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La Caverna
José Saramago
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Que extraña escena describes y que extraños prisioneros, son iguales a nosotros.
PLATÓN, República, Libro VII
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El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de
profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos
edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y
todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le
echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al
nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo
desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a
saber que algor significa frío intenso del cuerpo, preanuncio de fiebre, y que gacho
es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de
uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones
más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin
corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y,
no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla
a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial
Gacho no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una
cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del
pulgar hasta la base del dedo meñique. La camioneta no merece ese nombre, es
sólo una furgoneta de tamaño medio, de un modelo pasado de moda, y está
cargada de loza. Cuando los dos hombres salieron de casa, veinte kilómetros atrás,
el cielo apenas había comenzado a clarear, ahora la mañana ya ha puesto en el
mundo luz bastante para que se pueda observar la cicatriz de Marcial Gacho y
adivinar la sensibilidad de las manos de Cipriano Algor. Vienen viajando a velocidad
reducida a causa de la fragilidad de la carga y también por la irregularidad del
pavimento de la carretera. La entrega de las mercancías no consideradas de
primera o segunda necesidad, como es el caso de las lozas bastas, se hace, de
acuerdo con los horarios establecidos, a media mañana, y si estos dos hombres
madrugaron tanto es porque Marcial Gacho tiene que fichar por lo menos media
hora antes de que las puertas del Centro se abran al público. En los días en que no
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trae al yerno, y tiene piezas para transportar, Cipriano Algor no necesita levantarse
tan temprano. Pero siempre es él, de diez en diez días, quien se encarga de ir a
buscar a Marcial Gacho al trabajo para que pase con la familia las cuarenta horas de
descanso a que tiene derecho, y quien, después, con loza o sin loza en la caja de la
furgoneta, puntualmente lo reintegra a sus responsabilidades y obligaciones de
guarda interno. La hija de Cipriano Algor, que se llama Marta, de apellidos Isasca,
por parte de la madre ya fallecida, y Algor por parte del padre, sólo disfruta de la
presencia del marido en la casa y en la cama seis noches y tres días de cada mes.
En una de estas noches se quedó embarazada, pero todavía no lo sabe.
La región es fosca, sucia, no merece que la miremos dos veces. Alguien le dio a
estas enormes extensiones de apariencia nada campestre el nombre técnico de
Cinturón Agrícola, y también, por analogía poética, el de Cinturón Verde, aunque el
único paisaje que los ojos consiguen alcanzar a ambos lados de la carretera,
cubriendo sin solución de continuidad perceptible muchos millares de hectáreas, son
grandes armazones de techo plano, rectangulares, hechos de plástico de un color
neutro que el tiempo y las polvaredas, poco a poco, fueron desviando hacia el gris y
el pardo. Debajo, fuera de las miradas de quien pasa, crecen plantas. Por caminos
secundarios que vienen a dar a la carretera, salen, aquí y allí, camiones y tractores
con remolques cargados de verduras, pero el grueso del transporte se ha efectuado
durante la noche, éstos de ahora, o tienen autorización expresa y excepcional para
realizar la entrega más tarde, o se quedaron dormidos. Marcial Gacho se subió
discretamente la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj, está
preocupado porque el tránsito se torna paulatinamente más denso y porque sabe
que de aquí en adelante, cuando entren en el Cinturón Industrial, las dificultades
aumentarán. El suegro notó el gesto, pero se mantuvo callado, este yerno suyo es
un joven simpático, sin duda, aunque nervioso, de la raza de los desasosegados de
nacimiento, siempre inquieto con el paso del tiempo, incluso si lo tiene de sobra, en
ese caso nunca parece saber lo que ha de ponerle dentro, dentro del tiempo, se
entiende, Cómo será cuando llegue a mi edad, pensó. Dejaron atrás el Cinturón
Agrícola, la carretera, ahora más sucia, atraviesa el Cinturón Industrial cortando por
entre instalaciones fabriles de todos los tamaños, actividades y hechuras, con
depósitos esféricos y cilíndricos de combustible, centrales eléctricas, redes de
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canalización, conductos de aire, puentes suspendidos, tubos de todos los grosores,
unos rojos, otros negros, chimeneas lanzando a la atmósfera borbotones de humos
tóxicos, grúas de largos brazos, laboratorios químicos, refinerías de petróleo, olores
fétidos, amargos o dulzones, ruidos estridentes de brocas, zumbidos de sierras
mecánicas, golpes brutales de martillos pilones, de vez en cuando una zona de
silencio, nadie sabe lo que se estará produciendo ahí. Fue entonces cuando Cipriano
Algor dijo, No te preocupes, llegaremos a tiempo, No estoy preocupado, respondió
el yerno, disimulando mal la inquietud, Ya lo sé, era una manera de hablar, dijo
Cipriano Algor. Giró la furgoneta hacia una vía paralela destinada a la circulación
local, Vamos a atajar camino por aquí, dijo, si la policía nos pregunta por qué
dejamos la carretera, acuérdate de lo que hemos convenido, tenemos un asunto
que resolver en una de estas fábricas antes de llegar a la ciudad. Marcial Gacho
respiró hondo, cuando el tráfico se complicaba en la carretera, el suegro, más tarde
o más pronto, acababa tomando un desvío. Lo que le angustiaba era la posibilidad
de que se distrajese y la decisión llegase demasiado tarde. Felizmente, pese a los
temores y los avisos, nunca les había parado la policía, Alguna vez se convencerá
de que ya no soy un muchacho, pensó Marcial, que no tiene que estar
recordándome todas las veces esto de los asuntos que resolver en las fábricas. No
imaginaban, ni uno ni otro, que fuese precisamente el uniforme de guarda del
Centro que enfundaba Marcial Gacho el motivo de la continuada tolerancia o de la
benévola indiferencia de la policía de tráfico, que no era simple resultado de
casualidades múltiples o de obstinada suerte, como probablemente hubieran
respondido si les preguntasen por qué razón creían ellos que no habían sido
multados hasta el momento. La conociera Marcial Gacho, y tal vez hubiera hecho
valer ante el suegro el peso de la autoridad que el uniforme le confería, la conociera
Cipriano Algor, y tal vez le hubiera hablado al yerno con menos irónica
condescendencia. Buena verdad es que ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez
puede lo que sabe.
Después del Cinturón Industrial comienza la ciudad, en fin, no la ciudad
propiamente dicha, ésa se divisa allá a lo lejos, tocada como una caricia por la
primera y rosada luz del sol, lo que aquí se ve son aglomeraciones caóticas de
chabolas hechas de cuantos materiales, en su mayoría precarios, pudiesen ayudar a
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defenderse de las intemperies, sobre todo de la lluvia y del frío, a sus mal abrigados
moradores. Es, según el decir de los habitantes de la ciudad, un lugar inquietante.
De vez en cuando, por estos parajes, en nombre del axioma clásico que reza que la
necesidad también legisla, un camión cargado de alimentos es asaltado y vaciado
en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo. El método operativo,
ejemplarmente eficaz, fue elaborado y desarrollado después de una concienzuda
reflexión colectiva sobre el resultado de los primeros intentos, malogrados, según se
hizo obvio, por una total ausencia de estrategia, por una táctica, si así se puede
llamar, anticuada, y, finalmente, por una deficiente y errática coordinación de
esfuerzos, en la práctica entregados a sí mismos. Siendo casi continuo durante la
noche el flujo de tráfico, bloquear la carretera para retener un camión, como había
sido la primera idea, supuso la caída de los asaltantes en su propia trampa, dado
que tras ese camión otros camiones venían, portando refuerzos y socorro inmediato
para el conductor en apuros. La solución del problema, efectivamente genial, así fue
reconocido en voz baja por las propias autoridades policiales, consistió en que los
asaltantes se dividieron en dos grupos, uno táctico, otro estratégico, y en establecer
dos barreras en lugar de una, comenzando el grupo táctico por cortar la carretera
inmediatamente después del paso de un camión que circulara separado de los otros,
y luego el grupo estratégico, unas centenas de metros más adelante,
adecuadamente informado por una señal luminosa, con la misma rapidez montaba
la segunda barrera, de modo que el vehículo condenado por el destino no tenía otro
remedio que detenerse y dejarse robar. Para los vehículos que venían en dirección
contraria no era necesario ningún corte de carretera, los propios conductores se
encargaban de parar al darse cuenta de lo que pasaba más adelante. Un tercer
grupo, llamado de intervención rápida, se encargaría de disuadir con una lluvia de
piedras a cualquier solidario atrevido. Las barreras se hacían con grandes piedras
transportadas en parihuelas, que algunos de los propios asaltantes, jurando y
requetejurando que no tenían nada que ver con lo sucedido, ayudaban luego a
retirar a la cuneta de la carretera, Esa gente es la que da mala fama a nuestro
barrio, nosotros somos personas honestas, decían, y los conductores de los otros
camiones, ansiosos por que les limpiaran el camino para no llegar tarde al Centro,
sólo respondían, Bueno, bueno. De tales incidencias de ruta, sobre todo porque casi
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siempre circula por estos lugares con luz del día, se ha librado la furgoneta de
Cipriano Algor. Por lo menos hasta hoy. De hecho, habida cuenta los útiles de barro
son los que con más frecuencia van a la mesa del pobre y más fácilmente se
rompen, el alfarero no está libre de que una mujer de las muchas que malviven en
estas chabolas tenga la ocurrencia de decirle un día de éstos al jefe de la familia,
Estamos necesitando platos nuevos, a lo que él seguramente responderá, Ya me
ocuparé de eso, pasa por ahí a veces una furgoneta que lleva escrito por fuera
Alfarería, es imposible que no lleve platos, Y tazas, añadirá la mujer, aprovechando
la marea favorable, Y tazas, no se me olvidará.
Entre las chabolas y los primeros edificios de la ciudad, como una tierra de nadie
separando las dos partes enfrentadas, hay un ancho espacio libre de construcciones,
pero, mirándolo con un poco más de atención, se observa no sólo una red de
huellas entrecruzadas de tractores, ciertas explanaciones que sólo pueden haber
sido causadas por grandes palas mecánicas, esas implacables láminas curvas que,
sin dolor ni piedad, se llevan todo por delante, la casa antigua, la raíz nueva, el
muro que amparaba, el lugar de una sombra que nunca más volverá a estar. Sin
embargo, tal como sucede en las vidas, cuando creíamos que nos habían quitado
todo, y de pronto descubrimos que nos queda algo, también aquí unos fragmentos
dispersos, unos harapos emporcados, unos restos de materiales de desecho, unas
latas oxidadas, unas tablas podridas, un plástico que el viento trae y lleva nos
muestran que este territorio había estado ocupado antes por los barrios de
marginados. No tardará mucho en que los edificios de la ciudad avancen en línea de
tiradores y vengan a enseñorearse del terreno, dejando entre los más adelanta dos
y las primeras chabolas apenas una franja estrecha, una nueva tierra de nadie, que
permanecerá así mientras no llegue el momento de pasar a la tercera fase.
La carretera principal, a la que habían regresado, era ahora más ancha, con un
carril reservado exclusivamente para la circulación de vehículos pesados, y aunque
la furgoneta sólo por desvarío de imaginación pueda incluirse en esa categoría
superior, el hecho de tratarse sin duda de un vehículo de carga da a su conductor el
derecho a competir en pie de igualdad con las lentas y mastodónticas máquinas que
roncan, mugen y escupen nubes sofocantes por los tubos de escape, y adelantarlas
rápidamente, con una sinuosa agilidad que hace tintinear las lozas en la parte de
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atrás. Marcial Gacho miró otra vez el reloj y respiró. Llegaría a tiempo. Ya estaban
en la periferia de la ciudad, todavía tendrían que recorrer unas cuantas calles de
trazado confuso, girar a la izquierda, girar a la derecha, otra vez a la izquierda, otra
vez a la derecha, ahora a la derecha, a la derecha, izquierda, izquierda, derecha,
recto, finalmente desembocarían en una plaza donde se acababan las dificultades,
una avenida en línea recta los conducirá a sus destinos, allí donde era esperado el
guarda interno Marcial Gacho, allí donde dejaría su carga el alfarero Cipriano Algor.
Al fondo, un muro altísimo, oscuro, mucho más alto que el más alto de los edificios
que bordeaban la avenida, cortaba abruptamente el camino. En realidad, no lo
cortaba, suponerlo era el resultado de una ilusión óptica, había calles que, a un lado
y a otro, proseguían a lo largo del muro, el cual, a su vez, muro no era, mas sí la
pared de una construcción enorme, un edificio gigantesco, cuadrangular, sin
ventanas en la fachada lisa, igual en toda su extensión. Aquí estamos, dijo Cipriano
Algor, como ves llegamos a tiempo, todavía faltan diez minutos para tu hora de
entrada, Sabe tan bien como yo por qué no puedo retrasarme, perdería mi posición
en la lista de los candidatos a guarda residente, No es una idea que entusiasme
demasiado a tu mujer, ésa de pasar a guarda residente, Es mejor para nosotros,
tendremos más comodidades, mejores condiciones de vida. Cipriano Algor detuvo la
furgoneta frente a la esquina del edificio, parecía que iba a responder al yerno, pero
lo que hizo fue preguntar, Por qué están derribando aquella manzana de edificios,
Por fin se ha confirmado, Se ha confirmado el qué, Hace semanas que se estaba
hablando de una ampliación, respondió Marcial Gacho mientras salía de la
furgoneta. Habían parado frente a una puerta sobre la cual se leía un letrero con las
palabras Entrada Reservada al Personal de Seguridad. Cipriano Algor dijo, Tal vez,
Tal vez, no, la prueba está ahí a la vista, la demolición ha comenzado, No me refería
a la ampliación, sino a lo que dijiste antes sobre las condiciones de vida, acerca de
las comodidades no discuto, en cualquier caso no podemos quejarnos, no somos de
los más desafortunados, Respeto su opinión, pero yo tengo la mía, ya verá como
Marta, cuando llegue la hora, estará de acuerdo conmigo. Dio dos pasos, se detuvo,
seguramente pensó que ésta no era la manera correcta de despedirse un yerno de
un suegro que lo ha traído al trabajo, y dijo, Gracias, le deseo un buen viaje de
regreso, Hasta dentro de diez días, dijo el alfarero, Hasta dentro de diez días, dijo el
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guarda interno, al mismo tiempo que saludaba a un colega que acababa de llegar.
Se fueron juntos, entraron, la puerta se cerró.
Cipriano Algor puso el motor en marcha, pero no arrancó en seguida. Miró los
edificios que estaban siendo demolidos. Esta vez, probablemente a causa de la poca
altura de las construcciones que se iban a derribar, no estaban siendo utilizados
explosivos, ese moderno, expeditivo y espectacular proceso que en tres segundos
es capaz de transformar una estructura sólida y organizada en un caótico montón
de cascotes. Como era de esperar, la calle que hacía ángulo recto con ésta estaba
cerrada al tránsito. Para hacer entrega de la mercancía, el alfarero se vería obligado
a pasar por detrás de la finca en demolición, rodearla, seguir luego hacia delante, la
puerta a la que iba a llamar estaba en la esquina más distante, precisamente, con
relación al punto donde se encontraba, en el otro extremo de una recta imaginaria
que atravesase oblicuamente el edificio donde Marcial Gacho había entrado, En
diagonal, precisó mentalmente el alfarero para abreviar la explicación. Cuando
dentro de diez días vuelva a recoger al yerno, no habrá vestigio de estos predios, se
habrá asentado la polvareda de la destrucción que ahora flota en el aire, y hasta
puede suceder que ya esté siendo excavado el gran foso donde se abrirán las zanjas
y se implantarán los pilares de la nueva construcción. Después se levantarán las
tres paredes, una que lindará con la calle por la que Cipriano Algor tendrá que dar la
vuelta de aquí a poco, dos que cerrarán a un lado y a otro el terreno ganado a costa
de la calle intermedia y de la demolición de la manzana, haciendo desaparecer la
fachada del edificio todavía visible, la puerta de acceso del personal de Seguridad
cambiará de sitio, no serán necesarios muchos días para que ni la persona más
perspicaz sea capaz de distinguir, mirando desde fuera, y mucho menos lo percibirá
si está en el interior del edificio, entre la construcción reciente y la construcción
anterior. El alfarero miró el reloj, todavía era pronto, en los días en que traía al
yerno era inevitable tener que aguardar dos horas a que abriese el departamento de
recepción que tenía asignado, y después todo el tiempo que tardase en llegarle la
vez, Pero tengo la ventaja de ocupar un buen lugar en la fila, incluso puedo ser el
primero, pensó. Nunca lo había sido, siempre se presentaba gente más
madrugadora que él, seguramente algunos de esos conductores habrían pasado
parte de la noche en la cabina de sus camiones. Cuando el día clareaba subían a la
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calle para tomar un café, pan y alguna vianda, un aguardiente en las mañanas
húmedas y frías, después se que daban por ahí, conversando unos con otros, hasta
diez minutos antes de que se abrieran las puertas, entonces los más jóvenes,
nerviosos como aprendices, corrían rampa abajo para ocupar sus puestos, mientras
los mayores, sobre todo si estaban en los últimos lugares de la fila, descendían
charlando animadamente, aspirando una última bocanada del cigarro, porque en el
subterráneo, habiendo motores en marcha, no estaba permitido fumar. El fin del
mundo, creían ellos, no era para ya, no ganaban nada corriendo.
Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Se distrajo con la demolición de los
edificios y ahora quería recuperar el tiempo perdido, palabras estas insensatas entre
las que más lo sean, expresión absurda con la cual suponemos engañar la dura
realidad de que ningún tiempo perdido es recuperable, como si creyésemos, al
contrario de esta verdad, que el tiempo que juzgábamos para siempre perdido
hubiera decidido quedarse parado detrás, esperando, con la paciencia de quien
dispone del tiempo todo, que sintiésemos su falta. Estimulado por la urgencia
nacida de los pensamientos sobre quién llega primero y sobre quién llegará
después, el alfarero dio rápidamente la vuelta a la manzana y entró directo por la
calle que limitaba con la otra fachada del edificio. Como era costumbre invariable,
ya había gente aguardando a que se abriesen las puertas destinadas al público.
Pasó al carril izquierdo de circulación, para el desvío de acceso a la rampa que
descendía al piso subterráneo, mostró al guarda su carné de abastecedor y ocupó
su lugar en la fila de vehículos, detrás de una camioneta cargada de cajas que, a
juzgar por los rótulos de los embalajes, contenían piezas de cristal. Salió de la
furgoneta para comprobar cuántos proveedores tenía delante y calcular así, con
más o menos aproximación, el tiempo que debería esperar. Ocupaba el número
trece. Contó nuevamente, no había dudas. Aunque no fuese persona supersticiosa,
no ignoraba la mala reputación de este número, en cualquier conversación sobre la
casualidad, la fatalidad y el destino siempre alguien toma la palabra para relatar
casos vividos bajo la influencia negativa, y a veces funesta, del trece. Intentó
recordar si en alguna otra ocasión le había tocado este lugar en la fila, pero, una de
dos, o nunca tal le sucediera, o simplemente no se acordaba. Discutió consigo
mismo, se dijo que era un despropósito, un disparate preocuparse por algo que no
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tiene existencia en la realidad, sí, era cierto, nunca había pensado en eso antes, de
hecho los números no existen en la realidad, a las cosas les es indiferente el
número que les asignemos, da lo mismo decir que son el trece o el cuarenta y
cuatro, lo mínimo que se puede concluir es que no toman conocimiento del lugar
que les ha tocado ocupar. Las personas no son cosas, las personas quieren estar
siempre en los primeros lugares, pensó el alfarero, Y no sólo quieren estar en ellos,
quieren que se diga y que los demás lo noten, murmuró. Con excepción de los dos
guardas que fiscalizaban, uno a cada extremo, la entrada y la salida, el subterráneo
estaba desierto. Era siempre así, los conductores dejaban el vehículo en la fila a
medida que iban llegando y subían a la calle, al café. Están muy equivocados si
creen que me voy a quedar aquí, dijo Cipriano Algor en voz alta. Hizo retroceder la
furgoneta como si acabara de descubrir que no tenía nada que descargar y salió del
alineamiento, Así ya no seré el decimotercero, pensó. Pasados pocos minutos un
camión bajó la rampa y se paró en el sitio que la furgoneta había dejado libre. El
conductor saltó de la cabina, miró el reloj, Todavía tengo tiempo, debe de haber
pensado. Cuando desapareció en lo alto de la rampa, el alfarero maniobró
rápidamente y se colocó detrás del camión, Ahora soy el catorce, dijo, satisfecho de
su astucia. Se recostó en el asiento, suspiró, por encima de su cabeza oía el
zumbido del tráfico en la calle, él también solía subir a tomar un café y comprar el
periódico, pero hoy no le apetecía. Cerró los ojos como si estuviese retrocediendo
hacia el interior de sí mismo y entró en seguida en el sueño, era el yerno quien le
explicaba que cuando fuese nombrado guarda residente la situación mudaría como
de la noche a la mañana, que Marta y él dejarían la alfarería, ya era hora de
comenzar una vida independiente de la familia, Sea comprensivo, lo que tiene que
ser, dice el refrán, tiene mucha fuerza, el mundo no para, si las personas de
quienes dependes te promocionan, lo que tienes que hacer es levantar las manos al
cielo y agradecer, sería una estupidez dar la espalda a la suerte cuando se pone de
nuestro lado, además estoy seguro de que su mayor deseo es que Marta sea feliz,
por tanto deberá estar contento. Cipriano Algor oía al yerno y sonreía para sí
mismo, Dices todo eso porque crees que soy el trece, no sabes que ahora soy el
catorce. Se despertó sobresaltado con el golpear de las puertas de los coches, señal
de que la descarga iba a comenzar. Entonces, todavía sin haber regresado
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completamente del sueño, pensó, No cambié de número, soy el trece que está en el
lugar del catorce.
Así era. Casi una hora después llegó su turno. Bajó de la furgoneta y se acercó al
mostrador de recepción con los papeles de costumbre, el albarán de entrega por
triplicado, la factura correspondiente a las ventas certificadas de la última partida, el
control de calidad industrial que acompañaba cada lote y en el que la alfarería
asumía la responsabilidad de cualquier defecto de fabricación detectado en la
inspección a que las piezas serían sometidas, la confirmación de exclusividad,
igualmente obligatoria en todas las entregas, por la que la alfarería se comprometía,
sujetándose a sanciones en el caso de infracción, a no establecer relaciones
comerciales con otro establecimiento para la colocación de sus artículos. Como era
habitual, un empleado se aproximó para ayudar a la descarga, pero el subjefe de
recepción lo llamó y le ordenó, Descarga la mitad de lo que trae, compruébalo por el
albarán. Cipriano Algor, sorprendido, alarmado, preguntó, La mitad, por qué, Las
ventas bajaron mucho en las últimas semanas, probablemente tendremos que
devolverle por falta de salida lo que hay en el almacén, Devolver lo que tienen en el
almacén, Sí, está en el contrato, Ya sé que está en el contrato, pero también está
que no me autorizan a tener otros clientes, así que dígame a quién voy a venderle
la otra mitad, Eso no es de mi incumbencia, yo sólo cumplo las órdenes que he
recibido, Puedo hablar con el jefe del departamento, No, no vale la pena, no le va a
atender. A Cipriano Algor le temblaban las manos, miró alrededor, perplejo,
implorando ayuda, pero sólo leyó desinterés en las caras de los tres conductores
que llegaron después que él. Pese a ello, intentó apelar a la solidaridad de clase,
Miren en qué situación estoy, un hombre trae aquí el producto de su trabajo, sacó la
tierra, la mezcló con agua, la batió, amasó la pasta, torneó las piezas que le habían
encargado, las coció en el horno, y ahora le dicen que sólo se quedan con la mitad
de lo que ha hecho y que le van a devolver lo que tienen en el almacén, quiero
saber si hay justicia en este procedimiento. Los conductores se miraron unos a
otros, se encogieron de hombros, no estaban seguros de que fuera conveniente
responder, ni de a quién le convendría más la respuesta, uno de ellos sacó un
cigarro para dejar claro que se desentendía del asunto, luego recordó que no se
podía fumar allí, entonces dio la espalda y se refugió en la cabina del camión, lejos
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de los acontecimientos. El alfarero comprendió que tendría mucho que perder si
seguía protestando, quiso echar agua en la hoguera que él mismo había encendido,
en cualquier caso vender la mitad era mejor que nada, las cosas acabarán
arreglándose, pensó. Sumiso, se dirigió al subjefe de recepción, Puede decirme qué
ha hecho que las ventas hayan bajado tanto, Creo que ha sido la aparición de unas
piezas de plástico que imitan al barro, y lo imitan tan bien que parecen auténticas,
con la ventaja de que pesan menos y son mucho más baratas, Ese no es motivo
para que se deje de comprar las mías, el barro siempre es barro, es auténtico, es
natural, Vaya a decirle eso a los clientes, no quiero angustiarlo, pero creo que a
partir de ahora sus lozas sólo interesarán a los coleccionistas, y ésos son cada vez
menos. El recuento estaba terminado, el subjefe escribió en el albarán, Recibí
mitad, y dijo, No traiga nada más hasta que no tenga noticias nuestras, Cree que
podré seguir fabricando, preguntó el alfarero, La decisión es suya, yo no me
responsabilizo, Y la devolución, de verdad me van a devolver las existencias del
almacén, las palabras temblaban de desesperación y con tal amargura que el otro
quiso ser conciliador, Veremos. El alfarero entró en la furgoneta, arrancó con
brusquedad, algunas cajas, mal sujetas después de la media descarga, se
escurrieron y chocaron violentamente contra la puerta de atrás, Que se parta todo
de una vez, gritó irritado. Tuvo que parar al principio de la rampa de salida, el
reglamento manda que se presente el carné también a este guarda, son cosas de la
burocracia, nadie sabe por qué, en principio quien entra proveedor, proveedor
saldrá, pero por lo visto hay excepciones, aquí tenemos el caso de Cipriano Algor
que todavía lo era al entrar, y ahora, si se confirman las amenazas, está en vías de
dejar de serlo. Seguro que el trece tiene la culpa, al destino no lo engañan
artimañas de poner después lo que estaba antes. La furgoneta subió la rampa, salió
a la luz del día, no hay nada que hacer, salvo volver a casa. El alfarero sonrió con
tristeza, No fue el trece, el trece no existe, si hubiese sido el primero en llegar la
sentencia sería igual, ahora la mitad, luego ya veremos, mierda de vida.
La mujer de las chabolas, aquella que necesitaba platos y tazas nuevas, preguntó al
marido, Qué ha pasado, no encontraste la furgoneta de la alfarería, y el marido
respondió, Sí, la obligué a parar, pero después dejé que se marchara, Por qué, Si tú
hubieses visto la cara del hombre que iba dentro, apuesto a que habrías hecho lo
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que yo hice.
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El alfarero paró la furgoneta, bajó los cristales de un lado y de otro, y esperó que
alguien viniese a robarle. No es raro que ciertas desesperaciones de espíritu, ciertos
golpes de la vida empujen a la víctima a decisiones tan dramáticas como ésta,
cuando no peores. Llega un momento en que la persona trastornada o injuriada oye
una voz gritándole dentro de su cabeza, Perdido por diez, perdido por cien, y
entonces es según las particularidades de la situación en que se encuentre y el lugar
donde ella lo encuentra, o gasta el último dinero que le quedaba en un billete de
lotería, o pone sobre la mesa de juego el reloj heredado del padre y la pitillera de
plata que le regaló la madre, o apuesta todo al rojo a pesar de haber visto salir ese
color cinco veces seguidas, o salta solo de la trinchera y corre con la bayoneta
calada contra la ametralladora del enemigo, o para esta furgoneta, baja los
cristales, abre después las puertas, y se queda a la espera de que, con las porras de
costumbre, las navajas de siempre y las necesidades de la ocasión, lo venga a
saquear la gente de las chabolas, Si no lo quisieron ellos, que se lo lleven éstos, fue
el último pensamiento de Cipriano Algor. Pasaron diez minutos sin que nadie se
aproximase para cometer el ansiado latrocinio, un cuarto de hora se fue sin que ni
siquiera un perro vagabundo hubiese subido hasta la carretera a orinar en una
rueda y olisquear el contenido de la furgoneta, y ya iba vencida media hora cuando
finalmente se aproximó un hombre sucio y mal encarado que preguntó al alfarero,
Tiene algún problema, necesita ayuda, le doy un empujoncito, puede ser cosa de la
batería. Ahora bien, si hasta incluso los ánimos más fuertes tienen momentos de
irresistible debilidad, que es cuando el cuerpo no consigue comportarse con la
reserva y la discreción que el espíritu durante años le ha ido enseñando, no
deberemos extrañarnos de que la oferta de auxilio, para colmo procedente de un
hombre con toda la pinta de asaltante habitual, hubiese tocado la cuerda más
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sensible de Cipriano Algor hasta el punto de hacerle asomar una lágrima en el
rabillo del ojo, No, muchas gracias, dijo, pero a continuación, cuando el obsequioso
cirineo ya se apartaba, saltó de la furgoneta, corrió a abrir la puerta trasera, al
mismo tiempo que llamaba, Eh, señor, eh, señor, venga aquí. El hombre se detuvo,
Quiere que le ayude, preguntó, No, no es eso, Entonces, qué, Venga aquí, hágame
el favor. El hombre vino y Cipriano Algor dijo, Tome esta media docena de platos,
lléveselos a su mujer, es un regalo, y tome estos seis más, que son soperos, Pero
yo no he hecho nada, dudó el hombre, No importa, es lo mismo que si hubiese
hecho, y si necesita un botijo para el agua, aquí tiene, Realmente, un botijo no
vendría mal en casa, Pues entonces lléveselo, lléveselo. El alfarero apiló los platos,
primero los llanos, después los hondos, después éstos sobre aquéllos, los acomodó
en la curva del brazo izquierdo del hombre, y, como tenía el botijo colgando de la
mano derecha, no tuvo el beneficiado mucho de sí con que agradecer, sólo la vulgar
palabra gracias, que tanto es sincera como no, y la sorpresa de una inclinación de
cabeza nada armónica con la clase social a que pertenece, queriendo esto decir que
sabríamos mucho más de las complejidades de la vida si nos aplicásemos a estudiar
con ahínco sus contradicciones en vez de perder tanto tiempo con las identidades y
las coherencias, que ésas tienen la obligación de explicarse por sí mismas.
Cuando el hombre que tenía pinta de asaltante, pero que finalmente no lo era, o
simplemente no lo había querido ser esta vez, desapareció, medio perplejo, entre
las chabolas, Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Obviamente, ni la
visión más aguda sería capaz de notar diferencia alguna en la presión ejercida sobre
los amortiguadores y los neumáticos de la furgoneta, en cuestión de peso doce
platos y un botijo de barro significan tanto en un vehículo de transporte, incluso de
tamaño medio, como significarían en la feliz cabeza de una novia doce pétalos de
rosa blanca y un pétalo de rosa roja. No ha sido casualidad el hecho de que la
palabra feliz apareciera ahí atrás, en realidad es lo mínimo que podemos decir de la
expresión de Cipriano Algor, que, mirándolo ahora, nadie creería que sólo le han
comprado la mitad de la carga que transportó al Centro. Lo malo es que le volvió a
la memoria, cuando dos kilómetros adelante penetró en el Cinturón Industrial, el
bruto revés comercial sufrido. La ominosa visión de las chimeneas vomitando
chorros de humo le indujo a preguntarse en qué estúpida fábrica de ésas se estarían
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produciendo las estúpidas mentiras de plástico, las alevosas imitaciones del barro,
Es imposible, murmuró, ni en sonido ni en peso se pueden igualar, y además está la
relación entre la vista y el tacto que leí no sé dónde, la vista que es capaz de ver
por los dedos que están tocando el barro, los dedos que, sin tocar, consiguen sentir
lo que los ojos están viendo. Y, como si esto no fuese tormento suficiente, también
se interrogó Cipriano Algor, pensando en el viejo horno de la alfarería, cuántos
platos, fuentes, tazas y jarras por minuto escupirían las malditas máquinas, cuántas
cosas para sustituir botijos y damajuanas. El resultado de estas y de otras
preguntas que no quedaron registradas ensombreció otra vez el semblante del
alfarero, y a partir de ahí, el resto del camino fue, todo él, un continuo cavilar sobre
el futuro difícil que esperaba a la familia Algor si el Centro persistía en la nueva
valoración de productos, cuya primera víctima fuera, tal vez, la alfarería. Pero honor
sea dado a quien de sobra lo merece, pues en ningún momento Cipriano Algor
permitió que su espíritu fuese tomado por el arrepentimiento de haber sido
generoso con el hombre que le debería haber robado, si es que es verdad todo
cuanto se viene diciendo sobre la gente de las chabolas. En la salida del Cinturón
Industrial había algunas modestas manufacturas que no se entiende cómo pueden
haber sobrevivido a la gula de espacio y a la múltiple variedad de producción de los
modernos gigantes fabriles, pero el hecho es que estaban allí, y mirarlas al pasar
siempre era un consuelo para Cipriano Algor cuando, en algunas horas más
inquietas de la vida, le daba por cavilar sobre los destinos de su profesión. No van a
durar mucho, pensó, esta vez se refería a las manufacturas, no al futuro de la
actividad alfarera, pero eso ocurrió porque no se tomó el trabajo de reflexionar
durante tiempo suficiente, sucede así muchas veces, creemos que ya se puede
afirmar que no merece la pena esperar conclusiones sólo porque decidimos
detenernos a la mitad del camino que nos conduciría hasta ellas.
Cipriano Algor atravesó el Cinturón Verde rápidamente, no miró ni una vez los
campos, el monótono espectáculo de las enormes extensiones cubiertas de plástico,
bazas por naturaleza y soturnas de suciedad, si siempre le causaba un efecto
deprimente, imagínese lo que sería hoy, en el estado de ánimo que lleva, ponerse a
contemplar este desierto. Como el que alguna vez ha levantado la túnica bendita de
una santa de altar para saber si lo que la sustenta por debajo son piernas de
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persona o un par de estacas mal desbastadas, hace mucho tiempo que el alfarero
no necesita resistir la tentación de parar la furgoneta y atisbar si es cierto que en el
interior de aquellas coberturas y de aquellos armazones había plantas reales, con
frutos que se pudieran oler, palpar y morder, con hojas, tubérculos y brotes que se
pudiesen cocer, aliñar y poner en el plato, o si la melancolía abrumadora expuesta
al exterior contaminaba de incurable artificio lo que dentro crecía, fuese lo que
fuese. Después del Cinturón Verde el alfarero tomó una carretera secundaria, había
unos restos escuálidos de bosque, unos campos mal ordenados, un riachuelo de
aguas oscuras y fétidas, después aparecieron en una curva las ruinas de tres casas
ya sin ventanas ni puertas, con los tejados medio caídos y los espacios interiores
casi devorados por la vegetación que siempre irrumpe entre los escombros, como si
allí hubiese estado, a la espera de su hora, desde que se pusieron los cimientos. La
población comenzaba unos cien metros más allá, era poco más que la carretera que
la cruzaba por en medio, unas cuantas calles que desembocaban en ella, una plaza
irregular que se ensanchaba hacia un solo lado, ahí un pozo cerrado, con su bomba
de sacar agua y la gran rueda de hierro, a la sombra de dos plátanos altos. Cipriano
Algor saludó a unos hombres que conversaban, pero, contra lo que era su
costumbre cuando regresaba de llevar la loza al Centro, no se detuvo, en un
momento así no suponía qué podría apetecerle, pero seguro que no una
conversación, incluso tratándose de personas conocidas. La alfarería y la casa en
que vivía con la hija y el yerno quedaban en el otro extremo de la población,
adentradas en el campo, apartadas de los últimos edificios. Al entrar en la aldea,
Cipriano Algor había reducido la velocidad de la furgoneta, pero ahora avanzaba
más despacio aún, la hija debía de estar acabando de preparar el almuerzo, era
hora de eso, Qué hago, se lo digo ya o después de haber comido, se preguntó a sí
mismo, Es preferible después, dejo la furgoneta en el alpendre de la leña, ella no
vendrá a ver si traigo algo, hoy no es día de compras, así podremos comer
tranquilos, es decir, comerá ella tranquila, yo no, y al final le cuento lo que ha
pasado, o lo dejo para media tarde, cuando estemos trabajando, tan malo será para
ella saberlo antes de almorzar como inmediatamente después. La carretera hacía
una curva ancha donde terminaba la población, pasada la última casa se veía en la
distancia un gran moral que no debería de tener menos de unos diez metros de
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altura, allí estaba la alfarería. El vino fue servido, va a ser necesario beberlo, dijo
Cipriano Algor con una sonrisa cansada, y pensó que mucho mejor sería si lo
pudiese vomitar. Giró la furgoneta a la izquierda, hacia un camino en subida poco
pronunciada que conducía a la casa, a la mitad dio tres avisos sonoros anunciando
que llegaba, siempre la misma señal, a la hija le parecería extraño si hoy no la
hiciese. La vivienda y la alfarería fueron construidas en este amplio terreno,
probablemente una antigua era, o en un ejido, en cuyo centro el abuelo alfarero de
Cipriano Algor, que también usara el mismo nombre, decidió, en un día remoto del
que no quedó registro ni memoria, plantar el moral. El horno, un poco apartado, ya
era obra modernizadora del padre de Cipriano Algor, a quien también le fue dado
idéntico nombre, y sustituía a otro horno, viejísimo, por no decir arcaico, que, visto
desde fuera, tenía la forma de dos troncos cónicos sobrepuestos, el de encima más
pequeño que el de abajo, y de cuyos orígenes tampoco quedó memoria. Sobre sus
vetustos cimientos se construyó el horno actual, este que coció la carga de la que el
Centro sólo quiso recibir la mitad, y que ahora, ya frío, espera que lo carguen de
nuevo. Con una atención exagerada Cipriano Algor estacionó la furgoneta debajo del
alpendre, entre dos cargas de leña seca, después pensó que todavía podría pasar
por el horno y ganar algunos minutos, pero le faltaba el motivo, le faltaba la
justificación, no era como otras veces, cuando regresaba de la ciudad y el horno
estaba funcionando, en esos días iba a mirar dentro de la caldera para calcular la
temperatura por el color de los barros incandescentes, si el rojo oscuro ya se había
convertido en rojo cereza. o éste en naranja. Se quedó allí parado, como si el ánimo
que necesitaba se le hubiese retrasado por el camino, pero fue la voz de la hija la
que le obligó a moverse, Por qué no entra, el almuerzo está listo. Intrigada por la
demora, Marta apareció entre las puertas, Venga, venga, que la comida se enfría.
Cipriano Algor entró, le dio un beso a la hija y se encerró en el cuarto de baño,
comodidad doméstica instalada cuando ya era adolescente y, desde hace mucho
tiempo, necesitada de ampliación y mejoras. Se observó en el espejo, no encontró
ninguna arruga de más en la cara, La tengo dentro, seguro, pensó, después vertió
aguas, se lavó las manos y salió. Comían en la cocina, sentados ante una gran mesa
que había conocido días más felices y asambleas más numerosas. Ahora, tras la
muerte de la madre, Justa Isasca, de quien tal vez no se vuelva a hablar mucho
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más en este relato, pero de quien aquí se deja escrito el nombre propio, que el
apellido ya lo conocíamos, los dos comen en un extremo, el padre a la cabecera,
Marta en el lugar que la madre dejó vacío, y frente a ella Marcial, cuando está.
Cómo le ha ido la mañana, preguntó Marta, Bien, lo habitual, respondió el padre
agachando la cabeza sobre el plato, Marcial telefoneó, Ah sí, y qué quería, Que
había estado hablando con usted sobre lo de vivir en el Centro cuando lo asciendan
a guarda residente, Sí, hablamos de eso, Estaba enfadado porque usted volvió a
decir que no está de acuerdo, Entre tanto lo pensé mejor, creo que será una buena
solución para ambos, Qué le ha hecho, de repente, mudar de ideas, No querrás
seguir trabajando de alfarera el resto de tu vida, No, aunque me gusta lo que hago,
Debes acompañar a tu marido, mañana tendrás hijos, tres generaciones comiendo
barro es más que suficiente, Y usted está de acuerdo en venirse con nosotros al
Centro, en dejar la alfarería, preguntó Marta, Dejar esto, nunca, eso está fuera de
cuestión, Quiere decir que lo hará todo solo, cavar el barro, amasarlo, trabajarlo en
el tablero y en el torno, cargar y encender el horno, descargarlo, desmoldarlo,
limpiarlo, después meterlo todo en la furgoneta e ir a venderlo, le recuerdo que las
cosas ya van siendo bastante difíciles pese a la ayuda que nos da Marcial en el poco
tiempo que está aquí, He de encontrar quien me eche una mano, no faltan
muchachos en el pueblo, Sabe perfectamente que ya nadie quiere ser alfarero,
quien se harta del campo se va a las fábricas del Cinturón, no salen de la tierra para
llegar al barro, Una razón más para que tú te vayas, No estará pensando que lo voy
a dejar aquí solo, Vienes a verme de vez en cuando, Padre, por favor, estoy
hablando en serio, Yo también, hija mía.
Marta se levantó para cambiar los platos y servir la sopa, que era hábito de la
familia tomarla después. El padre la seguía con los ojos y pensaba, Estoy dejando
que se complique todo con esta conversación, mejor sería que se lo contara ya. No
lo hizo, súbitamente la hija pasó a tener ocho años, y él le decía, Fíjate bien, es
como cuando tu madre amasa el pan. Hacía rodar la pella de arcilla adelante y
atrás, la comprimía y la alargaba con la parte posterior de la palma de las manos, la
golpeaba con fuerza contra la mesa, la estrujaba, la aplastaba, volvía al principio,
repetía toda la operación, una vez, otra vez, otra aún, Por qué hace eso, le
preguntó la hija, Para no dejar dentro del barro caliches, grumos y burbujas de aire,
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sería malo para el trabajo, En el pan también, En el pan sólo los grumos, las
burbujas no tienen importancia. Ponía a un lado el cilindro compacto en que
transformara la arcilla y comenzaba a amasar otra pella, Ya va siendo hora de que
aprendas, dijo, pero después se arrepintió, Qué estupidez, sólo tiene ocho años, y
enmendó, Vete a jugar fuera, vete, aquí hace frío, pero la hija respondió que no
quería irse, estaba intentando modelar un muñeco con un recorte de pasta que se le
pegaba a los dedos porque era demasiado blanda, Ese no sirve, prueba mejor con
éste, verás como lo consigues, dijo el padre. Marta lo miraba inquieta, no era
habitual en él que bajara así la cabeza para comer, como si pretendiese que, al
esconder la cara, también se escondieran las preocupaciones, tal vez sea por la
conversación que ha tenido con Marcial, pero de eso ya hemos hablado y él no tenía
esa cara, estará enfermo, lo veo decaído, marchito, aquel día madre me dijo, Ten
cuidado, no te esfuerces demasiado, y yo le respondí, Esto sólo requiere fuerza de
brazos y juego de hombros, el resto del cuerpo observa, No me digas eso a mí que
hasta el último pelo de la cabeza me acaba doliendo después de una hora de
amasar, Eso es porque está un poco más cansada en estos últimos tiempos, O será
porque estoy empezando a envejecer, Haga el favor de dejar esas ideas, madre,
que de vieja no tiene nada, pero, quién lo iba a imaginar, no habían pasado dos
semanas de esta conversación, y ya estaba muerta y enterrada, son las sorpresas
que la muerte le da a la vida, En qué piensa, padre. Cipriano Algor se limpió la boca
con la servilleta, tomó el vaso como si fuese a beber, pero lo posó sin acercárselo a
los labios. Diga, hable, insistió la hija, y para abrir camino al desahogo preguntó,
Todavía está preocupado por culpa de Marcial o tiene algún otro motivo de pesar.
Cipriano Algor volvió a tomar el vaso, se bebió de un trago el resto del vino, y
respondió rápidamente, como si las palabras le quemasen la lengua, Sólo aceptaron
la mitad del cargamento, dicen que hay menos compradores para el barro, que han
salido a la venta unas vajillas de plástico imitándolo y que eso es lo que los clientes
prefieren ahora, No es nada que no debiésemos esperar, más pronto o más tarde
tenía que suceder, el barro se raja, se cuartea, se parte al menor golpe, mientras
que el plástico resiste a todo y no se queja, La diferencia está en que el barro es
como las personas, necesita que lo traten bien, El plástico también, pero menos, Y
lo peor es que me han dicho que no les lleve más vajillas mientras no las
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encarguen, Entonces vamos a parar de trabajar, Parar no, cuando el pedido llegue
ya tendremos piezas listas para entregarlas ese mismo día, no iba a ser después del
encargo cuando a todo correr encendiéramos el horno, Y entre tanto qué hacemos,
Esperar, tener paciencia, mañana iré a dar una vuelta por ahí, alguna cosa he de
vender, Acuérdese de que ya dio esa vuelta hace dos meses, no encontrará muchas
personas con necesidad de comprar, No vengas tú ahora a desanimarme, Sólo
procuro ver las cosas como son, fue usted quien me dijo hace poco que tres
generaciones de alfareros en la familia es más que suficiente, No serás la cuarta
generación, te irás a vivir al Centro con tu marido, Deberé ir, sí, pero usted vendrá
conmigo, Ya te he dicho que nunca me verás viviendo en el Centro, Es el Centro
quien nos ha mantenido hasta ahora comprando el producto de nuestro trabajo,
continuará manteniéndonos cuando estemos allí y no tengamos nada para venderle,
Gracias al sueldo de Marcial, No es ninguna vergüenza que el yerno mantenga al
suegro, Depende de quién sea el suegro, Padre, no es bueno ser orgulloso hasta ese
punto, No se trata de orgullo, De qué se trata entonces, No te lo puedo explicar, es
más complicado que el orgullo, es otra cosa, una especie de vergüenza, pero
perdona, reconozco que no debería haber dicho lo que dije, Lo que yo no quiero es
que pase necesidades, Podré comenzar a vender a los comerciantes de la ciudad, es
cuestión de que el Centro lo autorice, si van a comprar menos no tienen derecho a
prohibirme que venda a otros, Sabe mejor que yo que los comerciantes de la ciudad
enfrentan grandes dificultades para mantener la cabeza fuera del agua, toda la
gente compra en el Centro, cada vez hay más gente que quiere vivir en el Centro,
Yo no quiero, Qué va a hacer si el Centro deja de comprarnos cacharrería y las
personas de aquí comienzan a usar utensilios de plástico, Espero morir antes de
eso, Madre murió antes de eso, Murió en el torno, trabajando, ojalá pudiese yo
acabar de la misma manera, No hable de la muerte, padre, Mientras estamos vivos
es cuando podemos hablar de la muerte, no después. Cipriano Algor se sirvió un
poco más de vino, se levantó, se limpió la boca con el dorso de la mano como si las
reglas de urbanidad en la mesa caducasen al levantarse, y dijo, Tengo que ir a
partir el barro, el que tenemos se está acabando, ya iba a salir cuando la hija lo
llamó, Padre, he tenido una idea, Una idea, Sí, telefonear a Marcial para que él
hable con el jefe del departamento de compras e intente descubrir cuáles son las
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intenciones del Centro, si es por poco tiempo esta disminución en los pedidos, o si
será para largo, usted sabe que Marcial es estimado por sus superiores, Por lo
menos es lo que él nos dice, Si lo dice es porque es cierto, protestó Marta,
impaciente, y añadió, Pero si no quiere no llamo, Llama, sí, llama, es una buena
idea, es la única que puede servir ahora, aunque yo dude que un jefe de
departamento del Centro esté dispuesto, así sin más ni más, a dar explicaciones
sobre su jefatura a un guarda de segunda clase, los conozco mejor que él, no es
necesario estar dentro para comprender de qué masa está hecha esa gente, se
creen los reyes del universo, aparte de que un jefe de departamento no es más que
un mandado, cumple órdenes que le vienen de arriba, incluso puede suceder que
nos engañe con explicaciones sin fundamento sólo para darse aires de importancia.
Marta oyó la extensa parrafada hasta el final, pero no respondió. Si, como parecía
evidente, el padre se empeñaba en tener la última palabra, no iba a ser ella quien le
robara esa satisfacción. Sólo pensó, cuando él salía, Debo ser más comprensiva,
debo ponerme en su lugar, imaginar lo que sería quedarse de repente sin trabajo,
alejarse de la casa, de la alfarería, del horno, de la vida. Repitió las últimas palabras
en voz alta, De la vida, y en ese instante la vista se le enturbió, se había puesto en
el lugar del padre y sufría como él estaba sufriendo. Miró alrededor y reparó por
primera vez en que todo allí estaba como cubierto de barro, no sucio de barro, sólo
del color que tiene el barro, del color de todos los colores con que salió de la
barrera, el que fue siendo dejado por tres generaciones que todos los días se
mancharon las manos en el polvo y el agua del barro, y también, ahí fuera, el color
de ceniza viva del horno, la postrera y esmorecente tibieza de cuando lo dejaron
vacío, como una casa de donde salieron los dueños y que se queda, paciente, a la
espera, y mañana, si todo esto no se ha acabado para siempre, otra vez la primera
llama de leña, el primer aliento caliente que va a rodear como una caricia la arcilla
seca y después, poco a poco, la tremolina del aire, una cintilación rápida de brasa,
el alborear del esplendor, la irrupción deslumbrante del fuego pleno. Nunca más
veré esto cuando nos vayamos de aquí, dijo Marta, y se le angustió el corazón como
si estuviese despidiéndose de la persona a quien más amase, que en este momento
no sabría decir cuál de ellas era, si la madre ya muerta, si el padre amargado, o el
marido, sí, podría ser el marido, era lo más lógico, siendo como es su mujer. Oía,
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como si arrancara de debajo del suelo, el ruido sordo del mazo rompiendo el barro,
sin embargo el sonido de los golpes le parecía hoy diferente, quizá porque no los
impelía la necesidad simple del trabajo, sino la ira impotente de perderlo. Voy a
telefonear, murmuró Marta para sí, pensando estas cosas acabaré tan triste como
él. Salió de la cocina y se dirigió al cuarto del padre. Allí, sobre la pequeña mesa
donde Cipriano Algor llevaba la contabilidad de los gastos e ingresos de la alfarería,
había un teléfono de modelo antiguo. Marcó uno de los números de la centralita y
pidió que le pusiesen en comunicación con Seguridad, casi en el mismo instante
sonó una voz seca de hombre, Servicio de Seguridad, la rapidez de la contestación
no le sorprendió, todo el mundo sabe que cuando se trata de cuestiones de
seguridad hasta el más insignificante de los segundos cuenta, Deseo hablar con el
guarda de segunda clase Marcial Gacho, dijo Marta, De parte de quién, Soy su
mujer, le llamo de casa, El guarda de segunda clase Marcial Gacho se encuentra de
servicio en este momento, no puede abandonar su puesto, En ese caso le pido por
favor que le transmita un recado, Es su mujer, Lo soy, me llamo Marta Algor Gacho,
lo podrá comprobar ahí, Entonces no ignora que no recibimos recados, sólo
tomamos nota de quién ha telefoneado, Sería únicamente decirle que telefonee a
casa en cuanto pueda, Es urgente, preguntó la voz. Marta lo pensó dos veces, será
urgente, no será urgente, sangría desatada no era, problemas graves en el horno
tampoco, parto prematuro mucho menos, pero acabó respondiendo, Sí, realmente
hay una cierta urgencia, Tomo nota, dijo el hombre, y colgó. Con un suspiro de
cansada resignación Marta posó el auricular en la horquilla, no había nada que
hacer, era más fuerte que ellos, Seguridad no podía vivir sin restregar su autoridad
por la cara de las personas, incluso en un caso tan trivial como éste de ahora, tan
banal, tan de todos los días, una mujer que telefonea al Centro porque necesita
hablar con su marido, no ha sido ella la primera ni con certeza será la última.
Cuando Marta salió a la explanada el sonido del mazo dejó súbitamente de parecerle
que subía del suelo, venía de donde tenía que venir, del recodo oscuro de la
alfarería donde se guardaba la arcilla extraída de la barrera, se acercó a la puerta,
pero no pasó del umbral, Ya he telefoneado, dijo, quedaron en darle el recado,
Esperemos que lo hagan, respondió el padre, y sin otra palabra atacó con el mazo el
mayor de los bloques que tenía delante. Marta se volvió de espaldas porque sabía
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que no debía penetrar en un espacio escogido a propósito por su padre para estar
solo, pero también por que tenía, ella misma, trabajo que hacer, unas docenas de
jarros grandes y pequeños a la espera de que les pegasen las asas. Entró por la
puerta de al lado.
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Marcial Gacho telefoneó al final de la tarde, tras acabar su turno de trabajo.
Respondió a la mujer con breves y mal ligadas palabras, sin dar muestras de
lástima, inquietud o enfado por la descortesía comercial de que el suegro fuera
víctima. Habló con una voz ausente, una voz que parecía estar pensando en otra
cosa, dijo sí, ah sí, comprendo, de acuerdo, supongo que es normal, iré así que
pueda, a veces no, sin duda, pues sí, comprendo, no necesitas repetirlo, y remató la
conversación con una frase finalmente completa, aunque sin relación con el asunto,
Quédate tranquila, no me olvidaré de las compras. Marta comprendió que el marido
había estado hablando delante de testigos, colegas de trabajo, tal vez un superior
que inspeccionaba el pabellón, y disimulaba para evitar curiosidades incómodas, o
incluso peligrosas. La organización del Centro fue concebida y montada según un
modelo de estricta compartimentación de las diversas actividades y funciones, las
cuales, aunque no fuesen ni pudiesen ser totalmente estancas, sólo por vías únicas,
frecuentemente difíciles de discriminar e identificar, podían comunicarse entre sí.
Está claro que un simple guarda de segunda clase, tanto por la naturaleza específica
de su cargo como por su diminuto valor en la plantilla del personal subalterno, una
cosa derivada de la otra como inapelable consecuencia, no está pertrechado,
generalmente hablando, de discernimiento y perceptibilidad suficientes para captar
sutilezas y matices de ese carácter, en realidad casi volátiles, pero Marcial Gacho, a
pesar de no ser el más avispado de su categoría, cuenta en su favor con un cierto
fermento de ambición que, teniendo como meta conocida el ascenso a guarda
residente y, en un segundo tiempo, naturalmente, la promoción a guarda de
primera clase, no sabemos adonde podrá llegar en un futuro próximo, y menos aún,
en un futuro distante, si lo tuviera. Por haber andado con los ojos bien abiertos y
tener los oídos afinados desde el día en que comenzó a trabajar en el Centro, pudo
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aprender, en poco tiempo, cuándo y cómo era más conveniente hablar, o callar, o
hacer como que. Tras dos años de matrimonio Marta cree conocer bien al marido
que le tocó en el juego de poner y quitar a que casi siempre se reduce la vida
conyugal, le dedica todo su afecto de esposa, incluso no se mostraría reluctante,
suponiendo que el interés del relato exigiera profundizar en su intimidad, a hacer
uso de una extrema vehemencia al respondernos que lo ama, pero no es persona
para engañarse a sí misma, así que es más que probable, si llevásemos tan lejos la
insistencia, que acabara confesando que a veces él le parece demasiado prudente,
por no decir calculador, suponiendo que a área tan negativa de la personalidad
osáramos dirigir la indagación. Tenía la certeza de que el marido se retiró
contrariado de la conversación, de que le estaría ya inquietando la perspectiva de
un encuentro con el jefe del departamento de compras, y no por timidez o modestia
de inferior, verdaderamente Marcial Gacho siempre ha tenido a gala proclamar que
le disgusta llamar la atención cuando no se trata de asuntos de trabajo, sobre todo,
añadirá quien piense conocerlo, si se da la circunstancia de que esos asuntos no le
aportan beneficio. Finalmente, la tal buena idea que Marta creyó tener sólo pareció
buena porque, en aquel momento, como dijo el padre, era la única posible. Cipriano
Algor estaba en la cocina, no pudo oír los fragmentos del discurso, sueltos e
inconexos, emitidos por el yerno, pero fue como si los hubiese leído todos, y
rellenado los vacíos, en el rostro abatido de la hija, cuando, un largo minuto
después, ella salió del cuarto. Y como no merece la pena cansar la lengua por tan
poco, ni siquiera perdió tiempo preguntándole Entonces, fue ella quien le comunicó
lo obvio, Hablará con el jefe del departamento, que tampoco para decir esto
necesitaba Marta cansarse, dos miradas bastarían. La vida es así, está llena de
palabras que no valen la pena, o que valieron y ya no valen, cada una de las que
vamos diciendo le quitará el lugar a otra más merecedora, que lo sería no tanto por
sí misma, sino por las consecuencias de haberla dicho. La cena transcurrió en
silencio, silenciosas fueron las dos horas pasadas después ante la televisión
indiferente, en un determinado momento, como viene sucediendo con frecuencia en
los últimos meses, Cipriano Algor se durmió. Tenía el entrecejo fruncido con una
expresión de enfado, como si, al mismo tiempo que dormía, estuviese
recriminándose por haber cedido tan fácilmente al sueño, cuando lo justo y
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equitativo sería que la irritación y el disgusto lo mantuvieran despierto de noche y
de día, el disgusto para que sufriese plenamente la injuria, la irritación para hacerle
soportable el sufrimiento. Expuesto así, desarmado, con la cabeza caída hacia atrás,
la boca medio abierta, perdido de sí mismo, presentaba la imagen lacerante de un
abandono sin salvación, como un saco roto que dejara escapar por el camino lo que
llevaba dentro. Marta miraba al padre con fervor, con una intensidad apasionada, y
pensaba, Este es mi viejo padre, son exageraciones disculpables de quien todavía
está en los primeros albores de la edad adulta, a un hombre de sesenta y cuatro
años, aunque de ánimo un poco marchito como en éste se está observando, no se
debería, con tan inconsciente liviandad, llamarle viejo, habría sido ésa la costumbre
en las épocas en que los dientes comenzaban a caerse a los treinta años y las
primeras arrugas aparecían a los veinticinco, actualmente la vejez, la auténtica, la
insofismable, aquélla de la que no podrá haber retorno, ni siquiera fingimiento, sólo
comienza a partir de los ochenta años, de hecho y sin disculpas, a merecer el
nombre que damos al tiempo de la despedida. Qué será de nosotros si el Centro
deja de comprar, para quién fabricaremos lozas y barros si son los gustos del
Centro los que determinan los gustos de la gente, se preguntaba Marta, no fue el
jefe de departamento quien decidió reducir los pedidos a la mitad, la orden le llegó
de arriba, de los superiores, de alguien para quien es indiferente que haya un
alfarero más o menos en el mundo, lo que ha sucedido puede haber sido apenas el
primer paso, el segundo será que dejen definitivamente de comprar, tendremos que
estar preparados para ese desastre, sí, preparados, pero ya me gustaría saber cómo
se prepara una persona para encajar un martillazo en la cabeza, y cuando
asciendan a Marcial a guarda residente, qué haré con padre, dejarlo solo en esta
casa y sin trabajo, imposible, imposible, hija desnaturalizada, dirían de mí los
vecinos, peor que eso, diría yo de mí misma, las cosas serían diferentes si madre
viviera, porque, en contra de lo que se suele decir, dos debilidades no hacen una
debilidad mayor, hacen una nueva fuerza, probablemente no es así ni nunca lo ha
sido, pero hay ocasiones en que convendría que lo fuese, no, padre, no, Cipriano
Algor, cuando yo salga de aquí vendrás conmigo, aunque te tenga que llevar a la
fuerza, no dudo de que un hombre sea capaz de vivir solo, pero estoy convencida
de que comienza a morir en el mismo instante en que cierra tras de sí la puerta de
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su casa. Como si lo hubiesen sacudido bruscamente por un brazo, o como si hubiese
percibido que hablaban de su persona, Cipriano Algor abrió de repente los ojos y se
enderezó en el sillón. Se pasó las manos por la cara y, con la expresión medio
confusa de un niño sorprendido en falta, murmuró, Me he quedado dormido. Decía
siempre estas mismas palabras, Me he quedado dormido, cuando se despertaba de
sus breves sueños delante del televisor. Pero esta noche no era como las otras, por
eso tuvo que añadir, Hubiera sido mucho mejor que no me despertara, murmuró, al
menos, mientras dormía, era un alfarero con trabajo, Con la diferencia de que el
trabajo que se hace soñando no deja obra hecha, dijo Marta, Exactamente como en
la vida despierta, trabajas, trabajas y trabajas, y un día despiertas de ese sueño o
de esa pesadilla y te dicen que lo que has hecho no sirve para nada, Sí sirve, sí,
padre, Es como si no hubiese servido, Hoy hemos tenido mal día, mañana
pensaremos con más calma, veremos cómo encontrar salida para este problema
que nos han buscado, Pues sí, veremos, pues sí, pensaremos. Marta se acercó al
padre, le dio un beso cariñoso, Váyase a la cama, venga, y duerma bien,
descánseme esa cabeza. A la entrada del dormitorio Cipriano Algor se detuvo, se
volvió atrás, pareció dudar un momento y acabó diciendo, como si pretendiera
convencerse a sí mismo, Tal vez Marcial llame mañana, tal vez nos dé una buena
noticia, Quién sabe, padre, quién sabe, respondió Marta, él me dijo que se tomaría
la cuestión muy a pecho, ésa era su disposición.
Marcial no telefoneó al día siguiente. Pasó todo ese día, que era miércoles, pasó el
jueves y pasó el viernes, pasaron sábado y domingo, y sólo el lunes, casi una
semana después del desaire a la alfarería, el teléfono volvió a sonar en casa de
Cipriano Algor. En contra de lo anunciado, el alfarero no salió a dar una vuelta por
los alrededores en busca de compradores. Ocupó sus arrastradas horas en
pequeños trabajos, algunos innecesarios, como el de inspeccionar y limpiar
meticulosamente el horno, de arriba abajo, por dentro y por fuera, junta a junta,
teja a teja, como si estuviese preparándolo para la mayor cochura de su historia.
Amasó una porción de barro que la hija necesitaba pero, al contrario de la atención
escrupulosa con que había tratado el horno, lo hizo con poquísimo celo, tanto es así
que Marta, a escondidas, se vio obligada a amasarlo otra vez para reducirle los
grumos. Cortó leña, barrió la explanada, y la tarde en que, durante más de tres
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horas, cayó una de esas lluvias finas y monótonas a las que antes se le daba el
nombre de calabobos, estuvo todo el tiempo sentado en un tronco debajo del
alpendre, unas veces mirando al frente con la fijeza de un ciego que sabe que no
verá si vuelve la cabeza en otra dirección, otras veces contemplando las propias
manos abiertas, como si en sus líneas, en sus encrucijadas, buscase un camino, el
más corto o el más largo, en general ir por uno o por otro depende de la mucha o
poca prisa que se tenga en llegar, sin olvidar esos casos en que alguien o algo nos
va empujando por la espalda, sin que sepamos por qué ni hacia dónde. En esa
tarde, cuando la lluvia paró, Cipriano Algor bajó el camino que llevaba a la
carretera, no se dio cuenta de que la hija lo miraba desde la puerta de la alfarería,
pero ni él tenía necesidad de decir adonde iba, ni ella de que se lo dijese. Hombre
obstinado, pensó Marta, debería haberse llevado la furgoneta, de un momento a
otro puede volver a llover. Es natural la preocupación de Marta, es lo que se debe
esperar de una hija, porque en verdad, por más que históricamente se haya
exagerado en declaraciones contrarias, el cielo nunca ha sido mucho de fiar. Esta
vez, sin embargo, aunque la llovizna vuelva a descargar desde el ceniciento
uniforme que cubre y rodea la tierra, la mojadura no será de las de empapar, el
cementerio de la población está muy cerca, ahí al final de una de estas calles
transversales a la carretera, y Cipriano Algor, pese a la edad entre aquí y allí,
todavía conserva el paso largo y rápido de que los más jóvenes se sirven para las
prisas. Viejo o joven, que nadie se las pida hoy. Tampoco tendría sentido que Marta
le aconsejara que se llevara la furgoneta, porque a los cementerios, sobre todo a
éstos de aldea, campestres, bucólicos, siempre deberemos ir andando con los pies
en la tierra, no por efecto de algún imperativo categórico o imposición de lo
trascendente, sino por respeto a las conveniencias simplemente humanas, al fin y al
cabo son tantos los que van en pedestres peregrinaciones a venerar la tibia de un
santo, que no se entendería que se fuera de otra forma a donde de antemano
sabemos que nos espera nuestra propia memoria y tal vez una lágrima. Cipriano
Algor permanecerá algunos minutos junto a la tumba de la mujer, no para rezar
unas oraciones que ha olvidado, ni para pedirle que, allá en la empírea morada, si a
tan alto la llevaron sus virtudes, interceda por él ante quien algunos dicen que lo
puede todo, apenas protestará que no es justo, Justa, lo que me han hecho, se han
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reído de mi trabajo y del trabajo de nuestra hija, dicen que las vajillas de barro han
dejado de interesar, que ya nadie las quiere, por tanto también nosotros hemos
dejado de ser necesarios, somos una fuente rajada con la que ya no vale la pena
perder tiempo poniéndole lañas, tú tuviste más suerte mientras vivías. En los
estrechos caminos de sablón del cementerio hay pequeñas pozas de agua, la hierba
crece por todas partes, no serán necesarios cien años para que deje de saberse
quién fue metido debajo de estos montículos de lodo, y aunque todavía se sepa es
dudoso que saberlo interese verdaderamente, los muertos, alguien lo ha dicho ya,
son como platos rajados en los que no vale la pena enganchar esas también
desusadas grapas de hierro que unen lo que se había roto y separado, o, en el caso
que corre, explicando el símil con otras palabras, las lañas de la memoria y de la
nostalgia. Cipriano Algor se aproximó a la sepultura de la mujer, tres años son los
que lleva ahí abajo, tres años sin aparecer en ninguna parte, ni en la casa, ni en la
alfarería, ni en la cama, ni a la sombra del moral, ni bajo el sol abrasador de la
barrera, no ha vuelto a sentarse a la mesa, ni al torno, no retira las cenizas caídas
de la parrilla, ni vuelve las piezas que se están secando, no pela las patatas, no
amasa el barro, no dice, Así son las cosas, Cipriano, la vida no tiene más que dos
días para darte, y hay tanta gente que apenas ha vivido día y medio y otros ni eso,
ya ves que no podemos quejarnos. Cipriano Algor no se quedó más de tres minutos,
tenía inteligencia suficiente para no necesitar que le dijesen que lo importante no
era estar allí parado, con rezos o sin rezos, mirando una sepultura, lo importante
era haber venido, lo importante es el camino que se ha hecho, la jornada que se
anduvo, si tienes conciencia de que estás prolongando la contemplación es porque
te observas a ti mismo o, peor todavía, es porque esperas que te observen.
Comparando con la velocidad instantánea del pensamiento, que sigue en línea recta
incluso cuando parece haber perdido el norte, lo creemos porque no nos damos
cuenta de que él, al correr en una dirección, está avanzando en todas las
direcciones, comparando, decíamos, la pobre palabra está siempre necesitando
pedir permiso a un pie para hacer andar al otro, e incluso así tropieza
constantemente, duda, se entretiene dando vueltas a un adjetivo, a un tiempo
verbal que surge sin hacerse anunciar por el sujeto, ésa debe de ser la razón por la
que Cipriano Algor no ha tenido tiempo para decirle a la mujer todo cuanto venía
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pensando, aquello de que no es justo, Justa, lo que me han hecho, pero es bastante
posible que los murmullos que estamos oyéndole ahora, mientras va caminando
hacia la salida del cementerio, sean precisamente lo que le había quedado por decir.
Ya iba callado cuando se cruzó con una mujer vestida de luto que entraba, siempre
ha sido así, unos que llegan, otros que parten, ella dijo, Buenas tardes, señor
Cipriano, el tratamiento de respeto se justifica tanto por la diferencia de generación
como por la costumbre del campo, y él retribuye, Buenas tardes, si no dijo su
nombre no fue por desconocimiento, antes bien por pensar que esta mujer de luto
cerrado por un marido no irá a tener parte en los sombríos acontecimientos futuros
que se anuncian ni en la relación que de ellos se haga, aunque también es cierto
que, al menos ella, tiene intención de acercarse mañana a la alfarería a comprar un
cántaro, según está anunciando, Mañana iré a comprar un cántaro, pero ojalá sea
mejor que el último, que se me quedó el asa en la mano cuando lo levanté, se
partió en pedazos y me inundó toda la cocina, imagínese lo que fue aquello, es
verdad, para ser sinceros, que el pobrecillo ya tenía una edad, y Cipriano Algor
respondió, Excusa ir a la alfarería, yo le llevo un cántaro nuevo que sustituya al que
se ha roto, y no tiene que pagarlo, es regalo de la fábrica, Dice eso porque soy
viuda, preguntó la mujer, No, qué idea, es sólo una oferta, nada más, tenemos una
cantidad de cántaros que a lo mejor nunca llegaremos a vender, Siendo así, le
quedo muy agradecida, señor Cipriano, No hay de qué, Un cántaro nuevo es algo,
Sí, pero es únicamente eso, algo, Entonces hasta mañana, allí le espero, y una vez
más muchas gracias, Hasta mañana. Ahora bien, corriendo el pensamiento
simultáneamente en todas las direcciones, como antes se dejó bien explicado, y
avanzando al mismo tiempo con él los sentimientos, no deberá sorprendernos que
la satisfacción de la viuda por recibir un cántaro nuevo sin necesidad de pagarlo
haya sido la causa de que se moderara de un instante a otro el disgusto que la hizo
salir de casa en tarde tan tristona para visitar la última morada del marido. Claro
que, a pesar de que todavía estamos viéndola detenida a la entrada del cementerio,
ciertamente regocijándose en su interior de ama de casa con el inesperado regalo,
no dejará de ir a donde la convocaban el luto y el deber, pero tal vez, cuando
llegue, no llore tanto cuanto había pensado. La tarde ya oscurece lentamente,
comienzan a aparecer luces mortecinas dentro de las casas vecinas al cementerio,
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pero el crepúsculo todavía ha de durar el tiempo necesario para que la mujer pueda
rezar sin susto de los fuegos fatuos o de las almas en pena su padrenuestro y su
avemaría, que en su paz se quede y en su paz descanse.
Cuando Cipriano Algor dobló en la última manzana de la población y miró hacia el
lugar donde se encuentra la alfarería, vio encenderse la luz exterior, un antiguo
farol de caja metálica colgado sobre la puerta de la vivienda, y, aunque no pasase
una sola noche sin que lo encendiese, sintió esta vez que el corazón se le
reconfortaba y se le serenaba el ánimo, como si la casa estuviese diciéndole, Estoy
esperándote. Casi impalpables, llevadas y traídas al sabor de las ondas invisibles
que impelen el aire, unas minúsculas gotas le tocaron la cara, faltará mucho para
que el molino de las nubes recomience a cerner su harina de agua, con toda esta
humedad no sé cuándo vamos a conseguir que las piezas se sequen. Ya sea por
influencia de la mansedumbre crepuscular o de la breve visita evocativa al
cementerio, o incluso, lo que sería una compensación efectiva por su generosidad,
al haberle dicho a la mujer de luto que le regalaría un cántaro nuevo, Cipriano
Algor, en este momento, no piensa en decepciones de no ganar ni en miedos de
llegar a perder. En una hora como ésta, cuando pisas la tierra mojada y tienes tan
cerca de la cabeza la primera piel del cielo, no parece posible que te digan cosas tan
absurdas como que te vuelvas atrás con la mitad del cargamento o que tu hija te va
a dejar solo un día de éstos. El alfarero llegó al final del camino y respiró hondo.
Recortado sobre la baza cortina de nubes grises, el moral aparecía tan negro como
le obliga su propio nombre. La luz del farol no alcanza su copa, ni siquiera roza las
hojas de las ramas más bajas, sólo una débil luminosidad va tapizando el suelo
hasta casi tocar el grueso tronco del árbol. La vieja garita del perro está allí, vacía
desde hace años, cuando su último habitante murió en brazos de Justa y ella le dijo
al marido, No quiero nunca más un animal de éstos en mi casa. En la entrada
oscura de la caseta se movió una cintilación y desapareció en seguida. Cipriano
Algor quiso saber qué era aquello, se agachó para escrutar después de haber dado
unos cuantos pasos adelante. La oscuridad dentro era total. Comprendió que estaba
tapando con su cuerpo la luz del farol, y se desvió un poco hacia un lado. Eran dos
las cintilaciones, dos ojos, un perro, O una jineta, pero lo más probable es que sea
un perro, pensó el alfarero, y debía de estar en lo cierto, de la especie lupina ya no
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queda memoria creíble por estos parajes, y los ojos de los gatos, sean ellos mansos
o monteses, como cualquier persona tiene obligación de saber, son siempre ojos de
gato, cuando mucho, y en el peor de los casos, podríamos confundirlos, en más
pequeño, con los del tigre, pero está claro que un tigre adulto nunca podría meterse
dentro de una caseta de este tamaño. Cipriano Algor no habló de gatos ni de tigres
cuando entró en casa, tampoco pronunció palabra sobre su ida al cementerio, y, en
cuanto al cántaro que le va a regalar a la mujer de luto, entiende que no es asunto
para ser tratado en este momento, lo que le dijo a la hija fue sólo esto, Hay un
perro ahí fuera, hizo una pausa, como si esperase respuesta, y añadió, Debajo del
moral, en la caseta. Marta acababa de lavarse y cambiarse de ropa, estaba
descansando un minuto, sentada, antes de comenzar a preparar la cena, por tanto
no tenía la mejor de las disposiciones para preocuparse con los lugares por donde
pasan o paran los perros huidos o abandonados en sus vagabundeos, Será mejor
dejarlo, si no es animal al que le guste viajar de noche, mañana se irá, dijo, Tienes
por ahí alguna cosa de comer que le pueda llevar, preguntó el padre, Unos restos
del almuerzo, unos trozos de pan, agua no necesitará, ha caído mucha del cielo,
Voy a llevárselo, Como quiera, padre, pero tenga en cuenta que nunca va a dejar la
puerta, Supongo que sí, si yo estuviese en su lugar haría lo mismo. Marta echó las
sobras de la comida en un plato viejo que tenía debajo del poyo, desmigó encima
un trozo de pan duro y adobó todo con un poco de caldo, Aquí tiene, y vaya
tomando nota de que esto es sólo el principio. Cipriano Algor tomó el plato y ya
tenía un pie fuera de la cocina cuando la hija le preguntó, Se acuerda de que madre
dijo cuando Constante murió que nunca más quería perros en casa, Me acuerdo, sí,
pero apuesto a que si ella estuviese viva no sería tu padre quien estaría llevando
este plato al tal perro que ella no quería, respondió Cipriano Algor, y salió sin haber
oído el murmullo de la hija, Tal vez no le falte razón. La lluvia había vuelto a caer,
era el mismo engañador calabobos, el mismo polvo de agua bailando y
confundiendo las distancias, incluso la figura blanquecina del horno parecía decidida
a irse hacia otros parajes, y la furgoneta, ésa, tenía más el aspecto de una carroza
fantasma que de un vehículo moderno de motor de explosión, aunque no de modelo
reciente, como ya sabemos. Debajo del moral, el agua resbalaba de las hojas en
gotas gruesas y dispersas, ahora una, otra después, a voleo, como si las leyes de la
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hidráulica y de la dinámica de los líquidos, todavía reinantes fuera del precario
paraguas del árbol, no tuviesen aplicación allí. Cipriano Algor puso el plato de
comida en el suelo, retrocedió tres pasos, pero el perro no salió del abrigo, Es
imposible que no tengas hambre, dijo el alfarero, o tal vez seas uno de esos perros
que se respetan, tal vez no quieras que yo vea el hambre que tienes. Esperó un
minuto, después se retiró y entró en casa, pero no cerró completamente la puerta.
Se veía mal por la rendija, pero incluso así consiguió distinguir un bulto negro que
salía de la garita y se acercaba al plato, y también percibió que el perro, perro era,
no lobo ni gato, miró primero a la casa y sólo después bajó la cabeza a la comida,
como si pensase que estaba debiendo esa consideración a quien vino bajo la lluvia,
desafiando la intemperie, a matarle el hambre. Cipriano Algor acabó de cerrar la
puerta y se encaminó a la cocina, Está comiendo, dijo, Si tenía mucha hambre, ya
habrá acabado, respondió Marta con una sonrisa, Es lo más seguro, sonrió también
el padre, si los perros de hoy son como los de antes. La cena era simple, en poco
tiempo estaba sobre la mesa. Fue al acabar cuando Marta dijo, Un día más sin
noticias de Marcial, no comprendo por qué no telefonea, al menos una palabra, una
simple palabra bastaría, nadie le pide un discurso, Quizá no haya podido hablar con
el jefe, Entonces que nos diga eso mismo, Allí las cosas no son tan fáciles, lo sabes
muy bien, dijo el alfarero, inesperadamente conciliador. La hija lo miró sorprendida,
todavía más por el tono de voz que por el significado de las palabras, No es muy
habitual que disculpe o justifique a Marcial, dijo, Yo lo aprecio, Lo apreciará, pero no
lo toma en serio, A quien no consigo tomar en serio es al guarda en que se va
convirtiendo el muchacho afable y simpático que conocía, Ahora es un hombre
afable y simpático, y la profesión de guarda no es un modo de vida menos digno y
honesto que cualquier otro que también lo sea, No como cualquier otro, Dónde está
la diferencia, La diferencia está en que tu Marcial, como lo conocemos ahora, es
todo él guarda, guarda de los pies a la cabeza, y sospecho que es guarda hasta en
el corazón, Padre, por favor, no puede hablar así del marido de su hija, Tienes
razón, perdona, hoy no debería ser día de censuras y recriminaciones, Hoy, por qué,
He ido al cementerio, le he regalado un cántaro a una vecina y tenemos un perro
ahí fuera, acontecimientos de gran importancia todos ellos, Qué es eso del cántaro,
Se le quedó el asa en la mano y el cántaro se hizo añicos, Son cosas que suceden,
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nada es eterno, Pero ella tuvo la decencia de reconocer que el cántaro era viejo, y
por eso creí que debía ofrecerle uno nuevo, suponemos que el otro tenía un defecto
de fabricación, o ni es necesario suponer, regalar es regalar, sobran explicaciones,
Quién es la vecina, Es Isaura Estudiosa, esa que se quedó viuda hace unos meses,
Es una mujer joven, No pretendo casarme otra vez, si es eso lo que estás
pensando, Si lo he pensado, no me he dado cuenta, pero tal vez debiera haberlo
hecho, era la forma de que no se quedara solo aquí, ya que se obstina en no venirse
con nosotros a vivir al Centro, Repito que no pretendo casarme, y mucho menos
con la primera mujer que aparezca, en cuanto a lo demás, te pido por favor que no
me estropees la noche, No era ésa mi intención, perdone. Marta se levantó, recogió
los platos y los cubiertos, dobló por las marcas el mantel y las servilletas, está muy
equivocado quien crea que el menester de alfarero, incluso no siendo de obra fina,
como en este caso, incluso ejercido en una población pequeña y sin gracia, como ya
se ha adivinado que es ésta, es incompatible con la delicadeza y el gusto de
maneras que distinguen a las clases elevadas actuales, ya olvidadas o desde el
nacimiento ignorantes de la brutalidad de sus tatarabuelos y de la bestialidad de los
tatarabuelos de ellos, estos Algores son personas que aprenden bien lo que les
enseñan y capaces de usarlo después para aprender mejor, y Marta, siendo de la
última generación, más favorecida por las ayudas del desarrollo, ya se ha
beneficiado de la gran suerte de ir a estudiar a la ciudad, que alguna ventaja han de
tener sobre las aldeas los grandes núcleos de población. Y si acabó siendo alfarera
fue por fuerza de una consciente y manifiesta vocación de modeladora, aunque
también influyera en su decisión el hecho de que no haya en la familia hermanos
que continúen la tradición familiar, eso sin olvidar, tercera y soberana razón, el
fuerte amor filial, que nunca le permitiría dejar a los padres al dios-dirá-y-después-
veremos cuando lleguen a viejos. Cipriano Algor conectó la televisión, pero la apagó
poco después, si en ese momento alguien le pidiese que relatara lo que había visto
y oído entre los gestos de encender y apagar el aparato, no sabría qué responder,
pero pura y simplemente se negaría a hacerlo si la pregunta fuese otra, En qué
piensa que parece tan distraído. Diría que no señor, vaya idea, no estaba distraído,
sólo para no tener que confesar el infantilismo de que se sentía preocupado por el
perro, si estaría abrigado en la caseta, si, satisfecho el estómago y recuperadas las
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energías, habría seguido viaje a la búsqueda de mejor comida o de un dueño que
viviese en sitio menos expuesto a los vendavales y a las lluvias pertinaces. Me voy a
mi cuarto, dijo Marta, se me va acumulando la costura, pero de hoy no pasa, Yo
tampoco tardaré, dijo el padre, estoy cansado sin haber hecho nada, Amasó, pasó
revista al horno, algo hizo, Sabes tan bien como yo que será necesario amasar otra
vez aquel barro, y el horno no estaba necesitando trabajo de albañil, mucho menos
cuidados de nodriza, Los días son todos iguales, las horas no, cuando los días llegan
al final tienen siempre sus veinticuatro horas completas, incluso cuando ellas no
tengan nada dentro, pero ése no es el caso ni de sus horas ni de sus días, Marta
filósofa del tiempo, dijo el padre, y le dio un beso en la frente. La hija retribuyó el
cariño y sonriendo dijo, No se olvide de ir a ver cómo está su perro, Por ahora es
sólo un perro que pasaba por aquí y consideró que la caseta le venía bien para
resguardarse de la lluvia, quizá esté enfermo o herido, tal vez tenga en el collar el
número de teléfono de la persona a quien se debe llamar, quizá pertenezca a
alguien de la aldea, puede que le pegaran y él huyó, si ha sido así mañana por la
mañana ya no estará, sabes cómo son los perros, el dueño siempre es el dueño
incluso cuando castiga, por lo tanto no te precipites diciendo que es mi perro, ni
siquiera lo he visto, no sé si me gusta, Sabe que quiere que le guste, lo que ya es
algo, Ahora me sales filósofa de los sentimientos, dice el padre, Suponiendo que se
quedara con el perro, qué nombre le va a poner, preguntó Marta, Es demasiado
pronto para pensar en eso, Si estuviera aquí mañana, debería ser ese nombre la
primera palabra que oyese de su boca, No le llamaré Constante, fue el nombre de
un perro que no volverá a su dueña y que no la encontraría si volviese, tal vez a
éste le llame Perdido, el nombre le sienta bien, Hay otro que todavía le sentaría
mejor, Cuál, Encontrado, Encontrado no es nombre de perro, Ni lo sería Perdido, Sí,
me parece una buena idea, estaba perdido y ha sido encontrado, ése será el
nombre, Hasta mañana, padre, duerma bien, Hasta mañana, no te quedes cosiendo
hasta tarde, ten cuidado con los ojos. Después de que la hija se retirara, Cipriano
Algor abrió la puerta que daba al exterior, y miró hacia el moral. La lluvia
persistente seguía cayendo y no se percibía señal de vida dentro de la caseta.
Estará todavía ahí, se preguntó el alfarero. Se dio a sí mismo una falsa razón para
no ir a mirar, Es lo que faltaba, mojarme por culpa de un perro vagabundo, una vez
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ha sido suficiente. Se recogió en su cuarto y se acostó, todavía estuvo leyendo
durante media hora pero, por fin, se quedó dormido. A mitad de la noche despertó,
encendió la luz, el reloj de la mesilla marcaba las cuatro y media. Se levantó, tomó
una linterna de pilas que guardaba en un cajón y abrió la ventana. Había dejado de
llover, se veían estrellas en el cielo oscuro. Cipriano Algor encendió la linterna y
apuntó el foco hacia la caseta. La luz no era suficientemente fuerte para que se
viera lo que estaba dentro, pero Cipriano Algor no necesitaba de tanto, dos
cintilaciones le bastarían, dos ojos, y estaban allí.
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Desde que lo mandaron a casa con la mitad de la carga, que, entre paréntesis se
diga, todavía no ha sido retirada de la furgoneta, Cipriano Algor ha pasado, de un
momento a otro, a desmerecer la reputación de operario madrugador ganada a lo
largo de una vida de mucho trabajo y pocas vacaciones. Se levanta con el sol ya
fuera, se lava y se afeita con más lentitud de la necesaria para una cara rasurada y
un cuerpo habituado a la limpieza, desayuna poco pero pausado y finalmente, sin
añadidura visible al escaso ánimo con que sale de la cama, va a trabajar. Hoy, sin
embargo, después del resto de la noche soñando con un tigre que venía a comer en
su mano, dejó las mantas cuando el sol apenas comenzaba a pintar el cielo. No
abrió la ventana, solamente un poco el postigo para ver cómo estaba el tiempo, fue
eso lo que pensó, o quiso pensar que pensaba, aunque no tenía hábito de hacerlo,
este hombre ya ha vivido más que suficiente para saber que el tiempo siempre está,
con sol, como hoy promete, con lluvia, como ayer cumplió, en realidad cuando
abrimos una ventana y levantamos la nariz hacia los espacios superiores es sólo
para comprobar si el tiempo que hace es aquel que deseábamos. Al escudriñar el
exterior, lo que Cipriano Algor quería, sin más preámbulos suyos o ajenos, era
saber si el perro todavía estaba a la espera de que le fuesen a dar otro nombre, o
si, cansado de la expectativa frustrada, había partido en busca de un amo más
diligente. De él apenas se veían el hocico que descansaba sobre las patas delanteras
cruzadas y las orejas gachas, pero no había motivo para recelar de que el resto del
cuerpo no continuase dentro de la garita. Es negro, dijo Cipriano Algor. Ya cuando le
llevó la comida le había parecido que el animal tenía ese color, o, como afirman
algunos, esa ausencia de tal, pero era de noche, y si de noche hasta los gatos
blancos son pardos, lo mismo, o en más tenebroso, se podría decir de un perro visto
por primera vez debajo de un moral cuando una lluvia persistente y nocturna
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disolvía la línea de separación entre los seres y las cosas, aproximándolos, a ellos, a
las cosas en que, más tarde o más pronto, se han de transformar. El perro no es
realmente negro, casi llegó a serlo en el hocico y en las orejas, pero el resto apunta
hacia un color grisáceo generalizado, con mechas que van desde tonos oscuros
hasta llegar al negro retinto. A un alfarero de sesenta y cuatro años, con los
problemas de visión que la edad siempre ocasiona, y que dejó de usar gafas por
culpa del calor del horno, no se le puede censurar que haya dicho, Es negro, dado
que antes era de noche y llovía, y ahora la distancia vuelve nebuloso el crepúsculo
de la mañana. Cuando Cipriano Algor se aproximó finalmente al perro vio que nunca
más podrá repetir Es negro, pero también pecaría gravemente contra la verdad si
afirmara Es gris, mucho más cuando descubra que una estrecha mancha blanca,
como una delicada corbata, baja por el pecho del animal hasta el comienzo del
vientre. La voz de Marta sonó al otro lado de la puerta, Padre, despierte, tiene al
perro esperando, Estoy despierto, ya voy, respondió Cipriano Algor, pero
inmediatamente se arrepintió de que le hubieran salido las dos últimas palabras, era
pueril, era casi ridículo, un hombre de su edad alborozándose como un niño a quien
le han traído el juguete soñado, cuando todos sabemos que en lugares como éstos
un perro es tanto más estimado cuanto más cabalmente demuestre su utilidad
práctica, virtud que los juguetes no necesitan, y en lo que a los sueños se refiere, si
de cumplirlos se trata, no sería bastante un perro para quien acaba de pasar la
noche soñando con un tigre. Pese a que luego se lo reprochará, Cipriano Algor esta
vez no va a perder tiempo con arreglos y aseos, se vistió rápidamente y salió del
cuarto. Marta le preguntó, Quiere que le prepare alguna cosa para que coma,
Después, ahora la comida le distraería, Vaya, vaya a domar a la fiera, No es
ninguna fiera, pobre animal, lo he estado observando desde la ventana, Yo también
lo he visto, Qué te ha parecido, No creo que sea de nadie de por aquí, Hay perros
que nunca salen de los patios, viven y mueren allí, salvo en los casos en que los
llevan al campo para ahorcarlos en la rama de un árbol o para rematarlos con una
carga de plomo en la cabeza, Oír eso no es una buena manera de comenzar el día,
Realmente no lo es, así que vamos a iniciarlo de una forma menos humana, pero
más compasiva, dijo Cipriano Algor saliendo a la explanada. La hija no lo siguió, se
quedó entre las puertas, mirando, La fiesta es suya, pensó. El alfarero se adelantó
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algunos pasos y con voz clara, firme, aunque sin gritar, pronunció el nombre
escogido, Encontrado. El perro ya había levantado la cabeza al verlo, y ahora,
escuchado finalmente el nombre por el que esperaba, salió de la caseta de cuerpo
entero, ni perro grande ni perro pequeño, un animal joven, esbelto, de pelo crespo,
realmente gris, realmente tirando a negro, con la estrecha mancha blanca que le
divide el pecho y que parece una corbata. Encontrado, repitió el alfarero, avanzando
dos pasos más, Encontrado, ven aquí. El perro se quedó donde estaba, mantenía la
cabeza alta y meneaba despacio la cola, pero no se movió. Entonces el alfarero se
agachó para nivelar sus ojos a la altura de los ojos del animal y volvió a decir, esta
vez en un tono conminatorio, intenso como si fuese la expresión de una necesidad
personal suya, Encontrado. El perro adelantó un paso, otro paso, otro aún, sin
detenerse nunca hasta llegar a colocarse al alcance del brazo de quien lo llamaba.
Cipriano Algor extendió la mano derecha, casi tocándole la nariz, y esperó. El perro
olisqueó varias veces, después alargó el cuello, y su nariz fría rozó las puntas de los
dedos que lo solicitaban. La mano del alfarero avanzó lentamente hasta la oreja
más cercana y la acarició. El perro dio el paso que faltaba, Encontrado, Encontrado,
dijo Cipriano Algor, no sé qué nombre tenías antes, a partir de ahora tu nombre es
Encontrado. En ese momento reparó en que el animal no llevaba collar y en que el
pelo no era sólo gris, estaba sucio de barro y de detritos vegetales, sobre todo las
piernas y el vientre, señal más que probable de ásperas travesías por cultivos y
descampados, no de haber viajado cómodamente por carretera. Marta se acercaba,
traía un plato con un poco de comida para el perro, nada exageradamente
sustancial, apenas para confirmar el encuentro y celebrar el bautismo, Dáselo tú,
dijo el padre, pero ella respondió, Déselo usted, habrá muchas ocasiones para que
yo lo alimente. Cipriano Algor puso el plato en el suelo, después se levantó con
dificultad, Ay mis rodillas, cuánto daría por volver a tener aunque fuesen las del año
pasado, Tanta diferencia hay, A esta altura de la vida hasta un día se nota, nos
salva que a veces parece que es para mejor. El perro Encontrado, ahora que ya
tiene un nombre no deberíamos usar otro para él, ya sea el de perro, que por la
fuerza de la costumbre todavía se antepuso, ya sea el de animal o bicho, que sirven
para todo cuanto no forme parte de los reinos mineral y vegetal, aunque alguna que
otra vez no nos será posible escapar a esas variantes, para evitar repeticiones
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aborrecidas, que es la única razón por la que en lugar de Cipriano Algor hemos ido
escribiendo alfarero, hombre, viejo y padre de Marta. Ahora bien, como íbamos
diciendo, el perro Encontrado, después de que con dos lametones rápidos hiciera
desaparecer la comida del plato, clara demostración de que todavía no consideraba
cabalmente satisfecha el hambre de ayer, levantó la cabeza como quien aguarda
nueva porción de pitanza, por lo menos fue así como interpretó Marta el gesto, por
eso le dijo, Ten paciencia, el almuerzo viene después, mientras tanto entretén el
estómago con lo que tienes, fue un juicio precipitado, como tantas veces sucede en
los cerebros humanos, a pesar del apetito remanente, que nunca negaría, no era la
comida lo que preocupaba a Encontrado en ese momento, lo que él pretendía era
que le diesen una señal de lo que debería hacer a continuación. Tenía sed, que
obviamente podría saciar en cualquiera de las muchas pozas de agua que la lluvia
había dejado alrededor de la casa, pero le retenía algo que, si estuviésemos
hablando de sentimientos de personas, no dudaríamos en llamar escrúpulo o
delicadeza de maneras. Si le habían puesto el alimento en un plato, si no quisieron
que lo tomase groseramente del barro del suelo, era porque el agua también
debería ser bebida en un recipiente apropiado. Tendrá sed, dijo Marta, los perros
necesitan mucha agua, Tiene ahí esas pozas, respondió el padre, no bebe porque no
quiere, Si vamos a quedarnos con él, no es para que ande bebiendo agua de los
charcos como si no tuviese asiento ni casa, obligaciones son obligaciones. Mientras
Cipriano Algor se dedicaba a pronunciar frases sueltas, casi sin sentido, cuyo único
objetivo era ir habituando al perro al sonido de su voz, pero en las que aposta, con
la insistencia de un estribillo, la palabra Encontrado se iba repitiendo, Marta trajo un
cuenco grande de barro lleno de agua limpia, que puso al lado de la caseta.
Desafiando escepticismos, sobradamente justificados después de millares de relatos
leídos y oídos sobre las vidas ejemplares de los perros y sus milagros, tendremos
que decir que Encontrado volvió a sorprender a los nuevos dueños quedándose
donde estaba, frente a frente con Cipriano Algor, a la espera, según todas las
apariencias, de que él llegase al final de lo que tenía que decirle. Sólo cuando el
alfarero se calló y le hizo un gesto como de despedida, el perro se dio la vuelta y
fue a beber. Nunca he visto un perro que se comporte de esta manera, observó
Marta, Lo malo, después de esto, respondió el padre, será que alguien nos diga que
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el perro le pertenece, No creo que tal cosa suceda, incluso juraría que Encontrado
no es de por aquí, perros de rebaño y perros de guarda no hacen lo que éste ha
hecho, Después de desayunar voy a dar una vuelta para preguntar, Aproveche para
llevarle el cántaro a la vecina Isaura, dijo Marta, sin tomarse la molestia de
disimular la sonrisa, Ya había pensado en eso, como decía mi abuelo, no dejes para
la tarde lo que puedas hacer por la mañana, respondió Cipriano Algor mientras
miraba a otro lado. Encontrado acabó de beber su agua, y como ninguno de
aquellos dos parecía querer prestarle atención, se tumbó en la entrada de la caseta
donde el suelo estaba menos mojado.
Tras el desayuno, Cipriano Algor escogió un cántaro del almacén de obra acabada,
lo colocó cuidadosamente en la furgoneta, ajustándolo, para que no rodase, entre
las cajas de platos, después entró, se sentó y puso en marcha el motor. Encontrado
levantó la cabeza, era manifiesto que no ignoraba que a un ruido de éstos siempre
le sucede un alejamiento, seguido luego de una desaparición, pero sus anteriores
experiencias de vida debieron de recordarle que existe una manera capaz de
impedir, al menos algunas veces, que tales calamidades ocurran. Se irguió sobre las
altas patas, moviendo la cola con fuerza, como si agitase una verdasca, y, por
primera vez desde que vino aquí pidiendo asilo, Encontrado ladró. Cipriano Algor
condujo despacio la furgoneta en dirección al moral y paró a poca distancia de la
caseta. Creía haber comprendido lo que Encontrado esperaba. Abrió y mantuvo
abierta la puerta del otro lado, y antes de tener tiempo para invitarlo a dar un
paseo, el perro ya estaba dentro. No había pensado llevárselo, la intención de
Cipriano Algor era ir de vecino en vecino preguntando si conocían un perro así y así,
con este pelo y esta figura, con esta corbata y estas virtudes morales, y mientras
estuviese describiéndoles las diversas características rogaría a todos los santos del
cielo y a todos los demonios de la tierra que, por favor, por las buenas o las malas,
obligasen al interrogado a responder que nunca en su vida semejante bicho le
perteneciera o de él tuviera la menor noticia. Con Encontrado visible dentro de la
furgoneta se evitaba la monotonía de la descripción y ahorraba repeticiones, tendría
bastante con preguntar, Este perro es suyo, o tuyo, según el grado de intimidad con
el interlocutor, y oír la respuesta, No, Sí, en el primer caso pasar sin más demoras
al siguiente para no dar lugar a enmiendas, en el segundo caso observar
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  • 2. 2 Que extraña escena describes y que extraños prisioneros, son iguales a nosotros. PLATÓN, República, Libro VII
  • 3. 3 El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a saber que algor significa frío intenso del cuerpo, preanuncio de fiebre, y que gacho es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y, no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial Gacho no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del pulgar hasta la base del dedo meñique. La camioneta no merece ese nombre, es sólo una furgoneta de tamaño medio, de un modelo pasado de moda, y está cargada de loza. Cuando los dos hombres salieron de casa, veinte kilómetros atrás, el cielo apenas había comenzado a clarear, ahora la mañana ya ha puesto en el mundo luz bastante para que se pueda observar la cicatriz de Marcial Gacho y adivinar la sensibilidad de las manos de Cipriano Algor. Vienen viajando a velocidad reducida a causa de la fragilidad de la carga y también por la irregularidad del pavimento de la carretera. La entrega de las mercancías no consideradas de primera o segunda necesidad, como es el caso de las lozas bastas, se hace, de acuerdo con los horarios establecidos, a media mañana, y si estos dos hombres madrugaron tanto es porque Marcial Gacho tiene que fichar por lo menos media hora antes de que las puertas del Centro se abran al público. En los días en que no
  • 4. 4 trae al yerno, y tiene piezas para transportar, Cipriano Algor no necesita levantarse tan temprano. Pero siempre es él, de diez en diez días, quien se encarga de ir a buscar a Marcial Gacho al trabajo para que pase con la familia las cuarenta horas de descanso a que tiene derecho, y quien, después, con loza o sin loza en la caja de la furgoneta, puntualmente lo reintegra a sus responsabilidades y obligaciones de guarda interno. La hija de Cipriano Algor, que se llama Marta, de apellidos Isasca, por parte de la madre ya fallecida, y Algor por parte del padre, sólo disfruta de la presencia del marido en la casa y en la cama seis noches y tres días de cada mes. En una de estas noches se quedó embarazada, pero todavía no lo sabe. La región es fosca, sucia, no merece que la miremos dos veces. Alguien le dio a estas enormes extensiones de apariencia nada campestre el nombre técnico de Cinturón Agrícola, y también, por analogía poética, el de Cinturón Verde, aunque el único paisaje que los ojos consiguen alcanzar a ambos lados de la carretera, cubriendo sin solución de continuidad perceptible muchos millares de hectáreas, son grandes armazones de techo plano, rectangulares, hechos de plástico de un color neutro que el tiempo y las polvaredas, poco a poco, fueron desviando hacia el gris y el pardo. Debajo, fuera de las miradas de quien pasa, crecen plantas. Por caminos secundarios que vienen a dar a la carretera, salen, aquí y allí, camiones y tractores con remolques cargados de verduras, pero el grueso del transporte se ha efectuado durante la noche, éstos de ahora, o tienen autorización expresa y excepcional para realizar la entrega más tarde, o se quedaron dormidos. Marcial Gacho se subió discretamente la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj, está preocupado porque el tránsito se torna paulatinamente más denso y porque sabe que de aquí en adelante, cuando entren en el Cinturón Industrial, las dificultades aumentarán. El suegro notó el gesto, pero se mantuvo callado, este yerno suyo es un joven simpático, sin duda, aunque nervioso, de la raza de los desasosegados de nacimiento, siempre inquieto con el paso del tiempo, incluso si lo tiene de sobra, en ese caso nunca parece saber lo que ha de ponerle dentro, dentro del tiempo, se entiende, Cómo será cuando llegue a mi edad, pensó. Dejaron atrás el Cinturón Agrícola, la carretera, ahora más sucia, atraviesa el Cinturón Industrial cortando por entre instalaciones fabriles de todos los tamaños, actividades y hechuras, con depósitos esféricos y cilíndricos de combustible, centrales eléctricas, redes de
  • 5. 5 canalización, conductos de aire, puentes suspendidos, tubos de todos los grosores, unos rojos, otros negros, chimeneas lanzando a la atmósfera borbotones de humos tóxicos, grúas de largos brazos, laboratorios químicos, refinerías de petróleo, olores fétidos, amargos o dulzones, ruidos estridentes de brocas, zumbidos de sierras mecánicas, golpes brutales de martillos pilones, de vez en cuando una zona de silencio, nadie sabe lo que se estará produciendo ahí. Fue entonces cuando Cipriano Algor dijo, No te preocupes, llegaremos a tiempo, No estoy preocupado, respondió el yerno, disimulando mal la inquietud, Ya lo sé, era una manera de hablar, dijo Cipriano Algor. Giró la furgoneta hacia una vía paralela destinada a la circulación local, Vamos a atajar camino por aquí, dijo, si la policía nos pregunta por qué dejamos la carretera, acuérdate de lo que hemos convenido, tenemos un asunto que resolver en una de estas fábricas antes de llegar a la ciudad. Marcial Gacho respiró hondo, cuando el tráfico se complicaba en la carretera, el suegro, más tarde o más pronto, acababa tomando un desvío. Lo que le angustiaba era la posibilidad de que se distrajese y la decisión llegase demasiado tarde. Felizmente, pese a los temores y los avisos, nunca les había parado la policía, Alguna vez se convencerá de que ya no soy un muchacho, pensó Marcial, que no tiene que estar recordándome todas las veces esto de los asuntos que resolver en las fábricas. No imaginaban, ni uno ni otro, que fuese precisamente el uniforme de guarda del Centro que enfundaba Marcial Gacho el motivo de la continuada tolerancia o de la benévola indiferencia de la policía de tráfico, que no era simple resultado de casualidades múltiples o de obstinada suerte, como probablemente hubieran respondido si les preguntasen por qué razón creían ellos que no habían sido multados hasta el momento. La conociera Marcial Gacho, y tal vez hubiera hecho valer ante el suegro el peso de la autoridad que el uniforme le confería, la conociera Cipriano Algor, y tal vez le hubiera hablado al yerno con menos irónica condescendencia. Buena verdad es que ni la juventud sabe lo que puede, ni la vejez puede lo que sabe. Después del Cinturón Industrial comienza la ciudad, en fin, no la ciudad propiamente dicha, ésa se divisa allá a lo lejos, tocada como una caricia por la primera y rosada luz del sol, lo que aquí se ve son aglomeraciones caóticas de chabolas hechas de cuantos materiales, en su mayoría precarios, pudiesen ayudar a
  • 6. 6 defenderse de las intemperies, sobre todo de la lluvia y del frío, a sus mal abrigados moradores. Es, según el decir de los habitantes de la ciudad, un lugar inquietante. De vez en cuando, por estos parajes, en nombre del axioma clásico que reza que la necesidad también legisla, un camión cargado de alimentos es asaltado y vaciado en menos tiempo de lo que se tarda en contarlo. El método operativo, ejemplarmente eficaz, fue elaborado y desarrollado después de una concienzuda reflexión colectiva sobre el resultado de los primeros intentos, malogrados, según se hizo obvio, por una total ausencia de estrategia, por una táctica, si así se puede llamar, anticuada, y, finalmente, por una deficiente y errática coordinación de esfuerzos, en la práctica entregados a sí mismos. Siendo casi continuo durante la noche el flujo de tráfico, bloquear la carretera para retener un camión, como había sido la primera idea, supuso la caída de los asaltantes en su propia trampa, dado que tras ese camión otros camiones venían, portando refuerzos y socorro inmediato para el conductor en apuros. La solución del problema, efectivamente genial, así fue reconocido en voz baja por las propias autoridades policiales, consistió en que los asaltantes se dividieron en dos grupos, uno táctico, otro estratégico, y en establecer dos barreras en lugar de una, comenzando el grupo táctico por cortar la carretera inmediatamente después del paso de un camión que circulara separado de los otros, y luego el grupo estratégico, unas centenas de metros más adelante, adecuadamente informado por una señal luminosa, con la misma rapidez montaba la segunda barrera, de modo que el vehículo condenado por el destino no tenía otro remedio que detenerse y dejarse robar. Para los vehículos que venían en dirección contraria no era necesario ningún corte de carretera, los propios conductores se encargaban de parar al darse cuenta de lo que pasaba más adelante. Un tercer grupo, llamado de intervención rápida, se encargaría de disuadir con una lluvia de piedras a cualquier solidario atrevido. Las barreras se hacían con grandes piedras transportadas en parihuelas, que algunos de los propios asaltantes, jurando y requetejurando que no tenían nada que ver con lo sucedido, ayudaban luego a retirar a la cuneta de la carretera, Esa gente es la que da mala fama a nuestro barrio, nosotros somos personas honestas, decían, y los conductores de los otros camiones, ansiosos por que les limpiaran el camino para no llegar tarde al Centro, sólo respondían, Bueno, bueno. De tales incidencias de ruta, sobre todo porque casi
  • 7. 7 siempre circula por estos lugares con luz del día, se ha librado la furgoneta de Cipriano Algor. Por lo menos hasta hoy. De hecho, habida cuenta los útiles de barro son los que con más frecuencia van a la mesa del pobre y más fácilmente se rompen, el alfarero no está libre de que una mujer de las muchas que malviven en estas chabolas tenga la ocurrencia de decirle un día de éstos al jefe de la familia, Estamos necesitando platos nuevos, a lo que él seguramente responderá, Ya me ocuparé de eso, pasa por ahí a veces una furgoneta que lleva escrito por fuera Alfarería, es imposible que no lleve platos, Y tazas, añadirá la mujer, aprovechando la marea favorable, Y tazas, no se me olvidará. Entre las chabolas y los primeros edificios de la ciudad, como una tierra de nadie separando las dos partes enfrentadas, hay un ancho espacio libre de construcciones, pero, mirándolo con un poco más de atención, se observa no sólo una red de huellas entrecruzadas de tractores, ciertas explanaciones que sólo pueden haber sido causadas por grandes palas mecánicas, esas implacables láminas curvas que, sin dolor ni piedad, se llevan todo por delante, la casa antigua, la raíz nueva, el muro que amparaba, el lugar de una sombra que nunca más volverá a estar. Sin embargo, tal como sucede en las vidas, cuando creíamos que nos habían quitado todo, y de pronto descubrimos que nos queda algo, también aquí unos fragmentos dispersos, unos harapos emporcados, unos restos de materiales de desecho, unas latas oxidadas, unas tablas podridas, un plástico que el viento trae y lleva nos muestran que este territorio había estado ocupado antes por los barrios de marginados. No tardará mucho en que los edificios de la ciudad avancen en línea de tiradores y vengan a enseñorearse del terreno, dejando entre los más adelanta dos y las primeras chabolas apenas una franja estrecha, una nueva tierra de nadie, que permanecerá así mientras no llegue el momento de pasar a la tercera fase. La carretera principal, a la que habían regresado, era ahora más ancha, con un carril reservado exclusivamente para la circulación de vehículos pesados, y aunque la furgoneta sólo por desvarío de imaginación pueda incluirse en esa categoría superior, el hecho de tratarse sin duda de un vehículo de carga da a su conductor el derecho a competir en pie de igualdad con las lentas y mastodónticas máquinas que roncan, mugen y escupen nubes sofocantes por los tubos de escape, y adelantarlas rápidamente, con una sinuosa agilidad que hace tintinear las lozas en la parte de
  • 8. 8 atrás. Marcial Gacho miró otra vez el reloj y respiró. Llegaría a tiempo. Ya estaban en la periferia de la ciudad, todavía tendrían que recorrer unas cuantas calles de trazado confuso, girar a la izquierda, girar a la derecha, otra vez a la izquierda, otra vez a la derecha, ahora a la derecha, a la derecha, izquierda, izquierda, derecha, recto, finalmente desembocarían en una plaza donde se acababan las dificultades, una avenida en línea recta los conducirá a sus destinos, allí donde era esperado el guarda interno Marcial Gacho, allí donde dejaría su carga el alfarero Cipriano Algor. Al fondo, un muro altísimo, oscuro, mucho más alto que el más alto de los edificios que bordeaban la avenida, cortaba abruptamente el camino. En realidad, no lo cortaba, suponerlo era el resultado de una ilusión óptica, había calles que, a un lado y a otro, proseguían a lo largo del muro, el cual, a su vez, muro no era, mas sí la pared de una construcción enorme, un edificio gigantesco, cuadrangular, sin ventanas en la fachada lisa, igual en toda su extensión. Aquí estamos, dijo Cipriano Algor, como ves llegamos a tiempo, todavía faltan diez minutos para tu hora de entrada, Sabe tan bien como yo por qué no puedo retrasarme, perdería mi posición en la lista de los candidatos a guarda residente, No es una idea que entusiasme demasiado a tu mujer, ésa de pasar a guarda residente, Es mejor para nosotros, tendremos más comodidades, mejores condiciones de vida. Cipriano Algor detuvo la furgoneta frente a la esquina del edificio, parecía que iba a responder al yerno, pero lo que hizo fue preguntar, Por qué están derribando aquella manzana de edificios, Por fin se ha confirmado, Se ha confirmado el qué, Hace semanas que se estaba hablando de una ampliación, respondió Marcial Gacho mientras salía de la furgoneta. Habían parado frente a una puerta sobre la cual se leía un letrero con las palabras Entrada Reservada al Personal de Seguridad. Cipriano Algor dijo, Tal vez, Tal vez, no, la prueba está ahí a la vista, la demolición ha comenzado, No me refería a la ampliación, sino a lo que dijiste antes sobre las condiciones de vida, acerca de las comodidades no discuto, en cualquier caso no podemos quejarnos, no somos de los más desafortunados, Respeto su opinión, pero yo tengo la mía, ya verá como Marta, cuando llegue la hora, estará de acuerdo conmigo. Dio dos pasos, se detuvo, seguramente pensó que ésta no era la manera correcta de despedirse un yerno de un suegro que lo ha traído al trabajo, y dijo, Gracias, le deseo un buen viaje de regreso, Hasta dentro de diez días, dijo el alfarero, Hasta dentro de diez días, dijo el
  • 9. 9 guarda interno, al mismo tiempo que saludaba a un colega que acababa de llegar. Se fueron juntos, entraron, la puerta se cerró. Cipriano Algor puso el motor en marcha, pero no arrancó en seguida. Miró los edificios que estaban siendo demolidos. Esta vez, probablemente a causa de la poca altura de las construcciones que se iban a derribar, no estaban siendo utilizados explosivos, ese moderno, expeditivo y espectacular proceso que en tres segundos es capaz de transformar una estructura sólida y organizada en un caótico montón de cascotes. Como era de esperar, la calle que hacía ángulo recto con ésta estaba cerrada al tránsito. Para hacer entrega de la mercancía, el alfarero se vería obligado a pasar por detrás de la finca en demolición, rodearla, seguir luego hacia delante, la puerta a la que iba a llamar estaba en la esquina más distante, precisamente, con relación al punto donde se encontraba, en el otro extremo de una recta imaginaria que atravesase oblicuamente el edificio donde Marcial Gacho había entrado, En diagonal, precisó mentalmente el alfarero para abreviar la explicación. Cuando dentro de diez días vuelva a recoger al yerno, no habrá vestigio de estos predios, se habrá asentado la polvareda de la destrucción que ahora flota en el aire, y hasta puede suceder que ya esté siendo excavado el gran foso donde se abrirán las zanjas y se implantarán los pilares de la nueva construcción. Después se levantarán las tres paredes, una que lindará con la calle por la que Cipriano Algor tendrá que dar la vuelta de aquí a poco, dos que cerrarán a un lado y a otro el terreno ganado a costa de la calle intermedia y de la demolición de la manzana, haciendo desaparecer la fachada del edificio todavía visible, la puerta de acceso del personal de Seguridad cambiará de sitio, no serán necesarios muchos días para que ni la persona más perspicaz sea capaz de distinguir, mirando desde fuera, y mucho menos lo percibirá si está en el interior del edificio, entre la construcción reciente y la construcción anterior. El alfarero miró el reloj, todavía era pronto, en los días en que traía al yerno era inevitable tener que aguardar dos horas a que abriese el departamento de recepción que tenía asignado, y después todo el tiempo que tardase en llegarle la vez, Pero tengo la ventaja de ocupar un buen lugar en la fila, incluso puedo ser el primero, pensó. Nunca lo había sido, siempre se presentaba gente más madrugadora que él, seguramente algunos de esos conductores habrían pasado parte de la noche en la cabina de sus camiones. Cuando el día clareaba subían a la
  • 10. 10 calle para tomar un café, pan y alguna vianda, un aguardiente en las mañanas húmedas y frías, después se que daban por ahí, conversando unos con otros, hasta diez minutos antes de que se abrieran las puertas, entonces los más jóvenes, nerviosos como aprendices, corrían rampa abajo para ocupar sus puestos, mientras los mayores, sobre todo si estaban en los últimos lugares de la fila, descendían charlando animadamente, aspirando una última bocanada del cigarro, porque en el subterráneo, habiendo motores en marcha, no estaba permitido fumar. El fin del mundo, creían ellos, no era para ya, no ganaban nada corriendo. Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Se distrajo con la demolición de los edificios y ahora quería recuperar el tiempo perdido, palabras estas insensatas entre las que más lo sean, expresión absurda con la cual suponemos engañar la dura realidad de que ningún tiempo perdido es recuperable, como si creyésemos, al contrario de esta verdad, que el tiempo que juzgábamos para siempre perdido hubiera decidido quedarse parado detrás, esperando, con la paciencia de quien dispone del tiempo todo, que sintiésemos su falta. Estimulado por la urgencia nacida de los pensamientos sobre quién llega primero y sobre quién llegará después, el alfarero dio rápidamente la vuelta a la manzana y entró directo por la calle que limitaba con la otra fachada del edificio. Como era costumbre invariable, ya había gente aguardando a que se abriesen las puertas destinadas al público. Pasó al carril izquierdo de circulación, para el desvío de acceso a la rampa que descendía al piso subterráneo, mostró al guarda su carné de abastecedor y ocupó su lugar en la fila de vehículos, detrás de una camioneta cargada de cajas que, a juzgar por los rótulos de los embalajes, contenían piezas de cristal. Salió de la furgoneta para comprobar cuántos proveedores tenía delante y calcular así, con más o menos aproximación, el tiempo que debería esperar. Ocupaba el número trece. Contó nuevamente, no había dudas. Aunque no fuese persona supersticiosa, no ignoraba la mala reputación de este número, en cualquier conversación sobre la casualidad, la fatalidad y el destino siempre alguien toma la palabra para relatar casos vividos bajo la influencia negativa, y a veces funesta, del trece. Intentó recordar si en alguna otra ocasión le había tocado este lugar en la fila, pero, una de dos, o nunca tal le sucediera, o simplemente no se acordaba. Discutió consigo mismo, se dijo que era un despropósito, un disparate preocuparse por algo que no
  • 11. 11 tiene existencia en la realidad, sí, era cierto, nunca había pensado en eso antes, de hecho los números no existen en la realidad, a las cosas les es indiferente el número que les asignemos, da lo mismo decir que son el trece o el cuarenta y cuatro, lo mínimo que se puede concluir es que no toman conocimiento del lugar que les ha tocado ocupar. Las personas no son cosas, las personas quieren estar siempre en los primeros lugares, pensó el alfarero, Y no sólo quieren estar en ellos, quieren que se diga y que los demás lo noten, murmuró. Con excepción de los dos guardas que fiscalizaban, uno a cada extremo, la entrada y la salida, el subterráneo estaba desierto. Era siempre así, los conductores dejaban el vehículo en la fila a medida que iban llegando y subían a la calle, al café. Están muy equivocados si creen que me voy a quedar aquí, dijo Cipriano Algor en voz alta. Hizo retroceder la furgoneta como si acabara de descubrir que no tenía nada que descargar y salió del alineamiento, Así ya no seré el decimotercero, pensó. Pasados pocos minutos un camión bajó la rampa y se paró en el sitio que la furgoneta había dejado libre. El conductor saltó de la cabina, miró el reloj, Todavía tengo tiempo, debe de haber pensado. Cuando desapareció en lo alto de la rampa, el alfarero maniobró rápidamente y se colocó detrás del camión, Ahora soy el catorce, dijo, satisfecho de su astucia. Se recostó en el asiento, suspiró, por encima de su cabeza oía el zumbido del tráfico en la calle, él también solía subir a tomar un café y comprar el periódico, pero hoy no le apetecía. Cerró los ojos como si estuviese retrocediendo hacia el interior de sí mismo y entró en seguida en el sueño, era el yerno quien le explicaba que cuando fuese nombrado guarda residente la situación mudaría como de la noche a la mañana, que Marta y él dejarían la alfarería, ya era hora de comenzar una vida independiente de la familia, Sea comprensivo, lo que tiene que ser, dice el refrán, tiene mucha fuerza, el mundo no para, si las personas de quienes dependes te promocionan, lo que tienes que hacer es levantar las manos al cielo y agradecer, sería una estupidez dar la espalda a la suerte cuando se pone de nuestro lado, además estoy seguro de que su mayor deseo es que Marta sea feliz, por tanto deberá estar contento. Cipriano Algor oía al yerno y sonreía para sí mismo, Dices todo eso porque crees que soy el trece, no sabes que ahora soy el catorce. Se despertó sobresaltado con el golpear de las puertas de los coches, señal de que la descarga iba a comenzar. Entonces, todavía sin haber regresado
  • 12. 12 completamente del sueño, pensó, No cambié de número, soy el trece que está en el lugar del catorce. Así era. Casi una hora después llegó su turno. Bajó de la furgoneta y se acercó al mostrador de recepción con los papeles de costumbre, el albarán de entrega por triplicado, la factura correspondiente a las ventas certificadas de la última partida, el control de calidad industrial que acompañaba cada lote y en el que la alfarería asumía la responsabilidad de cualquier defecto de fabricación detectado en la inspección a que las piezas serían sometidas, la confirmación de exclusividad, igualmente obligatoria en todas las entregas, por la que la alfarería se comprometía, sujetándose a sanciones en el caso de infracción, a no establecer relaciones comerciales con otro establecimiento para la colocación de sus artículos. Como era habitual, un empleado se aproximó para ayudar a la descarga, pero el subjefe de recepción lo llamó y le ordenó, Descarga la mitad de lo que trae, compruébalo por el albarán. Cipriano Algor, sorprendido, alarmado, preguntó, La mitad, por qué, Las ventas bajaron mucho en las últimas semanas, probablemente tendremos que devolverle por falta de salida lo que hay en el almacén, Devolver lo que tienen en el almacén, Sí, está en el contrato, Ya sé que está en el contrato, pero también está que no me autorizan a tener otros clientes, así que dígame a quién voy a venderle la otra mitad, Eso no es de mi incumbencia, yo sólo cumplo las órdenes que he recibido, Puedo hablar con el jefe del departamento, No, no vale la pena, no le va a atender. A Cipriano Algor le temblaban las manos, miró alrededor, perplejo, implorando ayuda, pero sólo leyó desinterés en las caras de los tres conductores que llegaron después que él. Pese a ello, intentó apelar a la solidaridad de clase, Miren en qué situación estoy, un hombre trae aquí el producto de su trabajo, sacó la tierra, la mezcló con agua, la batió, amasó la pasta, torneó las piezas que le habían encargado, las coció en el horno, y ahora le dicen que sólo se quedan con la mitad de lo que ha hecho y que le van a devolver lo que tienen en el almacén, quiero saber si hay justicia en este procedimiento. Los conductores se miraron unos a otros, se encogieron de hombros, no estaban seguros de que fuera conveniente responder, ni de a quién le convendría más la respuesta, uno de ellos sacó un cigarro para dejar claro que se desentendía del asunto, luego recordó que no se podía fumar allí, entonces dio la espalda y se refugió en la cabina del camión, lejos
  • 13. 13 de los acontecimientos. El alfarero comprendió que tendría mucho que perder si seguía protestando, quiso echar agua en la hoguera que él mismo había encendido, en cualquier caso vender la mitad era mejor que nada, las cosas acabarán arreglándose, pensó. Sumiso, se dirigió al subjefe de recepción, Puede decirme qué ha hecho que las ventas hayan bajado tanto, Creo que ha sido la aparición de unas piezas de plástico que imitan al barro, y lo imitan tan bien que parecen auténticas, con la ventaja de que pesan menos y son mucho más baratas, Ese no es motivo para que se deje de comprar las mías, el barro siempre es barro, es auténtico, es natural, Vaya a decirle eso a los clientes, no quiero angustiarlo, pero creo que a partir de ahora sus lozas sólo interesarán a los coleccionistas, y ésos son cada vez menos. El recuento estaba terminado, el subjefe escribió en el albarán, Recibí mitad, y dijo, No traiga nada más hasta que no tenga noticias nuestras, Cree que podré seguir fabricando, preguntó el alfarero, La decisión es suya, yo no me responsabilizo, Y la devolución, de verdad me van a devolver las existencias del almacén, las palabras temblaban de desesperación y con tal amargura que el otro quiso ser conciliador, Veremos. El alfarero entró en la furgoneta, arrancó con brusquedad, algunas cajas, mal sujetas después de la media descarga, se escurrieron y chocaron violentamente contra la puerta de atrás, Que se parta todo de una vez, gritó irritado. Tuvo que parar al principio de la rampa de salida, el reglamento manda que se presente el carné también a este guarda, son cosas de la burocracia, nadie sabe por qué, en principio quien entra proveedor, proveedor saldrá, pero por lo visto hay excepciones, aquí tenemos el caso de Cipriano Algor que todavía lo era al entrar, y ahora, si se confirman las amenazas, está en vías de dejar de serlo. Seguro que el trece tiene la culpa, al destino no lo engañan artimañas de poner después lo que estaba antes. La furgoneta subió la rampa, salió a la luz del día, no hay nada que hacer, salvo volver a casa. El alfarero sonrió con tristeza, No fue el trece, el trece no existe, si hubiese sido el primero en llegar la sentencia sería igual, ahora la mitad, luego ya veremos, mierda de vida. La mujer de las chabolas, aquella que necesitaba platos y tazas nuevas, preguntó al marido, Qué ha pasado, no encontraste la furgoneta de la alfarería, y el marido respondió, Sí, la obligué a parar, pero después dejé que se marchara, Por qué, Si tú hubieses visto la cara del hombre que iba dentro, apuesto a que habrías hecho lo
  • 15. 15 El alfarero paró la furgoneta, bajó los cristales de un lado y de otro, y esperó que alguien viniese a robarle. No es raro que ciertas desesperaciones de espíritu, ciertos golpes de la vida empujen a la víctima a decisiones tan dramáticas como ésta, cuando no peores. Llega un momento en que la persona trastornada o injuriada oye una voz gritándole dentro de su cabeza, Perdido por diez, perdido por cien, y entonces es según las particularidades de la situación en que se encuentre y el lugar donde ella lo encuentra, o gasta el último dinero que le quedaba en un billete de lotería, o pone sobre la mesa de juego el reloj heredado del padre y la pitillera de plata que le regaló la madre, o apuesta todo al rojo a pesar de haber visto salir ese color cinco veces seguidas, o salta solo de la trinchera y corre con la bayoneta calada contra la ametralladora del enemigo, o para esta furgoneta, baja los cristales, abre después las puertas, y se queda a la espera de que, con las porras de costumbre, las navajas de siempre y las necesidades de la ocasión, lo venga a saquear la gente de las chabolas, Si no lo quisieron ellos, que se lo lleven éstos, fue el último pensamiento de Cipriano Algor. Pasaron diez minutos sin que nadie se aproximase para cometer el ansiado latrocinio, un cuarto de hora se fue sin que ni siquiera un perro vagabundo hubiese subido hasta la carretera a orinar en una rueda y olisquear el contenido de la furgoneta, y ya iba vencida media hora cuando finalmente se aproximó un hombre sucio y mal encarado que preguntó al alfarero, Tiene algún problema, necesita ayuda, le doy un empujoncito, puede ser cosa de la batería. Ahora bien, si hasta incluso los ánimos más fuertes tienen momentos de irresistible debilidad, que es cuando el cuerpo no consigue comportarse con la reserva y la discreción que el espíritu durante años le ha ido enseñando, no deberemos extrañarnos de que la oferta de auxilio, para colmo procedente de un hombre con toda la pinta de asaltante habitual, hubiese tocado la cuerda más
  • 16. 16 sensible de Cipriano Algor hasta el punto de hacerle asomar una lágrima en el rabillo del ojo, No, muchas gracias, dijo, pero a continuación, cuando el obsequioso cirineo ya se apartaba, saltó de la furgoneta, corrió a abrir la puerta trasera, al mismo tiempo que llamaba, Eh, señor, eh, señor, venga aquí. El hombre se detuvo, Quiere que le ayude, preguntó, No, no es eso, Entonces, qué, Venga aquí, hágame el favor. El hombre vino y Cipriano Algor dijo, Tome esta media docena de platos, lléveselos a su mujer, es un regalo, y tome estos seis más, que son soperos, Pero yo no he hecho nada, dudó el hombre, No importa, es lo mismo que si hubiese hecho, y si necesita un botijo para el agua, aquí tiene, Realmente, un botijo no vendría mal en casa, Pues entonces lléveselo, lléveselo. El alfarero apiló los platos, primero los llanos, después los hondos, después éstos sobre aquéllos, los acomodó en la curva del brazo izquierdo del hombre, y, como tenía el botijo colgando de la mano derecha, no tuvo el beneficiado mucho de sí con que agradecer, sólo la vulgar palabra gracias, que tanto es sincera como no, y la sorpresa de una inclinación de cabeza nada armónica con la clase social a que pertenece, queriendo esto decir que sabríamos mucho más de las complejidades de la vida si nos aplicásemos a estudiar con ahínco sus contradicciones en vez de perder tanto tiempo con las identidades y las coherencias, que ésas tienen la obligación de explicarse por sí mismas. Cuando el hombre que tenía pinta de asaltante, pero que finalmente no lo era, o simplemente no lo había querido ser esta vez, desapareció, medio perplejo, entre las chabolas, Cipriano Algor puso la furgoneta en movimiento. Obviamente, ni la visión más aguda sería capaz de notar diferencia alguna en la presión ejercida sobre los amortiguadores y los neumáticos de la furgoneta, en cuestión de peso doce platos y un botijo de barro significan tanto en un vehículo de transporte, incluso de tamaño medio, como significarían en la feliz cabeza de una novia doce pétalos de rosa blanca y un pétalo de rosa roja. No ha sido casualidad el hecho de que la palabra feliz apareciera ahí atrás, en realidad es lo mínimo que podemos decir de la expresión de Cipriano Algor, que, mirándolo ahora, nadie creería que sólo le han comprado la mitad de la carga que transportó al Centro. Lo malo es que le volvió a la memoria, cuando dos kilómetros adelante penetró en el Cinturón Industrial, el bruto revés comercial sufrido. La ominosa visión de las chimeneas vomitando chorros de humo le indujo a preguntarse en qué estúpida fábrica de ésas se estarían
  • 17. 17 produciendo las estúpidas mentiras de plástico, las alevosas imitaciones del barro, Es imposible, murmuró, ni en sonido ni en peso se pueden igualar, y además está la relación entre la vista y el tacto que leí no sé dónde, la vista que es capaz de ver por los dedos que están tocando el barro, los dedos que, sin tocar, consiguen sentir lo que los ojos están viendo. Y, como si esto no fuese tormento suficiente, también se interrogó Cipriano Algor, pensando en el viejo horno de la alfarería, cuántos platos, fuentes, tazas y jarras por minuto escupirían las malditas máquinas, cuántas cosas para sustituir botijos y damajuanas. El resultado de estas y de otras preguntas que no quedaron registradas ensombreció otra vez el semblante del alfarero, y a partir de ahí, el resto del camino fue, todo él, un continuo cavilar sobre el futuro difícil que esperaba a la familia Algor si el Centro persistía en la nueva valoración de productos, cuya primera víctima fuera, tal vez, la alfarería. Pero honor sea dado a quien de sobra lo merece, pues en ningún momento Cipriano Algor permitió que su espíritu fuese tomado por el arrepentimiento de haber sido generoso con el hombre que le debería haber robado, si es que es verdad todo cuanto se viene diciendo sobre la gente de las chabolas. En la salida del Cinturón Industrial había algunas modestas manufacturas que no se entiende cómo pueden haber sobrevivido a la gula de espacio y a la múltiple variedad de producción de los modernos gigantes fabriles, pero el hecho es que estaban allí, y mirarlas al pasar siempre era un consuelo para Cipriano Algor cuando, en algunas horas más inquietas de la vida, le daba por cavilar sobre los destinos de su profesión. No van a durar mucho, pensó, esta vez se refería a las manufacturas, no al futuro de la actividad alfarera, pero eso ocurrió porque no se tomó el trabajo de reflexionar durante tiempo suficiente, sucede así muchas veces, creemos que ya se puede afirmar que no merece la pena esperar conclusiones sólo porque decidimos detenernos a la mitad del camino que nos conduciría hasta ellas. Cipriano Algor atravesó el Cinturón Verde rápidamente, no miró ni una vez los campos, el monótono espectáculo de las enormes extensiones cubiertas de plástico, bazas por naturaleza y soturnas de suciedad, si siempre le causaba un efecto deprimente, imagínese lo que sería hoy, en el estado de ánimo que lleva, ponerse a contemplar este desierto. Como el que alguna vez ha levantado la túnica bendita de una santa de altar para saber si lo que la sustenta por debajo son piernas de
  • 18. 18 persona o un par de estacas mal desbastadas, hace mucho tiempo que el alfarero no necesita resistir la tentación de parar la furgoneta y atisbar si es cierto que en el interior de aquellas coberturas y de aquellos armazones había plantas reales, con frutos que se pudieran oler, palpar y morder, con hojas, tubérculos y brotes que se pudiesen cocer, aliñar y poner en el plato, o si la melancolía abrumadora expuesta al exterior contaminaba de incurable artificio lo que dentro crecía, fuese lo que fuese. Después del Cinturón Verde el alfarero tomó una carretera secundaria, había unos restos escuálidos de bosque, unos campos mal ordenados, un riachuelo de aguas oscuras y fétidas, después aparecieron en una curva las ruinas de tres casas ya sin ventanas ni puertas, con los tejados medio caídos y los espacios interiores casi devorados por la vegetación que siempre irrumpe entre los escombros, como si allí hubiese estado, a la espera de su hora, desde que se pusieron los cimientos. La población comenzaba unos cien metros más allá, era poco más que la carretera que la cruzaba por en medio, unas cuantas calles que desembocaban en ella, una plaza irregular que se ensanchaba hacia un solo lado, ahí un pozo cerrado, con su bomba de sacar agua y la gran rueda de hierro, a la sombra de dos plátanos altos. Cipriano Algor saludó a unos hombres que conversaban, pero, contra lo que era su costumbre cuando regresaba de llevar la loza al Centro, no se detuvo, en un momento así no suponía qué podría apetecerle, pero seguro que no una conversación, incluso tratándose de personas conocidas. La alfarería y la casa en que vivía con la hija y el yerno quedaban en el otro extremo de la población, adentradas en el campo, apartadas de los últimos edificios. Al entrar en la aldea, Cipriano Algor había reducido la velocidad de la furgoneta, pero ahora avanzaba más despacio aún, la hija debía de estar acabando de preparar el almuerzo, era hora de eso, Qué hago, se lo digo ya o después de haber comido, se preguntó a sí mismo, Es preferible después, dejo la furgoneta en el alpendre de la leña, ella no vendrá a ver si traigo algo, hoy no es día de compras, así podremos comer tranquilos, es decir, comerá ella tranquila, yo no, y al final le cuento lo que ha pasado, o lo dejo para media tarde, cuando estemos trabajando, tan malo será para ella saberlo antes de almorzar como inmediatamente después. La carretera hacía una curva ancha donde terminaba la población, pasada la última casa se veía en la distancia un gran moral que no debería de tener menos de unos diez metros de
  • 19. 19 altura, allí estaba la alfarería. El vino fue servido, va a ser necesario beberlo, dijo Cipriano Algor con una sonrisa cansada, y pensó que mucho mejor sería si lo pudiese vomitar. Giró la furgoneta a la izquierda, hacia un camino en subida poco pronunciada que conducía a la casa, a la mitad dio tres avisos sonoros anunciando que llegaba, siempre la misma señal, a la hija le parecería extraño si hoy no la hiciese. La vivienda y la alfarería fueron construidas en este amplio terreno, probablemente una antigua era, o en un ejido, en cuyo centro el abuelo alfarero de Cipriano Algor, que también usara el mismo nombre, decidió, en un día remoto del que no quedó registro ni memoria, plantar el moral. El horno, un poco apartado, ya era obra modernizadora del padre de Cipriano Algor, a quien también le fue dado idéntico nombre, y sustituía a otro horno, viejísimo, por no decir arcaico, que, visto desde fuera, tenía la forma de dos troncos cónicos sobrepuestos, el de encima más pequeño que el de abajo, y de cuyos orígenes tampoco quedó memoria. Sobre sus vetustos cimientos se construyó el horno actual, este que coció la carga de la que el Centro sólo quiso recibir la mitad, y que ahora, ya frío, espera que lo carguen de nuevo. Con una atención exagerada Cipriano Algor estacionó la furgoneta debajo del alpendre, entre dos cargas de leña seca, después pensó que todavía podría pasar por el horno y ganar algunos minutos, pero le faltaba el motivo, le faltaba la justificación, no era como otras veces, cuando regresaba de la ciudad y el horno estaba funcionando, en esos días iba a mirar dentro de la caldera para calcular la temperatura por el color de los barros incandescentes, si el rojo oscuro ya se había convertido en rojo cereza. o éste en naranja. Se quedó allí parado, como si el ánimo que necesitaba se le hubiese retrasado por el camino, pero fue la voz de la hija la que le obligó a moverse, Por qué no entra, el almuerzo está listo. Intrigada por la demora, Marta apareció entre las puertas, Venga, venga, que la comida se enfría. Cipriano Algor entró, le dio un beso a la hija y se encerró en el cuarto de baño, comodidad doméstica instalada cuando ya era adolescente y, desde hace mucho tiempo, necesitada de ampliación y mejoras. Se observó en el espejo, no encontró ninguna arruga de más en la cara, La tengo dentro, seguro, pensó, después vertió aguas, se lavó las manos y salió. Comían en la cocina, sentados ante una gran mesa que había conocido días más felices y asambleas más numerosas. Ahora, tras la muerte de la madre, Justa Isasca, de quien tal vez no se vuelva a hablar mucho
  • 20. 20 más en este relato, pero de quien aquí se deja escrito el nombre propio, que el apellido ya lo conocíamos, los dos comen en un extremo, el padre a la cabecera, Marta en el lugar que la madre dejó vacío, y frente a ella Marcial, cuando está. Cómo le ha ido la mañana, preguntó Marta, Bien, lo habitual, respondió el padre agachando la cabeza sobre el plato, Marcial telefoneó, Ah sí, y qué quería, Que había estado hablando con usted sobre lo de vivir en el Centro cuando lo asciendan a guarda residente, Sí, hablamos de eso, Estaba enfadado porque usted volvió a decir que no está de acuerdo, Entre tanto lo pensé mejor, creo que será una buena solución para ambos, Qué le ha hecho, de repente, mudar de ideas, No querrás seguir trabajando de alfarera el resto de tu vida, No, aunque me gusta lo que hago, Debes acompañar a tu marido, mañana tendrás hijos, tres generaciones comiendo barro es más que suficiente, Y usted está de acuerdo en venirse con nosotros al Centro, en dejar la alfarería, preguntó Marta, Dejar esto, nunca, eso está fuera de cuestión, Quiere decir que lo hará todo solo, cavar el barro, amasarlo, trabajarlo en el tablero y en el torno, cargar y encender el horno, descargarlo, desmoldarlo, limpiarlo, después meterlo todo en la furgoneta e ir a venderlo, le recuerdo que las cosas ya van siendo bastante difíciles pese a la ayuda que nos da Marcial en el poco tiempo que está aquí, He de encontrar quien me eche una mano, no faltan muchachos en el pueblo, Sabe perfectamente que ya nadie quiere ser alfarero, quien se harta del campo se va a las fábricas del Cinturón, no salen de la tierra para llegar al barro, Una razón más para que tú te vayas, No estará pensando que lo voy a dejar aquí solo, Vienes a verme de vez en cuando, Padre, por favor, estoy hablando en serio, Yo también, hija mía. Marta se levantó para cambiar los platos y servir la sopa, que era hábito de la familia tomarla después. El padre la seguía con los ojos y pensaba, Estoy dejando que se complique todo con esta conversación, mejor sería que se lo contara ya. No lo hizo, súbitamente la hija pasó a tener ocho años, y él le decía, Fíjate bien, es como cuando tu madre amasa el pan. Hacía rodar la pella de arcilla adelante y atrás, la comprimía y la alargaba con la parte posterior de la palma de las manos, la golpeaba con fuerza contra la mesa, la estrujaba, la aplastaba, volvía al principio, repetía toda la operación, una vez, otra vez, otra aún, Por qué hace eso, le preguntó la hija, Para no dejar dentro del barro caliches, grumos y burbujas de aire,
  • 21. 21 sería malo para el trabajo, En el pan también, En el pan sólo los grumos, las burbujas no tienen importancia. Ponía a un lado el cilindro compacto en que transformara la arcilla y comenzaba a amasar otra pella, Ya va siendo hora de que aprendas, dijo, pero después se arrepintió, Qué estupidez, sólo tiene ocho años, y enmendó, Vete a jugar fuera, vete, aquí hace frío, pero la hija respondió que no quería irse, estaba intentando modelar un muñeco con un recorte de pasta que se le pegaba a los dedos porque era demasiado blanda, Ese no sirve, prueba mejor con éste, verás como lo consigues, dijo el padre. Marta lo miraba inquieta, no era habitual en él que bajara así la cabeza para comer, como si pretendiese que, al esconder la cara, también se escondieran las preocupaciones, tal vez sea por la conversación que ha tenido con Marcial, pero de eso ya hemos hablado y él no tenía esa cara, estará enfermo, lo veo decaído, marchito, aquel día madre me dijo, Ten cuidado, no te esfuerces demasiado, y yo le respondí, Esto sólo requiere fuerza de brazos y juego de hombros, el resto del cuerpo observa, No me digas eso a mí que hasta el último pelo de la cabeza me acaba doliendo después de una hora de amasar, Eso es porque está un poco más cansada en estos últimos tiempos, O será porque estoy empezando a envejecer, Haga el favor de dejar esas ideas, madre, que de vieja no tiene nada, pero, quién lo iba a imaginar, no habían pasado dos semanas de esta conversación, y ya estaba muerta y enterrada, son las sorpresas que la muerte le da a la vida, En qué piensa, padre. Cipriano Algor se limpió la boca con la servilleta, tomó el vaso como si fuese a beber, pero lo posó sin acercárselo a los labios. Diga, hable, insistió la hija, y para abrir camino al desahogo preguntó, Todavía está preocupado por culpa de Marcial o tiene algún otro motivo de pesar. Cipriano Algor volvió a tomar el vaso, se bebió de un trago el resto del vino, y respondió rápidamente, como si las palabras le quemasen la lengua, Sólo aceptaron la mitad del cargamento, dicen que hay menos compradores para el barro, que han salido a la venta unas vajillas de plástico imitándolo y que eso es lo que los clientes prefieren ahora, No es nada que no debiésemos esperar, más pronto o más tarde tenía que suceder, el barro se raja, se cuartea, se parte al menor golpe, mientras que el plástico resiste a todo y no se queja, La diferencia está en que el barro es como las personas, necesita que lo traten bien, El plástico también, pero menos, Y lo peor es que me han dicho que no les lleve más vajillas mientras no las
  • 22. 22 encarguen, Entonces vamos a parar de trabajar, Parar no, cuando el pedido llegue ya tendremos piezas listas para entregarlas ese mismo día, no iba a ser después del encargo cuando a todo correr encendiéramos el horno, Y entre tanto qué hacemos, Esperar, tener paciencia, mañana iré a dar una vuelta por ahí, alguna cosa he de vender, Acuérdese de que ya dio esa vuelta hace dos meses, no encontrará muchas personas con necesidad de comprar, No vengas tú ahora a desanimarme, Sólo procuro ver las cosas como son, fue usted quien me dijo hace poco que tres generaciones de alfareros en la familia es más que suficiente, No serás la cuarta generación, te irás a vivir al Centro con tu marido, Deberé ir, sí, pero usted vendrá conmigo, Ya te he dicho que nunca me verás viviendo en el Centro, Es el Centro quien nos ha mantenido hasta ahora comprando el producto de nuestro trabajo, continuará manteniéndonos cuando estemos allí y no tengamos nada para venderle, Gracias al sueldo de Marcial, No es ninguna vergüenza que el yerno mantenga al suegro, Depende de quién sea el suegro, Padre, no es bueno ser orgulloso hasta ese punto, No se trata de orgullo, De qué se trata entonces, No te lo puedo explicar, es más complicado que el orgullo, es otra cosa, una especie de vergüenza, pero perdona, reconozco que no debería haber dicho lo que dije, Lo que yo no quiero es que pase necesidades, Podré comenzar a vender a los comerciantes de la ciudad, es cuestión de que el Centro lo autorice, si van a comprar menos no tienen derecho a prohibirme que venda a otros, Sabe mejor que yo que los comerciantes de la ciudad enfrentan grandes dificultades para mantener la cabeza fuera del agua, toda la gente compra en el Centro, cada vez hay más gente que quiere vivir en el Centro, Yo no quiero, Qué va a hacer si el Centro deja de comprarnos cacharrería y las personas de aquí comienzan a usar utensilios de plástico, Espero morir antes de eso, Madre murió antes de eso, Murió en el torno, trabajando, ojalá pudiese yo acabar de la misma manera, No hable de la muerte, padre, Mientras estamos vivos es cuando podemos hablar de la muerte, no después. Cipriano Algor se sirvió un poco más de vino, se levantó, se limpió la boca con el dorso de la mano como si las reglas de urbanidad en la mesa caducasen al levantarse, y dijo, Tengo que ir a partir el barro, el que tenemos se está acabando, ya iba a salir cuando la hija lo llamó, Padre, he tenido una idea, Una idea, Sí, telefonear a Marcial para que él hable con el jefe del departamento de compras e intente descubrir cuáles son las
  • 23. 23 intenciones del Centro, si es por poco tiempo esta disminución en los pedidos, o si será para largo, usted sabe que Marcial es estimado por sus superiores, Por lo menos es lo que él nos dice, Si lo dice es porque es cierto, protestó Marta, impaciente, y añadió, Pero si no quiere no llamo, Llama, sí, llama, es una buena idea, es la única que puede servir ahora, aunque yo dude que un jefe de departamento del Centro esté dispuesto, así sin más ni más, a dar explicaciones sobre su jefatura a un guarda de segunda clase, los conozco mejor que él, no es necesario estar dentro para comprender de qué masa está hecha esa gente, se creen los reyes del universo, aparte de que un jefe de departamento no es más que un mandado, cumple órdenes que le vienen de arriba, incluso puede suceder que nos engañe con explicaciones sin fundamento sólo para darse aires de importancia. Marta oyó la extensa parrafada hasta el final, pero no respondió. Si, como parecía evidente, el padre se empeñaba en tener la última palabra, no iba a ser ella quien le robara esa satisfacción. Sólo pensó, cuando él salía, Debo ser más comprensiva, debo ponerme en su lugar, imaginar lo que sería quedarse de repente sin trabajo, alejarse de la casa, de la alfarería, del horno, de la vida. Repitió las últimas palabras en voz alta, De la vida, y en ese instante la vista se le enturbió, se había puesto en el lugar del padre y sufría como él estaba sufriendo. Miró alrededor y reparó por primera vez en que todo allí estaba como cubierto de barro, no sucio de barro, sólo del color que tiene el barro, del color de todos los colores con que salió de la barrera, el que fue siendo dejado por tres generaciones que todos los días se mancharon las manos en el polvo y el agua del barro, y también, ahí fuera, el color de ceniza viva del horno, la postrera y esmorecente tibieza de cuando lo dejaron vacío, como una casa de donde salieron los dueños y que se queda, paciente, a la espera, y mañana, si todo esto no se ha acabado para siempre, otra vez la primera llama de leña, el primer aliento caliente que va a rodear como una caricia la arcilla seca y después, poco a poco, la tremolina del aire, una cintilación rápida de brasa, el alborear del esplendor, la irrupción deslumbrante del fuego pleno. Nunca más veré esto cuando nos vayamos de aquí, dijo Marta, y se le angustió el corazón como si estuviese despidiéndose de la persona a quien más amase, que en este momento no sabría decir cuál de ellas era, si la madre ya muerta, si el padre amargado, o el marido, sí, podría ser el marido, era lo más lógico, siendo como es su mujer. Oía,
  • 24. 24 como si arrancara de debajo del suelo, el ruido sordo del mazo rompiendo el barro, sin embargo el sonido de los golpes le parecía hoy diferente, quizá porque no los impelía la necesidad simple del trabajo, sino la ira impotente de perderlo. Voy a telefonear, murmuró Marta para sí, pensando estas cosas acabaré tan triste como él. Salió de la cocina y se dirigió al cuarto del padre. Allí, sobre la pequeña mesa donde Cipriano Algor llevaba la contabilidad de los gastos e ingresos de la alfarería, había un teléfono de modelo antiguo. Marcó uno de los números de la centralita y pidió que le pusiesen en comunicación con Seguridad, casi en el mismo instante sonó una voz seca de hombre, Servicio de Seguridad, la rapidez de la contestación no le sorprendió, todo el mundo sabe que cuando se trata de cuestiones de seguridad hasta el más insignificante de los segundos cuenta, Deseo hablar con el guarda de segunda clase Marcial Gacho, dijo Marta, De parte de quién, Soy su mujer, le llamo de casa, El guarda de segunda clase Marcial Gacho se encuentra de servicio en este momento, no puede abandonar su puesto, En ese caso le pido por favor que le transmita un recado, Es su mujer, Lo soy, me llamo Marta Algor Gacho, lo podrá comprobar ahí, Entonces no ignora que no recibimos recados, sólo tomamos nota de quién ha telefoneado, Sería únicamente decirle que telefonee a casa en cuanto pueda, Es urgente, preguntó la voz. Marta lo pensó dos veces, será urgente, no será urgente, sangría desatada no era, problemas graves en el horno tampoco, parto prematuro mucho menos, pero acabó respondiendo, Sí, realmente hay una cierta urgencia, Tomo nota, dijo el hombre, y colgó. Con un suspiro de cansada resignación Marta posó el auricular en la horquilla, no había nada que hacer, era más fuerte que ellos, Seguridad no podía vivir sin restregar su autoridad por la cara de las personas, incluso en un caso tan trivial como éste de ahora, tan banal, tan de todos los días, una mujer que telefonea al Centro porque necesita hablar con su marido, no ha sido ella la primera ni con certeza será la última. Cuando Marta salió a la explanada el sonido del mazo dejó súbitamente de parecerle que subía del suelo, venía de donde tenía que venir, del recodo oscuro de la alfarería donde se guardaba la arcilla extraída de la barrera, se acercó a la puerta, pero no pasó del umbral, Ya he telefoneado, dijo, quedaron en darle el recado, Esperemos que lo hagan, respondió el padre, y sin otra palabra atacó con el mazo el mayor de los bloques que tenía delante. Marta se volvió de espaldas porque sabía
  • 25. 25 que no debía penetrar en un espacio escogido a propósito por su padre para estar solo, pero también por que tenía, ella misma, trabajo que hacer, unas docenas de jarros grandes y pequeños a la espera de que les pegasen las asas. Entró por la puerta de al lado.
  • 26. 26 Marcial Gacho telefoneó al final de la tarde, tras acabar su turno de trabajo. Respondió a la mujer con breves y mal ligadas palabras, sin dar muestras de lástima, inquietud o enfado por la descortesía comercial de que el suegro fuera víctima. Habló con una voz ausente, una voz que parecía estar pensando en otra cosa, dijo sí, ah sí, comprendo, de acuerdo, supongo que es normal, iré así que pueda, a veces no, sin duda, pues sí, comprendo, no necesitas repetirlo, y remató la conversación con una frase finalmente completa, aunque sin relación con el asunto, Quédate tranquila, no me olvidaré de las compras. Marta comprendió que el marido había estado hablando delante de testigos, colegas de trabajo, tal vez un superior que inspeccionaba el pabellón, y disimulaba para evitar curiosidades incómodas, o incluso peligrosas. La organización del Centro fue concebida y montada según un modelo de estricta compartimentación de las diversas actividades y funciones, las cuales, aunque no fuesen ni pudiesen ser totalmente estancas, sólo por vías únicas, frecuentemente difíciles de discriminar e identificar, podían comunicarse entre sí. Está claro que un simple guarda de segunda clase, tanto por la naturaleza específica de su cargo como por su diminuto valor en la plantilla del personal subalterno, una cosa derivada de la otra como inapelable consecuencia, no está pertrechado, generalmente hablando, de discernimiento y perceptibilidad suficientes para captar sutilezas y matices de ese carácter, en realidad casi volátiles, pero Marcial Gacho, a pesar de no ser el más avispado de su categoría, cuenta en su favor con un cierto fermento de ambición que, teniendo como meta conocida el ascenso a guarda residente y, en un segundo tiempo, naturalmente, la promoción a guarda de primera clase, no sabemos adonde podrá llegar en un futuro próximo, y menos aún, en un futuro distante, si lo tuviera. Por haber andado con los ojos bien abiertos y tener los oídos afinados desde el día en que comenzó a trabajar en el Centro, pudo
  • 27. 27 aprender, en poco tiempo, cuándo y cómo era más conveniente hablar, o callar, o hacer como que. Tras dos años de matrimonio Marta cree conocer bien al marido que le tocó en el juego de poner y quitar a que casi siempre se reduce la vida conyugal, le dedica todo su afecto de esposa, incluso no se mostraría reluctante, suponiendo que el interés del relato exigiera profundizar en su intimidad, a hacer uso de una extrema vehemencia al respondernos que lo ama, pero no es persona para engañarse a sí misma, así que es más que probable, si llevásemos tan lejos la insistencia, que acabara confesando que a veces él le parece demasiado prudente, por no decir calculador, suponiendo que a área tan negativa de la personalidad osáramos dirigir la indagación. Tenía la certeza de que el marido se retiró contrariado de la conversación, de que le estaría ya inquietando la perspectiva de un encuentro con el jefe del departamento de compras, y no por timidez o modestia de inferior, verdaderamente Marcial Gacho siempre ha tenido a gala proclamar que le disgusta llamar la atención cuando no se trata de asuntos de trabajo, sobre todo, añadirá quien piense conocerlo, si se da la circunstancia de que esos asuntos no le aportan beneficio. Finalmente, la tal buena idea que Marta creyó tener sólo pareció buena porque, en aquel momento, como dijo el padre, era la única posible. Cipriano Algor estaba en la cocina, no pudo oír los fragmentos del discurso, sueltos e inconexos, emitidos por el yerno, pero fue como si los hubiese leído todos, y rellenado los vacíos, en el rostro abatido de la hija, cuando, un largo minuto después, ella salió del cuarto. Y como no merece la pena cansar la lengua por tan poco, ni siquiera perdió tiempo preguntándole Entonces, fue ella quien le comunicó lo obvio, Hablará con el jefe del departamento, que tampoco para decir esto necesitaba Marta cansarse, dos miradas bastarían. La vida es así, está llena de palabras que no valen la pena, o que valieron y ya no valen, cada una de las que vamos diciendo le quitará el lugar a otra más merecedora, que lo sería no tanto por sí misma, sino por las consecuencias de haberla dicho. La cena transcurrió en silencio, silenciosas fueron las dos horas pasadas después ante la televisión indiferente, en un determinado momento, como viene sucediendo con frecuencia en los últimos meses, Cipriano Algor se durmió. Tenía el entrecejo fruncido con una expresión de enfado, como si, al mismo tiempo que dormía, estuviese recriminándose por haber cedido tan fácilmente al sueño, cuando lo justo y
  • 28. 28 equitativo sería que la irritación y el disgusto lo mantuvieran despierto de noche y de día, el disgusto para que sufriese plenamente la injuria, la irritación para hacerle soportable el sufrimiento. Expuesto así, desarmado, con la cabeza caída hacia atrás, la boca medio abierta, perdido de sí mismo, presentaba la imagen lacerante de un abandono sin salvación, como un saco roto que dejara escapar por el camino lo que llevaba dentro. Marta miraba al padre con fervor, con una intensidad apasionada, y pensaba, Este es mi viejo padre, son exageraciones disculpables de quien todavía está en los primeros albores de la edad adulta, a un hombre de sesenta y cuatro años, aunque de ánimo un poco marchito como en éste se está observando, no se debería, con tan inconsciente liviandad, llamarle viejo, habría sido ésa la costumbre en las épocas en que los dientes comenzaban a caerse a los treinta años y las primeras arrugas aparecían a los veinticinco, actualmente la vejez, la auténtica, la insofismable, aquélla de la que no podrá haber retorno, ni siquiera fingimiento, sólo comienza a partir de los ochenta años, de hecho y sin disculpas, a merecer el nombre que damos al tiempo de la despedida. Qué será de nosotros si el Centro deja de comprar, para quién fabricaremos lozas y barros si son los gustos del Centro los que determinan los gustos de la gente, se preguntaba Marta, no fue el jefe de departamento quien decidió reducir los pedidos a la mitad, la orden le llegó de arriba, de los superiores, de alguien para quien es indiferente que haya un alfarero más o menos en el mundo, lo que ha sucedido puede haber sido apenas el primer paso, el segundo será que dejen definitivamente de comprar, tendremos que estar preparados para ese desastre, sí, preparados, pero ya me gustaría saber cómo se prepara una persona para encajar un martillazo en la cabeza, y cuando asciendan a Marcial a guarda residente, qué haré con padre, dejarlo solo en esta casa y sin trabajo, imposible, imposible, hija desnaturalizada, dirían de mí los vecinos, peor que eso, diría yo de mí misma, las cosas serían diferentes si madre viviera, porque, en contra de lo que se suele decir, dos debilidades no hacen una debilidad mayor, hacen una nueva fuerza, probablemente no es así ni nunca lo ha sido, pero hay ocasiones en que convendría que lo fuese, no, padre, no, Cipriano Algor, cuando yo salga de aquí vendrás conmigo, aunque te tenga que llevar a la fuerza, no dudo de que un hombre sea capaz de vivir solo, pero estoy convencida de que comienza a morir en el mismo instante en que cierra tras de sí la puerta de
  • 29. 29 su casa. Como si lo hubiesen sacudido bruscamente por un brazo, o como si hubiese percibido que hablaban de su persona, Cipriano Algor abrió de repente los ojos y se enderezó en el sillón. Se pasó las manos por la cara y, con la expresión medio confusa de un niño sorprendido en falta, murmuró, Me he quedado dormido. Decía siempre estas mismas palabras, Me he quedado dormido, cuando se despertaba de sus breves sueños delante del televisor. Pero esta noche no era como las otras, por eso tuvo que añadir, Hubiera sido mucho mejor que no me despertara, murmuró, al menos, mientras dormía, era un alfarero con trabajo, Con la diferencia de que el trabajo que se hace soñando no deja obra hecha, dijo Marta, Exactamente como en la vida despierta, trabajas, trabajas y trabajas, y un día despiertas de ese sueño o de esa pesadilla y te dicen que lo que has hecho no sirve para nada, Sí sirve, sí, padre, Es como si no hubiese servido, Hoy hemos tenido mal día, mañana pensaremos con más calma, veremos cómo encontrar salida para este problema que nos han buscado, Pues sí, veremos, pues sí, pensaremos. Marta se acercó al padre, le dio un beso cariñoso, Váyase a la cama, venga, y duerma bien, descánseme esa cabeza. A la entrada del dormitorio Cipriano Algor se detuvo, se volvió atrás, pareció dudar un momento y acabó diciendo, como si pretendiera convencerse a sí mismo, Tal vez Marcial llame mañana, tal vez nos dé una buena noticia, Quién sabe, padre, quién sabe, respondió Marta, él me dijo que se tomaría la cuestión muy a pecho, ésa era su disposición. Marcial no telefoneó al día siguiente. Pasó todo ese día, que era miércoles, pasó el jueves y pasó el viernes, pasaron sábado y domingo, y sólo el lunes, casi una semana después del desaire a la alfarería, el teléfono volvió a sonar en casa de Cipriano Algor. En contra de lo anunciado, el alfarero no salió a dar una vuelta por los alrededores en busca de compradores. Ocupó sus arrastradas horas en pequeños trabajos, algunos innecesarios, como el de inspeccionar y limpiar meticulosamente el horno, de arriba abajo, por dentro y por fuera, junta a junta, teja a teja, como si estuviese preparándolo para la mayor cochura de su historia. Amasó una porción de barro que la hija necesitaba pero, al contrario de la atención escrupulosa con que había tratado el horno, lo hizo con poquísimo celo, tanto es así que Marta, a escondidas, se vio obligada a amasarlo otra vez para reducirle los grumos. Cortó leña, barrió la explanada, y la tarde en que, durante más de tres
  • 30. 30 horas, cayó una de esas lluvias finas y monótonas a las que antes se le daba el nombre de calabobos, estuvo todo el tiempo sentado en un tronco debajo del alpendre, unas veces mirando al frente con la fijeza de un ciego que sabe que no verá si vuelve la cabeza en otra dirección, otras veces contemplando las propias manos abiertas, como si en sus líneas, en sus encrucijadas, buscase un camino, el más corto o el más largo, en general ir por uno o por otro depende de la mucha o poca prisa que se tenga en llegar, sin olvidar esos casos en que alguien o algo nos va empujando por la espalda, sin que sepamos por qué ni hacia dónde. En esa tarde, cuando la lluvia paró, Cipriano Algor bajó el camino que llevaba a la carretera, no se dio cuenta de que la hija lo miraba desde la puerta de la alfarería, pero ni él tenía necesidad de decir adonde iba, ni ella de que se lo dijese. Hombre obstinado, pensó Marta, debería haberse llevado la furgoneta, de un momento a otro puede volver a llover. Es natural la preocupación de Marta, es lo que se debe esperar de una hija, porque en verdad, por más que históricamente se haya exagerado en declaraciones contrarias, el cielo nunca ha sido mucho de fiar. Esta vez, sin embargo, aunque la llovizna vuelva a descargar desde el ceniciento uniforme que cubre y rodea la tierra, la mojadura no será de las de empapar, el cementerio de la población está muy cerca, ahí al final de una de estas calles transversales a la carretera, y Cipriano Algor, pese a la edad entre aquí y allí, todavía conserva el paso largo y rápido de que los más jóvenes se sirven para las prisas. Viejo o joven, que nadie se las pida hoy. Tampoco tendría sentido que Marta le aconsejara que se llevara la furgoneta, porque a los cementerios, sobre todo a éstos de aldea, campestres, bucólicos, siempre deberemos ir andando con los pies en la tierra, no por efecto de algún imperativo categórico o imposición de lo trascendente, sino por respeto a las conveniencias simplemente humanas, al fin y al cabo son tantos los que van en pedestres peregrinaciones a venerar la tibia de un santo, que no se entendería que se fuera de otra forma a donde de antemano sabemos que nos espera nuestra propia memoria y tal vez una lágrima. Cipriano Algor permanecerá algunos minutos junto a la tumba de la mujer, no para rezar unas oraciones que ha olvidado, ni para pedirle que, allá en la empírea morada, si a tan alto la llevaron sus virtudes, interceda por él ante quien algunos dicen que lo puede todo, apenas protestará que no es justo, Justa, lo que me han hecho, se han
  • 31. 31 reído de mi trabajo y del trabajo de nuestra hija, dicen que las vajillas de barro han dejado de interesar, que ya nadie las quiere, por tanto también nosotros hemos dejado de ser necesarios, somos una fuente rajada con la que ya no vale la pena perder tiempo poniéndole lañas, tú tuviste más suerte mientras vivías. En los estrechos caminos de sablón del cementerio hay pequeñas pozas de agua, la hierba crece por todas partes, no serán necesarios cien años para que deje de saberse quién fue metido debajo de estos montículos de lodo, y aunque todavía se sepa es dudoso que saberlo interese verdaderamente, los muertos, alguien lo ha dicho ya, son como platos rajados en los que no vale la pena enganchar esas también desusadas grapas de hierro que unen lo que se había roto y separado, o, en el caso que corre, explicando el símil con otras palabras, las lañas de la memoria y de la nostalgia. Cipriano Algor se aproximó a la sepultura de la mujer, tres años son los que lleva ahí abajo, tres años sin aparecer en ninguna parte, ni en la casa, ni en la alfarería, ni en la cama, ni a la sombra del moral, ni bajo el sol abrasador de la barrera, no ha vuelto a sentarse a la mesa, ni al torno, no retira las cenizas caídas de la parrilla, ni vuelve las piezas que se están secando, no pela las patatas, no amasa el barro, no dice, Así son las cosas, Cipriano, la vida no tiene más que dos días para darte, y hay tanta gente que apenas ha vivido día y medio y otros ni eso, ya ves que no podemos quejarnos. Cipriano Algor no se quedó más de tres minutos, tenía inteligencia suficiente para no necesitar que le dijesen que lo importante no era estar allí parado, con rezos o sin rezos, mirando una sepultura, lo importante era haber venido, lo importante es el camino que se ha hecho, la jornada que se anduvo, si tienes conciencia de que estás prolongando la contemplación es porque te observas a ti mismo o, peor todavía, es porque esperas que te observen. Comparando con la velocidad instantánea del pensamiento, que sigue en línea recta incluso cuando parece haber perdido el norte, lo creemos porque no nos damos cuenta de que él, al correr en una dirección, está avanzando en todas las direcciones, comparando, decíamos, la pobre palabra está siempre necesitando pedir permiso a un pie para hacer andar al otro, e incluso así tropieza constantemente, duda, se entretiene dando vueltas a un adjetivo, a un tiempo verbal que surge sin hacerse anunciar por el sujeto, ésa debe de ser la razón por la que Cipriano Algor no ha tenido tiempo para decirle a la mujer todo cuanto venía
  • 32. 32 pensando, aquello de que no es justo, Justa, lo que me han hecho, pero es bastante posible que los murmullos que estamos oyéndole ahora, mientras va caminando hacia la salida del cementerio, sean precisamente lo que le había quedado por decir. Ya iba callado cuando se cruzó con una mujer vestida de luto que entraba, siempre ha sido así, unos que llegan, otros que parten, ella dijo, Buenas tardes, señor Cipriano, el tratamiento de respeto se justifica tanto por la diferencia de generación como por la costumbre del campo, y él retribuye, Buenas tardes, si no dijo su nombre no fue por desconocimiento, antes bien por pensar que esta mujer de luto cerrado por un marido no irá a tener parte en los sombríos acontecimientos futuros que se anuncian ni en la relación que de ellos se haga, aunque también es cierto que, al menos ella, tiene intención de acercarse mañana a la alfarería a comprar un cántaro, según está anunciando, Mañana iré a comprar un cántaro, pero ojalá sea mejor que el último, que se me quedó el asa en la mano cuando lo levanté, se partió en pedazos y me inundó toda la cocina, imagínese lo que fue aquello, es verdad, para ser sinceros, que el pobrecillo ya tenía una edad, y Cipriano Algor respondió, Excusa ir a la alfarería, yo le llevo un cántaro nuevo que sustituya al que se ha roto, y no tiene que pagarlo, es regalo de la fábrica, Dice eso porque soy viuda, preguntó la mujer, No, qué idea, es sólo una oferta, nada más, tenemos una cantidad de cántaros que a lo mejor nunca llegaremos a vender, Siendo así, le quedo muy agradecida, señor Cipriano, No hay de qué, Un cántaro nuevo es algo, Sí, pero es únicamente eso, algo, Entonces hasta mañana, allí le espero, y una vez más muchas gracias, Hasta mañana. Ahora bien, corriendo el pensamiento simultáneamente en todas las direcciones, como antes se dejó bien explicado, y avanzando al mismo tiempo con él los sentimientos, no deberá sorprendernos que la satisfacción de la viuda por recibir un cántaro nuevo sin necesidad de pagarlo haya sido la causa de que se moderara de un instante a otro el disgusto que la hizo salir de casa en tarde tan tristona para visitar la última morada del marido. Claro que, a pesar de que todavía estamos viéndola detenida a la entrada del cementerio, ciertamente regocijándose en su interior de ama de casa con el inesperado regalo, no dejará de ir a donde la convocaban el luto y el deber, pero tal vez, cuando llegue, no llore tanto cuanto había pensado. La tarde ya oscurece lentamente, comienzan a aparecer luces mortecinas dentro de las casas vecinas al cementerio,
  • 33. 33 pero el crepúsculo todavía ha de durar el tiempo necesario para que la mujer pueda rezar sin susto de los fuegos fatuos o de las almas en pena su padrenuestro y su avemaría, que en su paz se quede y en su paz descanse. Cuando Cipriano Algor dobló en la última manzana de la población y miró hacia el lugar donde se encuentra la alfarería, vio encenderse la luz exterior, un antiguo farol de caja metálica colgado sobre la puerta de la vivienda, y, aunque no pasase una sola noche sin que lo encendiese, sintió esta vez que el corazón se le reconfortaba y se le serenaba el ánimo, como si la casa estuviese diciéndole, Estoy esperándote. Casi impalpables, llevadas y traídas al sabor de las ondas invisibles que impelen el aire, unas minúsculas gotas le tocaron la cara, faltará mucho para que el molino de las nubes recomience a cerner su harina de agua, con toda esta humedad no sé cuándo vamos a conseguir que las piezas se sequen. Ya sea por influencia de la mansedumbre crepuscular o de la breve visita evocativa al cementerio, o incluso, lo que sería una compensación efectiva por su generosidad, al haberle dicho a la mujer de luto que le regalaría un cántaro nuevo, Cipriano Algor, en este momento, no piensa en decepciones de no ganar ni en miedos de llegar a perder. En una hora como ésta, cuando pisas la tierra mojada y tienes tan cerca de la cabeza la primera piel del cielo, no parece posible que te digan cosas tan absurdas como que te vuelvas atrás con la mitad del cargamento o que tu hija te va a dejar solo un día de éstos. El alfarero llegó al final del camino y respiró hondo. Recortado sobre la baza cortina de nubes grises, el moral aparecía tan negro como le obliga su propio nombre. La luz del farol no alcanza su copa, ni siquiera roza las hojas de las ramas más bajas, sólo una débil luminosidad va tapizando el suelo hasta casi tocar el grueso tronco del árbol. La vieja garita del perro está allí, vacía desde hace años, cuando su último habitante murió en brazos de Justa y ella le dijo al marido, No quiero nunca más un animal de éstos en mi casa. En la entrada oscura de la caseta se movió una cintilación y desapareció en seguida. Cipriano Algor quiso saber qué era aquello, se agachó para escrutar después de haber dado unos cuantos pasos adelante. La oscuridad dentro era total. Comprendió que estaba tapando con su cuerpo la luz del farol, y se desvió un poco hacia un lado. Eran dos las cintilaciones, dos ojos, un perro, O una jineta, pero lo más probable es que sea un perro, pensó el alfarero, y debía de estar en lo cierto, de la especie lupina ya no
  • 34. 34 queda memoria creíble por estos parajes, y los ojos de los gatos, sean ellos mansos o monteses, como cualquier persona tiene obligación de saber, son siempre ojos de gato, cuando mucho, y en el peor de los casos, podríamos confundirlos, en más pequeño, con los del tigre, pero está claro que un tigre adulto nunca podría meterse dentro de una caseta de este tamaño. Cipriano Algor no habló de gatos ni de tigres cuando entró en casa, tampoco pronunció palabra sobre su ida al cementerio, y, en cuanto al cántaro que le va a regalar a la mujer de luto, entiende que no es asunto para ser tratado en este momento, lo que le dijo a la hija fue sólo esto, Hay un perro ahí fuera, hizo una pausa, como si esperase respuesta, y añadió, Debajo del moral, en la caseta. Marta acababa de lavarse y cambiarse de ropa, estaba descansando un minuto, sentada, antes de comenzar a preparar la cena, por tanto no tenía la mejor de las disposiciones para preocuparse con los lugares por donde pasan o paran los perros huidos o abandonados en sus vagabundeos, Será mejor dejarlo, si no es animal al que le guste viajar de noche, mañana se irá, dijo, Tienes por ahí alguna cosa de comer que le pueda llevar, preguntó el padre, Unos restos del almuerzo, unos trozos de pan, agua no necesitará, ha caído mucha del cielo, Voy a llevárselo, Como quiera, padre, pero tenga en cuenta que nunca va a dejar la puerta, Supongo que sí, si yo estuviese en su lugar haría lo mismo. Marta echó las sobras de la comida en un plato viejo que tenía debajo del poyo, desmigó encima un trozo de pan duro y adobó todo con un poco de caldo, Aquí tiene, y vaya tomando nota de que esto es sólo el principio. Cipriano Algor tomó el plato y ya tenía un pie fuera de la cocina cuando la hija le preguntó, Se acuerda de que madre dijo cuando Constante murió que nunca más quería perros en casa, Me acuerdo, sí, pero apuesto a que si ella estuviese viva no sería tu padre quien estaría llevando este plato al tal perro que ella no quería, respondió Cipriano Algor, y salió sin haber oído el murmullo de la hija, Tal vez no le falte razón. La lluvia había vuelto a caer, era el mismo engañador calabobos, el mismo polvo de agua bailando y confundiendo las distancias, incluso la figura blanquecina del horno parecía decidida a irse hacia otros parajes, y la furgoneta, ésa, tenía más el aspecto de una carroza fantasma que de un vehículo moderno de motor de explosión, aunque no de modelo reciente, como ya sabemos. Debajo del moral, el agua resbalaba de las hojas en gotas gruesas y dispersas, ahora una, otra después, a voleo, como si las leyes de la
  • 35. 35 hidráulica y de la dinámica de los líquidos, todavía reinantes fuera del precario paraguas del árbol, no tuviesen aplicación allí. Cipriano Algor puso el plato de comida en el suelo, retrocedió tres pasos, pero el perro no salió del abrigo, Es imposible que no tengas hambre, dijo el alfarero, o tal vez seas uno de esos perros que se respetan, tal vez no quieras que yo vea el hambre que tienes. Esperó un minuto, después se retiró y entró en casa, pero no cerró completamente la puerta. Se veía mal por la rendija, pero incluso así consiguió distinguir un bulto negro que salía de la garita y se acercaba al plato, y también percibió que el perro, perro era, no lobo ni gato, miró primero a la casa y sólo después bajó la cabeza a la comida, como si pensase que estaba debiendo esa consideración a quien vino bajo la lluvia, desafiando la intemperie, a matarle el hambre. Cipriano Algor acabó de cerrar la puerta y se encaminó a la cocina, Está comiendo, dijo, Si tenía mucha hambre, ya habrá acabado, respondió Marta con una sonrisa, Es lo más seguro, sonrió también el padre, si los perros de hoy son como los de antes. La cena era simple, en poco tiempo estaba sobre la mesa. Fue al acabar cuando Marta dijo, Un día más sin noticias de Marcial, no comprendo por qué no telefonea, al menos una palabra, una simple palabra bastaría, nadie le pide un discurso, Quizá no haya podido hablar con el jefe, Entonces que nos diga eso mismo, Allí las cosas no son tan fáciles, lo sabes muy bien, dijo el alfarero, inesperadamente conciliador. La hija lo miró sorprendida, todavía más por el tono de voz que por el significado de las palabras, No es muy habitual que disculpe o justifique a Marcial, dijo, Yo lo aprecio, Lo apreciará, pero no lo toma en serio, A quien no consigo tomar en serio es al guarda en que se va convirtiendo el muchacho afable y simpático que conocía, Ahora es un hombre afable y simpático, y la profesión de guarda no es un modo de vida menos digno y honesto que cualquier otro que también lo sea, No como cualquier otro, Dónde está la diferencia, La diferencia está en que tu Marcial, como lo conocemos ahora, es todo él guarda, guarda de los pies a la cabeza, y sospecho que es guarda hasta en el corazón, Padre, por favor, no puede hablar así del marido de su hija, Tienes razón, perdona, hoy no debería ser día de censuras y recriminaciones, Hoy, por qué, He ido al cementerio, le he regalado un cántaro a una vecina y tenemos un perro ahí fuera, acontecimientos de gran importancia todos ellos, Qué es eso del cántaro, Se le quedó el asa en la mano y el cántaro se hizo añicos, Son cosas que suceden,
  • 36. 36 nada es eterno, Pero ella tuvo la decencia de reconocer que el cántaro era viejo, y por eso creí que debía ofrecerle uno nuevo, suponemos que el otro tenía un defecto de fabricación, o ni es necesario suponer, regalar es regalar, sobran explicaciones, Quién es la vecina, Es Isaura Estudiosa, esa que se quedó viuda hace unos meses, Es una mujer joven, No pretendo casarme otra vez, si es eso lo que estás pensando, Si lo he pensado, no me he dado cuenta, pero tal vez debiera haberlo hecho, era la forma de que no se quedara solo aquí, ya que se obstina en no venirse con nosotros a vivir al Centro, Repito que no pretendo casarme, y mucho menos con la primera mujer que aparezca, en cuanto a lo demás, te pido por favor que no me estropees la noche, No era ésa mi intención, perdone. Marta se levantó, recogió los platos y los cubiertos, dobló por las marcas el mantel y las servilletas, está muy equivocado quien crea que el menester de alfarero, incluso no siendo de obra fina, como en este caso, incluso ejercido en una población pequeña y sin gracia, como ya se ha adivinado que es ésta, es incompatible con la delicadeza y el gusto de maneras que distinguen a las clases elevadas actuales, ya olvidadas o desde el nacimiento ignorantes de la brutalidad de sus tatarabuelos y de la bestialidad de los tatarabuelos de ellos, estos Algores son personas que aprenden bien lo que les enseñan y capaces de usarlo después para aprender mejor, y Marta, siendo de la última generación, más favorecida por las ayudas del desarrollo, ya se ha beneficiado de la gran suerte de ir a estudiar a la ciudad, que alguna ventaja han de tener sobre las aldeas los grandes núcleos de población. Y si acabó siendo alfarera fue por fuerza de una consciente y manifiesta vocación de modeladora, aunque también influyera en su decisión el hecho de que no haya en la familia hermanos que continúen la tradición familiar, eso sin olvidar, tercera y soberana razón, el fuerte amor filial, que nunca le permitiría dejar a los padres al dios-dirá-y-después- veremos cuando lleguen a viejos. Cipriano Algor conectó la televisión, pero la apagó poco después, si en ese momento alguien le pidiese que relatara lo que había visto y oído entre los gestos de encender y apagar el aparato, no sabría qué responder, pero pura y simplemente se negaría a hacerlo si la pregunta fuese otra, En qué piensa que parece tan distraído. Diría que no señor, vaya idea, no estaba distraído, sólo para no tener que confesar el infantilismo de que se sentía preocupado por el perro, si estaría abrigado en la caseta, si, satisfecho el estómago y recuperadas las
  • 37. 37 energías, habría seguido viaje a la búsqueda de mejor comida o de un dueño que viviese en sitio menos expuesto a los vendavales y a las lluvias pertinaces. Me voy a mi cuarto, dijo Marta, se me va acumulando la costura, pero de hoy no pasa, Yo tampoco tardaré, dijo el padre, estoy cansado sin haber hecho nada, Amasó, pasó revista al horno, algo hizo, Sabes tan bien como yo que será necesario amasar otra vez aquel barro, y el horno no estaba necesitando trabajo de albañil, mucho menos cuidados de nodriza, Los días son todos iguales, las horas no, cuando los días llegan al final tienen siempre sus veinticuatro horas completas, incluso cuando ellas no tengan nada dentro, pero ése no es el caso ni de sus horas ni de sus días, Marta filósofa del tiempo, dijo el padre, y le dio un beso en la frente. La hija retribuyó el cariño y sonriendo dijo, No se olvide de ir a ver cómo está su perro, Por ahora es sólo un perro que pasaba por aquí y consideró que la caseta le venía bien para resguardarse de la lluvia, quizá esté enfermo o herido, tal vez tenga en el collar el número de teléfono de la persona a quien se debe llamar, quizá pertenezca a alguien de la aldea, puede que le pegaran y él huyó, si ha sido así mañana por la mañana ya no estará, sabes cómo son los perros, el dueño siempre es el dueño incluso cuando castiga, por lo tanto no te precipites diciendo que es mi perro, ni siquiera lo he visto, no sé si me gusta, Sabe que quiere que le guste, lo que ya es algo, Ahora me sales filósofa de los sentimientos, dice el padre, Suponiendo que se quedara con el perro, qué nombre le va a poner, preguntó Marta, Es demasiado pronto para pensar en eso, Si estuviera aquí mañana, debería ser ese nombre la primera palabra que oyese de su boca, No le llamaré Constante, fue el nombre de un perro que no volverá a su dueña y que no la encontraría si volviese, tal vez a éste le llame Perdido, el nombre le sienta bien, Hay otro que todavía le sentaría mejor, Cuál, Encontrado, Encontrado no es nombre de perro, Ni lo sería Perdido, Sí, me parece una buena idea, estaba perdido y ha sido encontrado, ése será el nombre, Hasta mañana, padre, duerma bien, Hasta mañana, no te quedes cosiendo hasta tarde, ten cuidado con los ojos. Después de que la hija se retirara, Cipriano Algor abrió la puerta que daba al exterior, y miró hacia el moral. La lluvia persistente seguía cayendo y no se percibía señal de vida dentro de la caseta. Estará todavía ahí, se preguntó el alfarero. Se dio a sí mismo una falsa razón para no ir a mirar, Es lo que faltaba, mojarme por culpa de un perro vagabundo, una vez
  • 38. 38 ha sido suficiente. Se recogió en su cuarto y se acostó, todavía estuvo leyendo durante media hora pero, por fin, se quedó dormido. A mitad de la noche despertó, encendió la luz, el reloj de la mesilla marcaba las cuatro y media. Se levantó, tomó una linterna de pilas que guardaba en un cajón y abrió la ventana. Había dejado de llover, se veían estrellas en el cielo oscuro. Cipriano Algor encendió la linterna y apuntó el foco hacia la caseta. La luz no era suficientemente fuerte para que se viera lo que estaba dentro, pero Cipriano Algor no necesitaba de tanto, dos cintilaciones le bastarían, dos ojos, y estaban allí.
  • 39. 39 Desde que lo mandaron a casa con la mitad de la carga, que, entre paréntesis se diga, todavía no ha sido retirada de la furgoneta, Cipriano Algor ha pasado, de un momento a otro, a desmerecer la reputación de operario madrugador ganada a lo largo de una vida de mucho trabajo y pocas vacaciones. Se levanta con el sol ya fuera, se lava y se afeita con más lentitud de la necesaria para una cara rasurada y un cuerpo habituado a la limpieza, desayuna poco pero pausado y finalmente, sin añadidura visible al escaso ánimo con que sale de la cama, va a trabajar. Hoy, sin embargo, después del resto de la noche soñando con un tigre que venía a comer en su mano, dejó las mantas cuando el sol apenas comenzaba a pintar el cielo. No abrió la ventana, solamente un poco el postigo para ver cómo estaba el tiempo, fue eso lo que pensó, o quiso pensar que pensaba, aunque no tenía hábito de hacerlo, este hombre ya ha vivido más que suficiente para saber que el tiempo siempre está, con sol, como hoy promete, con lluvia, como ayer cumplió, en realidad cuando abrimos una ventana y levantamos la nariz hacia los espacios superiores es sólo para comprobar si el tiempo que hace es aquel que deseábamos. Al escudriñar el exterior, lo que Cipriano Algor quería, sin más preámbulos suyos o ajenos, era saber si el perro todavía estaba a la espera de que le fuesen a dar otro nombre, o si, cansado de la expectativa frustrada, había partido en busca de un amo más diligente. De él apenas se veían el hocico que descansaba sobre las patas delanteras cruzadas y las orejas gachas, pero no había motivo para recelar de que el resto del cuerpo no continuase dentro de la garita. Es negro, dijo Cipriano Algor. Ya cuando le llevó la comida le había parecido que el animal tenía ese color, o, como afirman algunos, esa ausencia de tal, pero era de noche, y si de noche hasta los gatos blancos son pardos, lo mismo, o en más tenebroso, se podría decir de un perro visto por primera vez debajo de un moral cuando una lluvia persistente y nocturna
  • 40. 40 disolvía la línea de separación entre los seres y las cosas, aproximándolos, a ellos, a las cosas en que, más tarde o más pronto, se han de transformar. El perro no es realmente negro, casi llegó a serlo en el hocico y en las orejas, pero el resto apunta hacia un color grisáceo generalizado, con mechas que van desde tonos oscuros hasta llegar al negro retinto. A un alfarero de sesenta y cuatro años, con los problemas de visión que la edad siempre ocasiona, y que dejó de usar gafas por culpa del calor del horno, no se le puede censurar que haya dicho, Es negro, dado que antes era de noche y llovía, y ahora la distancia vuelve nebuloso el crepúsculo de la mañana. Cuando Cipriano Algor se aproximó finalmente al perro vio que nunca más podrá repetir Es negro, pero también pecaría gravemente contra la verdad si afirmara Es gris, mucho más cuando descubra que una estrecha mancha blanca, como una delicada corbata, baja por el pecho del animal hasta el comienzo del vientre. La voz de Marta sonó al otro lado de la puerta, Padre, despierte, tiene al perro esperando, Estoy despierto, ya voy, respondió Cipriano Algor, pero inmediatamente se arrepintió de que le hubieran salido las dos últimas palabras, era pueril, era casi ridículo, un hombre de su edad alborozándose como un niño a quien le han traído el juguete soñado, cuando todos sabemos que en lugares como éstos un perro es tanto más estimado cuanto más cabalmente demuestre su utilidad práctica, virtud que los juguetes no necesitan, y en lo que a los sueños se refiere, si de cumplirlos se trata, no sería bastante un perro para quien acaba de pasar la noche soñando con un tigre. Pese a que luego se lo reprochará, Cipriano Algor esta vez no va a perder tiempo con arreglos y aseos, se vistió rápidamente y salió del cuarto. Marta le preguntó, Quiere que le prepare alguna cosa para que coma, Después, ahora la comida le distraería, Vaya, vaya a domar a la fiera, No es ninguna fiera, pobre animal, lo he estado observando desde la ventana, Yo también lo he visto, Qué te ha parecido, No creo que sea de nadie de por aquí, Hay perros que nunca salen de los patios, viven y mueren allí, salvo en los casos en que los llevan al campo para ahorcarlos en la rama de un árbol o para rematarlos con una carga de plomo en la cabeza, Oír eso no es una buena manera de comenzar el día, Realmente no lo es, así que vamos a iniciarlo de una forma menos humana, pero más compasiva, dijo Cipriano Algor saliendo a la explanada. La hija no lo siguió, se quedó entre las puertas, mirando, La fiesta es suya, pensó. El alfarero se adelantó
  • 41. 41 algunos pasos y con voz clara, firme, aunque sin gritar, pronunció el nombre escogido, Encontrado. El perro ya había levantado la cabeza al verlo, y ahora, escuchado finalmente el nombre por el que esperaba, salió de la caseta de cuerpo entero, ni perro grande ni perro pequeño, un animal joven, esbelto, de pelo crespo, realmente gris, realmente tirando a negro, con la estrecha mancha blanca que le divide el pecho y que parece una corbata. Encontrado, repitió el alfarero, avanzando dos pasos más, Encontrado, ven aquí. El perro se quedó donde estaba, mantenía la cabeza alta y meneaba despacio la cola, pero no se movió. Entonces el alfarero se agachó para nivelar sus ojos a la altura de los ojos del animal y volvió a decir, esta vez en un tono conminatorio, intenso como si fuese la expresión de una necesidad personal suya, Encontrado. El perro adelantó un paso, otro paso, otro aún, sin detenerse nunca hasta llegar a colocarse al alcance del brazo de quien lo llamaba. Cipriano Algor extendió la mano derecha, casi tocándole la nariz, y esperó. El perro olisqueó varias veces, después alargó el cuello, y su nariz fría rozó las puntas de los dedos que lo solicitaban. La mano del alfarero avanzó lentamente hasta la oreja más cercana y la acarició. El perro dio el paso que faltaba, Encontrado, Encontrado, dijo Cipriano Algor, no sé qué nombre tenías antes, a partir de ahora tu nombre es Encontrado. En ese momento reparó en que el animal no llevaba collar y en que el pelo no era sólo gris, estaba sucio de barro y de detritos vegetales, sobre todo las piernas y el vientre, señal más que probable de ásperas travesías por cultivos y descampados, no de haber viajado cómodamente por carretera. Marta se acercaba, traía un plato con un poco de comida para el perro, nada exageradamente sustancial, apenas para confirmar el encuentro y celebrar el bautismo, Dáselo tú, dijo el padre, pero ella respondió, Déselo usted, habrá muchas ocasiones para que yo lo alimente. Cipriano Algor puso el plato en el suelo, después se levantó con dificultad, Ay mis rodillas, cuánto daría por volver a tener aunque fuesen las del año pasado, Tanta diferencia hay, A esta altura de la vida hasta un día se nota, nos salva que a veces parece que es para mejor. El perro Encontrado, ahora que ya tiene un nombre no deberíamos usar otro para él, ya sea el de perro, que por la fuerza de la costumbre todavía se antepuso, ya sea el de animal o bicho, que sirven para todo cuanto no forme parte de los reinos mineral y vegetal, aunque alguna que otra vez no nos será posible escapar a esas variantes, para evitar repeticiones
  • 42. 42 aborrecidas, que es la única razón por la que en lugar de Cipriano Algor hemos ido escribiendo alfarero, hombre, viejo y padre de Marta. Ahora bien, como íbamos diciendo, el perro Encontrado, después de que con dos lametones rápidos hiciera desaparecer la comida del plato, clara demostración de que todavía no consideraba cabalmente satisfecha el hambre de ayer, levantó la cabeza como quien aguarda nueva porción de pitanza, por lo menos fue así como interpretó Marta el gesto, por eso le dijo, Ten paciencia, el almuerzo viene después, mientras tanto entretén el estómago con lo que tienes, fue un juicio precipitado, como tantas veces sucede en los cerebros humanos, a pesar del apetito remanente, que nunca negaría, no era la comida lo que preocupaba a Encontrado en ese momento, lo que él pretendía era que le diesen una señal de lo que debería hacer a continuación. Tenía sed, que obviamente podría saciar en cualquiera de las muchas pozas de agua que la lluvia había dejado alrededor de la casa, pero le retenía algo que, si estuviésemos hablando de sentimientos de personas, no dudaríamos en llamar escrúpulo o delicadeza de maneras. Si le habían puesto el alimento en un plato, si no quisieron que lo tomase groseramente del barro del suelo, era porque el agua también debería ser bebida en un recipiente apropiado. Tendrá sed, dijo Marta, los perros necesitan mucha agua, Tiene ahí esas pozas, respondió el padre, no bebe porque no quiere, Si vamos a quedarnos con él, no es para que ande bebiendo agua de los charcos como si no tuviese asiento ni casa, obligaciones son obligaciones. Mientras Cipriano Algor se dedicaba a pronunciar frases sueltas, casi sin sentido, cuyo único objetivo era ir habituando al perro al sonido de su voz, pero en las que aposta, con la insistencia de un estribillo, la palabra Encontrado se iba repitiendo, Marta trajo un cuenco grande de barro lleno de agua limpia, que puso al lado de la caseta. Desafiando escepticismos, sobradamente justificados después de millares de relatos leídos y oídos sobre las vidas ejemplares de los perros y sus milagros, tendremos que decir que Encontrado volvió a sorprender a los nuevos dueños quedándose donde estaba, frente a frente con Cipriano Algor, a la espera, según todas las apariencias, de que él llegase al final de lo que tenía que decirle. Sólo cuando el alfarero se calló y le hizo un gesto como de despedida, el perro se dio la vuelta y fue a beber. Nunca he visto un perro que se comporte de esta manera, observó Marta, Lo malo, después de esto, respondió el padre, será que alguien nos diga que
  • 43. 43 el perro le pertenece, No creo que tal cosa suceda, incluso juraría que Encontrado no es de por aquí, perros de rebaño y perros de guarda no hacen lo que éste ha hecho, Después de desayunar voy a dar una vuelta para preguntar, Aproveche para llevarle el cántaro a la vecina Isaura, dijo Marta, sin tomarse la molestia de disimular la sonrisa, Ya había pensado en eso, como decía mi abuelo, no dejes para la tarde lo que puedas hacer por la mañana, respondió Cipriano Algor mientras miraba a otro lado. Encontrado acabó de beber su agua, y como ninguno de aquellos dos parecía querer prestarle atención, se tumbó en la entrada de la caseta donde el suelo estaba menos mojado. Tras el desayuno, Cipriano Algor escogió un cántaro del almacén de obra acabada, lo colocó cuidadosamente en la furgoneta, ajustándolo, para que no rodase, entre las cajas de platos, después entró, se sentó y puso en marcha el motor. Encontrado levantó la cabeza, era manifiesto que no ignoraba que a un ruido de éstos siempre le sucede un alejamiento, seguido luego de una desaparición, pero sus anteriores experiencias de vida debieron de recordarle que existe una manera capaz de impedir, al menos algunas veces, que tales calamidades ocurran. Se irguió sobre las altas patas, moviendo la cola con fuerza, como si agitase una verdasca, y, por primera vez desde que vino aquí pidiendo asilo, Encontrado ladró. Cipriano Algor condujo despacio la furgoneta en dirección al moral y paró a poca distancia de la caseta. Creía haber comprendido lo que Encontrado esperaba. Abrió y mantuvo abierta la puerta del otro lado, y antes de tener tiempo para invitarlo a dar un paseo, el perro ya estaba dentro. No había pensado llevárselo, la intención de Cipriano Algor era ir de vecino en vecino preguntando si conocían un perro así y así, con este pelo y esta figura, con esta corbata y estas virtudes morales, y mientras estuviese describiéndoles las diversas características rogaría a todos los santos del cielo y a todos los demonios de la tierra que, por favor, por las buenas o las malas, obligasen al interrogado a responder que nunca en su vida semejante bicho le perteneciera o de él tuviera la menor noticia. Con Encontrado visible dentro de la furgoneta se evitaba la monotonía de la descripción y ahorraba repeticiones, tendría bastante con preguntar, Este perro es suyo, o tuyo, según el grado de intimidad con el interlocutor, y oír la respuesta, No, Sí, en el primer caso pasar sin más demoras al siguiente para no dar lugar a enmiendas, en el segundo caso observar