1. I. El idilio del esposado
Por: María del Pilar Hernández Moreno
Esta mañana me llevaron de nuevo al Juzgado. Todavía tenía un poco de frío y el dolor de
estómago no me dejaba. La sensación de angustia era algo incontrolable, y el sólo hecho de
pensar que vería de nuevo a mi hija trastornada y triste, y sin poder saludarme, me producía
unas inmensas ganas de llorar. ¡Claro! Debía ocultarlas porque los carceleros son muy
duros con los hombres que ven llorando. La única noción de hombría que conocen es esa
vieja sentencia popular que repiten sin cansancio: “¡Los machos no lloran!”.
Es jueves, un jueves de febrero. No sé la fecha exacta: he perdido la noción del tiempo.
Pero sí sé que es una mañana fría y extraña. Y que llegamos a la hora en que entran a los
Juzgados de Paloquemao fiscales, familiares de víctimas, jueces, abogados, policías,
estudiantes y acusados, como yo, de haber cometido un delito. Digo llegamos, porque mi
carcelero y yo parecemos siameses. Desde que él me pone las esposas no puede físicamente
separarse de mí ni un segundo y, obviamente, yo tampoco. (“Este hombre es un peligro
para la sociedad, no hay que quitarle los ojos de encima”, le dijo a mi guardián un Policía
robusto con cara de pocos amigos). Así es que sólo en la sala de audiencias, y una vez que
empieza la función, el hombre de azul, armado, adusto y con aires de mayor autoridad que
la que tiene, se desprende desconfiado de mí.
En cuestión de segundos recobro lo que he llamado mi pequeña libertad. Este aburrido
ritual me devuelve a la vida y me siento tan normal como todos los que están llegando a la
sala. El guardián saca de su bolsillo y con enorme lentitud, diría que con esmero, la llave de
las esposas: el metal suena y veo como poco a poco puedo separar mis manos, abrir mis
muñecas y sentir un alivio pasajero. Pienso vagamente en qué ocurriría si intentara salir
corriendo o si amenazara con hacerlo: pero, luego me ocupo de otras cosas… digamos más
productivas, más reales. En mi libertad provisional, la que se me concede en este día, soy
soberano dos o tres horas, dependiendo de la jornada y de lo que disponga la señora Juez.
Además de que ahora me siento atado solamente a mis pensamientos y certezas, tengo otro
pequeño albedrío, que aún la justicia no ha catalogado como delito: miro sin reservas, y
espero que nadie se dé cuenta, esa belleza rotunda, atrevida, pero a la vez seria y distante de
la Juez que tengo a 15 pasos de distancia. La misma que decidirá hasta cuándo dejaré de
verla y cuánto durará esta condena. Hoy tiene puesta una blusa roja que puedo ver a través
de su bata negra, la que están obligados a lucir todos los jueces. Ella es esbelta, alta, rubia.
De vez en cuando, quizás como manía o como costumbre, o tal vez para evadir el tedio,
acaricia su lacia cabellera o la recoge y lleva hacia atrás, en un gesto tímido y pausado.
Mientras la observo, me pierdo del mundo. Imagino besos, caricias, palabras, susurros de
amor. Quisiera llegar hasta el peldaño, hasta la altura que nos separa y rozar su mejilla
sonrojada con el dorso de mi mano. Pero, hay algo que me trae de nuevo a la realidad, es su
voz pidiendo que nos levantemos de la silla para escuchar el juramento que hará el primer
testigo de la fiscal. Ella, la juez, con una voz un poco afectada, declama normas de la
Constitución Nacional y del Código de Procedimiento Penal. Apoya sus dos manos en el
escritorio que le sirve de muralla, para decirle al primer testigo que no está obligado a
2. declarar en su contra ni contra su familia. Y cita de memoria el repertorio de la solemnidad
que le asiste a su cargo. Nuevamente me olvido de lo que dice y me detengo a detallar su
estatura. Observo su porte, sus ojos grandes, sus manos delicadas y finas y escucho esa voz
que pareciera no estar acorde con su gesto, con su postura, con su cargo. Intento descifrar
su cuerpo por debajo de esa bata, y prefiero entonces, no sé si por pudor o por qué cosa,
mirar hacia otro lado para olvidarla.
Y entonces, mi abogado me hace gestos para que vuelva a la sala de la que me mantengo
ausente hace rato. Me vuelco a la realidad, ésa de la que me siento agotado, porque ya no
aguanto más miradas sospechosas, voces en mi contra, palabras fuera de tono sobre lo que
soy y sobre lo que supuestamente hice. Ya estoy cansado de los testigos que me odian y que
hablan con saña de mi vida, de mi conducta, de mis hijos, porque no tienen otro oficio, y ni
siquiera se atreven a mirarme a los ojos.
Hoy, el vecino de la casa 20 quería pegarme. La juez actuó en mi defensa y le pidió
serenidad. De lo contrario, le advirtió con tono de enojo, tendría que invalidar su
testimonio. Yo, quería hacer lo mismo con él, pero tuve que dominarme y conservar la
calma.
Así transcurrían los primeros minutos, quizás 30 o 45 de otro día de juicio oral. Entre la
alegría y el control, entre el sueño y una rara vigilia, entre la ilusión y la desazón. Cuando,
de pronto, no sé cómo, acosado por la rabia de oír tantas calumnias, salté de mi puesto y en
cuestión de segundos estuve al frente del testigo de la casa 20, saqué fuerzas de donde no
tenía y le asesté un puño en su cara, tan fuerte, pero tan fuerte, que el hombre quedó
tendido en el piso y yo, sin darme cuenta, estaba nuevamente esposado.
La juez alzó la voz, pidió al público que regresara a su puesto. Canceló la audiencia y se
sumó a mi delito de agresión sexual contra menores de edad, el de agresión violenta contra
testigo. Me esperan nuevos cargos y más días de sopor y de dolor en la cárcel.