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SEVERINO DIANICH
TEOLOGIA
DEL MINISTERIO
ORDENADO
Una interpretación eclesiológka
EDICIONES PAULINAS
tores del obispo de Roma. El otro ejemplo es el de los obispos
titulares; a pesar de no tener una diócesis propia por ser cola­
boradores de otro obispo o por estar al servicio de la Iglesia
universal, son consagrados obispos y son miembros del colegio
episcopal; pero llevan el título de comunidades cristianas que
ya no existen, como si fueran obispos de otras Iglesias y ejer­
ciesen sólo provisionalmente el ministerio donde de hecho lo
están ejerciendo. Las ficciones jurídicas son indicaciones muy
significativas de una conciencia eclesial que conserva sólida­
mente ciertos valores, incluso cuando no consigue hacerlos pa­
sar a la realidad concreta por motivos históricos determinados.
Así pues, estas ficciones jurídicas, más que verse superadas,
deberían impulsar hacia una reforma que permita a la Iglesia
actuar concretamente aquellos valores que la tradición canó­
nica conserva como elementos puramente formales. Aquí está
en juego la profundidad y el carácter ineludible del vínculo en­
tre el ministerio de la Iglesia y la comunidad eclesial concreta;
no es concebible ningún servicio de la Iglesia universal que no
esté ligado a la vida comunitaria de una Iglesia local, la cual,
tanto si se trata de la Iglesia romana con su singular carisma
petrino como si se trata del más pequeño y modesto aconteci­
miento eclesial, tiene que realizar siempre sus virtualidades ca­
tólicas y escatológicas. Por lo demás, si los ministros puestos al
servicio de las estructuras universales vivieran concretamente
insertos en una comunidad local, podrían salvaguardar mejor
su servicio del peligro del juridicismo eclesiástico y del anoni­
mato burocrático.
2. Episcopado y presbiterado
El modelo teológico que hemos trazado en este ensayo co­
rresponde hoy sobre todo a la figura concreta del sacerdote,
pastor de la comunidad parroquial, imagen plena de una Igle­
sia que culmina en la celebración eucaristica. Pero decíamos ya
que la realidad ministerial, a pesar de que puede interpretarse
a través de un solo esquema fundamental, es sin duda muy va­
riada. En efecto, exige articularse en relación con las diversas
dimensiones de la Iglesia, con sus múltiples exigencias y con
las formas diferentes que asume su conjunto.
272
De todas formas, de hecho, esta correspondencia inmediata
del modelo teológico con la figura del presbítero va acompa­
ñada también, en la situación eclesial de hoy, de un relieve
concreto del ministerio presbiteral respecto a la comunidad
cristiana. Para la inmensa mayoría de los cristianos y en el
mayor número de los casos y de los problemas que constituyen
diariamente la vida de las comunidades eclesiales, la figura mi­
nisterial más frecuente y destacada es sin duda la del presbí­
tero, aun cuando desde el punto de vista dogmático y jurídico
la figura ministerial más importante sea la del obispo y, final­
mente, la del papa. El Vaticano II declara que «Cristo, por
medio de los apóstoles, hizo partícipes de su consagración y de
su misión a sus sucesores, es decir a los obispos, cuya función
ministerial se transmitió en grado subordinado a los presbí­
teros, para que éstos, constituidos en el orden del presbite­
rado, fueran cooperadores del orden episcopal» 6.
Al hablar ahora de los grados del orden, no podemos
menos de observar que, mientras el concilio se complace en
configurar las relaciones entre los presbíteros y el obispo según
la imagen que dibujó en el siglo II Ignacio de Antioquia, la si­
tuación real de nuestros días presenta sólo ciertas analogías
con la del cuadro ignaciano. Por lo que se refiere a la relación
efectiva con la comunidad, en las cartas de Ignacio la figura
del obispo se parece más bien a la de un párraco de hoy: es el
pastor de una iglesia constituida en una única comunidad, for­
mada por su predicación constante y que celebra con él una
única eucaristía. El sacerdote de hoy presenta muy pocas se­
mejanzas con el presbítero de la iglesias ignacianas; baste decir
que este último no era responsable de una comunidad suya, no
ejercía una acción pastoral propia suya, no predicaba ni cele­
braba la eucaristía más que juntamente con el obispo. La pe­
queña iglesia urbana de comienzos del siglo II, con su obispo,
el presbiterio y los diáconos, se parecía mucho más a una de
nuestras parroquias que a una diócesis moderna. No hay que
olvidar tampoco que la teología ignaciana del ministerio es una
teología eminentemente simbólica, en la que prevalece la vi­
sión iconica de la Iglesia con el obispo typos del Padre, el pres­
biterio imagen del colegio apostólico y los diáconos continua-
6 PO 2.
273
Es decir, ocurrió que se había hecho impracticable el camino
de la superioridad del episcopado sobre el presbiterado a nivel
del orden, porque no se lograba alcanzar ningún consenso so­
bre la idea de que la consagración episcopal era un gesto sacra­
mental propio y verdadero, y el camino de la jurisdicción se
hacía absolutamente impracticable debido al desacuerdo sobre
la fuente de la jurisdicción, que para algunos residía sólo en el
papado y para otros en el mismo episcopado. En octubre de 1562
se entregó a los padres un esquema de doctrina y de cánones; por
un lado, se decía allí que el sacerdocio, entendido como el poder
de consagrar la eucaristía y de perdonar los pecados, se les dio a
los apóstoles y a sus sucesores, incluyendo así en el concepto de
sucesión apostólica también a los presbíteros, y, por otro lado, se
afirmaba que el presbiterado es el grado supremo del orden. Sin
embargo, a la jerarquía —se añadía— pertenecen también los
obispos, diversos y superiores a los sacerdotes, capaces de con­
firmar, de ordenar y de desarrollar otras funciones, para las
que no tienen poder los sacerdotes, en virtud de la sucesión
apostólica. Estas generalidades no contentaron a nadie y susci­
taron debates interminables que duraron hasta julio del año si­
guiente, tanto a nivel oficial como en los numerosos encuen­
tros de pasillos; en el fondo, el nudo más gordo que había que
deshacer era el del papado. Era tal la diversidad de opiniones
que se iba desde la propuesta de definir que hay una jerarquía
del orden, en la que el papa ocupa la cima como summits sa-
cerdos, hasta la tesis de que el punto más alto del orden es
simplemente el presbiterado; desde la idea de que el episco­
pado es de jure divino por orden y por jurisdicción, hasta la
opinión de que los obispos son superiores a los presbíteros sim­
plemente porque el papa, única fuente de jurisdicción, delega
en ellos cierto poder sobre la Iglesia. En conclusión, parece
poder observar que se jugaba en un columpio de este tipo:
cuanto más se tendía a la exaltación del papado, tanto más se
acortaban las distancias entre presbíteros y obispos, apoyán­
dose una vez más en la célebre tesis de san Jerónimo, para el
cual el obispo es solamente uno del presbiterio encargado de
realizar la unidad; y cuanto más se exaltaba al episcopado y su
originalidad de jure divino frente al papado, resultaba casi in­
significante la figura de los presbíteros, simples ministros «su­
brogati ad episcoporum adjumentum et ad commoditatem po-
276
pulorum» 12. Finalmente, la conclusión fue que sólo sería posi­
ble hablar del ministerio omitiendo todas las cuestiones rela­
tivas a la jurisdicción. Si a esto se añade la observación de que
para la mayoría de los padres no se habría podido absoluta­
mente hablar del episcopado como de un auténtico grado del
orden, se obtiene un principio hermenéutico muy preciso para
la interpretación de los textos conciliares definitivos.
En el capítulo primero se hablará de sucesión apostólica en
el sacerdocio, comprendiendo en él de una forma no compro­
metedora a los presbíteros y a los obispos; y en el capítulo se­
gundo se señalará para este sacerdocio la existencia de grados
diversos, menores y mayores, pero sin decir cuál es el grado
supremo. Luego, en el capítulo 4 se hablará de jerarquía, natu­
ralmente sin poner al papa en la cima de ella. Pero al quedar
sin resolver la cuestión de si el episcopado es o no el grado
mayor del orden, tampoco se pone a los obispos en la cima de
la jerarquía, contentándose el texto con sostener que los
obispos son superiores a los presbíteros. El contenido de esta
superioridad se indica entonces en diversas funciones litúrgicas.
Así pues, se explica que el canon 6, al definir que hay en la
Iglesia divina ordinatione una jerarquía, no la describa ni con­
frontando al papa con los obispos ni enumerando sólo los tres
grados clásicos del orden, sino indicando a los obispos, a los
presbíteros y a los ministri. El canon 7 definirá la superioridad
del obispo sobre el presbítero; pero esta superioridad no puede
entenderse rigurosamente ni en el nivel de la jurisdicción ni en
el del orden; por consiguiente, tendrá que concebirse en el
sentido general de una función pastoral superior y en el sen­
tido más específico de un poder episcopal de confirmar y de
ordenar, que no tienen los presbíteros. Por tanto, habrá que de­
cir, sobre la base del Tridentino, que para la fe católica es nece­
sario afirmar la existencia en la Iglesia de la jerarquía de ministe­
rios, en el sentido de que hay una diferencia de funciones y de
poderes espirituales entre los laicos y los ministros ordenados y,
en el ámbito de estos últimos, entre obispos, presbíteros y otros
ministros. Pero la superioridad de los obispos respecto a los pres­
bíteros no se define en términos teológicos precisos, sino que se
277
12 Intervención del obispo de Terni: ibid., 70.
declara empíricamente con indicación de que sólo los obispos
pueden confirmar, ordenar, «atque alia pleraque peragere... qua-
rum functionum potestatem reliqui inferioris ordinis nullan ha-
bent» 13.
Por su parte el Vaticano II, precisamente porque el Vati­
cano I había cerrado el debate sobre las prerrogativas papales
y había bloqueado definitivamente las tendencias conciliaristas,
se encontró en una situación mucho más libre y, por consi­
guiente, pudo recuperar algunos elementos de la tradición de
la fe sobre el episcopado. Son esencialmente dos: que la consa­
gración episcopal es un auténtico gesto sacramental, de modo
que el episcopado es un grado propio y verdadero del orden, y
que no sólo el papa es sujeto del ministerio universal supremo,
sino también el colegio episcopal unido al papa 14. El concilio
pudo centrar su exposición en el ministerio y en la sucesión
apostólica en torno a la figura del obispo, en su doble aspecto
de pastor de una Iglesia local y de miembro de aquel colegio
episcopal que sucede al colegio apostólico en el ministerio uni­
versal al servicio de la Iglesia católica, dispersa por el mundo.
Este doble aspecto de la figura episcopal lleva consigo una es­
pecie de continua distinción, de forma que se habla de suce­
sión apostólica en sentido episcopal exclusivo y de sucesión
apostólica en un sentido más amplio, en donde se muestra la
misión del obispo en la Iglesia local participada en sentido
pleno a los presbíteros y los diáconos. Realmente, cuando se
habla de colegíalidad o de relaciones de los obispos con el
papa, se afirma que el «ordo episcoporum... collegio apostolo-
rum in magisterio et regimine pastorali succedit», e incluso que
en el «corpus apostolicum continuo perseverai» 15. En efecto,
este colegio episcopal comprende al papa y tiene una función
para la Iglesia universal; en este nivel se considera a los presbí­
teros y a los diáconos sobre todo como ministros diversos e in­
feriores a los obispos. Pero cuando el discurso se desplaza ha­
cia la consideración de la Iglesia local, se ve al obispo en el
centro de un ministerio más variado, articulado a través de la
obra de los presbíteros y de los diáconos. Entonces el concilio
13 DS 1768. Cf el canon 7 en el n. 1777.
14 LG 21s.
15 LG 22.
278
declara que «los presbíteros forman con su obispo un único
presbiterio», y que ellos, a través de su relación esencial con el
obispo, «hacen visible en su sede a la Iglesia universal». En
este nivel el concilio puede simplemente hablar de un único
ministerio de institución divina, que sucede al de los apóstoles
y que «es ejercido en diversos órdenes por los que ya antigua­
mente son llamados obispos, presbíteros y diáconos» 16. Por
esto el papel dominante del episcopado en el conjunto del mi­
nisterio no está tan determinado por la idea de que constituye
el primer eslabón de sucesión, del que se derivarían los demás
grados ministeriales, sino que se percibe más bien como la apa­
rición, a partir del conjunto ministerial, de una función prima­
ria, en cuyo nivel encuentra también su sitio el ministerio pa­
pal. Efectivamente, al describir el origen del ministerio, el con­
cilio recuerda que los apóstoles tuvieron varios colaboradores,
que confiaron la guía pastoral de la Iglesia a sus inmediatos
cooperadores, que adoptaron las medidas necesarias para que
a su muerte les sucedieran otros en el ministerio. En todo este
conjunto («inter varia illa ministeria») destaca la función epis­
copal como aquel ministerio que ocupa el «praecipuum locum»
en el mismo. Así pues, no se concibe al obispo sólo en la suce­
sión; en efecto, «los obispos asumieron el servicio de la comu­
nidad junto con los presbíteros y los diáconos como colabora­
dores» 17. Pero sólo los obispos se encuentran unidos entre sí
en el colegio episcopal; en él son responsables junto con el
papa de la Iglesia universal, y por eso mismo constituyen el
vértice del ministerio en la comunidad. Se dirá de ellos que
«apostolici seminis traduces habent», en cuanto que son los
portadores de la tradición apostólica en sentido unitario y total
como ministros que la han recibido de la totalidad de la Iglesia
católica y tienen que transmitirla a la totalidad de la Iglesia ca­
tólica. Quizás por este motivo, cuando el concilio quiera indi­
car una función sacramental absoluta y rigurosamente exclusiva
de los obispos, hablará simple y exclusivamente de la consagra­
ción de otros obispos 18.
16 LG 28.
17 LG 20.
18 LG 21: «Es propio de los obispos asumir, con el sacramento del orden,
nuevos elegidos en el cuerpo episcopal».
279
ción de la diakonia de Cristo siervo de Dios 7. Por consi­
guiente, no es posible hacer una aproximación a nuestros es­
quemas sin tener en cuenta esta diversidad.
Hay que intentar más bien captar las convergencias y diver­
gencias entre los modelos teológicos y las situaciones de hecho.
Las formulaciones dogmáticas captarán y trasmitirán los va­
lores de la fe, pero las situaciones de hecho los contienen en la
variedad de la evolución histórica y de las diferencias cultu­
rales. Servirse de modelos teológicos nuevos y confrontarlos
con los antiguos significa intentar leer tanto las formulaciones
dogmáticas como las situaciones de hecho, descubriendo en las
unas y en las otras los dinamismos que rigen su evolución. En
conclusión, se tiene la impresión de que los diversos esquemas
interpretativos de los grados del ministerio están dirigidos por
los criterios hermenéuticos que van dominando en cada oca­
sión, y de que su articulación concreta está determinada por
las diversas situaciones y dimensiones de la comunidad. Baste
recordar todo lo que se dijo en el capítulo III de la primera
parte, en donde recogimos algunos datos históricos sobre la
evolución de la organización ministerial 8.
Desde el punto de vista dogmático no sería justo afirmar
que el problema de los grados del ministerio no tiene ninguna
importancia dogmática, como si se tratase exclusivamente de
una organización contingente e históricamente cambiable por
completo. Por otra parte, ni siquiera los pronunciamientos del
Tridentino y del Vaticano II son tan rígidos que sea preciso de­
cir que la distinción del ministerio en los tres grados de diá­
conos, presbíteros y obispos es tan esencial que no se pueda
plantear la hipótesis de que el ministerio se articula en formas
más variadas y más ricas que la que se expresa en la terna clá­
sica que nos ocupa. Baste pensar en cómo el Vaticano II difu-
mina su afirmación cuando pasa de la declaración de que en la
7 Para el contacto con este modo de reflexionar sobre el ministerio y su in­
fluencia en toda la teología oriental cf D. T. Strotmann, Leveque dans la tra­
dition orientale, en Y. Congar-D. Dupuy (eds.), L’épiscopat et l'église univer­
selle, Du Cerf, París 1962, 309-326.
8 Véase también, para informaciones más detalladas sobre el tema, C. Vo­
gel, Unité de Véglise et pluralité des formes historiques d'organisation ecclésias-
tique du UT au Ve siede, en Y. CongaR-D. Dupuy (eds.), L'episcopat et
l'église universelle, o.c., 591-636.
274
Iglesia el ministerio ordenado es divinitus institutum a la afir­
mación de que es ejercido en diversos grados «ab illis qui jam
ab antiquo episcopi, presbyteri, diaconi vocantur» 9.
Por lo demás, la historia de los debates tridentinos sobre
este tema es sumamente interesante 10. En enero de 1552 se
puso en discusión el canon 8 sobre el sacramento del orden,
con la definición de la institución del episcopado y de su supe­
rioridad jure divino sobre el presbiterado, y en el esquema
doctrinal que precedía a los cánones se declaraba que en el
episcopado «omnes ordines sunt et sacerdotii plenitudo» 11.
Pero todo el material sobre el orden, preparado en 1552, muy
amplio y teológicamente muy rico, quedó abandonado en los
nuevos esquemas que se prepararon y se presentaron a los pa­
dres diez años más tarde. En efecto, cuando en septiembre de
1562 la comisión de teólogos tuvo que hacer un primer examen
de algunas proposiciones que condenar, se encontró ante un
texto que no contenía ya la expresión jure divino y que simple­
mente planteaba la cuestión de una superioridad, no bien defi­
nida, de los obispos sobre los presbíteros y del derecho exclu­
sivo (jus) de los obispos a ordenar presbíteros. La comisión se
encontró profundamente dividida entre los que sostenían que
el episcopado es un grado propio y verdadero del sacramento
del orden y, por consiguiente, superior al presbiterado no por
una investidura jurisdiccional sino de jure divino, y los que sos­
tenían que es el poder sobre la eucaristía el criterio supremo
de valoración de los grados del orden y, por tanto, sobre la
base de este criterio, el grado de presbiterado representa la
cima del orden mismo. Por eso el concilio tuvo que renunciar a
definir la cuestión de si el episcopado se cualifica a nivel sacra­
mental o si su superioridad se sitúa solamente en el plano de la
jurisdicción. Nadie negaba la superioridad jurisdiccional, pero
cualquier discusión sobre la jurisdicción arrastraba a su vez
consigo, tras la cuestión de las relaciones obispos-presbíteros,
la cuestión mucho más espinosa de las relaciones obispos-papa.
9 LG 28.
10 S. Dianich, La teologia del presbiterato al concilio di Trento en «La
Scuola Cattolica» 99 (1971) 331-358.
11 Concilium Tridentinum (ed. Görresiana) VII, 378.
Parece entonces poder decirse que donde se practica la im­
posición de manos para darle a un cristiano el carisma de ser
para su comunidad el portador de la raíz apostólica, se da en
realidad el auténtico carisma de la sucesión apostólica. En este
sentido, cualquier ministro ordenado, desde el diácono hasta el
obispo, constituye el ministerio de la sucesión apostólica en la
comunidad cristiana. Pero sólo cuando la imposición de manos
llama a uno a formar parte del colegio episcopal asume este
ministerio su dimensión de totalidad y de universalidad. Se
realiza entonces una relación con la tradición apostólica de ca­
rácter total y universal, pudiéndose hablar así de «suprema ac
plena potestas in universam ecclesiam» 19. La Iglesia local a su
vez tiene una necesidad vital de no permanecer cerrada en sí
misma y de respirar al mismo ritmo que la católica. Su tradi­
ción apostólica y su ministerio ordenado viven esencialmente
de su relación con la totalidad de la apostolicidad católica. Por
eso la Iglesia local y el ministerio ordenado de la comunidad
local encuentran en el obispo el nudo central de su unidad, de
sus relaciones con la Iglesia entera y con la plenitud de la tra­
dición apostólica. De aquí es de donde cobra impulso la re­
flexión sobre la relación entre los presbíteros y el obispo. El
ministerio de los primeros no puede concebirse sin el segundo,
ya que a través del obispo la Iglesia local se vincula vitalmente
a la Iglesia católica. Este hecho pone al obispo en una posición
singular y eminente respecto a los presbíteros, los diáconos y
todo el conjunto de las comunidades cristianas a las que sirve,
reuniéndolas en la Iglesia de dimensiones más amplias e inser­
tándolas en la totalidad de la Iglesia católica.
Por otra parte, no se puede concebir este ministerio de la
totalidad como si existiese una hipóstasis eclesial universal; en
realidad, la Iglesia católica está constituida en las Iglesias parti­
culares y a partir de ellas 20. Efectivamente, no existe ni es po­
sible concebir un colegio episcopal constituido por obispos que
sean ministros de la Iglesia universal y que no sean pastores de
Iglesias locales particulares y concretas, no ficticias. Es verdad
que la consagración episcopal introduce a uno en el colegio
19 LG 22.
20 LG 23: «...en ellas y por ellas se constituye la una y única Iglesia cató­
lica».
280
episcopal y lo hace obispo de la Iglesia universal, aun cuando
no sea nombrado pastor de una comunidad local concreta.
Pero también es verdad que la ficción de la Iglesia titular sirve
en ese caso para conservar abierto el problema: lo mismo que
no existe una Iglesia católica más que en las Iglesias particu­
lares y a partir de ellas, tampoco existe un ministerio universal
si no surge del servicio pastoral concreto a esta o a aquella co­
munidad cristiana. Por esto la figura del obispo lleva dentro de
sí una tensión insuperable entre su destino católico y su inte­
gración en la Iglesia de la que es pastor.
Esta tensión se resolvió en el pasado poniendo el acento,
con tono muy administrativo y jurídico, en la relación que li­
gaba a los obispos con el papa, haciéndolos casi representantes
suyos, como si la Iglesia fuera ante todo el organismo católico
gobernado por la institución papal, dividido en provincias go­
bernadas por los obispos en nombre del papa. Este tipo de so­
lución, sumamente reductivo, podría superarse acentuando el
polo opuesto, o sea, la autonomía de la Iglesia local respecto
al universalismo centralizador. Por esto el Vaticano II recuperó
la imagen ignaciana de la Iglesia y del ministerio, en la que los
vínculos del obispo con la Iglesia son tan estrechos que él es su
único verdadero pastor y el único que celebra la eucaristía, li­
mitándose la función de los presbíteros y diáconos a permane­
cer simplemente al lado del obispo.
Pero no se puede olvidar que la realidad concreta fotogra­
fiada por Ignacio no duró mucho más que una pequeña etapa
en la historia de la Iglesia. La gran diócesis moderna está muy
lejos de parecerse a la Iglesia de Antioquia, a la de Filadelfia o
Esmirna, de los tiempos de Ignacio. Está construida en su pro­
porción y en su organización, sin duda alguna, sobre el es­
quema opuesto, el de un organismo universal subdividido en
varias administraciones. El ideal de la única eucaristía, que pa­
rece querer proponer de nuevo la Sacrosanctum Concilium 21,
suena de hecho como algo totalmente irreal y arcaico. Que los
sacerdotes estén unidos al obispo «como las cuerdas a la cí­
tara» es una calurosa exhortación de nuestro último concilio.
Pero la misma legislación canónica renovada parece fiarse tan
poco de esta profunda unidad que el nuevo Código de derecho
21 SC 41.
281
canónico no atribuye al presbiterio ni siquiera el derecho a ele­
gir todo el consejo presbiteral, sino sólo la mitad de sus miem­
bros (can. 497). En resumen, el modelo ignaciano hoy tan uti­
lizado está dando vida a una teología del episcopado mucho
más rica que la del pasado, pero anacrónica respecto al modelo
más frecuente de obispo y de diócesis frente al que hoy nos en­
contramos. De hecho, el cuadro de la unidad de la Iglesia en
torno al obispo, apoyado en la idea de que el obispo es el
único pastor verdadero de la Iglesia local y de que los presbí­
teros colaboradores suyos están destinados casi solamente a
prolongar su acción en las comunidades pequeñas, tiene su
propia verdad en la pequeña diócesis hecha a medida del hom­
bre 22. Pero resulta formal y abstracto donde la amplitud de la
diócesis no permite al obispo ejercer un auténtico ministerio
pastoral en las relaciones interpersonales concretas que compo­
nen cada comunidad y las relaciona a todas entre sí. Mientras
dure la situación de comunidades cristianas que ven al obispo
una vez al año y de obispos que sólo tienen relaciones perso­
nales con las autoridades eclesiásticas y civiles, que no visitan
nunca a las familias cristianas, que no enseñan nunca el cate­
cismo, ni celebran nunca un bautizo, ni oyen nunca confe­
siones, la apelación a la eucaristía única, a la unidad de presbi­
terio y, en general, a la imagen ignaciana de la Iglesia no
puede tener ningún sentido.
Por otra parte, si la responsabilidad colegial de los obispos
respecto a la Iglesia universal que acaba de redescubrirse tu­
viera que determinar una evolución ulterior de la figura del
obispo hacia funciones cada vez más universales y cada vez
menos ligadas a la vida concreta de la comunidad local, habría
que abandonar la idea de que el presbítero vices gerii epis­
copi 23 y de que la tarea del presbítero es «hacer de alguna ma­
nera presente» al obispo en la comunidad concreta 24, de la
que de hecho éste está siempre ausente. Efectivamente, esta
idea tiene su valor cuando expresa una situación de colabora­
22 Para tener una idea de la praxis pastoral en la Iglesia de los primeros
tiempos cf L. I. Scipioni. Vescovo e popolo. L'esercizio dell’autorità nella
chiesa primitiva (III secolo), Vita e Pensiero, Milán 1977.
23 SC 42.
24 LG 28.
282
ción real y continua entre el presbítero y el obispo en la cura
pastoral de la comunidad; por lo que incluso cuando no está el
obispo, es como si estuviera presente a través de la obra del
presbítero. Pero la situación resulta francamente anómala
cuando la comunidad se ve llamada a considerar como verda­
dero pastor a una persona a la que apenas conoce y a tratar
como un delegado al que de hecho la sirve viviendo en el cora­
zón de las relaciones interpersonales que la componen 25. Los
datos de hecho son sencillos: cuanto más sube el obispo de
grado y se le compromete en un ministerio de amplio alcance,
tanto más el presbítero se convierte en el único verdadero pas­
tor de su comunidad y llega a asemejarse exactamente al tipo
de obispo que nos describe Ignacio de Antioquia; pensemos,
por ejemplo, en el párroco de una gran parroquia moderna,
con su presbiterio (realmente unido y actuando colegialmente)
y sus diáconos. Esta realidad de hecho viene a exigir la elabo­
ración de un estatuto teológico del presbítero que dé razón del
hecho de que para su comunidad es él, y no otro, el verdadero
pastor. Pero, además de transformar la figura teológica del
presbítero, se trataría también de aprender aquella lección de
elasticidad y de capacidad de adecuarse a la evolución concreta
de las cosas que nos da la Iglesia antigua cuando, acabada la
situación descrita por Ignacio, el ministerio se articuló en
grados diversos a fin de responder a situaciones diversas; na­
cieron entonces los corepíscopos, los metropolitas, los pa­
triarcas y los párrocos 26. Parece realmente urgente que el epis­
copado, en vez de plantearse en una fórmula unívoca tan rígida,
pueda articularse de una forma mucho más elástica, de manera
que presente modelos diversos de funciones episcopales dife­
rentes, según se trate de responder a las necesidades más particu­
25 El Código, al obligar al obispo a visitar las comunidades de su Iglesia,
prevé que esto puede hacerse incluso una vez cada cinco años. Y no sólo eso,
sino que la comunidad, después de cinco años, podría verse visitada no ya por
su obispo, al que debería considerar como su verdadero pastor de quien el pá­
rroco simplemente «hace las veces», sino por un obispo auxiliar, un vicario o
simplemente por cualquier otro sacerdote delegado para ello (can. 396).
26 Cf G. Bardy-A. M. Henry y otros, Prètres d’hier et d’aujourd'hui, Du
Cerf, París 1954; H. R. Niebuhr-D. D. Williams (eds.), The ministry in histo­
rical perspectives, New York 1956; P. Linden, Chorbishop, en Lexikon für
Theologie und Kirche II, 1080s.
283
lares o a las más universales de la Iglesia. Sus exigencias urgen
en direcciones opuestas, y sólo podría satisfacerlas una cierta
gama de figuras episcopales diversas, bien relacionadas entre sí a
través de una decidida aplicación del principio de la colegialidad.
Pero con esto habría que evitar siempre que se creasen fi­
guras episcopales alojadas en una función católica tan alta que no
quedasen arraigadas en ninguna Iglesia concreta. Habría que asu­
mir además algunas sugerencias del modelo papal: el papa no es
cabeza de la Iglesia universal sin ser ante todo el obispo de la
Iglesia romana. Paralelamente, nadie debería ser obispo a un alto
nivel, metropolitano o patriarcal, sin ser juntamente y ante todo
pastor de una comunidad más pequeña donde ejerciera un minis­
terio pastoral de carácter personal y cotidiano 27. Un obispo en­
cerrado en su pequeña Iglesia local no realizaría su tarea funda­
mental, que es la de darle a la Iglesia su aliento católico; por otra
parte, un obispo ausente de lo concreto de esas relaciones inter­
personales de la comunicación de la fe que constituyen la existen­
cia de la comunidad sería el burócrata de una altísima organiza­
ción, pero no el pastor ni el padre de la fe para nadie, ni el servi­
dor de aquella palabra que no está hecha para componer docu­
mentos, sino para ser participada como experiencia viva de per­
sona a persona. Un obispo así, al final, ni siquiera sería capaz de
servir a la universalidad, ya que no tendría nada de concreto y de
nuevo que llevar a las más altas instancias de la catolicidad.
3. El diaconado
Ya hemos visto cómo la tensión entre el ministerio univer­
sal del papa y el ministerio particular del obispo hizo que re­
sultara dramático el itinerario del concilio de Trento en busca
de una difinición de la figura y del papel del obispo y del pres­
bítero. Aquel recorrido tan laborioso concluyó, entre otras
cosas, en aquel canon que definía divina ordinatone institutam
una jerarquía que constaba «ex episcopis, presbyteris et minis-
tris» 28. Así, a las muchas incertidumbres del concilio se añadía
27 El mismo Ignacio era quizás obispo de Antioquia y al mismo tiempo, se­
gún el modelo de los ministros itinerantes, «episcopus Syriae».
28 DS 1776.
284
esta última: la dificultad de cerrar por debajo, de forma para­
lela a la de abrirla por arriba, la serie de los grados del orden.
De hecho, ministros indica a los diáconos, pero sin excluir al
subdiaconado y a las órdenes menores. Por el contrario, el
concilio Vaticano II no alberga dudas en este sentido: el servi­
cio apostólico a la comunidad se continúa, gracias al sacra­
mento del orden, por medio de los obispos con sus colabora­
dores, que son los presbíteros y los diáconos 29.
No cabe duda de que una de las razones por las que el Va­
ticano II, a diferencia del Tridentino, corta por lo sano este
descenso del orden hacia sus grados inferiores, quedándose en
el diaconado, es la voluntad de seguir siendo fiel al Nuevo Tes­
tamento y a la tradición más antigua. En efecto, aunque el
Nuevo Testamento no presenta ni mucho menos una clara je­
rarquía de grados en el ministerio ordenado, aparece allí por lo
menos dos veces el término diákonos para indicar a unas per­
sonas constituidas en una categoría particular. Así ocurre en el
saludo de la carta a los Filipenses (1,1), dirigido a «los santos
que hay en Filipos con sus epískopoi y diákonoi». Y lo mismo
sucede también en el capítulo 3 de ITim, en donde, tras la
lista de las virtudes que se exigen al que desea ser epískopos,
se pasa paralelamente a describir las condiciones necesarias
para que uno pueda dignamente ser diákonos. Por el contrario,
los siete de He 6,3-6 no reciben el nombre de diáconos ni pare­
cen representar una verdadera y propia institución, dado que
no tienen sucesores, aunque la tradición los entendió como
verdaderos diáconos 30. De todas formas, inmediatamente des­
pués del Nuevo Testamento, Ignacio de Antioquia presenta a
la Iglesia ligada esencialmente a la terna ministerial de obispo,
presbíteros y diáconos, que seguirá siendo clásica en la tradi­
ción antigua 31.
Sin embargo, más allá de esta distribución del ministerio en
tres grados, no se saca mucho del Nuevo Testamento y de la
tradición en relación con las que serían las tareas específicas
29 LG 20 y 28.
30 Cf S. Cipriani, Sono davvero «diaconi» i «sette» di Atti 6,3-6?, en
AA.W., Il diaconato permanente, Dehoniane, Nàpoles 1983, 227-236.
31 Cf M. Mees. La teologia del diaconato in Ignazio di Antiochia: Ibid.,
247-257.
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  • 1. SEVERINO DIANICH TEOLOGIA DEL MINISTERIO ORDENADO Una interpretación eclesiológka EDICIONES PAULINAS
  • 2. tores del obispo de Roma. El otro ejemplo es el de los obispos titulares; a pesar de no tener una diócesis propia por ser cola­ boradores de otro obispo o por estar al servicio de la Iglesia universal, son consagrados obispos y son miembros del colegio episcopal; pero llevan el título de comunidades cristianas que ya no existen, como si fueran obispos de otras Iglesias y ejer­ ciesen sólo provisionalmente el ministerio donde de hecho lo están ejerciendo. Las ficciones jurídicas son indicaciones muy significativas de una conciencia eclesial que conserva sólida­ mente ciertos valores, incluso cuando no consigue hacerlos pa­ sar a la realidad concreta por motivos históricos determinados. Así pues, estas ficciones jurídicas, más que verse superadas, deberían impulsar hacia una reforma que permita a la Iglesia actuar concretamente aquellos valores que la tradición canó­ nica conserva como elementos puramente formales. Aquí está en juego la profundidad y el carácter ineludible del vínculo en­ tre el ministerio de la Iglesia y la comunidad eclesial concreta; no es concebible ningún servicio de la Iglesia universal que no esté ligado a la vida comunitaria de una Iglesia local, la cual, tanto si se trata de la Iglesia romana con su singular carisma petrino como si se trata del más pequeño y modesto aconteci­ miento eclesial, tiene que realizar siempre sus virtualidades ca­ tólicas y escatológicas. Por lo demás, si los ministros puestos al servicio de las estructuras universales vivieran concretamente insertos en una comunidad local, podrían salvaguardar mejor su servicio del peligro del juridicismo eclesiástico y del anoni­ mato burocrático. 2. Episcopado y presbiterado El modelo teológico que hemos trazado en este ensayo co­ rresponde hoy sobre todo a la figura concreta del sacerdote, pastor de la comunidad parroquial, imagen plena de una Igle­ sia que culmina en la celebración eucaristica. Pero decíamos ya que la realidad ministerial, a pesar de que puede interpretarse a través de un solo esquema fundamental, es sin duda muy va­ riada. En efecto, exige articularse en relación con las diversas dimensiones de la Iglesia, con sus múltiples exigencias y con las formas diferentes que asume su conjunto. 272 De todas formas, de hecho, esta correspondencia inmediata del modelo teológico con la figura del presbítero va acompa­ ñada también, en la situación eclesial de hoy, de un relieve concreto del ministerio presbiteral respecto a la comunidad cristiana. Para la inmensa mayoría de los cristianos y en el mayor número de los casos y de los problemas que constituyen diariamente la vida de las comunidades eclesiales, la figura mi­ nisterial más frecuente y destacada es sin duda la del presbí­ tero, aun cuando desde el punto de vista dogmático y jurídico la figura ministerial más importante sea la del obispo y, final­ mente, la del papa. El Vaticano II declara que «Cristo, por medio de los apóstoles, hizo partícipes de su consagración y de su misión a sus sucesores, es decir a los obispos, cuya función ministerial se transmitió en grado subordinado a los presbí­ teros, para que éstos, constituidos en el orden del presbite­ rado, fueran cooperadores del orden episcopal» 6. Al hablar ahora de los grados del orden, no podemos menos de observar que, mientras el concilio se complace en configurar las relaciones entre los presbíteros y el obispo según la imagen que dibujó en el siglo II Ignacio de Antioquia, la si­ tuación real de nuestros días presenta sólo ciertas analogías con la del cuadro ignaciano. Por lo que se refiere a la relación efectiva con la comunidad, en las cartas de Ignacio la figura del obispo se parece más bien a la de un párraco de hoy: es el pastor de una iglesia constituida en una única comunidad, for­ mada por su predicación constante y que celebra con él una única eucaristía. El sacerdote de hoy presenta muy pocas se­ mejanzas con el presbítero de la iglesias ignacianas; baste decir que este último no era responsable de una comunidad suya, no ejercía una acción pastoral propia suya, no predicaba ni cele­ braba la eucaristía más que juntamente con el obispo. La pe­ queña iglesia urbana de comienzos del siglo II, con su obispo, el presbiterio y los diáconos, se parecía mucho más a una de nuestras parroquias que a una diócesis moderna. No hay que olvidar tampoco que la teología ignaciana del ministerio es una teología eminentemente simbólica, en la que prevalece la vi­ sión iconica de la Iglesia con el obispo typos del Padre, el pres­ biterio imagen del colegio apostólico y los diáconos continua- 6 PO 2. 273
  • 3. Es decir, ocurrió que se había hecho impracticable el camino de la superioridad del episcopado sobre el presbiterado a nivel del orden, porque no se lograba alcanzar ningún consenso so­ bre la idea de que la consagración episcopal era un gesto sacra­ mental propio y verdadero, y el camino de la jurisdicción se hacía absolutamente impracticable debido al desacuerdo sobre la fuente de la jurisdicción, que para algunos residía sólo en el papado y para otros en el mismo episcopado. En octubre de 1562 se entregó a los padres un esquema de doctrina y de cánones; por un lado, se decía allí que el sacerdocio, entendido como el poder de consagrar la eucaristía y de perdonar los pecados, se les dio a los apóstoles y a sus sucesores, incluyendo así en el concepto de sucesión apostólica también a los presbíteros, y, por otro lado, se afirmaba que el presbiterado es el grado supremo del orden. Sin embargo, a la jerarquía —se añadía— pertenecen también los obispos, diversos y superiores a los sacerdotes, capaces de con­ firmar, de ordenar y de desarrollar otras funciones, para las que no tienen poder los sacerdotes, en virtud de la sucesión apostólica. Estas generalidades no contentaron a nadie y susci­ taron debates interminables que duraron hasta julio del año si­ guiente, tanto a nivel oficial como en los numerosos encuen­ tros de pasillos; en el fondo, el nudo más gordo que había que deshacer era el del papado. Era tal la diversidad de opiniones que se iba desde la propuesta de definir que hay una jerarquía del orden, en la que el papa ocupa la cima como summits sa- cerdos, hasta la tesis de que el punto más alto del orden es simplemente el presbiterado; desde la idea de que el episco­ pado es de jure divino por orden y por jurisdicción, hasta la opinión de que los obispos son superiores a los presbíteros sim­ plemente porque el papa, única fuente de jurisdicción, delega en ellos cierto poder sobre la Iglesia. En conclusión, parece poder observar que se jugaba en un columpio de este tipo: cuanto más se tendía a la exaltación del papado, tanto más se acortaban las distancias entre presbíteros y obispos, apoyán­ dose una vez más en la célebre tesis de san Jerónimo, para el cual el obispo es solamente uno del presbiterio encargado de realizar la unidad; y cuanto más se exaltaba al episcopado y su originalidad de jure divino frente al papado, resultaba casi in­ significante la figura de los presbíteros, simples ministros «su­ brogati ad episcoporum adjumentum et ad commoditatem po- 276 pulorum» 12. Finalmente, la conclusión fue que sólo sería posi­ ble hablar del ministerio omitiendo todas las cuestiones rela­ tivas a la jurisdicción. Si a esto se añade la observación de que para la mayoría de los padres no se habría podido absoluta­ mente hablar del episcopado como de un auténtico grado del orden, se obtiene un principio hermenéutico muy preciso para la interpretación de los textos conciliares definitivos. En el capítulo primero se hablará de sucesión apostólica en el sacerdocio, comprendiendo en él de una forma no compro­ metedora a los presbíteros y a los obispos; y en el capítulo se­ gundo se señalará para este sacerdocio la existencia de grados diversos, menores y mayores, pero sin decir cuál es el grado supremo. Luego, en el capítulo 4 se hablará de jerarquía, natu­ ralmente sin poner al papa en la cima de ella. Pero al quedar sin resolver la cuestión de si el episcopado es o no el grado mayor del orden, tampoco se pone a los obispos en la cima de la jerarquía, contentándose el texto con sostener que los obispos son superiores a los presbíteros. El contenido de esta superioridad se indica entonces en diversas funciones litúrgicas. Así pues, se explica que el canon 6, al definir que hay en la Iglesia divina ordinatione una jerarquía, no la describa ni con­ frontando al papa con los obispos ni enumerando sólo los tres grados clásicos del orden, sino indicando a los obispos, a los presbíteros y a los ministri. El canon 7 definirá la superioridad del obispo sobre el presbítero; pero esta superioridad no puede entenderse rigurosamente ni en el nivel de la jurisdicción ni en el del orden; por consiguiente, tendrá que concebirse en el sentido general de una función pastoral superior y en el sen­ tido más específico de un poder episcopal de confirmar y de ordenar, que no tienen los presbíteros. Por tanto, habrá que de­ cir, sobre la base del Tridentino, que para la fe católica es nece­ sario afirmar la existencia en la Iglesia de la jerarquía de ministe­ rios, en el sentido de que hay una diferencia de funciones y de poderes espirituales entre los laicos y los ministros ordenados y, en el ámbito de estos últimos, entre obispos, presbíteros y otros ministros. Pero la superioridad de los obispos respecto a los pres­ bíteros no se define en términos teológicos precisos, sino que se 277 12 Intervención del obispo de Terni: ibid., 70.
  • 4. declara empíricamente con indicación de que sólo los obispos pueden confirmar, ordenar, «atque alia pleraque peragere... qua- rum functionum potestatem reliqui inferioris ordinis nullan ha- bent» 13. Por su parte el Vaticano II, precisamente porque el Vati­ cano I había cerrado el debate sobre las prerrogativas papales y había bloqueado definitivamente las tendencias conciliaristas, se encontró en una situación mucho más libre y, por consi­ guiente, pudo recuperar algunos elementos de la tradición de la fe sobre el episcopado. Son esencialmente dos: que la consa­ gración episcopal es un auténtico gesto sacramental, de modo que el episcopado es un grado propio y verdadero del orden, y que no sólo el papa es sujeto del ministerio universal supremo, sino también el colegio episcopal unido al papa 14. El concilio pudo centrar su exposición en el ministerio y en la sucesión apostólica en torno a la figura del obispo, en su doble aspecto de pastor de una Iglesia local y de miembro de aquel colegio episcopal que sucede al colegio apostólico en el ministerio uni­ versal al servicio de la Iglesia católica, dispersa por el mundo. Este doble aspecto de la figura episcopal lleva consigo una es­ pecie de continua distinción, de forma que se habla de suce­ sión apostólica en sentido episcopal exclusivo y de sucesión apostólica en un sentido más amplio, en donde se muestra la misión del obispo en la Iglesia local participada en sentido pleno a los presbíteros y los diáconos. Realmente, cuando se habla de colegíalidad o de relaciones de los obispos con el papa, se afirma que el «ordo episcoporum... collegio apostolo- rum in magisterio et regimine pastorali succedit», e incluso que en el «corpus apostolicum continuo perseverai» 15. En efecto, este colegio episcopal comprende al papa y tiene una función para la Iglesia universal; en este nivel se considera a los presbí­ teros y a los diáconos sobre todo como ministros diversos e in­ feriores a los obispos. Pero cuando el discurso se desplaza ha­ cia la consideración de la Iglesia local, se ve al obispo en el centro de un ministerio más variado, articulado a través de la obra de los presbíteros y de los diáconos. Entonces el concilio 13 DS 1768. Cf el canon 7 en el n. 1777. 14 LG 21s. 15 LG 22. 278 declara que «los presbíteros forman con su obispo un único presbiterio», y que ellos, a través de su relación esencial con el obispo, «hacen visible en su sede a la Iglesia universal». En este nivel el concilio puede simplemente hablar de un único ministerio de institución divina, que sucede al de los apóstoles y que «es ejercido en diversos órdenes por los que ya antigua­ mente son llamados obispos, presbíteros y diáconos» 16. Por esto el papel dominante del episcopado en el conjunto del mi­ nisterio no está tan determinado por la idea de que constituye el primer eslabón de sucesión, del que se derivarían los demás grados ministeriales, sino que se percibe más bien como la apa­ rición, a partir del conjunto ministerial, de una función prima­ ria, en cuyo nivel encuentra también su sitio el ministerio pa­ pal. Efectivamente, al describir el origen del ministerio, el con­ cilio recuerda que los apóstoles tuvieron varios colaboradores, que confiaron la guía pastoral de la Iglesia a sus inmediatos cooperadores, que adoptaron las medidas necesarias para que a su muerte les sucedieran otros en el ministerio. En todo este conjunto («inter varia illa ministeria») destaca la función epis­ copal como aquel ministerio que ocupa el «praecipuum locum» en el mismo. Así pues, no se concibe al obispo sólo en la suce­ sión; en efecto, «los obispos asumieron el servicio de la comu­ nidad junto con los presbíteros y los diáconos como colabora­ dores» 17. Pero sólo los obispos se encuentran unidos entre sí en el colegio episcopal; en él son responsables junto con el papa de la Iglesia universal, y por eso mismo constituyen el vértice del ministerio en la comunidad. Se dirá de ellos que «apostolici seminis traduces habent», en cuanto que son los portadores de la tradición apostólica en sentido unitario y total como ministros que la han recibido de la totalidad de la Iglesia católica y tienen que transmitirla a la totalidad de la Iglesia ca­ tólica. Quizás por este motivo, cuando el concilio quiera indi­ car una función sacramental absoluta y rigurosamente exclusiva de los obispos, hablará simple y exclusivamente de la consagra­ ción de otros obispos 18. 16 LG 28. 17 LG 20. 18 LG 21: «Es propio de los obispos asumir, con el sacramento del orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal». 279
  • 5. ción de la diakonia de Cristo siervo de Dios 7. Por consi­ guiente, no es posible hacer una aproximación a nuestros es­ quemas sin tener en cuenta esta diversidad. Hay que intentar más bien captar las convergencias y diver­ gencias entre los modelos teológicos y las situaciones de hecho. Las formulaciones dogmáticas captarán y trasmitirán los va­ lores de la fe, pero las situaciones de hecho los contienen en la variedad de la evolución histórica y de las diferencias cultu­ rales. Servirse de modelos teológicos nuevos y confrontarlos con los antiguos significa intentar leer tanto las formulaciones dogmáticas como las situaciones de hecho, descubriendo en las unas y en las otras los dinamismos que rigen su evolución. En conclusión, se tiene la impresión de que los diversos esquemas interpretativos de los grados del ministerio están dirigidos por los criterios hermenéuticos que van dominando en cada oca­ sión, y de que su articulación concreta está determinada por las diversas situaciones y dimensiones de la comunidad. Baste recordar todo lo que se dijo en el capítulo III de la primera parte, en donde recogimos algunos datos históricos sobre la evolución de la organización ministerial 8. Desde el punto de vista dogmático no sería justo afirmar que el problema de los grados del ministerio no tiene ninguna importancia dogmática, como si se tratase exclusivamente de una organización contingente e históricamente cambiable por completo. Por otra parte, ni siquiera los pronunciamientos del Tridentino y del Vaticano II son tan rígidos que sea preciso de­ cir que la distinción del ministerio en los tres grados de diá­ conos, presbíteros y obispos es tan esencial que no se pueda plantear la hipótesis de que el ministerio se articula en formas más variadas y más ricas que la que se expresa en la terna clá­ sica que nos ocupa. Baste pensar en cómo el Vaticano II difu- mina su afirmación cuando pasa de la declaración de que en la 7 Para el contacto con este modo de reflexionar sobre el ministerio y su in­ fluencia en toda la teología oriental cf D. T. Strotmann, Leveque dans la tra­ dition orientale, en Y. Congar-D. Dupuy (eds.), L’épiscopat et l'église univer­ selle, Du Cerf, París 1962, 309-326. 8 Véase también, para informaciones más detalladas sobre el tema, C. Vo­ gel, Unité de Véglise et pluralité des formes historiques d'organisation ecclésias- tique du UT au Ve siede, en Y. CongaR-D. Dupuy (eds.), L'episcopat et l'église universelle, o.c., 591-636. 274 Iglesia el ministerio ordenado es divinitus institutum a la afir­ mación de que es ejercido en diversos grados «ab illis qui jam ab antiquo episcopi, presbyteri, diaconi vocantur» 9. Por lo demás, la historia de los debates tridentinos sobre este tema es sumamente interesante 10. En enero de 1552 se puso en discusión el canon 8 sobre el sacramento del orden, con la definición de la institución del episcopado y de su supe­ rioridad jure divino sobre el presbiterado, y en el esquema doctrinal que precedía a los cánones se declaraba que en el episcopado «omnes ordines sunt et sacerdotii plenitudo» 11. Pero todo el material sobre el orden, preparado en 1552, muy amplio y teológicamente muy rico, quedó abandonado en los nuevos esquemas que se prepararon y se presentaron a los pa­ dres diez años más tarde. En efecto, cuando en septiembre de 1562 la comisión de teólogos tuvo que hacer un primer examen de algunas proposiciones que condenar, se encontró ante un texto que no contenía ya la expresión jure divino y que simple­ mente planteaba la cuestión de una superioridad, no bien defi­ nida, de los obispos sobre los presbíteros y del derecho exclu­ sivo (jus) de los obispos a ordenar presbíteros. La comisión se encontró profundamente dividida entre los que sostenían que el episcopado es un grado propio y verdadero del sacramento del orden y, por consiguiente, superior al presbiterado no por una investidura jurisdiccional sino de jure divino, y los que sos­ tenían que es el poder sobre la eucaristía el criterio supremo de valoración de los grados del orden y, por tanto, sobre la base de este criterio, el grado de presbiterado representa la cima del orden mismo. Por eso el concilio tuvo que renunciar a definir la cuestión de si el episcopado se cualifica a nivel sacra­ mental o si su superioridad se sitúa solamente en el plano de la jurisdicción. Nadie negaba la superioridad jurisdiccional, pero cualquier discusión sobre la jurisdicción arrastraba a su vez consigo, tras la cuestión de las relaciones obispos-presbíteros, la cuestión mucho más espinosa de las relaciones obispos-papa. 9 LG 28. 10 S. Dianich, La teologia del presbiterato al concilio di Trento en «La Scuola Cattolica» 99 (1971) 331-358. 11 Concilium Tridentinum (ed. Görresiana) VII, 378.
  • 6. Parece entonces poder decirse que donde se practica la im­ posición de manos para darle a un cristiano el carisma de ser para su comunidad el portador de la raíz apostólica, se da en realidad el auténtico carisma de la sucesión apostólica. En este sentido, cualquier ministro ordenado, desde el diácono hasta el obispo, constituye el ministerio de la sucesión apostólica en la comunidad cristiana. Pero sólo cuando la imposición de manos llama a uno a formar parte del colegio episcopal asume este ministerio su dimensión de totalidad y de universalidad. Se realiza entonces una relación con la tradición apostólica de ca­ rácter total y universal, pudiéndose hablar así de «suprema ac plena potestas in universam ecclesiam» 19. La Iglesia local a su vez tiene una necesidad vital de no permanecer cerrada en sí misma y de respirar al mismo ritmo que la católica. Su tradi­ ción apostólica y su ministerio ordenado viven esencialmente de su relación con la totalidad de la apostolicidad católica. Por eso la Iglesia local y el ministerio ordenado de la comunidad local encuentran en el obispo el nudo central de su unidad, de sus relaciones con la Iglesia entera y con la plenitud de la tra­ dición apostólica. De aquí es de donde cobra impulso la re­ flexión sobre la relación entre los presbíteros y el obispo. El ministerio de los primeros no puede concebirse sin el segundo, ya que a través del obispo la Iglesia local se vincula vitalmente a la Iglesia católica. Este hecho pone al obispo en una posición singular y eminente respecto a los presbíteros, los diáconos y todo el conjunto de las comunidades cristianas a las que sirve, reuniéndolas en la Iglesia de dimensiones más amplias e inser­ tándolas en la totalidad de la Iglesia católica. Por otra parte, no se puede concebir este ministerio de la totalidad como si existiese una hipóstasis eclesial universal; en realidad, la Iglesia católica está constituida en las Iglesias parti­ culares y a partir de ellas 20. Efectivamente, no existe ni es po­ sible concebir un colegio episcopal constituido por obispos que sean ministros de la Iglesia universal y que no sean pastores de Iglesias locales particulares y concretas, no ficticias. Es verdad que la consagración episcopal introduce a uno en el colegio 19 LG 22. 20 LG 23: «...en ellas y por ellas se constituye la una y única Iglesia cató­ lica». 280 episcopal y lo hace obispo de la Iglesia universal, aun cuando no sea nombrado pastor de una comunidad local concreta. Pero también es verdad que la ficción de la Iglesia titular sirve en ese caso para conservar abierto el problema: lo mismo que no existe una Iglesia católica más que en las Iglesias particu­ lares y a partir de ellas, tampoco existe un ministerio universal si no surge del servicio pastoral concreto a esta o a aquella co­ munidad cristiana. Por esto la figura del obispo lleva dentro de sí una tensión insuperable entre su destino católico y su inte­ gración en la Iglesia de la que es pastor. Esta tensión se resolvió en el pasado poniendo el acento, con tono muy administrativo y jurídico, en la relación que li­ gaba a los obispos con el papa, haciéndolos casi representantes suyos, como si la Iglesia fuera ante todo el organismo católico gobernado por la institución papal, dividido en provincias go­ bernadas por los obispos en nombre del papa. Este tipo de so­ lución, sumamente reductivo, podría superarse acentuando el polo opuesto, o sea, la autonomía de la Iglesia local respecto al universalismo centralizador. Por esto el Vaticano II recuperó la imagen ignaciana de la Iglesia y del ministerio, en la que los vínculos del obispo con la Iglesia son tan estrechos que él es su único verdadero pastor y el único que celebra la eucaristía, li­ mitándose la función de los presbíteros y diáconos a permane­ cer simplemente al lado del obispo. Pero no se puede olvidar que la realidad concreta fotogra­ fiada por Ignacio no duró mucho más que una pequeña etapa en la historia de la Iglesia. La gran diócesis moderna está muy lejos de parecerse a la Iglesia de Antioquia, a la de Filadelfia o Esmirna, de los tiempos de Ignacio. Está construida en su pro­ porción y en su organización, sin duda alguna, sobre el es­ quema opuesto, el de un organismo universal subdividido en varias administraciones. El ideal de la única eucaristía, que pa­ rece querer proponer de nuevo la Sacrosanctum Concilium 21, suena de hecho como algo totalmente irreal y arcaico. Que los sacerdotes estén unidos al obispo «como las cuerdas a la cí­ tara» es una calurosa exhortación de nuestro último concilio. Pero la misma legislación canónica renovada parece fiarse tan poco de esta profunda unidad que el nuevo Código de derecho 21 SC 41. 281
  • 7. canónico no atribuye al presbiterio ni siquiera el derecho a ele­ gir todo el consejo presbiteral, sino sólo la mitad de sus miem­ bros (can. 497). En resumen, el modelo ignaciano hoy tan uti­ lizado está dando vida a una teología del episcopado mucho más rica que la del pasado, pero anacrónica respecto al modelo más frecuente de obispo y de diócesis frente al que hoy nos en­ contramos. De hecho, el cuadro de la unidad de la Iglesia en torno al obispo, apoyado en la idea de que el obispo es el único pastor verdadero de la Iglesia local y de que los presbí­ teros colaboradores suyos están destinados casi solamente a prolongar su acción en las comunidades pequeñas, tiene su propia verdad en la pequeña diócesis hecha a medida del hom­ bre 22. Pero resulta formal y abstracto donde la amplitud de la diócesis no permite al obispo ejercer un auténtico ministerio pastoral en las relaciones interpersonales concretas que compo­ nen cada comunidad y las relaciona a todas entre sí. Mientras dure la situación de comunidades cristianas que ven al obispo una vez al año y de obispos que sólo tienen relaciones perso­ nales con las autoridades eclesiásticas y civiles, que no visitan nunca a las familias cristianas, que no enseñan nunca el cate­ cismo, ni celebran nunca un bautizo, ni oyen nunca confe­ siones, la apelación a la eucaristía única, a la unidad de presbi­ terio y, en general, a la imagen ignaciana de la Iglesia no puede tener ningún sentido. Por otra parte, si la responsabilidad colegial de los obispos respecto a la Iglesia universal que acaba de redescubrirse tu­ viera que determinar una evolución ulterior de la figura del obispo hacia funciones cada vez más universales y cada vez menos ligadas a la vida concreta de la comunidad local, habría que abandonar la idea de que el presbítero vices gerii epis­ copi 23 y de que la tarea del presbítero es «hacer de alguna ma­ nera presente» al obispo en la comunidad concreta 24, de la que de hecho éste está siempre ausente. Efectivamente, esta idea tiene su valor cuando expresa una situación de colabora­ 22 Para tener una idea de la praxis pastoral en la Iglesia de los primeros tiempos cf L. I. Scipioni. Vescovo e popolo. L'esercizio dell’autorità nella chiesa primitiva (III secolo), Vita e Pensiero, Milán 1977. 23 SC 42. 24 LG 28. 282 ción real y continua entre el presbítero y el obispo en la cura pastoral de la comunidad; por lo que incluso cuando no está el obispo, es como si estuviera presente a través de la obra del presbítero. Pero la situación resulta francamente anómala cuando la comunidad se ve llamada a considerar como verda­ dero pastor a una persona a la que apenas conoce y a tratar como un delegado al que de hecho la sirve viviendo en el cora­ zón de las relaciones interpersonales que la componen 25. Los datos de hecho son sencillos: cuanto más sube el obispo de grado y se le compromete en un ministerio de amplio alcance, tanto más el presbítero se convierte en el único verdadero pas­ tor de su comunidad y llega a asemejarse exactamente al tipo de obispo que nos describe Ignacio de Antioquia; pensemos, por ejemplo, en el párroco de una gran parroquia moderna, con su presbiterio (realmente unido y actuando colegialmente) y sus diáconos. Esta realidad de hecho viene a exigir la elabo­ ración de un estatuto teológico del presbítero que dé razón del hecho de que para su comunidad es él, y no otro, el verdadero pastor. Pero, además de transformar la figura teológica del presbítero, se trataría también de aprender aquella lección de elasticidad y de capacidad de adecuarse a la evolución concreta de las cosas que nos da la Iglesia antigua cuando, acabada la situación descrita por Ignacio, el ministerio se articuló en grados diversos a fin de responder a situaciones diversas; na­ cieron entonces los corepíscopos, los metropolitas, los pa­ triarcas y los párrocos 26. Parece realmente urgente que el epis­ copado, en vez de plantearse en una fórmula unívoca tan rígida, pueda articularse de una forma mucho más elástica, de manera que presente modelos diversos de funciones episcopales dife­ rentes, según se trate de responder a las necesidades más particu­ 25 El Código, al obligar al obispo a visitar las comunidades de su Iglesia, prevé que esto puede hacerse incluso una vez cada cinco años. Y no sólo eso, sino que la comunidad, después de cinco años, podría verse visitada no ya por su obispo, al que debería considerar como su verdadero pastor de quien el pá­ rroco simplemente «hace las veces», sino por un obispo auxiliar, un vicario o simplemente por cualquier otro sacerdote delegado para ello (can. 396). 26 Cf G. Bardy-A. M. Henry y otros, Prètres d’hier et d’aujourd'hui, Du Cerf, París 1954; H. R. Niebuhr-D. D. Williams (eds.), The ministry in histo­ rical perspectives, New York 1956; P. Linden, Chorbishop, en Lexikon für Theologie und Kirche II, 1080s. 283
  • 8. lares o a las más universales de la Iglesia. Sus exigencias urgen en direcciones opuestas, y sólo podría satisfacerlas una cierta gama de figuras episcopales diversas, bien relacionadas entre sí a través de una decidida aplicación del principio de la colegialidad. Pero con esto habría que evitar siempre que se creasen fi­ guras episcopales alojadas en una función católica tan alta que no quedasen arraigadas en ninguna Iglesia concreta. Habría que asu­ mir además algunas sugerencias del modelo papal: el papa no es cabeza de la Iglesia universal sin ser ante todo el obispo de la Iglesia romana. Paralelamente, nadie debería ser obispo a un alto nivel, metropolitano o patriarcal, sin ser juntamente y ante todo pastor de una comunidad más pequeña donde ejerciera un minis­ terio pastoral de carácter personal y cotidiano 27. Un obispo en­ cerrado en su pequeña Iglesia local no realizaría su tarea funda­ mental, que es la de darle a la Iglesia su aliento católico; por otra parte, un obispo ausente de lo concreto de esas relaciones inter­ personales de la comunicación de la fe que constituyen la existen­ cia de la comunidad sería el burócrata de una altísima organiza­ ción, pero no el pastor ni el padre de la fe para nadie, ni el servi­ dor de aquella palabra que no está hecha para componer docu­ mentos, sino para ser participada como experiencia viva de per­ sona a persona. Un obispo así, al final, ni siquiera sería capaz de servir a la universalidad, ya que no tendría nada de concreto y de nuevo que llevar a las más altas instancias de la catolicidad. 3. El diaconado Ya hemos visto cómo la tensión entre el ministerio univer­ sal del papa y el ministerio particular del obispo hizo que re­ sultara dramático el itinerario del concilio de Trento en busca de una difinición de la figura y del papel del obispo y del pres­ bítero. Aquel recorrido tan laborioso concluyó, entre otras cosas, en aquel canon que definía divina ordinatone institutam una jerarquía que constaba «ex episcopis, presbyteris et minis- tris» 28. Así, a las muchas incertidumbres del concilio se añadía 27 El mismo Ignacio era quizás obispo de Antioquia y al mismo tiempo, se­ gún el modelo de los ministros itinerantes, «episcopus Syriae». 28 DS 1776. 284 esta última: la dificultad de cerrar por debajo, de forma para­ lela a la de abrirla por arriba, la serie de los grados del orden. De hecho, ministros indica a los diáconos, pero sin excluir al subdiaconado y a las órdenes menores. Por el contrario, el concilio Vaticano II no alberga dudas en este sentido: el servi­ cio apostólico a la comunidad se continúa, gracias al sacra­ mento del orden, por medio de los obispos con sus colabora­ dores, que son los presbíteros y los diáconos 29. No cabe duda de que una de las razones por las que el Va­ ticano II, a diferencia del Tridentino, corta por lo sano este descenso del orden hacia sus grados inferiores, quedándose en el diaconado, es la voluntad de seguir siendo fiel al Nuevo Tes­ tamento y a la tradición más antigua. En efecto, aunque el Nuevo Testamento no presenta ni mucho menos una clara je­ rarquía de grados en el ministerio ordenado, aparece allí por lo menos dos veces el término diákonos para indicar a unas per­ sonas constituidas en una categoría particular. Así ocurre en el saludo de la carta a los Filipenses (1,1), dirigido a «los santos que hay en Filipos con sus epískopoi y diákonoi». Y lo mismo sucede también en el capítulo 3 de ITim, en donde, tras la lista de las virtudes que se exigen al que desea ser epískopos, se pasa paralelamente a describir las condiciones necesarias para que uno pueda dignamente ser diákonos. Por el contrario, los siete de He 6,3-6 no reciben el nombre de diáconos ni pare­ cen representar una verdadera y propia institución, dado que no tienen sucesores, aunque la tradición los entendió como verdaderos diáconos 30. De todas formas, inmediatamente des­ pués del Nuevo Testamento, Ignacio de Antioquia presenta a la Iglesia ligada esencialmente a la terna ministerial de obispo, presbíteros y diáconos, que seguirá siendo clásica en la tradi­ ción antigua 31. Sin embargo, más allá de esta distribución del ministerio en tres grados, no se saca mucho del Nuevo Testamento y de la tradición en relación con las que serían las tareas específicas 29 LG 20 y 28. 30 Cf S. Cipriani, Sono davvero «diaconi» i «sette» di Atti 6,3-6?, en AA.W., Il diaconato permanente, Dehoniane, Nàpoles 1983, 227-236. 31 Cf M. Mees. La teologia del diaconato in Ignazio di Antiochia: Ibid., 247-257. 285