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GENE EDWARDS
LAS CRÓNICAS DE LA P UERTA
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DE CONSUELO

Y

SANIDAD

Perfil de tres monarcas
Querida Liliana
El divino romance
Viaje hacia adentro
Cartas a un cristiano desolado
El prisionero de la tercera celda
Las Crónicas de la Puerta
El principio
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VIDA

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La vida suprema
Nuestra misión: frente a una división en la iglesia
Cómo prevenir una división en la iglesia
Revolución: Historia de la iglesia primitiva
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El diario de Silas

Cells Christian Ministry
Editorial El Faro
3027 N. Clybourn
Chicago, Il. 60618
(773) 975-8391

2
(Title page)

LAS CRONICAS DE

LA PUERTA

Gene Edwards

Editorial El Faro
Chicago, Illinois
EE. UU. de América

3
(Copyright page)

Publicado por
Editorial El Faro
Chicago, Il., EE.UU.
Derechos reservados
Primera edición en español 1998
© 1995 por Gene Edwards
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida
por medios mecánicos ni electrónicos, ni con fotocopiadoras, ni grabadoras, ni de
ninguna otra manera, excepto para pasajes breves como reseña, ni puede ser
guardada en ningún sistema de recuperación, sin el permiso escrito del autor.

Originalmente publicado en inglés con el título:
The Triumph
Por Tyndale House Publishers, Inc.
Wheaton, Illinois

Traducido al español por: Esteban A. Marosi
Cubierta diseñada por: N. N.
(Fotografía por: N. N.)

Producto # # #
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Printed in ...

4
PROLOGO

—Es Miguel. Está sumamente alterado. Cerca del paroxismo.
Registrador, ¿qué hemos de hacer?
Registrador levantó la vista y miró el aterrado rostro del
ángel Ratel.
—¡Entonces él ha entrado en los atrios del templo! ¡Ha oído
la conjura que se está tramando contra su Señor! —respondió el
ángel registrador.
—Sí, y si le echan mano al Señor, me temo que Miguel vaya a
actuar sin haber recibido órdenes. Si lo hace, otro tercio del
ejército celestial deberá ir con él. Y la desobediencia estropeará
una vez más los lugares celestiales —dijo Ratel preocupado.
—Registrador, tú conoces bien a Miguel. Su Señor se encuentra
en grave peligro, y sin embargo, no se le ha permitido hacer nada.
Ver a su Señor en peligro y no permitírsele actuar, es algo que
Miguel simplemente no puede comprender.
Como Ratel se lo esperaba, la respuesta de Registrador no
vino enseguida.
—En el último instante, si todo lo demás falla, me pondré
delante de Miguel —respondió Registrador—. Pero eso pudiera ser un
gesto fútil. Estamos hablando de Miguel, que fue creado para ser
el ángel vengador. Esta noche hay mucho que vengar. Esperar que él
renuncie a esa fiera naturaleza suya, que le fue dada por Dios
mismo, es tal vez esperar demasiado de Miguel. Los hombres caídos
están tramando actos tenebrosos contra el Hijo de Dios. Si tales
conjuras llegan a ser hechos, pudiera ser más de lo que nuestro
compañero es capaz de sobrellevar.
Registrador suspiró, luego prosiguió:
—Ratel, dile a Gabriel que contrarreste a Miguel hasta donde
le sea posible. Pero si llega el momento en que todo lo demás
falla... si Miguel ordena que sus subordinados lo sigan a través
de la Puerta, entonces... pero no antes, llámame.
—¿Te escuchará, Registrador?
—Sé muchas cosas, pero eso no lo sé, —contestó Registrador
lúgubremente.
Por un largo momento Ratel miró al más misterioso de todos
los ángeles, luego se aventuró a preguntarle otra vez, cambiando
ligeramente su pregunta:
—¿Puede Registrador detener a Miguel?
—No estoy seguro de ello.
—¿Pero está dentro de los límites de lo posible? —persistió
Ratel, inexorable.

5
—¿Quién, o qué, puede impedir que Miguel proteja a su Señor?
¿Acaso se puede, de alguna manera, ayudar a Miguel a que comprenda
tales cosas?
—¿Entonces, estamos perdidos?
Por un momento Registrador escudriñó su recóndita sabiduría,
luego dejó escapar un doloroso suspiro.
—Ratel, no figura entre ninguna de mis obligaciones ni mis
privilegios saber eso. —Esas palabras fueron seguidas por una
llamarada de ira—. Pero esto sí, —añadió bruscamente—: ¡Ratel, a
tus obligaciones!
Con eso Ratel desapareció, reapareciendo casi al instante al
lado de Gabriel.

6
PARTE

I

7
CAPITULO

Uno

—Judas. ¿Ya ha llegado Judas?
Estas palabras eran de Caifás, el sumo sacerdote.
—Dentro de una hora, Señor.
—¿Y los guardas?
—Sí. Los romanos consintieron en ir con nosotros. Y todos
ellos llevan sus espadas. Los guardas del templo van armados con
garrotes y palos.
—Judas nos advirtió que los discípulos de El pudieran hacer
resistencia. Impídelos, de cualquier manera. Mata, si tienes que
hacerlo. Ese lunático debe quedar encadenado esta noche. ¿Y qué de
los testigos?
—Están aquí.
—¿Se les ha dicho qué deben decir?
—Según hablamos nosotros.
—Cuando llegue Judas, ve con él inmediatamente. ¿Tienen antorchas?
—Sí, señor; y lámparas.
—Judas besará al Nazareno, y a nadie más. No le demuestren
benignidad alguna a ese hereje. Atenlo de inmediato.
Volviéndose para entrar de nuevo en su casa, Caifás se detuvo
y preguntó otra vez:
—¿Se les ha notificado a todos los del Sanedrín?
—Sí, señor. La mayoría ya está de camino para acá.
Con frecuencia las palabras que se dicen en un susurro se
alcanzan a oír en los lugares más sorprendentes. En esta ocasión
en particular, las palabras de Caifás, dichas a algunos escribas y
sacerdotes, resonaron claramente en los oídos de un arcángel muy
imponente que estaba parado cerca de allí.
—¡Nunca, ni en el tiempo ni en la eternidad habrán de atar
ustedes a mi Señor! —juró Miguel, muy ofendido—. ¡Ustedes no van a
tocarlo siquiera! ¡Seguro que ustedes no van a enjuiciar al Señor
de la gloria! Si tratan de hacerlo, tendrán que habérselas con más
que seguidores terrenales. ¡Se las tendrán que ver conmigo y con
legiones de ángeles lívidos de furor!
Después de decir estas palabras, pronunciadas aun cuando no
oídas, Miguel desapareció, tan sólo para reaparecer en un huerto
cercano llamado Getsemaní.

8
CAPITULO

Dos

—¿Herrero?
—Sí, señor. Correcto.
—Mira, mañana en la mañana tendremos que crucificar a dos
ladrones y a un revolucionario. Vamos a necesitar clavos antes de
la media mañana. ¿Podrás hacerlos?
—Sí, señor, podré.
—Entonces forja una buena provisión de ellos, porque si el
Sanedrín sale con la suya, puede haber un cuarto.
—¿Otro ladrón? —inquirió el herrero.
—No. Un galileo. Ese al que toda esa gente acompañó en un
desfile la semana pasada. ¿Sabes de quién hablo?
—Sí, señor.
—También necesitaremos tres, tal vez cuatro travesaños de
cruz. Entiendo que puedes proporcionarlos también.
—¿Los ‘patíbulos’? Sí señor. Los hago de madera de ciprés, de
cuatro codos de largo, medio palmo de grueso y algo más de un
palmo de ancho, como los miden los romanos. Cada uno pesa como
cincuenta libras.
—Desbasta cuatro.
—¿Necesitarás también cuatro palos verticales de cruz?
—No, creo que no. Todavía quedan algunos parados en su lugar,
allá en la colina. O tal vez mañana simplemente usaremos un árbol.
Mira, volveré al amanecer. Ten todo eso preparado.
Después de decir estas palabras, el centurión se fue.
El herrero frunció las cejas al considerar lo que estaba a
punto de hacer.
—¿Así que, el galileo? ¡Sí, efectivamente, he oído hablar de
él! Si verdaderamente El es Dios, ¡qué cosa tan terrible estoy a
punto de hacer! ¿Habré de tomar yo de la tierra el mineral que El
colocó allí en la creación? ¿Y con ese mineral formaré yo clavos
para crucificar al Creador de la tierra? Si El es Dios, ¿habré de
labrar de un árbol del bosque que El creó, un travesaño de cruz
sobre el cual sea crucificado?
—Esas manos que colocaron el hierro en lo recóndito de las
entrañas de la tierra, ¿habrán de estar agarradas por ensangren-

9
tados clavos a una cruz? Esos pies que una vez recorrieron los
senderos de Orión ¿habrán de pisar mañana el lagar solos? Aquel
que mandó en medio de las tinieblas diciendo: ‘haya luz’ ¿habrá de
ser tomado como un criminal común, en las tinieblas de esta
ominosa noche?
—Si El es Dios, entonces ésta es la noche más pavorosa de
todos los tiempos.

10
CAPITULO

Tres

—Gabriel, ¿estará seguro nuestro Señor esta noche al abrigo de ese
huerto? —preguntó Ratel afligido.
—¿Dónde está Miguel? —respondió Gabriel igualmente afligido e
inquieto.
—Ha estado en el patio de la casa de Caifás. Ahora se halla
parado al borde del huerto. Debo decirte que en el patio de la
casa de Caifás se están reuniendo hombres que portan espadas y
palos. A unos testigos falsos se les está diciendo qué deben decir. Planean prender a nuestro Señor mediante el saludo de Judas.
Me temo que Judas sabe dónde se encuentra nuestro Señor y los conducirá allá.
—¿Y qué de los once?
—Están allí en el huerto de Getsemaní con el Señor —respondió
Ratel—, pero se encuentran dormidos.
—¡Qué! —exclamó pasmado el arcángel—. ¿Dormidos? ¿Sus
seguidores? ¿En una noche tan peligrosa?
—Pero, ¿por qué me sorprendo? —prosiguió Gabriel—. El ángel
registrador nos previno de una hora como ésta. Y tampoco son
realmente los seguidores dormidos lo que me preocupa.
—¿Qué es, entonces?
—Hay tanto Misterio... tanto, que aun nosotros, que somos
seres espirituales, no podemos comprender. De esta noche yo, por
mi parte, no sé nada. Ahí está nuestro Señor, revestido de semejanza de hombre, totalmente absorto en una intensa y atribulada
conversación con su Padre... pronunciando palabras tan graves...
siendo su humanidad tan evidente...
—Sí, parece tan vulnerable —fue la ponderada respuesta de
Ratel—. Está gimiendo y llorando, no como cualquier hombre pudiera
llorar normalmente, sino como nunca un mortal ha llorado. Nunca
nadie de la raza de Adán ha estado en semejante agonía. Es la cosa
más aterradora que he contemplado jamás. Sus palabras se han
agarrado a lo más recóndito de mi espíritu. ¿Puede el cuerpo
humano soportar por mucho tiempo semejante aflicción? Creo que no.
Si no encuentra alivio prontamente, de seguro que su corazón

11
estallará en pedazos. ¿Es posible, Gabriel? ¿Puede la aflicción
humana sumirse a una profundidad tan grande?
—Quizás debiéramos visitar el huerto. Estoy preocupado por
Miguel también.
Deslizándose primero frente a ocho figuras dormidas, luego
frente a tres más, los dos mensajeros pasaron casi al centro del
huerto.
—Esto es muchísimo peor que antes —murmuró Ratel—. El no
puede sobrevivir mucho más está agonía de su alma.
—Tampoco es nada estimulante ver a Miguel. Míralo.
—Nunca lo he visto en la condición en que está ahora —añadió
Ratel, temblando.
Miguel, de pie no lejos de su Señor, estaba hablando casi en
forma incoherente:
—Su rostro. Mira su rostro, —murmuró Miguel—. Su rostro, su
cuerpo, está rezumando... no sudor, sino... ¡sangre! Hay que hacer
algo. Ahora mismo. O dará su último suspiro.
Miguel se volvió hacia sus dos compañeros celestiales. Sus
ojos vidriosos danzaban con fuego.
—Gabriel, Ratel, es hora de actuar. Vuelvan a nuestro ámbito.
Llamen a los ángeles que están a tu cargo, Gabriel, y a los míos
también. Apercíbanlos para la batalla. Yo me quedaré aquí para
hacer lo indecible. Debo ministrarle, a El, que es el ministerio
mismo de mi vida. Debo consolarlo, a El que es Consuelo.
Gabriel, no sorprendido en absoluto por las palabras de Miguel, y sin embargo temeroso por el resultado de ellas, titubeó un
momento, luego desapareció. Ratel consideró decir algo, pero
viendo la intensidad de la ira en el rostro de Miguel, retrocedió
silenciosamente y entró en el otro ámbito.
Entonces Miguel se aproximó al cuerpo postrado de su Señor.
Lenta y reverentemente el arcángel meció la cabeza de Jesús en sus
poderosos brazos.
—Descansa tu cabeza en la mía, mi Señor. Respira profundamente. Cesa tus lágrimas. Yo te sostengo. No hay nada que temer.
Las legiones celestiales esperan tus órdenes. Ningún mal te sobrevendrá, mi Soberano.
Tomando en sus manos su propia inmaculada vestidura de luz,
el arcángel empezó a enjugar la sangre de la frente y del rostro
del Autor de la Creación, en tanto que las lágrimas de Miguel se
mezclaban con la sangre de su Señor.
—Respira profundamente de los vientos invisibles. No temas al
hombre. Señor, cien millones de espadas esperan tus órdenes.
El Señor levantó la cabeza y escudriñó el rostro de Miguel.
—No es al hombre al que temo, mi viejo amigo. Ni tampoco a
ángeles, ni a demonios, ni a la impaciente Muerte. Ve, Miguel,
déjame aquí. Mi Padre y Yo, nosotros debemos... Miguel, retorna a
los ámbitos invisibles. Espera mi llamado.
Por un momento más el Carpintero estuvo agarrando las vestiduras de Miguel. Al soltarlas, Miguel supo que no debía demorar

12
más su tiempo de partida. Sin embargo, el contemplar el ensangrentado rostro del Hijo de Dios, lo estaba aproximando más a la
insania.
—Espera mi orden, Miguel, —repitió el Carpintero—. No hagas
nada a menos que Yo lo ordene. ¿Entiendes, Miguel? Suceda lo que
suceda... nada.
El llanto de Miguel se convirtió en incontrolables sollozos
al apretar otra vez a su Señor contra su pecho.
—Mi Señor y mi Dios, ¿qué hora es ésta?
—Vuelve a nuestro ámbito, tú, el más elevado entre todos los
arcángeles. Espera mi llamada.
Entonces se oyó un ruido. Miguel se volvió. Uno de los discípulos, Juan por nombre, luchaba por librarse del sueño. En ese
instante Miguel desapareció. Y Juan volvió a quedarse dormido.

13
CAPITULO

Cuatro

—Padre, no es el látigo lo que temo. Ni tampoco los clavos, ni el
escarnio de la multitud. Ni siquiera a mi enemigo la Muerte. Es la
copa... y la tenebrosa bebida que hay en ella. Padre, Tú nunca has
estado separado de mí. Nosotros somos uno. Somos uno para siempre.
El hecho de que mañana no seamos uno, es un pensamiento peor que
mil infiernos.
—Padre, la copa. Por favor, apártala de mí. Si hay alguna
otra manera, hállala ahora. Si es posible, que Yo no tenga que
beber esa copa.
Jesús comenzó a temblar violentamente cuando consideró ofrecer una oración que no se atrevía a pronunciar. La lucha entre la
voluntad del Padre y la del Hijo se intensificó.
Finalmente, de los labios del Carpintero se elevó una oración, que lo llevó peligrosamente cerca de aceptar el horror que
le vendría si acataba la voluntad de su Padre.
—¡Padre, muéstrame... el contenido... muéstrame lo que hay
dentro de esa copa amarga!
De repente todo el huerto se puso horriblemente oscuro. Las
estrellas desaparecieron. El espacio, el tiempo y la materia se
desvanecieron. Un detestable hedor se extendió a través de aquella
aterradora escena. Entonces Jesús gimió:
—Ven, copa infernal. Muéstrame tu perverso brebaje.
Al momento comenzó a emerger allí, delante de El que es todo
pureza, una copa de toda impureza, que borbotaba y regurgitaba con
todas las corrupciones, depravaciones y obras decadentes en
descomposición, que la raza humana caída había realizado jamás.
Todo lo que es imperdonable,
todo lo que es inexcusable,
todo lo que es depravado,
toda nefanda perversión de la creación,
Yo debo contemplar tu inmundicia
antes de participar de ti.
La execrable poción se aproximó al Ungido, aún borbotando y
regurgitando su detestable hedor y su brebaje de aberración.

14
Temblando violentamente, transpirando sangre por todos los
poros, Jesús gimió. Luego continuó su angustiosa oración:
—Oh, Padre, en las vastas reconditeces del pasado, en la
eternidad anterior al tiempo, aun en eras anteriores a la eternidad misma, Tú y Yo proyectamos un plan que aterró hasta a la
divinidad. Luego Yo formé las estrellas, y fundé las nebulosas, y
puse en el firmamento sus ígneos cometas cuando la creación se
desovillaba de mi mano y se reflejaba en mis ojos.
—Así, la creación se originó al ser Yo inmolado allí.
—Yo vine como el trigo de la tierra, para morir, y después
producir mucha simiente, como Vida. Vida a ser engendrada en el
hombre. Pero, oh mi Dios, la depravación vaciada en esta horrible
copa. ¿Tiene que ser así? Oh Padre, no olvides que ahora vivo en
frágil humanidad, y se me ha añadido la voluntad propia del alma.
Desde la recóndita profundidad de un corazón angustiado y
hecho trizas, el Carpintero continuó ofreciendo, elevando, con
indecibles dolores de parto, peticiones tales que sólo esos gemidos podían expresar.
—Padre, la copa que está delante de mí es la quintaesencia de
todas las violaciones de tu Ley cometidas en todos los lugares del
mundo, a lo largo de toda la historia, mientras que las obras
corrompidas cometidas por los hombres aun en esta hora, añaden su
hiel a este perverso brebaje.
Al decir estas palabras, la copa borbotó y regurgitó una vez
más, mientras continuaba recibiendo las venenosas fomentaciones de
la humanidad depravada.
El Hijo de Dios empezó a llorar, y a sus lágrimas se unían
las de su Padre.
Donde nunca he sembrado,
allí debo segar.
Las condenaciones del linaje de Adán
tengo que beberme.
—Padre, Yo nunca... nunca he... —gimió Jesús al contemplar la
repulsiva escena—. Padre, todo eso es impío, perverso. Oh, Padre,
impía y perversa como es la copa, impíos y perversos son sus
hacedores. Padre, Yo soy santo, así como Tú eres santo. ¿No hay
ninguna otra forma en que ellos puedan llegar a ser justificados,
así como Tú eres justo... excepto la copa?
—¡Excepto que Yo venga a ser la copa!
¡La voz del Carpintero se fortaleció!
Su voluntad se sometió.
—Para que ellos sean uno. Así como nosotros...
—Oh, Padre. ¡Para que eso acontezca, permite aun esto!
El cielo se estremeció. El infierno tembló.
Entonces Jesús se levantó, y afirmó su rostro hacia una colina ubicada fuera de Jerusalén.

15
CAPITULO

Cinco

Una mano vacilante se extendió hacia abajo y sacudió a Pedro.
—Despierten, Jacobo y Juan —dijo una voz temblorosa.
Los tres hombres despertaron, y luego lenta y apocadamente se
fueron poniendo de pie.
—En el nombre de Dios, ¿quién eres? —preguntó Pedro,
aterrorizado, al mirar hacia arriba cuando se levantaba. Pero
enseguida se golpeó la boca con el puño cerrado, al reconocer en
la penumbra la trágica figura que estaba delante de él.
—¡Mi Señor, pero si eres Tú! ¿Qué ha sucedido? Es que estás
cubierto de sangre. ¡Luces más muerto que vivo!
Aterrados de espanto, Jacobo y Juan se pusieron al lado de
Pedro, mirando a quien esa noche se ganó para siempre el titulo de
Varón de dolores. El rostro del Carpintero estaba veteado de
sangre, y sus cabellos, aglutinados en sudor y sangre. Sus
vestidos
estaban
manchados
de
rojo,
y
su
semblante
era
prácticamente indiscernible.
—Vengan —dijo entonces el Carpintero, ignorando la conmoción
grabada en el rostro de sus discípulos. Los tres hombres
vacilaron. No les era fácil seguir a alguien difícilmente reconocible como hombre.
Juan fue el primero que se adelantó, llevado por una pregunta
que tenía que hacer.
—Señor, acabo de tener un sueño. Soñé que veía un ángel. El
ángel te estaba ministrando, luego desapareció. ¿Es que vi esto o
no fue más que un sueño?
—Sígueme, Juan. La copa que mi Padre me ha dado ¿no he de
beberla en breve?
El Señor, debilitado y más vulnerable de lo que los discípulos lo habían visto jamás, caminó tambaleándose hacia sus otros
seguidores dormidos.
Momentos después, ellos también se esforzaban por ponerse de
pie, e igual que los tres, quedaron horrorizados, con los ojos muy
abiertos, a la vista de su Maestro.

16
En ese momento se oyó un ruido. Todos volvieron la cabeza.
Alguien se acercaba.
—¿Quién podrá estar viniendo acá a esta hora? —susurró Pedro.
A continuación, tratando de recobrar algo de credibilidad, procuró
bastante torpemente sacar una espada que había ocultado bajo su
túnica.
—¡Juan Marcos! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó
Jacobo con voz reprensiva—. Deberías estar en tu casa, durmiendo
en la cama. Ningún muchacho de tu edad debe estar fuera de su casa
tan tarde.
—Es que no podía dormir. Nadie en la casa puede. Yo tenía
miedo, y... —Juan Marcos bajó la cabeza— ...y estaba curioso.
—Pero, ¡escúchame! —prosiguió—. Al venir hacia acá, pasé por
el centro de la ciudad. Cerca del templo... ¡se ven guardas
dondequiera! Observé y escuché. ¡Creo que vienen hacia acá!
Los once hombres miraron hacia la ciudad. A lo lejos podían
verse antorchas encendidas y linternas que, por cierto, parecían
estar moviéndose en dirección del huerto de Getsemaní.

17
CAPITULO

Seis

—¿Será que la oscuridad de la noche me está jugando una ilusión
óptica? Parece como si hubiera centenares de ellos —se dijo
el
levita en voz alta, asombrado.
—Tal vez hasta hay más de ellos de lo que parece —murmuró
Tomás—. Tiene que haber muchas linternas para alumbrar la noche en
forma tan brillante.
Minutos después Tadeo observó:
—Miren. Ese es Judas. Y viene hacia acá. Quizás él nos pueda
decir qué está pasando.
—¿Judas? Yo creía que él se encontraba aquí, con nosotros,
—dijo Pedro sorprendido.
En ese momento, dejando atrás a sus discípulos, el Señor
empezó a caminar con pasos ligeros hacia Judas.
—¡Judas! —llamó Jesús con voz bien clara.
Al escuchar aquella voz, Judas titubeó. Entonces, con actitud
indecisa, levantó la antorcha que traía en la mano y miró de
soslayo para poder ver mejor el rostro del que lo había llamado
por su nombre.
—Maestro, ¿eres tú? —respondió Judas mirando el emaciado
rostro del Señor.
Seguro entonces de que era Jesús, Judas avanzó y besó al Señor en la mejilla.
—Traición, por medio de un beso —musitó el Carpintero—.
Padre, permite aun esto.
Para entonces, ya se podía ver bien toda la turba que seguía
a Judas. Había cientos de ellos: el capitán de la guardia del
templo que venía al frente, los soldados que protegían a los escribas, y los asignados a proteger a los sumos sacerdotes, que los
seguían de cerca. Detrás de ellos había veintenas de otros que
tenían palos en las manos.
Al divisar tamaño ejército, los discípulos vacilaron.

18
Entonces Jesús caminó más allá de Judas, hacia aquella
multitud beligerante.
—¿Quién es ese infeliz medio muerto —preguntó el capitán de
la guardia—, y por qué Judas no nos señaló cuál de esos hombres es
el Nazareno?
—¿A quién buscan ustedes? —preguntó con voz segura y decidida
el Carpintero, que ahora se encontraba casi frente al jefe de la
guardia.
La respuesta del capitán fue áspera y fuerte, dicha en forma
tal que los once discípulos que se hallaban a cierta distancia
pudiesen oírla claramente.
—Buscamos a Jesús de Nazaret —respondió, al pasar al lado del
ensangrentado Carpintero.
—Yo soy Jesús, a quien ustedes buscan.
Al oír eso, el capitán dio media vuelta y, al hacerlo, tropezó y cayó. Al caer, tumbó a varios de los asombrados hombres que
estaban con él. Después de unos momentos de confusión que
siguieron, y con no pequeño temor, el capitán de la guardia estaba
otra vez de pie encarando al hombre que había hablado.
—¿Quién eres Tú? —preguntó. Sus palabras todavía revelaban
incertidumbre.
—Yo soy Jesús, a quien ustedes buscan.
Al escuchar esa respuesta, el capitán recobró la seguridad de
su voz y su coraje
—¡Atenlo! —ordenó.
Al escuchar esas palabras del todo inaceptables, un airado
arcángel llamado Miguel y un airado hombre llamado Pedro se abalanzaron hacia adelante.

19
CAPITULO

Siete

Pedro sacó su espada y corrió hacia aquella turba.
—¿Ha llegado el momento de pelear y usar la espada, Señor?
—Preguntó con actitud inquebrantable al pasar cerca del Carpintero, blandiendo fieramente su espada por encima de la cabeza, al
tiempo que se abalanzaba hacia adelante. En ese mismo momento, y
con mucha mayor seguridad, la poderosa mano de Miguel fue en busca
de su espada.
Jesús iba a contestar la pregunta de Pedro, cuando la espada
de éste le cortó la oreja a un esclavo llamado Malco. Enseguida
varios hombres de esa multitud trataron de agarrar a Pedro. Al
hacerlo, la mayor espada de toda la creación quedó completamente
desenvainada, pero no antes de que las siguientes palabras del
Carpintero llegaran a los oídos de ambos espadachines:
—Si Yo necesitara protección, se me proporcionaría más de
doce legiones de ángeles con sus espadas desenvainadas —gritó el
Señor con voz fuerte y clara—. Pero éste no es el momento. No me
corresponde llamar a los ángeles de mi Padre ahora. En vez de eso,
me toca beber la copa que mi Padre me ha dado.
Al oír esas palabras Pedro, de carácter irascible, y el arcángel aún más provocado, vacilaron.
Jesús hizo una pausa, luego susurró unas palabras en forma
tan suave que únicamente los oídos celestiales pudieron oír.
—No espadas, ni batalla, ni ángeles, Miguel. Sólo una copa.
El Carpintero se irguió hasta alcanzar su plena estatura, y
rompió la extraña lobreguez de esa extraña noche con una voz que
resonó como trompeta a través del huerto.
—Los ladrones que ustedes arrestaron... ¿me han confundido
con ellos? Ustedes me han visto antes. Cada día, en el templo. Con
todo, mírenlos a ustedes. ¡Ustedes han salido contra mí como si Yo

20
fuera un ladrón! He estado en el templo cada día, incluso en este
día, hablando abiertamente.
Jesús miró directamente a los ojos de los principales sacerdotes y les dijo:
—Ustedes no me han arrestado nunca y ni siquiera han extendido sus manos contra mí. No hasta ahora. ¿Por qué no? Porque su
tiempo no había llegado aún. Lo que ustedes están haciendo ahora
lo hacen tan sólo porque mi Padre se lo ha permitido.
En seguida y a voz en cuello, el Señor exclamó otra vez con
palabras dirigidas a los entenebrecidos corazones de esos hombres
alevosos que se encontraban frente a El, y a los oídos de los que
estaban en el ámbito invisible de las tinieblas:
—¡Esta es la hora de ustedes!
—¿A quiénes está hablándoles? —se preguntó Miguel—. ¿Y de
quién es esta hora? ¿Es ésta la hora de Lucifer? —gruñó.
Gabriel se puso instantáneamente al lado de Miguel, y tomó la
mano derecha de Miguel al decirle:
—Miguel, debes entender que ésta no es mi hora ni la tuya,
—declaró Gabriel con determinación—. Esta no es tampoco la hora de
los ángeles elegidos. Todo ha cambiado. El equilibrio ha sido
alterado. Miguel, debes entender que tu Señor ha aceptado esa copa
que tanto lo horrorizó.
Miguel cerró el puño delante de su rostro y exclamó:
—Oh, mi amado Señor, dígnate decir la palabra y vendrán más
de doce legiones de encolerizados ángeles a rescatarte.
La respuesta del Señor fue inmediata, si bien sus palabras no
fueron dirigidas a Miguel, ni a la estupefacta turba, sino a los
ciudadanos del mal.
—Reino de las Tinieblas, tú tienes tu poder. Tú y todas tus
potencias quedan, a partir de este momento, libres. La restricción
divina queda levantada. Ahora es tu hora. Esta es la hora de las
potencias de las tinieblas. ¡Haz lo que puedas!
Súbitamente, como si alguna fuerza invisible se lo hubiese
ordenado, la turba que rodeaba a Jesús se llenó de coraje y agarró
al Carpintero. Rápidamente le ataron las manos, en tanto que once
hombres aterrorizados y un joven muchacho huyeron en la oscuridad
de la noche.
Dos jóvenes de entre la multitud notaron el tamaño más bien
pequeño y la velocidad del muchacho que huía. Señalándolo como su
presa, corrieron tras él, En breve lo alcanzaron, y agarrando la
ropa de Juan Marcos tiraron de ella con furia. Frenéticamente Juan
Marcos giró y empezó a correr hacia atrás, dándose maña para
librarse de la sábana con que a modo de manto estaba cubierto y la
cual habían agarrado. Entonces girando otra vez, huyó desnudo
hacia Jerusalén y su casa.
Al apremiarlo Gabriel, Miguel pasó de mala gana y desatinadamente por la Puerta que separaba los dos ámbitos. Jesús quedó
solo en un mundo que para entonces ya estaba totalmente gobernado
por el reino de las tinieblas. El Carpintero se encontraba en la

21
más peligrosa de todas las situaciones posibles. Estaba en manos
de hombres religiosos.
—Llévenlo a casa del anciano. Llévenlo a Anás. El sabe más
que nadie las formalidades a seguir.
Eran como las 3.00 a. m.

CAPITULO

Ocho

El retorno de Miguel a los lugares celestiales causó consternación
a toda la hueste celestial. En pasmado silencio la hueste
celestial
retrocedió
horrorizada
al
ver
venir
a
Miguel
tambaleándose hacia ellos.
—¡La sangre de un hombre en las vestiduras de un arcángel!
—exclamó Adorae, horrorizado por lo que veía—. ¿Qué es lo que le
ha ocurrido al ángel vengador? Es como si hubiese luchado con la
Muerte. ¡¿Y de dónde procede esa sangre?!
—¿De nuestro Señor? —gritó la voz interior de Ratel.
Los ojos de Miguel estaban empañados y su rostro descolorido
e impreciso. Las más poderosas manos del universo creado estaban
temblando violentamente. Al ver las miradas horrorizadas de la
hueste celestial, Miguel miró sus manos y sus vestiduras.
—Es la sangre...
La voz de Miguel se quebró. Temblando incontrolablemente, el
arcángel se cubrió el rostro con las manos, tratando de vencer la
terrible memoria que atravesaba la mente de su espíritu.
—Es la sangre... —Miguel se apretó los ojos con sus puños
cerrados, en tanto que la luz de su ser destellaba en forma intermitente.
—...Es la sangre de mi Señor —gritó Miguel, sucumbiendo por
último a la histeria.
La horrorizada hueste celestial gimió en agonía frente a esa
escena demasiado dolorosa de soportar.
—La sangre de nuestro Señor en las vestiduras del arcángel
Miguel —observó Ratel. Ni un ángel se movió.
Miguel empezó a hablar, sin dirigirse a nadie en particular:

22
—Hay peligro por dondequiera. Pende inexorablemente en el
aire y penetra lo más recóndito del ser. Esta es la hora espantosa, y no hay nada que yo pueda hacer. ¿Entienden? Nada que yo
pueda hacer. La noche es tan oscura. Tan oscura.
Tan sólo por un instante Miguel pareció haberse quitado su
delirio. Buscando a Gabriel con ojos que apenas podían ver, preguntó desatinadamente:
—¿Está Gabriel aquí?
—Aquí estoy, Miguel, a tu lado, y los que están a mi mando.
—¿Y los míos? —preguntó Miguel otra vez, vacilante—. Los que
están a mi mando, ¿están aquí?
—Ellos también se encuentran aquí.
—No debo tomar acción alguna. No por mi parte, no en mi autoridad, sino sólo bajo la de El.
El tenso cuerpo de Ratel se aligeró. Se oyeron suspiros de
alivio en toda aquella hueste formada.
—Una rebelión en la historia del cielo es suficiente —susurró Gloir.
Pero las esperanzas de Gloir, de Ratel, y de la hueste
celestial entera se desvanecieron súbitamente. Miguel volvió a
partir hacia la escena del huerto.

23
CAPITULO

Nueve

Como medida de precaución, el capitán de la guardia condujo al
criminal de regreso a Jerusalén dando un rodeo.
Los fariseos, levitas, sacerdotes del templo, guardas del
templo y los legionarios romanos, encabezados por uno que llamaban
quiliarco o tribuno, llevaron al prisionero hacia el norte hasta
que dejaron atrás la ciudad; entonces descendiendo entraron en
Jerusalén desde el oeste. En unos minutos estuvieron en territorio
de César, la fortaleza Antonia, guarnecida por soldados nativos de
Siria enrolados en el ejército de César.
—¿A dónde se ha de llevar al mago desde aquí? —preguntó el
quiliarco.
—Al Palacio Macedonio. El gran Sanedrín se está reuniendo
allí para procesarlo.
A continuación, los guardas del templo condujeron al prisionero fuera del área de la fortaleza, pasando delante del palacio
de Herodes, hacia un gran atrio doble que estaba frente al Palacio
Macabeo, la residencia palaciega de Anás y de Caifás.
Al ver que Jesús era llevado adentro, todos los que estaban
en el atrio convergieron inmediatamente delante de la casa del
sumo sacerdote, mientras que al propio tiempo miraban a la
emaciada figura que se hallaba de pie al centro del atrio y hacían
comentarios entre ellos.
—Es El —dijo uno.
—¡Lo han logrado! ¡Ahora El es nuestro!
—Luce grotesco, ¿verdad?

24
—Yo no lo habría reconocido.
—Guarden bien la entrada. El tiene amigos.
—Llévenlo al anciano. Anás debe ser el primero en interrogar
a este hombre.
Anás era el hombre viviente de más edad que había servido en
calidad de sumo sacerdote. Tal posición hacía que se le considerara sabio. Asimismo, era poderoso.
—Los testigos, llamen a los testigos —susurró Caifás.
Anás emergió de su casa.
—No dejen que este blasfemo entre en mi casa —gritó Anás con
voz estridente.
Caminando lentamente hacia el prisionero, Anás escudriñó el
rostro de Jesús. Habrá de ser un camino breve a la muerte para
éste —pensó—. Está ya medio muerto.
Anás se puso delante de1 Carpintero.
—¿Por qué enseñas traición, sedición y herejía? —preguntó a
Jesús—. ¿Y quiénes te siguen?
—Pregunta a los que me han oído —respondió Jesús—. Todos los
que me han escuchado saben lo que Yo enseño.
Apenas habían salido estas palabras de la boca de Jesús, un
guarda del templo le pegó con el puño en el rostro.
—Estás hablándole al sumo sacerdote —le dijo el guarda —y ésa
no es manera de hablarle al sumo sacerdote.
El guarda no lo sabía, pero con ese acto había empujado a un
arcángel muy cerca del borde. Hasta entonces, el fuerte brazo de
Gabriel se las había arreglado para contener a Miguel. Con todo,
la lucidez de Miguel se estaba deteriorando rápidamente. Gabriel
sabía perfectamente, igual que todos los ángeles elegidos, que el
siguiente incidente de semejante naturaleza pondría a Miguel fuera
de control.
En ese momento Anás le hizo señas a Caifás. Entonces el hombre que a la sazón gobernaba como sumo sacerdote, se hizo cargo de
la inquisición

25
CAPITULO

Diez

El interrogatorio había continuado por más de una hora. Nada resultaba como debía. Caifás estaba desesperado y casi frenético.
Anás se deslizó al lado de Caifás y susurró ásperamente:
—Con lo que has logrado hasta aquí, nunca llegaremos a convencer a Pilato de que nos debe permitir ajusticiar a éste.
—¿Qué más puedo hacer yo? —replicó Caifás airadamente—. ¿Se
me puede culpar a mí de que los testigos no pueden coincidir en
sus relatos?
—Hay una cosa más que puedes hacer.
—¿Y qué es? —replicó Caifás, frustrado.
—Conjura.
—¡Sí! Por supuesto. ¿Por qué no? ¿Pero qué si El miente?
Las palabras con que respondió Anás penetraron como un dardo
en el corazón de ambos hombres:
—Este hombre no miente.
Entonces Caifás recogió el extremo de sus vestiduras de color
azul y blanco y caminó otra vez hasta el centro del atrio, hasta
ponerse frente a su propuesta víctima.
—Te conjuro por el Dios viviente que nos digas ¿eres Tú el
Mesías? ¿Eres el Hijo de Dios?
El Señor miró lentamente a los que estaban alrededor en ese
atrio, escudriñando los rostros de veintenas de sacerdotes,
rabinos, escribas y fariseos. Entonces miró hacia Anás y el

26
guarda. Por último, Jesús alzó los ojos hacia el horizonte para
descubrir lo que los ojos humanos no podían ver. Sobre el techo de
todas las casas que estaban alrededor de aquel atrio, y más allá
hasta las colinas y llegando hasta los campos de más allá de
Jerusalén, había muchos miles de vigilantes ángeles.
Finalmente,
los ojos del Carpintero se encontraron con los
ojos de un arcángel. El rostro de Miguel era un río de relucientes
lágrimas.
Exalta se acercó lenta y suavemente a Gloir para susurrarle
al oído:
—El va a decirlo, ¿no es así? Nunca soñé que El dejaría que
los oídos del hombre caído lo oyeran confesar la consumación de la
verdad.
—Eso le va a costar todo —respondió Gloir—. ¿Qué hemos de
hacer?
—Nada, fuera de lo que se nos permite hacer.
En forma muy suave, casi imperceptible, el Señor miró a su
invisible guardián, y finalmente al sumo sacerdote.
Mirándolo a los ojos, Jesús acercó su rostro al de Caifás y,
con una serenidad que parecía sacudir el suelo mismo debajo de
Jerusalén, le respondió:
Sí, Yo Soy.
Después de pronunciar estas palabras, Jesús miró una vez más
hacia Miguel y entonces continuó:
—Y además, verán al Hijo del Hombre sentado a la diestra del
poder de Dios, y viene el día cuando lo verán retornar con sus
ángeles en una nube de gloria.
—Señor, apresura esa hora —susurró el arcángel.
Caifás había abrigado esperanzas de que semejantes palabras
habrían de salir de los labios del Carpintero. Y dado caso que
lograse tal confesión, ya había planeado lo que haría. Así pues,
fingiendo una ira santa asió de sus vestiduras y, rasgándolas,
empezó a gritar:
—¡¿Quién necesita más de testigos?! Todos hemos escuchado a
este galileo blasfemar a nuestro Dios, aquí delante de nosotros.
Con su propia boca lo ha blasfemado... Aquí... en la presencia
misma del Sanedrín. Este hombre ha testificado de su propia herejía. ¿Qué les parece?
—Pido una votación del Sanedrín —agregó.
Caifás retrocedió unos pasos y, extendiendo la mano, señaló
directamente a Jesús al tiempo que decía:
—Yo sé cuál es mi decisión. Este nazareno no merece vivir.
Emitan sus votos. Si en ustedes hay lealtad a Dios, su voto será
igual al mío. Si Dios está con nosotros, lo veremos muerto antes
que la Pascua comience.
—¡¡Noooo!! —exclamó Miguel extendiendo una vez más la mano
para desenvainar su espada. Una vez más Gabriel lo refrenó. Una
vez más Miguel rindió la fortaleza a la soberanía.

27
Entonces una voz inconfundible resonó dentro del espíritu de
ambos arcángeles:
—Regresen a los lugares celestiales.
Acto seguido las huestes celestiales se volvieron y, muy
renuentes, regresaron a su propio ámbito. El último y más renuente
de todos era Miguel.
Eran como las 5:00 a. m.

CAPITULO

Once

Mientras el Sanedrín emitía su voto y mientras Caifás tramaba su
siguiente paso, en Jerusalén se desarrollaba una nueva escena.
Uno de los sacerdotes del templo escaló los muros del templo
hasta que por último se paró sobre uno de los pináculos del mismo.
Mirando hacia el este el sacerdote escudriñó atentamente el
horizonte, en tanto que allá abajo la gran multitud de peregrinos,
que repletaban el atrio del templo y que iban pasando muy
apretadamente por las veinticuatro entradas a los terrenos del
templo, observaba ansiosamente.
El sacerdote escudriñó cuidadosamente el paisaje. A poca
distancia fuera de la ciudad se extendían las laderas del monte de
los Olivos, y a través del campo abierto, se veía el camino que
salía de Betania. En la distancia se podía ver una hilera de
israelitas creyentes que venían caminado hacia la Puerta Oriental.
Por un momento el sacerdote se volvió para observar el lado
opuesto de la ciudad. Los peregrinos que venían subiendo por el
camino de Jope, fluían entrando en Jerusalén por las puertas que
daban al occidente.
En ese momento el borde superior del sol apareció por encima
de las colinas orientales.
El sacerdote gritó a los que se encontraban allá abajo:

28
—¡El sol de la mañana!
Desde abajo, otro sacerdote preguntó hasta qué distancia
podía verse la luz de la mañana.
—¿Aun hasta Hebrón? —se escuchó la pregunta tradicional.
—Sí, —gritó el primero, respondiendo—. ¡Aun hasta Hebrón!
Allá abajo la multitud empezó a aplaudir.
Eran las 5:45 a. m.
De pronto, a todo lo largo de los muros de la ciudad aparecieron sacerdotes del templo que portaban largas trompetas. Las
tenían levantadas. En unos momentos el aire se llenó del fuerte
sonido de aquellas trompetas de plata.
Los peregrinos vitorearon otra vez, en tanto que los ciudadanos de Jerusalén más cansados, todavía acostados en sus camas,
recibieron el sonido de las trompetas simplemente como una llamada
para levantarse en un nuevo día. Esos habitantes locales muy
probablemente no harían ningún esfuerzo para llegar al atrio del
templo hasta la tarde.
Al apagarse el sonido de aquellas trompetas, unos cincuenta
sacerdotes, cada uno asignado a realizar tareas específicas, comenzaron a hacer sus obligaciones.
La responsabilidad de algunos de esos hombres consistía en
sacrificar un cordero en ese momento de la mañana en particular.
Ese sacrificio, a diferencia del cordero que se debía sacrificar
en la tarde, era una rutina diaria que realizaban cada mañana a la
salida del sol.
Fuera del templo, las mujeres empezaron a pasar aprisa a un
atrio del templo, mientras los hombres iban hacia otro. El sacrificio matutino de un cordero y la oración matutina se ofrecerían a Dios simultáneamente.
El cordero fue conducido hasta un tazón de oro, donde bebió
agua, y después fue llevado al altar.
En ese mismo momento las manos de Jesús fueron atadas. Ahora
atado, Jesús se encontraba de pie en el atrio Macabeo esperando el
resultado de la votación del Sanedrín, al tiempo que ataban la
pata delantera derecha del cordero a su pata trasera derecha.
Entonces pusieron sobre la cabeza del cordero un anillo de hierro
atado al altar y voltearon su cara hacia el oeste. Enseguida
encendieron el altar del incienso y despabilaron las siete velas
del candelero. Un momento después el cordero estaba muerto.
La votación terminó. Jesús fue hallado culpable.
A continuación, vino la sentencia. El Sanedrín había decidido
que, por la ley hebrea, el Carpintero tenía que morir.
Eran las 6:00 a. m. Doce horas después comenzaría el Sabbath.
Si Jesús había de morir antes de las 6:00 p. m., esos hombres
tenían que apurarse.
—Todos ustedes han sido testigos, hemos oído a este hombre
decir gillupha. Ha blasfemado. Ahora llévense a este blasfemo. No
merece vivir. Esta es la voluntad del Sanedrín.
Gabriel apretó su mano sobre el brazo de Miguel.

29
CAPITULO

Doce

—Péguenle. Azótenlo. Asegúrense de que cuando hayan terminado con
la flagelación, el reo parezca el monstruo que es. Luego llévenlo
de vuelta a Pilato. Quiero que no tengan compasión alguna de este
hombre que vino de Pilato. Quiero decir, que este galileo debe
morir antes que comience la Pascua. Hagan lo que haya que hacerse.
Delante de los hombres y de los ángeles, el chasquido del
látigo de los soldados resonó por las cámaras de juicio.
Nada podían saber los que estaban presentes, que el chasquido
de ese latigazo había llevado más allá de toda restricción a Miguel que, trastornado, gritaba. Gabriel opuso su propio poderoso
brazo contra el de Miguel. Resonó otro chasquido del cruel látigo
a través de la Puerta. Los ojos de todos los ángeles estaban
vueltos hacia Miguel.
Que esta hora no llegue a ser como fue la gran rebelión,
imploró Gloir dentro de sí. Pero aun al cruzar estas palabras su
espíritu, sus ojos le decían que Miguel había pasado de su punto
de resistencia. Ahora había legiones de ángeles bajo las órdenes
de un ángel que se balanceaba en el borde de la insania. Había
terror en todos los rostros, y lágrimas en muchos ojos.

30
Hubo otro chasquido del látigo. Este dejó su marca en las
espaldas del Carpintero. Entonces, presionado más allá de su
llamado, presionado más allá de todo control, el más poderoso de
todos los arcángeles ahora totalmente frenético, desenvainó su
espada, la alzó bien alto sobre la cabeza y gritó con todas sus
fuerzas:
—¡¡Venganza, venganza... ahora!!
Todos los ángeles que estaban a las órdenes de Miguel empezaron a gemir y llorar, mientras desenvainaban renuentemente sus
espadas en obediencia a uno que estaba a punto de volverse desobediente.
—Debemos obedecer al que ahora desobedece —gimió Exalta.
—Si pasamos por la Puerta, todo se habrá perdido —sollozó
Adorae apesadumbrado.

CAPITULO

Trece

—¡Una pregunta, Miguel!
Era Registrador, que de repente había aparecido delante de la
Puerta, justamente frente a Miguel.
La borrosa vista y el ofuscado espíritu de Miguel daban testimonio de que él no estaba plenamente consciente de quién era el
que se había parado en su camino.
—¿Quién es tu enemigo? —rugió Registrador frente a Miguel,
casi pegando su rostro al de éste.
—¿Qqqué...?
—Te pregunto, ¿quién es tu enemigo?
—El no debe hacerle daño a mi Señor —farfulló Miguel—. Yo fui
creado... yo fui creado para proteger el trono. Y cuando el Hijo
se hizo hombre, mi obligación pasó a ser protegerlo a El. Yo soy
el ángel guardián de no menos que del Hijo de Dios. Sí, él... mi
enemigo... no se le debe permitir que dañe a mi Señor.

31
—¿Quién es tu enemigo, Miguel? ¡Escucha a tu espíritu! Halla
la respuesta. ¿Quién es tu enemigo?
—Mi enemigo. ¿Quién es mi enemigo? Sí, ¿quién es mi enemigo?
Es aquel que ahora mismo está haciéndole daño a mi Señor.
—¿No oíste las palabras de tu Soberano? Escúchame, Miguel,
¿oíste las palabras de tu Señor?
—Los ojos de Miguel se iluminaron.
—Mi Señor, sí. Pero El fue herido por los hombres. Lo están
flagelando. Esto no se puede permitir.
—Miguel, ¿habrás de actuar sin una orden? ¿Habrás de actuar
fuera de tu encomienda?
—Pero ellos no deben hacerle daño a mi Señor —gimió Miguel
todavía trastornado.
Registrador le gritó a Miguel en plena cara:
—¡Demando de ti, Miguel, como tu compañero mensajero, que me
digas quién es tu enemigo!
—Mi enemigo... sí... mi enemigo. ¿Que quién es él? —Buscó
Miguel como tentando—. ¡Mi enemigo es... Lucifer! —resonó como
poderosa trompeta la voz del arcángel. Esas eran las primeras
palabras cuerdas que pronunciaba Miguel desde que había desenvainado su espada.
—Dime otra vez, Miguel, ¿quién es tu enemigo?
—Lucifer es mi enemigo —repitió Miguel blandiendo su espada
en el aire.
La hueste angélica comenzó a tener esperanza, pero tan sólo
porque era aparente en la faz de Registrador.
—Entonces dime, mi viejo camarada, ¿habrás de llegar a ser
como Lucifer?
—Pero, Registrador, ellos... no deben... hacerle ningún daño
a mi Señor.
—Te pregunto una vez más, Miguel. Mírame a los ojos. ¡Mírame,
Miguel! Escucha a tu espíritu. ¿Vendrás a ser como Lucifer?
—No, no —gritó Miguel, saltando hacia atrás—. Nunca habré de
llegar a ser como Lucifer.
Entonces hubo suspiros, gemidos, lágrimas y un suave llanto
en toda la hueste celestial. Miguel aún no estaba completamente
sano, pero había declarado con su boca lo único que podría volverlo atrás del borde peligroso en que se hallaba.
Una vez más Miguel luchó con una obsesión dominante.
—Pero no deben hacerle daño a mi Señor —repitió otra vez.
—Miguel. Dímelo otra vez. ¿Habrás de llegar a ser como tu
enemigo?
—¡No! ¡No! —gritó Miguel—. Pero ¿no habré de proteger a mi
Señor? Yo... tengo que proteger a mi Señor. —Miguel estaba
llorando ahora, como llora uno cuando se ha quebrantado su
voluntad.
Ahora las palabras de Registrador fueron más suaves.
—¿Miguel, no oíste a tu Señor cuando habló? El dijo que las
tinieblas habían de tener su hora para mostrar sus poderes. La

32
soberanía ha decretado que ciertamente los dos enemigos de Dios,
el Pecado y la Muerte, han de tener su voluntad.
—Registrador, oh Registrador, esos dos enemigos de mi Señor,
¿no están ahora mismo en alianza con mi enemigo? Seguro que ellos
le harán daño a mi Señor. ¿Qué se puede hacer?
Entonces el espíritu de Registrador resplandeció con fulgor
al echar mano de las palabras exactas con las que él había de
responder a Miguel.
—¿No recuerdas?
—¿Recordar qué? —replicó Miguel agitado.
—Aquella noche en Egipto. ¿Miguel, recuerdas aquella horrible
noche? ¿Recuerdas aquella noche plena de maravillas?
—Recuerdo que un cordero fue sacrificado. Miles de corderos
fueron sacrificados. Recuerdo eso.
—¿Y qué fue lo que El nos dijo?
Los ojos de Miguel saltaron de un lado a otro mientras él se
esforzaba por recordar.
Finalmente empezó a pronunciar palabras, pero le venían lenta
y trabajosamente:
—El nos dijo... nos dijo que fuéramos a la ciudad de Faraón
para observar y aprender, pero que no hiciéramos nada. Sólo presenciáramos. Habíamos de estar parados allí y no hacer nada. Tan
sólo habíamos de presenciar.
Había severidad en la voz de Registrador cuando inquirió:
—Había más cosas que El te dijo, Miguel. Recuerda, ¿qué más
te dijo?
Era obvio que, sinceramente, Miguel no podía recordar, aun
cuando él miraba para un lado y otro desatinadamente, esperando
ver u oír algo que le ayudase a recordar.
—El me dijo... ¿qué fue lo que El me dijo, Registrador?
Las vacilantes palabras de Miguel comenzaron otra vez:
—El me dijo... El nos dijo que observáramos y aprendiéramos
porque habría...
—¡Ahora recuerdo, Registrador! —gritó Miguel agarrando la
túnica de su viejo amigo—. Nos dijo que aprendiéramos, porque
habría otra noche. Una noche espantosa. Una noche tan espantosa
como era aquélla. Y cuando viniese esa noche, no habíamos de hacer
nada.
De nuevo los ángeles lanzaron grandes suspiros de alivio.
—Pero, Registrador —protestó Miguel—, aquella noche fue tan
sólo un cordero. ¡Pero esta vez es mi Señor! ¡Y mientras estamos
hablando ahora, lo están azotando!
Los brazos de Miguel cayeron al otro lado de los hombros de
Registrador. De pronto Registrador se encontraba sosteniendo el
cuerpo de un arcángel que temblaba y sollozaba.
Miguel comenzó a lamentarse:
—Oh, mi Señor, ha llegado esa noche. Oh, Señor, ¿no he de
hacer nada?

33
—¡Ayúdame, Registrador! —imploró Miguel otra vez—. Están
azotando a mi Señor. No puedo soportar semejante cosa.
Compasivamente, Registrador envolvió con sus brazos al poderoso Miguel.
—Miguel —empezó a decirle Registrador en forma suave y casi
en un susurro—, recuerda el trono.
Al oír Miguel esas palabras, cada fibra de su ser se relajó.
Miguel se desplomó en brazos de su compañero.
—El trono. Debo recordar el trono —sollozó Miguel.
A continuación de esas palabras, se escuchó el sonido de innumerables millones de espadas que estaban siendo envainadas de
nuevo. Y con ese sonido se oyó aún otro: el agradecido llanto de
diez mil veces diez mil ángeles. Congregándose alrededor de su
líder, poco a poco la sollozante multitud quedó silenciosa. En ese
momento de silencio Exalta levantó una mano por encima de la
cabeza y empezó a cantar:
Soberano.
Soberano siempre, sé ahora soberano.
Soberano aun en horas tenebrosas.
Soberano es tu trono.
Todo destino es tuyo propio.
Esta la más tenebrosa noche
no es más que luz
para ti.
Miguel levantó la cabeza desde los brazos de Registrador que
la cuneaban y, silenciosa y hasta reverentemente, envainó la espada más tremenda de toda la creación. Un momento después dijo con
voz conmovida pero firme:
—Mensajeros, compañeros míos, en breve todos nosotros deberemos retornar a la tierra. Puede que hayamos de volver a vivir
aquella noche de Egipto. No sabemos nada de lo que nos espera en
las horas siguientes, pero sabemos esto: Hay ominosos presentimientos dondequiera. Pero esta batalla, sea cual sea, no es para
que nosotros la libremos. Estos asuntos están en otras manos. En
breve ustedes van a retornar a Jerusalén exactamente como fueron,
hace tanto tiempo, a la ciudad de almacenaje de Faraón. Sí, y así
como ustedes fueron a Belén. Estarán parados por todas las colinas
alrededor de Jerusalén.
—Pero, a menos que nuestro Señor diga, no haremos nada...
Entonces
la
hueste
angélica
comenzó
a
deslizarse
silenciosamente por la Puerta, saliendo y pasando a estar sobre la
tierra alrededor del monte Sión.

34
CAPITULO

Catorce
Los guardas llevaron al prisionero por las atestadas calles, de
regreso hacia la fortaleza Antonia. Por dondequiera había gente
que celebraba las festividades que estaban por comenzar. Esa
mañana más de doscientos mil visitantes atestaban las calles y el
atrio de la ciudad.
De cuando en cuando los guardas tenían que empujar
vigorosamente y hacer fuerza contra el gentío, para poder avanzar
hacia la fortaleza romana.
Más distante del área del templo, la escena era bien
distinta. En la sección occidental de la ciudad, había jergones
alineados en todas las calles y callejones. Se veían hombres,
mujeres
y
niños
sentados,
sin
hacer
nada,
esperando
la

35
celebración, que comenzaría por la tarde, y el sacrificio
vespertino. Junto a cada familia israelita había un cordero.
Un niño que miraba a los soldados que pasaban, y suponiendo
que el hombre que iba con ellos era un dignatario, se acercó a
Jesús y le dijo:
—Mira mi cordero. Es perfecto. El sacerdote no encontró tacha
en él. —Entonces, viendo las cadenas que había en las muñecas del
Carpintero, el niño preguntó inocentemente—: ¿Adónde te llevan?
Jesús le respondió en voz baja, susurrando:
—Al mismo lugar adonde tú llevarás tu cordero.
Entonces, al quedar iluminado el rostro del Carpintero por la
luz de la mañana, el niño retrocedió horrorizado, y sobrecogido de
espanto se fue corriendo.
Jesús suspiró y musitó:
—Padre, permite aun esto.

PARTE

II
36
CAPITULO

Quince

—Levántate, Barrabás.
El prisionero abrió los ojos y miró al intruso.
—¿Por qué? —refunfuñó el prisionero—. Todavía es temprano. Yo
no tengo que morir hasta el mediodía. ¿Estás tratando de acelerar
mi ejecución?
—¿Sabes que eres muy tonto, Barrabás? —respondió el guarda—.
¿O es que no lo sabes? Apenas hay alguien en todo Israel que no
conozca tu reputación, y no obstante, trataste de robar el banco
de César a fin de conseguir dinero para organizar una revuelta en
la que nadie está interesado.

37
Barrabás se encogió los hombros, luego dio vuelta cuidadosamente a las cadenas que tenía en sus muñecas lastimadas.
—Y tus compañeros de fechorías han sido tan tontos como tú
—prosiguió el guarda.
—Eran lo mejor que pude conseguir —replicó Barrabás.
—¿Un babilonio y un vejete beduino? Eso no te fue nada
difícil conseguirlo —dijo el soldado romano riéndose—. Tu suerte
se te acabó hace mucho, muchísimo tiempo. Pero ahorita mismo vas a
tener el gran privilegio de verla acabarse una vez más.
—Sí, lo sé —respondió Barrabás.
—No señor, tú no sabes nada —replicó al instante el centurión—. Eres un tonto.
—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Barrabás cautelosamente, caminando hacia la puerta del calabozo.
—Nada menos que Pilato ha mandado llamarte esta mañana. Es
que quiere verte.
—¿Quéeee? ¿Cuándo en la vida un gobernador romano se ha interesado en un campesino como yo, que puede darse por muerto?
—Esto tiene que ver con una de las costumbres de la Pascua de
ustedes. Se suele soltar un preso el Día de la Preparación. Soltar
a un preso hace sentirse bien a todos. Por lo común, suele ser
alguien que no habría de estar preso más que unos días. Pero no
este año. Pilato va a presentar ante el pueblo a dos: a ti y a
cierto mago de Galilea.
—Allí hay gato encerrado —dijo Barrabás.
—Sí. Y tú eres el gato —replicó el guarda—. Pilato quiere
soltar a ese otro hombre. Su esposa tiene que ver algo con ello.
Cierto sueño que tuvo, sabes. Hasta Herodes está en esto. No pudo
hallarle nada con que acusarlo, de modo que Herodes envió al
hombre de vuelta a Pilato. Para asegurar que sea el mago el que
quede liberado, Pilato ordenó que seas tú, el preso más despreciable y vil de toda Jerusalén, la otra alternativa. Bueno, ¡qué
te parece! ¡Qué opción! ¿Eh, Barrabás?
—Tienes toda la razón, romano. Mi suerte se acabó desde hace
mucho tiempo.
—No sólo la tuya. Tu amigo babilonio y el beduino... ellos
morirán contigo. Al mediodía.
—¿Oyes esa muchedumbre allá afuera? —continuó diciéndole el
soldado—. Los ciudadanos de Jerusalén están a punto de sellar tu
ruina, Barrabás. ¡Ahora, sal afuera!

38
CAPITULO

Dieciséis
—Un asesino queda libre y un inofensivo maniático es sentenciado a
morir —murmuró incrédulo un guarda.
—¿En cuál celda? —preguntó.
—Tíralo en aquella en que teníamos a Barrabás. Es la única
adecuada.
—¿De veras que Barrabás va a quedar libre?
—Sí. Allí viene ahora. Pero no te preocupes, estará aquí de
vuelta en cuestión de una semana.

39
Barrabás pasó a empellones al lado de Jesús a quien traían en
dirección contraria en ese angosto corredor. Entonces se volvió y
miró a la figura cubierta de sangre.
—¿Qué le han hecho a ese hombre? ¿Es así como tratan ustedes
a un mago? —preguntó Barrabás, incrédulo.
—Lo flagelamos hasta que casi murió —respondió uno de los
soldados—. Creímos que podíamos hacerlo gritar. Pero en ningún
momento gritó. Míralo bien. Es lo que te habríamos hecho a ti.
Ahora, ¡sal de aquí y lárgate!
Los soldados se llevaron a Barrabás a empellones por el corredor y empujaron al Nazareno a través de una puerta abierta, a
la celda que lo esperaba, donde cayó derribado al suelo.
—¿Qué es esto? —preguntó el oficial a los dos soldados.
—Es su túnica. Se la quitamos antes de azotarlo.
—Tírala dentro de la celda. Es suya... hasta que muera.
—¿Y luego?
—Veo que ya le han echado el ojo —respondió el oficial—. A mí
no me importa. Sólo que no vayan a pelear por ella.
—¿Qué han decidido en cuanto a la ejecución? —añadió.
—Será ejecutado junto con los dos amigos de Barrabás.
—¿Dónde?
—Sobre una de esas colinas que dominan a Jerusalén. Aquella
que está allá, frente al templo. El sumo sacerdote lo pidió así.
Tiene algo de ironía. La última mirada del condenado ha de ser la
entrada del templo. Todo eso tiene que ver con un proverbio, señor
—respondió el guarda.
El oficial se volvió y miró al guarda.
—Es un antiguo proverbio que los judíos usan cuando alguno
alega ser el Mesías. “Si él es el Mesías —dicen—, que rasgue el
velo del templo.”
La desinteresada respuesta del oficial fue un “ah”.
—¿Los colgaremos en maderos o en uno de los árboles? —preguntó otro de los guardas.
—Se pueden colgar tres en un árbol, ¿no es cierto?
—Sí, si el árbol es suficientemente grande. Allí hay árboles
así.
—Entonces, será en un árbol. ¿Qué me dices de los patíbulos o
travesaños?
—Un herrero local los preparó anoche. Los tengo aquí.
—¡Puede que sólo necesites dos! Es posible que ese galileo no
viva lo suficiente como para ser crucificado.
Cuando la puerta de la celda se cerró de un portazo, el Carpintero, tirado en el frío suelo, empezó a susurrarle a alguien
que estaba en la celda con El.
—¿Miguel?
—Mi Señor. Te suplico, en el nombre de la compasión, déjame
herir a estos paganos.
—No, Miguel. No debes hacerlo.
—Señor, no puedo continuar de esta manera. ¡Debo herir!

40
—No, Miguel, no lo harás. Ponle término a semejantes palabras. ¡Ahora mismo!
—¡Oh, mi Señor, mi Señor! —gimió Miguel.
—Escucha mis palabras, Miguel. Las tinieblas deben tener su
hora. Es necesario que sea así. La copa que mi Padre me dio,
espera. Ve, Miguel. Halla a Registrador. El te está esperando. Una
misión final espera por ti. Registrador irá contigo.
—¿Registrador? Pero su lugar es siempre al lado del trono.
Cuando él suelta su pluma...
—En unos minutos los hombres me verán crucificado aquí en la
tierra. Lo que los hombres verán, no será más que algo trivial.
Tres criminales muriendo. Pero mientras eso acontece, tú y
Registrador verán esas mismas cosas, sólo que ustedes las verán
desenvolverse como mi Padre las ve.
—Miguel, te eximo de tener que ver la escena terrenal. Verás
estos acontecimientos desde un punto de vista más grandioso.
—Ve, Miguel. Ahora.
Después de decir esas palabras, el Carpintero perdió el
conocimiento. Entonces el arcángel se arrodilló junto a su Señor y
se despidió de El con un último adiós lloroso:
—Ciudadano del cielo, forastero en la tierra, ¿cuándo nos
encontraremos de nuevo? Me voy tan sólo porque ésta es tu orden.
En unas horas el Gólgota llegaría a ser el centro de la
creación, excepto para dos ángeles que estaban a punto de hacer un
viaje casi increíble... a lugares de fuera de la creación.
Eran cerca de las 9:00 a. m.

41
PARTE

III

41
CAPITULO

Diecisiete
—Rápido, Miguel —apremió Registrador—. Por aquí. Tú y yo estamos a
punto de ver cosas que ningún ojo, salvo los de Dios, ha visto
jamás. Ven. Nuestro viaje nos lleva a donde nunca ha habido
tiempo, ni espacio, ni creación.
—¿Dónde, entonces?
—Esa es nuestra primera dificultad —respondió Registrador con
un dejo de consternación en su voz—. Es que no vamos a estar en
ningún lugar en particular. Estaremos en... —Registrador vaciló
por un instante—. Miguel, ¿de qué sirve responder? Nada de lo que
yo diga ahora es exacto. Estaremos en todos los lugares y en todos
los tiempos.
—¿Estamos a punto de visitar muchos lugares?
—No, Miguel —gesticuló Registrador—. Estaremos en todos los
lugares, y en todos los tiempos. Todo... a la vez.
—¿Todos los lugares, a la misma vez?
Registrador sacudió la cabeza.
—No, eso no es del todo correcto, pero es lo más cerca que
puedo llegar a una explicación. Es que ni palabras, ni parábolas,
ni revelación, ni ningún otro medio de comprensión nos han de
beneficiar ahora. No entenderemos. Solamente contemplaremos.
—¿Entonces, tú sabes adónde vamos? —respondió Miguel totalmente mistificado.
De nuevo un viso de frustración marcó su paso a través del
antiquísimo semblante de Registrador.
—No iremos, sino que rodearemos.
—¿Rodearemos?
—Se nos permitirá ver, por un breve momento, como Dios ve.
—Registrador hizo un amplio movimiento con el brazo en un
gesto de futilidad—. Esto tampoco es enteramente correcto. No es
como Dios ve, sino como Dios es. No es tanto que veremos como El
ve, sino que estaremos donde El está.
Ahora le tocó a Miguel el turno de estar frustrado.
—¿Y dónde está eso, si puedes decírmelo?
—¡Rodeando!
—¿Rodeando qué?
—Todas las cosas. Envolviendo... todas las cosas.
—¿Todas las cosas? ¿Qué quieres decir?

42
—Todo el tiempo, todos los lugares, toda la eternidad, todas
las cosas eternas. Envueltas en Dios. Rodeadas por Dios. Sí, todo
a un mismo tiempo.
—¿Cómo es posible eso?
—Miguel, yo no lo sé. Te digo esto: El existía antes de la
creación. Esto yo sé: La creación está en El. El rodea y envuelve
a la creación. El rodea y envuelve todas las cosas. No sólo a la
creación visible. También la nuestra. Y tal vez más.
—¡Tal vez más que eso! ¡No hay más que eso! —dijo Miguel.
—Como te dije, yo no sé. Incluso dudo bastante que, cuando
nuestro viaje termine, tú o yo entenderemos. Que esto sea
comprendido si la comprensión es posible. Todas las cosas están en
Dios.
Los ojos de Miguel resplandecieron, luego se atenuaron. El
arcángel se sentía confundido, perplejo... y distraído. Y, si es
posible, hasta un poco inseguro.
Entonces Registrador continuó:
—Antes de envolverse Dios en nuestras dos creaciones, antes
de hacer su morada en ellas, antes de eso... El estaba afuera. No
solamente afuera, ¡sino rodeando la creación! Incluso después de
entrar en su creación, El ha seguido y sigue envolviéndola.
Miguel miró a Registrador desde la comisura de sus ojos, con
un destello evidente en ellos.
—Entonces nuestro Dios es mucho, muchísimo más grande y más
misterioso de lo que alguien pueda saber jamás.
—¡Miguel, no estés demasiado seguro de eso!
Estas palabras no podrían haber sido más inesperadas.
—¿Qué? —exclamó Miguel.
—Puede venir un momento —respondió Registrador—, en algún
lugar allá afuera en las vastísimas riquezas de lo desconocido,
cuando los redimidos y los ángeles elegidos habrán de conocer, así
como son conocidos.
—Registrador, terminemos sabiamente esta conversación. Ahora,
¿dónde comenzamos nuestro...? —Miguel paró en seco—. ¡Una pregunta
inapropiada, supongo!
—No, Miguel, esa puede ser bien una muy apropiada pregunta
—respondió Registrador—. ¡Pero la respuesta te sorprenderá!
¡Nuestro viaje comienza al final!
Miguel estuvo a punto de mostrar asombro, cuando súbitamente
todas las cosas desaparecieron. Incluso la nadedad* abandonó el
escenario.
Yo debería perder la paciencia más a menudo, se dijo Miguel
reflexivamente. Quién sabe lo que podría aprender.

*

Nadedad (en inglés nothingness). El autor usa este término de sentido abstracto
en sus obras. (N. del T.)

43
En ese momento sucedió algo que en realidad de verdad no se
supone que sea posible. Los dos mensajeros quedaron inmersos en
una luz inaccesible.

CAPITULO

Dieciocho
—¿Dónde estamos?
—Nos encontramos en aquello que rodea todas las cosas.
—Si es que te comprendo, Registrador, eso quiere decir que
¡estamos en Dios! Pero ¿eso no está vedado?
—Miguel, siempre hemos estado en Dios. Así también están
todas las cosas. Ahora... ¡mira!
Súbitamente la inmensa luz de gloria en que se habían
precipitado, se abrió. Ante ellos se desplegaba una vastísima
escena panorámica.
Los ojos de Miguel se movían rápido en todas direcciones.
—Por allí está el principio —gritó Registrador—. ¡Y por ahí,
por ese lado, está el fin!
La única respuesta de Miguel fue colocar las manos sobre su
boca en un gesto de asombro.
—¡Nuestro Dios está en ambos lugares... al mismo tiempo! —
exclamó Registrador aterrado.
—El Dios que servimos está al final. El siempre está al final. Tan ciertamente como que El está siempre al final, así también El está al principio... siempre.
—El envuelve todas las cosas —susurró Miguel, hallando su
voz, aunque no su comprensión.
—Miguel, tú has estado afligido por los acontecimientos que
están teniendo lugar en la tierra, ¿no es cierto?
—¡Tú sabes bien que sí! —respondió el arcángel con
incredulidad—. Alterado por ellos, está más cerca de la verdad.
—¿Y Dios?
—¡Oh! —contestó Miguel, casi sin aliento—. El vio... El ve el
resultado final, allá lejos en el futuro. El lo ve ahora. No queda
sorprendido como nosotros. El ve el futuro.
—No exactamente. De hecho, Miguel, no podrías estar más
equivocado —respondió Registrador—. Dios no ve el futuro. Tampoco
ha estado allí. El está en el futuro. Está en el resultado final.
El está en los acontecimientos que hoy tienen lugar en Jerusalén.
Está presente en el final de esos acontecimientos. Con todo, El

44
está en el principio, y está en el fin. En todos ellos. ¡ahora! No
es que El los ve. Más bien, que simplemente están. En El.
—¡Dios conoce el resultado! —exclamó Miguel.
—¡No!
—gritó
impaciente
Registrador—.
El
está
en
el
acontecimiento, está en el resultado, ahora mismo.
Una vez más Miguel miró a Registrador, al tiempo que se esforzaba por comprender lo que no se puede entender.
—¿Es que El está en el resultado final de los acontecimientos
de hoy? —respondió Miguel preguntando, mecánicamente, más para oír
sus propias palabras que para percibirlas.
—¿Y...? —instó Registrador.
—Nuestro Dios está en el final, ahora mismo. El está en el
fin. En todos los finales; en todos los principios... de todas las
cosas. Ahora.
—¿Y...? —continuó la instructora voz de Registrador.
—El... El está... en el Gólgota. —Entonces Miguel se volvió
para encarar a Registrador-. El está en la Pascua de Egipto,
ahora. El... envuelve todos los acontecimientos. Ellos están todos
en El. Todos al mismo tiempo. Toda la creación, todos los tiempos,
todos los lugares están en El. ¡El envuelve todos los tiempos!
—Hay más, Miguel. Dios envuelve todas las cosas y todos los
acontecimientos, mediciones de tiempo, y todas las mediciones de
la eternidad, todo el espacio y todo lo eterno carente de
dimensiones, todos ellos están siempre en El. La historia, la
nuestra y la de la tierra, están rodeadas por El y están en El.
Todas las cosas están inmersas en Dios que lo rodea todo.
—¡Estoy viendo lo que El es —prosiguió Registrador—, un Señor
omnienvolvente
presentemente
presente
en
el
principio
y
presentemente presente en el fin! Adondequiera que miro, veo que
El es, El es, no que será, la Omega... y el Alfa.
Registrador, habiendo comprendido todo esto sólo ligeramente
delante de Miguel, estaba esforzándose por no llegar a estar tan
excitado como el arcángel.
—Una frase —continuó Registrador— puede describirlo todo,
esto
es,
si
tan
sólo
pudiésemos
tener
un
espíritu
lo
suficientemente grande, no en tamaño sino en capacidad, para asir
su pleno significado: El es el eterno ahora.
—Miguel, tú sabes que yo soy el primer ser viviente que Dios
creó jamás. Yo estuve allí, al principio. Yo siempre he dado por
sentado que todas las cosas prosiguieron a partir de ese momento.
Pero no es así. Dios creó el tiempo y la eternidad, todo al mismo
tiempo. Completado. Terminado, desde un extremo hasta el otro.
—A diferencia de El —siguió Registrador su disertación—,
nosotros estamos limitados por fronteras, somos viajeros que nos
esforzamos en avanzar, somos parte de los acontecimientos que
tienen lugar. Y esto nos hace creer extrañamente que el futuro no
ha tenido lugar. Pero sí ha tenido lugar. ¡No! Aún no ha tenido
lugar. ¡Pero, sí, en Dios sí ha acontecido ya! Solamente que
nosotros todavía no hemos llegado allá.

45
—El no está en el futuro, el futuro está en El.
—Cosas que aún no existen, son.
—Todos los acontecimientos se encuentran en Dios, que lo
envuelve todo.
—Por un breve momento mi Señor ha hecho lo que prometió que
haría. Me ha permitido estar en alguna posición ventajosa superior
y ver acontecer todas las cosas a la misma vez, —respondió Miguel,
exaltado.
—Ven,
amigo
mío,
al
final
—dijo
Registrador—.
Allí
contemplaremos uno de los más grandes misterios de Dios: ¡Cómo El
escogió a los elegidos!
—¿Al final? —inquirió Miguel con un tono correctivo en su
voz—. No; querrás decir al principio.
—No, Miguel, ¡al final!
El rostro de Miguel resplandeció al prorrumpir él en una
exc1amación que era como un grito:
—Nuestro Dios no sólo nos conoció antes, en su presciencia;
no sólo nos conoció en el pasado, sino que nos conoció en el
futuro, ¡todo en el mismo instante!
—Trastornador, ¿no es cierto? —replicó Registrador en una
respuesta que casi podía llamarse risa—. Pero probablemente aún
lejos de la meta. Sea como sea, tú y yo estamos a punto de ver
cosas que dejarían atónito a cualquier ser viviente que sea menor
que Dios.
—Calma, Registrador —dijo Miguel sonriendo, al recordar que,
momentos antes, casi había visto reír al severo ángel, lo que ya
era, en sí, algo que hacía historia.
—Sí, Miguel, ‘calma, Registrador’.

46
CAPITULO

Diecinueve
—Son los redimidos. Míralos, Registrador. Los gloriosos redimidos.
Están reunidos todos en un lugar, procedentes de todos los
lugares. Estamos contemplando esta grandiosa congregación al final
de los tiempos. —Miguel hablaba más como pudiera hablar un niño,
que como un arcángel.
—Los ciudadanos de la salvación, los hijos e hijas de Dios,
—susurró Registrador, extasiado. Entonces, de pronto, como si
hubiese sido electrificado por una revelación, exclamó—: ¡Tienen
la Vida de El! ¡Y su naturaleza! Miguel, son el linaje biológico
de El. No son tan sólo hijos adoptados, sino que son
biológicamente su linaje. Son verdaderamente hijos e hijas de
Dios. Tienen a Dios como su Padre biológico.
—Están regocijándose en la sangre del Cordero. ¿Qué quiere
decir eso? –inquirió Miguel.
—Tú lo sabes, Miguel. Tú lo sabes.
—¡El Cordero! Están hablando de mi Señor, que ahora mismo
está siendo colgado en un madero allá en Jerusalén. ¡Todos éstos
han triunfado por su sangre!
—Entonces, si El muere hoy... —Miguel vaciló—. ¡Entonces esa
colina de las afueras de Jerusalén no es el final de la historia
para mi Señor! —Aturdido por el mero pensamiento, Miguel empezó a
temblar.
—Sí, así parece, —convino Registrador, al tiempo que sus ojos
resplandecieron de gozo.
De repente, casi frenéticamente, Registrador asió a Miguel.
—¡El Libro de la Vida! ¿Lo ves? Mira por allí. El que nuestro
Dios me dio para que yo lo guardase. Está siempre conmigo, junto
al trono. El me lo dio al principio. Allí está, al final. Miguel,
¿lo ves?
—¡Sí, lo veo! Pero, Registrador, ¡no hay nombres escritos en
sus páginas! Las páginas están en blanco.
—¡Eso no puede ser! —exclamó Registrador más que turbado.
Había pánico en la voz del más antiguo de los ángeles—. Yo he

47
visto todas las páginas de ese libro. He visto los nombres de
todos los que están predestinados dentro de Dios. El los
predestinó en su ser antes de que la creación comenzara. Así me lo
declaró y así debe ser. ¿Cómo pueden estar en blanco esas páginas?
Te digo que he visto los nombres. De todos ellos, registrados en
ese libro aun antes de que Dios creara. ¡Esas páginas no pueden
estar en blanco!
—Calma, Registrador. Fuiste tú el que dijiste que no
comprenderíamos.
Registrador estaba frenético y su rostro se veía pálido.
—Mi Señor y mi Dios, Tú me dijiste que todos esos nombres
estaban allí desde antes que te aventuraras a crear. Tú
estableciste su estado antes.
Procedente de ningún lugar en particular, sin embargo de todas partes, vino una voz:
—Eso no es todo lo que te declaré en ese día anterior a todos
los días. Registrador, ¿qué más te dije Yo?
Aun antes de que Registrador pudiese siquiera considerar la
respuesta, el Libro de la Vida empezó a llenarse de nombres.
—¡Lo olvidé! Mi Señor, perdóname. No me di cuenta. Tú estabas
aquí, al final, incluso en el instante en que yo estuve allí
contigo al principio. Pero en ese mismísimo momento del principio,
Tú estabas aquí en el final y los veías emerger; ¡sí, a los
fieles! Tú conocías a los fieles aquí, y los registrabas allá. Tú
veías quién emergía ¡fiel! Tú veías a los que te eran leales...
elegidos, redimidos y fieles.
—Tú los hiciste libres. Libres para ser lo que quisieran ser,
y ellos escogieron ser tuyos. Ellos te siguieron, y están aquí en
el final... y Tú eres su Señor, y Tú estás aquí. No obstante, Tú
estás también allá en el principio. Comprendo, si bien no
comprendo. Señor, Tú viste... Tú ves ambas cosas, el principio y
el fin, al mismo tiempo.
—¡Es aquí, al final que Tú los escogiste! No, fue al principio
que los escogiste. ¡No, Tú hiciste ambas cosas, a la vez, en ambos
lugares! No, lo hiciste tan sólo una vez, pero en ambos tiempos.
Oh, no sé lo que hiciste. ¡Pero fue en ambos extremos que lo
hiciste!
—¡De esto sí estoy seguro! ¡Señor, dentro de tu ser Tú no
dejaste nada dudoso!
Y mientras Registrador todavía se agitaba en una revelación
inmutable, de repente extendió las manos.
—¡Mira, Miguel! —señaló con la mano—. Por allí, al final,
allí, en lo último. ¡Mira! Ese soy yo, allí. Miguel, ése soy yo.
Ese es Registrador. El... es decir, yo... al final de todas las
edades... Sí, yo!
—Mírame —siguió diciendo Registrador—. ¡Ahora comprendo! He
tomado el Libro de la Vida. El mismísimo Libro de la Vida, cuyas
páginas antes habían estado vacías, pero que ahora, al final de
todo, están llenas. Miguel, ¿fui yo quién registró todos esos

48
nombres al final? Es mi obligación hacer tales cosas. ¿Es que yo
inscribí los nombres, al final?
Miguel no podía ni moverse ni hablar.
—¡Mírame! ¡De alguna manera sé exactamente lo que estoy por
hacer. ¡Miguel, ése soy yo, allí al final, con un libro que
contiene los nombres de todos los redimidos. Sé lo que él está...
no, lo que yo estoy por hacer con ese libro.
Registrador
estaba
verdaderamente
rugiendo
con
gran
delectación, porque, aun cuando estaba parado a gran distancia,
estaba observándose a sí mismo en medio de la gloria de la
congregación de todos los redimidos.
De pronto Registrador se vio a sí mismo cómo lanzaba el Libro
de la Vida de vuelta a través del tiempo. Entonces el Libro de la
Vida regresó a través de todos los tiempos y edades hasta que
llegó al principio.
Miguel y Registrador se aguantaron la respiración al mismo
tiempo. El Libro de la Vida, después de atravesar todo tiempo y
espacio, vino a quedar en las manos de Dios... en el principio.
—Aquel que está de pie al final, —dijo una voz— pero que
también está parado en el medio mismo de la creación cuando ella
está originándose, ha recibido el Libro de la Vida.
Ambos ángeles estaban de pie reverentemente, mirando cómo el
Dios del principio llamó al ángel registrador a que saliera de la
nada a la existencia. Registrador escuchó de nuevo las primeras
palabras que el Señor le dijo:
Tu nombre será Registrador.
—Así fue, Miguel. Así fue exactamente como ocurrió. Escucha,
vas a oírme responderle.
Miguel le respondió jubiloso:
—No, Registrador, así es como está ocurriendo, y como
ocurrirá, y como ocurrió.
—Observa, Miguel —le dijo Registrador ignorando su proclama—.
Mira. El Señor me mostrará algo que existe desde hace sólo un
instante... me mostrará el Libro de la Vida. Yo acababa de
llenarlo... al final, pero no lo sabía... en el principio.
—Mira, estoy extendiendo la mano para recibir el gran libro
dorado. Escucha mis palabras, dichas en total inocencia:
—Mi Señor, un libro lleva el título de ‘El Libro de la Vida’.
Ya está lleno de nombres.
—¡Sigue escuchando, Miguel! ¿Te das cuenta de que se te está
permitiendo ver el mismísimo principio? Todo esto me sucedió antes
que tú existieras. ¡Estás viendo mi génesis!
Con humildad, Registrador añadió una nota más:
—Al fin, alguien está compartiendo conmigo mi nacimiento.
—Ahora —prosiguió Registrador—, escucha bien lo que nuestro
Señor me dijo hace tanto tiempo, y yo no lo comprendí:
Antes de que Yo creara todas las cosas,

49
Yo acabé todas las cosas.
—Mira qué Misterio. Allí, en el momento mismo de crear,
cuando no había nada sino sólo Dios y yo, El me encargó el manejo
de un libro que yo nunca había visto, si bien la letra era mía.
—Entonces El me dijo que todas las cosas estaban terminadas
aun antes de que comenzaran. El Señor estaba parado en el final
cuando dijo eso.
Miguel se volvió para escudriñar el rostro de Registrador,
tan sólo para tomar desprevenido al antiquísimo ángel haciendo
algo que nadie se habría imaginado jamás que él haría. (Miguel no
ha relatado nunca a nadie los acontecimientos de ese momento.)
Registrador, totalmente fuera de sí, comenzó a aclamar, a gritar,
a mover de un lado a otro los brazos extendidos hacia arriba y, en
general, a conducirse más como Exalta que como el siempre
reservado ángel de los registros.
—Oh, mi viejo amigo —susurró Miguel, al tiempo que unas relucientes lágrimas descendían lentamente por sus mejillas mientras
contemplaba la conducta nada elegante de su venerable amigo—,
solamente espero que cuando nuestro Señor te permita retornar al
tiempo, y a las cosas eternas, El te permita conservar la memoria
de este momento.
Registrador volvió su rostro surcado de lágrimas hacia él.
—El está más allá de todo conocimiento. El es soberano. Oh,
si es soberano nuestro Dios —gritó Registrador, llorando—. Me dijo
que El terminó todas las cosas antes de crear todas las cosas.
¿Sabes qué más me dijo? Y aún no lo comprendo plenamente. Me dijo
que El había sido inmolado antes de la fundación de la creación.
Registrador respiró profundamente, y luego continuó:
—Miguel, ahora debemos irnos. He visto lo increíble. Pero
ahora percibo en mi espíritu que es hora de que tú veas lo
increíble. Estamos a punto de ver cosas que te conciernen. Tal vez
hasta se nos pueda permitir poder echar un vistazo a un
acontecimiento que tuvo lugar después del final.
Una vez más los dos mensajeros quedaron absorbidos en luz.

50
CAPITULO

Veinte

—Registrador, no te puedo ver. Tengo la sensación de que estás a
mi lado. Tómame la mano.
—¿Sabes qué es lo que estamos a punto de ver? —respondió el
ángel registrador.
—Por supuesto que no, pero veo claro algunas cosas. El va a
morir hoy en Jerusalén. Yo... no podré prevenirlo.
—¿Y?
—Los escogidos, los redimidos. Están en El. Por consiguiente,
si El muere, ellos morirán con El.
—¿Eso es todo?
—¡Seguro que no! El habrá de triunfar en alguna parte por
ahí. Yo no puedo sino creer que algún día El habrá de vivir de
nuevo. Obviamente tiene que haber un triunfo final en algún lugar
por ahí.
—¿Y si es así?
—Si El vuelve a vivir, ellos también volverán a vivir, porque
están en El.
Y una vez más la luz se abrió delante de ellos dos.

51
CAPITULO

Veintiuno
—Allí, Miguel... hacia el final. ¿Ves?
—Es Lucifer —regañó Miguel con tono de enfado—. Todavía está
procurando ganar una batalla que habrá de perder.
—Todavía está procurando ganar una batalla que él ¡ha
perdido! —murmuró Registrador.
—Mira —añadió—, hay algo más por allí al final. ¡La Muerte!
¡0h, la Muerte está muerta!
Para sorpresa de ambos, la escena cambió repentinamente.
—¡Jerusalén! Estamos viendo lo que está sucediendo en Jerusalén ahora, en este momento mismo, tal como se conoce el tiempo
allí en la tierra.
—Es mi Señor que cuelga en un aborrecible madero. —Miguel
empezó a encolerizarse una vez más.
—Cálmate, Miguel. Sigue mirando con denuedo. Ten valor.
—¡Mi Señor se está muriendo! Pero tengo este consuelo. Su
enemigo, la Muerte, se está muriendo también. Gracias a Dios, la
Muerte se está muriendo. Pero, oh, a qué precio.
—¿Qué más, Miguel? Observa atentamente. ¿Qué más está El por
llevarse consigo al sepulcro?
—No veo nada.
—Hace un momento nuestro Señor me permitió verme a mí mismo
al fin de la creación. ¡Esta vez tú estás a punto de verte a ti
mismo en el Gólgota! Tranquilo, mi viejo amigo. No te muevas nada.
Sólo mira.
—¡Allí estoy! El Señor me está dando autoridad sobre el
espacio y el tiempo.

52
Los dos ángeles siguieron mirando una escena aún no formada.
Con todo, allí estaba el arcángel levantando alas a través de la
historia, atravesando toda materia, tiempo y lo espiritual.
—Ves, Miguel. Eres tú. ¡Al final!
—¡Mira! —gritó Miguel—. He venido a Lucifer, mi archienemigo.
¡Ah! Esta es la batalla por la cual yo vivo. ¡Mira ahora,
Registrador, mírame! Al fin estoy desenvainando mi espada contra
esa serpiente antigua.
—Estás llevando a Lucifer hacia atrás a través de la historia, forzándolo a regresar a través del tiempo.
—¡Mira! Registrador, es al Gólgota a donde lo he forzado a
venir. Estoy llevando a mi enemigo de regreso... a la cruz. El
Señor ha llevado consigo a su enemigo, la Muerte, al sepulcro.
Ahora El me permitirá llevar a mi enemigo a la misma tumba
destructora para dejarlo junto con la Muerte. ¿Habré de llevar a
la fuerza a ese perverso, de regreso a ese lugar donde la Muerte y
la Vida están muriendo?
Como un espectador que contempla a unos combatientes en una
famosa arena, Registrador empezó a vitorear:
—¡Hazlo regresar! ¡Llévalo hasta el madero maldito! Miguel,
llévalo a su destrucción.
—¡Llévalo al madero destructor!
—¡Lucifer! Mira su rostro —dijo Miguel—. Está asombrado. ¡El
no lo sabía! En el Gólgota se las hubo también con él. Sí, enemigo
mío, te llevo adentro del seno del Hijo de Dios. Señor, destrúyelo
en el madero.
Como si estuviesen mirando a través de una puerta distante,
los dos ángeles presenciaron cómo la Muerte, el Pecado y Lucifer se
hundieron dentro del seno del Crucificado.
—¡Desde esa hora —observó Registrador—, allí en la colina del
Gólgota, el Príncipe de las Tinieblas vino a ser el enemigo
derrotado para siempre y, no obstante, él no lo sabía!
—Teníamos conocimiento de Dios y del Cordero inmolado antes
de la fundación del mundo. Sin embargo, durante todo el tiempo El
también estaba en el final. Lucifer fue derrotado desde antes de
la creación. Por el Cordero inmolado.
Entonces, una vez más, la escena cambió.
Los dos ángeles quedaron en silencio. Los dos habían venido a
ser testigos intrusos de los momentos finales de la creación.
De pronto Miguel se agarró del brazo de Registrador.
—Este es el acto final. Ahora yo le asesto el golpe final a
mi maldito enemigo.
—Miguel, sería más sensato que te volvieras y observaras lo
que yo estoy viendo. Aquí está todo el panorama de la creación.
Pero esta vez realmente vemos como Dios ve. Mira al Gólgota.
Con gran renuencia Miguel se volvió de la victoriosa escena
que estaba presenciando.
De inmediato Miguel jadeó.

53
Lo que los dos ángeles veían, no se podía comunicar ni por
lengua de hombres ni de ángeles.
¡El futuro y el pasado se habían despojado de sus títulos! La
creación ya no se movía hacia adelante en línea recta, sino que
había dado vuelta entrando a recorrer un vasto círculo. En el
centro mismo de esa
inmensa circulación estaba la cruz. Ahora
todas las cosas que estaban en el tiempo y en la eternidad, se
movían alrededor de su verdadero centro... el Cristo de la cruz.
—Hay algo más allí junto a la cruz.

CAPITULO

Veintidós
—¿Qué es aquello que está tan cerca de la cruz?
—Un sepulcro, creo yo.
—Miguel, nosotros vemos la crucifixión así como Dios la ve.
¡No! Vemos el Gólgota y la tumba tal y como son realmente. Toda la
creación tiene su centro en ellos.
Aterrados, los dos mensajeros observaron cómo todos los puntos de una creación circular comenzaron a fluir hacia la cruz.
—¡Mira, toda la creación está siendo traída de vuelta hacia
su centro! —susurró Registrador—. La cruz está atrayendo todas las
cosas dentro de su vórtice destructor.
—Pero, ¿qué es lo que la cruz está haciendo allí en realidad?
—balbuceó Miguel.
—Que la cruz ha hecho, Miguel. Que ha hecho ya. ¡Está
destruyendo la creación entera!
—¿Habré de aprender alguna vez lo que estoy viendo? —dijo
Miguel moviendo la cabeza asombrado—. Todo está yendo hacia la
cruz. Todas las cosas de la creación, y la creación misma, están
llegando a su fin. ¡Han llegado a su fin!
—Y hay más.
—Veo que la cruz está destruyendo cosas, lo que habrá de
traer gran gozo, no sólo a los ángeles elegidos, sino también a
los redimidos.

54
Todas esas reglas que nadie puede observar, y ni siquiera
entender, quedan destruidas en la cruz. Esas ordenanzas con las
cuales nadie podía vivir en conformidad, quedan aniquiladas por la
cruz. ¡Todos esos mandamientos que nadie descubrió jamás cómo han
de ser obedecidos! Ahora quedan desvanecidos.
—...y el Sabbath —añadió Registrador.
—...y todos esos días especiales que la gente ha tratado de
guardar perfectamente, pero que en realidad nunca han guardado
—continuó Miguel.
—Estamos viendo toda la creación caída, todas las cosas no
redimidas, deslizándose a una total destrucción.
—Gracias a Dios —resolló Registrador—. El fin de la caída. El
fin de toda evidencia de la caída.
—¡Mira... qué nube monstruosa! —exclamó Miguel—. Apareció por
un momento sobre Jerusalén, y de la misma forma repentina se
desvaneció. Se deslizó dentro del ser del Hijo del Hombre.
—El Pecado —explicó Registrador—. La aniquilación del Pecado.
El completo acto de creación se deslizó inexorablemente
dentro de la cruz eterna.
—¡La creación, crucificada! —murmuró Registrador.
—Hasta los elegidos... escogidos al principio (y al final),
atraídos dentro de la cruz... y dentro de El —salmodió Miguel.
—Muy apropiado —replicó Registrador—. Sumergidos en su muerte. Inmersos en El, incluso en su muerte y, por tanto, muriendo
junto con El. Míralos. Todos ellos. Afluyendo en la muerte con El.
Participando de su muerte. Estaban en El antes de la creación.
Están en El al final. ¡Están siempre en El!
Enseguida, considerando sus propias palabras, Registrador
levantó los brazos bien alto por encima de la cabeza en un acto de
profundísima alabanza.
—Tus escogidos están en Ti, sin tener en cuenta la edad ni
las edades. Dondequiera que se encuentren en esa larga jornada que
se extiende desde el alfa hasta la omega, cada uno y todos ellos
están siempre en Ti.
—Ellos mueren en Ti —continuó su extática adoración Registrador—. Están muertos para todo aquello que murió en Ti. Están
muertos al pecado. Muertos a esa miserable y caída creación que
ahora mismo estamos viendo cómo es arrastrada a su hora final.
Seis días para crear. Y tan solamente un momento y una cruz para
destruir. Y, si Tú has de vivir de nuevo, ellos también habrán de
vivir.
—La multitud está mirando una ejecución muy común en
Jerusalén —observó Miguel—. Nosotros estamos contemplando el mismo
acontecimiento, en Dios, y estamos presenciando la crucifixión de
la creación.
—Miguel, nuestro tiempo aquí se ha terminado —interrumpió
Registrador—. Tenemos que irnos.
—¿Dónde están los momentos del tiempo, Registrador?

55
—Creo que cuando regresemos, nuestro Señor estará expirando,
o tal vez ya esté muerto. O quizá hasta sepultado.
—¿Volverá a vivir de nuevo, Registrador?
—Miguel, yo no sé todas las cosas, pero esto sí sé: Todos los
predestinados están en El. Vivos o muertos, pasados o futuros,
están en El.
—Conozco algo acerca de mi Creador —continuó—. El entretejió
sus más atesorados secretos en la textura de la creación, para que
los veamos allí, si tenemos ojos para ver.
—Miguel, yo he visto plantar una semilla en la tierra. Ella
muere, como bien lo sabes. No obstante, he visto esa misma semilla
levantarse y brotar de la tierra. Y fue mi Señor quien creó la
semilla.
—Además, esa semilla no viene sola cuando se levanta. Se ha
tornado en muchas simientes. Cualquiera que sea el tiempo o la
edad, de esto estoy seguro: El volverá a vivir, y los redimidos
también volverán a vivir.
Una vez más esa intensísima luz del ser de Dios envolvió a
los dos ángeles.
—Ahora se nos permitirá ver una escena más —observó
Registrador—. La misma será breve.
De nuevo la luz se abrió.
—¿Dónde nos encontramos y qué es aquello?

56
CAPITULO

Veintitrés
Todas las cosas se habían desvanecido, excepto el sepulcro.
—¿Dónde está todo, Registrador?
—Creo que vamos a descubrir que todo lo demás ya no existe.
Hay solamente un sepulcro. Todas las cosas de la creación, así
como la creación misma están encerradas en ese sepulcro. ¡Todo!
¡Para siempre!
Miguel extendió la mano para tocar el sepulcro.
Registrador le detuvo la mano.
—Sólo hay dos cosas que un arcángel teme. Una de ellas es un
instrumento de muerte tan grande que pudo destruir hasta la
creación. La otra es una tumba tan gloriosa que podría dar a luz
una nueva creación.
—¡Una nueva creación! —balbuceó Miguel—. Sí, desde luego. Una
vez que haya desaparecido la creación caída, El está libre para
crear otra vez.
—Y si El se levanta... no, si ya está resucitado... sus
escogidos también están resucitados. Si El resucita, si está ya
levantado, ellos están vivos y resucitados, así como muertos a la

57
vieja creación. Muertos al pecado, muertos a todo el universo
caído. Vivos para El, y vivos en una nueva creación.
—No... —corrigió Miguel una vez más su disertación—, vivos
como una nueva creación.
—Tal vez es mi imaginación —observó ahora Miguel—, pero pareciera que el sepulcro ha comenzado a estremecerse.
Registrador estaba a punto de responder, cuando los dos
antiguos viajeros quedaron una vez más envueltos en luz.
—Tenías razón, Registrador, de veras ha sido un momento muy
breve aquí.
Entonces hubo un fuerte relumbrón; luego, por un instante,
una abertura a otra escena, pero se desvaneció tan rápidamente,
que ninguno de los dos mensajeros podía saber con certeza lo que
había visto.
—¿Una escena de más allá del final? —preguntó Registrador—.
¿Es que vi congregados a todos los elegidos? Luego, fluyendo de
regreso dentro de El... de donde habían venido.
—Estoy seguro de que vi una doncella. La doncella. Su
desposada. Viniendo a ser uno. Uno con El. Luego disolviéndose en
El
—susurró Registrador.
Entonces añadió una pregunta al desaparecer otra vez en un
océano de luz y de gloria:
—¿El, que una vez era el Todo, viniendo ahora a ser el Todo
en todos?

58
PARTE

IV

59
CAPITULO

Veinticuatro
La Puerta Oriental se abrió de par en par. A lo lejos estaba el
camino que llevaba a Betania, y junto al camino, la más elevada de
las colinas que dominaban a Jerusalén. Un árbol gigante, con su
madera blanqueada y su tronco duro como piedra, se levantaba en la
cumbre de la colina.
Un pelotón de cuatro soldados sacó a empujones a su
prisionero a la luz de la mañana.
—Denle ahí el travesaño de la cruz —dijo el jefe de pelotón—.
Pónganselo sobre los hombros. El prisionero debe llevar su propio
instrumento de muerte como escarmiento para los que lo ven.
—¡Prisionero, toma el travesaño! —ordenó—. ¿Entiendes?
—Sí —replicó el Carpintero—. Yo entiendo los caminos de la
cruz desde hace mucho, mucho tiempo.
Diciendo esas palabras, el Carpintero extendió los brazos y
tomó la viga transversal, lo equilibró sobre un hombro y salió al
camino que va a Betania.

60
—Nunca llegaremos a pasar a través de esta turba —refunfuñó
uno de los soldados—. Todos en Israel están abriéndose paso hacia
el templo. Al parecer somos los únicos que estamos saliendo por la
puerta.
—Abranse paso —ordenó el jefe de pelotón—. Empujen a la gente
a un lado. Usen el látigo si es necesario.
—Alto. Deténganse. Allí vienen los otros dos pelotones con
sus prisioneros, y Abenadar a caballo. Después de todo, puede que
esto no nos tome tanto tiempo. Espero que podamos subir a este
prisionero por esa colina antes que muera.
Al escuchar esas palabras, Jesús levantó la cabeza. Los campos que se extendían entre Betania y Jerusalén eran una masa de
humanidad que avanzaba a una hacia el templo. La campiña entera
resplandecía como la nieve.
—Hasta donde llega la vista se ven corderos —musitó El—.
Hacen que todo luzca blanco puro.
Los balidos de los corderos se combinaban y creaban un himno
extraño, ultraterreno.
—Desde la cresta de la colina podré mirar hacia abajo y ver
todo eso —siguió musitando el Carpintero—. Está por comenzar la
Pascua. Pronto los ciudadanos de Jerusalén verán cómo el hombre y
los corderos mueren al mismo tiempo.
—Padre, permite aun esto.
En ese momento los otros dos pelotones se unieron al primero.
Los doce soldados y sus prisioneros salieron con dificultad al
camino. Abenadar guiaba abriéndose paso con su caballo y su
látigo.
Atrapado entre el inmenso gentío que avanzaba apretadamente,
el Carpintero fue repetidamente tirado al suelo. En cada ocasión
los soldados lo levantaron a tirones. Pero la última vez no sólo
se desplomó, sino que su cuerpo empezó a temblar y agitarse
violentamente.
—Ya no puede más. No puede seguir cargando el travesaño.
Revívanlo, y búsquense a uno que le lleve la cruz —ordenó
Abenadar.
—Oye tú, esclavo —gritó uno de los soldados-. ¡Sí, tú! Tú
mismo. Ven acá enseguida y lleva el travesaño de este hombre.
Vamos, africano.
—No le hace bien a uno sobresalir entre la multitud —murmuró
Simón entre dientes al inclinaras para agarrar la viga.
Con gran esfuerzo Jesús se puso de pie, pero casi enseguida
se desplomó otra vez. El cireneo se arrodilló y tomó al prisionero
entre sus brazos.
—¿Simón de Cirene? —le preguntó Jesús en un susurro.
—¿Me conoces? —respondió el cireneo, sorprendido.
—Siempre te he conocido.
—No —protestó Simón—, yo no te conozco.
—¿Tú no tienes dos hijos: uno, Alejandro, y el otro, Rufo?
—¡Tú sí me conoces! ¿Dónde nos hemos encontrado?

61
—Ya basta, prisionero, levántate. ¡Párate! —ordenó un guarda.
Simón miró al soldado a los ojos, luego a Jesús, y entonces
ayudó a Jesús a ponerse de pie.
—¡Lleva su carga! Todo el camino hasta arriba de la colina
—volvió a mandar el soldado.
—Hombre, ¿pero dónde nos hemos encontrado? —preguntó Simón
otra vez a Jesús.
—Simón, sígueme.
—¿A la colina?
—¡Siempre! —replicó el Carpintero.
Sin gran esfuerzo Simón columpió la viga travesaño y se lo
puso sobre el hombro.
Símón,
a partir de este día
tu huésped
seré Yo,
no en tu hogar,
sino dentro de ti.
Una pequeña compañía de soldados, tres criminales y un esclavo procedente de Cirene avanzaban lentamente, subiendo hacia la
cumbre de una alta colina que dominaba a Jerusalén, al templo y al
atrio que rodeaba al templo. Ahora toda la escena era blanca
debido a los inocentes corderos, todos ellos próximos a ser
sacrificados como propiciación por los pecados de la humanidad.

CAPITULO

Veinticinco
Al llegar arriba, los tres condenados dejaron caer a tierra los
travesaños de cruz. El Carpintero se desplomó a tierra junto con
los maderos.
Los soldados, bien adiestrados, sacaron sus espadas y
formaron un semicírculo alrededor de los prisioneros, indicando
así a todos que no se toleraría ninguna interferencia en los
procedimientos que habrían de seguir.
Una vez más, tambaleándose, Jesús se puso en pie. Entonces se
volvió para mirar allá abajo la ciudad que con tanta frecuencia
mataba a sus profetas. El Señor divisó el templo un poco más allá
del muro oriental.

62
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  • 3. (Title page) LAS CRONICAS DE LA PUERTA Gene Edwards Editorial El Faro Chicago, Illinois EE. UU. de América 3
  • 4. (Copyright page) Publicado por Editorial El Faro Chicago, Il., EE.UU. Derechos reservados Primera edición en español 1998 © 1995 por Gene Edwards Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida por medios mecánicos ni electrónicos, ni con fotocopiadoras, ni grabadoras, ni de ninguna otra manera, excepto para pasajes breves como reseña, ni puede ser guardada en ningún sistema de recuperación, sin el permiso escrito del autor. Originalmente publicado en inglés con el título: The Triumph Por Tyndale House Publishers, Inc. Wheaton, Illinois Traducido al español por: Esteban A. Marosi Cubierta diseñada por: N. N. (Fotografía por: N. N.) Producto # # # ISBN # # # Impreso en ... Printed in ... 4
  • 5. PROLOGO —Es Miguel. Está sumamente alterado. Cerca del paroxismo. Registrador, ¿qué hemos de hacer? Registrador levantó la vista y miró el aterrado rostro del ángel Ratel. —¡Entonces él ha entrado en los atrios del templo! ¡Ha oído la conjura que se está tramando contra su Señor! —respondió el ángel registrador. —Sí, y si le echan mano al Señor, me temo que Miguel vaya a actuar sin haber recibido órdenes. Si lo hace, otro tercio del ejército celestial deberá ir con él. Y la desobediencia estropeará una vez más los lugares celestiales —dijo Ratel preocupado. —Registrador, tú conoces bien a Miguel. Su Señor se encuentra en grave peligro, y sin embargo, no se le ha permitido hacer nada. Ver a su Señor en peligro y no permitírsele actuar, es algo que Miguel simplemente no puede comprender. Como Ratel se lo esperaba, la respuesta de Registrador no vino enseguida. —En el último instante, si todo lo demás falla, me pondré delante de Miguel —respondió Registrador—. Pero eso pudiera ser un gesto fútil. Estamos hablando de Miguel, que fue creado para ser el ángel vengador. Esta noche hay mucho que vengar. Esperar que él renuncie a esa fiera naturaleza suya, que le fue dada por Dios mismo, es tal vez esperar demasiado de Miguel. Los hombres caídos están tramando actos tenebrosos contra el Hijo de Dios. Si tales conjuras llegan a ser hechos, pudiera ser más de lo que nuestro compañero es capaz de sobrellevar. Registrador suspiró, luego prosiguió: —Ratel, dile a Gabriel que contrarreste a Miguel hasta donde le sea posible. Pero si llega el momento en que todo lo demás falla... si Miguel ordena que sus subordinados lo sigan a través de la Puerta, entonces... pero no antes, llámame. —¿Te escuchará, Registrador? —Sé muchas cosas, pero eso no lo sé, —contestó Registrador lúgubremente. Por un largo momento Ratel miró al más misterioso de todos los ángeles, luego se aventuró a preguntarle otra vez, cambiando ligeramente su pregunta: —¿Puede Registrador detener a Miguel? —No estoy seguro de ello. —¿Pero está dentro de los límites de lo posible? —persistió Ratel, inexorable. 5
  • 6. —¿Quién, o qué, puede impedir que Miguel proteja a su Señor? ¿Acaso se puede, de alguna manera, ayudar a Miguel a que comprenda tales cosas? —¿Entonces, estamos perdidos? Por un momento Registrador escudriñó su recóndita sabiduría, luego dejó escapar un doloroso suspiro. —Ratel, no figura entre ninguna de mis obligaciones ni mis privilegios saber eso. —Esas palabras fueron seguidas por una llamarada de ira—. Pero esto sí, —añadió bruscamente—: ¡Ratel, a tus obligaciones! Con eso Ratel desapareció, reapareciendo casi al instante al lado de Gabriel. 6
  • 8. CAPITULO Uno —Judas. ¿Ya ha llegado Judas? Estas palabras eran de Caifás, el sumo sacerdote. —Dentro de una hora, Señor. —¿Y los guardas? —Sí. Los romanos consintieron en ir con nosotros. Y todos ellos llevan sus espadas. Los guardas del templo van armados con garrotes y palos. —Judas nos advirtió que los discípulos de El pudieran hacer resistencia. Impídelos, de cualquier manera. Mata, si tienes que hacerlo. Ese lunático debe quedar encadenado esta noche. ¿Y qué de los testigos? —Están aquí. —¿Se les ha dicho qué deben decir? —Según hablamos nosotros. —Cuando llegue Judas, ve con él inmediatamente. ¿Tienen antorchas? —Sí, señor; y lámparas. —Judas besará al Nazareno, y a nadie más. No le demuestren benignidad alguna a ese hereje. Atenlo de inmediato. Volviéndose para entrar de nuevo en su casa, Caifás se detuvo y preguntó otra vez: —¿Se les ha notificado a todos los del Sanedrín? —Sí, señor. La mayoría ya está de camino para acá. Con frecuencia las palabras que se dicen en un susurro se alcanzan a oír en los lugares más sorprendentes. En esta ocasión en particular, las palabras de Caifás, dichas a algunos escribas y sacerdotes, resonaron claramente en los oídos de un arcángel muy imponente que estaba parado cerca de allí. —¡Nunca, ni en el tiempo ni en la eternidad habrán de atar ustedes a mi Señor! —juró Miguel, muy ofendido—. ¡Ustedes no van a tocarlo siquiera! ¡Seguro que ustedes no van a enjuiciar al Señor de la gloria! Si tratan de hacerlo, tendrán que habérselas con más que seguidores terrenales. ¡Se las tendrán que ver conmigo y con legiones de ángeles lívidos de furor! Después de decir estas palabras, pronunciadas aun cuando no oídas, Miguel desapareció, tan sólo para reaparecer en un huerto cercano llamado Getsemaní. 8
  • 9. CAPITULO Dos —¿Herrero? —Sí, señor. Correcto. —Mira, mañana en la mañana tendremos que crucificar a dos ladrones y a un revolucionario. Vamos a necesitar clavos antes de la media mañana. ¿Podrás hacerlos? —Sí, señor, podré. —Entonces forja una buena provisión de ellos, porque si el Sanedrín sale con la suya, puede haber un cuarto. —¿Otro ladrón? —inquirió el herrero. —No. Un galileo. Ese al que toda esa gente acompañó en un desfile la semana pasada. ¿Sabes de quién hablo? —Sí, señor. —También necesitaremos tres, tal vez cuatro travesaños de cruz. Entiendo que puedes proporcionarlos también. —¿Los ‘patíbulos’? Sí señor. Los hago de madera de ciprés, de cuatro codos de largo, medio palmo de grueso y algo más de un palmo de ancho, como los miden los romanos. Cada uno pesa como cincuenta libras. —Desbasta cuatro. —¿Necesitarás también cuatro palos verticales de cruz? —No, creo que no. Todavía quedan algunos parados en su lugar, allá en la colina. O tal vez mañana simplemente usaremos un árbol. Mira, volveré al amanecer. Ten todo eso preparado. Después de decir estas palabras, el centurión se fue. El herrero frunció las cejas al considerar lo que estaba a punto de hacer. —¿Así que, el galileo? ¡Sí, efectivamente, he oído hablar de él! Si verdaderamente El es Dios, ¡qué cosa tan terrible estoy a punto de hacer! ¿Habré de tomar yo de la tierra el mineral que El colocó allí en la creación? ¿Y con ese mineral formaré yo clavos para crucificar al Creador de la tierra? Si El es Dios, ¿habré de labrar de un árbol del bosque que El creó, un travesaño de cruz sobre el cual sea crucificado? —Esas manos que colocaron el hierro en lo recóndito de las entrañas de la tierra, ¿habrán de estar agarradas por ensangren- 9
  • 10. tados clavos a una cruz? Esos pies que una vez recorrieron los senderos de Orión ¿habrán de pisar mañana el lagar solos? Aquel que mandó en medio de las tinieblas diciendo: ‘haya luz’ ¿habrá de ser tomado como un criminal común, en las tinieblas de esta ominosa noche? —Si El es Dios, entonces ésta es la noche más pavorosa de todos los tiempos. 10
  • 11. CAPITULO Tres —Gabriel, ¿estará seguro nuestro Señor esta noche al abrigo de ese huerto? —preguntó Ratel afligido. —¿Dónde está Miguel? —respondió Gabriel igualmente afligido e inquieto. —Ha estado en el patio de la casa de Caifás. Ahora se halla parado al borde del huerto. Debo decirte que en el patio de la casa de Caifás se están reuniendo hombres que portan espadas y palos. A unos testigos falsos se les está diciendo qué deben decir. Planean prender a nuestro Señor mediante el saludo de Judas. Me temo que Judas sabe dónde se encuentra nuestro Señor y los conducirá allá. —¿Y qué de los once? —Están allí en el huerto de Getsemaní con el Señor —respondió Ratel—, pero se encuentran dormidos. —¡Qué! —exclamó pasmado el arcángel—. ¿Dormidos? ¿Sus seguidores? ¿En una noche tan peligrosa? —Pero, ¿por qué me sorprendo? —prosiguió Gabriel—. El ángel registrador nos previno de una hora como ésta. Y tampoco son realmente los seguidores dormidos lo que me preocupa. —¿Qué es, entonces? —Hay tanto Misterio... tanto, que aun nosotros, que somos seres espirituales, no podemos comprender. De esta noche yo, por mi parte, no sé nada. Ahí está nuestro Señor, revestido de semejanza de hombre, totalmente absorto en una intensa y atribulada conversación con su Padre... pronunciando palabras tan graves... siendo su humanidad tan evidente... —Sí, parece tan vulnerable —fue la ponderada respuesta de Ratel—. Está gimiendo y llorando, no como cualquier hombre pudiera llorar normalmente, sino como nunca un mortal ha llorado. Nunca nadie de la raza de Adán ha estado en semejante agonía. Es la cosa más aterradora que he contemplado jamás. Sus palabras se han agarrado a lo más recóndito de mi espíritu. ¿Puede el cuerpo humano soportar por mucho tiempo semejante aflicción? Creo que no. Si no encuentra alivio prontamente, de seguro que su corazón 11
  • 12. estallará en pedazos. ¿Es posible, Gabriel? ¿Puede la aflicción humana sumirse a una profundidad tan grande? —Quizás debiéramos visitar el huerto. Estoy preocupado por Miguel también. Deslizándose primero frente a ocho figuras dormidas, luego frente a tres más, los dos mensajeros pasaron casi al centro del huerto. —Esto es muchísimo peor que antes —murmuró Ratel—. El no puede sobrevivir mucho más está agonía de su alma. —Tampoco es nada estimulante ver a Miguel. Míralo. —Nunca lo he visto en la condición en que está ahora —añadió Ratel, temblando. Miguel, de pie no lejos de su Señor, estaba hablando casi en forma incoherente: —Su rostro. Mira su rostro, —murmuró Miguel—. Su rostro, su cuerpo, está rezumando... no sudor, sino... ¡sangre! Hay que hacer algo. Ahora mismo. O dará su último suspiro. Miguel se volvió hacia sus dos compañeros celestiales. Sus ojos vidriosos danzaban con fuego. —Gabriel, Ratel, es hora de actuar. Vuelvan a nuestro ámbito. Llamen a los ángeles que están a tu cargo, Gabriel, y a los míos también. Apercíbanlos para la batalla. Yo me quedaré aquí para hacer lo indecible. Debo ministrarle, a El, que es el ministerio mismo de mi vida. Debo consolarlo, a El que es Consuelo. Gabriel, no sorprendido en absoluto por las palabras de Miguel, y sin embargo temeroso por el resultado de ellas, titubeó un momento, luego desapareció. Ratel consideró decir algo, pero viendo la intensidad de la ira en el rostro de Miguel, retrocedió silenciosamente y entró en el otro ámbito. Entonces Miguel se aproximó al cuerpo postrado de su Señor. Lenta y reverentemente el arcángel meció la cabeza de Jesús en sus poderosos brazos. —Descansa tu cabeza en la mía, mi Señor. Respira profundamente. Cesa tus lágrimas. Yo te sostengo. No hay nada que temer. Las legiones celestiales esperan tus órdenes. Ningún mal te sobrevendrá, mi Soberano. Tomando en sus manos su propia inmaculada vestidura de luz, el arcángel empezó a enjugar la sangre de la frente y del rostro del Autor de la Creación, en tanto que las lágrimas de Miguel se mezclaban con la sangre de su Señor. —Respira profundamente de los vientos invisibles. No temas al hombre. Señor, cien millones de espadas esperan tus órdenes. El Señor levantó la cabeza y escudriñó el rostro de Miguel. —No es al hombre al que temo, mi viejo amigo. Ni tampoco a ángeles, ni a demonios, ni a la impaciente Muerte. Ve, Miguel, déjame aquí. Mi Padre y Yo, nosotros debemos... Miguel, retorna a los ámbitos invisibles. Espera mi llamado. Por un momento más el Carpintero estuvo agarrando las vestiduras de Miguel. Al soltarlas, Miguel supo que no debía demorar 12
  • 13. más su tiempo de partida. Sin embargo, el contemplar el ensangrentado rostro del Hijo de Dios, lo estaba aproximando más a la insania. —Espera mi orden, Miguel, —repitió el Carpintero—. No hagas nada a menos que Yo lo ordene. ¿Entiendes, Miguel? Suceda lo que suceda... nada. El llanto de Miguel se convirtió en incontrolables sollozos al apretar otra vez a su Señor contra su pecho. —Mi Señor y mi Dios, ¿qué hora es ésta? —Vuelve a nuestro ámbito, tú, el más elevado entre todos los arcángeles. Espera mi llamada. Entonces se oyó un ruido. Miguel se volvió. Uno de los discípulos, Juan por nombre, luchaba por librarse del sueño. En ese instante Miguel desapareció. Y Juan volvió a quedarse dormido. 13
  • 14. CAPITULO Cuatro —Padre, no es el látigo lo que temo. Ni tampoco los clavos, ni el escarnio de la multitud. Ni siquiera a mi enemigo la Muerte. Es la copa... y la tenebrosa bebida que hay en ella. Padre, Tú nunca has estado separado de mí. Nosotros somos uno. Somos uno para siempre. El hecho de que mañana no seamos uno, es un pensamiento peor que mil infiernos. —Padre, la copa. Por favor, apártala de mí. Si hay alguna otra manera, hállala ahora. Si es posible, que Yo no tenga que beber esa copa. Jesús comenzó a temblar violentamente cuando consideró ofrecer una oración que no se atrevía a pronunciar. La lucha entre la voluntad del Padre y la del Hijo se intensificó. Finalmente, de los labios del Carpintero se elevó una oración, que lo llevó peligrosamente cerca de aceptar el horror que le vendría si acataba la voluntad de su Padre. —¡Padre, muéstrame... el contenido... muéstrame lo que hay dentro de esa copa amarga! De repente todo el huerto se puso horriblemente oscuro. Las estrellas desaparecieron. El espacio, el tiempo y la materia se desvanecieron. Un detestable hedor se extendió a través de aquella aterradora escena. Entonces Jesús gimió: —Ven, copa infernal. Muéstrame tu perverso brebaje. Al momento comenzó a emerger allí, delante de El que es todo pureza, una copa de toda impureza, que borbotaba y regurgitaba con todas las corrupciones, depravaciones y obras decadentes en descomposición, que la raza humana caída había realizado jamás. Todo lo que es imperdonable, todo lo que es inexcusable, todo lo que es depravado, toda nefanda perversión de la creación, Yo debo contemplar tu inmundicia antes de participar de ti. La execrable poción se aproximó al Ungido, aún borbotando y regurgitando su detestable hedor y su brebaje de aberración. 14
  • 15. Temblando violentamente, transpirando sangre por todos los poros, Jesús gimió. Luego continuó su angustiosa oración: —Oh, Padre, en las vastas reconditeces del pasado, en la eternidad anterior al tiempo, aun en eras anteriores a la eternidad misma, Tú y Yo proyectamos un plan que aterró hasta a la divinidad. Luego Yo formé las estrellas, y fundé las nebulosas, y puse en el firmamento sus ígneos cometas cuando la creación se desovillaba de mi mano y se reflejaba en mis ojos. —Así, la creación se originó al ser Yo inmolado allí. —Yo vine como el trigo de la tierra, para morir, y después producir mucha simiente, como Vida. Vida a ser engendrada en el hombre. Pero, oh mi Dios, la depravación vaciada en esta horrible copa. ¿Tiene que ser así? Oh Padre, no olvides que ahora vivo en frágil humanidad, y se me ha añadido la voluntad propia del alma. Desde la recóndita profundidad de un corazón angustiado y hecho trizas, el Carpintero continuó ofreciendo, elevando, con indecibles dolores de parto, peticiones tales que sólo esos gemidos podían expresar. —Padre, la copa que está delante de mí es la quintaesencia de todas las violaciones de tu Ley cometidas en todos los lugares del mundo, a lo largo de toda la historia, mientras que las obras corrompidas cometidas por los hombres aun en esta hora, añaden su hiel a este perverso brebaje. Al decir estas palabras, la copa borbotó y regurgitó una vez más, mientras continuaba recibiendo las venenosas fomentaciones de la humanidad depravada. El Hijo de Dios empezó a llorar, y a sus lágrimas se unían las de su Padre. Donde nunca he sembrado, allí debo segar. Las condenaciones del linaje de Adán tengo que beberme. —Padre, Yo nunca... nunca he... —gimió Jesús al contemplar la repulsiva escena—. Padre, todo eso es impío, perverso. Oh, Padre, impía y perversa como es la copa, impíos y perversos son sus hacedores. Padre, Yo soy santo, así como Tú eres santo. ¿No hay ninguna otra forma en que ellos puedan llegar a ser justificados, así como Tú eres justo... excepto la copa? —¡Excepto que Yo venga a ser la copa! ¡La voz del Carpintero se fortaleció! Su voluntad se sometió. —Para que ellos sean uno. Así como nosotros... —Oh, Padre. ¡Para que eso acontezca, permite aun esto! El cielo se estremeció. El infierno tembló. Entonces Jesús se levantó, y afirmó su rostro hacia una colina ubicada fuera de Jerusalén. 15
  • 16. CAPITULO Cinco Una mano vacilante se extendió hacia abajo y sacudió a Pedro. —Despierten, Jacobo y Juan —dijo una voz temblorosa. Los tres hombres despertaron, y luego lenta y apocadamente se fueron poniendo de pie. —En el nombre de Dios, ¿quién eres? —preguntó Pedro, aterrorizado, al mirar hacia arriba cuando se levantaba. Pero enseguida se golpeó la boca con el puño cerrado, al reconocer en la penumbra la trágica figura que estaba delante de él. —¡Mi Señor, pero si eres Tú! ¿Qué ha sucedido? Es que estás cubierto de sangre. ¡Luces más muerto que vivo! Aterrados de espanto, Jacobo y Juan se pusieron al lado de Pedro, mirando a quien esa noche se ganó para siempre el titulo de Varón de dolores. El rostro del Carpintero estaba veteado de sangre, y sus cabellos, aglutinados en sudor y sangre. Sus vestidos estaban manchados de rojo, y su semblante era prácticamente indiscernible. —Vengan —dijo entonces el Carpintero, ignorando la conmoción grabada en el rostro de sus discípulos. Los tres hombres vacilaron. No les era fácil seguir a alguien difícilmente reconocible como hombre. Juan fue el primero que se adelantó, llevado por una pregunta que tenía que hacer. —Señor, acabo de tener un sueño. Soñé que veía un ángel. El ángel te estaba ministrando, luego desapareció. ¿Es que vi esto o no fue más que un sueño? —Sígueme, Juan. La copa que mi Padre me ha dado ¿no he de beberla en breve? El Señor, debilitado y más vulnerable de lo que los discípulos lo habían visto jamás, caminó tambaleándose hacia sus otros seguidores dormidos. Momentos después, ellos también se esforzaban por ponerse de pie, e igual que los tres, quedaron horrorizados, con los ojos muy abiertos, a la vista de su Maestro. 16
  • 17. En ese momento se oyó un ruido. Todos volvieron la cabeza. Alguien se acercaba. —¿Quién podrá estar viniendo acá a esta hora? —susurró Pedro. A continuación, tratando de recobrar algo de credibilidad, procuró bastante torpemente sacar una espada que había ocultado bajo su túnica. —¡Juan Marcos! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Jacobo con voz reprensiva—. Deberías estar en tu casa, durmiendo en la cama. Ningún muchacho de tu edad debe estar fuera de su casa tan tarde. —Es que no podía dormir. Nadie en la casa puede. Yo tenía miedo, y... —Juan Marcos bajó la cabeza— ...y estaba curioso. —Pero, ¡escúchame! —prosiguió—. Al venir hacia acá, pasé por el centro de la ciudad. Cerca del templo... ¡se ven guardas dondequiera! Observé y escuché. ¡Creo que vienen hacia acá! Los once hombres miraron hacia la ciudad. A lo lejos podían verse antorchas encendidas y linternas que, por cierto, parecían estar moviéndose en dirección del huerto de Getsemaní. 17
  • 18. CAPITULO Seis —¿Será que la oscuridad de la noche me está jugando una ilusión óptica? Parece como si hubiera centenares de ellos —se dijo el levita en voz alta, asombrado. —Tal vez hasta hay más de ellos de lo que parece —murmuró Tomás—. Tiene que haber muchas linternas para alumbrar la noche en forma tan brillante. Minutos después Tadeo observó: —Miren. Ese es Judas. Y viene hacia acá. Quizás él nos pueda decir qué está pasando. —¿Judas? Yo creía que él se encontraba aquí, con nosotros, —dijo Pedro sorprendido. En ese momento, dejando atrás a sus discípulos, el Señor empezó a caminar con pasos ligeros hacia Judas. —¡Judas! —llamó Jesús con voz bien clara. Al escuchar aquella voz, Judas titubeó. Entonces, con actitud indecisa, levantó la antorcha que traía en la mano y miró de soslayo para poder ver mejor el rostro del que lo había llamado por su nombre. —Maestro, ¿eres tú? —respondió Judas mirando el emaciado rostro del Señor. Seguro entonces de que era Jesús, Judas avanzó y besó al Señor en la mejilla. —Traición, por medio de un beso —musitó el Carpintero—. Padre, permite aun esto. Para entonces, ya se podía ver bien toda la turba que seguía a Judas. Había cientos de ellos: el capitán de la guardia del templo que venía al frente, los soldados que protegían a los escribas, y los asignados a proteger a los sumos sacerdotes, que los seguían de cerca. Detrás de ellos había veintenas de otros que tenían palos en las manos. Al divisar tamaño ejército, los discípulos vacilaron. 18
  • 19. Entonces Jesús caminó más allá de Judas, hacia aquella multitud beligerante. —¿Quién es ese infeliz medio muerto —preguntó el capitán de la guardia—, y por qué Judas no nos señaló cuál de esos hombres es el Nazareno? —¿A quién buscan ustedes? —preguntó con voz segura y decidida el Carpintero, que ahora se encontraba casi frente al jefe de la guardia. La respuesta del capitán fue áspera y fuerte, dicha en forma tal que los once discípulos que se hallaban a cierta distancia pudiesen oírla claramente. —Buscamos a Jesús de Nazaret —respondió, al pasar al lado del ensangrentado Carpintero. —Yo soy Jesús, a quien ustedes buscan. Al oír eso, el capitán dio media vuelta y, al hacerlo, tropezó y cayó. Al caer, tumbó a varios de los asombrados hombres que estaban con él. Después de unos momentos de confusión que siguieron, y con no pequeño temor, el capitán de la guardia estaba otra vez de pie encarando al hombre que había hablado. —¿Quién eres Tú? —preguntó. Sus palabras todavía revelaban incertidumbre. —Yo soy Jesús, a quien ustedes buscan. Al escuchar esa respuesta, el capitán recobró la seguridad de su voz y su coraje —¡Atenlo! —ordenó. Al escuchar esas palabras del todo inaceptables, un airado arcángel llamado Miguel y un airado hombre llamado Pedro se abalanzaron hacia adelante. 19
  • 20. CAPITULO Siete Pedro sacó su espada y corrió hacia aquella turba. —¿Ha llegado el momento de pelear y usar la espada, Señor? —Preguntó con actitud inquebrantable al pasar cerca del Carpintero, blandiendo fieramente su espada por encima de la cabeza, al tiempo que se abalanzaba hacia adelante. En ese mismo momento, y con mucha mayor seguridad, la poderosa mano de Miguel fue en busca de su espada. Jesús iba a contestar la pregunta de Pedro, cuando la espada de éste le cortó la oreja a un esclavo llamado Malco. Enseguida varios hombres de esa multitud trataron de agarrar a Pedro. Al hacerlo, la mayor espada de toda la creación quedó completamente desenvainada, pero no antes de que las siguientes palabras del Carpintero llegaran a los oídos de ambos espadachines: —Si Yo necesitara protección, se me proporcionaría más de doce legiones de ángeles con sus espadas desenvainadas —gritó el Señor con voz fuerte y clara—. Pero éste no es el momento. No me corresponde llamar a los ángeles de mi Padre ahora. En vez de eso, me toca beber la copa que mi Padre me ha dado. Al oír esas palabras Pedro, de carácter irascible, y el arcángel aún más provocado, vacilaron. Jesús hizo una pausa, luego susurró unas palabras en forma tan suave que únicamente los oídos celestiales pudieron oír. —No espadas, ni batalla, ni ángeles, Miguel. Sólo una copa. El Carpintero se irguió hasta alcanzar su plena estatura, y rompió la extraña lobreguez de esa extraña noche con una voz que resonó como trompeta a través del huerto. —Los ladrones que ustedes arrestaron... ¿me han confundido con ellos? Ustedes me han visto antes. Cada día, en el templo. Con todo, mírenlos a ustedes. ¡Ustedes han salido contra mí como si Yo 20
  • 21. fuera un ladrón! He estado en el templo cada día, incluso en este día, hablando abiertamente. Jesús miró directamente a los ojos de los principales sacerdotes y les dijo: —Ustedes no me han arrestado nunca y ni siquiera han extendido sus manos contra mí. No hasta ahora. ¿Por qué no? Porque su tiempo no había llegado aún. Lo que ustedes están haciendo ahora lo hacen tan sólo porque mi Padre se lo ha permitido. En seguida y a voz en cuello, el Señor exclamó otra vez con palabras dirigidas a los entenebrecidos corazones de esos hombres alevosos que se encontraban frente a El, y a los oídos de los que estaban en el ámbito invisible de las tinieblas: —¡Esta es la hora de ustedes! —¿A quiénes está hablándoles? —se preguntó Miguel—. ¿Y de quién es esta hora? ¿Es ésta la hora de Lucifer? —gruñó. Gabriel se puso instantáneamente al lado de Miguel, y tomó la mano derecha de Miguel al decirle: —Miguel, debes entender que ésta no es mi hora ni la tuya, —declaró Gabriel con determinación—. Esta no es tampoco la hora de los ángeles elegidos. Todo ha cambiado. El equilibrio ha sido alterado. Miguel, debes entender que tu Señor ha aceptado esa copa que tanto lo horrorizó. Miguel cerró el puño delante de su rostro y exclamó: —Oh, mi amado Señor, dígnate decir la palabra y vendrán más de doce legiones de encolerizados ángeles a rescatarte. La respuesta del Señor fue inmediata, si bien sus palabras no fueron dirigidas a Miguel, ni a la estupefacta turba, sino a los ciudadanos del mal. —Reino de las Tinieblas, tú tienes tu poder. Tú y todas tus potencias quedan, a partir de este momento, libres. La restricción divina queda levantada. Ahora es tu hora. Esta es la hora de las potencias de las tinieblas. ¡Haz lo que puedas! Súbitamente, como si alguna fuerza invisible se lo hubiese ordenado, la turba que rodeaba a Jesús se llenó de coraje y agarró al Carpintero. Rápidamente le ataron las manos, en tanto que once hombres aterrorizados y un joven muchacho huyeron en la oscuridad de la noche. Dos jóvenes de entre la multitud notaron el tamaño más bien pequeño y la velocidad del muchacho que huía. Señalándolo como su presa, corrieron tras él, En breve lo alcanzaron, y agarrando la ropa de Juan Marcos tiraron de ella con furia. Frenéticamente Juan Marcos giró y empezó a correr hacia atrás, dándose maña para librarse de la sábana con que a modo de manto estaba cubierto y la cual habían agarrado. Entonces girando otra vez, huyó desnudo hacia Jerusalén y su casa. Al apremiarlo Gabriel, Miguel pasó de mala gana y desatinadamente por la Puerta que separaba los dos ámbitos. Jesús quedó solo en un mundo que para entonces ya estaba totalmente gobernado por el reino de las tinieblas. El Carpintero se encontraba en la 21
  • 22. más peligrosa de todas las situaciones posibles. Estaba en manos de hombres religiosos. —Llévenlo a casa del anciano. Llévenlo a Anás. El sabe más que nadie las formalidades a seguir. Eran como las 3.00 a. m. CAPITULO Ocho El retorno de Miguel a los lugares celestiales causó consternación a toda la hueste celestial. En pasmado silencio la hueste celestial retrocedió horrorizada al ver venir a Miguel tambaleándose hacia ellos. —¡La sangre de un hombre en las vestiduras de un arcángel! —exclamó Adorae, horrorizado por lo que veía—. ¿Qué es lo que le ha ocurrido al ángel vengador? Es como si hubiese luchado con la Muerte. ¡¿Y de dónde procede esa sangre?! —¿De nuestro Señor? —gritó la voz interior de Ratel. Los ojos de Miguel estaban empañados y su rostro descolorido e impreciso. Las más poderosas manos del universo creado estaban temblando violentamente. Al ver las miradas horrorizadas de la hueste celestial, Miguel miró sus manos y sus vestiduras. —Es la sangre... La voz de Miguel se quebró. Temblando incontrolablemente, el arcángel se cubrió el rostro con las manos, tratando de vencer la terrible memoria que atravesaba la mente de su espíritu. —Es la sangre... —Miguel se apretó los ojos con sus puños cerrados, en tanto que la luz de su ser destellaba en forma intermitente. —...Es la sangre de mi Señor —gritó Miguel, sucumbiendo por último a la histeria. La horrorizada hueste celestial gimió en agonía frente a esa escena demasiado dolorosa de soportar. —La sangre de nuestro Señor en las vestiduras del arcángel Miguel —observó Ratel. Ni un ángel se movió. Miguel empezó a hablar, sin dirigirse a nadie en particular: 22
  • 23. —Hay peligro por dondequiera. Pende inexorablemente en el aire y penetra lo más recóndito del ser. Esta es la hora espantosa, y no hay nada que yo pueda hacer. ¿Entienden? Nada que yo pueda hacer. La noche es tan oscura. Tan oscura. Tan sólo por un instante Miguel pareció haberse quitado su delirio. Buscando a Gabriel con ojos que apenas podían ver, preguntó desatinadamente: —¿Está Gabriel aquí? —Aquí estoy, Miguel, a tu lado, y los que están a mi mando. —¿Y los míos? —preguntó Miguel otra vez, vacilante—. Los que están a mi mando, ¿están aquí? —Ellos también se encuentran aquí. —No debo tomar acción alguna. No por mi parte, no en mi autoridad, sino sólo bajo la de El. El tenso cuerpo de Ratel se aligeró. Se oyeron suspiros de alivio en toda aquella hueste formada. —Una rebelión en la historia del cielo es suficiente —susurró Gloir. Pero las esperanzas de Gloir, de Ratel, y de la hueste celestial entera se desvanecieron súbitamente. Miguel volvió a partir hacia la escena del huerto. 23
  • 24. CAPITULO Nueve Como medida de precaución, el capitán de la guardia condujo al criminal de regreso a Jerusalén dando un rodeo. Los fariseos, levitas, sacerdotes del templo, guardas del templo y los legionarios romanos, encabezados por uno que llamaban quiliarco o tribuno, llevaron al prisionero hacia el norte hasta que dejaron atrás la ciudad; entonces descendiendo entraron en Jerusalén desde el oeste. En unos minutos estuvieron en territorio de César, la fortaleza Antonia, guarnecida por soldados nativos de Siria enrolados en el ejército de César. —¿A dónde se ha de llevar al mago desde aquí? —preguntó el quiliarco. —Al Palacio Macedonio. El gran Sanedrín se está reuniendo allí para procesarlo. A continuación, los guardas del templo condujeron al prisionero fuera del área de la fortaleza, pasando delante del palacio de Herodes, hacia un gran atrio doble que estaba frente al Palacio Macabeo, la residencia palaciega de Anás y de Caifás. Al ver que Jesús era llevado adentro, todos los que estaban en el atrio convergieron inmediatamente delante de la casa del sumo sacerdote, mientras que al propio tiempo miraban a la emaciada figura que se hallaba de pie al centro del atrio y hacían comentarios entre ellos. —Es El —dijo uno. —¡Lo han logrado! ¡Ahora El es nuestro! —Luce grotesco, ¿verdad? 24
  • 25. —Yo no lo habría reconocido. —Guarden bien la entrada. El tiene amigos. —Llévenlo al anciano. Anás debe ser el primero en interrogar a este hombre. Anás era el hombre viviente de más edad que había servido en calidad de sumo sacerdote. Tal posición hacía que se le considerara sabio. Asimismo, era poderoso. —Los testigos, llamen a los testigos —susurró Caifás. Anás emergió de su casa. —No dejen que este blasfemo entre en mi casa —gritó Anás con voz estridente. Caminando lentamente hacia el prisionero, Anás escudriñó el rostro de Jesús. Habrá de ser un camino breve a la muerte para éste —pensó—. Está ya medio muerto. Anás se puso delante de1 Carpintero. —¿Por qué enseñas traición, sedición y herejía? —preguntó a Jesús—. ¿Y quiénes te siguen? —Pregunta a los que me han oído —respondió Jesús—. Todos los que me han escuchado saben lo que Yo enseño. Apenas habían salido estas palabras de la boca de Jesús, un guarda del templo le pegó con el puño en el rostro. —Estás hablándole al sumo sacerdote —le dijo el guarda —y ésa no es manera de hablarle al sumo sacerdote. El guarda no lo sabía, pero con ese acto había empujado a un arcángel muy cerca del borde. Hasta entonces, el fuerte brazo de Gabriel se las había arreglado para contener a Miguel. Con todo, la lucidez de Miguel se estaba deteriorando rápidamente. Gabriel sabía perfectamente, igual que todos los ángeles elegidos, que el siguiente incidente de semejante naturaleza pondría a Miguel fuera de control. En ese momento Anás le hizo señas a Caifás. Entonces el hombre que a la sazón gobernaba como sumo sacerdote, se hizo cargo de la inquisición 25
  • 26. CAPITULO Diez El interrogatorio había continuado por más de una hora. Nada resultaba como debía. Caifás estaba desesperado y casi frenético. Anás se deslizó al lado de Caifás y susurró ásperamente: —Con lo que has logrado hasta aquí, nunca llegaremos a convencer a Pilato de que nos debe permitir ajusticiar a éste. —¿Qué más puedo hacer yo? —replicó Caifás airadamente—. ¿Se me puede culpar a mí de que los testigos no pueden coincidir en sus relatos? —Hay una cosa más que puedes hacer. —¿Y qué es? —replicó Caifás, frustrado. —Conjura. —¡Sí! Por supuesto. ¿Por qué no? ¿Pero qué si El miente? Las palabras con que respondió Anás penetraron como un dardo en el corazón de ambos hombres: —Este hombre no miente. Entonces Caifás recogió el extremo de sus vestiduras de color azul y blanco y caminó otra vez hasta el centro del atrio, hasta ponerse frente a su propuesta víctima. —Te conjuro por el Dios viviente que nos digas ¿eres Tú el Mesías? ¿Eres el Hijo de Dios? El Señor miró lentamente a los que estaban alrededor en ese atrio, escudriñando los rostros de veintenas de sacerdotes, rabinos, escribas y fariseos. Entonces miró hacia Anás y el 26
  • 27. guarda. Por último, Jesús alzó los ojos hacia el horizonte para descubrir lo que los ojos humanos no podían ver. Sobre el techo de todas las casas que estaban alrededor de aquel atrio, y más allá hasta las colinas y llegando hasta los campos de más allá de Jerusalén, había muchos miles de vigilantes ángeles. Finalmente, los ojos del Carpintero se encontraron con los ojos de un arcángel. El rostro de Miguel era un río de relucientes lágrimas. Exalta se acercó lenta y suavemente a Gloir para susurrarle al oído: —El va a decirlo, ¿no es así? Nunca soñé que El dejaría que los oídos del hombre caído lo oyeran confesar la consumación de la verdad. —Eso le va a costar todo —respondió Gloir—. ¿Qué hemos de hacer? —Nada, fuera de lo que se nos permite hacer. En forma muy suave, casi imperceptible, el Señor miró a su invisible guardián, y finalmente al sumo sacerdote. Mirándolo a los ojos, Jesús acercó su rostro al de Caifás y, con una serenidad que parecía sacudir el suelo mismo debajo de Jerusalén, le respondió: Sí, Yo Soy. Después de pronunciar estas palabras, Jesús miró una vez más hacia Miguel y entonces continuó: —Y además, verán al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viene el día cuando lo verán retornar con sus ángeles en una nube de gloria. —Señor, apresura esa hora —susurró el arcángel. Caifás había abrigado esperanzas de que semejantes palabras habrían de salir de los labios del Carpintero. Y dado caso que lograse tal confesión, ya había planeado lo que haría. Así pues, fingiendo una ira santa asió de sus vestiduras y, rasgándolas, empezó a gritar: —¡¿Quién necesita más de testigos?! Todos hemos escuchado a este galileo blasfemar a nuestro Dios, aquí delante de nosotros. Con su propia boca lo ha blasfemado... Aquí... en la presencia misma del Sanedrín. Este hombre ha testificado de su propia herejía. ¿Qué les parece? —Pido una votación del Sanedrín —agregó. Caifás retrocedió unos pasos y, extendiendo la mano, señaló directamente a Jesús al tiempo que decía: —Yo sé cuál es mi decisión. Este nazareno no merece vivir. Emitan sus votos. Si en ustedes hay lealtad a Dios, su voto será igual al mío. Si Dios está con nosotros, lo veremos muerto antes que la Pascua comience. —¡¡Noooo!! —exclamó Miguel extendiendo una vez más la mano para desenvainar su espada. Una vez más Gabriel lo refrenó. Una vez más Miguel rindió la fortaleza a la soberanía. 27
  • 28. Entonces una voz inconfundible resonó dentro del espíritu de ambos arcángeles: —Regresen a los lugares celestiales. Acto seguido las huestes celestiales se volvieron y, muy renuentes, regresaron a su propio ámbito. El último y más renuente de todos era Miguel. Eran como las 5:00 a. m. CAPITULO Once Mientras el Sanedrín emitía su voto y mientras Caifás tramaba su siguiente paso, en Jerusalén se desarrollaba una nueva escena. Uno de los sacerdotes del templo escaló los muros del templo hasta que por último se paró sobre uno de los pináculos del mismo. Mirando hacia el este el sacerdote escudriñó atentamente el horizonte, en tanto que allá abajo la gran multitud de peregrinos, que repletaban el atrio del templo y que iban pasando muy apretadamente por las veinticuatro entradas a los terrenos del templo, observaba ansiosamente. El sacerdote escudriñó cuidadosamente el paisaje. A poca distancia fuera de la ciudad se extendían las laderas del monte de los Olivos, y a través del campo abierto, se veía el camino que salía de Betania. En la distancia se podía ver una hilera de israelitas creyentes que venían caminado hacia la Puerta Oriental. Por un momento el sacerdote se volvió para observar el lado opuesto de la ciudad. Los peregrinos que venían subiendo por el camino de Jope, fluían entrando en Jerusalén por las puertas que daban al occidente. En ese momento el borde superior del sol apareció por encima de las colinas orientales. El sacerdote gritó a los que se encontraban allá abajo: 28
  • 29. —¡El sol de la mañana! Desde abajo, otro sacerdote preguntó hasta qué distancia podía verse la luz de la mañana. —¿Aun hasta Hebrón? —se escuchó la pregunta tradicional. —Sí, —gritó el primero, respondiendo—. ¡Aun hasta Hebrón! Allá abajo la multitud empezó a aplaudir. Eran las 5:45 a. m. De pronto, a todo lo largo de los muros de la ciudad aparecieron sacerdotes del templo que portaban largas trompetas. Las tenían levantadas. En unos momentos el aire se llenó del fuerte sonido de aquellas trompetas de plata. Los peregrinos vitorearon otra vez, en tanto que los ciudadanos de Jerusalén más cansados, todavía acostados en sus camas, recibieron el sonido de las trompetas simplemente como una llamada para levantarse en un nuevo día. Esos habitantes locales muy probablemente no harían ningún esfuerzo para llegar al atrio del templo hasta la tarde. Al apagarse el sonido de aquellas trompetas, unos cincuenta sacerdotes, cada uno asignado a realizar tareas específicas, comenzaron a hacer sus obligaciones. La responsabilidad de algunos de esos hombres consistía en sacrificar un cordero en ese momento de la mañana en particular. Ese sacrificio, a diferencia del cordero que se debía sacrificar en la tarde, era una rutina diaria que realizaban cada mañana a la salida del sol. Fuera del templo, las mujeres empezaron a pasar aprisa a un atrio del templo, mientras los hombres iban hacia otro. El sacrificio matutino de un cordero y la oración matutina se ofrecerían a Dios simultáneamente. El cordero fue conducido hasta un tazón de oro, donde bebió agua, y después fue llevado al altar. En ese mismo momento las manos de Jesús fueron atadas. Ahora atado, Jesús se encontraba de pie en el atrio Macabeo esperando el resultado de la votación del Sanedrín, al tiempo que ataban la pata delantera derecha del cordero a su pata trasera derecha. Entonces pusieron sobre la cabeza del cordero un anillo de hierro atado al altar y voltearon su cara hacia el oeste. Enseguida encendieron el altar del incienso y despabilaron las siete velas del candelero. Un momento después el cordero estaba muerto. La votación terminó. Jesús fue hallado culpable. A continuación, vino la sentencia. El Sanedrín había decidido que, por la ley hebrea, el Carpintero tenía que morir. Eran las 6:00 a. m. Doce horas después comenzaría el Sabbath. Si Jesús había de morir antes de las 6:00 p. m., esos hombres tenían que apurarse. —Todos ustedes han sido testigos, hemos oído a este hombre decir gillupha. Ha blasfemado. Ahora llévense a este blasfemo. No merece vivir. Esta es la voluntad del Sanedrín. Gabriel apretó su mano sobre el brazo de Miguel. 29
  • 30. CAPITULO Doce —Péguenle. Azótenlo. Asegúrense de que cuando hayan terminado con la flagelación, el reo parezca el monstruo que es. Luego llévenlo de vuelta a Pilato. Quiero que no tengan compasión alguna de este hombre que vino de Pilato. Quiero decir, que este galileo debe morir antes que comience la Pascua. Hagan lo que haya que hacerse. Delante de los hombres y de los ángeles, el chasquido del látigo de los soldados resonó por las cámaras de juicio. Nada podían saber los que estaban presentes, que el chasquido de ese latigazo había llevado más allá de toda restricción a Miguel que, trastornado, gritaba. Gabriel opuso su propio poderoso brazo contra el de Miguel. Resonó otro chasquido del cruel látigo a través de la Puerta. Los ojos de todos los ángeles estaban vueltos hacia Miguel. Que esta hora no llegue a ser como fue la gran rebelión, imploró Gloir dentro de sí. Pero aun al cruzar estas palabras su espíritu, sus ojos le decían que Miguel había pasado de su punto de resistencia. Ahora había legiones de ángeles bajo las órdenes de un ángel que se balanceaba en el borde de la insania. Había terror en todos los rostros, y lágrimas en muchos ojos. 30
  • 31. Hubo otro chasquido del látigo. Este dejó su marca en las espaldas del Carpintero. Entonces, presionado más allá de su llamado, presionado más allá de todo control, el más poderoso de todos los arcángeles ahora totalmente frenético, desenvainó su espada, la alzó bien alto sobre la cabeza y gritó con todas sus fuerzas: —¡¡Venganza, venganza... ahora!! Todos los ángeles que estaban a las órdenes de Miguel empezaron a gemir y llorar, mientras desenvainaban renuentemente sus espadas en obediencia a uno que estaba a punto de volverse desobediente. —Debemos obedecer al que ahora desobedece —gimió Exalta. —Si pasamos por la Puerta, todo se habrá perdido —sollozó Adorae apesadumbrado. CAPITULO Trece —¡Una pregunta, Miguel! Era Registrador, que de repente había aparecido delante de la Puerta, justamente frente a Miguel. La borrosa vista y el ofuscado espíritu de Miguel daban testimonio de que él no estaba plenamente consciente de quién era el que se había parado en su camino. —¿Quién es tu enemigo? —rugió Registrador frente a Miguel, casi pegando su rostro al de éste. —¿Qqqué...? —Te pregunto, ¿quién es tu enemigo? —El no debe hacerle daño a mi Señor —farfulló Miguel—. Yo fui creado... yo fui creado para proteger el trono. Y cuando el Hijo se hizo hombre, mi obligación pasó a ser protegerlo a El. Yo soy el ángel guardián de no menos que del Hijo de Dios. Sí, él... mi enemigo... no se le debe permitir que dañe a mi Señor. 31
  • 32. —¿Quién es tu enemigo, Miguel? ¡Escucha a tu espíritu! Halla la respuesta. ¿Quién es tu enemigo? —Mi enemigo. ¿Quién es mi enemigo? Sí, ¿quién es mi enemigo? Es aquel que ahora mismo está haciéndole daño a mi Señor. —¿No oíste las palabras de tu Soberano? Escúchame, Miguel, ¿oíste las palabras de tu Señor? —Los ojos de Miguel se iluminaron. —Mi Señor, sí. Pero El fue herido por los hombres. Lo están flagelando. Esto no se puede permitir. —Miguel, ¿habrás de actuar sin una orden? ¿Habrás de actuar fuera de tu encomienda? —Pero ellos no deben hacerle daño a mi Señor —gimió Miguel todavía trastornado. Registrador le gritó a Miguel en plena cara: —¡Demando de ti, Miguel, como tu compañero mensajero, que me digas quién es tu enemigo! —Mi enemigo... sí... mi enemigo. ¿Que quién es él? —Buscó Miguel como tentando—. ¡Mi enemigo es... Lucifer! —resonó como poderosa trompeta la voz del arcángel. Esas eran las primeras palabras cuerdas que pronunciaba Miguel desde que había desenvainado su espada. —Dime otra vez, Miguel, ¿quién es tu enemigo? —Lucifer es mi enemigo —repitió Miguel blandiendo su espada en el aire. La hueste angélica comenzó a tener esperanza, pero tan sólo porque era aparente en la faz de Registrador. —Entonces dime, mi viejo camarada, ¿habrás de llegar a ser como Lucifer? —Pero, Registrador, ellos... no deben... hacerle ningún daño a mi Señor. —Te pregunto una vez más, Miguel. Mírame a los ojos. ¡Mírame, Miguel! Escucha a tu espíritu. ¿Vendrás a ser como Lucifer? —No, no —gritó Miguel, saltando hacia atrás—. Nunca habré de llegar a ser como Lucifer. Entonces hubo suspiros, gemidos, lágrimas y un suave llanto en toda la hueste celestial. Miguel aún no estaba completamente sano, pero había declarado con su boca lo único que podría volverlo atrás del borde peligroso en que se hallaba. Una vez más Miguel luchó con una obsesión dominante. —Pero no deben hacerle daño a mi Señor —repitió otra vez. —Miguel. Dímelo otra vez. ¿Habrás de llegar a ser como tu enemigo? —¡No! ¡No! —gritó Miguel—. Pero ¿no habré de proteger a mi Señor? Yo... tengo que proteger a mi Señor. —Miguel estaba llorando ahora, como llora uno cuando se ha quebrantado su voluntad. Ahora las palabras de Registrador fueron más suaves. —¿Miguel, no oíste a tu Señor cuando habló? El dijo que las tinieblas habían de tener su hora para mostrar sus poderes. La 32
  • 33. soberanía ha decretado que ciertamente los dos enemigos de Dios, el Pecado y la Muerte, han de tener su voluntad. —Registrador, oh Registrador, esos dos enemigos de mi Señor, ¿no están ahora mismo en alianza con mi enemigo? Seguro que ellos le harán daño a mi Señor. ¿Qué se puede hacer? Entonces el espíritu de Registrador resplandeció con fulgor al echar mano de las palabras exactas con las que él había de responder a Miguel. —¿No recuerdas? —¿Recordar qué? —replicó Miguel agitado. —Aquella noche en Egipto. ¿Miguel, recuerdas aquella horrible noche? ¿Recuerdas aquella noche plena de maravillas? —Recuerdo que un cordero fue sacrificado. Miles de corderos fueron sacrificados. Recuerdo eso. —¿Y qué fue lo que El nos dijo? Los ojos de Miguel saltaron de un lado a otro mientras él se esforzaba por recordar. Finalmente empezó a pronunciar palabras, pero le venían lenta y trabajosamente: —El nos dijo... nos dijo que fuéramos a la ciudad de Faraón para observar y aprender, pero que no hiciéramos nada. Sólo presenciáramos. Habíamos de estar parados allí y no hacer nada. Tan sólo habíamos de presenciar. Había severidad en la voz de Registrador cuando inquirió: —Había más cosas que El te dijo, Miguel. Recuerda, ¿qué más te dijo? Era obvio que, sinceramente, Miguel no podía recordar, aun cuando él miraba para un lado y otro desatinadamente, esperando ver u oír algo que le ayudase a recordar. —El me dijo... ¿qué fue lo que El me dijo, Registrador? Las vacilantes palabras de Miguel comenzaron otra vez: —El me dijo... El nos dijo que observáramos y aprendiéramos porque habría... —¡Ahora recuerdo, Registrador! —gritó Miguel agarrando la túnica de su viejo amigo—. Nos dijo que aprendiéramos, porque habría otra noche. Una noche espantosa. Una noche tan espantosa como era aquélla. Y cuando viniese esa noche, no habíamos de hacer nada. De nuevo los ángeles lanzaron grandes suspiros de alivio. —Pero, Registrador —protestó Miguel—, aquella noche fue tan sólo un cordero. ¡Pero esta vez es mi Señor! ¡Y mientras estamos hablando ahora, lo están azotando! Los brazos de Miguel cayeron al otro lado de los hombros de Registrador. De pronto Registrador se encontraba sosteniendo el cuerpo de un arcángel que temblaba y sollozaba. Miguel comenzó a lamentarse: —Oh, mi Señor, ha llegado esa noche. Oh, Señor, ¿no he de hacer nada? 33
  • 34. —¡Ayúdame, Registrador! —imploró Miguel otra vez—. Están azotando a mi Señor. No puedo soportar semejante cosa. Compasivamente, Registrador envolvió con sus brazos al poderoso Miguel. —Miguel —empezó a decirle Registrador en forma suave y casi en un susurro—, recuerda el trono. Al oír Miguel esas palabras, cada fibra de su ser se relajó. Miguel se desplomó en brazos de su compañero. —El trono. Debo recordar el trono —sollozó Miguel. A continuación de esas palabras, se escuchó el sonido de innumerables millones de espadas que estaban siendo envainadas de nuevo. Y con ese sonido se oyó aún otro: el agradecido llanto de diez mil veces diez mil ángeles. Congregándose alrededor de su líder, poco a poco la sollozante multitud quedó silenciosa. En ese momento de silencio Exalta levantó una mano por encima de la cabeza y empezó a cantar: Soberano. Soberano siempre, sé ahora soberano. Soberano aun en horas tenebrosas. Soberano es tu trono. Todo destino es tuyo propio. Esta la más tenebrosa noche no es más que luz para ti. Miguel levantó la cabeza desde los brazos de Registrador que la cuneaban y, silenciosa y hasta reverentemente, envainó la espada más tremenda de toda la creación. Un momento después dijo con voz conmovida pero firme: —Mensajeros, compañeros míos, en breve todos nosotros deberemos retornar a la tierra. Puede que hayamos de volver a vivir aquella noche de Egipto. No sabemos nada de lo que nos espera en las horas siguientes, pero sabemos esto: Hay ominosos presentimientos dondequiera. Pero esta batalla, sea cual sea, no es para que nosotros la libremos. Estos asuntos están en otras manos. En breve ustedes van a retornar a Jerusalén exactamente como fueron, hace tanto tiempo, a la ciudad de almacenaje de Faraón. Sí, y así como ustedes fueron a Belén. Estarán parados por todas las colinas alrededor de Jerusalén. —Pero, a menos que nuestro Señor diga, no haremos nada... Entonces la hueste angélica comenzó a deslizarse silenciosamente por la Puerta, saliendo y pasando a estar sobre la tierra alrededor del monte Sión. 34
  • 35. CAPITULO Catorce Los guardas llevaron al prisionero por las atestadas calles, de regreso hacia la fortaleza Antonia. Por dondequiera había gente que celebraba las festividades que estaban por comenzar. Esa mañana más de doscientos mil visitantes atestaban las calles y el atrio de la ciudad. De cuando en cuando los guardas tenían que empujar vigorosamente y hacer fuerza contra el gentío, para poder avanzar hacia la fortaleza romana. Más distante del área del templo, la escena era bien distinta. En la sección occidental de la ciudad, había jergones alineados en todas las calles y callejones. Se veían hombres, mujeres y niños sentados, sin hacer nada, esperando la 35
  • 36. celebración, que comenzaría por la tarde, y el sacrificio vespertino. Junto a cada familia israelita había un cordero. Un niño que miraba a los soldados que pasaban, y suponiendo que el hombre que iba con ellos era un dignatario, se acercó a Jesús y le dijo: —Mira mi cordero. Es perfecto. El sacerdote no encontró tacha en él. —Entonces, viendo las cadenas que había en las muñecas del Carpintero, el niño preguntó inocentemente—: ¿Adónde te llevan? Jesús le respondió en voz baja, susurrando: —Al mismo lugar adonde tú llevarás tu cordero. Entonces, al quedar iluminado el rostro del Carpintero por la luz de la mañana, el niño retrocedió horrorizado, y sobrecogido de espanto se fue corriendo. Jesús suspiró y musitó: —Padre, permite aun esto. PARTE II 36
  • 37. CAPITULO Quince —Levántate, Barrabás. El prisionero abrió los ojos y miró al intruso. —¿Por qué? —refunfuñó el prisionero—. Todavía es temprano. Yo no tengo que morir hasta el mediodía. ¿Estás tratando de acelerar mi ejecución? —¿Sabes que eres muy tonto, Barrabás? —respondió el guarda—. ¿O es que no lo sabes? Apenas hay alguien en todo Israel que no conozca tu reputación, y no obstante, trataste de robar el banco de César a fin de conseguir dinero para organizar una revuelta en la que nadie está interesado. 37
  • 38. Barrabás se encogió los hombros, luego dio vuelta cuidadosamente a las cadenas que tenía en sus muñecas lastimadas. —Y tus compañeros de fechorías han sido tan tontos como tú —prosiguió el guarda. —Eran lo mejor que pude conseguir —replicó Barrabás. —¿Un babilonio y un vejete beduino? Eso no te fue nada difícil conseguirlo —dijo el soldado romano riéndose—. Tu suerte se te acabó hace mucho, muchísimo tiempo. Pero ahorita mismo vas a tener el gran privilegio de verla acabarse una vez más. —Sí, lo sé —respondió Barrabás. —No señor, tú no sabes nada —replicó al instante el centurión—. Eres un tonto. —¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Barrabás cautelosamente, caminando hacia la puerta del calabozo. —Nada menos que Pilato ha mandado llamarte esta mañana. Es que quiere verte. —¿Quéeee? ¿Cuándo en la vida un gobernador romano se ha interesado en un campesino como yo, que puede darse por muerto? —Esto tiene que ver con una de las costumbres de la Pascua de ustedes. Se suele soltar un preso el Día de la Preparación. Soltar a un preso hace sentirse bien a todos. Por lo común, suele ser alguien que no habría de estar preso más que unos días. Pero no este año. Pilato va a presentar ante el pueblo a dos: a ti y a cierto mago de Galilea. —Allí hay gato encerrado —dijo Barrabás. —Sí. Y tú eres el gato —replicó el guarda—. Pilato quiere soltar a ese otro hombre. Su esposa tiene que ver algo con ello. Cierto sueño que tuvo, sabes. Hasta Herodes está en esto. No pudo hallarle nada con que acusarlo, de modo que Herodes envió al hombre de vuelta a Pilato. Para asegurar que sea el mago el que quede liberado, Pilato ordenó que seas tú, el preso más despreciable y vil de toda Jerusalén, la otra alternativa. Bueno, ¡qué te parece! ¡Qué opción! ¿Eh, Barrabás? —Tienes toda la razón, romano. Mi suerte se acabó desde hace mucho tiempo. —No sólo la tuya. Tu amigo babilonio y el beduino... ellos morirán contigo. Al mediodía. —¿Oyes esa muchedumbre allá afuera? —continuó diciéndole el soldado—. Los ciudadanos de Jerusalén están a punto de sellar tu ruina, Barrabás. ¡Ahora, sal afuera! 38
  • 39. CAPITULO Dieciséis —Un asesino queda libre y un inofensivo maniático es sentenciado a morir —murmuró incrédulo un guarda. —¿En cuál celda? —preguntó. —Tíralo en aquella en que teníamos a Barrabás. Es la única adecuada. —¿De veras que Barrabás va a quedar libre? —Sí. Allí viene ahora. Pero no te preocupes, estará aquí de vuelta en cuestión de una semana. 39
  • 40. Barrabás pasó a empellones al lado de Jesús a quien traían en dirección contraria en ese angosto corredor. Entonces se volvió y miró a la figura cubierta de sangre. —¿Qué le han hecho a ese hombre? ¿Es así como tratan ustedes a un mago? —preguntó Barrabás, incrédulo. —Lo flagelamos hasta que casi murió —respondió uno de los soldados—. Creímos que podíamos hacerlo gritar. Pero en ningún momento gritó. Míralo bien. Es lo que te habríamos hecho a ti. Ahora, ¡sal de aquí y lárgate! Los soldados se llevaron a Barrabás a empellones por el corredor y empujaron al Nazareno a través de una puerta abierta, a la celda que lo esperaba, donde cayó derribado al suelo. —¿Qué es esto? —preguntó el oficial a los dos soldados. —Es su túnica. Se la quitamos antes de azotarlo. —Tírala dentro de la celda. Es suya... hasta que muera. —¿Y luego? —Veo que ya le han echado el ojo —respondió el oficial—. A mí no me importa. Sólo que no vayan a pelear por ella. —¿Qué han decidido en cuanto a la ejecución? —añadió. —Será ejecutado junto con los dos amigos de Barrabás. —¿Dónde? —Sobre una de esas colinas que dominan a Jerusalén. Aquella que está allá, frente al templo. El sumo sacerdote lo pidió así. Tiene algo de ironía. La última mirada del condenado ha de ser la entrada del templo. Todo eso tiene que ver con un proverbio, señor —respondió el guarda. El oficial se volvió y miró al guarda. —Es un antiguo proverbio que los judíos usan cuando alguno alega ser el Mesías. “Si él es el Mesías —dicen—, que rasgue el velo del templo.” La desinteresada respuesta del oficial fue un “ah”. —¿Los colgaremos en maderos o en uno de los árboles? —preguntó otro de los guardas. —Se pueden colgar tres en un árbol, ¿no es cierto? —Sí, si el árbol es suficientemente grande. Allí hay árboles así. —Entonces, será en un árbol. ¿Qué me dices de los patíbulos o travesaños? —Un herrero local los preparó anoche. Los tengo aquí. —¡Puede que sólo necesites dos! Es posible que ese galileo no viva lo suficiente como para ser crucificado. Cuando la puerta de la celda se cerró de un portazo, el Carpintero, tirado en el frío suelo, empezó a susurrarle a alguien que estaba en la celda con El. —¿Miguel? —Mi Señor. Te suplico, en el nombre de la compasión, déjame herir a estos paganos. —No, Miguel. No debes hacerlo. —Señor, no puedo continuar de esta manera. ¡Debo herir! 40
  • 41. —No, Miguel, no lo harás. Ponle término a semejantes palabras. ¡Ahora mismo! —¡Oh, mi Señor, mi Señor! —gimió Miguel. —Escucha mis palabras, Miguel. Las tinieblas deben tener su hora. Es necesario que sea así. La copa que mi Padre me dio, espera. Ve, Miguel. Halla a Registrador. El te está esperando. Una misión final espera por ti. Registrador irá contigo. —¿Registrador? Pero su lugar es siempre al lado del trono. Cuando él suelta su pluma... —En unos minutos los hombres me verán crucificado aquí en la tierra. Lo que los hombres verán, no será más que algo trivial. Tres criminales muriendo. Pero mientras eso acontece, tú y Registrador verán esas mismas cosas, sólo que ustedes las verán desenvolverse como mi Padre las ve. —Miguel, te eximo de tener que ver la escena terrenal. Verás estos acontecimientos desde un punto de vista más grandioso. —Ve, Miguel. Ahora. Después de decir esas palabras, el Carpintero perdió el conocimiento. Entonces el arcángel se arrodilló junto a su Señor y se despidió de El con un último adiós lloroso: —Ciudadano del cielo, forastero en la tierra, ¿cuándo nos encontraremos de nuevo? Me voy tan sólo porque ésta es tu orden. En unas horas el Gólgota llegaría a ser el centro de la creación, excepto para dos ángeles que estaban a punto de hacer un viaje casi increíble... a lugares de fuera de la creación. Eran cerca de las 9:00 a. m. 41
  • 43. CAPITULO Diecisiete —Rápido, Miguel —apremió Registrador—. Por aquí. Tú y yo estamos a punto de ver cosas que ningún ojo, salvo los de Dios, ha visto jamás. Ven. Nuestro viaje nos lleva a donde nunca ha habido tiempo, ni espacio, ni creación. —¿Dónde, entonces? —Esa es nuestra primera dificultad —respondió Registrador con un dejo de consternación en su voz—. Es que no vamos a estar en ningún lugar en particular. Estaremos en... —Registrador vaciló por un instante—. Miguel, ¿de qué sirve responder? Nada de lo que yo diga ahora es exacto. Estaremos en todos los lugares y en todos los tiempos. —¿Estamos a punto de visitar muchos lugares? —No, Miguel —gesticuló Registrador—. Estaremos en todos los lugares, y en todos los tiempos. Todo... a la vez. —¿Todos los lugares, a la misma vez? Registrador sacudió la cabeza. —No, eso no es del todo correcto, pero es lo más cerca que puedo llegar a una explicación. Es que ni palabras, ni parábolas, ni revelación, ni ningún otro medio de comprensión nos han de beneficiar ahora. No entenderemos. Solamente contemplaremos. —¿Entonces, tú sabes adónde vamos? —respondió Miguel totalmente mistificado. De nuevo un viso de frustración marcó su paso a través del antiquísimo semblante de Registrador. —No iremos, sino que rodearemos. —¿Rodearemos? —Se nos permitirá ver, por un breve momento, como Dios ve. —Registrador hizo un amplio movimiento con el brazo en un gesto de futilidad—. Esto tampoco es enteramente correcto. No es como Dios ve, sino como Dios es. No es tanto que veremos como El ve, sino que estaremos donde El está. Ahora le tocó a Miguel el turno de estar frustrado. —¿Y dónde está eso, si puedes decírmelo? —¡Rodeando! —¿Rodeando qué? —Todas las cosas. Envolviendo... todas las cosas. —¿Todas las cosas? ¿Qué quieres decir? 42
  • 44. —Todo el tiempo, todos los lugares, toda la eternidad, todas las cosas eternas. Envueltas en Dios. Rodeadas por Dios. Sí, todo a un mismo tiempo. —¿Cómo es posible eso? —Miguel, yo no lo sé. Te digo esto: El existía antes de la creación. Esto yo sé: La creación está en El. El rodea y envuelve a la creación. El rodea y envuelve todas las cosas. No sólo a la creación visible. También la nuestra. Y tal vez más. —¡Tal vez más que eso! ¡No hay más que eso! —dijo Miguel. —Como te dije, yo no sé. Incluso dudo bastante que, cuando nuestro viaje termine, tú o yo entenderemos. Que esto sea comprendido si la comprensión es posible. Todas las cosas están en Dios. Los ojos de Miguel resplandecieron, luego se atenuaron. El arcángel se sentía confundido, perplejo... y distraído. Y, si es posible, hasta un poco inseguro. Entonces Registrador continuó: —Antes de envolverse Dios en nuestras dos creaciones, antes de hacer su morada en ellas, antes de eso... El estaba afuera. No solamente afuera, ¡sino rodeando la creación! Incluso después de entrar en su creación, El ha seguido y sigue envolviéndola. Miguel miró a Registrador desde la comisura de sus ojos, con un destello evidente en ellos. —Entonces nuestro Dios es mucho, muchísimo más grande y más misterioso de lo que alguien pueda saber jamás. —¡Miguel, no estés demasiado seguro de eso! Estas palabras no podrían haber sido más inesperadas. —¿Qué? —exclamó Miguel. —Puede venir un momento —respondió Registrador—, en algún lugar allá afuera en las vastísimas riquezas de lo desconocido, cuando los redimidos y los ángeles elegidos habrán de conocer, así como son conocidos. —Registrador, terminemos sabiamente esta conversación. Ahora, ¿dónde comenzamos nuestro...? —Miguel paró en seco—. ¡Una pregunta inapropiada, supongo! —No, Miguel, esa puede ser bien una muy apropiada pregunta —respondió Registrador—. ¡Pero la respuesta te sorprenderá! ¡Nuestro viaje comienza al final! Miguel estuvo a punto de mostrar asombro, cuando súbitamente todas las cosas desaparecieron. Incluso la nadedad* abandonó el escenario. Yo debería perder la paciencia más a menudo, se dijo Miguel reflexivamente. Quién sabe lo que podría aprender. * Nadedad (en inglés nothingness). El autor usa este término de sentido abstracto en sus obras. (N. del T.) 43
  • 45. En ese momento sucedió algo que en realidad de verdad no se supone que sea posible. Los dos mensajeros quedaron inmersos en una luz inaccesible. CAPITULO Dieciocho —¿Dónde estamos? —Nos encontramos en aquello que rodea todas las cosas. —Si es que te comprendo, Registrador, eso quiere decir que ¡estamos en Dios! Pero ¿eso no está vedado? —Miguel, siempre hemos estado en Dios. Así también están todas las cosas. Ahora... ¡mira! Súbitamente la inmensa luz de gloria en que se habían precipitado, se abrió. Ante ellos se desplegaba una vastísima escena panorámica. Los ojos de Miguel se movían rápido en todas direcciones. —Por allí está el principio —gritó Registrador—. ¡Y por ahí, por ese lado, está el fin! La única respuesta de Miguel fue colocar las manos sobre su boca en un gesto de asombro. —¡Nuestro Dios está en ambos lugares... al mismo tiempo! — exclamó Registrador aterrado. —El Dios que servimos está al final. El siempre está al final. Tan ciertamente como que El está siempre al final, así también El está al principio... siempre. —El envuelve todas las cosas —susurró Miguel, hallando su voz, aunque no su comprensión. —Miguel, tú has estado afligido por los acontecimientos que están teniendo lugar en la tierra, ¿no es cierto? —¡Tú sabes bien que sí! —respondió el arcángel con incredulidad—. Alterado por ellos, está más cerca de la verdad. —¿Y Dios? —¡Oh! —contestó Miguel, casi sin aliento—. El vio... El ve el resultado final, allá lejos en el futuro. El lo ve ahora. No queda sorprendido como nosotros. El ve el futuro. —No exactamente. De hecho, Miguel, no podrías estar más equivocado —respondió Registrador—. Dios no ve el futuro. Tampoco ha estado allí. El está en el futuro. Está en el resultado final. El está en los acontecimientos que hoy tienen lugar en Jerusalén. Está presente en el final de esos acontecimientos. Con todo, El 44
  • 46. está en el principio, y está en el fin. En todos ellos. ¡ahora! No es que El los ve. Más bien, que simplemente están. En El. —¡Dios conoce el resultado! —exclamó Miguel. —¡No! —gritó impaciente Registrador—. El está en el acontecimiento, está en el resultado, ahora mismo. Una vez más Miguel miró a Registrador, al tiempo que se esforzaba por comprender lo que no se puede entender. —¿Es que El está en el resultado final de los acontecimientos de hoy? —respondió Miguel preguntando, mecánicamente, más para oír sus propias palabras que para percibirlas. —¿Y...? —instó Registrador. —Nuestro Dios está en el final, ahora mismo. El está en el fin. En todos los finales; en todos los principios... de todas las cosas. Ahora. —¿Y...? —continuó la instructora voz de Registrador. —El... El está... en el Gólgota. —Entonces Miguel se volvió para encarar a Registrador-. El está en la Pascua de Egipto, ahora. El... envuelve todos los acontecimientos. Ellos están todos en El. Todos al mismo tiempo. Toda la creación, todos los tiempos, todos los lugares están en El. ¡El envuelve todos los tiempos! —Hay más, Miguel. Dios envuelve todas las cosas y todos los acontecimientos, mediciones de tiempo, y todas las mediciones de la eternidad, todo el espacio y todo lo eterno carente de dimensiones, todos ellos están siempre en El. La historia, la nuestra y la de la tierra, están rodeadas por El y están en El. Todas las cosas están inmersas en Dios que lo rodea todo. —¡Estoy viendo lo que El es —prosiguió Registrador—, un Señor omnienvolvente presentemente presente en el principio y presentemente presente en el fin! Adondequiera que miro, veo que El es, El es, no que será, la Omega... y el Alfa. Registrador, habiendo comprendido todo esto sólo ligeramente delante de Miguel, estaba esforzándose por no llegar a estar tan excitado como el arcángel. —Una frase —continuó Registrador— puede describirlo todo, esto es, si tan sólo pudiésemos tener un espíritu lo suficientemente grande, no en tamaño sino en capacidad, para asir su pleno significado: El es el eterno ahora. —Miguel, tú sabes que yo soy el primer ser viviente que Dios creó jamás. Yo estuve allí, al principio. Yo siempre he dado por sentado que todas las cosas prosiguieron a partir de ese momento. Pero no es así. Dios creó el tiempo y la eternidad, todo al mismo tiempo. Completado. Terminado, desde un extremo hasta el otro. —A diferencia de El —siguió Registrador su disertación—, nosotros estamos limitados por fronteras, somos viajeros que nos esforzamos en avanzar, somos parte de los acontecimientos que tienen lugar. Y esto nos hace creer extrañamente que el futuro no ha tenido lugar. Pero sí ha tenido lugar. ¡No! Aún no ha tenido lugar. ¡Pero, sí, en Dios sí ha acontecido ya! Solamente que nosotros todavía no hemos llegado allá. 45
  • 47. —El no está en el futuro, el futuro está en El. —Cosas que aún no existen, son. —Todos los acontecimientos se encuentran en Dios, que lo envuelve todo. —Por un breve momento mi Señor ha hecho lo que prometió que haría. Me ha permitido estar en alguna posición ventajosa superior y ver acontecer todas las cosas a la misma vez, —respondió Miguel, exaltado. —Ven, amigo mío, al final —dijo Registrador—. Allí contemplaremos uno de los más grandes misterios de Dios: ¡Cómo El escogió a los elegidos! —¿Al final? —inquirió Miguel con un tono correctivo en su voz—. No; querrás decir al principio. —No, Miguel, ¡al final! El rostro de Miguel resplandeció al prorrumpir él en una exc1amación que era como un grito: —Nuestro Dios no sólo nos conoció antes, en su presciencia; no sólo nos conoció en el pasado, sino que nos conoció en el futuro, ¡todo en el mismo instante! —Trastornador, ¿no es cierto? —replicó Registrador en una respuesta que casi podía llamarse risa—. Pero probablemente aún lejos de la meta. Sea como sea, tú y yo estamos a punto de ver cosas que dejarían atónito a cualquier ser viviente que sea menor que Dios. —Calma, Registrador —dijo Miguel sonriendo, al recordar que, momentos antes, casi había visto reír al severo ángel, lo que ya era, en sí, algo que hacía historia. —Sí, Miguel, ‘calma, Registrador’. 46
  • 48. CAPITULO Diecinueve —Son los redimidos. Míralos, Registrador. Los gloriosos redimidos. Están reunidos todos en un lugar, procedentes de todos los lugares. Estamos contemplando esta grandiosa congregación al final de los tiempos. —Miguel hablaba más como pudiera hablar un niño, que como un arcángel. —Los ciudadanos de la salvación, los hijos e hijas de Dios, —susurró Registrador, extasiado. Entonces, de pronto, como si hubiese sido electrificado por una revelación, exclamó—: ¡Tienen la Vida de El! ¡Y su naturaleza! Miguel, son el linaje biológico de El. No son tan sólo hijos adoptados, sino que son biológicamente su linaje. Son verdaderamente hijos e hijas de Dios. Tienen a Dios como su Padre biológico. —Están regocijándose en la sangre del Cordero. ¿Qué quiere decir eso? –inquirió Miguel. —Tú lo sabes, Miguel. Tú lo sabes. —¡El Cordero! Están hablando de mi Señor, que ahora mismo está siendo colgado en un madero allá en Jerusalén. ¡Todos éstos han triunfado por su sangre! —Entonces, si El muere hoy... —Miguel vaciló—. ¡Entonces esa colina de las afueras de Jerusalén no es el final de la historia para mi Señor! —Aturdido por el mero pensamiento, Miguel empezó a temblar. —Sí, así parece, —convino Registrador, al tiempo que sus ojos resplandecieron de gozo. De repente, casi frenéticamente, Registrador asió a Miguel. —¡El Libro de la Vida! ¿Lo ves? Mira por allí. El que nuestro Dios me dio para que yo lo guardase. Está siempre conmigo, junto al trono. El me lo dio al principio. Allí está, al final. Miguel, ¿lo ves? —¡Sí, lo veo! Pero, Registrador, ¡no hay nombres escritos en sus páginas! Las páginas están en blanco. —¡Eso no puede ser! —exclamó Registrador más que turbado. Había pánico en la voz del más antiguo de los ángeles—. Yo he 47
  • 49. visto todas las páginas de ese libro. He visto los nombres de todos los que están predestinados dentro de Dios. El los predestinó en su ser antes de que la creación comenzara. Así me lo declaró y así debe ser. ¿Cómo pueden estar en blanco esas páginas? Te digo que he visto los nombres. De todos ellos, registrados en ese libro aun antes de que Dios creara. ¡Esas páginas no pueden estar en blanco! —Calma, Registrador. Fuiste tú el que dijiste que no comprenderíamos. Registrador estaba frenético y su rostro se veía pálido. —Mi Señor y mi Dios, Tú me dijiste que todos esos nombres estaban allí desde antes que te aventuraras a crear. Tú estableciste su estado antes. Procedente de ningún lugar en particular, sin embargo de todas partes, vino una voz: —Eso no es todo lo que te declaré en ese día anterior a todos los días. Registrador, ¿qué más te dije Yo? Aun antes de que Registrador pudiese siquiera considerar la respuesta, el Libro de la Vida empezó a llenarse de nombres. —¡Lo olvidé! Mi Señor, perdóname. No me di cuenta. Tú estabas aquí, al final, incluso en el instante en que yo estuve allí contigo al principio. Pero en ese mismísimo momento del principio, Tú estabas aquí en el final y los veías emerger; ¡sí, a los fieles! Tú conocías a los fieles aquí, y los registrabas allá. Tú veías quién emergía ¡fiel! Tú veías a los que te eran leales... elegidos, redimidos y fieles. —Tú los hiciste libres. Libres para ser lo que quisieran ser, y ellos escogieron ser tuyos. Ellos te siguieron, y están aquí en el final... y Tú eres su Señor, y Tú estás aquí. No obstante, Tú estás también allá en el principio. Comprendo, si bien no comprendo. Señor, Tú viste... Tú ves ambas cosas, el principio y el fin, al mismo tiempo. —¡Es aquí, al final que Tú los escogiste! No, fue al principio que los escogiste. ¡No, Tú hiciste ambas cosas, a la vez, en ambos lugares! No, lo hiciste tan sólo una vez, pero en ambos tiempos. Oh, no sé lo que hiciste. ¡Pero fue en ambos extremos que lo hiciste! —¡De esto sí estoy seguro! ¡Señor, dentro de tu ser Tú no dejaste nada dudoso! Y mientras Registrador todavía se agitaba en una revelación inmutable, de repente extendió las manos. —¡Mira, Miguel! —señaló con la mano—. Por allí, al final, allí, en lo último. ¡Mira! Ese soy yo, allí. Miguel, ése soy yo. Ese es Registrador. El... es decir, yo... al final de todas las edades... Sí, yo! —Mírame —siguió diciendo Registrador—. ¡Ahora comprendo! He tomado el Libro de la Vida. El mismísimo Libro de la Vida, cuyas páginas antes habían estado vacías, pero que ahora, al final de todo, están llenas. Miguel, ¿fui yo quién registró todos esos 48
  • 50. nombres al final? Es mi obligación hacer tales cosas. ¿Es que yo inscribí los nombres, al final? Miguel no podía ni moverse ni hablar. —¡Mírame! ¡De alguna manera sé exactamente lo que estoy por hacer. ¡Miguel, ése soy yo, allí al final, con un libro que contiene los nombres de todos los redimidos. Sé lo que él está... no, lo que yo estoy por hacer con ese libro. Registrador estaba verdaderamente rugiendo con gran delectación, porque, aun cuando estaba parado a gran distancia, estaba observándose a sí mismo en medio de la gloria de la congregación de todos los redimidos. De pronto Registrador se vio a sí mismo cómo lanzaba el Libro de la Vida de vuelta a través del tiempo. Entonces el Libro de la Vida regresó a través de todos los tiempos y edades hasta que llegó al principio. Miguel y Registrador se aguantaron la respiración al mismo tiempo. El Libro de la Vida, después de atravesar todo tiempo y espacio, vino a quedar en las manos de Dios... en el principio. —Aquel que está de pie al final, —dijo una voz— pero que también está parado en el medio mismo de la creación cuando ella está originándose, ha recibido el Libro de la Vida. Ambos ángeles estaban de pie reverentemente, mirando cómo el Dios del principio llamó al ángel registrador a que saliera de la nada a la existencia. Registrador escuchó de nuevo las primeras palabras que el Señor le dijo: Tu nombre será Registrador. —Así fue, Miguel. Así fue exactamente como ocurrió. Escucha, vas a oírme responderle. Miguel le respondió jubiloso: —No, Registrador, así es como está ocurriendo, y como ocurrirá, y como ocurrió. —Observa, Miguel —le dijo Registrador ignorando su proclama—. Mira. El Señor me mostrará algo que existe desde hace sólo un instante... me mostrará el Libro de la Vida. Yo acababa de llenarlo... al final, pero no lo sabía... en el principio. —Mira, estoy extendiendo la mano para recibir el gran libro dorado. Escucha mis palabras, dichas en total inocencia: —Mi Señor, un libro lleva el título de ‘El Libro de la Vida’. Ya está lleno de nombres. —¡Sigue escuchando, Miguel! ¿Te das cuenta de que se te está permitiendo ver el mismísimo principio? Todo esto me sucedió antes que tú existieras. ¡Estás viendo mi génesis! Con humildad, Registrador añadió una nota más: —Al fin, alguien está compartiendo conmigo mi nacimiento. —Ahora —prosiguió Registrador—, escucha bien lo que nuestro Señor me dijo hace tanto tiempo, y yo no lo comprendí: Antes de que Yo creara todas las cosas, 49
  • 51. Yo acabé todas las cosas. —Mira qué Misterio. Allí, en el momento mismo de crear, cuando no había nada sino sólo Dios y yo, El me encargó el manejo de un libro que yo nunca había visto, si bien la letra era mía. —Entonces El me dijo que todas las cosas estaban terminadas aun antes de que comenzaran. El Señor estaba parado en el final cuando dijo eso. Miguel se volvió para escudriñar el rostro de Registrador, tan sólo para tomar desprevenido al antiquísimo ángel haciendo algo que nadie se habría imaginado jamás que él haría. (Miguel no ha relatado nunca a nadie los acontecimientos de ese momento.) Registrador, totalmente fuera de sí, comenzó a aclamar, a gritar, a mover de un lado a otro los brazos extendidos hacia arriba y, en general, a conducirse más como Exalta que como el siempre reservado ángel de los registros. —Oh, mi viejo amigo —susurró Miguel, al tiempo que unas relucientes lágrimas descendían lentamente por sus mejillas mientras contemplaba la conducta nada elegante de su venerable amigo—, solamente espero que cuando nuestro Señor te permita retornar al tiempo, y a las cosas eternas, El te permita conservar la memoria de este momento. Registrador volvió su rostro surcado de lágrimas hacia él. —El está más allá de todo conocimiento. El es soberano. Oh, si es soberano nuestro Dios —gritó Registrador, llorando—. Me dijo que El terminó todas las cosas antes de crear todas las cosas. ¿Sabes qué más me dijo? Y aún no lo comprendo plenamente. Me dijo que El había sido inmolado antes de la fundación de la creación. Registrador respiró profundamente, y luego continuó: —Miguel, ahora debemos irnos. He visto lo increíble. Pero ahora percibo en mi espíritu que es hora de que tú veas lo increíble. Estamos a punto de ver cosas que te conciernen. Tal vez hasta se nos pueda permitir poder echar un vistazo a un acontecimiento que tuvo lugar después del final. Una vez más los dos mensajeros quedaron absorbidos en luz. 50
  • 52. CAPITULO Veinte —Registrador, no te puedo ver. Tengo la sensación de que estás a mi lado. Tómame la mano. —¿Sabes qué es lo que estamos a punto de ver? —respondió el ángel registrador. —Por supuesto que no, pero veo claro algunas cosas. El va a morir hoy en Jerusalén. Yo... no podré prevenirlo. —¿Y? —Los escogidos, los redimidos. Están en El. Por consiguiente, si El muere, ellos morirán con El. —¿Eso es todo? —¡Seguro que no! El habrá de triunfar en alguna parte por ahí. Yo no puedo sino creer que algún día El habrá de vivir de nuevo. Obviamente tiene que haber un triunfo final en algún lugar por ahí. —¿Y si es así? —Si El vuelve a vivir, ellos también volverán a vivir, porque están en El. Y una vez más la luz se abrió delante de ellos dos. 51
  • 53. CAPITULO Veintiuno —Allí, Miguel... hacia el final. ¿Ves? —Es Lucifer —regañó Miguel con tono de enfado—. Todavía está procurando ganar una batalla que habrá de perder. —Todavía está procurando ganar una batalla que él ¡ha perdido! —murmuró Registrador. —Mira —añadió—, hay algo más por allí al final. ¡La Muerte! ¡0h, la Muerte está muerta! Para sorpresa de ambos, la escena cambió repentinamente. —¡Jerusalén! Estamos viendo lo que está sucediendo en Jerusalén ahora, en este momento mismo, tal como se conoce el tiempo allí en la tierra. —Es mi Señor que cuelga en un aborrecible madero. —Miguel empezó a encolerizarse una vez más. —Cálmate, Miguel. Sigue mirando con denuedo. Ten valor. —¡Mi Señor se está muriendo! Pero tengo este consuelo. Su enemigo, la Muerte, se está muriendo también. Gracias a Dios, la Muerte se está muriendo. Pero, oh, a qué precio. —¿Qué más, Miguel? Observa atentamente. ¿Qué más está El por llevarse consigo al sepulcro? —No veo nada. —Hace un momento nuestro Señor me permitió verme a mí mismo al fin de la creación. ¡Esta vez tú estás a punto de verte a ti mismo en el Gólgota! Tranquilo, mi viejo amigo. No te muevas nada. Sólo mira. —¡Allí estoy! El Señor me está dando autoridad sobre el espacio y el tiempo. 52
  • 54. Los dos ángeles siguieron mirando una escena aún no formada. Con todo, allí estaba el arcángel levantando alas a través de la historia, atravesando toda materia, tiempo y lo espiritual. —Ves, Miguel. Eres tú. ¡Al final! —¡Mira! —gritó Miguel—. He venido a Lucifer, mi archienemigo. ¡Ah! Esta es la batalla por la cual yo vivo. ¡Mira ahora, Registrador, mírame! Al fin estoy desenvainando mi espada contra esa serpiente antigua. —Estás llevando a Lucifer hacia atrás a través de la historia, forzándolo a regresar a través del tiempo. —¡Mira! Registrador, es al Gólgota a donde lo he forzado a venir. Estoy llevando a mi enemigo de regreso... a la cruz. El Señor ha llevado consigo a su enemigo, la Muerte, al sepulcro. Ahora El me permitirá llevar a mi enemigo a la misma tumba destructora para dejarlo junto con la Muerte. ¿Habré de llevar a la fuerza a ese perverso, de regreso a ese lugar donde la Muerte y la Vida están muriendo? Como un espectador que contempla a unos combatientes en una famosa arena, Registrador empezó a vitorear: —¡Hazlo regresar! ¡Llévalo hasta el madero maldito! Miguel, llévalo a su destrucción. —¡Llévalo al madero destructor! —¡Lucifer! Mira su rostro —dijo Miguel—. Está asombrado. ¡El no lo sabía! En el Gólgota se las hubo también con él. Sí, enemigo mío, te llevo adentro del seno del Hijo de Dios. Señor, destrúyelo en el madero. Como si estuviesen mirando a través de una puerta distante, los dos ángeles presenciaron cómo la Muerte, el Pecado y Lucifer se hundieron dentro del seno del Crucificado. —¡Desde esa hora —observó Registrador—, allí en la colina del Gólgota, el Príncipe de las Tinieblas vino a ser el enemigo derrotado para siempre y, no obstante, él no lo sabía! —Teníamos conocimiento de Dios y del Cordero inmolado antes de la fundación del mundo. Sin embargo, durante todo el tiempo El también estaba en el final. Lucifer fue derrotado desde antes de la creación. Por el Cordero inmolado. Entonces, una vez más, la escena cambió. Los dos ángeles quedaron en silencio. Los dos habían venido a ser testigos intrusos de los momentos finales de la creación. De pronto Miguel se agarró del brazo de Registrador. —Este es el acto final. Ahora yo le asesto el golpe final a mi maldito enemigo. —Miguel, sería más sensato que te volvieras y observaras lo que yo estoy viendo. Aquí está todo el panorama de la creación. Pero esta vez realmente vemos como Dios ve. Mira al Gólgota. Con gran renuencia Miguel se volvió de la victoriosa escena que estaba presenciando. De inmediato Miguel jadeó. 53
  • 55. Lo que los dos ángeles veían, no se podía comunicar ni por lengua de hombres ni de ángeles. ¡El futuro y el pasado se habían despojado de sus títulos! La creación ya no se movía hacia adelante en línea recta, sino que había dado vuelta entrando a recorrer un vasto círculo. En el centro mismo de esa inmensa circulación estaba la cruz. Ahora todas las cosas que estaban en el tiempo y en la eternidad, se movían alrededor de su verdadero centro... el Cristo de la cruz. —Hay algo más allí junto a la cruz. CAPITULO Veintidós —¿Qué es aquello que está tan cerca de la cruz? —Un sepulcro, creo yo. —Miguel, nosotros vemos la crucifixión así como Dios la ve. ¡No! Vemos el Gólgota y la tumba tal y como son realmente. Toda la creación tiene su centro en ellos. Aterrados, los dos mensajeros observaron cómo todos los puntos de una creación circular comenzaron a fluir hacia la cruz. —¡Mira, toda la creación está siendo traída de vuelta hacia su centro! —susurró Registrador—. La cruz está atrayendo todas las cosas dentro de su vórtice destructor. —Pero, ¿qué es lo que la cruz está haciendo allí en realidad? —balbuceó Miguel. —Que la cruz ha hecho, Miguel. Que ha hecho ya. ¡Está destruyendo la creación entera! —¿Habré de aprender alguna vez lo que estoy viendo? —dijo Miguel moviendo la cabeza asombrado—. Todo está yendo hacia la cruz. Todas las cosas de la creación, y la creación misma, están llegando a su fin. ¡Han llegado a su fin! —Y hay más. —Veo que la cruz está destruyendo cosas, lo que habrá de traer gran gozo, no sólo a los ángeles elegidos, sino también a los redimidos. 54
  • 56. Todas esas reglas que nadie puede observar, y ni siquiera entender, quedan destruidas en la cruz. Esas ordenanzas con las cuales nadie podía vivir en conformidad, quedan aniquiladas por la cruz. ¡Todos esos mandamientos que nadie descubrió jamás cómo han de ser obedecidos! Ahora quedan desvanecidos. —...y el Sabbath —añadió Registrador. —...y todos esos días especiales que la gente ha tratado de guardar perfectamente, pero que en realidad nunca han guardado —continuó Miguel. —Estamos viendo toda la creación caída, todas las cosas no redimidas, deslizándose a una total destrucción. —Gracias a Dios —resolló Registrador—. El fin de la caída. El fin de toda evidencia de la caída. —¡Mira... qué nube monstruosa! —exclamó Miguel—. Apareció por un momento sobre Jerusalén, y de la misma forma repentina se desvaneció. Se deslizó dentro del ser del Hijo del Hombre. —El Pecado —explicó Registrador—. La aniquilación del Pecado. El completo acto de creación se deslizó inexorablemente dentro de la cruz eterna. —¡La creación, crucificada! —murmuró Registrador. —Hasta los elegidos... escogidos al principio (y al final), atraídos dentro de la cruz... y dentro de El —salmodió Miguel. —Muy apropiado —replicó Registrador—. Sumergidos en su muerte. Inmersos en El, incluso en su muerte y, por tanto, muriendo junto con El. Míralos. Todos ellos. Afluyendo en la muerte con El. Participando de su muerte. Estaban en El antes de la creación. Están en El al final. ¡Están siempre en El! Enseguida, considerando sus propias palabras, Registrador levantó los brazos bien alto por encima de la cabeza en un acto de profundísima alabanza. —Tus escogidos están en Ti, sin tener en cuenta la edad ni las edades. Dondequiera que se encuentren en esa larga jornada que se extiende desde el alfa hasta la omega, cada uno y todos ellos están siempre en Ti. —Ellos mueren en Ti —continuó su extática adoración Registrador—. Están muertos para todo aquello que murió en Ti. Están muertos al pecado. Muertos a esa miserable y caída creación que ahora mismo estamos viendo cómo es arrastrada a su hora final. Seis días para crear. Y tan solamente un momento y una cruz para destruir. Y, si Tú has de vivir de nuevo, ellos también habrán de vivir. —La multitud está mirando una ejecución muy común en Jerusalén —observó Miguel—. Nosotros estamos contemplando el mismo acontecimiento, en Dios, y estamos presenciando la crucifixión de la creación. —Miguel, nuestro tiempo aquí se ha terminado —interrumpió Registrador—. Tenemos que irnos. —¿Dónde están los momentos del tiempo, Registrador? 55
  • 57. —Creo que cuando regresemos, nuestro Señor estará expirando, o tal vez ya esté muerto. O quizá hasta sepultado. —¿Volverá a vivir de nuevo, Registrador? —Miguel, yo no sé todas las cosas, pero esto sí sé: Todos los predestinados están en El. Vivos o muertos, pasados o futuros, están en El. —Conozco algo acerca de mi Creador —continuó—. El entretejió sus más atesorados secretos en la textura de la creación, para que los veamos allí, si tenemos ojos para ver. —Miguel, yo he visto plantar una semilla en la tierra. Ella muere, como bien lo sabes. No obstante, he visto esa misma semilla levantarse y brotar de la tierra. Y fue mi Señor quien creó la semilla. —Además, esa semilla no viene sola cuando se levanta. Se ha tornado en muchas simientes. Cualquiera que sea el tiempo o la edad, de esto estoy seguro: El volverá a vivir, y los redimidos también volverán a vivir. Una vez más esa intensísima luz del ser de Dios envolvió a los dos ángeles. —Ahora se nos permitirá ver una escena más —observó Registrador—. La misma será breve. De nuevo la luz se abrió. —¿Dónde nos encontramos y qué es aquello? 56
  • 58. CAPITULO Veintitrés Todas las cosas se habían desvanecido, excepto el sepulcro. —¿Dónde está todo, Registrador? —Creo que vamos a descubrir que todo lo demás ya no existe. Hay solamente un sepulcro. Todas las cosas de la creación, así como la creación misma están encerradas en ese sepulcro. ¡Todo! ¡Para siempre! Miguel extendió la mano para tocar el sepulcro. Registrador le detuvo la mano. —Sólo hay dos cosas que un arcángel teme. Una de ellas es un instrumento de muerte tan grande que pudo destruir hasta la creación. La otra es una tumba tan gloriosa que podría dar a luz una nueva creación. —¡Una nueva creación! —balbuceó Miguel—. Sí, desde luego. Una vez que haya desaparecido la creación caída, El está libre para crear otra vez. —Y si El se levanta... no, si ya está resucitado... sus escogidos también están resucitados. Si El resucita, si está ya levantado, ellos están vivos y resucitados, así como muertos a la 57
  • 59. vieja creación. Muertos al pecado, muertos a todo el universo caído. Vivos para El, y vivos en una nueva creación. —No... —corrigió Miguel una vez más su disertación—, vivos como una nueva creación. —Tal vez es mi imaginación —observó ahora Miguel—, pero pareciera que el sepulcro ha comenzado a estremecerse. Registrador estaba a punto de responder, cuando los dos antiguos viajeros quedaron una vez más envueltos en luz. —Tenías razón, Registrador, de veras ha sido un momento muy breve aquí. Entonces hubo un fuerte relumbrón; luego, por un instante, una abertura a otra escena, pero se desvaneció tan rápidamente, que ninguno de los dos mensajeros podía saber con certeza lo que había visto. —¿Una escena de más allá del final? —preguntó Registrador—. ¿Es que vi congregados a todos los elegidos? Luego, fluyendo de regreso dentro de El... de donde habían venido. —Estoy seguro de que vi una doncella. La doncella. Su desposada. Viniendo a ser uno. Uno con El. Luego disolviéndose en El —susurró Registrador. Entonces añadió una pregunta al desaparecer otra vez en un océano de luz y de gloria: —¿El, que una vez era el Todo, viniendo ahora a ser el Todo en todos? 58
  • 61. CAPITULO Veinticuatro La Puerta Oriental se abrió de par en par. A lo lejos estaba el camino que llevaba a Betania, y junto al camino, la más elevada de las colinas que dominaban a Jerusalén. Un árbol gigante, con su madera blanqueada y su tronco duro como piedra, se levantaba en la cumbre de la colina. Un pelotón de cuatro soldados sacó a empujones a su prisionero a la luz de la mañana. —Denle ahí el travesaño de la cruz —dijo el jefe de pelotón—. Pónganselo sobre los hombros. El prisionero debe llevar su propio instrumento de muerte como escarmiento para los que lo ven. —¡Prisionero, toma el travesaño! —ordenó—. ¿Entiendes? —Sí —replicó el Carpintero—. Yo entiendo los caminos de la cruz desde hace mucho, mucho tiempo. Diciendo esas palabras, el Carpintero extendió los brazos y tomó la viga transversal, lo equilibró sobre un hombro y salió al camino que va a Betania. 60
  • 62. —Nunca llegaremos a pasar a través de esta turba —refunfuñó uno de los soldados—. Todos en Israel están abriéndose paso hacia el templo. Al parecer somos los únicos que estamos saliendo por la puerta. —Abranse paso —ordenó el jefe de pelotón—. Empujen a la gente a un lado. Usen el látigo si es necesario. —Alto. Deténganse. Allí vienen los otros dos pelotones con sus prisioneros, y Abenadar a caballo. Después de todo, puede que esto no nos tome tanto tiempo. Espero que podamos subir a este prisionero por esa colina antes que muera. Al escuchar esas palabras, Jesús levantó la cabeza. Los campos que se extendían entre Betania y Jerusalén eran una masa de humanidad que avanzaba a una hacia el templo. La campiña entera resplandecía como la nieve. —Hasta donde llega la vista se ven corderos —musitó El—. Hacen que todo luzca blanco puro. Los balidos de los corderos se combinaban y creaban un himno extraño, ultraterreno. —Desde la cresta de la colina podré mirar hacia abajo y ver todo eso —siguió musitando el Carpintero—. Está por comenzar la Pascua. Pronto los ciudadanos de Jerusalén verán cómo el hombre y los corderos mueren al mismo tiempo. —Padre, permite aun esto. En ese momento los otros dos pelotones se unieron al primero. Los doce soldados y sus prisioneros salieron con dificultad al camino. Abenadar guiaba abriéndose paso con su caballo y su látigo. Atrapado entre el inmenso gentío que avanzaba apretadamente, el Carpintero fue repetidamente tirado al suelo. En cada ocasión los soldados lo levantaron a tirones. Pero la última vez no sólo se desplomó, sino que su cuerpo empezó a temblar y agitarse violentamente. —Ya no puede más. No puede seguir cargando el travesaño. Revívanlo, y búsquense a uno que le lleve la cruz —ordenó Abenadar. —Oye tú, esclavo —gritó uno de los soldados-. ¡Sí, tú! Tú mismo. Ven acá enseguida y lleva el travesaño de este hombre. Vamos, africano. —No le hace bien a uno sobresalir entre la multitud —murmuró Simón entre dientes al inclinaras para agarrar la viga. Con gran esfuerzo Jesús se puso de pie, pero casi enseguida se desplomó otra vez. El cireneo se arrodilló y tomó al prisionero entre sus brazos. —¿Simón de Cirene? —le preguntó Jesús en un susurro. —¿Me conoces? —respondió el cireneo, sorprendido. —Siempre te he conocido. —No —protestó Simón—, yo no te conozco. —¿Tú no tienes dos hijos: uno, Alejandro, y el otro, Rufo? —¡Tú sí me conoces! ¿Dónde nos hemos encontrado? 61
  • 63. —Ya basta, prisionero, levántate. ¡Párate! —ordenó un guarda. Simón miró al soldado a los ojos, luego a Jesús, y entonces ayudó a Jesús a ponerse de pie. —¡Lleva su carga! Todo el camino hasta arriba de la colina —volvió a mandar el soldado. —Hombre, ¿pero dónde nos hemos encontrado? —preguntó Simón otra vez a Jesús. —Simón, sígueme. —¿A la colina? —¡Siempre! —replicó el Carpintero. Sin gran esfuerzo Simón columpió la viga travesaño y se lo puso sobre el hombro. Símón, a partir de este día tu huésped seré Yo, no en tu hogar, sino dentro de ti. Una pequeña compañía de soldados, tres criminales y un esclavo procedente de Cirene avanzaban lentamente, subiendo hacia la cumbre de una alta colina que dominaba a Jerusalén, al templo y al atrio que rodeaba al templo. Ahora toda la escena era blanca debido a los inocentes corderos, todos ellos próximos a ser sacrificados como propiciación por los pecados de la humanidad. CAPITULO Veinticinco Al llegar arriba, los tres condenados dejaron caer a tierra los travesaños de cruz. El Carpintero se desplomó a tierra junto con los maderos. Los soldados, bien adiestrados, sacaron sus espadas y formaron un semicírculo alrededor de los prisioneros, indicando así a todos que no se toleraría ninguna interferencia en los procedimientos que habrían de seguir. Una vez más, tambaleándose, Jesús se puso en pie. Entonces se volvió para mirar allá abajo la ciudad que con tanta frecuencia mataba a sus profetas. El Señor divisó el templo un poco más allá del muro oriental. 62