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CUENTOS
(1916-1935)
Eduardo de Ontañón
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
1- El niño goloso (1916)……………………………………………………...…..5
2- El hombre que se encontró un corazón (1923)………………………………...7
3- El nuevo difunto (1923)…………………………………………………….….9
4- Águeda y el Inglés (1927)………………………………………………...….11
5- Los dos (1928)……………………………………………………………......13
6- Tres hermanas, tres (1930)…………………………………………………...15
7- Seis kilómetros de autobús (1935)…………………………………………...33
4
5
EL NIÑO GOLOSO
Paquito era el único hijo de unos señores ricos que habitaban en Barcelona.
Dicho niño tenía un defecto: el de ser goloso.
Cierto día había cometido una travesura y su papá no le sacó de paseo como de
costumbre. Él había visto en la mañana de aquel día que su papá dejaba una caja
en el cajón de un armario, y él, al verse solo en casa, tuvo ganas de probar
aquello, y, en efecto, al poco tiempo llegó al comedor, abrió el armario y sacó la
tal caja, y vio con alegría que era azúcar, y empezó a comer de aquello que él
creía que era azúcar; al poco rato vio que no era azúcar aquello que él comía, lo
dejó en seguida y empezó a gritar. Llegaron pronto sus papás y al verle en tal
estado llamaron a un médico el cual vino. Aunque se esmeró en cuidarle tuvo que
estar cerca de un mes en la cama.
Cuando se levantó pidió perdón a sus papás y nunca más lo volvió a hacer.
Falta decir a los lectores de este cuento que el contenido de la caja era
estricnina.
1916
(12 años.)
6
7
EL HOMBRE QUE SE ENCONTRÓ UN CORAZÓN
(Leído en la despedida de soltero de
nuestro hermano pintor, Francisco Mateo).
Con sus buenos veintiocho años, Paco Mateo tenía el aspecto de un viejecito.
Quizá fuera el vestir siempre de luto o la cara de jugador de ajedrez, lo que daba
a su figura un aire de ancianidad. No sé. La verdad es que Paco Mateo, con sus
sonrisas de hombre serio y su cara afeitada, parecía un cómico retirado.
¡Qué delgado era mi buen amigo! Su traje negro y constante le hacía ser más
delgado, como si le apretase el cuerpo por coquetería. Viéndole, recordé muchas
veces a aquel que se perdió en la sombra, enlutado y delgado como éste.
El traje negro le había llenado de ideas negras el cerebro: había perdido su
jovialidad y creo yo que vestía de negro guardándola luto.
—¡Si siquiera dieses la alegría de un bastón a tu figura!—le dije varias veces,
entristecido por su aire triste.
Pero no; mi amigo odiaba los bastones. Le agradaba pasar por la vida con
sordina.
—Los bastones—me contestaba siempre—son poco serios, son demasiado
juguetones. Parecen el palo con que damos al aro cuando somos niños, que ha
crecido con nosotros.
*
* *
Mi amigo era también saudoso. Cuando yo le acompañaba en sus paseos, me
iba llenando de nostalgias el pensamiento.
—¡Qué belleza, amigo mío, la de aquel pueblecito tan pueblecito! A esta hora
todas las chimeneas estarán recostadas en el cielo. El humo jugará a la comba
con el aire, y se oirán los cencerros crepusculares. ¡Es un encanto! Tengo que
hacer una acuarela para eternizar ese momento.
Aún no lo dije. Paco Mateo era pintor, pero pintor de pensamientos. La
exposición de sus obras estaba en su cabeza, bajo la negra melena.
También en sus cuadros había un recuerdo hacia la influencia de su traje negro.
En su vida pintó más de diez paisajes, y de ellos nueve fueron crepúsculos y el
otro un atardecer.
Pero bien. Yo quería contaros una anécdota y estoy haciendo un retrato. Esta
falta de formalidad al título no está bien, y voy a remediarla.
El caso fue que una tarde de invierno, salió Mateo a pasear su traje, tras de
empaparse de las suaves tristezas del Claro de luna de Beethoven, única obra que
tocaba en el piano.
8
La tarde tenía una clara sonrisa de resurrección primaveral. El viento había
despeinado a los árboles y los únicos paseantes eran cinco canónigos que
discutían a voces sobre la pureza del chocolate.
Paco Mateo iba absorto quizá pero cantando Sherezada de Rimski-Korsakoff
melancólicamente, haciendo las notas muy largas, y dando a las melodías aire de
canción de funeral.
Pasaba bajo los balcones de un chalet, cuando vio una cosa roja en el suelo,
algo así como un gran coral. Le recogió y con gran asombro notó que tenía un
tic-tac interior como de reloj o de juguete mecánico.
Miró hacia los balcones, vio que estaban cerrados y no encontrando persona
alguna para preguntar si había perdido aquello, se le guardó en el bolsillo
superior izquierdo del chaleco.
¡Magnífica idea la de guardarle en aquel bolsillo! Idea que debió de inspirársela
algún gnomo juguetón pues Mateo lo hizo inconscientemente, como hubiera
podido quedársele en la mano.
Inmediatamente sintió como si el traje negro perdiese su color, como si tuviera
una borrachera de estrellas. Sonrió como nunca lo hiciera y oyó con delectación
el cra-crac de las ranas, y la risa infantil del arroyo.
Aquélla noche fue jovial en la tertulia de los amigos, bebió copas de
benedictino, nos habló de la alegría primaveral que tenían ya las mujeres, y nos
dijo con un poquito de tristeza, que iba a hacerse un traje gris claro.
Él mismo estaba como asombrado de esta ola de jovialidad que tenía en sí. Pero
yo lo descubrí enseguida. Lo que él creía un divertido juguete, colorado y
chiquitín, era un corazón que se había querido suicidar por no estar eternamente
haciendo compañía a un buen burgués.
AQUÍ LA DIRECCIÓN
Querido amigo nuestro: Vas a Luanco junto al mar, con un nuevo corazón que
una tarde de invierno te encontraste. Pero hemos de decirte una cosa: cuando
llegues tira tu traje negro al agua y sacude tu cabeza,—por si aún quedarán
influencias del traje negro—con el plumero de los vientos montaraces.
1923
9
EL NUEVO DIFUNTO
CUANDO llegó a su casa, iba como tambaleante de una borrachera de
horizontes, como desmemoriado, como aturdido. ¿Dónde había estado desde el
día anterior? Y no lograba encontrarse en ningún sitio, ver a ningún amigo que le
hubiera entretenido, recomponer el rompecabezas de las horas perdidas.
—Sí—pensaba—; anteayer estuve en el Casino; después fui al teatro… Pero
ayer, ¿qué hice yo ayer, Señor?
Y hasta la calle le daba vueltas, como después de haber asistido a un banquete.
Entró decididamente en su portal. La portera, que se adormitaba en la choza
urbana de su portería, pareció espabilarse, miró a la calle con esa mirada caída y
pacífica de los porteros, y ni siquiera le vio.
—¿Me ha visto? ¿No me ha visto?, subía deshojando la margarita de su
inquietud.
Cómo entró en su habitación, tampoco supo. Se halló de pronto rodeado del
papel de flores cursis que adornaba las paredes, y un buen rato estuvo
observándolas a ver si descubría el raro tejido que se afanaban por componer.
De pronto se acordó.
—¿Y mi madre? ¿Qué hará sola en su cuarto?
Y fue a verla, empapado de tierna solicitud.
Desde la puerta del falsete, la halló rodeada de una triste y silenciosa corte de
parientes.
—¡Buenas tardes!—quiso decir muy jovial para espantarles la murria que les
adormecía. Pero vio que sólo había logrado dar un grito ronco de acordeón que ni
movió las cabezas abatidas de los familiares.
—¡¡Buenas tardes!!—repitió lleno de angustia. Y sólo la cabeza macilenta de
su tía Gregoria se alzó, traspasando la puerta con ojos cansados, como si hubiese
oído un ruido lejano. Pero en seguida la volvió a dejar caer, fijándola en la raída
alfombra que quería decorar el suelo del gabinete.
—¿Pero no me oyen, no me ven, no me entienden?—se dijo para sí muy
aturdido. Y se adelantó hasta el centro de la estancia creyendo que así se fijarían
en él.
Sólo una tos rota e indiferente levantó el vuelo, sin que nadie pareciera darse
cuenta de su presencia.
—Esto es—pensaba queriendo darse alientos—que me preparan una nueva
reprimenda.
Y más tranquilo se acercó a su madre, y ya de rodillas, cogido de su regazo,
susurró:
—Perdón, mamá…
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Pero la madre ni se movía, entregada al callado tejido de su llanto.
-¿Me quieren ustedes explicar lo que ha pasado aquí?-exclamó ya
incorporándose y encarándose con toda la reunión.
Y nadie le contestó. De la calle entraba por el balcón todo el aleteo del
atardecer dominical, de las chicas que reían escandalosamente, de las criadas que
se despedían hasta el siguiente domingo, de los automóviles que volvían de los
merenderos.
Quedó cruzado de brazos, retando con su gesto magnífico a los cuadros
bobalicones que pendían de las paredes, ya que nadie le hacía caso. Y por fin
salió muy airado diciendo a voces:
-¡Me volveré loco! ¡Me volveré loco!
Y se perdió en las profundidades del pasillo, ya todo oscuro de atardecer,
mientras el gato huía aterrado creyéndose perseguido por un fantasma.
1923
11
ÁGUEDA Y EL INGLÉS
(2 viñetas de la vida de Claudio)
Águeda.
De repente salió una cabeza por una lóbrega ventana, arrojando una voz que
quebró toda la falsa quietud crepuscular.
—¡Águedááá!
La calle se estremeció. Se había roto todo su complicado tejido de silencio, tela
de araña aburrida y elaborada en reconcentrado afán. Algunos hilos quedaron
prendidos a la cabeza de mujer desgreñada que lanzó la voz.
Todavía las más anchas ondas—dáááá!—jugaban a la comba.
… Claudio se volvió interesado. ¿Quién era Águeda? La calle estaba traspasada
de soledad. Por un lado la cerraba otra callejuela estrecha con huertas. Por el
otro, un paseo de murallas donde unas piedras esponjosas absorvían el sol desde
la fundación de la ciudad.
Un nuevo grito casi le asustó.
—¡Águedááááá!
Y ahora logró descubrirla. Desde unos sucios tapiales de frente a la casa, bajos
y desiguales como los de un corral, contestó una voz más fresca y ufana.
—¿Quééé?
No pudo saber quien era, aunque lo procuró subiendo sobre las puntas de los
pies. Dentro del corralejo había unas ropas colgadas que le escamotearon la
figura.
“Águeda… Afueras de ciudad… Huerto pequeño...” Y se alejó pensando en que
todo esto era agradable y se unía sencillamente, como ese agua de los ríos que se
encuentran, que viene tan serena por su camino, se une a la otra y marchan ya
juntas, tan risueñas y espontáneas.
Ni la vio, ni volvió a cruzar aquella calle perdida para verla, a la manera de un
romántico. Quedó contento con el agrillo que le dejaba la escena, con el
malogrado deseo de verla, con el nombre—Águeda—que se alejó chupando y
cada vez le daba un sabor más tierno y deslavado como el caramelo rojo y largo
que saborean los niños ceremoniosamente.
12
El Inglés.
Para cuando llegó aquel inglés, ya hacía días que se necesitaba su agudo perfil
en el tablero internacional de ajedrez que todos los veranos se preparaba la
ciudad.
Mas de una vez había pensado Claudio: “Se debía contratar a un inglés” viendo
incompleto el cuadro de extranjeros que-todos los años-en aquellos días llenaban
la ciudad.
“El inglés” “El inglés”, comenzó a decir la gente. Y en seguida apareció dando
grandes zancadas, dejando atrás el humo de su pipa, haciendo más cálidas las
noches del paseo urbano con su cabeza descubierta.
Aquel inglés, con mirada perdida de viejo pirata, buscaba siempre a sus
marineros imaginarios extraviados por el paseo provinciano.
Cuando se sentaba en la terraza del café, fumando su pipa viajera, en toda la
noche temblaba un vaivén de barco. Su misma mirada lejana parecía querer
observar—inquietud de buen capitán—el estado de las aguas. A Claudio le daban
ganas de preguntarle “¿Habrá marejada?” y aunque no se lo preguntaba nunca, le
parecía hasta que comenzaba a haberla y se bamboleaba un poco en su silla,
graciosa silla de Vitoria de esas que colocan en los paseos para hacerles más
veraniegos.
El inglés echaba al aire sus “oh ! Oh”, admirado de la ciudad. Tan bien parecía
hallarse en medio de ella, de sus piedras vetustas y sus torres quietas, que de
creer en la metempsicosis hubiera pensado Claudio que aquel hombre daba
albergue al alma de algún antepasado.
Pero su satisfacción se le notaba en los ojos, en la sonrisa, en el gesto, en el
paladeo con que gustaba las piedras morenas. Por sus palabras era imposible;
había aprendido una fórmula ambigua para contestar preguntas informativas, en
la que no se podía ver el reflejo de su impreciso pensamiento.
A todos los “¿Le gusta este palacio?”, “¿Le interesa este libro?” que Claudio le
dirigía con vuelo alegre de serpentina, contestaba su frase hecha, su inquietante
contraseña:
—Más o menos, nunca demasiado…
¡Nunca demasiado! ¡Nunca demasiado! Y Claudio pensaba que aquel inglés
quería además hacerse el inglés, con su “pose” de espectador sereno y
cosmopolita.
La ciudad de Claudio, pequeña y vieja, llegó a hacérsele más recogida y
humilde en los días que la vio con el inglés. Las torres eran más bajas, las
campanas más incesantes, las calles más estrechas, y alguna vez temió que
juntándose las casas les iban a espachurrar a los dos, como en la pesadilla del
sueño.
Por fin desapareció el inglés, sin sombrero y dando las mismas zancadas con
que vino. En cuanto lo supo Claudio, se dio cuenta de que no le volvería a ver
más y le quedó esa inquietud de si ya no le encontraría nunca, de si sería la única
vez que se verían por los caminos del mundo.
Después supo que había estado en un pueblo perdido, luego en una ciudad
distante. Y por fin se le desvaneció en el horizonte dinámico en que tenía clavada
su mirada de capitán de barco.
1927
13
LOS DOS
UNA vez más se encontró Claudio encarrilado en aquellas paralelas, camino de
hierro por el que hacía tiempo marchaba saltando de casualidad en casualidad,
como los chicos brincan de traviesa a traviesa.
—Deme “Niño y grande”, de Miró…
—Deme “Niño y grande”, de Miró…
Y se miraron casi sonrojados al principio; después un poco enojados de
rivalidad, como las dos gallinas que ven a un tiempo el mismo grano. Por fin
sonrieron alegres por la coincidencia.
—¡Qué casualidad!—dijo ella un poco turbada.
—Sí: una casualidad—repitió Claudio todo confuso.
Y marchó de la Biblioteca barajando su emoción, que todavía no era ni triste ni
alegre, como sucede siempre con las primeras emociones.
—¡Quizá se burla de mí!—se dijo ya un poco amargado, cuando todavía bajaba
los últimos escalones.
Y vinieron los recuerdos: Un día, la primera vez que se fijó en aquella
muchacha con tipo de americana, pidió otro libro en aquella misma Biblioteca
del Casino y no pudieron dársele porque ella le estaba leyendo. Después, otro día
estuvo todo el tiempo tarareando el “Minué” de Debussy, con la pegajosa
obstinación que a veces adquieren las melodías en el pensamiento haciéndonos
chuparlas y chuparlas sin lograr darlas fin. Ya a la noche se había librado de ella,
sin saber cómo: quizá se la había llevado cualquier amigo, o había quedado
suspendida de algún árbol del paseo, como airoso hilo de araña… No hizo más
que entrar en el Casino y en seguida se la encontró volando por los pasillos—ave
dócil, pájaro bueno de los niños—, y le guió hasta el salón del piano donde
aquella muchacha la hacía saltar sobre las teclas con ojos entornados de falsa
romántica.
Entonces pensó con satisfacción:
—¡Hombre, qué coincidencia!
Y la miró un poco, con sonrisa golosa.
Ahora, en cambio, se alejaba fastidiado de tanto juego casual.
—¿Pero es que ese absurdo destino en que creen los novelistas, quiere
recomendarme a esta muchacha, quiere engarzarme a su vida sentimental?
Ya se creía un buen chico de esos que sirven para personajes de novela, que se
enamoran de todas las jovencitas de aire rubeniano y acaban abandonándolas por
otra mujer cualquiera. Y huía perseguido de sugerencias.
14
Todavía una vez más había de encontrarse en aquel espejo de sus vidas
pretendidamente paralelas. Fue ahora en el coche de un hotel, de marcha para la
estación.
Primero se saludaron sobrecogidos: ella sonrió indulgente, con el agrio gustillo
que iban teniendo aquellos continuos encuentros que ya les enlazaban algo; él
miró para la calle, un poco molesto de no encontrar palabras alegres que les
hicieran reír de su insospechada cita.
No acababan de romper el silencio cargado que les rodeaba en el interior del
coche. Parecían tener miedo de preguntarse, de decirse adónde iban y ver que era
el mismo sitio.
Dos o tres veces se encontraron con los ojos reflejados y entreabriendo la boca
para dejar salir aquellas palabras que acababan por tragarse en seguida.
Por fin, la angustia de estar llegando a la estación y no haberse dicho nada
todavía, les hizo tenderse el arco de la pregunta, empujada de prisa.
—¿Va usted de viaje?
—¿Va usted de viaje?
Los dos se lo dijeron a la vez, atropelladamente. Y esta vez rieron sin gana, por
cortesía, por mostrarse llenos de conformidad con el juego de la casualidad: hasta
en esto coincidieron.
Claudio, viendo ya los focos encendidos de la plazuela de la estación, dando
por llegado aquel momento inevitable que esperaba, se acercó más a ella.
—Señorita: es preciso que formalicemos nuestras relaciones.
Casi esperó que ella lo dijese al mismo tiempo. Pero esta vez, sólo una sonrisa
la iluminó la cara.
Bajaron del coche y se internaron en la estación, alegre de focos florecidos, con
el gozo de los recién casados que van a comenzar su viaje de novios.
1928
15
(Dibujos de Viera Sparza)
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“Tres morillas me enamoran en Jaén:
Axa, Fátima y Marién.”
(Cancionero de Palacio, Siglo X.)
AQUEL verano, más que ningún otro, la ciudad esperaba con ansia a ser
inaugurada. Parece que la corría más prisa que nunca: el sol se estiraba todo lo
que podía, las persianas daban una carcajada más fuerte al correrse y descorrerse,
las fuentes de los jardines rajaban más las tardes con el filo de sus surtidores.
Acaso era que se deseaban grandes acontecimientos para el verano, siquiera fuese
la novela estival que cada pequeña ciudad espera siempre.
Porque las ciudades de provincia están constantemente preparadas para servir
de tema literario. Es donde más fundamentalmente dispuestas se hallan las cosas
para que las glosen poetas y novelistas. Sencillamente: toca un piano, y el
observador vulgar se esponja y anima empujado, como una vela, por el mejor
aire de la provincia. Casi llega a llorar, sin saber bien si es por las añoranzas o
por el cielo tierno que la música le pone a la mano. No se da cuenta de que todo
esto no es más que una de las añagazas de que la ciudad se vale para que la
comenten en crónicas y poemas.
Aquel año, a pesar de que ya habían aparecido los organillos, y el hombre de
los “botijos finos” había lanzado su voz puntiaguda, no acababa de afirmarse el
verano. Olía a él la tierra, en su intenso deseo de recibirle; los jardines rebosaban
verdor; las torres se tostaban al sol, elevando sus brazos de patriarca… Todo
inútil. A la tarde, los vientos del Norte jugaban con las nubes y era imposible
celebrar el paseo de la trascena. Las chicas de la ciudad se quedaban sin salir; las
terrazas de los cafés alineaban sus sillas sin resultado; la banda de música
anunciaba unos conciertos que ninguna noche podía celebrar.
No había manera de atraer el verano.
Todos los sastres y modistas habían trabajado horas extraordinarias preparando
los trajes “para la estación”. Pero aún no se la podía inaugurar dignamente.
—¡Qué asco de tiempo!—repetían las chicas, como si fuera un estribillo.
—¡Qué poca formalidad!—decían los pacíficos ciudadanos, contentos en el
fondo de que el mal tiempo de las noches no les dejara salir de casa después de
cenar, cambiando las costumbres del invierno.
Nadie se daba cuenta de que este trastorno climatológico había de dar lugar a la
novela que la ciudad, desde su lejana juventud, esperaba y quería, para la que se
había preparado cada verano en sus balcones abiertos y en sus valses de piano
lánguido.
18
Porque gracias a esta espera del verano, a esta inquietud del buen tiempo que
no acababa de llegar, Claudio aquel año retrasó su huida.
—¿Para qué marchar si el tiempo está tan inseguro?—explicaba a los amigos
con un poco de petulancia burguesa.
—Sí, sí… El mal tiempo es general, etc.—le decían, con secreto egoísmo, para
que no se fuera y les dejase solos, haciéndoles más esclavos del verano.
Alguno usaba la estancia de Claudio como un magnífico argumento para
acreditar el estío de la ciudad.
—¡Si será agradable, que hasta Claudio se queda este año!
Se sentían veraneantes en su propio pueblo, por tener a Claudio a su lado. Otros
años marchaba a las playas francesas en cuanto empezaba junio; cruzaba la
frontera, se internaba en esos pueblos que saben a caramelo de domingo: Biarritz,
Deauville, Niza… No tenían más que pronunciar su nombre para que unos halos
de voluptuosidad les rodeasen la cabeza como una corona.
Pero este año, la presencia de Claudio—trajes claros, cabeza destocada,
camisas abiertas—hacía a todos algo veraneantes. El paseo urbano, los chalets de
las afueras, los café con terraza: cada cosa sabía a ciudad nueva y veraniega.
No pensaban en que esta simple retención de Claudio había de traer graves
trastornos para la vida redonda, monorrítmica, de la ciudad, encadenada como la
de los caballitos del tío-vivo.
Con la feria, ya en julio, hizo su entrada el verano. Le precedieron los alegres
golpes de martillo con que las barracas levantaban sus mástiles; le inauguró la
primera marcha del órgano del tío-vivo. Y las lucecillas de color. Y los cohetes.
Aquel año tuvo allí el verano su verdadera inauguración oficial.
Claudio se lanzó a la calle con los pantalones blancos, que guardaba para las
playas. Sus amigos se sintieron halagados por el honor que les hacía, por los
paisajes imaginados—de veraneo fresco y feliz—que les sugería con su
indumentaria.
—Ya no te irás—le decían, amarrándole a la ciudad un poco más.
—No sé, no sé… Acaso una escapadilla; pero nada más. Y los amigos se
miraban unos a otros, cómplices del engaño, satisfechos del resultado.
Fue entonces, en el falso escenario de la feria, cuando—juntas, iguales,
acompasadas—aparecieron las tres hermanas: Maura, Julia y Águeda. Como si
un mismo ritmo las animase, como si una misma ansia las llenara. Iban siempre
al mismo tiempo, caminaban adelantando el mismo pie, sonreían las tres al
unísono. Era como si en todo el invierno hubiesen estado ensayando la aparición
por el pasillo de su casa.
Sin embargo, ni eran las tres iguales, ni siquiera del mismo color. Maura era
rubia; Julia, castaña; Águeda, morena. Los trajes, también distintos: rosa, gris,
azul. Los gustos, diferentes: Maura llevaba un sombrero grande; Julia, uno muy
ajustado; Águeda solía ir en pelo.
19
Pero había una cinta de igualdad que las tenía sujetas, que las hacía falsas
gemelas, que las unía perfectamente. Acaso eran sus mismas palabras, o sus
gestos, o sus pasos. Se repetían los comentarios, de la mayor a la menor, con algo
de eco burlón.
—Huy, qué vestido lleva esa.
—Huy, qué vestido lleva.
—Huy, qué vestido.
Los amigos de Claudio las encontraron en seguida un nombre de circo: “·
hermanas 3”. Era lo más substancial que podía dedicárselas. Andando al mismo
tiempo, sonriendo sucesivamente, comentando en escala: nada había que las
definiera tan agudamente como esta voz de volatineras, que pronto se extendió
por la ciudad.
—”3 hermanas 3”—decían las otras chicas, riendo, sin saber que aquel mismo
denominativo las hacía más agradables, más exóticas, más interesantes, dentro
del panorama siempre igual de los paseos urbanos.
Paseaban ya con más gracia de artistas que salen a la pista; las cintas de sus
vestidos, tremolando en el airecillo azul de la noche, las aumentaba elegancia
rítmica.
Claudio apenas se había dado cuenta de su presencia. Comenzó a fijarse en
ellas por los comentarios de los amigos.
—¡Hay que buscarlas tres novios!
—¡Hay que casar a esas chicas!
—¡Hay que romper su formación!
Y lo decían a su mismo lado, lo que producía en ellas nueva sonrisa común;
pero tan gradualmente organizada que, cuando llegaba a la del otro extremo,
apenas si era más que una muequecilla amable.
20
—Dirán adiós a coro.
—Dormirán en tres cuartos iguales.
—Cantarán al mismo tiempo.
Uno quiso personalizarlas:
—Es la mayor la que las dirige.
Pero otro en seguida las volvió a mezclar:
—¿Y quién es la mayor?
Apenas se conocía su vida en los ficheros de la ciudad. Unos las creían tres
ricas herederas; otros las catalogaban entre las veraneantes.
—¿Serán las tres gracias?—dijo otro, por fin.
Claudio lo tomó todo a broma.
—Vivirán en una casa con tres miradores: pero se asomarán las tres a un
tiempo, y así no hay novio posible.
Y sólo por esto comenzó a imaginarse la vida de las tres hermanas, a interesarse
por sus más menudos detalles.
—Acaso sean huérfanas de un militar de Cuba—se decía, sin saber por qué—.
O de un capitán de barco, que nunca pudo tenerlas mucho tiempo a su lado. ¿O
serán solamente amigas bien allegadas?
El tejido de suposiciones le fue acercando a ellas. Ya por las noches las miraba
en el paseo con el agrado de que fueran hermanas suyas, y él, al terminar el
concierto, las pudiera decir: “Bueno, vamos a casa.” “¡Ay, hijo; espera otro
poco!”, contestarían siempre, como si en la otra vuelta esperasen dar con el raro
motivo que las tenía sujetas a la marcha circular del paseo.
Sobre todo, no parecían unas chicas vulgares, ni siquiera unas románticas que
esperasen la llegada de un novio, mera ideal que en la provincia se imagina para
las muchachas que pasean. Parecían bien despreocupadas de toda la complicada
red de comentarios en que querían envolverlas.
—¡Qué alegre será tratarlas, qué airosa se hará la vida junto a ellas…! ¡Qué
bien tener una confidencia para cada una, ser como un hermano que las protege y
quiere…!
Claudio pensaba ya como el recién enamorado. Le acompañaba hasta el gesto:
ensimismado, quieto, cogiéndose la boca con la mano.
—Pero tendría que escoger a una de las tres. ¿Y cuál, Señor? ¿Maura? ¿Julia?
¿Águeda?
Y se encontró con que eran las tres, precisamente, las que le interesaban; con
que no podía desligarlas, ni siquiera pensar en una y no ver a las demás.
21
Ya el tiempo, el verano de la ciudad, tenía su motivo gozoso para Claudio.
Otros años se le hacía insoportable; por eso tenía que acabar marchándose a
barajar imágenes en ciudades lejanas y desconocidas. Visitando países nuevos,
calles que no vio nunca, creía que dedicaba al verano su justo afán.
Entrado en la ciudad nueva, todo un alborear de ondas agradables se le
ensanchaba. Sencillamente, las preguntas ingenuas del viajero interior le ponían
contento: ¿Adónde irá esta calle? ¿Por cual se saldrá al puerto? ¿Quién será
aquella mujer del balcón? Y luego, contemplar la luz, hasta entonces
desconocida, que le rodeaba. Y pensar: ¿Pero será verdad que esta ciudad existe
mientras yo estoy en la mía? ¿Y la mía, seguirá viviendo tan tranquilamente sin
mí?
Después, revistar a las gentes. Ese hombre narigudo del hongo, se entretendrá
en echar migas a los pájaros. Este del bigotillo jaranero ni siquiera habrá oído
hablar de mi ciudad. Me gustaría preguntar a aquel viejo de dónde es y la vida
contemplativa que lleva…
Este verano no necesitaba de tan raros divertimentos. Los días se le mantenían
animosos, con jugo de perfecta amenidad. Las noches se le pasaban muy pronto
en espera del día siguiente. Y todo por las tres hermanas.
En cada calle, en cada reunión, en cada paseo creía que se las iba a encontrar. Y
así iba empujando—día a día—todo el verano monótono y afiligranado de los
jardines.
Hasta que una noche no encontró a las hermanas en el paseo de la música. Todo
el día llenando de miradas su alrededor, espiando las siluetas que se le escapaban
por las bocacalles. Y cuando ya esperaba descansarla, hacerla blanda y gozosa en
la de las tres, se encontraba con esta ausencia total, imprevista…
Y triste, pensó muy en su interior. Y se dio cuenta de que como las había
encontrado, en un juego de casualidad y sorpresa, podía perderlas, y entonces no
le quedaría ni un resquicio, ni una huella. Nada que pudiese prepararle un nuevo
encuentro.
Otra vez la inquietud—febril, azucarada—del enamorado. Quería buscarlas por
todos los sitios, preguntar por ellas. Hasta ir a su casa a verlas. La noche que
faltaba para llegar al puerto alegre del alba siguiente se le hacía angustiosa,
infinita, cerrada.
—Se me escaparán. No las volveré a ver más—pensaba, con suplicio inútil de
adolescente.
De pronto se le ocurrió una cosa. “Voy a escribir una carta a cada una.” Así, de
buenas a primeras, como si todo lo tuviera bien meditado, comenzó a llenar
pliegos de papel. En seguida les encerró en tres sobres con miedo a arrepentirse.
Y escribió tres direcciones. Todo con satisfacción infantil.
“Para Maura.” “Para Julia.” “Para Águeda.” Ya estaban los sobres animados
con las alas del viaje. Alborozados, inquietos, como pájaros próximos a marchar.
22
—¡Irán hasta sus manos! ¡Irán hasta sus manos!
A las manos, blancas y lejanas, las dio calidad de madrigal clásico.
Tan contento quedó, paladeando su labor, como si todo estuviese solucionado,
como si cada una fuera su amiga y la escribiera para hacerla cualquier
confidencia gentil.
Trío de sonrisas.
La noche municipal se dividió en tres partes iguales. Tres eran los elementos
que la sostenían: focos, música de banda y cafés. Tres las Avenidas del paseo:
gente bien, clase media y pueblo. Tres los bares que, con sus terrazas y sus toldos
de colores marineros, se encargaban de dar la precisa sugestión del verano. Y
todo porque habían sido tres las sonrisas—cada una destacada, individual,
volando encima de la otra—que se habían encendido de pronto en las caras de las
tres hermanas.
Una por una, sin acorde posible esta vez. Tanto se diferenciaban, que pudo
fácilmente clasificarlas, disponerlas en escala gradual. ¡Graciosa escala!
Maura: sonrisa tersa, de dientes blancos e iguales, como minúsculo teclado para
la sonata de la voluptuosidad.
Julia: sonrisa larga, marcando sus fases. Se encendía, se hacía ancha hasta casi
estallar como las ondas de agua; descendía, por fin, hasta apagarse.
Águeda era, sin duda, la hermana menor. Así la descubría su sonreír de niña
contenta.
Siguiendo el buen juego, Claudio quiso contestar con una sonrisa para cada
una, pero no acertó a hacer otra cosa que alumbrar su cara con el júbilo interior.
Predominio del 3. Al día siguiente, tres golpes y un alegre repique del cartero
vinieron volando hasta su habitación. Se levantó, comenzó a pasear. No podía
soportar tranquilamente aquella llamada a la esperanza.
Claro. Eran las tres cartas. No podía ser de otra manera. Ya tenía en sus manos
un nuevo trío, ahora de sobrecillos abultados, sonando a su interior de seda.
Tardó en abrirlas. Quería mantener el gozo completo, a pesar de que en su cabeza
se imaginaba ya todo: lo que le decían y hasta lo que había de suceder.
Pero no. Fue lo más inverosímil que podía ocurrir, lo que convenía para la
estabilidad de la novela, precisamente.
Una le citaba en el balcón para aquella misma tarde. Otra la decía que todas las
mañanas iba a “misa de siete”. La tercera, que no se atrevía a contestarle nada.
Pero las tres con su advertencia: que no se enterasen sus hermanas.
—Pero, ¿es posible que no se hayan dado cuenta de mi intento? ¿No se han
enseñado las cartas? ¿No me han comprendido…? ¡Me voy a tener que casar con
las tres!
Sonrió gracias a la broma, pero un poco desorientado por la nueva suerte que
presentaban las cartas.
23
Fue al balcón sin casi saber cuál era, ni estar bien seguro de la hermana que
saldría a él.
—Le conoceré en que se levantará un visillo…
Y se creía en medio de cualquier leyenda becqueriana.
—O acaso porque suene tras él un vals.
Para cuando llegó ya estaba María asomada.
—¡Hola…!
—Buenas tardes.
Se miraron con sonrisa, como si no fuera la primera vez que se dirigían la
palabra. Ni siquiera tuvieron necesidad de acudir al interrogatorio por el que se
rigen estas escenas de amor. Todo quedó dicho en un rosario de risa y sonrisa. Sin
las frases consabidas que aprenden los novios de novela, ni el “sí” de los cuplés.
Se vieron comprometidos por la hora, por la calle, por el color del cielo, por la
escena misma. Y se despidieron ya tuteándose.
—¿Pero es posible?—volvía preguntándose Claudio, poco experimentado en
estas cuestiones amorosas, hasta alejado de ellas por horror a que todo sucediera
siempre como en las comedias.
—¿Y ahora qué hago yo?
Sin pensarlo se había zambullido en el agua dulce del noviazgo. Agua densa y
procelosa. Ahora sería una de las hermanas la elegida, no las tres juntas y a la
vez, como él había pensado con capricho de niño delicado.
—¡Pero si yo quiero a las tres!—se decía con enfado de niño que pide lo
imposible.
Llegó a pensar en abandonarlo todo y no volver por allí. Hasta que, cerca de su
casa, se decidió. Había que seguir. Había que ver la aptitud de las otras dos. Y
luego volver a su intento.
—¡Las tres, las tres, como tres hermanas!
Y ya satisfecho, se dejó tragar por el portal.
24
Mañana, misa, provincia. No son necesarias otras palabras para imaginarse lo
demás: las campanas que se diluyen en el cielo viejo, las sombras azuladas que
suben por los cerros de las afueras, las calles recién limpias con el plumero del
alba. Cuando las casas se hacen más altas y alineadas y asoman sus graciosas
monterillas en las esquinas, estirándose como casas de gran ciudad, un gallo
lanza su pimpante kikiriquí desde del fondo de un patio y desbarata toda la
fingida urbanización.
Claudio acudió a la misa muy contento de la mañana y de las reflexiones que le
sugería. Todavía antes de entrar en aquella iglesia de presencia rural se volvió
para sorprender una vez más el magnífico color del aire mañanero.
—¡Verano!—pensó, dando toda la amplitud a la palabra. Y se sumergió,
invadido de ingenua felicidad, en las azules obscuridades de la iglesia,
débilmente agujereadas por las llamitas votivas.
La iglesia estaba en plena navegación, en la alta mar a que la empujaba el
órgano. Se ensanchaba, ascendía y bajaba según la fuerza del viento musical.
Envuelto en tan áureas sensaciones, apenas si Claudio se daba cuenta de por
qué estaba allí. Tuvo que terminar la misa y atracar el órgano para que las cosas
se pusieran en su sitio y la iglesia quedara quieta, amarrada ya al puerto de la
calle.
Salió el primero. Abrió de par en par la puerta para que penetrase con mucho
alborozo la luz de la mañana en las naves y—roto el encanto—pudiera darse
cuenta de la presencia de Julia.
Otra vez se la descubrió su sonrisa. Lo mismo que en el paseo: se encendió, se
hizo tersa. Y cuando iba a estallar ya estaba Claudio a su lado, esta vez un poco
ruboroso.
—Señorita…
—Caballero…
Temieron que su encuentro siguiera las engoladas fórmulas del trato. Pero dos
carcajadas les salvaron. Él volvió a su contento matinal. Ella, a su alegría de
elegida.
Marchaban por las calles de tapias y paredones del Renacimiento dejando una
estela de jovialidad. Alegría de novios contentos. Debían creer que el color, los
campaniles, los pájaros, todas las pequeñas cosas de la mañana se habían creado
solamente para ellos, nuevos Adán y Eva en un paraíso de sugerencias.
—Julia…
—Claudio—se les oyó al poco tiempo.
Las fórmulas se ablandaban según recorrían calles. Habían llegado a vencerlas
inconscientemente, sin el esfuerzo que les cuesta a los novios de tarjeta postal.
Porque ellos no lo eran, aunque lo parecían. Sucedía algo extraño en estas citas.
Eran dos fuerzas cordiales que se unen tan pronto como se encuentran. En las
hermanas, tres fuerzas autónomas. En Claudio, una triple.
Llegaban a su calle; surgió la advertencia:
—Nos despedimos aquí… ¡Podían enterarse!
25
Carta a la tercera: “Para Águeda, la más pequeña.” Los rengloncillos corrían
rápidamente sobre el papel, con la alegría infantil de la novia chiquita y primera.
Se redondeaban las palabras: las “tes” alargaban sus rabillos para servir de tejado
a las demás letras; las “efes” parecían rústicos bastones de pastorcillos de
nacimiento; las “eles” plantaban su trazo como postes del telégrafo dispuestos a
pasar y repasar por las ventanillas del tren.
Alegre juego caligráfico. Era como si las palabras supieran su verdadero valor,
como si estuviesen animadas por la grafología del momento, que en esta ocasión
tenía que ser así forzosamente: infantil, contenta, retozona. A la medida de la
emoción de Claudio, que escribía invadido por una sensación de delicia.
Aquella hermana, que era, sin duda, muy joven, no se había atrevido a darle
una cita. Ni siquiera a extenderse en su carta pequeña, rebosando candor como la
correspondía.
Habría escondido el plieguecillo dentro del libro de estudio. Habría usado de
una disculpa para ir a echar la carta. Después hasta se habría limpiado la pequeña
mancha de tinta en un dedo. Como en un amor colegial.
—¡Como en un amor primero!—se repitió todavía Claudio, rodeado de tanta
ventura.
—Tendré que decirla cosas pequeñas.
Y a cada una que se le ocurría sonreía de satisfacción. Pero tardaba en acertar
con aquellas palabras sonrosadas, joviales, graciosas, que eran precisas.
—Va a ser la más difícil de las tres...—pensaba, con la pluma en el aire, como
si fuera éste, también joven y contento, quien debiera empujarla por tan amables
surcos.
Terminó. Hasta un borroncillo, como un sol negro en medio de la carta. No
quiso borrarle. Aquel ornato tan accidental aumentaba la sugestión.
26
Pasaba la rueda del paseo. Venían rientes muchachas, contentos chicos,
bullangueros soldados, algún retirado con su bastón de puño de plata. A nadie
conocía Claudio. Eran las gentes del domingo, especiales para este día. Y por este
desconocimiento, llegaba a creerse en la ciudad nueva, en la que había quedado
citado con cada una de las hermanas, que—ahora en la imaginación—eran las
tres buenas señoritas que salen juntas al paseo y comentan el paso de los
forasteros.
Y todo porque Claudio jamás había asistido a este paseo de la tarde dominical,
más provinciano que ninguno, con modosas campanas que llaman a las primeras
novenas y soldados de gala que hacen volver los ojos a la infancia.
Una señora con sus niños, dos jovencitos dicharacheros… Después, las tres
hermanas. Venían con su sonrisa volatinera, con sus pasitos coquetones de salir a
la pista, con los trajes vaporosos, en los que jugaba el último airecillo del verano.
Apenas dudó.
—Buenas tardes…
—¡Claudio!
—¡Claudio!
—¡Claudio!
Las tres le dispararon a la vez la flechita del nombre que, en trío de acerico,
quedaron prendidas en el sitio del corazón. Al mismo tiempo se miraron una a
otra, como si se encontraran extrañas, como si no se hubieran conocido más que
de vista y de pronto descubrieran su insospechada rivalidad.
Todo lo rompió Claudio con tres nuevas sonrisas. Quedó cortado el hilo de
tirantez con el filo de sus dientes. La mayor fue la primera en tenderle la mano.
Pero con desconfianza.
—¿Qué tal?—ya secamente.
Ninguna se explicaba aquello. Y optaron por reír. Claudio, viendo la buena
marcha del juego, animado por las risas que en todos pugnaban por salir,
comenzó a hablar con mucha confianza, como si siempre las hubiese conocido,
como si fuera un hermano espiritual, lo que había querido ser.
Iba de una a otra. Se ponía en medio de dos. Cogía las manos a la pequeña.
Jugaba. Había que seguir con la representación del juego. Ellas reían muy
complacidas.
Fue el suceso extraordinario del paseo. ¡Siempre expuestas a representar su
“número”, su parte de programa de circo! “3 hermanas 3”. Una vez más. Aunque
ahora tenían un compañero.
—¿Pero de dónde les ha venido ese novio para las tres?
Torcían la cabeza los burgueses; miraban de soslayo las otras chicas del paseo;
se transmitían codazos las señoras formales.
—Mira, mira…
Ellos casi se daban cuenta del efecto que causaban. Seguía el juego. Con
extrañeza en las tres hermanas, que no salían de su asombro viéndose las tres
unidas a aquel hombre que las había sonreído una a una. Seguía el juego. Con
mucho gozo en Claudio, que veía lleno su depósito de buen deseo.
27
La despedida quedó prendida de tres adioses desconfiados. Claudio, como el
novio de verdad, aguardó a que desaparecieran por la escalera para decirlas adiós
con la mano; a que se encendiese el balcón, a que se levantara un visillo. Y luego
marchó silbando, seguido de todas las miradas de los balcones, que estaban
llenos del color de los domingos.
No se cruzaron una explicación, no se dijeron una sola palabra. Llamó la mayor
con impaciencia. Repique de nervios. Abrieron, y cada una pasó a su habitación y
cerró la puerta al mismo tiempo, y hasta con la misma fuerza.
¡Cháááás!
Por una vez no se produjo el trío. Por esta vez, acaso la definitiva.
Seguramente a un mismo tiempo también cayó cada una sobre la cama, llorosa
de un suave dolor.
—¡Dios mío!
—¡Dios mío!
—¡Dios mío!
Tres suspiros hondos, gangosos de lágrimas, se clavaron del techo de los tres
cuartos claros. Los espejos, blandos de virginidad, se empañaron con el dolor de
sus “amitas”, como en cualquier tango.
Todo había terminado o al menos lo parecía: la risa, la canción, la fraternidad,
cuanto rebosaba antes por la casa joven, cuanto las unía haciéndoles—iguales y
distintas—inseparables.
Ahora cada una tomó su tacita de tila en la habitación, cada una pasó revista a
su formación de recuerdos, cada una sostuvo un serio diálogo de “nos” con la
vieja ama de llaves.
Sólo esta ama, antigua y maternal, movía la cabeza como un péndulo en el
silencio de la casa. En el silencio cerrado por el hipo y la congoja. Y miraba a las
tres puertas cerradas, por las que se filtraba el desconsuelo.
—¡Señor, Señor! ¡Siempre tan hermanadas!
No acertaba con el motivo de tan grave riña. No lo podía suponer, a pesar de la
experiencia pícara que, al decir de novelistas, tienen estas mujeres. Sencillamente
porque nunca las descubrió un solo secreto de amor.
A las tres hermanas, ahora separadas, las había vuelto a unir la duda, la
pregunta que a un mismo tiempo se hacían:
—¿Pero no era yo?
Como el novio contento, Claudio abandonó todo aquella noche: amigos, paseo,
terraza. Quería rodearse a solas de sus felices pensamientos. Dejó atrás el sonido
chillón de música municipal, y se adentró en la noche provinciana, también
solitaria y débilmente rasgada por los mecheros de gas. Propicio escenario para
su mundo interior.
28
Iba por unas calles estrechas, de recias casonas blasonadas, de robustas paredes
renacentistas: las calles que toda vieja ciudad bien organizada guarda con algún
Cristo trágico, alumbrado en su hornacina, para admiración y ejercicio de
turistas.
Pero no le agradaba el camino porque se respiraba un ambiente de
escenografía, falso y peripuesto, que le alejaba el pensamiento, desviándole de
las dulces sensaciones que llevaba dentro y le era necesario soltar al aire duro de
la noche.
Y por el primer pasadizo, con dobleces de sombra, salió al campo: un caminillo
aldeano, sin luz, que conducía a la grata lejanía de un molino. Entre tapiales y
aguas bulliciosas, ¡qué grato pensar en las tres!
—Maura tiene la sonrisa más acicalada; pero Julia, ¡en qué jugosa muequilla
apoya su risa…! Y Águeda… Águeda, ¡qué suavidad de nombre, qué serenidad
de virgen románica!
Seguían siendo las tres, adosadas, juntas, distintas y a la vez.
—Así, así...—Y casi reía de gozo pensándolo—. ¡Nunca me podré decidir por
una sola!
Porque aquello no era amor precisamente. Más bien le parecía, analizándolo,
una fraterna amistad, un gracioso cariño espiritual, pero que se engarzaba a las
tres como una serpiente voraz.
No, no… Mejor, como un suave manto, como un ligero almaizal…
Sobre todo le hacía feliz que la violencia del primer encuentro se hubiera
resuelto de manera tan fácil y jubilosa.
—Han reído mucho… Me parece que a ellas también las agrada el juego…
¿Será siempre así?
Tenía que arrojar en seguida las interrogaciones, como si fueran pepitas de tan
sabroso fruto. No las quería. Temía preguntarse nada por miedo a la contestación
que quedaba vibrando en el aire. Miedo a los días venideros, a los días que
todavía no estaban ni empezados a hacer en los telares del alba, pero que habían
de venir “inexorablemente”, como afirman las máximas de todos los cementerios.
—¿Y si se presentara, entre tanto, otro?
Fuera inmediatamente con la pregunta. No. No se acercaría nadie a ellas
mientras estuviese él. Se lo aseguraba con seriedad teatral.
Otra vez a sonreír, recordando gestos, palabras, ojos. Otra vez, desde el centro
de la noche, zambulléndose en el agua alborozada del recuerdo. Acidez.
Bienestar. Gozo que le subía por las venas hasta la cabeza, como si fuera a
apuntar los grados de felicidad.
Desde arriba, la luna de los enamorados, disco obligado para miradas
sentimentales, enviaba su luz inútil sobre un panorama de tarjeta postal.
29
Todo el día se le pasó empujando a las horas, impaciente por aquella de
gracioso aspecto de cometa—las nueve—en la que el paseo de la noche
comenzaba a dar vueltas, en la que la gente salía de casa muy satisfecha, a
compás con el primer pasodoble.
A la mañana la dio su deleitosa ocupación: acudir a la pequeña iglesia de barrio
donde se había encontrado con Julia. En ella pasó mucho tiempo admirando los
capiteles de un joven arte ojival que por el siglo XIII la habían dejado. Les
encontró nuevos encantos, más visibles bellezas que otras veces. Como que entre
la tosca talla de hojas y cardos andaban escondidas frases enteras de su romántico
poema.
También la tarde tuvo su afán: acudió a una cita imaginaria en el balcón de
Maura. Allí todo estaba cerrado, y como a la mañana, tuvo que apelar a fáciles
ejercicios de imaginación. Sonrió a los tiestos y dijo adiós a las cortinas, ante la
cómica admiración de los vecinos.
Sólo a lo que quedaba de tarde, al camino que faltaba de recorrer hasta la
noche, no le encontraba un posible entretenimiento. Se enteró de cosas que nunca
le habían interesado: la hora a que el sol se pone, los minutos que quedan de luz,
el sitio por donde se esconde la tarde.
Cenó más pronto para animar al tiempo con su acelerado ritmo. Comenzó a
arreglarse con el placer de la hora que se acercaba… Por fin, salió. Todavía
faltaban unos minutos, casi un cuarto de hora, para empezar el paseo.
—¡Qué poca velocidad!
30
Le parecía absurda una frase de epitafio que recordaba: “… el tiempo, que
presuroso vuela...” Y miraba para el cielo a ver si era cierto, para ver si
desaparecía aquel tinte morado, casi negro ya, y la noche acababa por extender
sus alas.
Volaron las primeras cintas de color del pasodoble. La noche, casi ahuyentada
por los focos del paseo, marchó definitivamente, asustada de la bullanga.
Se puso en marcha el paseo. Claudio iba y venía entre la gente, mirando para
todas partes como el hombre que teme una agresión.
—A la otra vuelta aparecerán.
Y así hasta que dieron las once, terminó la música, apagaron las luces y toda la
gente, paladeando el caramelo del último charleston, se retiró muy complacida a
su casa.
Todavía dio Claudio unas vueltas más, con la esperanza de ver llegar a las tres.
Disculpa en boca risueña: “Perdón, perdón… Nos han entretenido unas
amigas...” Pero, no. Ni ellas debían tener amigas, ni habían salido al paseo de
aquella noche, ni aparecerían ya. Y esto era todo.
—¿Y por qué, Señor, por qué?
Vuelta a la calle solitaria, al balcón cerrado. Nada. Hasta los faroles, con su
cara zumbona y su ronroneo de gatos, parecían reírse de la impaciencia.
Llegada del cartero.
Otras veces este sencillo accidente abría los brazos de las más gratas
sensaciones. Llegada del cartero: rueda de la cordialidad puesta en marcha.
Apunta al nombre preferido, al puerto lejano, a la mujer perdida. Pero como en
una ruleta de verdad, jamás llega uno a acertar.
Llegada del cartero. Apenas si hoy la concedió Claudio importancia.
Tan, taran-tan-tan-tannn… ¡Carterooo!
Y siguió pasando hojas a su preocupación. Todavía sin comprender lo sucedido,
aunque varias veces le había parecido atinar con ello. “Alguna de ellas está
enferma”. Era lo más fácil y consolador.
Pasó la criada. Había carta. Vuelo de interrogaciones erizadas, inquietas,
bulliciosas.
—¿De quién puede ser?
Ni la letra ni el sobre le ofrecía una pista.
—¿Acaso de…?
Antes de pensarlo, ya estaba allí la firma a su vista. Maura. Pero no Maura a
solas, en concesión de confianza, sino Maura Cobián, así, con energía, como
cuando en los documentos oficiales añaden: rubricado.
Comenzó a leer. Al principio se le abrieron, se le redondearon los ojos como si
necesitara de todo ese esfuerzo para comprender las palabras. Después se le
paralizó el gesto. Quedó inmóvil, estatificado, estatuado casi como si un extraño
maleficio le hubiese convertido en figura de sal. O en poeta de escayola, de esos
que colocan en los jardines públicos leyendo su oda de piedra.
31
Rebujó la carta, se tiró en una butaca. Con la afectación aprendida a los
comediantes. Como si estuviera dentro de una comedia sentimental y—ahora—se
hubieran apagado los rumores del público bajo la impresión de su amargura.
Estas cosas le distraían un poco. Casi le hacían sonreír. Pero en seguida volvía
a su disgusto, encarrilado por las frases hechas. Por ejemplo: “Claro que estoy en
medio de una comedia sentimental”, se decía. “Pero ésta es mía, para mí solo.”
Afectadas fórmulas teatrales que le conducían inmediatamente al centro de su
dolor.
Que no era dolor, propiamente, todavía. Mas bien rabia, malestar, disgusto por
la incomprensión. Habían torcido su intención, acaso por falta de capacidad para
abarcarla. Lo que para él era un puro juego, una gozosa amistad, ellas lo habían
supuesto una burla.
Y aquí ya todas las palabras enérgicas de la carta le caían encima en trozos de
picuda caligrafía. “Burlarse de nosotras”, “No tenemos hermanos”, “Caballero”,
“Pagaría cara la ofensa”, “Somos unas señoritas”, etc.
Tan absurdo le pareció todo que le obligó a sonreír.
—¡Señor! ¿Cómo es posible?
Pasado el primer arrebato fue cuando se sintió herido de verdad, “ferido de
amor”, como el ingenuo Juan del Enzina. Se había acabado el gracioso
divertimiento; era imposible reanudarle. Ni le harían caso, muy escandalizadas.
Algún suspiro. Un hondo mirar de preocupación. Y las tres hermanas
desfilando ante él, contentas y pirueteras, pasando más femeniles que nunca ante
su dolor de incomprendido.
32
Se acababa el verano. Primeros campaneos de cansancio sobre la ciudad.
Primeras lluvias otoñales, alegres de mirar por el balcón de la provincia. Primeras
soledades: las calles vacías, los viejos caserones de ventanas más llorosas que
nunca, el ruido de pisadas del único hombre que cruza. Todo de acuerdo para
presentar a la ciudad sola, abandonada, engloutié, como la Catedral de Debussy.
Se acababa el verano. Adioses de los árboles, remolinos de polvo en los paseos
como si quisieran hacerse ruedas para todo lo que se va. Y aguijones de lluvia, y
agua de campanas, y humos de noche de Navidad.
Se acababa el verano. Con él se cerraba el arco del gracioso juego de amor.
—Ahora podré decir como cualquier novelista cursi: “Amor de verano”. Y con
sólo el título todos le verán como ha sido: paralelo a la superficie de calor, de
ruido, de alborozo.
Preparaba sus maletas. La lluvia le había traído extrañas nostalgias del Norte:
de las ciudades con canales, de los tejados puntiagudos de Nüremberg, de las
calles resudosas con “efectos para la Marina”, de los puertos más distantes, con
alegre bosque de mástiles y banderolas.
—Gran remedio: huir, embozarse en la distancia—se dijo.
Y desapareció entre la nube de humo que conduce a la lejanía.
1930
33
Llovía. Hacía frío. Se escapaba la luz. No quedaba ya más que la adherida a las
paredes encaladas. Sin embargo, no era todavía la hora de encender las bombillas
y aquel paisaje de afueras estaba más solo, más triste, más desamparado que
nunca en la plataforma del crepúsculo. Parecía que todo fuere a acabarse, a
sumirse en el definitivo final que siempre se está esperando.
Al principio tenía gracia el suceso. Comenzaban a caer las primeras gotas de
octubre. Que mojan con la más viva sugerencia infantil. Que traen olor de primer
día de escuela y cadencia del interminable cantar de la “Virgen de la Cueva”. Y
gozo de las primeras lluvias, vistas a través de los cristales mientras suenan las
campanas. Porque el otoño es algo así como una preparación a la mirada
poemática, tuberculosa, que hay que lanzar sobre las cosas del invierno.
Pero aquello resultaba pesado. Tanta lluvia en las afueras, aguantada a pie
firme, no excitaba máas que el deseo de volver a casa cuanto antes. Tanto
silencio oscuro no hacía más que angustiar, aumentando el ansia de luz, siquiera
fuese
de la luz blanca y redonda que dan los focos urbanos.
34
No llegaba el autobús, ese autobús del extrarradio que siempre le recoge a uno
como de limosna. Seguía cayendo agua silenciosa. Por la carretera ni un solo
automóvil al que se pudiera parar con actitud de guardia civil.
Claudio apretaba en la boca su disgusto. Bien está el campo, y la lluvia, y el
otoño. Bien está la visión leprosa de las afueras, pero cuando el autobús pasa a
su hora. Se encontraba a sí mismo un enojo burgués que le desesperaba más.
—¡En buena hora se me ha ocurrido venir hasta aquí!—se decía ya.
Nada le hacía pensar en lo que podía suceder en los minutos que vendrían,
todavía inéditos, crudos, sin asomar en las ruedas de los relojes.
Una bocina, unos faros de luz desbarataron todo aquel tinglado sentimental.
El autobús llegaba. Venía rodeado de todo ese resplandor y halo urbano. Ante él
huían los malos espíritus que amedrentan las afueras.
—Ya viene, ya viene...
Comenzaron los codazos, los empujones, el remover de náufragos de carretera
que eran todos los que esperaban guarecidos en los árboles. Se apretujaban, se
agarraban unos a otros como en la lucha por la última barca. Claudio ni siquiera
hizo un esfuerzo. Tan molesto estaba. Se dejó empujar por los demás, y así subió.
Entró en el coche con los primeros. No hizo más que una observación para sí,
con rara asociación de ideas: “Luego se hablará del esfuerzo del héroe”. Y se
sentó adelante, con la tranquilidad del viajero solitario.
Kilómetro primero.—El autobús se había llenado hasta rezongar a la salida,
como si marchara de mal humor con toda aquella carga endomingada. Gentes de
pie. Hacinamiento, vuelta de domingo. Modistillas que ríen por cualquier cosa.
Oficinistas jóvenes, pero muy seriecitos, con la vejez prematura que dan las
operaciones bancarias. Buenos padres de familia con el chiquillo en brazos;
cuadro que da verdadera tristeza a la vida, a pesar de su tierno aire familiar;
tristeza de vulgaridad, de día libre con aburrimiento, de amor perdido, de lunes
próximo, de mujer en casa viendo a solas cómo se va la tarde...
—He tenido que mudarme de casa—decía ahora un padre a otro—. Mi mujer
decía que se aburría allí, sin ver la calle.
Tristeza de todo: del amor apagado en aquellas gentes, de la casa oscura de
los domingos. “Uno sufre por todos los demás”, pensaba Claudio con morbosa
delectación. Ni las modistillas, ni los oficinistas, ni los mismos padres se daban
cuenta de tales sutilezas. Ellas reían, como es su obligación. Ellos charlaban
animadamente. El autobús marchaba muy animoso arremetiendo contra la lluvia,
dentro ya de la calle desdentada de las afueras, con tabernas, cines de barrio y
juerguistas domingueros. Sólo Claudio era el encargado da sentir aquella angustia
del atardecer dominical. Siempre, en el fondo de los cosas, el único sentimental
es el que las enjuicia.
Por las ventanillas mal ensambladas cruzaba un paisaje somnoliente, vencido
de noche y lluvia, al que sólo los faros del autobús eran capaces de enfrentar.
35
—¡Habrase visto!—decía el dependiente chulapón—. ¡Pues no quería que la
acompañara a su casa! ¡Vamos anda, niña! ¡A ver si se ha creído que tengo yo
traza de “ prometido”!
Claudio pensaba en aquella chica desconocida, mal comprendida por el novio
jaque. Y en aquella calle en que vivía, a la que habría tenido que volver sola y
desolada, llorosa acaso por el desvío amoroso. Y en aquella madre, que la habría
salido a abrir la puerta diciendo: “¿Pues no decías que hoy iba a venir tu novio?
¡Como que tu padre no se ha marchado por esperaros!”
Kilómetro segundo.—Variaba el paisaje. La bocina lo anunciaba sonando
constantemente. La ciudad ponía todos sus obstáculos al autobús. El primer
puesto de arbitrios municipales. La primer salida de cine. La primer circulación
reglamentada. Las primeras señales luminosas. Pero la bocina se sobreponía a
todo, cantando con alborozo su aire de vuelta.
Las chicas chillaban al pasar los baches.
Surgió una voz al lado de Claudio. “¡Qué día tan fastidioso!” Volvió la cabeza
por hacer algo, de mala gana, creyendo que era cualquier persona vulgar que se
aburría y pretendía entablar conversación. Volvió la cabeza y se encontró
pinchado, malherido por unos ojos de mujer joven. Fue a pensar en el primer
madrigal clásico, pero se dijo: “¡Qué ojos de maravilla!” nada más, reformando
al mismo Cetina. Y se lo calló. ¡Tan bien como la hubiera sentado a la damita su
galantería! Se lo calló, y no hizo ni más ni menos que mirarla y remirarla, igual
que el amante platónico.
Los ojos desaparecieron al sentirse tan plenamente admirados. Se refugiaron en
su sombra de escorzo, como asustados del atrevimiento. Un eujuiciador
circunstancial hubiese dudado entre la ingenuidad absoluta y la coquetería
desmedida. Hubiera hecho agudas objeciones sobre la psicología de la mujer.
Pero Claudio, afortunadamente, no era más que un galanteador malogrado, casi
un pobre hombre.
Fuera, continuaba la lluvia.
Kilómetro tercero.—Comenzó a mirar para los lados. En uno, estaba sentado
un hombre seco, con bigote de zapatero, que no se daba cuenta más que del sucio
cigarrillo que tenía en la escondida boca. En otro, junto a la damita precisamente,
un soldado, cohibido de que le hubiera tocado sentarse junto a la señorita de
sombrero. De pie, frente a ellos, unos mozalbetes desaforados, fijos solo en sus
bromas.
—Entonces, ¿viene sola?—pensó.
Pero de seguida paró en el joven acicalado que, desde la plataforma, no dejaba
de mirarla. ¿Su hermano?, ¿su novio? Detrás de él, entre un racimo de cabezas, la
de un hombre de edad. La observaba también con fijeza. ¿Su padre?
36
Inquietud, desconfianza. Sensación, rara y gustosa, de hallarse en medio de la
película que siempre andaba ensoñando. Todos parecían mirar hacia él, aunque lo
más probable es que mirasen y remirasen, con paladeo de viajeros de autobús, a
la damita. Y si le dirigían a él una sola mirada, sería con agresividad, con envidia
de viajantes galanteadores.
Angustia de estar al lado de una mujer guapa, fina, rezumando espíritu, igual a
la que se ha soñado alguna vez, y no acertar con palabra qué decir. Angustia de
sentirse envidiado, sin razón, por todos los demás. Angustia de dar con el
momento que se ha deseado siempre y estar perdiéndole inútilmente.
—¡Huy, cuánta agua!
Otra vez la voz a su lado. Y la mirada punzante, metálica, que sólo era fresca
al cobijarse en su propia sombra femenil. La mirada ahora lanzada desde un
mimoso agachamiento de cabeza.
—¡Huy, cuánta agua!
Entraba por la ventanilla rota de la coincidencia. Alguna gota iba a dar su
pinchacillo en el cuello, reluciente de bello, de la dama. “¿Todo estará
preparado?”, volvió a pensar Claudio. Y se encontró—por fin—diciendo las
cosas más triviales.
—¡Yo la defenderé de la lluvia! ¡Qué día! ¡Aquí está mi escudo!
Mientras, colocaba su abriguillo de entretiempo entre la lluvia y la espalda tersa
y brillante de la damita, que todavía vestía el último traje del verano.
37
Kilómetro cuarto.—Miraba a los demás. La miraba a ella. Temía la repulsa
por todas partes. El “¡qué atrevimiento!” remilgado. El enojado “caballero, ¿qué
hace usted?” El vulgar “haga el favor de retirarse”. Pero lo que oyó fue toda una
alegre escala de eses. Musicales, graciosas, acentuadas.
—Muchasssss grasiaassss...
¡Qué gracioso mimo ondulante! ¡Qué risueña atracción! ¡Qué justa dulzura!
Claudio llegó a pensar—siempre su ingenuidad por delante—que todo aquello
podía ser una añagaza del diablo, como había leído en alguna parte. Si no, ¿cómo
aquella damita desconocida podía tener tales amabilidades para con él, hombre
simple y atribulado?
Pero todo pensamiento desaparecía en seguida con la presencia de aquellos
ojos. Y toda timidez también. Claudio se atrevía ya a acercarla más la protección
de su abrigo. Llegó a tocar su espalda, gracias al movimiento del coche. Y sonrió,
paternalmente, para quitarle importancia:
—¡Tendrá usted frío!
Ni sí, ni no. No obtuvo contestación. Un vaivén del autobús se la trajo a su
lado.
—¡Oooh!
Y con una sonrisa—“¡Qué maravilla!”, pensó Claudio—volvió ella a su sitio.
—Perdón... y gracias—dijo Claudio. ¿Quién se lo dictó al oído? Fue lo más
afortunado de la tarde, lo más ágil y galante. La damita lo celebró muy de
veras, con su magnífica risa de dientecillos blancos. Estuvo riéndose y mirándole
cerca de doscientos metros. Porque en el autobús todo tiempo debe contarse así,
por distancia.
Kilómetro quinto.—“¡Va sola! ¡Va sola!”, iba palmoteando el corazón de
Claudio. Entraban ya en la glorieta donde aparecen ya los primeros discos de
señales, guiños que manda la ciudad hasta sus afueras. Y ni uno de aquellos
hombres la había dicho una palabra. Ahora hasta volvían la cabeza, como
distraídos, al ver que el diálogo comenzaba a tejerse entre los dos.
“¡Entre los dos!—regustaba Claudio—. Seremos “los dos” de verdad?”
—¡Todo esto es maravilloso!—la espetó en la cara, asombrado de su
atrevimiento. Era como si otro dijese las cosas que él pensaba. Por eso, al ver que
era su propia voz la que las había pronunciado, sonrió mucho para dar frivolidad
a la frasecita.
Pero la damita la había recogido ya y quería comentarla, desentrañar su
intención.
—¡Maravilloso, el qué!… ¿Este autobús?
Arrugaba su carilla pícara para preguntar. Suponía que lo maravilloso era ella
misma: su risa alborozada, su mirada metálica, su halo de espiritualidad. Y quería
que Claudio se explicase debidamente. Acaso la hacía gracia, la era grata tanta
timidez.
38
— … ¿Este autobús?
La pregunta se le quedó colgada del oído con el rabillo de la interrogación.
“No, no... Usted”, hubiera contestado de muy buena gana. Tardó un poco en
decidirse. “Me va a tomar por eso que llaman un galanteador”.
Para cuando quiso darse cuenta era imposible decir nada. Había pasado el
tiempo que toda interrogación concede para su respuesta. Y, además, los grandes
focos del centro asomaban sus carazas de luna falsa por las ventanillas.
—¡Ya llegamos!
Lo dijo por decir algo; por no seguir callado mientras la miraba y remiraba,
como el que quiere llevarse en los ojos lo que mira.
—¡Ay, sí!
Kilómetro sexto.—Nuevas sacudidas. Más encontronazos, que él esperaba muy
complacido. Un “¿qué calle es ésta?”, mirando por entre la suciedad de la luz
para hacer algo. Y Claudio torturándose, disciplinándose con sus angustias
interiores. “¡Que ya llegamos! ¡Que debo decirla algo más definitivo! ¡Que va a
desaparecer y no la voy a encontrar nunca más!”
No daba con las palabras decisivas. Cuanto se le ocurría eran cosas tan vulgares
que no merecían la pena de ser repetidas.
Paró el autobús con un frenazo acuoso. Habían llegado. Comenzaron a salir
viajeros: dependientes, modistas, soldados, padres de familia. Todos iban hacia
la puerta con mucho apuro. Claudio esperaba a que se levantase la damita.
“Ahora, la acompaño”—pensó muy contento—. Y vio que había dado con la
fórmula más propicia. Él tenía paraguas y bien conocidas son las complicaciones
que un paraguas puede crear en una tarde de lluvia: es, acaso, su única misión.
… La acompañaría por aquella soledad de tarde lluviosa que habría hasta en su
casa. “La hablaré, la contaré..."
Para cuando se dio cuenta había salido todo el público. No quedaban dentro del
autobús más que ellos, “los dos”, y una pareja con aspecto de recién casados, que
desde el otro extremo preguntaban a la damita si esperaban un poco para salir.
—“¿Qué hago yo aquí? ”, se dijo Claudio con la pregunta que se dirigen
siempre los tímidos a sí mismos. “¡Tengo que levantarme!” Y lo hizo, con dolor,
pero mecánicamente.
Los tres se quedaron sentados; la pareja en un extremo; la damita en el otro,
cruzándose las risas jubilosas de no haberse visto en todo el viaje. Claudio paso
delante de ellos.
—“Buenas tardes”—descubriéndose como cualquier viajero desconocido, que
es lo que era, ni más ni menos, aun cuando él se hubiese figurado otra cosa con
sus fantasías de héroe cerebral.
Y desapareció por la calle hirviente de lluvia sobre asfalto. Desesperado,
entristecido, lleno de la angustia de la damita a quien no había de volver a
encontrar. Pero sin decidirse a volver la cabeza.
1935
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CUENTOS (1916-1935) Eduardo de Ontañón

  • 1. CUENTOS (1916-1935) Eduardo de Ontañón Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE 1- El niño goloso (1916)……………………………………………………...…..5 2- El hombre que se encontró un corazón (1923)………………………………...7 3- El nuevo difunto (1923)…………………………………………………….….9 4- Águeda y el Inglés (1927)………………………………………………...….11 5- Los dos (1928)……………………………………………………………......13 6- Tres hermanas, tres (1930)…………………………………………………...15 7- Seis kilómetros de autobús (1935)…………………………………………...33
  • 4. 4
  • 5. 5 EL NIÑO GOLOSO Paquito era el único hijo de unos señores ricos que habitaban en Barcelona. Dicho niño tenía un defecto: el de ser goloso. Cierto día había cometido una travesura y su papá no le sacó de paseo como de costumbre. Él había visto en la mañana de aquel día que su papá dejaba una caja en el cajón de un armario, y él, al verse solo en casa, tuvo ganas de probar aquello, y, en efecto, al poco tiempo llegó al comedor, abrió el armario y sacó la tal caja, y vio con alegría que era azúcar, y empezó a comer de aquello que él creía que era azúcar; al poco rato vio que no era azúcar aquello que él comía, lo dejó en seguida y empezó a gritar. Llegaron pronto sus papás y al verle en tal estado llamaron a un médico el cual vino. Aunque se esmeró en cuidarle tuvo que estar cerca de un mes en la cama. Cuando se levantó pidió perdón a sus papás y nunca más lo volvió a hacer. Falta decir a los lectores de este cuento que el contenido de la caja era estricnina. 1916 (12 años.)
  • 6. 6
  • 7. 7 EL HOMBRE QUE SE ENCONTRÓ UN CORAZÓN (Leído en la despedida de soltero de nuestro hermano pintor, Francisco Mateo). Con sus buenos veintiocho años, Paco Mateo tenía el aspecto de un viejecito. Quizá fuera el vestir siempre de luto o la cara de jugador de ajedrez, lo que daba a su figura un aire de ancianidad. No sé. La verdad es que Paco Mateo, con sus sonrisas de hombre serio y su cara afeitada, parecía un cómico retirado. ¡Qué delgado era mi buen amigo! Su traje negro y constante le hacía ser más delgado, como si le apretase el cuerpo por coquetería. Viéndole, recordé muchas veces a aquel que se perdió en la sombra, enlutado y delgado como éste. El traje negro le había llenado de ideas negras el cerebro: había perdido su jovialidad y creo yo que vestía de negro guardándola luto. —¡Si siquiera dieses la alegría de un bastón a tu figura!—le dije varias veces, entristecido por su aire triste. Pero no; mi amigo odiaba los bastones. Le agradaba pasar por la vida con sordina. —Los bastones—me contestaba siempre—son poco serios, son demasiado juguetones. Parecen el palo con que damos al aro cuando somos niños, que ha crecido con nosotros. * * * Mi amigo era también saudoso. Cuando yo le acompañaba en sus paseos, me iba llenando de nostalgias el pensamiento. —¡Qué belleza, amigo mío, la de aquel pueblecito tan pueblecito! A esta hora todas las chimeneas estarán recostadas en el cielo. El humo jugará a la comba con el aire, y se oirán los cencerros crepusculares. ¡Es un encanto! Tengo que hacer una acuarela para eternizar ese momento. Aún no lo dije. Paco Mateo era pintor, pero pintor de pensamientos. La exposición de sus obras estaba en su cabeza, bajo la negra melena. También en sus cuadros había un recuerdo hacia la influencia de su traje negro. En su vida pintó más de diez paisajes, y de ellos nueve fueron crepúsculos y el otro un atardecer. Pero bien. Yo quería contaros una anécdota y estoy haciendo un retrato. Esta falta de formalidad al título no está bien, y voy a remediarla. El caso fue que una tarde de invierno, salió Mateo a pasear su traje, tras de empaparse de las suaves tristezas del Claro de luna de Beethoven, única obra que tocaba en el piano.
  • 8. 8 La tarde tenía una clara sonrisa de resurrección primaveral. El viento había despeinado a los árboles y los únicos paseantes eran cinco canónigos que discutían a voces sobre la pureza del chocolate. Paco Mateo iba absorto quizá pero cantando Sherezada de Rimski-Korsakoff melancólicamente, haciendo las notas muy largas, y dando a las melodías aire de canción de funeral. Pasaba bajo los balcones de un chalet, cuando vio una cosa roja en el suelo, algo así como un gran coral. Le recogió y con gran asombro notó que tenía un tic-tac interior como de reloj o de juguete mecánico. Miró hacia los balcones, vio que estaban cerrados y no encontrando persona alguna para preguntar si había perdido aquello, se le guardó en el bolsillo superior izquierdo del chaleco. ¡Magnífica idea la de guardarle en aquel bolsillo! Idea que debió de inspirársela algún gnomo juguetón pues Mateo lo hizo inconscientemente, como hubiera podido quedársele en la mano. Inmediatamente sintió como si el traje negro perdiese su color, como si tuviera una borrachera de estrellas. Sonrió como nunca lo hiciera y oyó con delectación el cra-crac de las ranas, y la risa infantil del arroyo. Aquélla noche fue jovial en la tertulia de los amigos, bebió copas de benedictino, nos habló de la alegría primaveral que tenían ya las mujeres, y nos dijo con un poquito de tristeza, que iba a hacerse un traje gris claro. Él mismo estaba como asombrado de esta ola de jovialidad que tenía en sí. Pero yo lo descubrí enseguida. Lo que él creía un divertido juguete, colorado y chiquitín, era un corazón que se había querido suicidar por no estar eternamente haciendo compañía a un buen burgués. AQUÍ LA DIRECCIÓN Querido amigo nuestro: Vas a Luanco junto al mar, con un nuevo corazón que una tarde de invierno te encontraste. Pero hemos de decirte una cosa: cuando llegues tira tu traje negro al agua y sacude tu cabeza,—por si aún quedarán influencias del traje negro—con el plumero de los vientos montaraces. 1923
  • 9. 9 EL NUEVO DIFUNTO CUANDO llegó a su casa, iba como tambaleante de una borrachera de horizontes, como desmemoriado, como aturdido. ¿Dónde había estado desde el día anterior? Y no lograba encontrarse en ningún sitio, ver a ningún amigo que le hubiera entretenido, recomponer el rompecabezas de las horas perdidas. —Sí—pensaba—; anteayer estuve en el Casino; después fui al teatro… Pero ayer, ¿qué hice yo ayer, Señor? Y hasta la calle le daba vueltas, como después de haber asistido a un banquete. Entró decididamente en su portal. La portera, que se adormitaba en la choza urbana de su portería, pareció espabilarse, miró a la calle con esa mirada caída y pacífica de los porteros, y ni siquiera le vio. —¿Me ha visto? ¿No me ha visto?, subía deshojando la margarita de su inquietud. Cómo entró en su habitación, tampoco supo. Se halló de pronto rodeado del papel de flores cursis que adornaba las paredes, y un buen rato estuvo observándolas a ver si descubría el raro tejido que se afanaban por componer. De pronto se acordó. —¿Y mi madre? ¿Qué hará sola en su cuarto? Y fue a verla, empapado de tierna solicitud. Desde la puerta del falsete, la halló rodeada de una triste y silenciosa corte de parientes. —¡Buenas tardes!—quiso decir muy jovial para espantarles la murria que les adormecía. Pero vio que sólo había logrado dar un grito ronco de acordeón que ni movió las cabezas abatidas de los familiares. —¡¡Buenas tardes!!—repitió lleno de angustia. Y sólo la cabeza macilenta de su tía Gregoria se alzó, traspasando la puerta con ojos cansados, como si hubiese oído un ruido lejano. Pero en seguida la volvió a dejar caer, fijándola en la raída alfombra que quería decorar el suelo del gabinete. —¿Pero no me oyen, no me ven, no me entienden?—se dijo para sí muy aturdido. Y se adelantó hasta el centro de la estancia creyendo que así se fijarían en él. Sólo una tos rota e indiferente levantó el vuelo, sin que nadie pareciera darse cuenta de su presencia. —Esto es—pensaba queriendo darse alientos—que me preparan una nueva reprimenda. Y más tranquilo se acercó a su madre, y ya de rodillas, cogido de su regazo, susurró: —Perdón, mamá…
  • 10. 10 Pero la madre ni se movía, entregada al callado tejido de su llanto. -¿Me quieren ustedes explicar lo que ha pasado aquí?-exclamó ya incorporándose y encarándose con toda la reunión. Y nadie le contestó. De la calle entraba por el balcón todo el aleteo del atardecer dominical, de las chicas que reían escandalosamente, de las criadas que se despedían hasta el siguiente domingo, de los automóviles que volvían de los merenderos. Quedó cruzado de brazos, retando con su gesto magnífico a los cuadros bobalicones que pendían de las paredes, ya que nadie le hacía caso. Y por fin salió muy airado diciendo a voces: -¡Me volveré loco! ¡Me volveré loco! Y se perdió en las profundidades del pasillo, ya todo oscuro de atardecer, mientras el gato huía aterrado creyéndose perseguido por un fantasma. 1923
  • 11. 11 ÁGUEDA Y EL INGLÉS (2 viñetas de la vida de Claudio) Águeda. De repente salió una cabeza por una lóbrega ventana, arrojando una voz que quebró toda la falsa quietud crepuscular. —¡Águedááá! La calle se estremeció. Se había roto todo su complicado tejido de silencio, tela de araña aburrida y elaborada en reconcentrado afán. Algunos hilos quedaron prendidos a la cabeza de mujer desgreñada que lanzó la voz. Todavía las más anchas ondas—dáááá!—jugaban a la comba. … Claudio se volvió interesado. ¿Quién era Águeda? La calle estaba traspasada de soledad. Por un lado la cerraba otra callejuela estrecha con huertas. Por el otro, un paseo de murallas donde unas piedras esponjosas absorvían el sol desde la fundación de la ciudad. Un nuevo grito casi le asustó. —¡Águedááááá! Y ahora logró descubrirla. Desde unos sucios tapiales de frente a la casa, bajos y desiguales como los de un corral, contestó una voz más fresca y ufana. —¿Quééé? No pudo saber quien era, aunque lo procuró subiendo sobre las puntas de los pies. Dentro del corralejo había unas ropas colgadas que le escamotearon la figura. “Águeda… Afueras de ciudad… Huerto pequeño...” Y se alejó pensando en que todo esto era agradable y se unía sencillamente, como ese agua de los ríos que se encuentran, que viene tan serena por su camino, se une a la otra y marchan ya juntas, tan risueñas y espontáneas. Ni la vio, ni volvió a cruzar aquella calle perdida para verla, a la manera de un romántico. Quedó contento con el agrillo que le dejaba la escena, con el malogrado deseo de verla, con el nombre—Águeda—que se alejó chupando y cada vez le daba un sabor más tierno y deslavado como el caramelo rojo y largo que saborean los niños ceremoniosamente.
  • 12. 12 El Inglés. Para cuando llegó aquel inglés, ya hacía días que se necesitaba su agudo perfil en el tablero internacional de ajedrez que todos los veranos se preparaba la ciudad. Mas de una vez había pensado Claudio: “Se debía contratar a un inglés” viendo incompleto el cuadro de extranjeros que-todos los años-en aquellos días llenaban la ciudad. “El inglés” “El inglés”, comenzó a decir la gente. Y en seguida apareció dando grandes zancadas, dejando atrás el humo de su pipa, haciendo más cálidas las noches del paseo urbano con su cabeza descubierta. Aquel inglés, con mirada perdida de viejo pirata, buscaba siempre a sus marineros imaginarios extraviados por el paseo provinciano. Cuando se sentaba en la terraza del café, fumando su pipa viajera, en toda la noche temblaba un vaivén de barco. Su misma mirada lejana parecía querer observar—inquietud de buen capitán—el estado de las aguas. A Claudio le daban ganas de preguntarle “¿Habrá marejada?” y aunque no se lo preguntaba nunca, le parecía hasta que comenzaba a haberla y se bamboleaba un poco en su silla, graciosa silla de Vitoria de esas que colocan en los paseos para hacerles más veraniegos. El inglés echaba al aire sus “oh ! Oh”, admirado de la ciudad. Tan bien parecía hallarse en medio de ella, de sus piedras vetustas y sus torres quietas, que de creer en la metempsicosis hubiera pensado Claudio que aquel hombre daba albergue al alma de algún antepasado. Pero su satisfacción se le notaba en los ojos, en la sonrisa, en el gesto, en el paladeo con que gustaba las piedras morenas. Por sus palabras era imposible; había aprendido una fórmula ambigua para contestar preguntas informativas, en la que no se podía ver el reflejo de su impreciso pensamiento. A todos los “¿Le gusta este palacio?”, “¿Le interesa este libro?” que Claudio le dirigía con vuelo alegre de serpentina, contestaba su frase hecha, su inquietante contraseña: —Más o menos, nunca demasiado… ¡Nunca demasiado! ¡Nunca demasiado! Y Claudio pensaba que aquel inglés quería además hacerse el inglés, con su “pose” de espectador sereno y cosmopolita. La ciudad de Claudio, pequeña y vieja, llegó a hacérsele más recogida y humilde en los días que la vio con el inglés. Las torres eran más bajas, las campanas más incesantes, las calles más estrechas, y alguna vez temió que juntándose las casas les iban a espachurrar a los dos, como en la pesadilla del sueño. Por fin desapareció el inglés, sin sombrero y dando las mismas zancadas con que vino. En cuanto lo supo Claudio, se dio cuenta de que no le volvería a ver más y le quedó esa inquietud de si ya no le encontraría nunca, de si sería la única vez que se verían por los caminos del mundo. Después supo que había estado en un pueblo perdido, luego en una ciudad distante. Y por fin se le desvaneció en el horizonte dinámico en que tenía clavada su mirada de capitán de barco. 1927
  • 13. 13 LOS DOS UNA vez más se encontró Claudio encarrilado en aquellas paralelas, camino de hierro por el que hacía tiempo marchaba saltando de casualidad en casualidad, como los chicos brincan de traviesa a traviesa. —Deme “Niño y grande”, de Miró… —Deme “Niño y grande”, de Miró… Y se miraron casi sonrojados al principio; después un poco enojados de rivalidad, como las dos gallinas que ven a un tiempo el mismo grano. Por fin sonrieron alegres por la coincidencia. —¡Qué casualidad!—dijo ella un poco turbada. —Sí: una casualidad—repitió Claudio todo confuso. Y marchó de la Biblioteca barajando su emoción, que todavía no era ni triste ni alegre, como sucede siempre con las primeras emociones. —¡Quizá se burla de mí!—se dijo ya un poco amargado, cuando todavía bajaba los últimos escalones. Y vinieron los recuerdos: Un día, la primera vez que se fijó en aquella muchacha con tipo de americana, pidió otro libro en aquella misma Biblioteca del Casino y no pudieron dársele porque ella le estaba leyendo. Después, otro día estuvo todo el tiempo tarareando el “Minué” de Debussy, con la pegajosa obstinación que a veces adquieren las melodías en el pensamiento haciéndonos chuparlas y chuparlas sin lograr darlas fin. Ya a la noche se había librado de ella, sin saber cómo: quizá se la había llevado cualquier amigo, o había quedado suspendida de algún árbol del paseo, como airoso hilo de araña… No hizo más que entrar en el Casino y en seguida se la encontró volando por los pasillos—ave dócil, pájaro bueno de los niños—, y le guió hasta el salón del piano donde aquella muchacha la hacía saltar sobre las teclas con ojos entornados de falsa romántica. Entonces pensó con satisfacción: —¡Hombre, qué coincidencia! Y la miró un poco, con sonrisa golosa. Ahora, en cambio, se alejaba fastidiado de tanto juego casual. —¿Pero es que ese absurdo destino en que creen los novelistas, quiere recomendarme a esta muchacha, quiere engarzarme a su vida sentimental? Ya se creía un buen chico de esos que sirven para personajes de novela, que se enamoran de todas las jovencitas de aire rubeniano y acaban abandonándolas por otra mujer cualquiera. Y huía perseguido de sugerencias.
  • 14. 14 Todavía una vez más había de encontrarse en aquel espejo de sus vidas pretendidamente paralelas. Fue ahora en el coche de un hotel, de marcha para la estación. Primero se saludaron sobrecogidos: ella sonrió indulgente, con el agrio gustillo que iban teniendo aquellos continuos encuentros que ya les enlazaban algo; él miró para la calle, un poco molesto de no encontrar palabras alegres que les hicieran reír de su insospechada cita. No acababan de romper el silencio cargado que les rodeaba en el interior del coche. Parecían tener miedo de preguntarse, de decirse adónde iban y ver que era el mismo sitio. Dos o tres veces se encontraron con los ojos reflejados y entreabriendo la boca para dejar salir aquellas palabras que acababan por tragarse en seguida. Por fin, la angustia de estar llegando a la estación y no haberse dicho nada todavía, les hizo tenderse el arco de la pregunta, empujada de prisa. —¿Va usted de viaje? —¿Va usted de viaje? Los dos se lo dijeron a la vez, atropelladamente. Y esta vez rieron sin gana, por cortesía, por mostrarse llenos de conformidad con el juego de la casualidad: hasta en esto coincidieron. Claudio, viendo ya los focos encendidos de la plazuela de la estación, dando por llegado aquel momento inevitable que esperaba, se acercó más a ella. —Señorita: es preciso que formalicemos nuestras relaciones. Casi esperó que ella lo dijese al mismo tiempo. Pero esta vez, sólo una sonrisa la iluminó la cara. Bajaron del coche y se internaron en la estación, alegre de focos florecidos, con el gozo de los recién casados que van a comenzar su viaje de novios. 1928
  • 16. 16
  • 17. 17 “Tres morillas me enamoran en Jaén: Axa, Fátima y Marién.” (Cancionero de Palacio, Siglo X.) AQUEL verano, más que ningún otro, la ciudad esperaba con ansia a ser inaugurada. Parece que la corría más prisa que nunca: el sol se estiraba todo lo que podía, las persianas daban una carcajada más fuerte al correrse y descorrerse, las fuentes de los jardines rajaban más las tardes con el filo de sus surtidores. Acaso era que se deseaban grandes acontecimientos para el verano, siquiera fuese la novela estival que cada pequeña ciudad espera siempre. Porque las ciudades de provincia están constantemente preparadas para servir de tema literario. Es donde más fundamentalmente dispuestas se hallan las cosas para que las glosen poetas y novelistas. Sencillamente: toca un piano, y el observador vulgar se esponja y anima empujado, como una vela, por el mejor aire de la provincia. Casi llega a llorar, sin saber bien si es por las añoranzas o por el cielo tierno que la música le pone a la mano. No se da cuenta de que todo esto no es más que una de las añagazas de que la ciudad se vale para que la comenten en crónicas y poemas. Aquel año, a pesar de que ya habían aparecido los organillos, y el hombre de los “botijos finos” había lanzado su voz puntiaguda, no acababa de afirmarse el verano. Olía a él la tierra, en su intenso deseo de recibirle; los jardines rebosaban verdor; las torres se tostaban al sol, elevando sus brazos de patriarca… Todo inútil. A la tarde, los vientos del Norte jugaban con las nubes y era imposible celebrar el paseo de la trascena. Las chicas de la ciudad se quedaban sin salir; las terrazas de los cafés alineaban sus sillas sin resultado; la banda de música anunciaba unos conciertos que ninguna noche podía celebrar. No había manera de atraer el verano. Todos los sastres y modistas habían trabajado horas extraordinarias preparando los trajes “para la estación”. Pero aún no se la podía inaugurar dignamente. —¡Qué asco de tiempo!—repetían las chicas, como si fuera un estribillo. —¡Qué poca formalidad!—decían los pacíficos ciudadanos, contentos en el fondo de que el mal tiempo de las noches no les dejara salir de casa después de cenar, cambiando las costumbres del invierno. Nadie se daba cuenta de que este trastorno climatológico había de dar lugar a la novela que la ciudad, desde su lejana juventud, esperaba y quería, para la que se había preparado cada verano en sus balcones abiertos y en sus valses de piano lánguido.
  • 18. 18 Porque gracias a esta espera del verano, a esta inquietud del buen tiempo que no acababa de llegar, Claudio aquel año retrasó su huida. —¿Para qué marchar si el tiempo está tan inseguro?—explicaba a los amigos con un poco de petulancia burguesa. —Sí, sí… El mal tiempo es general, etc.—le decían, con secreto egoísmo, para que no se fuera y les dejase solos, haciéndoles más esclavos del verano. Alguno usaba la estancia de Claudio como un magnífico argumento para acreditar el estío de la ciudad. —¡Si será agradable, que hasta Claudio se queda este año! Se sentían veraneantes en su propio pueblo, por tener a Claudio a su lado. Otros años marchaba a las playas francesas en cuanto empezaba junio; cruzaba la frontera, se internaba en esos pueblos que saben a caramelo de domingo: Biarritz, Deauville, Niza… No tenían más que pronunciar su nombre para que unos halos de voluptuosidad les rodeasen la cabeza como una corona. Pero este año, la presencia de Claudio—trajes claros, cabeza destocada, camisas abiertas—hacía a todos algo veraneantes. El paseo urbano, los chalets de las afueras, los café con terraza: cada cosa sabía a ciudad nueva y veraniega. No pensaban en que esta simple retención de Claudio había de traer graves trastornos para la vida redonda, monorrítmica, de la ciudad, encadenada como la de los caballitos del tío-vivo. Con la feria, ya en julio, hizo su entrada el verano. Le precedieron los alegres golpes de martillo con que las barracas levantaban sus mástiles; le inauguró la primera marcha del órgano del tío-vivo. Y las lucecillas de color. Y los cohetes. Aquel año tuvo allí el verano su verdadera inauguración oficial. Claudio se lanzó a la calle con los pantalones blancos, que guardaba para las playas. Sus amigos se sintieron halagados por el honor que les hacía, por los paisajes imaginados—de veraneo fresco y feliz—que les sugería con su indumentaria. —Ya no te irás—le decían, amarrándole a la ciudad un poco más. —No sé, no sé… Acaso una escapadilla; pero nada más. Y los amigos se miraban unos a otros, cómplices del engaño, satisfechos del resultado. Fue entonces, en el falso escenario de la feria, cuando—juntas, iguales, acompasadas—aparecieron las tres hermanas: Maura, Julia y Águeda. Como si un mismo ritmo las animase, como si una misma ansia las llenara. Iban siempre al mismo tiempo, caminaban adelantando el mismo pie, sonreían las tres al unísono. Era como si en todo el invierno hubiesen estado ensayando la aparición por el pasillo de su casa. Sin embargo, ni eran las tres iguales, ni siquiera del mismo color. Maura era rubia; Julia, castaña; Águeda, morena. Los trajes, también distintos: rosa, gris, azul. Los gustos, diferentes: Maura llevaba un sombrero grande; Julia, uno muy ajustado; Águeda solía ir en pelo.
  • 19. 19 Pero había una cinta de igualdad que las tenía sujetas, que las hacía falsas gemelas, que las unía perfectamente. Acaso eran sus mismas palabras, o sus gestos, o sus pasos. Se repetían los comentarios, de la mayor a la menor, con algo de eco burlón. —Huy, qué vestido lleva esa. —Huy, qué vestido lleva. —Huy, qué vestido. Los amigos de Claudio las encontraron en seguida un nombre de circo: “· hermanas 3”. Era lo más substancial que podía dedicárselas. Andando al mismo tiempo, sonriendo sucesivamente, comentando en escala: nada había que las definiera tan agudamente como esta voz de volatineras, que pronto se extendió por la ciudad. —”3 hermanas 3”—decían las otras chicas, riendo, sin saber que aquel mismo denominativo las hacía más agradables, más exóticas, más interesantes, dentro del panorama siempre igual de los paseos urbanos. Paseaban ya con más gracia de artistas que salen a la pista; las cintas de sus vestidos, tremolando en el airecillo azul de la noche, las aumentaba elegancia rítmica. Claudio apenas se había dado cuenta de su presencia. Comenzó a fijarse en ellas por los comentarios de los amigos. —¡Hay que buscarlas tres novios! —¡Hay que casar a esas chicas! —¡Hay que romper su formación! Y lo decían a su mismo lado, lo que producía en ellas nueva sonrisa común; pero tan gradualmente organizada que, cuando llegaba a la del otro extremo, apenas si era más que una muequecilla amable.
  • 20. 20 —Dirán adiós a coro. —Dormirán en tres cuartos iguales. —Cantarán al mismo tiempo. Uno quiso personalizarlas: —Es la mayor la que las dirige. Pero otro en seguida las volvió a mezclar: —¿Y quién es la mayor? Apenas se conocía su vida en los ficheros de la ciudad. Unos las creían tres ricas herederas; otros las catalogaban entre las veraneantes. —¿Serán las tres gracias?—dijo otro, por fin. Claudio lo tomó todo a broma. —Vivirán en una casa con tres miradores: pero se asomarán las tres a un tiempo, y así no hay novio posible. Y sólo por esto comenzó a imaginarse la vida de las tres hermanas, a interesarse por sus más menudos detalles. —Acaso sean huérfanas de un militar de Cuba—se decía, sin saber por qué—. O de un capitán de barco, que nunca pudo tenerlas mucho tiempo a su lado. ¿O serán solamente amigas bien allegadas? El tejido de suposiciones le fue acercando a ellas. Ya por las noches las miraba en el paseo con el agrado de que fueran hermanas suyas, y él, al terminar el concierto, las pudiera decir: “Bueno, vamos a casa.” “¡Ay, hijo; espera otro poco!”, contestarían siempre, como si en la otra vuelta esperasen dar con el raro motivo que las tenía sujetas a la marcha circular del paseo. Sobre todo, no parecían unas chicas vulgares, ni siquiera unas románticas que esperasen la llegada de un novio, mera ideal que en la provincia se imagina para las muchachas que pasean. Parecían bien despreocupadas de toda la complicada red de comentarios en que querían envolverlas. —¡Qué alegre será tratarlas, qué airosa se hará la vida junto a ellas…! ¡Qué bien tener una confidencia para cada una, ser como un hermano que las protege y quiere…! Claudio pensaba ya como el recién enamorado. Le acompañaba hasta el gesto: ensimismado, quieto, cogiéndose la boca con la mano. —Pero tendría que escoger a una de las tres. ¿Y cuál, Señor? ¿Maura? ¿Julia? ¿Águeda? Y se encontró con que eran las tres, precisamente, las que le interesaban; con que no podía desligarlas, ni siquiera pensar en una y no ver a las demás.
  • 21. 21 Ya el tiempo, el verano de la ciudad, tenía su motivo gozoso para Claudio. Otros años se le hacía insoportable; por eso tenía que acabar marchándose a barajar imágenes en ciudades lejanas y desconocidas. Visitando países nuevos, calles que no vio nunca, creía que dedicaba al verano su justo afán. Entrado en la ciudad nueva, todo un alborear de ondas agradables se le ensanchaba. Sencillamente, las preguntas ingenuas del viajero interior le ponían contento: ¿Adónde irá esta calle? ¿Por cual se saldrá al puerto? ¿Quién será aquella mujer del balcón? Y luego, contemplar la luz, hasta entonces desconocida, que le rodeaba. Y pensar: ¿Pero será verdad que esta ciudad existe mientras yo estoy en la mía? ¿Y la mía, seguirá viviendo tan tranquilamente sin mí? Después, revistar a las gentes. Ese hombre narigudo del hongo, se entretendrá en echar migas a los pájaros. Este del bigotillo jaranero ni siquiera habrá oído hablar de mi ciudad. Me gustaría preguntar a aquel viejo de dónde es y la vida contemplativa que lleva… Este verano no necesitaba de tan raros divertimentos. Los días se le mantenían animosos, con jugo de perfecta amenidad. Las noches se le pasaban muy pronto en espera del día siguiente. Y todo por las tres hermanas. En cada calle, en cada reunión, en cada paseo creía que se las iba a encontrar. Y así iba empujando—día a día—todo el verano monótono y afiligranado de los jardines. Hasta que una noche no encontró a las hermanas en el paseo de la música. Todo el día llenando de miradas su alrededor, espiando las siluetas que se le escapaban por las bocacalles. Y cuando ya esperaba descansarla, hacerla blanda y gozosa en la de las tres, se encontraba con esta ausencia total, imprevista… Y triste, pensó muy en su interior. Y se dio cuenta de que como las había encontrado, en un juego de casualidad y sorpresa, podía perderlas, y entonces no le quedaría ni un resquicio, ni una huella. Nada que pudiese prepararle un nuevo encuentro. Otra vez la inquietud—febril, azucarada—del enamorado. Quería buscarlas por todos los sitios, preguntar por ellas. Hasta ir a su casa a verlas. La noche que faltaba para llegar al puerto alegre del alba siguiente se le hacía angustiosa, infinita, cerrada. —Se me escaparán. No las volveré a ver más—pensaba, con suplicio inútil de adolescente. De pronto se le ocurrió una cosa. “Voy a escribir una carta a cada una.” Así, de buenas a primeras, como si todo lo tuviera bien meditado, comenzó a llenar pliegos de papel. En seguida les encerró en tres sobres con miedo a arrepentirse. Y escribió tres direcciones. Todo con satisfacción infantil. “Para Maura.” “Para Julia.” “Para Águeda.” Ya estaban los sobres animados con las alas del viaje. Alborozados, inquietos, como pájaros próximos a marchar.
  • 22. 22 —¡Irán hasta sus manos! ¡Irán hasta sus manos! A las manos, blancas y lejanas, las dio calidad de madrigal clásico. Tan contento quedó, paladeando su labor, como si todo estuviese solucionado, como si cada una fuera su amiga y la escribiera para hacerla cualquier confidencia gentil. Trío de sonrisas. La noche municipal se dividió en tres partes iguales. Tres eran los elementos que la sostenían: focos, música de banda y cafés. Tres las Avenidas del paseo: gente bien, clase media y pueblo. Tres los bares que, con sus terrazas y sus toldos de colores marineros, se encargaban de dar la precisa sugestión del verano. Y todo porque habían sido tres las sonrisas—cada una destacada, individual, volando encima de la otra—que se habían encendido de pronto en las caras de las tres hermanas. Una por una, sin acorde posible esta vez. Tanto se diferenciaban, que pudo fácilmente clasificarlas, disponerlas en escala gradual. ¡Graciosa escala! Maura: sonrisa tersa, de dientes blancos e iguales, como minúsculo teclado para la sonata de la voluptuosidad. Julia: sonrisa larga, marcando sus fases. Se encendía, se hacía ancha hasta casi estallar como las ondas de agua; descendía, por fin, hasta apagarse. Águeda era, sin duda, la hermana menor. Así la descubría su sonreír de niña contenta. Siguiendo el buen juego, Claudio quiso contestar con una sonrisa para cada una, pero no acertó a hacer otra cosa que alumbrar su cara con el júbilo interior. Predominio del 3. Al día siguiente, tres golpes y un alegre repique del cartero vinieron volando hasta su habitación. Se levantó, comenzó a pasear. No podía soportar tranquilamente aquella llamada a la esperanza. Claro. Eran las tres cartas. No podía ser de otra manera. Ya tenía en sus manos un nuevo trío, ahora de sobrecillos abultados, sonando a su interior de seda. Tardó en abrirlas. Quería mantener el gozo completo, a pesar de que en su cabeza se imaginaba ya todo: lo que le decían y hasta lo que había de suceder. Pero no. Fue lo más inverosímil que podía ocurrir, lo que convenía para la estabilidad de la novela, precisamente. Una le citaba en el balcón para aquella misma tarde. Otra la decía que todas las mañanas iba a “misa de siete”. La tercera, que no se atrevía a contestarle nada. Pero las tres con su advertencia: que no se enterasen sus hermanas. —Pero, ¿es posible que no se hayan dado cuenta de mi intento? ¿No se han enseñado las cartas? ¿No me han comprendido…? ¡Me voy a tener que casar con las tres! Sonrió gracias a la broma, pero un poco desorientado por la nueva suerte que presentaban las cartas.
  • 23. 23 Fue al balcón sin casi saber cuál era, ni estar bien seguro de la hermana que saldría a él. —Le conoceré en que se levantará un visillo… Y se creía en medio de cualquier leyenda becqueriana. —O acaso porque suene tras él un vals. Para cuando llegó ya estaba María asomada. —¡Hola…! —Buenas tardes. Se miraron con sonrisa, como si no fuera la primera vez que se dirigían la palabra. Ni siquiera tuvieron necesidad de acudir al interrogatorio por el que se rigen estas escenas de amor. Todo quedó dicho en un rosario de risa y sonrisa. Sin las frases consabidas que aprenden los novios de novela, ni el “sí” de los cuplés. Se vieron comprometidos por la hora, por la calle, por el color del cielo, por la escena misma. Y se despidieron ya tuteándose. —¿Pero es posible?—volvía preguntándose Claudio, poco experimentado en estas cuestiones amorosas, hasta alejado de ellas por horror a que todo sucediera siempre como en las comedias. —¿Y ahora qué hago yo? Sin pensarlo se había zambullido en el agua dulce del noviazgo. Agua densa y procelosa. Ahora sería una de las hermanas la elegida, no las tres juntas y a la vez, como él había pensado con capricho de niño delicado. —¡Pero si yo quiero a las tres!—se decía con enfado de niño que pide lo imposible. Llegó a pensar en abandonarlo todo y no volver por allí. Hasta que, cerca de su casa, se decidió. Había que seguir. Había que ver la aptitud de las otras dos. Y luego volver a su intento. —¡Las tres, las tres, como tres hermanas! Y ya satisfecho, se dejó tragar por el portal.
  • 24. 24 Mañana, misa, provincia. No son necesarias otras palabras para imaginarse lo demás: las campanas que se diluyen en el cielo viejo, las sombras azuladas que suben por los cerros de las afueras, las calles recién limpias con el plumero del alba. Cuando las casas se hacen más altas y alineadas y asoman sus graciosas monterillas en las esquinas, estirándose como casas de gran ciudad, un gallo lanza su pimpante kikiriquí desde del fondo de un patio y desbarata toda la fingida urbanización. Claudio acudió a la misa muy contento de la mañana y de las reflexiones que le sugería. Todavía antes de entrar en aquella iglesia de presencia rural se volvió para sorprender una vez más el magnífico color del aire mañanero. —¡Verano!—pensó, dando toda la amplitud a la palabra. Y se sumergió, invadido de ingenua felicidad, en las azules obscuridades de la iglesia, débilmente agujereadas por las llamitas votivas. La iglesia estaba en plena navegación, en la alta mar a que la empujaba el órgano. Se ensanchaba, ascendía y bajaba según la fuerza del viento musical. Envuelto en tan áureas sensaciones, apenas si Claudio se daba cuenta de por qué estaba allí. Tuvo que terminar la misa y atracar el órgano para que las cosas se pusieran en su sitio y la iglesia quedara quieta, amarrada ya al puerto de la calle. Salió el primero. Abrió de par en par la puerta para que penetrase con mucho alborozo la luz de la mañana en las naves y—roto el encanto—pudiera darse cuenta de la presencia de Julia. Otra vez se la descubrió su sonrisa. Lo mismo que en el paseo: se encendió, se hizo tersa. Y cuando iba a estallar ya estaba Claudio a su lado, esta vez un poco ruboroso. —Señorita… —Caballero… Temieron que su encuentro siguiera las engoladas fórmulas del trato. Pero dos carcajadas les salvaron. Él volvió a su contento matinal. Ella, a su alegría de elegida. Marchaban por las calles de tapias y paredones del Renacimiento dejando una estela de jovialidad. Alegría de novios contentos. Debían creer que el color, los campaniles, los pájaros, todas las pequeñas cosas de la mañana se habían creado solamente para ellos, nuevos Adán y Eva en un paraíso de sugerencias. —Julia… —Claudio—se les oyó al poco tiempo. Las fórmulas se ablandaban según recorrían calles. Habían llegado a vencerlas inconscientemente, sin el esfuerzo que les cuesta a los novios de tarjeta postal. Porque ellos no lo eran, aunque lo parecían. Sucedía algo extraño en estas citas. Eran dos fuerzas cordiales que se unen tan pronto como se encuentran. En las hermanas, tres fuerzas autónomas. En Claudio, una triple. Llegaban a su calle; surgió la advertencia: —Nos despedimos aquí… ¡Podían enterarse!
  • 25. 25 Carta a la tercera: “Para Águeda, la más pequeña.” Los rengloncillos corrían rápidamente sobre el papel, con la alegría infantil de la novia chiquita y primera. Se redondeaban las palabras: las “tes” alargaban sus rabillos para servir de tejado a las demás letras; las “efes” parecían rústicos bastones de pastorcillos de nacimiento; las “eles” plantaban su trazo como postes del telégrafo dispuestos a pasar y repasar por las ventanillas del tren. Alegre juego caligráfico. Era como si las palabras supieran su verdadero valor, como si estuviesen animadas por la grafología del momento, que en esta ocasión tenía que ser así forzosamente: infantil, contenta, retozona. A la medida de la emoción de Claudio, que escribía invadido por una sensación de delicia. Aquella hermana, que era, sin duda, muy joven, no se había atrevido a darle una cita. Ni siquiera a extenderse en su carta pequeña, rebosando candor como la correspondía. Habría escondido el plieguecillo dentro del libro de estudio. Habría usado de una disculpa para ir a echar la carta. Después hasta se habría limpiado la pequeña mancha de tinta en un dedo. Como en un amor colegial. —¡Como en un amor primero!—se repitió todavía Claudio, rodeado de tanta ventura. —Tendré que decirla cosas pequeñas. Y a cada una que se le ocurría sonreía de satisfacción. Pero tardaba en acertar con aquellas palabras sonrosadas, joviales, graciosas, que eran precisas. —Va a ser la más difícil de las tres...—pensaba, con la pluma en el aire, como si fuera éste, también joven y contento, quien debiera empujarla por tan amables surcos. Terminó. Hasta un borroncillo, como un sol negro en medio de la carta. No quiso borrarle. Aquel ornato tan accidental aumentaba la sugestión.
  • 26. 26 Pasaba la rueda del paseo. Venían rientes muchachas, contentos chicos, bullangueros soldados, algún retirado con su bastón de puño de plata. A nadie conocía Claudio. Eran las gentes del domingo, especiales para este día. Y por este desconocimiento, llegaba a creerse en la ciudad nueva, en la que había quedado citado con cada una de las hermanas, que—ahora en la imaginación—eran las tres buenas señoritas que salen juntas al paseo y comentan el paso de los forasteros. Y todo porque Claudio jamás había asistido a este paseo de la tarde dominical, más provinciano que ninguno, con modosas campanas que llaman a las primeras novenas y soldados de gala que hacen volver los ojos a la infancia. Una señora con sus niños, dos jovencitos dicharacheros… Después, las tres hermanas. Venían con su sonrisa volatinera, con sus pasitos coquetones de salir a la pista, con los trajes vaporosos, en los que jugaba el último airecillo del verano. Apenas dudó. —Buenas tardes… —¡Claudio! —¡Claudio! —¡Claudio! Las tres le dispararon a la vez la flechita del nombre que, en trío de acerico, quedaron prendidas en el sitio del corazón. Al mismo tiempo se miraron una a otra, como si se encontraran extrañas, como si no se hubieran conocido más que de vista y de pronto descubrieran su insospechada rivalidad. Todo lo rompió Claudio con tres nuevas sonrisas. Quedó cortado el hilo de tirantez con el filo de sus dientes. La mayor fue la primera en tenderle la mano. Pero con desconfianza. —¿Qué tal?—ya secamente. Ninguna se explicaba aquello. Y optaron por reír. Claudio, viendo la buena marcha del juego, animado por las risas que en todos pugnaban por salir, comenzó a hablar con mucha confianza, como si siempre las hubiese conocido, como si fuera un hermano espiritual, lo que había querido ser. Iba de una a otra. Se ponía en medio de dos. Cogía las manos a la pequeña. Jugaba. Había que seguir con la representación del juego. Ellas reían muy complacidas. Fue el suceso extraordinario del paseo. ¡Siempre expuestas a representar su “número”, su parte de programa de circo! “3 hermanas 3”. Una vez más. Aunque ahora tenían un compañero. —¿Pero de dónde les ha venido ese novio para las tres? Torcían la cabeza los burgueses; miraban de soslayo las otras chicas del paseo; se transmitían codazos las señoras formales. —Mira, mira… Ellos casi se daban cuenta del efecto que causaban. Seguía el juego. Con extrañeza en las tres hermanas, que no salían de su asombro viéndose las tres unidas a aquel hombre que las había sonreído una a una. Seguía el juego. Con mucho gozo en Claudio, que veía lleno su depósito de buen deseo.
  • 27. 27 La despedida quedó prendida de tres adioses desconfiados. Claudio, como el novio de verdad, aguardó a que desaparecieran por la escalera para decirlas adiós con la mano; a que se encendiese el balcón, a que se levantara un visillo. Y luego marchó silbando, seguido de todas las miradas de los balcones, que estaban llenos del color de los domingos. No se cruzaron una explicación, no se dijeron una sola palabra. Llamó la mayor con impaciencia. Repique de nervios. Abrieron, y cada una pasó a su habitación y cerró la puerta al mismo tiempo, y hasta con la misma fuerza. ¡Cháááás! Por una vez no se produjo el trío. Por esta vez, acaso la definitiva. Seguramente a un mismo tiempo también cayó cada una sobre la cama, llorosa de un suave dolor. —¡Dios mío! —¡Dios mío! —¡Dios mío! Tres suspiros hondos, gangosos de lágrimas, se clavaron del techo de los tres cuartos claros. Los espejos, blandos de virginidad, se empañaron con el dolor de sus “amitas”, como en cualquier tango. Todo había terminado o al menos lo parecía: la risa, la canción, la fraternidad, cuanto rebosaba antes por la casa joven, cuanto las unía haciéndoles—iguales y distintas—inseparables. Ahora cada una tomó su tacita de tila en la habitación, cada una pasó revista a su formación de recuerdos, cada una sostuvo un serio diálogo de “nos” con la vieja ama de llaves. Sólo esta ama, antigua y maternal, movía la cabeza como un péndulo en el silencio de la casa. En el silencio cerrado por el hipo y la congoja. Y miraba a las tres puertas cerradas, por las que se filtraba el desconsuelo. —¡Señor, Señor! ¡Siempre tan hermanadas! No acertaba con el motivo de tan grave riña. No lo podía suponer, a pesar de la experiencia pícara que, al decir de novelistas, tienen estas mujeres. Sencillamente porque nunca las descubrió un solo secreto de amor. A las tres hermanas, ahora separadas, las había vuelto a unir la duda, la pregunta que a un mismo tiempo se hacían: —¿Pero no era yo? Como el novio contento, Claudio abandonó todo aquella noche: amigos, paseo, terraza. Quería rodearse a solas de sus felices pensamientos. Dejó atrás el sonido chillón de música municipal, y se adentró en la noche provinciana, también solitaria y débilmente rasgada por los mecheros de gas. Propicio escenario para su mundo interior.
  • 28. 28 Iba por unas calles estrechas, de recias casonas blasonadas, de robustas paredes renacentistas: las calles que toda vieja ciudad bien organizada guarda con algún Cristo trágico, alumbrado en su hornacina, para admiración y ejercicio de turistas. Pero no le agradaba el camino porque se respiraba un ambiente de escenografía, falso y peripuesto, que le alejaba el pensamiento, desviándole de las dulces sensaciones que llevaba dentro y le era necesario soltar al aire duro de la noche. Y por el primer pasadizo, con dobleces de sombra, salió al campo: un caminillo aldeano, sin luz, que conducía a la grata lejanía de un molino. Entre tapiales y aguas bulliciosas, ¡qué grato pensar en las tres! —Maura tiene la sonrisa más acicalada; pero Julia, ¡en qué jugosa muequilla apoya su risa…! Y Águeda… Águeda, ¡qué suavidad de nombre, qué serenidad de virgen románica! Seguían siendo las tres, adosadas, juntas, distintas y a la vez. —Así, así...—Y casi reía de gozo pensándolo—. ¡Nunca me podré decidir por una sola! Porque aquello no era amor precisamente. Más bien le parecía, analizándolo, una fraterna amistad, un gracioso cariño espiritual, pero que se engarzaba a las tres como una serpiente voraz. No, no… Mejor, como un suave manto, como un ligero almaizal… Sobre todo le hacía feliz que la violencia del primer encuentro se hubiera resuelto de manera tan fácil y jubilosa. —Han reído mucho… Me parece que a ellas también las agrada el juego… ¿Será siempre así? Tenía que arrojar en seguida las interrogaciones, como si fueran pepitas de tan sabroso fruto. No las quería. Temía preguntarse nada por miedo a la contestación que quedaba vibrando en el aire. Miedo a los días venideros, a los días que todavía no estaban ni empezados a hacer en los telares del alba, pero que habían de venir “inexorablemente”, como afirman las máximas de todos los cementerios. —¿Y si se presentara, entre tanto, otro? Fuera inmediatamente con la pregunta. No. No se acercaría nadie a ellas mientras estuviese él. Se lo aseguraba con seriedad teatral. Otra vez a sonreír, recordando gestos, palabras, ojos. Otra vez, desde el centro de la noche, zambulléndose en el agua alborozada del recuerdo. Acidez. Bienestar. Gozo que le subía por las venas hasta la cabeza, como si fuera a apuntar los grados de felicidad. Desde arriba, la luna de los enamorados, disco obligado para miradas sentimentales, enviaba su luz inútil sobre un panorama de tarjeta postal.
  • 29. 29 Todo el día se le pasó empujando a las horas, impaciente por aquella de gracioso aspecto de cometa—las nueve—en la que el paseo de la noche comenzaba a dar vueltas, en la que la gente salía de casa muy satisfecha, a compás con el primer pasodoble. A la mañana la dio su deleitosa ocupación: acudir a la pequeña iglesia de barrio donde se había encontrado con Julia. En ella pasó mucho tiempo admirando los capiteles de un joven arte ojival que por el siglo XIII la habían dejado. Les encontró nuevos encantos, más visibles bellezas que otras veces. Como que entre la tosca talla de hojas y cardos andaban escondidas frases enteras de su romántico poema. También la tarde tuvo su afán: acudió a una cita imaginaria en el balcón de Maura. Allí todo estaba cerrado, y como a la mañana, tuvo que apelar a fáciles ejercicios de imaginación. Sonrió a los tiestos y dijo adiós a las cortinas, ante la cómica admiración de los vecinos. Sólo a lo que quedaba de tarde, al camino que faltaba de recorrer hasta la noche, no le encontraba un posible entretenimiento. Se enteró de cosas que nunca le habían interesado: la hora a que el sol se pone, los minutos que quedan de luz, el sitio por donde se esconde la tarde. Cenó más pronto para animar al tiempo con su acelerado ritmo. Comenzó a arreglarse con el placer de la hora que se acercaba… Por fin, salió. Todavía faltaban unos minutos, casi un cuarto de hora, para empezar el paseo. —¡Qué poca velocidad!
  • 30. 30 Le parecía absurda una frase de epitafio que recordaba: “… el tiempo, que presuroso vuela...” Y miraba para el cielo a ver si era cierto, para ver si desaparecía aquel tinte morado, casi negro ya, y la noche acababa por extender sus alas. Volaron las primeras cintas de color del pasodoble. La noche, casi ahuyentada por los focos del paseo, marchó definitivamente, asustada de la bullanga. Se puso en marcha el paseo. Claudio iba y venía entre la gente, mirando para todas partes como el hombre que teme una agresión. —A la otra vuelta aparecerán. Y así hasta que dieron las once, terminó la música, apagaron las luces y toda la gente, paladeando el caramelo del último charleston, se retiró muy complacida a su casa. Todavía dio Claudio unas vueltas más, con la esperanza de ver llegar a las tres. Disculpa en boca risueña: “Perdón, perdón… Nos han entretenido unas amigas...” Pero, no. Ni ellas debían tener amigas, ni habían salido al paseo de aquella noche, ni aparecerían ya. Y esto era todo. —¿Y por qué, Señor, por qué? Vuelta a la calle solitaria, al balcón cerrado. Nada. Hasta los faroles, con su cara zumbona y su ronroneo de gatos, parecían reírse de la impaciencia. Llegada del cartero. Otras veces este sencillo accidente abría los brazos de las más gratas sensaciones. Llegada del cartero: rueda de la cordialidad puesta en marcha. Apunta al nombre preferido, al puerto lejano, a la mujer perdida. Pero como en una ruleta de verdad, jamás llega uno a acertar. Llegada del cartero. Apenas si hoy la concedió Claudio importancia. Tan, taran-tan-tan-tannn… ¡Carterooo! Y siguió pasando hojas a su preocupación. Todavía sin comprender lo sucedido, aunque varias veces le había parecido atinar con ello. “Alguna de ellas está enferma”. Era lo más fácil y consolador. Pasó la criada. Había carta. Vuelo de interrogaciones erizadas, inquietas, bulliciosas. —¿De quién puede ser? Ni la letra ni el sobre le ofrecía una pista. —¿Acaso de…? Antes de pensarlo, ya estaba allí la firma a su vista. Maura. Pero no Maura a solas, en concesión de confianza, sino Maura Cobián, así, con energía, como cuando en los documentos oficiales añaden: rubricado. Comenzó a leer. Al principio se le abrieron, se le redondearon los ojos como si necesitara de todo ese esfuerzo para comprender las palabras. Después se le paralizó el gesto. Quedó inmóvil, estatificado, estatuado casi como si un extraño maleficio le hubiese convertido en figura de sal. O en poeta de escayola, de esos que colocan en los jardines públicos leyendo su oda de piedra.
  • 31. 31 Rebujó la carta, se tiró en una butaca. Con la afectación aprendida a los comediantes. Como si estuviera dentro de una comedia sentimental y—ahora—se hubieran apagado los rumores del público bajo la impresión de su amargura. Estas cosas le distraían un poco. Casi le hacían sonreír. Pero en seguida volvía a su disgusto, encarrilado por las frases hechas. Por ejemplo: “Claro que estoy en medio de una comedia sentimental”, se decía. “Pero ésta es mía, para mí solo.” Afectadas fórmulas teatrales que le conducían inmediatamente al centro de su dolor. Que no era dolor, propiamente, todavía. Mas bien rabia, malestar, disgusto por la incomprensión. Habían torcido su intención, acaso por falta de capacidad para abarcarla. Lo que para él era un puro juego, una gozosa amistad, ellas lo habían supuesto una burla. Y aquí ya todas las palabras enérgicas de la carta le caían encima en trozos de picuda caligrafía. “Burlarse de nosotras”, “No tenemos hermanos”, “Caballero”, “Pagaría cara la ofensa”, “Somos unas señoritas”, etc. Tan absurdo le pareció todo que le obligó a sonreír. —¡Señor! ¿Cómo es posible? Pasado el primer arrebato fue cuando se sintió herido de verdad, “ferido de amor”, como el ingenuo Juan del Enzina. Se había acabado el gracioso divertimiento; era imposible reanudarle. Ni le harían caso, muy escandalizadas. Algún suspiro. Un hondo mirar de preocupación. Y las tres hermanas desfilando ante él, contentas y pirueteras, pasando más femeniles que nunca ante su dolor de incomprendido.
  • 32. 32 Se acababa el verano. Primeros campaneos de cansancio sobre la ciudad. Primeras lluvias otoñales, alegres de mirar por el balcón de la provincia. Primeras soledades: las calles vacías, los viejos caserones de ventanas más llorosas que nunca, el ruido de pisadas del único hombre que cruza. Todo de acuerdo para presentar a la ciudad sola, abandonada, engloutié, como la Catedral de Debussy. Se acababa el verano. Adioses de los árboles, remolinos de polvo en los paseos como si quisieran hacerse ruedas para todo lo que se va. Y aguijones de lluvia, y agua de campanas, y humos de noche de Navidad. Se acababa el verano. Con él se cerraba el arco del gracioso juego de amor. —Ahora podré decir como cualquier novelista cursi: “Amor de verano”. Y con sólo el título todos le verán como ha sido: paralelo a la superficie de calor, de ruido, de alborozo. Preparaba sus maletas. La lluvia le había traído extrañas nostalgias del Norte: de las ciudades con canales, de los tejados puntiagudos de Nüremberg, de las calles resudosas con “efectos para la Marina”, de los puertos más distantes, con alegre bosque de mástiles y banderolas. —Gran remedio: huir, embozarse en la distancia—se dijo. Y desapareció entre la nube de humo que conduce a la lejanía. 1930
  • 33. 33 Llovía. Hacía frío. Se escapaba la luz. No quedaba ya más que la adherida a las paredes encaladas. Sin embargo, no era todavía la hora de encender las bombillas y aquel paisaje de afueras estaba más solo, más triste, más desamparado que nunca en la plataforma del crepúsculo. Parecía que todo fuere a acabarse, a sumirse en el definitivo final que siempre se está esperando. Al principio tenía gracia el suceso. Comenzaban a caer las primeras gotas de octubre. Que mojan con la más viva sugerencia infantil. Que traen olor de primer día de escuela y cadencia del interminable cantar de la “Virgen de la Cueva”. Y gozo de las primeras lluvias, vistas a través de los cristales mientras suenan las campanas. Porque el otoño es algo así como una preparación a la mirada poemática, tuberculosa, que hay que lanzar sobre las cosas del invierno. Pero aquello resultaba pesado. Tanta lluvia en las afueras, aguantada a pie firme, no excitaba máas que el deseo de volver a casa cuanto antes. Tanto silencio oscuro no hacía más que angustiar, aumentando el ansia de luz, siquiera fuese de la luz blanca y redonda que dan los focos urbanos.
  • 34. 34 No llegaba el autobús, ese autobús del extrarradio que siempre le recoge a uno como de limosna. Seguía cayendo agua silenciosa. Por la carretera ni un solo automóvil al que se pudiera parar con actitud de guardia civil. Claudio apretaba en la boca su disgusto. Bien está el campo, y la lluvia, y el otoño. Bien está la visión leprosa de las afueras, pero cuando el autobús pasa a su hora. Se encontraba a sí mismo un enojo burgués que le desesperaba más. —¡En buena hora se me ha ocurrido venir hasta aquí!—se decía ya. Nada le hacía pensar en lo que podía suceder en los minutos que vendrían, todavía inéditos, crudos, sin asomar en las ruedas de los relojes. Una bocina, unos faros de luz desbarataron todo aquel tinglado sentimental. El autobús llegaba. Venía rodeado de todo ese resplandor y halo urbano. Ante él huían los malos espíritus que amedrentan las afueras. —Ya viene, ya viene... Comenzaron los codazos, los empujones, el remover de náufragos de carretera que eran todos los que esperaban guarecidos en los árboles. Se apretujaban, se agarraban unos a otros como en la lucha por la última barca. Claudio ni siquiera hizo un esfuerzo. Tan molesto estaba. Se dejó empujar por los demás, y así subió. Entró en el coche con los primeros. No hizo más que una observación para sí, con rara asociación de ideas: “Luego se hablará del esfuerzo del héroe”. Y se sentó adelante, con la tranquilidad del viajero solitario. Kilómetro primero.—El autobús se había llenado hasta rezongar a la salida, como si marchara de mal humor con toda aquella carga endomingada. Gentes de pie. Hacinamiento, vuelta de domingo. Modistillas que ríen por cualquier cosa. Oficinistas jóvenes, pero muy seriecitos, con la vejez prematura que dan las operaciones bancarias. Buenos padres de familia con el chiquillo en brazos; cuadro que da verdadera tristeza a la vida, a pesar de su tierno aire familiar; tristeza de vulgaridad, de día libre con aburrimiento, de amor perdido, de lunes próximo, de mujer en casa viendo a solas cómo se va la tarde... —He tenido que mudarme de casa—decía ahora un padre a otro—. Mi mujer decía que se aburría allí, sin ver la calle. Tristeza de todo: del amor apagado en aquellas gentes, de la casa oscura de los domingos. “Uno sufre por todos los demás”, pensaba Claudio con morbosa delectación. Ni las modistillas, ni los oficinistas, ni los mismos padres se daban cuenta de tales sutilezas. Ellas reían, como es su obligación. Ellos charlaban animadamente. El autobús marchaba muy animoso arremetiendo contra la lluvia, dentro ya de la calle desdentada de las afueras, con tabernas, cines de barrio y juerguistas domingueros. Sólo Claudio era el encargado da sentir aquella angustia del atardecer dominical. Siempre, en el fondo de los cosas, el único sentimental es el que las enjuicia. Por las ventanillas mal ensambladas cruzaba un paisaje somnoliente, vencido de noche y lluvia, al que sólo los faros del autobús eran capaces de enfrentar.
  • 35. 35 —¡Habrase visto!—decía el dependiente chulapón—. ¡Pues no quería que la acompañara a su casa! ¡Vamos anda, niña! ¡A ver si se ha creído que tengo yo traza de “ prometido”! Claudio pensaba en aquella chica desconocida, mal comprendida por el novio jaque. Y en aquella calle en que vivía, a la que habría tenido que volver sola y desolada, llorosa acaso por el desvío amoroso. Y en aquella madre, que la habría salido a abrir la puerta diciendo: “¿Pues no decías que hoy iba a venir tu novio? ¡Como que tu padre no se ha marchado por esperaros!” Kilómetro segundo.—Variaba el paisaje. La bocina lo anunciaba sonando constantemente. La ciudad ponía todos sus obstáculos al autobús. El primer puesto de arbitrios municipales. La primer salida de cine. La primer circulación reglamentada. Las primeras señales luminosas. Pero la bocina se sobreponía a todo, cantando con alborozo su aire de vuelta. Las chicas chillaban al pasar los baches. Surgió una voz al lado de Claudio. “¡Qué día tan fastidioso!” Volvió la cabeza por hacer algo, de mala gana, creyendo que era cualquier persona vulgar que se aburría y pretendía entablar conversación. Volvió la cabeza y se encontró pinchado, malherido por unos ojos de mujer joven. Fue a pensar en el primer madrigal clásico, pero se dijo: “¡Qué ojos de maravilla!” nada más, reformando al mismo Cetina. Y se lo calló. ¡Tan bien como la hubiera sentado a la damita su galantería! Se lo calló, y no hizo ni más ni menos que mirarla y remirarla, igual que el amante platónico. Los ojos desaparecieron al sentirse tan plenamente admirados. Se refugiaron en su sombra de escorzo, como asustados del atrevimiento. Un eujuiciador circunstancial hubiese dudado entre la ingenuidad absoluta y la coquetería desmedida. Hubiera hecho agudas objeciones sobre la psicología de la mujer. Pero Claudio, afortunadamente, no era más que un galanteador malogrado, casi un pobre hombre. Fuera, continuaba la lluvia. Kilómetro tercero.—Comenzó a mirar para los lados. En uno, estaba sentado un hombre seco, con bigote de zapatero, que no se daba cuenta más que del sucio cigarrillo que tenía en la escondida boca. En otro, junto a la damita precisamente, un soldado, cohibido de que le hubiera tocado sentarse junto a la señorita de sombrero. De pie, frente a ellos, unos mozalbetes desaforados, fijos solo en sus bromas. —Entonces, ¿viene sola?—pensó. Pero de seguida paró en el joven acicalado que, desde la plataforma, no dejaba de mirarla. ¿Su hermano?, ¿su novio? Detrás de él, entre un racimo de cabezas, la de un hombre de edad. La observaba también con fijeza. ¿Su padre?
  • 36. 36 Inquietud, desconfianza. Sensación, rara y gustosa, de hallarse en medio de la película que siempre andaba ensoñando. Todos parecían mirar hacia él, aunque lo más probable es que mirasen y remirasen, con paladeo de viajeros de autobús, a la damita. Y si le dirigían a él una sola mirada, sería con agresividad, con envidia de viajantes galanteadores. Angustia de estar al lado de una mujer guapa, fina, rezumando espíritu, igual a la que se ha soñado alguna vez, y no acertar con palabra qué decir. Angustia de sentirse envidiado, sin razón, por todos los demás. Angustia de dar con el momento que se ha deseado siempre y estar perdiéndole inútilmente. —¡Huy, cuánta agua! Otra vez la voz a su lado. Y la mirada punzante, metálica, que sólo era fresca al cobijarse en su propia sombra femenil. La mirada ahora lanzada desde un mimoso agachamiento de cabeza. —¡Huy, cuánta agua! Entraba por la ventanilla rota de la coincidencia. Alguna gota iba a dar su pinchacillo en el cuello, reluciente de bello, de la dama. “¿Todo estará preparado?”, volvió a pensar Claudio. Y se encontró—por fin—diciendo las cosas más triviales. —¡Yo la defenderé de la lluvia! ¡Qué día! ¡Aquí está mi escudo! Mientras, colocaba su abriguillo de entretiempo entre la lluvia y la espalda tersa y brillante de la damita, que todavía vestía el último traje del verano.
  • 37. 37 Kilómetro cuarto.—Miraba a los demás. La miraba a ella. Temía la repulsa por todas partes. El “¡qué atrevimiento!” remilgado. El enojado “caballero, ¿qué hace usted?” El vulgar “haga el favor de retirarse”. Pero lo que oyó fue toda una alegre escala de eses. Musicales, graciosas, acentuadas. —Muchasssss grasiaassss... ¡Qué gracioso mimo ondulante! ¡Qué risueña atracción! ¡Qué justa dulzura! Claudio llegó a pensar—siempre su ingenuidad por delante—que todo aquello podía ser una añagaza del diablo, como había leído en alguna parte. Si no, ¿cómo aquella damita desconocida podía tener tales amabilidades para con él, hombre simple y atribulado? Pero todo pensamiento desaparecía en seguida con la presencia de aquellos ojos. Y toda timidez también. Claudio se atrevía ya a acercarla más la protección de su abrigo. Llegó a tocar su espalda, gracias al movimiento del coche. Y sonrió, paternalmente, para quitarle importancia: —¡Tendrá usted frío! Ni sí, ni no. No obtuvo contestación. Un vaivén del autobús se la trajo a su lado. —¡Oooh! Y con una sonrisa—“¡Qué maravilla!”, pensó Claudio—volvió ella a su sitio. —Perdón... y gracias—dijo Claudio. ¿Quién se lo dictó al oído? Fue lo más afortunado de la tarde, lo más ágil y galante. La damita lo celebró muy de veras, con su magnífica risa de dientecillos blancos. Estuvo riéndose y mirándole cerca de doscientos metros. Porque en el autobús todo tiempo debe contarse así, por distancia. Kilómetro quinto.—“¡Va sola! ¡Va sola!”, iba palmoteando el corazón de Claudio. Entraban ya en la glorieta donde aparecen ya los primeros discos de señales, guiños que manda la ciudad hasta sus afueras. Y ni uno de aquellos hombres la había dicho una palabra. Ahora hasta volvían la cabeza, como distraídos, al ver que el diálogo comenzaba a tejerse entre los dos. “¡Entre los dos!—regustaba Claudio—. Seremos “los dos” de verdad?” —¡Todo esto es maravilloso!—la espetó en la cara, asombrado de su atrevimiento. Era como si otro dijese las cosas que él pensaba. Por eso, al ver que era su propia voz la que las había pronunciado, sonrió mucho para dar frivolidad a la frasecita. Pero la damita la había recogido ya y quería comentarla, desentrañar su intención. —¡Maravilloso, el qué!… ¿Este autobús? Arrugaba su carilla pícara para preguntar. Suponía que lo maravilloso era ella misma: su risa alborozada, su mirada metálica, su halo de espiritualidad. Y quería que Claudio se explicase debidamente. Acaso la hacía gracia, la era grata tanta timidez.
  • 38. 38 — … ¿Este autobús? La pregunta se le quedó colgada del oído con el rabillo de la interrogación. “No, no... Usted”, hubiera contestado de muy buena gana. Tardó un poco en decidirse. “Me va a tomar por eso que llaman un galanteador”. Para cuando quiso darse cuenta era imposible decir nada. Había pasado el tiempo que toda interrogación concede para su respuesta. Y, además, los grandes focos del centro asomaban sus carazas de luna falsa por las ventanillas. —¡Ya llegamos! Lo dijo por decir algo; por no seguir callado mientras la miraba y remiraba, como el que quiere llevarse en los ojos lo que mira. —¡Ay, sí! Kilómetro sexto.—Nuevas sacudidas. Más encontronazos, que él esperaba muy complacido. Un “¿qué calle es ésta?”, mirando por entre la suciedad de la luz para hacer algo. Y Claudio torturándose, disciplinándose con sus angustias interiores. “¡Que ya llegamos! ¡Que debo decirla algo más definitivo! ¡Que va a desaparecer y no la voy a encontrar nunca más!” No daba con las palabras decisivas. Cuanto se le ocurría eran cosas tan vulgares que no merecían la pena de ser repetidas. Paró el autobús con un frenazo acuoso. Habían llegado. Comenzaron a salir viajeros: dependientes, modistas, soldados, padres de familia. Todos iban hacia la puerta con mucho apuro. Claudio esperaba a que se levantase la damita. “Ahora, la acompaño”—pensó muy contento—. Y vio que había dado con la fórmula más propicia. Él tenía paraguas y bien conocidas son las complicaciones que un paraguas puede crear en una tarde de lluvia: es, acaso, su única misión. … La acompañaría por aquella soledad de tarde lluviosa que habría hasta en su casa. “La hablaré, la contaré..." Para cuando se dio cuenta había salido todo el público. No quedaban dentro del autobús más que ellos, “los dos”, y una pareja con aspecto de recién casados, que desde el otro extremo preguntaban a la damita si esperaban un poco para salir. —“¿Qué hago yo aquí? ”, se dijo Claudio con la pregunta que se dirigen siempre los tímidos a sí mismos. “¡Tengo que levantarme!” Y lo hizo, con dolor, pero mecánicamente. Los tres se quedaron sentados; la pareja en un extremo; la damita en el otro, cruzándose las risas jubilosas de no haberse visto en todo el viaje. Claudio paso delante de ellos. —“Buenas tardes”—descubriéndose como cualquier viajero desconocido, que es lo que era, ni más ni menos, aun cuando él se hubiese figurado otra cosa con sus fantasías de héroe cerebral. Y desapareció por la calle hirviente de lluvia sobre asfalto. Desesperado, entristecido, lleno de la angustia de la damita a quien no había de volver a encontrar. Pero sin decidirse a volver la cabeza. 1935
  • 39. 39