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Con Venezuela en la mochila
Cuando salí sabía que no volvería en lo inmediato. Sin embargo, jamás imaginé que una cadena de
sorpresas me llevaría a hacer otra travesía, paralela a la que iniciaba aquel día con rumbo a España.
Apenas el avión levantó su vuelo, las voces interiores que viven conmigo hablaban con mis antepasados.
De esa forma comenzaba un diálogo que estaba pendiente y el viaje parecía una mirada al pasado.
La razón es que mis padres fueron emigrantes, cada uno en circunstancias muy diferentes. También
Vittorio y Rocío, los bisabuelos maternos. Igual que Pepe y María, mis abuelos paternos. Todos tuvieron
desenlaces personales totalmente distintos tanto en el lado europeo del Atlántico, como en Suramérica.
Esa herencia peregrina ejerció una fuerza inerte y me atrajo como un imán para cruzar charco.
Además, el miedo, un espanto recurrente en la realidad venezolana que me rodeaba, terminó
empujándome. Ciertamente, en Venezuela tuve todo, pero al momento de partir me había quedado sin
nada. Desconozco qué más podía perder. No quise saberlo. Tenía la certeza que al emigrar debía
emprender un proyecto rápido, buscar el sustento. No había tiempo para hacer turismo, ni podía
quedarme en la tristeza.
Sin embargo, los paseos, nuevos paisajes y las costumbres de varios lugares de España que visité, se
convirtieron poco a poco en un recorrido similar al que hizo mi madre y mi padre, por separado. Un
camino que pudo ser el de mis abuelos o bisabuelos. Me parecía verlos en diversos lugares. Los buscaba.
Y como si estuviera en un cuarto oscuro, fui tanteándolo todo. Un sinfín de olores, me llevó a los
momentos que posiblemente vivió algún integrante de mi familia, en un lugar específico. Pisar la
Monumental de las Ventas, caminar por la Gran Vía madrileña, visitar Benavente y Barcelona, me causó
escalofrío. Ahí estaba mi madre, imponente y perfecta.
Paseando por Á Coruña percibí la presencia de mi abuelo Pepe. Alegre por mi visita, quizás me mostraba
las bellezas de Galicia. Tomaba mi mano y me acompañaba con su cálida sonrisa. En Vigo me detuve
frente al puerto y sentí la misma brisa que acarició a mi padre cuando se fue a Venezuela con 28 años y
una maleta. Pensé en la decisión de mi abuela María, quien se fue a Argentina y jamás regresó.
Reflexioné sobre la vida que pudo tener mi tía gallega.
Las hogueras de San Xoan que hacen en Galicia, me recordaban el repique de los tambores de Naiguatá,
cada 24 de junio. Muchas de las tradiciones festivas que hay en Galicia desde mayo hasta octubre, se me
parecían a la sabrosa rumba permanente del calendario venezolano. Tampoco en España la gente se
pela un puente para viajar y disfrutar. Las comilonas dominicales son como los sancochos o parrilladas
que hacíamos en cualquier orilla de rio, casa familiar o salón de fiesta venezolanos. El motivo más
insospechado era también una excusa, con tal de tomarse una cerveza o un vinito con las amistades.
Aunque todo encajaba, había un sustito. Como la mayoría, pensé que el viaje sería una aventura con
final feliz, pero temía un fracaso rotundo. A veces estuve viviendo verdaderas pesadillas y confieso que,
en el campo laboral, en muchas ocasiones me faltaron las fuerzas. La palabra "migrante" me supo a
destierro. Dejé atrás la persona que había sido. A donde iba no existía. Me transformaría en otra, muy
diferente. Como hicieron mis antepasados, me mudaba a otro mundo.
Sin darme cuenta empecé a verme como integrante de esa latitud e incluso, intentado hablar sus
idiomas. Mientras tanto, lo que el espejo reflejaba de mí era una combinación genética. Tenía la
rebeldía aborigen mezclada con el linaje europeo. Estoy hecha por el golpe seco y doloroso del
desarraigo de una generación de emigrantes. Por ello soy un mosaico, como el abecedario castellano. En
mi viven la blanca, la negra y la india, como es la población de la región centro-norte costera de
Venezuela desde el siglo XVI.
Basta ver mi familia materna, surgida de la relación entre Petra y José Tomás. Ella era la hija menor de
Vittorio y Rocío. Él, un morenazo afrodescendiente, albañil y músico de oído. Duro de carácter. No lo
conocí porque murió mucho antes que yo naciera. Petra y mi abuelo moreno oscuro se encontraron en
La Pastora, Caracas. Con la piel blanca y los ojos azules, mi abuela tenía una boca pequeña, de labios
finos, cabello rubio y un carácter entre fuerte y risueño. Después que parió 10 hijos, 3 de los cuales
murieron, fue obrera textil y participó en la fundación de un sindicato. Recuerdo que los domingos hacía
una sopa de pollo exquisita. Caminábamos desde su casita, ubicada en El Valle entre las esquinas de
Muñigal a Río, hasta la casa de mi tía, que estaba frente a la Iglesia. Mi abuela sonreía al oír la campanita
del heladero y casi siempre nos comíamos una barquilla, cuando hacíamos aquella ruta en las tardes
dominicales. Hay tantas cosas por contar de ella, que haría un libro con su historia.
Rocío, mi bisabuela materna, era andaluza. Puede ser que la belleza de mi madre y mis tías, su mirada
profunda, su altivez, sea parte de su herencia. Por su apellido, Rocío tendría probablemente linaje
sefardí. Pasó a la historia familiar como una leyenda de reciedumbre, llamada la Madama. Mi bisabuelo
Vittorio, que fue su marido, pudo ser siciliano, no se sabe con exactitud. Ambos llegaron comenzando el
siglo XX, en un barco inglés de línea, como el de la película “ Nuovomondo”. Y aunque mi abuela Petra
tenía el apellido italiano de su padre más el andaluz de su madre, las mujeres no trasmitían la
nacionalidad de sus progenitores europeos. Esa potestad, así como el derecho de propiedad, era de
hombres. Por tanto, Petra era venezolana por nacimiento.
Poco supe de mis ancestros maternos europeos más lejanos y lo que conocí, me helaba la piel. Alguna
vez estuve indagando y resulta desgarradora e impresionante la historia del pueblo andaluz, muchos
pueblos de Italia y de millones de esclavos africanos. Debió ser terrible surcar los mares en la primera
mitad del siglo XX y más atrás. Como muchos, mis antepasados lo hicieron. Pero desgraciadamente ha
sido difícil y costosa la reconstrucción genealógica, a veces queda sin poderse demostrar la relación filial
existente entre la población de Venezuela y las oleadas migratorias de España e Italia.
Portugal, España e Italia, son estados con herencia imperial, que dejaron su impronta en las Américas.
Eso sin duda se nota en nuestros apellidos. Sus historias patrias parecen un rompecabezas. España, por
ejemplo, es un vitral forjado con sangre y fuego, desde donde se divisa el Finisterre gallego. Aparte, pero
obviamente vinculada, está Europa. Es decir, una amalgama de naciones e incluso reinos que conviven o
coexisten, tras siglos de guerra. Algunos tratan de engullir culturas de pueblos originarios. Otros siguen
peleando. Paradójicamente, en su relación amor – odio, los países de Europa no pueden vivir separados.
Pero muchos fragmentos de esa historia universal antigua, medieval y contemporánea, es
absolutamente ajena para quienes crecimos en la Venezuela petrolera del siglo XX. Nuestra generación
leyó la historiografía mitológica, con un dios llamado Bolívar. Creímos en una idea de libertad que se
abrió paso entre las leyendas rosa y negra del descubrimiento. Nacimos en un país que habría vencido la
colonización castellana, y luego no tuvimos ningún problema para brindar la más amplia hospitalidad a
la mano de obra que representó la inmigración europea, incluso en el mismísimo siglo XIX, hace
escasamente unos 200 años.
Especialmente, Venezuela recibió la inmigración gallega, italiana y portuguesa. Miles de personas que
realizaron travesías en condiciones terribles, al límite de sus capacidades. Sólo tenían una esperanza:
vivir mejor. Como pudo venir algún pariente de María Pita, que seguramente conocería a la cacica
Urquía en Los Teques, la mayoría fue gente anónima, honesta y trabajadora. Mediante un tejido
imperceptible, se unieron a los pueblos amerindios y afrodescendientes subyugados por la corona de
Castilla, fundiéndose en la Venezuela de dónde partí. Un hermoso país, valiente, de puertas abiertas,
lleno de calidez humana y con corazón meloso. Lugar de estirpe artística, musical, humanista y
feminista, donde bien podrían encontrarse para tomar un café, Emilia Pardo Bazán y Teresa Carreño. La
Venezuela de mi mochila.
Fue allí donde quedó enterrado el cuerpo de mi padre. Sin embargo, su alma gallega se vino
acompañándome en este viaje. La llevé simbólicamente junto a mi abuelo Pepe y a las cenizas traídas
desde Argentina, que fueron de mi tío Paco. Junto con mi tía, además, ellos están en el panteón de su
familia, reunidos en su aldea. A veces pienso que quizás regresé para conocer mi linaje paterno,
originario del país de los mil ríos, el lugar de la morriña...
Morriña es una palabra sin traducción. Como “apertas” y “bolboreta”, vocablos únicos, emblemáticos y
genuinos del pueblo gallego. Morriña es nostalgia por el lugar originario, por la familia. Lo que sintieron
los míos cuando salieron de su aldea, rumbo a Buenos Aires o a Caracas. Mi abuela María, por ejemplo,
tuvo que dejar a sus hijos pequeños y su marido, para emprender el viaje hacia una mejor calidad de
vida. En Galicia, durante esos tiempos y especialmente las mujeres, eran muy pobres. Sobre todo, si
trabajaban la tierra, cuidaban los animales y tenían muchas bocas por alimentar.
La morriña también afectó a mi abuelo, que salió de Galicia varios años después que mi abuela. Fue a
Buenos Aires para saludarla y conocer a sus nietos. El matrimonio de Pepe y María se había roto por el
tiempo trascurrido sin verse y por la distancia que les separaba. Pepe les dio a sus nietos el amor de
abuelo que les tenía reservado en su corazón y fueron felices durante el tiempo que estuvieron juntos.
Como era un hombre más bien pacífico, que sobrevivió a la guerra civil, mi abuelo sabía las
consecuencias de la violencia política. Por eso, cuando viajó a Caracas, no le gustó el clima de zozobra
guerrillera que se respiraba y al final se marchó.
Mi nacimiento coincidió con la estadía de mi abuelo a Caracas. Recuerdo que cuando era niña me
cargaba en el “colo”. Tenía una temperatura corporal agradable, sus manos gruesas eran al mismo
tiempo delicadas. Su sonrisa me trasmitía una enorme paz. Con él fui muy feliz, cuando lo veía. Trabajó
un tiempo en Caracas, empleado en el hotel donde también laboraba mi padre.
Un día mi abuelo desapareció y no supe más ni de él, ni de mi padre. El misterio lo había cubierto todo.
Pero la verdad es que mis padres se separaron y por alguna razón se rompió la comunicación conmigo,
que era una niña de unos 3 años de edad. Ahora que llegué a Galicia y conocí la historia de mi familia
paterna, supe que mi abuelo regresó a su aldea.
Me contaron en Coruña que mi abuela María trabajó para una princesa. Ello le permitió viajar a varios
lugares, conocer mundo y ahorrar. Con el producto de esa ocupación, ejercida durante un tiempo largo,
pudo radicarse en un barrio de alta alcurnia en Buenos Aires. María voló y logró su independencia
económica, a pesar de las férreas ataduras impuestas a las mujeres en su época. Caminando un día por
su aldea, una vecina me dijo que María fue una mujer rebelde, en cierto sentido. Pero en aquellos
tiempos, el costo emocional del desarraigo fue muy alto para las mujeres. Tanto las que se iban de
Galicia como las que se quedaban, sentían que habían sido abandonadas a su suerte.
Actualmente, la mayor parte de la población femenina en occidente, decide si se casa o no. Si puede y
quiere, estudia una carrera o varias o ninguna. Cuenta con la más absoluta libertad para viajar, siempre
que tenga los medios para hacerlo. Pero hace un siglo no era así, ni se admitía que una mujer quisiera
ser independiente, en eso María fue una gallega muy valiente, que tuvo el coraje de buscar
independencia económica, a pesar de marcar una memoria de dolor para ella y su familia.
Por fortuna, fui la hija mayor de una mujer destacada en la ruptura de paradigmas patriarcales. Mi
madre emigró debido a su oficio de torera y viajó por varios países de Latinoamérica y Europa. Ahora
bien, cuando ella volvió definitivamente a Venezuela, conoció a mi padre y juntos establecieron una
corta relación de pareja. Dejé de ver a mi padre, pues desapareció cuando yo estaba muy pequeña. De
hecho, crecí pensando que era huérfana.
Era una mujer de 30 años cuando mi padre me buscó. Al parecer me vio en televisión y me identificó por
el nombre y mi apellido poco común. Luego, encontró el sitio donde yo trabajaba y finalmente un día se
me presentó de frente. Los datos que me dio encajaban perfectamente con la historia que me habían
contado de él. Lo que no entendía era su abandono. Ninguna explicación me sirvió, nada lo justificaba.
Por eso mi reacción fue de rechazo y rabia. Poco a poco acepté y entendí lo triste y dolorosa que debió
ser su separación de mi madre. También perdoné. A raíz de ese encuentro con mi padre, empecé a
tomar contacto con la otra parte de mis ancestros, mi línea paterna.
Muchos estudiosos de los movimientos migratorios describen el fenómeno a partir de sus causas
económicas, políticas y sociales. Estas razones, vistas de forma individual, representan una motivación
particular para cada persona que decide irse. Hay una historia tras la decisión de dejar la tierra, la
familia, el arraigo a una forma de ser social. Ahora bien, cuando se trata de una parte significativa de la
población, lo que se produce es una especie de estampida humana. Así había sucedido en Galicia y
ahora sucedía en Venezuela.
Lo más impactante fue conocer a mi tía, la hermana de mi padre. Su amor incondicional, su excelente
memoria, su sonrisa, el timbre de su voz y su dulzura. Fueron maravillosas nuestras conversaciones
sobre los mil y un detalles del pasado, su vida, la historia de mi abuelo y de mi padre. El caluroso
recibimiento que me dio trasladándose personalmente al aeropuerto para brindarme un abrazo de
bienvenida. Más de una vez coincidimos en decir que a pesar de la distancia y el tiempo, parecía que nos
conocíamos de toda la vida. Pudimos disfrutarnos mutuamente un año, pues la muerte vino a buscarla
cuando faltaba un mes para celebrar su 91º aniversario. Siento que me esperó, sin duda me ayudó,
vivimos una hermosa experiencia de retorno familiar y después se marchó. La amé y la amo.
Una de las sorpresas que me dio ella fue mi fotografía de bebé. Nunca la había visto, pero los ojos de esa
niña que estaba retratada ahí, eran los míos. También tenían mis fotos de pequeña, con disfraces, con
vestidos, con el uniforme de la escuela. Esas imágenes color sepia contenían dedicatorias a mi tía, que
estaban hechas con la letra de mi padre y de mi madre. Fue impresionante constatar las fechas, todo
coincidía perfectamente conmigo, como si se tratara de piezas que encajan en un rompecabezas. Sin
duda en Galicia sabían más de mí, de lo que yo me imaginaba. Muchísima emoción me causó escuchar la
descripción detallada de mi padre y mis abuelos, hecha por mi prima.
Un fuerte remolino de ideas me sacudió varias veces. Comparaba involuntariamente mi vida con la de
mi familia e hilvané varios capítulos que estaban sueltos en mi historia personal. Entendí a mi padre y
sentí su dolor como hijo separado de su madre. Ahora tocaba seguir indagando en el pasado, hablar con
los vecinos, visitar su iglesia, meterme en su mundo. Mi familia paterna facilitó ese viaje y además me
acompañó solidariamente durante un buen trecho de la nueva vida que inicié en Galicia.
Porque sin duda existe una verdad que es única en la vida de la persona emigrante. Una realidad que
resulta invisible en el número estadístico, que sólo apila unidades, ubicándolas en contextos de espacio
y tiempo. Las emociones y sueños humanos, no están contenidas en una cifra. Y si ayer fueron miles de
personas que llegaron a Venezuela surcando el Atlántico, sus descendientes somos millones a los que
nos ha tocado un tiempo de despedidas. Mucha gente huye de Venezuela, como si un enorme ogro nos
persiguiera. Como descendientes de emigrantes, sabemos de abrazos sin dar y besos no recibidos.
Llevamos, eso sí, muy en alto nuestro orgulloso gentilicio venezolano.

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Con Venezuela en la mochila, una crónica

  • 1. Con Venezuela en la mochila Cuando salí sabía que no volvería en lo inmediato. Sin embargo, jamás imaginé que una cadena de sorpresas me llevaría a hacer otra travesía, paralela a la que iniciaba aquel día con rumbo a España. Apenas el avión levantó su vuelo, las voces interiores que viven conmigo hablaban con mis antepasados. De esa forma comenzaba un diálogo que estaba pendiente y el viaje parecía una mirada al pasado. La razón es que mis padres fueron emigrantes, cada uno en circunstancias muy diferentes. También Vittorio y Rocío, los bisabuelos maternos. Igual que Pepe y María, mis abuelos paternos. Todos tuvieron desenlaces personales totalmente distintos tanto en el lado europeo del Atlántico, como en Suramérica. Esa herencia peregrina ejerció una fuerza inerte y me atrajo como un imán para cruzar charco. Además, el miedo, un espanto recurrente en la realidad venezolana que me rodeaba, terminó empujándome. Ciertamente, en Venezuela tuve todo, pero al momento de partir me había quedado sin nada. Desconozco qué más podía perder. No quise saberlo. Tenía la certeza que al emigrar debía emprender un proyecto rápido, buscar el sustento. No había tiempo para hacer turismo, ni podía quedarme en la tristeza. Sin embargo, los paseos, nuevos paisajes y las costumbres de varios lugares de España que visité, se convirtieron poco a poco en un recorrido similar al que hizo mi madre y mi padre, por separado. Un camino que pudo ser el de mis abuelos o bisabuelos. Me parecía verlos en diversos lugares. Los buscaba. Y como si estuviera en un cuarto oscuro, fui tanteándolo todo. Un sinfín de olores, me llevó a los momentos que posiblemente vivió algún integrante de mi familia, en un lugar específico. Pisar la Monumental de las Ventas, caminar por la Gran Vía madrileña, visitar Benavente y Barcelona, me causó escalofrío. Ahí estaba mi madre, imponente y perfecta. Paseando por Á Coruña percibí la presencia de mi abuelo Pepe. Alegre por mi visita, quizás me mostraba las bellezas de Galicia. Tomaba mi mano y me acompañaba con su cálida sonrisa. En Vigo me detuve frente al puerto y sentí la misma brisa que acarició a mi padre cuando se fue a Venezuela con 28 años y una maleta. Pensé en la decisión de mi abuela María, quien se fue a Argentina y jamás regresó. Reflexioné sobre la vida que pudo tener mi tía gallega. Las hogueras de San Xoan que hacen en Galicia, me recordaban el repique de los tambores de Naiguatá, cada 24 de junio. Muchas de las tradiciones festivas que hay en Galicia desde mayo hasta octubre, se me parecían a la sabrosa rumba permanente del calendario venezolano. Tampoco en España la gente se pela un puente para viajar y disfrutar. Las comilonas dominicales son como los sancochos o parrilladas que hacíamos en cualquier orilla de rio, casa familiar o salón de fiesta venezolanos. El motivo más insospechado era también una excusa, con tal de tomarse una cerveza o un vinito con las amistades. Aunque todo encajaba, había un sustito. Como la mayoría, pensé que el viaje sería una aventura con final feliz, pero temía un fracaso rotundo. A veces estuve viviendo verdaderas pesadillas y confieso que, en el campo laboral, en muchas ocasiones me faltaron las fuerzas. La palabra "migrante" me supo a destierro. Dejé atrás la persona que había sido. A donde iba no existía. Me transformaría en otra, muy diferente. Como hicieron mis antepasados, me mudaba a otro mundo.
  • 2. Sin darme cuenta empecé a verme como integrante de esa latitud e incluso, intentado hablar sus idiomas. Mientras tanto, lo que el espejo reflejaba de mí era una combinación genética. Tenía la rebeldía aborigen mezclada con el linaje europeo. Estoy hecha por el golpe seco y doloroso del desarraigo de una generación de emigrantes. Por ello soy un mosaico, como el abecedario castellano. En mi viven la blanca, la negra y la india, como es la población de la región centro-norte costera de Venezuela desde el siglo XVI. Basta ver mi familia materna, surgida de la relación entre Petra y José Tomás. Ella era la hija menor de Vittorio y Rocío. Él, un morenazo afrodescendiente, albañil y músico de oído. Duro de carácter. No lo conocí porque murió mucho antes que yo naciera. Petra y mi abuelo moreno oscuro se encontraron en La Pastora, Caracas. Con la piel blanca y los ojos azules, mi abuela tenía una boca pequeña, de labios finos, cabello rubio y un carácter entre fuerte y risueño. Después que parió 10 hijos, 3 de los cuales murieron, fue obrera textil y participó en la fundación de un sindicato. Recuerdo que los domingos hacía una sopa de pollo exquisita. Caminábamos desde su casita, ubicada en El Valle entre las esquinas de Muñigal a Río, hasta la casa de mi tía, que estaba frente a la Iglesia. Mi abuela sonreía al oír la campanita del heladero y casi siempre nos comíamos una barquilla, cuando hacíamos aquella ruta en las tardes dominicales. Hay tantas cosas por contar de ella, que haría un libro con su historia. Rocío, mi bisabuela materna, era andaluza. Puede ser que la belleza de mi madre y mis tías, su mirada profunda, su altivez, sea parte de su herencia. Por su apellido, Rocío tendría probablemente linaje sefardí. Pasó a la historia familiar como una leyenda de reciedumbre, llamada la Madama. Mi bisabuelo Vittorio, que fue su marido, pudo ser siciliano, no se sabe con exactitud. Ambos llegaron comenzando el siglo XX, en un barco inglés de línea, como el de la película “ Nuovomondo”. Y aunque mi abuela Petra tenía el apellido italiano de su padre más el andaluz de su madre, las mujeres no trasmitían la nacionalidad de sus progenitores europeos. Esa potestad, así como el derecho de propiedad, era de hombres. Por tanto, Petra era venezolana por nacimiento. Poco supe de mis ancestros maternos europeos más lejanos y lo que conocí, me helaba la piel. Alguna vez estuve indagando y resulta desgarradora e impresionante la historia del pueblo andaluz, muchos pueblos de Italia y de millones de esclavos africanos. Debió ser terrible surcar los mares en la primera mitad del siglo XX y más atrás. Como muchos, mis antepasados lo hicieron. Pero desgraciadamente ha sido difícil y costosa la reconstrucción genealógica, a veces queda sin poderse demostrar la relación filial existente entre la población de Venezuela y las oleadas migratorias de España e Italia. Portugal, España e Italia, son estados con herencia imperial, que dejaron su impronta en las Américas. Eso sin duda se nota en nuestros apellidos. Sus historias patrias parecen un rompecabezas. España, por ejemplo, es un vitral forjado con sangre y fuego, desde donde se divisa el Finisterre gallego. Aparte, pero obviamente vinculada, está Europa. Es decir, una amalgama de naciones e incluso reinos que conviven o coexisten, tras siglos de guerra. Algunos tratan de engullir culturas de pueblos originarios. Otros siguen peleando. Paradójicamente, en su relación amor – odio, los países de Europa no pueden vivir separados. Pero muchos fragmentos de esa historia universal antigua, medieval y contemporánea, es absolutamente ajena para quienes crecimos en la Venezuela petrolera del siglo XX. Nuestra generación leyó la historiografía mitológica, con un dios llamado Bolívar. Creímos en una idea de libertad que se abrió paso entre las leyendas rosa y negra del descubrimiento. Nacimos en un país que habría vencido la colonización castellana, y luego no tuvimos ningún problema para brindar la más amplia hospitalidad a
  • 3. la mano de obra que representó la inmigración europea, incluso en el mismísimo siglo XIX, hace escasamente unos 200 años. Especialmente, Venezuela recibió la inmigración gallega, italiana y portuguesa. Miles de personas que realizaron travesías en condiciones terribles, al límite de sus capacidades. Sólo tenían una esperanza: vivir mejor. Como pudo venir algún pariente de María Pita, que seguramente conocería a la cacica Urquía en Los Teques, la mayoría fue gente anónima, honesta y trabajadora. Mediante un tejido imperceptible, se unieron a los pueblos amerindios y afrodescendientes subyugados por la corona de Castilla, fundiéndose en la Venezuela de dónde partí. Un hermoso país, valiente, de puertas abiertas, lleno de calidez humana y con corazón meloso. Lugar de estirpe artística, musical, humanista y feminista, donde bien podrían encontrarse para tomar un café, Emilia Pardo Bazán y Teresa Carreño. La Venezuela de mi mochila. Fue allí donde quedó enterrado el cuerpo de mi padre. Sin embargo, su alma gallega se vino acompañándome en este viaje. La llevé simbólicamente junto a mi abuelo Pepe y a las cenizas traídas desde Argentina, que fueron de mi tío Paco. Junto con mi tía, además, ellos están en el panteón de su familia, reunidos en su aldea. A veces pienso que quizás regresé para conocer mi linaje paterno, originario del país de los mil ríos, el lugar de la morriña... Morriña es una palabra sin traducción. Como “apertas” y “bolboreta”, vocablos únicos, emblemáticos y genuinos del pueblo gallego. Morriña es nostalgia por el lugar originario, por la familia. Lo que sintieron los míos cuando salieron de su aldea, rumbo a Buenos Aires o a Caracas. Mi abuela María, por ejemplo, tuvo que dejar a sus hijos pequeños y su marido, para emprender el viaje hacia una mejor calidad de vida. En Galicia, durante esos tiempos y especialmente las mujeres, eran muy pobres. Sobre todo, si trabajaban la tierra, cuidaban los animales y tenían muchas bocas por alimentar. La morriña también afectó a mi abuelo, que salió de Galicia varios años después que mi abuela. Fue a Buenos Aires para saludarla y conocer a sus nietos. El matrimonio de Pepe y María se había roto por el tiempo trascurrido sin verse y por la distancia que les separaba. Pepe les dio a sus nietos el amor de abuelo que les tenía reservado en su corazón y fueron felices durante el tiempo que estuvieron juntos. Como era un hombre más bien pacífico, que sobrevivió a la guerra civil, mi abuelo sabía las consecuencias de la violencia política. Por eso, cuando viajó a Caracas, no le gustó el clima de zozobra guerrillera que se respiraba y al final se marchó. Mi nacimiento coincidió con la estadía de mi abuelo a Caracas. Recuerdo que cuando era niña me cargaba en el “colo”. Tenía una temperatura corporal agradable, sus manos gruesas eran al mismo tiempo delicadas. Su sonrisa me trasmitía una enorme paz. Con él fui muy feliz, cuando lo veía. Trabajó un tiempo en Caracas, empleado en el hotel donde también laboraba mi padre. Un día mi abuelo desapareció y no supe más ni de él, ni de mi padre. El misterio lo había cubierto todo. Pero la verdad es que mis padres se separaron y por alguna razón se rompió la comunicación conmigo, que era una niña de unos 3 años de edad. Ahora que llegué a Galicia y conocí la historia de mi familia paterna, supe que mi abuelo regresó a su aldea. Me contaron en Coruña que mi abuela María trabajó para una princesa. Ello le permitió viajar a varios lugares, conocer mundo y ahorrar. Con el producto de esa ocupación, ejercida durante un tiempo largo, pudo radicarse en un barrio de alta alcurnia en Buenos Aires. María voló y logró su independencia
  • 4. económica, a pesar de las férreas ataduras impuestas a las mujeres en su época. Caminando un día por su aldea, una vecina me dijo que María fue una mujer rebelde, en cierto sentido. Pero en aquellos tiempos, el costo emocional del desarraigo fue muy alto para las mujeres. Tanto las que se iban de Galicia como las que se quedaban, sentían que habían sido abandonadas a su suerte. Actualmente, la mayor parte de la población femenina en occidente, decide si se casa o no. Si puede y quiere, estudia una carrera o varias o ninguna. Cuenta con la más absoluta libertad para viajar, siempre que tenga los medios para hacerlo. Pero hace un siglo no era así, ni se admitía que una mujer quisiera ser independiente, en eso María fue una gallega muy valiente, que tuvo el coraje de buscar independencia económica, a pesar de marcar una memoria de dolor para ella y su familia. Por fortuna, fui la hija mayor de una mujer destacada en la ruptura de paradigmas patriarcales. Mi madre emigró debido a su oficio de torera y viajó por varios países de Latinoamérica y Europa. Ahora bien, cuando ella volvió definitivamente a Venezuela, conoció a mi padre y juntos establecieron una corta relación de pareja. Dejé de ver a mi padre, pues desapareció cuando yo estaba muy pequeña. De hecho, crecí pensando que era huérfana. Era una mujer de 30 años cuando mi padre me buscó. Al parecer me vio en televisión y me identificó por el nombre y mi apellido poco común. Luego, encontró el sitio donde yo trabajaba y finalmente un día se me presentó de frente. Los datos que me dio encajaban perfectamente con la historia que me habían contado de él. Lo que no entendía era su abandono. Ninguna explicación me sirvió, nada lo justificaba. Por eso mi reacción fue de rechazo y rabia. Poco a poco acepté y entendí lo triste y dolorosa que debió ser su separación de mi madre. También perdoné. A raíz de ese encuentro con mi padre, empecé a tomar contacto con la otra parte de mis ancestros, mi línea paterna. Muchos estudiosos de los movimientos migratorios describen el fenómeno a partir de sus causas económicas, políticas y sociales. Estas razones, vistas de forma individual, representan una motivación particular para cada persona que decide irse. Hay una historia tras la decisión de dejar la tierra, la familia, el arraigo a una forma de ser social. Ahora bien, cuando se trata de una parte significativa de la población, lo que se produce es una especie de estampida humana. Así había sucedido en Galicia y ahora sucedía en Venezuela. Lo más impactante fue conocer a mi tía, la hermana de mi padre. Su amor incondicional, su excelente memoria, su sonrisa, el timbre de su voz y su dulzura. Fueron maravillosas nuestras conversaciones sobre los mil y un detalles del pasado, su vida, la historia de mi abuelo y de mi padre. El caluroso recibimiento que me dio trasladándose personalmente al aeropuerto para brindarme un abrazo de bienvenida. Más de una vez coincidimos en decir que a pesar de la distancia y el tiempo, parecía que nos conocíamos de toda la vida. Pudimos disfrutarnos mutuamente un año, pues la muerte vino a buscarla cuando faltaba un mes para celebrar su 91º aniversario. Siento que me esperó, sin duda me ayudó, vivimos una hermosa experiencia de retorno familiar y después se marchó. La amé y la amo. Una de las sorpresas que me dio ella fue mi fotografía de bebé. Nunca la había visto, pero los ojos de esa niña que estaba retratada ahí, eran los míos. También tenían mis fotos de pequeña, con disfraces, con vestidos, con el uniforme de la escuela. Esas imágenes color sepia contenían dedicatorias a mi tía, que estaban hechas con la letra de mi padre y de mi madre. Fue impresionante constatar las fechas, todo coincidía perfectamente conmigo, como si se tratara de piezas que encajan en un rompecabezas. Sin
  • 5. duda en Galicia sabían más de mí, de lo que yo me imaginaba. Muchísima emoción me causó escuchar la descripción detallada de mi padre y mis abuelos, hecha por mi prima. Un fuerte remolino de ideas me sacudió varias veces. Comparaba involuntariamente mi vida con la de mi familia e hilvané varios capítulos que estaban sueltos en mi historia personal. Entendí a mi padre y sentí su dolor como hijo separado de su madre. Ahora tocaba seguir indagando en el pasado, hablar con los vecinos, visitar su iglesia, meterme en su mundo. Mi familia paterna facilitó ese viaje y además me acompañó solidariamente durante un buen trecho de la nueva vida que inicié en Galicia. Porque sin duda existe una verdad que es única en la vida de la persona emigrante. Una realidad que resulta invisible en el número estadístico, que sólo apila unidades, ubicándolas en contextos de espacio y tiempo. Las emociones y sueños humanos, no están contenidas en una cifra. Y si ayer fueron miles de personas que llegaron a Venezuela surcando el Atlántico, sus descendientes somos millones a los que nos ha tocado un tiempo de despedidas. Mucha gente huye de Venezuela, como si un enorme ogro nos persiguiera. Como descendientes de emigrantes, sabemos de abrazos sin dar y besos no recibidos. Llevamos, eso sí, muy en alto nuestro orgulloso gentilicio venezolano.