palabra misterio. Cuando yo era pequeño me decían que un misterio es lo que no se puede comprender. No era yo muy listo entonces. De haber tenido un poco de inteligencia hubiera replicado: qué curioso, si Dios me habla es para que yo le entienda. Es absurdo afirmar, por una parte, que Dios por amor me revela su vida y, por otra, que yo no pueda entenderlo. Es como si yo le dijera a uno de vosotros: tengo una gran amistad y simpatía por ti, dame un poco de tiempo y te contaré toda mi vida, qué amo, qué hago, cuáles son mis amistades, etc. Me diréis que es muy amable por mi parte y que os doy una gran prueba de amistad. Pero si me pongo entonces a hablaros en chino, pensaréis que estoy loco, pues por una parte me dispongo a haceros partícipes del secreto de mi existencia y, por otra, os hablo en chino. Es lo que sucede cuando se afirma que el misterio es lo que no se puede entender. Acabáis de comprobar con este ejemplo lo que representó una cierta enseñanza cuando la Iglesia olvidó su propia Tradición. San Agustín nunca definió el misterio como lo que no se puede comprender sino como lo que no se termina de comprender, que es muy distinto. Un hombre casado, muy feliz en su hogar, viene y me dice al cabo de veinte años de matrimonio: “Padre, mi mujer es todavía un misterio para mí”. Yo le contesto: “Ello no quiere decir que ella sea un enigma, sino que veinte años de vida en común no te 7
  • 8. han bastado para penetrar en lo más profundo de su ser. Tanto mejor, pues vas a descubrir en tu mujer arcanos insospechados”. De la misma manera yo puedo preguntaros a la salida de un concierto, ¿os ha gustado esa fuga de Bach? Cuidado, me diréis, es muy profunda y hay que escucharla varias veces. Entonces, quizás a la duodécima vez, puesto que Bach no es Dios, no habrá ya misterio, pero hace falta tiempo. Dios nos hace penetrar en su misterio. Pero no se trata de curiosidad intelectual ni de responder a una pregunta filosófica, ¿quién es Dios? sino de saber cual es nuestra vocación, convertir-nos en lo que es Él. Es preciso que sepamos quién es Él. En otros términos, el sentido de la vida es nuestra relación con Dios hasta el extremo de que viviremos eternamente su vida. El Cristianismo es esencialmente la verdad de una relación. Lo contrario de la verdad no es el error (dos y dos son cuatro, es una verdad; dos y dos son cinco es un error) sino la mentira. Hay relaciones verdaderas y relaciones engañosas. Decir a una mujer que se le ama y tener relaciones amorosas con ella pensando en otra, es una relación engañosa, no verdadera. El Cristianismo contiene los elementos necesarios para que nuestra relación con Dios sea verdadera. Todo en el Cristianismo (dogma, moral, sacramentos...) está encaminado a garantizar o a autentificar nuestra relación con Dios. Obviamente, para que nuestra relación con Dios sea verdadera, hay que saber quién es el hombre y quién es Dios, hay que conocer la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios. No se tiene una relación verdadera con alguien que no se conoce. Cristo, que se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, nos revela quién es el hombre y quién es Dios. ¿Quién es el hombre? Si me preguntáis qué es el hombre os responderé que pertenece a la categoría de lo divinizable. Es la respuesta más profunda que se pueda dar más allá de lo que puedan decirnos las ciencias humanas por interesante que sea. Los estudiantes llenan las facultades de ciencias humanas, sicología, sociología, sociosicología, sicoanálisis, etc. El tema es apasionante, pero no llegan hasta la profundidad última del hombre, no nos informan sobre el misterio del hombre, porque el hombre es un misterio. ¿Por qué el hombre es divinizable? Sencillamente porque hay un hombre que es Dios, un hombre plenamente hombre. El Evangelio y San Pablo nos repiten que Cristo es plenamente hombre, salvo en lo que se refiere al pecado, añaden. Cristo es plenamente hombre precisamente porque no es pecador. Y lo que nos impide a nosotros ser plenamente hombres es el hecho de ser pecadores. Si un miembro del género humano, de la especie humana, es Dios, quiere decir que hay en todos los hombres la capacidad de ser Dios. Si un hombre es Dios, todos pueden serlo. El misterio del hombre, el sentido del hombre, la significación de la vida humana, es la aptitud esencial del hombre para ser lo que es Dios. De no ser así, habría que decir que Cristo no es hombre sino un paréntesis en la historia de la humanidad, un aerolito, un fenómeno caído del cielo. La Iglesia luchó durante siglos por mantener, a todo precio y contra todos, la humanidad de Jesucristo. Cristo no es un paréntesis sino el Hombre en su plenitud. Existe ciertamente el hombre según Sócrates, según Nehru, etc., pero nosotros los cristianos creemos que sólo Cristo nos dice qué es el hombre verdadero. Sólo Cristo realiza a la perfección la definición misma de hombre: Él es Hombre y es hombre Dios. Por eso nosotros seremos plenamente hombres sólo cuando seamos divinizados. Tropiezo con estas objeciones: no me interesa saber cómo seré divinizado, pido sencillamente ser humanizado; no me dice nada llegar a ser Dios, sí llegar a ser auténticamente hombre. Hay que tratar de comprender que, al mismo tiempo, Cristo nos humaniza y nos diviniza. No tenemos que escoger entre llegar a ser plenamente hombres y llegar a ser Dios. Se nos quiso encerrar en un dilema: o el hombre o Dios. Si yo tuviese que escoger entre el hombre y Dios de modo que uno de los dos tenga que ser excluido, yo escogería el hombre. Lo cual sería conforme a mi dignidad: pues soy hombre y he de llegar a serlo. No podría creer en un Dios que me obligase a hacer esta elección, pues este Dios no podría ser más que un ídolo. Llegar a ser Dios no quiere decir dejar de ser hombres. ¿Qué diferencia hay entre Cristo y nosotros? Hay dos. Primera: lo que Él es, nosotros tenemos todavía que serlo. El hecho de no ser como Él desde nuestra concepción sino tener que llegar a serlo -a lo largo de nuestra vida- crea entre Él y nosotros una diferencia infinita que durará toda la eternidad. 8
  • 9. Segunda: sólo por Él llegamos a serlo. El modelo de hombre que se trata de ser es Cristo, norma absoluta, tipo de humanización acabada. Sólo por Él llegamos a ser hombres. Estas dos diferencias bastan para mantener entre Cristo y nosotros una distinción eterna irreductible. Jesús es el único Hombre-Dios, pero todos los hombres son divinizables; nos convertimos perfectamente en Él. Jesús nos lo revela por su existencia como hombre-Dios. Incluso antes de oír sus palabras, si creo que hay un Hombre-Dios, creo que mi vocación es llegar a ser yo también divino, llegar a ser Dios. Como dice G. Morel: “Llegamos a ser por participación lo que Dios es por naturaleza”. ¿Quién es Dios? Jesús nos revela quién es Dios: Dios es Amor. Lo sabemos, pero ¿1o tomamos en serio? Evidentemente, si existe un hombre que es Dios, es porque Dios es Amor. De otro modo no se comprende la Encarnación si Dios no es Amor. En efecto, la tendencia profunda, el dinamismo profundo del amor conduce a convertirse en el ser amado, no sólo estar unido a él sino ser uno con él. Este dinamismo existe también en el amor humano pero no es plenamente realizable. Pienso que no hay alegría comparable con la de amar; no tiene punto de comparación con la alegría del arte o de la investigación científica. La alegría de amar es única pero no está exenta de sufrimientos. Entrar en el amor es entrar en la alegría pero también entrar en el sufrimiento, no sólo porque existe siempre el riesgo de la traición, del hábito, de una disminución progresiva del sentimiento recíproco, sino porque de manera más profunda, el deseo íntimo del amor no puede realizarse aquí abajo; no se trata solamente de que tú y yo estemos unidos, sino que tú y yo no seamos más que uno, sólo uno. Es lo que Dios realiza en la Encarnación: se hace uno conmigo; en Jesucristo, Dios no está solamente unido al hombre sino que es uno con él. El amor se ha realizado plenamente. Pues cuando la Iglesia me dice que Cristo es a la vez Dios y Hombre, una sola persona, yo sé ya que Dios es amor. Toda la Biblia lo desarrolla. Del poder al amor La historia de la Revelación es la conversión progresiva de un Dios considerado como poder en un Dios adorado como amor. En esta perspectiva tenemos que releer toda la Biblia y estudiar la historia de las religiones. Es normal que el hombre considere a Dios primero como el Todopoderoso. Pongámonos en el lugar de los primitivos que se dan cuenta de que han sido arrojados a un mundo peligroso, que su existencia es frágil, precaria, que están sometidos a los peligros de las fieras, tempestades, inundaciones, epidemias.., y buscan espontáneamente un poder que los proteja. Los paganos sacralizaron todo lo que tiene aspecto de poder: el rayo, el sol, los árboles, la luna, etc. Pero la idea de poder es muy ambigua; un poder puede hacer mucho bien pero también mucho mal, hay poderes que aplastan, que dominan, que nos anulan. Hitler y Stalin fueron en un tiempo muy poderosos. ¿Vamos a entregarnos atados de pies y manos a este tipo de poder? Los paganos ante este poder ambiguo tratan de que les sea propicio, de ganárselo, ofreciéndole sacrificios y oraciones. Poco a poco, en toda la historia del Antiguo Testamento, ha habido una conversión de un Dios- poder en un Dios-amor. En el centro de esta evolución los profetas revelan que Dios es voluntad de justicia: tratáis, dicen ellos, de ganaros al todo-poder y de que os sea favorable y para ello quemáis incienso, ofrecéis bueyes, machos cabríos, multiplicáis fiestas y ceremonias, celebráis las lunas nuevas; convenceos de que no tenéis más que un medio para que el todo-poder os sea propicio y es practicar la justicia entre vosotros, pues Dios es voluntad de justicia. Es la gran etapa de los profetas en pleno corazón del Antiguo Testamento. Finalmente Jesús revela que Dios es amor. La historia de la conversión progresiva de un Dios que es simplemente todo-poder en un Dios que es Amor, ¿no es en el fondo la historia de cada uno de nosotros? ¿No tenemos que convertirnos, constantemente, a un Dios que no es más que Amor? Pero decir que Dios es Amor, equivale a decir que Dios no es otra cosa que Amor. 9
  • 10. Dios no es más que Amor Todo está en el “NO ES MÁS QUE”. Os invito a pasar por el fuego de la negación, pues sólo más allá encontraremos la verdad. ¿Es Dios Todopoderoso? No, Dios no es más que amor, no me digáis que es Todopoderoso. ¿Es Dios Infinito? No, Dios no es sino Amor, no me habléis de otra cosa. ¿Es Dios Sabio? No. Es lo que llamo la travesía del fuego de la negación que es absolutamente necesaria. A todas las preguntas que me hagáis responderé, no y no. Dios no es otra cosa que Amor. Decir que Dios es Todopoderoso es poner como telón de fondo un poder que se puede ejercer a través de la dominación, de la destrucción. Hay seres que son poderosos para destruir (preguntádselo si no a Hitler que aniquiló seis millones de judíos). Muchos cristianos ponen la omnipotencia como fondo y después añaden, pero Dios es amor, Dios nos ama. Es falso. La omnipotencia de Dios es la omnipotencia del amor, es el amor quien es todopoderoso. Decimos a veces, Dios lo puede todo. No, Dios no lo puede todo, Dios no puede sino lo que puede el Amor. Cada vez que salimos de la esfera del amor nos equivocamos sobre Dios y fabricamos una especie de Júpiter. Espero que veáis la diferencia entre un todopoderoso que nos ama y un amor todopoderoso. Un amor todopoderoso no sólo no es capaz de destruir nada sino que es capaz de llegar hasta la muerte. Yo amo a un cierto número de personas pero sé muy bien que no soy capaz de darlo todo por ellos, es decir, morir por ellos. En Dios no hay otro poder que el poder del amor y Jesús nos dice (es Él quien nos revela quién es Dios): “No hay mayor amor que morir por aquellos a quienes se ama” (Juan 15,13). Aceptando morir por nosotros nos revela la omnipotencia del amor. Cuando Jesús es apresado por los soldados en el Monte de los Olivos, dice Él mismo que hubiera podido llamar a legiones de ángeles para liberarlo de las manos de los soldados. Se guardó de hacerlo pues, de otro modo, nos habría revelado un falso Dios, uno todopoderoso, en lugar de revelarnos el verdadero, el que va a morir por los que ama. La muerte de Cristo nos revela que la omnipotencia de Dios no es un poder de aplastamiento, de dominación, no es un poder arbitrario que nos llevaría a decir: ¿que está tramando allá arriba en su eternidad? No, no es más que amor, pero ese amor es todopoderoso. Yo acepto los atributos de Dios (poder, sabiduría, belleza...) sólo como los atributos del amor. De ahí la fórmula que os propongo, el amor no es un atributo de Dios entre otros, sino que los atributos de Dios son los atributos del amor. El amor es todopoderoso, sabio, hermoso, infinito. ¿Qué es un amor todopoderoso? Es un amor que va hasta el final del amor. La omnipotencia del amor es la muerte, ir hasta el final del amor es morir por los que se ama, y es también perdonarlos. Si hay alguien entre vosotros que haya pasado por la dolorosa experiencia de una desavenencia familiar o con un amigo, sabe hasta qué punto es difícil perdonar de verdad. Hace falta que el amor sea muy fuerte para perdonar, lo que se llama perdonar de verdad. Hace falta el poder de amar. ¿Qué es un amor infinito? Es un amor sin límites. Tenemos límites en nuestro amor humano pero el amor de Dios es infinito y por tanto capaz de convertirse en hombre sin dejar de ser Dios. Él realiza lo que nosotros no podemos realizar ni siquiera en los hogares más profundamente unidos. Por eso os decía que es imposible entrar en el amor sin entrar en el sufrimiento, si de verdad se ama y se realiza lo que representa amar, es decir convertirse uno en el otro. El infinito de Dios no es un infinito en el espacio, un océano sin fondo ni orillas, es un amor que no tiene límites. Las características del amor No hay que ser sentimental, hay que combatir tanto el sentimentalismo como el racionalismo. Uno de los beneficios del canto gregoriano, del que soy devoto, es que me ha apartado a un tiempo del racionalismo seco y del sentimentalismo bobo. Repetir machaconamente la palabra amar termina por ser un poco simple. 10
  • 11. Amor = acogida y don Lo miremos como lo miremos, el amor es don y acogida. El beso es un hermoso símbolo del amor, es signo a la vez de don y de acogida. Un beso se da solamente si es acogido. Los labios de mármol de una estatua no acogen, no reciben un beso; tienen que ser labios vivos que acogen y dan al mismo tiempo. El beso es un gesto admirable, y precisamente por eso no hay que prostituirlo sino reservarlo como signo de algo muy profundo. El beso es el intercambio de alientos, de soplos, es decir de nuestras profundidades: yo soplo en ti (te doy mi aliento), yo me expiro en ti y te aspiro en mí de tal forma que yo estoy en ti y tú estás en mí. Es decir, yo me descentro a fin de no ser más yo mismo mi propio centro, sino que en adelante mi centro seas tú. Te amo, eres mi centro, yo vivo por ti y para ti. Lo mismo ocurre contigo de forma que tú también vives para mí y por mí y los dos vivimos el uno por el otro. Amar es vivir para el otro (es el don, la entrega) y vivir por el otro (es la acogida). Es renunciar a vivir en sí, para sí y por sí. En esto consiste el misterio de la Trinidad. Si el amor es don y acogida, tiene que haber varias personas en Dios. No se da uno a sí mismo ni se acoge uno a sí mismo. La vida de Dioses esta vida de acogida y de entrega. El Padre no es sino movimiento hacia el Hijo. No existe más que por el Hijo. Esposas, son los hijos los que os hacen madres, sin ellos no seríais madres. El Padre es paternidad y sólo existe por y para el Hijo. El Hijo no es sino Hijo y no existe si no para y por el Padre. Y el Espíritu Santo es el beso entre ambos. Puesto que la vida de Dios es acogida y entrega, y puesto que yo debo llegar a ser Dios, no debo querer ser un hombre solitario. Si soy un hombre solitario no me parezco a Dios, y si no me parezco a Dios no podré compartir su vida eternamente. Esto es lo que se llama pecado, no parecerse a Dios, no tender a llegar a ser lo que es Él, don y acogida. Si Dios no es más que amor, es pobre, dependiente, humilde. A primera vista parece imposible y sin embargo hay una frase fundamental de Cristo que hay que tomar muy en serio. Cuando veo a Jesús arrodillado a los pies de los apóstoles, lavándoles los pies, en ese preciso momento le oigo que me dice: “Quien me ve, ve al Padre”, es decir, “Quien me ve, ve a Dios” (Juan 14, 9). Esta afirmación es muy fuerte y sentiremos quizás que nuestra razón titubea y vacila. Dios no se nos revela como el Ser Infinito. El Dios en quien creemos no es el de los filósofos, de Aristóteles o de Platón, sino el Dios revelado por Jesucristo. Profundicemos en esta meditación partiendo de nuestra experiencia humana, pues si no tenemos experiencia del amor, no sabremos qué decimos cuando afirmamos que Dios no es otra cosa que amor. Pobreza de Dios En mi experiencia de hombre veo que no hay amor sin pobreza. Tratemos de imaginar una mirada de amor en la cual sólo hubiera amor. Es muy difícil, pues en toda mirada humana hay siempre algo más. Incluso en la mirada más amorosa hay siempre una mirada hacia sí mismo. Soy pecador y ello quiere decir que cuando te digo que te amo, debería añadir, si fuera sincero, que hay alguien a quien prefiero a ti y ese alguien soy yo. He ahí el pecado, cualquiera que sea la forma que revista. El pecado original es mi incapacidad de amar puramente, lo que hace que el otro no lo sea todo para mí (en sentido estricto) y que yo no sea puro dinamismo hacia el otro (puro en sentido estricto), como en la Trinidad el Padre es puro dinamismo hacia el Hijo y el Hijo hacia el Padre, y el Espíritu Santo es la reciprocidad, la fuerza del amor, el dinamismo. Existe un medio de imaginar una mirada de amor donde no haya más que amor pues pienso que, en la experiencia del amor humano (ya se trate del amor conyugal, de la simpatía fraternal, del amor paternal o maternal, de la caridad y de la dedicación a los otros, etc.), hay suficiente amor aunque esté mezclado con el egoísmo, para que podamos comprender qué es el amor vivido en Dios, en toda pureza, y en toda plenitud. Cuando un hombre mira a su mujer con esa mirada de amor en la que no hay más que amor ¿qué puede decirle que traduzca esta mirada? No encuentro más que una frase: “Lo eres todo para mí, eres toda mi alegría”. Es una expresión de pobreza: si tú eres todo, yo soy nada. Fuera de ti soy pobre. Mi riqueza no está en mí sino en ti. Mi riqueza eres tú y yo soy pobre. 11
  • 12. Si es cierto en el amor humano, lo es más cuando se trata de Dios. Dios es la Pobreza Absoluta, en Él no hay indicios de tener, de posesión. Eternamente el Padre le dice al Hijo, tú eres todo para mí, y el Hijo responde al Padre: tú eres todo para mí. Y el Espíritu Santo es el dinamismo mismo de esta pobreza. Dios es el más pobre de todos los seres. Si vuestra razón vacila ante esta perspectiva, decid entonces, Dios es rico, pero añadid inmediatamente: rico en amor y no en poseer. Así pues, ser rico en amor y ser pobre es la misma cosa. Dios es un infinito de pobreza. La propiedad, el poseer, es lo contrario de Dios. Cierto que, en la complejidad de lo humano, es necesaria cierta propiedad; quien no tiene nada es un mendigo. Lo malo es que si no tiene nada le costará mucho ser, lo cual quiere decir que aquí abajo ser sin poseer es imposible. Por ello la Iglesia reconoce el derecho a la propiedad; para que el ser humano sea hace falta un cierto poseer. Pero no en Dios, de ninguna manera, Y no entraremos en Dios más que cuando nos hayamos despojado de todo lo que tenemos. La pobreza material de Belén y de Nazaret no es más que el signo de una pobreza mucho más profunda, pobreza inmensa de Dios, infinita, absoluta, sin la cual no podemos decir que Dios es amor. Estamos muy lejos de ciertas imágenes de Dios. Seamos serios, esto es el centro de nuestra fe, y no es broma. Hay ateos que no son serios pero también hay cristianos que no lo son. Si uno quiere situarse donde debe, hay que confrontar al cristiano serio con el ateo serio. Y el cristiano serio es quien afirma la pobreza de Dios. Dependencia de Dios Tratemos de imaginar la mirada de amor de una mujer a su marido, donde no haya más que amor, y procedamos por el absurdo. ¿Puede esta mujer decir a su marido, te quiero, pero quede bien claro que si tu profesión te obliga a ir a Madagascar, yo me quedo en Francia? Dicho de otro modo, al mismo tiempo que te expreso mi amor, afirmo mi independencia con respecto a ti. Obviamente una actitud tal es imposible, impensable. Amar es querer depender, te amo y te seguiré hasta el fin del mundo, quiero depender de ti. Por otra parte, en toda comunidad humana está implícito decir: quiero depender de vosotros. ¿Por qué tantas comunidades en nuestros días nacen y mueren tan deprisa? Porque no hay esta afirmación de dependencia recíproca. Si en el amor humano amar es querer depender, con mayor razón es cierto cuando se trata de Dios en quien el amor es vivido en toda plenitud. Si Dios no es más que amor, Él es el más dependiente de los seres, es un infinito de dependencia. El padre del pródigo depende de su hijo, si su hijo no regresa llorará, si regresa vivirá en la alegría. Prestemos atención a una ambigüedad que hay que desterrar, pues hay dos tipos de dependencia, ¿es el bebé el que depende de su madre o la madre quien depende del bebé? En el plano del ser y de la vida es el bebé quien depende de su madre, pero en el plano del amor ¿no es la madre la que depende del niño? La dependencia del niño con respecto a la madre es ajena al amor, a la libertad. Naturalmente si la madre no está allí para darle el pecho tendrá hambre, pero en el amor es la madre la que depende de su hijo y le dice: eres mi alegría. Y si el niño respira mal, si está enfermo, si el médico se inquieta, la madre no vive, hasta tal punto depende de su hijo. Dios es el más dependiente de los seres, dependencia en el amor no en el Ser. Humildad de Dios Dios es el más humilde de los seres. No sólo Jesús a quien decimos, “Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”, sino Dios en su profundidad. Pero el que Dios sea humilde no quiere decir que sea deficiente o débil. Somos nosotros quienes somos humildes reconociendo que somos unos pobres hombres. La humildad de Dios no tiene nada que ver con esto sino con el hecho de que el amor no puede mirar de arriba abajo... Partamos de la experiencia del amor humano. ¿Creéis que es posible que un hombre, en el acto mismo de amar, le diga a su mujer, “te quiero, pero no olvides que soy profesor de Filosofía y Ciencias, soy superior a ti que no eres más que una modistilla con un simple certificado de estudiosos?” ¿Creéis que es amor una mirada que domina, que mira de arriba abajo? De ningún modo. Cuando Jesús lava los pies a los apóstoles los mira de abajo arriba y en ese momento nos dice que es Dios. Buscamos a Dios en la luna y nos está lavando los pies. El lavatorio de pies es una lección de 12
  • 13. amor fraterno pero, más profundamente, es una revelación del ser de Dios. Dios no puede sino situarse abajo, si no lo hiciese no podríamos decir que Dios es amor. La humildad de Dios es la profundidad de Dios. Me diréis que Dios es más grande que nosotros. Ciertamente más grande en amor, puesto que no es más que amor. En humildad Dios es más grande que nosotros, nunca seremos tan humildes como El. El Dios en quien creemos es infinitamente humilde, dicho de otro modo, despojado de todo prestigio. El prestigio es siempre accesorio. Hay en nosotros cierta necesidad de prestigio, de apariencia, que no existe en Dios. Dios es la plenitud de la humildad. Al escuchar a esos jóvenes que les suenan mal las palabras de la liturgia: “Tuyo es el reino, el poder y la gloria”, los comprendo muy bien. No digo que haya que suprimir estas palabras, pues son tradicionales y tienen su significado, pero hay que comprender que el fondo de la gloria es una humildad sin la que el amor no es amor. E1 amor que no es más que amor no mira desde arriba nunca. No hay mirada de amor que sea una mirada de arriba a abajo. Inclinarse sobre el pueblo, no es amar al pueblo. Inclinarse sobre un niño, no es amar a un niño. Dios no se inclina. Lo que hay en el corazón de Dios es un poder de anonadamiento de sí. En vuestra opinión, ¿hace falta más poder para ponerse por delante o para anonadarse? Mi propia experiencia es que hace falta mucho más poder para anonadarse. Por consiguiente, si Dios es todopoderoso y si yo no puedo entender este poder más que partiendo de mi experiencia, concluyo que Dios es un Poder Infinito de anonadamiento de sí. Ved en qué se transforma entonces la adoración. Os dejo con esta imagen, pensad en una jovencita sencilla, una campesina de quince años. Imaginad a un Don Juan que la ve, la encuentra bella y quiere seducirla. Se entera de que ella se llama María y vive en Nazaret. Cuanto más se le acerca, constata más que emana de ella una majestad tal que todos los planes de seducción se le vienen abajo. Esta es una majestad ante la que uno no puede hacer menos que inclinarse y el seductor cae de rodillas ante la humildad majestuosa de esta jovencita. Para saber quién es Dios lo aplico en el mismo sentido y, entonces, me encuentro con Dios. Estamos muy lejos de Júpiter, del paternalismo y del triunfalismo. Es este el Dios que nos revela Jesucristo. 13
  • 14. Morir y resucitar Págs. 55-68 Si no nos contentamos con lo que acabamos de decir, tropezamos inevitablemente con una objeción tremenda: ser divinizado es imposible pues Dios es precisamente lo que no puede transformarse, y Dios no puede lo imposible. Es un error creer que Dios puede cualquier cosa; Dios no puede hacer que dos y dos hagan cinco o seis; no es posible. Cuando decimos que Dios es trascendente, decimos precisamente que es Totalmente-Otro, absolutamente otro y que entre Él y nosotros, hay un abismo infranqueable. En consecuencia, atreverse a afirmar que el sentido de la existencia humana es ser divinizada, es decir algo que no parece posible. Transformación Os propongo cambiar la frase: “Nuestra vocación es ser divinizados” por la siguiente, “nuestra vocación es ser divinamente transformados”. No se convierte uno en Dios deslizándose tranquilamente sobre un plano inclinado, no se desemboca, sin más en la vida misma de Dios, se necesita una transformación radical. La entiendo en el sentido más estricto: “radix” significa raíz. Para llegar a ser lo que es Dios, es preciso que el hombre sea transformado radicalmente. Así como la expresión clave hasta ahora ha sido “NO ES MÁS QUE” la expresión clave en adelante será “TRANS”. Encontramos este prefijo en trans-formación, trans-figuración, trans-porte, trans-siberiano, trans-atlántico. Cuantas veces interviene el prefijo “TRANS” hay muerte de alguna cosa y nacimiento de otra. El viajero que va de París a Pau muere a la vida parisiense, para nacer a la de Pau. No hay “TRANS” sin muerte de algo y nacimiento de algo nuevo. Por ello, si nuestra vocación es la de ser divinizados, inevitablemente nuestro destino toma la forma de muerte y resurrección. Es importante definir estos dos términos. Cuando hablo de muerte, no se trata de nuestra muerte final, de la muerte como final de nuestra vida, se trata de la muerte a lo largo de nuestra vida, la muerte de sí mismo, la muerte del egoísmo, lo que llamamos sacrificio. Todos sabemos que traer al mundo a un hijo impone sacrificios. Cuando hablo de resurrección, no se trata de volver a la vida de antes de morir, Resucitar es pasar a una vida completamente diferente. Quiero mostraros que el paso o la transformación a la vida divina, a la vida misma de Dios, se opera no sólo después de la muerte sino a lo largo de la vida e implica siempre un nuevo nacimiento o una resurrección. Tomemos ejemplos de la vida ordinaria. Se trata de comprender que un crecimiento no es un agrandamiento sino una transformación. El agrandamiento sólo existe en el reino mineral. Cuando pasamos a un organismo vivo, hay transformación. Tomaré tres ejemplos elementales, muy elocuentes a mi modo de ver. La niña que se hace mujer La mujer no es una niña grande; si así fuese, sería un monstruo. La niña se convierte en mujer sólo transformándose, es decir, muriendo a su estado de niña para nacer a su estado de mujer adulta. Esto es muy importante. Si preguntamos a una niña qué le haría más feliz, responderá espontáneamente: quisiera ser tan alta y tan mayor como mamá. Pero no piensa ni un segundo que para ello tendrá que renunciar a sus muñecas, a su vida sin preocupaciones, para pasar a algo totalmente nuevo que le acarreará sufrimientos. No sabe que para convertirse en persona mayor tiene que morir a su estado de infancia para nacer al estado adulto. Esta observación parece anodina pero en realidad va muy lejos ya que hay aquí un aspecto que en el mundo moderno se llama mito. Uno de los aspectos esenciales del mito es que el hombre tiende a proyectar hacia el futuro el presente tal como es, sin transformación. En este sentido podemos decir que hay algo de mito en la forma de expresarse la Biblia. En efecto, 14
  • 15. la Biblia nos representa la vida eterna como un reposo que tendemos a asimilar al reposo en la vida terrestre cuando estamos cansados. Cuando dejamos vagar nuestra imaginación, sin corregirla con la reflexión, nos representamos esta vida eterna como una especie de “far niente” eterno. La liturgia, me diréis, contribuye a ello pues en el oficio de difuntos decimos: “dales Señor el descanso eterno”. Lo que ocurre es que la liturgia supone que somos inteligentes, elemental. Se nos presenta también la vida eterna como un festín, un banquete, porque en la vida presente una comida en común es el signo de fraternidad, de paz y de alegría. Al hablarnos de banquete eterno se nos hace proyectar hacia el futuro el presente tal como es. Esto es mítico, y hay que reconocer que tanto la Biblia como el mismo Evangelio y la liturgia contienen aspectos míticos que hay que criticar seriamente. No os escandalicéis si os digo que la expresión bíblica debe ser criticada. La Palabra de Dios es una palabra humana, Jesús hablaba a hombres de su tiempo y, para que le comprendiesen, utilizaba viejos mitos que les eran familiares. Es propio de la teología criticar, en el buen sentido de la palabra, es decir hacer crítica, reflexionar, comprender lo que hay detrás del mito, de manera que nuestra imaginación no ceda a la tentación infantil de proyectar hacia el futuro el presente sin transformarlo. Tendemos a imaginar la felicidad del cielo como un agrandamiento de lo que llamamos aquí abajo felicidad (descanso, banquete, etc.), cuando en realidad la dicha del cielo es la dicha misma de Dios. Ser divinizados, ir al cielo como dice el catecismo, no es escalar una montaña o ir a un sitio determinado, es participar en la vida divina. Y puesto que Dios no es más que amor, la vida eterna consiste únicamente en amar. Esta es la dicha del cielo. Gusano que se convierte en mariposa La mariposa no es un gusano grande, ya que el crecimiento no es nunca agrandamiento. Si el gusano tuviese una conciencia y yo pudiese hablarle, como en un cuento de hadas, le preguntaría cuál es su ideal. Me contestaría, sin duda de manera mítica, que le gustaría ser el gusano más grande del bosque, el rey, el emperador de los gusanos, que reinase sobre todos los gusanos del bosque. A esto se le llama voluntad de poder que no es sino la ampliación de lo que se es sin transformación. El gusano no sabe que para volverse en lo que tiene que ser tiene que despojarse de su cuerpo de gusano y adquirir un nuevo cuerpo, pues en realidad sólo existe para convertirse en mariposa, tal es su vocación. Cuando se convierta en mariposa será lo que tiene que ser. Grano de trigo que se convierte en espiga Es inútil detenernos en ejemplos elementales, siendo así que Jesucristo escogió él mismo en el Evangelio un ejemplo muy elocuente, en el capítulo 12 del evangelio de san Juan: la historia del grano de trigo. Jesús no desarrolla esta historia, pero es fácil hacerlo. Si alguien de entre vosotros tuviera talento literario, le aconsejaría de buena gana que escribiese la historia del grano de trigo. Un escritor danés, Joergensen, autor de una Vida de san Francisco de Asís, ha escrito una admirable parábola sobre la historia del grano de trigo. El grano de trigo está muy feliz en su granero, sin goteras, ni humedad, rodeado de compañeros amables, sin disputas, perfecto. Esta sería la dicha del hombre honrado con desahogo financiero, éxito en los negocios, buena salud, etc. No debemos ciertamente despreciar la felicidad humana, pero sin perder de vista que se trata de una pequeña dicha comparada con lo que debemos ser por toda una eternidad. Imagino que este grano de trigo es muy piadoso, da gracias a Dios: Señor, te doy gracias por lo que me das, esta felicidad que hace que yo sea tan feliz en mi granero, y deseo que dure para siempre. Tiene razón para darle gracias a Dios. Solamente que... ¡cuidado! este grano de trigo se dirige a un Dios que no existe, pues un Dios que no fuera más que el autor y el garante de la pequeña felicidad de un grano de trigo en un granero, aun siendo legitima esa felicidad, un Dios así no existe, es un ídolo. Es éste precisamente el Dios negado por muchos ateos contemporáneos nuestros. ¿Podemos decirles que están equivocados? Y si el grano de trigo se obstina en entonar cánticos, tomaré mi pluma y escribiré un tratado para hablar de la ilusión de los creyentes. Un día cargan el trigo en una carreta y lo llevan al campo, más hermoso aún y más agradable que 15
  • 16. el granero. Una vez más el grano da gracias a Dios y tiene razón en hacerlo. La tierra ha sido labrada hace poco. Se echa el trigo en la tierra, un pequeño escalofrío, está fresca; poco importa, es agradable, es una sensación nueva. Pero he aquí que se hunde el grano en la tierra, ya no ve ni oye nada, la humedad le penetra hasta lo más profundo. El grano de trigo, que por la muerte inevitable se está trans- formando en lo que debe ser, es decir en una hermosa espiga, echa de menos el granero en donde era muy dichoso pero dichoso de una pequeña felicidad humana. En aquel momento dice lo que tantos millones de hombres: ¡si Dios existiera estas cosas no ocurrirían! Es una lástima porque se trata aquí del verdadero Dios, el Dios que lo transforma para convertirlo de grano en espiga, lo que sólo es posible mediante la muerte. El único Dios que existe es aquél que nos hace crecer y pasar de una condición simplemente humana a la condición de hombre divinizado. Esta es nuestra historia, nuestra condición humana. No hay crecimiento sin transformación, ni transformación sin muerte y nuevo nacimiento. Dicho lo cual, diré que hay en la historia de la humanidad tres tipos de muerte y de nacimiento, tres tipos de transformación, tres tipos de pascua. La palabra Pascua o Pascuas viene del hebreo “paso”, “tránsito”: pésah en hebreo, pascha en griego, pasqua en latín, pascua en castellano. En nuestra vida hay dos tránsitos. El primero es nuestro nacimiento humano, pasamos de la nada a la existencia humana, inteligente y libre. Pero este primer paso es sólo previo a un segundo. Este segundo paso es el de una existencia humana a la existencia humano-divina. Este paso es inconmensurable comparado con el primero. Es enorme pasar de la nada a la existencia, pero lo es mucho más pasar de la existencia humana a la existencia humano-divina. El primer paso se hace sin nuestro consentimiento, pues no se nos pide permiso para traernos al mundo, pero el segundo tránsito no se hace sin nosotros, se realiza a lo largo de nuestra vida. Este segundo paso es la Pascua. Hay tres en la historia de la humanidad, Tres Pascuas o pasos transformadores La Pascua de los Hebreos Está reflejada en el libro del Éxodo. Los hebreos eran en Egipto una minoría oprimida. Ya sabemos qué son las minorías tan a menudo explotadas. Los hebreos tenían que transportar paja y tejas para construcción de casas, siendo su salario unas pocas cebollas. Un día el Faraón decidió aumentar la producción sin aumentar el salario. Moisés se dirigió entonces a Dios y le dijo: “Esto es intolerable, tu pueblo es un pueblo de esclavos”, a lo que Dios le respondió: “Tienes razón, no me es posible dialogar con un pueblo de esclavos, quiero que mis hijos sean hombres libres. Lo que define al hombre es la libertad. Los vas a hacer pasar (pasaje, pascua) del Egipto de la esclavitud a la Palestina de la libertad. Palestina es la tierra que he prometido a tus antepasados, la tierra donde eran hombres libres. Entre el Egipto de la esclavitud, es decir la situación de un grano de trigo en el granero, y la Palestina de la libertad hay un desierto inmenso, el Sinaí. Son necesarios cuarenta años para atravesarlo, cifra evidentemente simbólica para indicar un lapso de tiempo muy largo. Cuanto más se adentran en el desierto, más se parecen al grano de trigo que se ha hundido en la tierra y más echan de menos el tiempo en que eran esclavos en Egipto, pues allí al menos tenían su salario, su pequeña porción de cebollas, mientras que en pleno desierto no hay nada que comer. Comienzan a sublevarse y Moisés tiene que calmarlos con el milagro de las codornices, el del maná, el del agua que brotó de la roca. Pero cuanto más avanzan, más calcinado está el suelo y quieren volverse atrás. Un pueblo que era esclavo, que marcha hacia la libertad, y quiere volver a la esclavitud. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski pone en boca del gran Inquisidor: “Si se deja a un pueblo que elija entre felicidad y libertad, ¡ay!, es capaz de escoger la felicidades, la pequeña felicidad del grano de trigo en el granero. Ahí está la desgracia, preferir la felicidad simplemente a la dicha de ser un hombre libre. Finalmente Moisés consigue que el pueblo le siga y llegue a la tierra prometida, la patria de la libertad. Imposible evitar el desierto. Los hebreos creen que van hacia la muerte cuando en realidad van hacia la verdadera vida, como el grano de trigo hundido en la tierra que cree que muere cuando en 16
  • 17. realidad se encamina hacia la bella espiga que pronto se mecerá con el viento. No hay transformación sin pasar por una muerte, por el sacrificio de un cierto estilo de felicidad, digámoslo claramente, de felicidad egoísta. Hay que renunciar al propio egoísmo para conocer la verdadera dicha, la dicha misma de Dios a la que estamos llamados para la eternidad. Hay que pasar por la muerte para. alcanzar la gran libertad divina. Uno no puede, sin ser transfigurado, convertirse en hombre libre con la libertad misma de Dios. La Pascua de Cristo Cristo revivió lo que había vivido su pueblo. Lo revivió en primer lugar simbólicamente, pasando cuarenta días en el desierto en el umbral de su vida pública (cuarenta días que recuerdan los cuarenta años del Éxodo) y luego, no ya de manera simbólica sino real, subiendo al Calvario: va hacia la muerte, en realidad hacia la verdadera vida que es la vida resucitada en el corazón de la Trinidad, la vida misma de Dios. La primera pascua no era más que una imagen, la de Cristo es la Pascua central de la historia. Cristo, ya lo hemos dicho, es el hombre, el Hombre perfecto, el que vive en plenitud el destino del hombre, es Dios mismo hecho hombre que muere para resucitar, es decir para “pasar de este mundo al Padre” (Juan 13, 1). La resurrección de Cristo no es el retorno a su vida precedente antes de morir, es el paso a la vida de Dios. Después de su resurrección, Cristo vive en el corazón mismo de la Trinidad y sus condiciones de vida son las de la vida divina. Se ha vuelto otro y ya no está, como nosotros, ligado a los condicionamientos de espacio y tiempo, Reflexionemos: Cristo se vuelve otro, pero no es otro sino que sigue siendo el mismo. Algo así como el París de las nieblas de otoño convertido en otro en verano, transfigurado por el sol, pero continúa siendo el mismo París. Cristo resucitado no deja de ser un hombre. Como dice Romano Guardini, “de todas las religiones el Cristianismo es la única que se ha atrevido a poner el cuerpo (humano) en las profundidades más recónditas de Dios”. (Romano GUARDINI, El Señor, Rialp, Madrid, 1965). Al resucitar, Cristo no se ha despojado de su humanidad, no ha rechazado su “carne”, después de treinta años, como un polvo inútil. Cristo resucitado es Hombre-Dios por toda la eternidad. Tras la resurrección la Trinidad ya no es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es el Padre, el Hijo encarnado, muerto y resucitado y el Espíritu Santo; es el Padre, Cristo y el Espíritu Santo. Resucitado, el hombre-Jesús vive en el corazón mismo de la Trinidad. ¿Por qué Dios se ha hecho hombre sino para llevarnos con Él, para que “por Él, con Él y en Él” vivamos, en el corazón de la Trinidad, la vida de Dios? Vale la pena dar su vida para que los hombres lo sepan y que ésta sea su esperanza. Nuestra Pascua La tercera pascua de la historia es la nuestra, y no hay solamente una sino que cada una de nuestras decisiones es una pascua, toma la forma de muerte y resurrección. 1) Importancia de nuestras decisiones Comencemos por comprender que lo que cuenta en nuestra vida son nuestras decisiones. Mi vida real de hombre o de mujer o, si lo preferís lo que hay de humano en mi vida, es un conjunto de decisiones. Lo que no es decisión no es nada, no construye nada, es como la paja que se pone en los paquetes para evitar que se rompa el objeto preciado que contienen. San Agustín tiene una comparación más poética: “Somos comparables a un arpa cuya única cosa importante son las cuerdas. Está lo demás, ciertamente, pero son las cuerdas las que vibran”. En mi vida, lo que vibra, lo que me constituye, son mis decisiones, pequeñas o grandes. Hay pequeñas decisiones que parecen insignificantes, prestar un servicio a un vecino enfermo, renunciar a un paseo para pasar el día en el hospital visitando a un compañero herido, etc. A los niños les diría, decisión de ceder el asiento en el autobús o en el tren, decisión de tomar el pedazo más pequeño de carne para dejar el más grande a la persona que se sirve después de mí, etc. Es un sacrificio, es una muerte. Para un niño hacer esto es morir ya a su egoísmo. Hay asimismo grandes decisiones que orientan toda una vida, decisión de contraer matrimonio, decisión de entrar en el seminario o en la vida religiosa, decisión de renunciar a una mujer que no es a 17
  • 18. quien he jurado fidelidad. Es terrible tener que renunciar a un hombre o a una mujer a quien se ama, tengo confidencias al respecto, es una muerte. Entre las pequeñas y las grandes decisiones hay toda una gama, pero lo que en la vida no es decisión, acto libre, opción, no es nada. Son nuestras decisiones las que nos construyen. Nuestra vida eterna la construimos día tras día, minuto tras minuto, exactamente decisión tras decisión. ¿Por qué? Sencillamente porque Cristo resucitado está en el corazón de las decisiones que tomamos. 2) Cristo está presente en nuestras decisiones Planteemos simplemente la cuestión: ¿creéis que Cristo ha resucitado? Como sois cristianos me responderéis sí, claro. San Pablo nos dice que si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe (1 Corintios 15, 14). Si Cristo ha resucitado ¿está vivo? Estáis obligados a responder sí. Decir que ha resucitado equivale a decir que está vivo. Si Cristo está vivo, está presente, ¿dónde queréis que esté? No está en la luna, ni en Sirio, ni detrás de las estrellas, ni en el espacio que nos separa aquí a los unos de los otros (puesto que ha resucitado, nada tiene que ver con el espacio). Está presente en nuestra libertad, pues por nuestra libertad somos verdaderamente hombres, nos elevamos sobre la naturaleza. Si está presente está activo, hace algo, pues una presencia inactiva no es una presencia real. Recuerdo a una joven que no conseguía comprender que Cristo estuviera activo en nuestra libertad. “No irás a creer que es un leño”, le dije. Comprendió al instante, Cristo no es un leño, no está ahí sin más (dejemos por el momento la Eucaristía, hablaremos más adelante). Cristo está donde estamos nosotros y no está ni en nuestro hígado ni en nuestro páncreas, está en nuestra libertad y no en nuestra libertad cuando dormimos sino en nuestros actos libres, es decir, cuando tomamos decisiones. Si está activo es transfigurador, ¿qué queréis que haga sino transfigurar? Cristo es Amor y el amor transfigura todo lo que toca. Ved esa muchacha medio neurasténica que no quiere salir de su habitación, no quiere comer, no duerme. Un día encuentra al príncipe encantado y todos se preguntan qué le ha ocurrido. Se ha transformado, el amor la ha transformado. El amor no puede dejar de transfigurar todo lo que toca. Si es transfigurador es divinizante. Puesto que es Dios quien está presente en nuestra libertad, para Él transfigurarnos supone divinizarnos, convertirnos en lo que es Él. Insisto en este punto porque tengo la impresión, según los sondeos que he podido hacer aquí y allá, que esta verdad absolutamente central de nuestra fe parece difícil a muchos cristianos porque están todavía atascados en nociones abstractas. No me digáis que es difícil lo que acabo de deciros. Decir que alguien está vivo no es abstracto (una presencia no es ni mucho menos un abstracto), decir que está presente en nuestros actos libres, en nuestras decisiones, y que las transfigura tampoco lo es. No me digáis que soy un intelectual, pues en ese caso os hubiera demostrado que sois vosotros quienes lo sois. Pues el intelectual en el mal sentido de la palabra es el que utiliza palabras gastadas hasta el extremo sin romperlas. Hay que romper las palabras como se rompe una hucha o un huevo de Pascua para ver qué hay dentro. Es indispensable. 3) Cristo diviniza nuestra actividad humana humanizadora De buenas a primeras esta fórmula es un poco densa pero no abstracta, es completamente real: Cristo da una dimensión divina a nuestras decisiones humanas humanizadoras. En otros términos, diviniza lo que nosotros humanizamos. ¿Qué queréis que Cristo divinice si nosotros no humanizamos nada, si seguimos en zapatillas, si por no arriesgarnos a ensuciamos las manos no tocamos nada en todo el día? Si nuestra vida no está al servicio de la transformación de las relaciones entre los hombres y las instituciones sociales y políticas que condicionan esas relaciones, nuestras relaciones ¿son humanas y cada día más humanas?; las decisiones que tomamos ¿tienden a humanizar el mundo en el plano familiar primero y en el político después? Por ejemplo, una actividad sindical tiende a humanizar las relaciones entre los hombres. El Hombre no está hecho, está por hacer. Somos principios de hombre, dice Santiago. Somos 18
  • 19. bocetos de hombre. Dios no crea al hombre ya hecho, Dios crea al hombre capaz de crearse a sí mismo. Nuestra tarea humana es la de crear al hombre, es decir hacer que el hombre sea hombre. ¿Quién de nosotros se atrevería a decir que ya es hombre? Cuando veo a un bebé en brazos de su madre, la felicito y le digo, es magnífico, espero que haga usted de él un hombre. Así pues, lo que es evidente tratándose de un niño es cierto aplicado a cualquier hombre de cualquier edad. Hay cosas que ya están hechas pero el hombre es otra cosa, tiene que hacerse. Nuestras relaciones y nuestras instituciones tienen que llegar a ser verdaderamente humanas, están en vías de humanización. Somos hombres en devenir, son nuestras decisiones las que contribuyen a que seamos hombres y nuestras decisiones no son verdaderamente humanas si no son humanizadoras. Nuestra humanidad pasa por la humanización de los demás, nuestra libertad pasa por la liberación de los demás. El hombre no se hace libre por sus propios medios sino cuando trabaja por liberar a sus hermanos. Se hace uno más hombre trabajando para que el mundo sea más humano. Es raro que estas decisiones humanizadoras no sean sacrificios, muertes al egoísmo, no se puede a un tiempo dar y guardar para sí mismo. Todos sabemos por experiencia que no hay vida humana humanizadora auténtica sin sacrificio, pero lo que los no creyentes no saben pero nosotros debemos saber (por algo somos cristianos) es que cada una de esas decisiones humanas humanizadoras que hacen morir en cierto modo nuestro egoísmo es un paso hacia la vida divina, cada una de esas muertes es un nuevo nacimiento. Es la decisión la que tiene una estructura pascual, una estructura de muerte y de resurrección, ya que no pasamos a la vida divina después de la muerte. Os ruego que eliminéis de vuestra mente la idea de que Dios vierte en nuestra alma un licor que llamaríamos gracia que nos permite ser transportados después de la muerte a un hermoso jardín llamado paraíso. Esto es mitología. La vida divina, la vida eterna, la divinización no es solamente la vida eterna, ha comenzado ya. Se hace uno Dios, se “va al cielo” por cada una de las decisiones humanizadoras. De ahí la fórmula a la que por mi parte me atengo y me basta para ser cristiano. Esta fórmula es la siguiente: Cristo resucitado está vivo-presente-activo-transfigurador- divinizador en el corazón de nuestras decisiones humanizadoras y les da una dimensión de Reino eterno, divina. Parece que algunos tropiezan con la palabra dimensión que evoca para ellos las dimensiones de un objeto. Ayudadme a encontrar otra, pues hace años que la busco sin conseguirlo. Una comparación podría ayudamos a comprenderlo. He aquí un soltero, su vida tiene una dimensión filial (tiene padres), su vida tiene una dimensión fraterna (tiene hermanos y hermanas), su vida tiene una dimensión nacional (es francés), su vida tiene una dimensión musical (le gusta mucho la música), su vida tiene una dimensión profesional (es abogado, médico o carpintero), pero es soltero y su vida no tiene por tanto una dimensión conyugal. Si este hombre se casa, su vida adquiere una nueva dimensión absolutamente privilegiada que va a cambiar su vida, y ésta será la dimensión más esencial. La comparación es luminosa, si hay una Iglesia es para revelar a los hombres que su vida no es sólo una vida humana, la vida de los hombres tiene una dimensión humano-divina. Así Cristo está presente en las decisiones humanizadoras de los que no le conocen, por ejemplo los mil millones de chinos. Si pudiera ir a China, yo diría que voy allí no para salvar a los chinos (hace tiempo que Cristo me precedió), sino para revelarles a Aquél que los salva, es decir que los diviniza. Si me decís que esto no tiene importancia os diré que no amáis verdaderamente a Cristo. Si amo a Cristo quiero darle a conocer a los que no le conocen, incluso si se salvan sin conocerle, a condición, como se dice, de que obren conforme a su conciencia, es decir que su actividad sea verdaderamente humanizadora. Cuantas veces tomo una decisión en favor de la verdad, de la justicia, de la libertad, de lo que llamamos valores, Cristo resucitado da a mi decisión una dimensión divina. Dicho en resumen, sólo puede divinizar mis decisiones humanizadoras. El pecado es lo que Cristo no puede divinizar porque no es humanizador, el pecado es renunciar a humanizar, es deshumanizador. No se puede comprender bien lo que es el pecado si no se comprende primero cuál es nuestra vocación. El pecado consiste en faltar a nuestra vocación. Es el rechazo a nuestra divinización y se traduce en egoísmo bajo todas sus formas, lo contrario de lo que es Dios. 19
  • 20. Esta es la pascua de la historia y hay tantas pascuas en la historia como decisiones humanas humanizadoras. Día tras día, decisión tras decisión, construimos una eternidad humano-divina, pero esta eternidad sólo es humano-divina porque Cristo la construye con nosotros. Nosotros, los cristianos, creemos que éste es el sentido de nuestra existencia y que este sentido se vive en el cumplimiento mismo de nuestra tarea humana. Si fuéramos sólo hombres no construiríamos más que lo humano y todo lo humano entra en los versos de Valéry: “Todo se hunde en la tierra y entra en el juego”. Pero Él, que se hizo hombre para que el hombre se volviese Dios, está en el corazón de nuestra libertad y transfigura divinamente nuestra actividad humana-humanizadora. El Evangelio es la Buena Noticia de que Dios no es más que Amor y de que la grandeza del hombre es inmensa, pues su vocación se sitúa infinitamente más allá de lo que él mismo podría imaginar o concebir, es capaz de amar como Dios ama. 20
  • 21. Primera Parte CRISTO, VERDADERO DIOS Y HOMBRE El corazón de la enseñanza de Jesús: El Sermón del Monte Págs. 71-100 Comprender lo que dice Jesús en este gran texto es llegar al corazón del cristianismo. Es uno de los textos más importantes del Evangelio. Habría que dejar de llamarle “sermón”, imposible escoger peor palabra. De este Sermón del Monte que encontramos en san Mateo (caps. 5, 6, 7) y en san Lucas (cap. 6, 12-49) se desprende incontestablemente una unidad, unidad de tono y unidad lógica. El pensamiento de Cristo sigue la línea lógica propia del cristianismo. Lógica de estilo de vida, de la calidad de existencia que viene a instaurar Jesús, en una palabra, la lógica misma del amor. Ser cristiano es compartir la experiencia del Hijo El Discurso está precedido en san Lucas de dos notas importantes, Jesús pasó toda la noche en oración en la montaña (6, 12) y por la mañana escogió a doce discípulos a quienes dio el nombre de apóstoles (6, 13-14). - Oración de Jesús: estamos aquí ante un gran misterio, el misterio de la Trinidad. Jesús se dirige al Padre y al Espíritu que son distintos a Él y no lo son (no hay más que un solo Dios). Él se ha hecho carne y se somete a la ley de la criatura, la de acoger primero antes que. dar y en vistas a dar, “Yo no hago nada por mí mismo”, dirá El en san Juan (5, 30). El Discurso va a ser un llamamiento a la existencia filial; hablará por experiencia, pues no imaginamos a Jesús diciendo cosas de las que no tiene experiencia, que no vive. Invitará a compartir una experiencia, la suya, la de la filiación, la del hijo que no es más que hijo. Esto es muy importante si queremos salir de las nociones abstractas y comprender de una vez por todas que todo es cuestión de experiencia. - Elección de los apóstoles: ya que la enseñanza de Jesús será una invitación a compartir su experiencia de filiación, de amor vivido principalmente como acogida (el Hijo recibe del Padre), es necesario que los hombres que tengan que proclamar esta Buena Noticia de que Dios es un Padre, sean los primeros en compartir la experiencia de su Maestro. En adelante los Doce seguirán a Jesús dondequiera que vaya. Marcos precisa con gran cuidado: “Escogió Doce, para tenerlos con Él y enviarlos a predicar” (3, 14). La doctrina de Jesús no es una filosofía sino una experiencia de vida. Los apóstoles de Jesús no pueden ser por consiguiente los propagandistas de una filosofía, de un sistema de pensamiento, no podrán repetir su palabra más que si la pueden atestiguar con una experiencia, la de una cierta relación con Dios. Durante la vida de Jesús atestiguarán muy imperfectamente: “Serán lentos en creer, prontos a deformar, torpes en comprender”, pero, después de Pentecostés el Espíritu Santo, es decir, Aquél que inspira desde dentro y anima la actividad de Jesús, les concederá poder reproducir el modo de vivir y de obrar de Jesús, el estilo de vida, la calidad de existencia de Jesús, la vida vivida en plenitud según la lógica del amor. A falta de esto el cristianismo sería un sistema, es decir algo completamente distinto, mientras que si se trata de experiencia, entonces vale la pena. El Evangelio es para todos Para Lucas como para Mateo el Discurso se dirige a los discípulos, pero en los dos evangelios se precisa que hay allí una multitud innumerable venida de lejos, no sólo de Jerusalén sino también de la frontera marítima de Tiro y Sidón. Si el mensaje que Jesús va a transmitir no es teórico (es una experiencia vivida), no es en absoluto esotérico (es para todos, no reservado a unos pocos). Jesús dirá: “Lo que se os ha susurrado al oído, gritadlo desde los tejados” (Mt 10, 27). El Vaticano II dirá como un eco: “La Iglesia es para el mundo”. Es por la multitud innumerable por quien los discípulos de Jesús están a su lado en calidad de discípulos, y lo que Jesús va a decirles interesa a todos los hombres. Si hay 21
  • 22. discípulos es para atestiguar a los ojos de la multitud que la experiencia de vida propuesta para todos los hombres puede ser seguida, puesto que algunos ya lo han intentado aceptando seguir a Jesús. El cuadro que se nos presenta es muy diáfano. Es lo que pide san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales, claridad. Antes de escuchar observemos: está Jesús, los discípulos agrupados a su alrededor, y la multitud que se estrecha en la meseta (la precisión es de Lucas). Vedlo vosotros: Jesús El Santo Dios hecho hombre El hombre libre El Hijo perfectamente Hijo los discípulos los ya santificados los divinizados los ya liberados los que han hecho ya la experiencia de la filiación la multitud los santificables los divinizables todos los que son llamados a la libertad” (Gál. 5,13) la multitud de los que son invitados a hacer esta experiencia. ¿Qué ve la multitud? Ve a Jesús, y a sus discípulos cerca de Él. Los discípulos, es decir la gente que hace poco tiempo, formaba parte de la multitud, vivía como todo el mundo, tenía el estilo de vida de todo el mundo. Ahora estos hombres pertenecen íntegramente a Jesús, viven con Él, como Él, le siguen “adonde Él va”. La multitud ve que a estos hombres les ha sucedido algo que no les ha sucedido a los otros. Es evidente, salta a la vista, esta escena lo expresa en cierto modo. ¿Qué ven los discípulos? Ven a la multitud de la que han salido y a la que van a ser enviados. ¿Qué ve Jesús? Ve cerca de Él el núcleo de su Iglesia y, más allá, la gran Iglesia que quiere que sus límites sean los mismos del universo. Todos a quienes llama por medio de los discípulos a compartir su experiencia de Hijo de Dios. Él es, sólo Él, el Enviado del Padre, los discípulos serán los enviados de Jesús (tal es el significado de la palabra “apóstol”). Jesús sabe que ellos serán rechazados por el mundo como también Él lo será. El misterio de la Cruz que está en el corazón mismo del acto creador (cuando Dios crea, .arriesga la Cruz del Hijo) será vivido por ellos tanto como por El. Evitar los contrasentidos de las Bienaventuranzas Entonces Jesús “abrió la boca”. Esta fórmula tradicional, empleada por Mateo, destaca la importancia de lo que va a seguir. Es algo así como la recomendación de guardar silencio: callad, no hay que perderse una sola palabra. Las primeras palabras de Jesús, son las Bienaventuranzas. Se ha tomado la deplorable costumbre de aislar las Bienaventuranzas de lo que les sigue, como si las Bienaventuranzas fuesen un todo que se basta a sí mismo y tuvieran un valor en sí y por sí. Sucede incluso que, en la mente de algunos cristianos, Bienaventuranzas y Sermón del Monte son sinónimos, como si el Sermón fuesen las Bienaventuranzas. En realidad, las Bienaventuranzas ocupan apenas diez líneas mientras que aquél se extiende a lo largo de tres largos capítulos del Evangelio según san Mateo. La costumbre de separar las Bienaventuranzas de todo lo que le sigue es deplorable porque conduce fatalmente a un sinsentido radical del pensamiento de Jesús. ¡Como si el mensaje evangélico consistiera en afirmar que lo que antes era negro ahora es blanco! ¡Como si la desgracia (miseria, lágrimas, hambre) debiera llamarse en adelante felicidad! Al final se termina sacralizando en nombre de Cristo el mal y el sufrimiento y, a la vez, se rechaza todo esfuerzo humano para triunfar; no os convirtáis en ricos puesto que Jesús ha dicho que son dichosos los pobres. Se llega uno a volver pasivo y resignado ante la desgracia de los hombres porque Jesús ha dicho que la desgracia es felicidad. El sinsentido está servido. Estamos en trance de pagar los errores cometidos, interpretando las cosas como se ha hecho. Péguy tiene páginas de una violencia inaudita en su libro titulado Jean Coste. Nada 22
  • 23. de sacralizar la miseria, nada de decir a las pobres gentes que no tienen otro remedio que estirar su presupuesto a fin de mes: ¡No os inquietéis, Jesús declara que sois dichosos porque sois desgraciados! Si las Bienaventuranzas nos propusieran un consuelo vulgar, el cristianismo sería una religión doliente y llorosa. La verdad es que soñamos en una felicidad de rebajas hecha de alegrías fáciles. Es este sueño el que Jesús condena, y lo que propone (he aquí la palabra esencial) es que nuestro apetito de felicidad sea transformado. ¡Dichosos, bienaventurados aquellos cuya alma es bastante grande para que su deseo esencial sea vivir como hijo del Padre que está en el cielo! La pobreza, las lágrimas, el hambre, la persecución, no son por consiguiente condiciones para ser dichoso con la felicidad que aporta Jesús. La desgracia no es una especie de condición, como si fuera necesario llorar y tener hambre para conocer la verdadera felicidad. El Padre Guillet ha escrito estas palabras, a mi modo de ver definitivas: “La miseria, la cautividad, el hambre, las lágrimas, son para Jesús diversos aspectos de la desgracia del hombre; si proclama dichosos a los que están angustiados es porque viene a liberarles... La originalidad del Evangelio no consiste en afirmar que lo que era negro se ha convertido súbitamente en blanco, sino en ofrecer a los que están en la desgracia una salida nueva y feliz”. Las Bienaventuranzas comprometen al hombre en un proceso de transformación de la existencia. Constituyen un comentario anticipado del misterio pascual, paso de la naturaleza en la historia o en la libertad, misterio de desapego de un yo prefabricado en vistas a la creación de uno hecho por uno mismo. Se trata de pasar a la libertad a partir del yo prefabricado por nuestra herencia, por nuestro medio, por la educación recibida. Nuestro deseo espontáneo e instintivo de felicidad es conforme a la naturaleza, pero debe ser transformado para acceder a la verdadera libertad. Las bienaventuranzas son, por consiguiente, una llamada. No formulan una verdad de orden general (los desgraciados son dichosos) sino que comprometen en una actitud, invitan a compartir la misma experiencia de Jesús. Por consiguiente es la continuación del Sermón de la montaña la que dirá cuál es el tipo de existencia que responde a la verdadera grandeza del hombre y cuya consecuencia será la felicidad, no una felicidad de rebajas hecha de alegrías fáciles sino la felicidad digna del hombre, la felicidad a la medida de la grandeza de los hijos de Dios, la felicidad de amar y no la felicidad de estar satisfecho. ¿Qué felicidad queréis? ¿Una felicidad de qué naturaleza y situada a qué nivel? Todo consiste en esto. Pues hay niveles de felicidad, del mismo modo que en el plano de la cultura hay músicas dignas de las profundidades del hombre y otras músicas que se dirigen a lo más epidérmico o superficial del hombre. Dichosos los pobres en espíritu: el reino de los cielos es suyo No se trata evidentemente de traducir los pobres de espíritu. “En Espíritu” quiere decir en la raíz misma, en el corazón del ser. La pobreza en espíritu es interior al amor. El amor sin pobreza no es amor (esto es incomprensible si no tenéis experiencia de ello). Por esto el mismo Dios es pobre, es extraño al tener (Dios no tiene nada), pues su modo de existir es el de amar. Tener un alma de pobre (sin duda la mejor traducción de “pobres en el espíritu”), es estar desposeído de sí, por consiguiente dejarse poner en cuestión por otro por una parte, y por otra, fiarse de él. Las dos frases que definen al pobre son éstas: “Te doy crédito” (Credo) -la fe- y “te encargo mi felicidad” la esperanza. Apoyado sobre la fe y la esperanza, el pobre vive en la caridad, puede servir, ponerse al servicio del otro y de los otros, pues está desligado. De un extremo a otro de la Biblia el pobre de Yahvé es el servidor de Yahvé, está, pues, en el Reino: dichosos los que tienen un alma de pobre, pues el Reino de los cielos es de ellos. ¿Habéis entrado en esta experiencia, en este estilo, en este tipo de existencia? Si la respuesta es sí, el Reino está en vosotros. Por los otros, Jesús os invita: si decís sí, el Reino será vuestro, es decir, la relación de intimidad con Dios. La felicidad de la pobreza domina todo el Evangelio. Sería impensable si Dios mismo no fuera pobre, es decir absolutamente ajeno al tener; Dios no tiene nada, E1 es todo. El que es todo no tiene nada, y todo lo que Él es, un todo que se da, no es más que Amor. 23
  • 24. Bienaventurados los dulces: tendrán la tierra en herencia La dulzura está muy cerca de la pobreza, hasta el punto de que se ha preguntado si la bienaventuranza de los dulces no era sino un doblete de la de los pobres. La palabra hebrea anav significa a la vez dulzura y pobreza. Es la renuncia a todo derecho propio cuando se está en litigio y no existe más que una cuestión de amor propio (pero en la sociedad es necesario un orden jurídico, como es necesaria la autoridad que lo custodia). La dulzura está unida a la paz y a la fuerza del alma. Es la caridad no sólo de carácter sino de inteligencia. Conduce a escuchar a los otros y a comprenderlos incluso cuando su forma de pensar es diferente u opuesta a la nuestra. La dulzura evita actitudes de ruptura ante los imprevistos de la historia, permite encontrar cada día respuesta a situaciones nuevas a menudo imprevisibles. Bienaventurados los que lloran: ellos serán consolados El mejor comentario, al menos en los tiempos modernos, de la felicidad de los afligidos es sin duda el gran texto de Péguy, Nosotros somos los vencidos (escrito en 1909): “Un secreto instinto, una advertencia secreta, un secreto remordimiento, nos advirtió que todavía hay alguna impureza en el triunfo, un descaro en la victoria, una cierta impureza al menos metafísica, un resto de enfermedad, un residuo de impureza, una impureza residual en la fortuna. Los grandes honores secretos de la gloria, los supremos honores, siempre han estado históricamente en el infortunio”. Péguy habla aquí como un profeta, su texto debe ser aclarado por el de un filósofo (profeta y filósofo que dicen lo mismo que el Evangelio, ¡es prodigioso!). Diremos con Jean Lacroix: “En sí mismo el éxito es bueno, pues es el sentido del esfuerzo (se hace un esfuerzo para triunfar). Por el éxito, es decir, por la victoria sobre el obstáculo, cada vez tomamos más conciencia de nosotros mismos y nos creamos otra vez. Pero el éxito no es bueno (paradójicamente) más que cuando es el gran revelador del fracaso... Si el éxito viniera a hacer olvidar el fracaso, sería la peor de las experiencias. Los hombres que triunfan en todo y no tienen otro ideal que el de triunfar, son precisamente los seres más superficiales y no accederán nunca a la existencia auténtica que representan sin embargo los fracasados, los divertidos, los que yerran en todo, y ese es su tormento. Es preferible ser el nieto de Rameau (modelo mismo del fracasado en la novela de Diderot) o el vagabundo del rincón de M. Homais o un arribista (M. Homais, ese imbécil a quien el genio de Flaubert ha inmortalizado, como decía François Mauriac). La grandeza de Don Juan no fue la de ser un hombre de éxito, sino la de quedar insatisfecho de todos sus éxitos, la de perseguir en cada mujer un ideal que jamás pudo alcanzaron”. Se adivina, pues, en qué sentido Jesús declara dichosos a los que lloran anunciando que serán consolados. Como dice Bonhoeffer, teólogo protestante que los nazis ahorcaron, “los discípulos ven que la embarcación en la que resuena la alegría de la fiesta hace aguas”. “En la música de Schubert, dice Julien Green, la muerte está sin la danza.” Pero el hombre no es para la muerte sino para la vida, por lo que saber que se es hijo de Dios es la verdadera fiesta humana, en definitiva la única. Jesús la da a los hombres y hay que acogerla, es decir, experimentar la filiación divina, vivir y no sólo pensar como hijos que tienen un Padre. Me acuerdo de aquel sacerdote a quien espontáneamente le decía al encontrarle, ¿cómo estás? Él me respondía invariable-mente: no me puede ir mal, el Padre se ocupa de mí. ¡Esto no se ve a primera vista, hay que creerlo! ¡Es cuestión de experiencia! En definitiva, no puede ser otra que la experiencia misma de Jesús pues, hablando con rigor, Él es el único que ha experimentado la Paternidad de Dios y es sobre su Palabra por la que creemos que el Padre se ocupa de nosotros. Si no, ¿cómo lo sabríamos? ¡Es difícil ver que Dios se ocupa de las personas que están a punto de morir de cáncer en la cama de un hospital! Hay en El zapato de raso de Claudel una prodigiosa aproximación a la felicidad de los afligidos. Prouh6ze dice, pensando en Rodrigo de quien está separada: “Puesto que no puedo darle el cielo, al menos puedo arrancarle de la tierra. Sólo puedo darle una insuficiencia a la medida de su deseo”. ¡Desgraciados aquellos a quienes su insuficiencia nunca les ha sido revelada! En otros términos, ¡desgraciados los suficientes! 24
  • 25. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: ellos serán saciados Tener hambre y sed de justicia es la única manera de ser justos. No se trata aquí más que secundariamente de justicia social, se trata en primer lugar de fidelidad. La fidelidad en sí misma es no dejar nunca de buscan Buscar es una de las palabras clave de la Biblia. Jesús dirá: “Buscad y encontraréis”, “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, el resto se os dará por añadidura”. Pero estar satisfecho del mundo y de uno mismo es negar que seamos un infinito. En cierto sentido, la Iglesia existe para relativizar todas las sociedades cualquiera que sean y todas las políticas incluso las mejores, con sabiduría y discernimiento, pues nunca el hombre puede estar plenamente satisfecho aquí abajo. Se puede decir que el hombre es un infinito en hueco que no puede ser colmado más que por el Infinito vivo que se da. Bienaventurados los misericordiosos: se les hará misericordia El misericordioso, según la etimología de la palabra, es el corazón desgraciado. Es el que sufre del sufrimiento de los otros. El que no sabe “sufrir con” no puede acoger el don de Dios, pues Dios es Él mismo, el primero que sufre con el hombre. El sufrimiento de Cristo, su pasión y su muerte en la Cruz, son el signo sensible de una profundidad en el amor de Dios, que sin duda El nos ha permitido llamar sufrimiento, algo muy misterioso, sin el que el amor no sería amor, y que sólo puede revelarnos el sufrimiento de Cristo. La misericordia implica una preferencia por los pequeños, los débiles, los miserables, los enfermos, los solitarios (éste es uno de los mayores sufrimientos humanos), a los que se humilla, a quienes se hace violencia, a quienes son víctimas de la injusticia, por los que se atormentan, por los que están inquietos. Este es el tipo de existencia de Jesús, trabajar por liberar a los que son esclavos de lo que sea, testimoniar que no se es hombre libre más que trabajando por liberar a sus hermanos, puesto que no se puede pasar a la libertad más que pasando por el amor. No hay libertad fuera del amor. Ser libre y amar es una misma cosa. Bienaventurados los corazones puros: ellos verán a Dios “¿Quién tiene el corazón puro?, pregunta Bonhoeffer. Quien no ensucia su corazón ni con el mal que comete ni con el bien que hace”. No ensuciar su corazón con el bien que se hace es divino, no puede ser dado más que por Dios. No ser propietario del bien que se hace es ser puro, es decir sencillo, sin doblez. Ser puro es la actitud del que no vuelve sobre sí, del que no alardea de sus buenas obras. Me acuerdo del salvamento de una joven-cita que pudo ser aplastada por un tren. Aquel hombre fue heroico, arriesgó su vida. Cuando se le hablaba de ello, decía: “Eso es natural, no tiene importancia, callaos, no tengo ningún mérito!” La simplicidad, en el sentido estricto de la palabra, es lo contrario de la duplicidad, no mirarse a sí mismo hacer el bien, no estar ante el espejo, no mirarse crecer en caridad como una coqueta ante su espejo se contempla transformarse en bella por todo lo que el artificio añade a su encanto natural. La existencia doble es la existencia enmascarada, la máscara doble del rostro (se dice de ciertos hombres que tienen muchos rostros). Marcel Proust nos mostró hasta qué punto la máscara, el maquillaje, la máscara-maquillaje -la máscara que se adhiere a la piel- es lo propio de la vida mundana. Analizó los innumerables rostros de la inexistencia o de la existencia enmascarada. Nada más multiforme que lo que no existe, lo que no tiene Sentido, significación, lo insignificante. Dios ama nuestro rostro único, no enmascarado, que es un rostro de pobre. Mi verdadero rostro es el que verá Dios, el que estará cara a cara con Él eternamente. Bienaventurados los artesanos de la paz, ellos serán llamados hijos de Dios Es preciso estar en paz consigo mismo para trabajar por la paz entre los hombres. Estar en paz consigo mismo es estar interiormente unificado, lo que no contradice la insatisfacción profunda ante todo lo que no es más que humano. La satisfacción consigo mismo sería un falso principio Por otra parte conciliar hasta cierto punto lo que aparece como irreconciliable a los espíritus superficiales y que 25