Artículo del padre Federico Salvador Ramón que ensalza la figura e importancia de los párrocos, especialmente de aquellos que desarrollan su labor en lugares pequeños y alejados.
2. Derechos de autor registrados
2018 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado.
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
Año 1930. Federico Salvador Ramón – Edición actualizada
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia
Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
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3. Federico Salvador Ramón
Artículo publicado en la revista mariana Esclava y Reina
Enero de 1930
Guadix – Granada - España
Edición actualizada por
María Dolores Mira Gómez de Mercado
Antonio García Megía
4.
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Federico Salvador Ramón
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¡Qué difícil será encontrar un alma que de veras ame la paz de Cristo en el Remo
de Cristo, la cual se sienta satisfecha de sí misma por mucho que haya trabajado en el año
próximo pasado!
Es indudable que en España se aviva la fe y que muchas almas despiertan a la
vida de las virtudes cristianas, pero también lo es que el pueblo perdió el hábito de la
piedad y sin ella, nada hace útil para la vida eterna y, en cambio, es furibundamente
anticlerical, que es la palabra que mejor expresa la irreligiosidad popular.
Los clérigos son, a no dudarlo, el blanco de las iras populares, ¿es justo que así
sea? Penetrar esta cuestión es tocar en lo más íntimo de las conciencias sacerdotales.
Los sacerdotes saben lo que hicieron ayer para ilustrar y detener a esa masa,
redimida con la Preciosa Sangre de nuestro Rey divino Jesucristo, en los brazos amorosos
de este Buen Pastor, y saben lo que hacen hoy los que se marcharon al campo de la
irreligión, y para educar en Cristo a la generación que viene y que fácilmente cae en el
hastío de tanto vicio como nos rodea y en el espanto de tantos crímenes llevados a efecto
por esa ignorante masa de hombres de los caminos de la vida sobrenatural.
Avergonzados de nosotros mismos, los que no predicamos cuanto debimos o
como hubiéramos debido, hagamos balance en nuestra conciencia y dispongámonos
desde hoy a predicar como S. Pablo a Cristo, pero Cristo crucificado.
¡No disminuyamos las verdades, no las disimulemos! Prediquemos con toda
dulzura, con verdadero amor, pero con 1a fortaleza de los verdaderos apóstoles.
¡Olvidémonos de las vanas elocuencias, de la gárrula palabrería del siglo XIX! No
condenamos te verdadera elocuencia, locura sería pretenderlo. La elocuencia es de la
inteligencia y del corazón, de la verdad y de la virtud, de la belleza y del sentimiento de
la belleza, del amor puro y del celo inflamado, del alma enamorada que alaba a su Amado
y que, generosa y fuerte, busca que todos lo amen.
Sólo el verdadero amor es elocuente. El que no ama que no predique. El que se
ama a sí mismo más que a Jesucristo que calle, que aprenda a conocer y amar al Amor de
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los amores. Y así sabrá hablar de Él con la dulcísima y atrayente unción del óleo de la
gracia que se derramará de sus labios ungidos y purificados por el fuego del santo celo
que devorará su alma a pesar de las humanas flaquezas, que siempre quedarán como
nimbadas por los suaves esplendores de las virtudes apostólicas.
Todos hemos de ser apóstoles, cada uno a nuestro modo, para lanzarnos a la
reconquista de la masa popular que ha desertado del amoroso hogar de la Iglesia santa.
No ha de haber alma cristiana que esté ociosa mientras las demás pelean.
Innumerables son los oficios en que han de ocuparse las almas en un ejército de
combatientes. Desde el Generalísimo hasta los últimos soldados hay tal diversidad de
fuerzas intelectuales y morales que aunar, que nada es tan importante como la disciplina
unificadora de todas las fuerzas. Y esta disciplina, este orden, ha de resplandecer
principalmente en los eslabones principales intermedios.
Dejad que vuelen los religiosos a las cumbres más fragorosas de la vanguardia o
a las primeras líneas de mayor peligro. Son los más fuertes; nada temáis. Si buscan el
triunfo estad cierto que no volverán sin él.
¡Paso a S. Francisco, a santo Domingo, a S. Ignacio!
Han atenazado al mundo con la palabra y el ejemplo de la vivificadora fe de la
Iglesia Católica y el mundo no podrá seguir aterido y yerto en las sombras de la muerte.
¡Religiosos de toda suerte y condición, el pueblo que era de Cristo, se ha pasado
al campamento de Luzbel!
En este campamento se huelga, regocija y adora sus pasiones divinizadas, su yo,
y, egoísta y cruel, sin más ley que su capricho, lanza a los cuerpos a la muerte de los
ambiciosos odios y a las almas a los inmensos lugares de la corrupción pública y privada,
escándalo hoy de la humanidad entera.
¿Qué nos resta que hacer, hombres de Dios? ¿Quién no deseará volar a las
conquistas de esos millones de almas rebeldes como Lucifer y amadas por el Buen Pastor
hasta dar su vida por ellas?
Pero bien sabemos todos que los religiosos son, en la solariega casa de Jesucristo,
ora la caballería ligera que vuela denodada de lugar en lugar derrotando invicta al
enemigo, pero luego pasa, ora los sanitarios de las alma adonde recurren los más
esforzados capitanes para curarse las heridas, las enfermedades y todas las miserias que
la vida activa acarrea, ora el dulce remanso en donde se esconden «los pocos sabios que
en el mundo han sido»... Pero ellos no son, de ordinario, los que soportan el peso del
apostolado de las almas en el intrincado recinto de la parroquia.
¡La Parroquia! He aquí el campamento por excelencia de la Iglesia santa. ¡La
Parroquia! La casa solariega de los cristianos de cada pueblo, de cada villa, de cada aldea,
de cada una de las partes en que está dividida una ciudad.
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Y en cada parroquia, para cada hombre, hay un sacerdote que vive siempre en el
fondo del corazón del cristiano: el cura que lo bautizó, que le dio la Primera Comunión,
que lo casó, que enterró a sus padres, a sus hijos, tal vez.
Y este hombre es, por la misericordia divina, el padre de todos, el consejero de
todos, el amigo de todos. El Párroco es la figura más firme en la jerarquía eclesiástica. Si
él no se tiene en pie todo se derrumba en torno suyo. La piedad se destruye y, con la
piedad perdida, ¿qué no se perderá en una parroquia?
Por este motivo al Párroco se le pide todo, se le exige todo. El Párroco ha de saber
cuánto se le ocurra al más cándido en preguntarle; el Párroco ha de estar siempre en el
candelero; a todos ha de servir de espejo en que se miren: generoso, afable, sencillo,
discreto en sumo grado, laborioso en extremo. El Párroco, en una palabra, es el verdadero
sostén del culto externo y del interno. Sin él habrá culto en las grandes ciudades, en las
medianas, si queréis, pero en el humilde y, aun en el grande, pueblo ¿qué restaría de culto
si desapareciera de la Iglesia esa institución veneranda, abnegada y digna de toda
consideración, ayuda y respeto?
Cuando el Párroco se debilita, todo se enerva en torno suyo. El Párroco, vive en
un ambiente insano, moralmente considerado, rodeado de peligros que apenas conocen
los que no lo son o no lo fueron. El Párroco está sujeto a todas las flaquezas humanas y
todos exigimos de él, como se pide a los santos, como se espera de los héroes.
¿Será el año 1930 el año en que hombres dados a la oración y ardiendo en espíritu
de sacrificio se apresten a formar un nuevo cuerpo de ejército para ayudar a esos párrocos
que sufren ignominias y desprecios, que toleran las mordeduras de la pobreza y que, por
decirlo todo de una vez, soportan sobre sus hombros la responsabilidad de un trabajo que
excede a sus fuerzas?
Sacerdotes, oíd la voz de nuestro Pontífice y acudid a los santos ejercicios para
oír la voz del Espíritu divino que os llama a trabajar en este campo de la viña del Señor
y, oyéndolo, dejaos las redes rotas o la barca de oro, si la tuvierais, y venid a agruparse
en torno del santo Prelado que os espera para que seáis humildes y abnegados ayudadores
de párrocos y de parroquias.
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