La ira de Dios no debe entenderse como un atributo permanente de su naturaleza o como una fuerza impersonal, sino como una reacción ante el pecado con el propósito de restaurar el orden. Aunque se manifestará plenamente en el juicio final, ya está presente en la historia al castigar a los pecadores o entregarlos al poder del mal. Sin embargo, su ira no es nuestro destino inevitable gracias a que Jesús liberó a los creyentes de la ira venidera al tomar sobre sí mismo la maldición de la ley.