1. Dossier
28 • Letras, Nº4 2012
Textos: Claudine Foos
Imágenes: Library of Congress
*Conferencia pronunciada el espacio de Conferencias Introductorias al Psicoanálisis
del NUCEP-Madrid el 10-10-2011.
En su seminario sobre Las formaciones del inconsciente,
J. Lacan aborda el concepto de marca como un signo. La
circuncisión aparece así como signo de lo que sostiene
esa relación castradora que podemos ejemplificar con
las encarnaciones religiosas. Es una particular forma
de marca, de tatuaje.
J. Lacan en La agresividad en psicoanálisis vuelve
sobre esta cuestión. En relación a la imago del cuerpo
fragmentado, dice: “Hay una relación específica del
hombre con su propio cuerpo que se manifiesta igual-
mente en la generalidad de una serie de prácticas socia-
les- desde los ritos del tatuaje, de la incisión, de la cir-
cuncisión, en las sociedades primitivas, hasta en lo que
podría llamarse lo arbitrario de la moda, en cuanto que
desmiente en las sociedades avanzadas ese respeto de las
formas naturales del cuerpo humano cuya idea es tardía
en la cultura”. Esta cita viene a recordarnos que el ser
humano siempre ha recurrido al artificio para hacerse
con su cuerpo, para portarlo por el mundo. Y allí pode-
mos ubicar también la tendencia moderna a los tatuajes
y los piercing.
Tatuaje y diferenciación
El tatuaje desde su marca propone una mirada distinta,
busca configurar una nueva identidad, construye un
personaje, por ejemplo “el hombre del tatuaje”, “el gue-
rrero” o “la extraña”, es decir, que promueve un nuevo
nombre, una marca que vela la primera identidad del
sujeto o que la completa de manera imaginaria. Y en ese
punto, funciona como si arrancara su poder al imagi-
nario ojo omnividente. Podríamos decir que se produce
un cambio: del cuerpo social marcado, al cuerpo indivi-
dual tatuado. Una producción de otro cuerpo simbólico
o imaginario, adoptando una apariencia: se vela la nada
que se es como sujeto inmerso en un cuerpo, con un
signo escrito en él.
El tatuaje es entonces, en una de sus vertientes, un
intento de diferenciación por la vía del signo, la marca.
Su incidencia, esta especie de “contagio” en la época, se
puede explicar justamente por lo que la caracteriza: la
indiferenciación, el “para todos”, o el “todos lo mismo”.
En nuestra sociedad actual, su proliferación en deter-
minados grupos sociales suscita una serie de efectos e
interrogantes: ¿por qué razón esa joven tan bella lleva el
hombro y parte de su brazo tatuado? Y ese muchacho, al
que no podemos dejar de mirar en el metro, no dejó casi
trozo de sus pantorrillas, incluso manos, sin nombres y
signos. ¿Qué sucede, qué nos quieren dar a ver de esta
manera?
Podemos deducir que para algunos sujetos adolescen-
tes, tatuarse hará de ese cuerpo desconocido que reciben,
una piel ilustrada como la de su prójimo. Así, el tatuaje
sería una marca de lo imposible de significar. Lo que
no se pudo inscribir en lo simbólico; lo que no se puede
Lo que el tatuaje escribe
en el cuerpo. El tatuaje
como signo*
2. Dossier
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poner en palabras, lo que no se puede elaborar desde el
discurso, se pone en el cuerpo.
Los tatuajes son fundamentalmente marcas simbó-
licas; pero marcas que no se hacen sobre una hoja en
blanco sino sobre un cuerpo afectado previamente por la
erogeneidad. Y es justamente eso lo que le da a cada uno
más allá de su diseño, un carácter de excepción, porque
los tatuajes se inscriben en un cuerpo que tendrá sus
grabados, su historia, que también será única. Lacan
dijo “el animal no tiene cuerpo”, el animal es un orga-
nismo. ¿Qué es lo que nos permite decir “yo tengo un
cuerpo”?, pues no decimos “yo soy un cuerpo”. ¿Qué nos
hace tomar nuestro cuerpo como un atributo en lugar
de tomarlo como nuestro “ser” mismo? Hay una disyun-
ción irreductible entre el sujeto de la palabra y el cuerpo.
El hecho de que como sujetos podemos prescindir de
él, que como sujetos del significante estamos separados
del cuerpo. Porque el sujeto es alguien del cual se habla
antes de que pueda incluso hablar, el sujeto está efecti-
vamente en la palabra antes de nacer, como así también
su nombre perdura luego de la muerte.
Tatuaje y goce
El tatuaje, en tanto implica al cuerpo y la piel, comporta
un goce. Goce que traspasa la frontera de lo subjetivo y
por esta vía se da a ver desde la puesta en escena parti-
cular de la inscripción en el cuerpo. Sin olvidar que esta
cultura del tatuarse es indisoluble del dolor.
El último libro publicado de Junichiro Tanizaki,
autor japonés muy conocido por su obra El elogio de la
sombra, cuyo título es justamente Tatuaje, es muy ilus-
trativo de esto último. Es un relato muy breve, bella-
mente ilustrado, hecho desde la mirada del tatuador. En
él, el goce en juego respecto del infligir dolor está pre-
sente sin rodeos. “En el fondo de su corazón – nos dice
en referencia al personaje central, famoso y solicitado
tatuador- ocultaba un inconfesable placer y un secreto
deseo. Cuando introducía las agujas en la piel hinchada
y enrojecida por la sangre, la mayoría de los hombres
gemían de dolor, y cuanto más gritaban, más profundo
e inexplicable era el extraño deleite de Seikichi”.
Lo interesante es que este goce cede frente al amor:
en efecto, cuando encuentra a la mujer a la que bus-
caba afanosamente, por la belleza que entrevió en sus
pies –“unos pies descalzos y exquisitamente blancos, que,
para su mirada eran auténticas joyas carnales”- Seike-
chi pasa toda la noche tatuándola, pero esta vez, recurre
al cloroformo: “Ya no le resultaba fácil introducir una
gota más de colorante, cada vez que pinchaba con la
aguja la suave piel de la muchacha, no podía evitar
un profundo suspiro, porque sentía ese pinchazo en su
propio corazón”.
Lo que se da a ver en el tatuaje
Cuanto más tatuado está el cuerpo, más puede inferir la
mirada del otro el componente del dolor. El tatuaje hoy
en día no se instrumenta la mayoría de las veces como un
elemento de belleza, es casi imposible mirar un cuerpo
tatuado y remitirse a ella. Más bien, lo que se da a ver, es
algo del orden de lo extraño que afecta, que promueve el
impacto, la interrogación o la repulsa. En los nombres
propios tatuados, pareciera jugarse un componente del
amor entendiendo éste como marca en el tiempo, impe-
recedera (“marco mi cuerpo con tu nombre, lo incorporo
así a la duración de mi vida, lo hago parte de mi cuerpo”).
Sucede otro tanto con los duelos en un intento de retener
en el cuerpo, como marca, algo de aquél que desapareció
(“tu nombre vivo mientras mi cuerpo lo esté, tu nombre
hecho carne en mi cuerpo, parte mía viviente”). Podemos
pensar el tatuaje, en este contexto, como la huella de una
ausencia. La huella del objeto que se fue. Esa marca en
la piel pretende dar a ver el signo de ese objeto, siendo
así también signo de esa ausencia.
En ocasiones el empuje parece irrefrenable así, hay
sujetos que van tatuándose cada vez un trozo más de
piel. Hay cuerpos literalmente “recortados” por el tatuaje,
donde la piel sin ese signo, queda reducida al exponente
mínimo de aquello que existía antes de que el sujeto deci-
diera comenzar. Es un uso de los cuerpos, la piel, como
verdaderos lienzos, biografías vivas y puntuales a cielo
abierto, imanes para la mirada como un reclamo más
del imaginario colectivo.
Tatuaje como inscripción de la pertenencia
El tatuaje es un trazo donde un sujeto cuenta como “un
Uno”, es la marca del instante petrificado de habérselo
hecho. Uno en tanto referido al trazo de lo idéntico que
representa lo no idéntico, ya que en la repetición de una
marca cada una difiere de la otra. Que el sujeto de la
prehistoria por ejemplo, haga su marca, una muesca en
la caverna cuando ha matado un animal, le permitirá
no confundirse cuando haya matado más. No tendrá
que acordarse cuál es cuál. Los contará a partir de ese
“rasgo unario”. El modelo de esto es la marca del ganado
en tanto inscribe la pertenencia.
Las marcas sobre el cuerpo inscriben así una doble
connotación: por una parte la pertenencia a un conjunto
y por la otra una cualidad erótica. J. Lacan dice en rela-
ción al tatuaje, que lo identifica a uno y que, al menos en
ciertas sociedades, lo convierte en objeto erótico. Sería
necesario reflexionar efectivamente sobre el hecho de
inscribir una huella sobre el cuerpo para transformarlo
en un objeto erótico, y sobre la cuestión de las cicatrices
y su distribución entre los sexos.
El mundo contemporáneo
Podemos pensar también el tatuaje como esa incisión
en el cuerpo que permite “esconderse” de ese mundo del
espectáculo, y a la vez participar del mismo en tanto
“omnivoyeur”, como Lacan lo designa. En el Semina-
rio 11 sostiene: “El mundo es omnivoyeur, pero no es
exhibicionista –no provoca nuestra mirada–. Cuando
empieza a provocarla, entonces empieza también la
sensación de extrañeza”. Pero el mundo hoy, no sólo
es omnivoyeur sino también exhibicionista. La sensa-
ción de extrañeza a la que se refiere Lacan está presente
de manera clara en relación a este tema. En efecto, en
esta época donde los velos han caído, un hombro, un
pecho, un pene ya no son más que fragmentos de la
anatomía, “La desnudez es percibida no como pureza
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sino como “falta”, es decir “puesta al desnudo”. A partir
de ahí el atributo de la belleza no es la desnudez, sino,
al contrario, el vínculo entre el objeto y su envoltura”.
Como intuyó W.Benjamin, “bello es ese objeto al que le
es esencial el velo”, en palabras de Agamben.
Tatuaje como mancha
El tatuaje viene al lugar de la envoltura, ¿por qué no
entenderla como una mancha que descubre ese hombro
en otra vertiente? pues ésta atrae la mirada sobre un
recorte del cuerpo. Mancha en tanto marca particular
de cada sujeto para nombrar la falta.
Pensemos por ejemplo en el lunar: nuestras abuelas
sabían bien de su valor erótico, su valor de imán de la
mirada, y lo consideraban una marca de belleza, muchas,
hasta se los pintaban. En una vuelta inesperada Lacan
invierte el sentido común, para decir que es el lunar el
que nos mira y porque mira atrae tan paradójicamente.
Como el blanco del ojo de un ciego, un tanto inquietante.
Esta es también la función del tatuaje.
Los piercing: otra manera de agujerear el cuerpo
Los piercing no se diferencian del tatuaje más que en
el hecho de que en la incisión, en ese agujerear la piel,
se coloca un objeto en lugar de la tinta. Los lugares
del cuerpo elegidos para ello muestran sin ambages su
relación con la sexualidad, con el carácter específico del
objeto insertado allí como incitador de la mirada.
No sólo son los labios, cejas o la lengua, también
puede haber piercings en los labios mayores de la vulva,
los pezones, el prepucio, y hasta en el clítoris. El com-
ponente del dolor, de la sorpresa a la hora del encuentro
sexual, parece indicar la tendencia a un goce en el dolor,
una condición que el sujeto moderno muestra a su par-
tenaire en el silencio de su cuerpo marcado. El piercing
evoca algo del fetichismo, como el tatuaje, ambos falici-
zan el cuerpo, es decir, lo tornan deseable.
En el piercing hay algo bastante diferente a lo que
las tribus primitivas, e incluso contemporáneas de
algunas zonas del Amazonas, nos relatan en los estu-
dios y documentales al uso. Aquí no hay iniciación.
Tampoco parece haber nada del orden del talismán o
condición de virilidad o belleza. No se trata de una
marca de pertenencia a una etnia. Aunque los suje-
tos con piercing responden más al “ellos y su propio
cuerpo”, el fenómeno podría tener algo en común con el
concepto de “tribu”, en tanto “tribus urbanas”, no nece-
sariamente formando grupo sino desde un concepto de
“estar a la moda”.
El tatuaje en la historia
Tatuar el cuerpo es una costumbre que se remonta a la
antigüedad. Se han encontrado incluso momias con esta
característica. En algunas culturas -la oriental, por ejem-
plo- estaba relacionado con el realce de la belleza, como
la pintura, o el maquillaje. Respecto de esto último, es
una constante para las mujeres, quienes siempre se han
maquillado. Pero, hay que hacer la salvedad de que si
bien el efecto de la mascarada va en el sentido de velar y
al unísono realzar o marcar, ésta práctica es evanescente,
es una marca que se borra, como la henna, o los lunares
en la frente de las hinduistas.
En occidente, en otras épocas, los tatuajes estaban
restringidos a un sector social determinado, y sólo se
tatuaban los hombres. Así, los obreros, los marineros y
algunos oficios en particular, lucían, junto a una muscu-
latura prominente, el tatuaje como una especie de “marca
o signo” de la virilidad.
Hoy en día, esta cultura del tatuaje se ha ido exten-
diendo, y hay en ella algo de la moda, pero desde la ver-
tiente de escandalizar al otro, o suscitar su mirada no
por la atracción de lo bello, sino de lo extraño y hasta en
la provocación de cierto rechazo. Es algo similar a lo que
aconteció con los románticos en Francia, que adoptaron
una indumentaria que implicaba diferenciarse de los
burgueses, su desprecio sin más. De ahí la expresión
“épater le bourgeois”, que aparece en Francia a mediados
del siglo XIX dentro de la atmósfera romántica, y que
sirve de lema a una de las actitudes más características
del arte moderno: el desprecio hacia la clase social que,
en torno a 1830, comenzó a imponer su predominio.
El tatuaje contemporáneo y su estética, tienen rela-
ción con un fenómeno que lo antecede y donde la cul-
tura oriental ocupa un espacio importante. En efecto,
el Manga, la historieta y los personajes japoneses con
esas características tuvieron todo su peso, aunque hoy
en día han decaído. Fue ésta una moda extendida sobre
todo del lado femenino: jóvenes aniñadas, con faldas
muy cortas y aspecto de muñecas, acentuado por el
maquillaje y el pelo con coletas y lazos. Infinidad de
dibujos reproducen hoy en día en los tatuajes, letras
chinas o ideogramas japoneses. Lo oriental, Japón en
particular, funciona como esa otra cultura, extraña a
occidente y por ello atractiva en todas sus vertientes
desconocidas. Es “lo diferente”, otro código, otra con-
cepción de la belleza, otra filosofía de vida, otra religión,
etc. Pensemos el auge que tiene desde hace unos años
Officer spanking man under letter D, Libary of Congress
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a esta parte la comida japonesa, cierta estética de lo
“Zen”, el budismo, en fin, múltiples cuestiones que hacen
a esa cultura.
Tatuaje y contemporaneidad
Entonces, ¿el tatuaje responde a una moda? De hecho,
desde esta lectura, así lo parece. La paradoja es que si
algo caracteriza a esta última, es el cambio, la rotación
o la invención de nuevos modelos. En este sentido, el
tatuaje es inamovible, permanente. Luego, desde allí
podemos inferir que el tatuarse estaría del lado de ins-
taurar algo inalterable o estable en un mundo de cambios
continuos. Es este un tiempo donde se intenta reducir
al sujeto a las lecturas homogeneizantes de las evalua-
ciones, las TCC, los cálculos sin diagnosis de escucha,
unido a una concepción de la mercancía y los objetos
como panacea. Por otro lado, la ciencia, se ha convertido
en “la nueva religión” de la época (G.Pommier). Y en este
declive, los ideales ceden el paso a una concepción del
mundo y de la vida donde el sujeto es empujado a impri-
mirle sentido por la vía de los objetos, el consumo. Éste,
desde la publicidad y su mensaje, se “vende” como la vía
regia para alcanzar esa felicidad que parece estar a mano
de cualquiera que acceda a tal vehículo o determinado
modelo de móvil. Y así, sucesivamente. Es un modelo
siniestro donde el sujeto, como tal no cuenta, más que
en su faceta de consumidor en potencia. Esta realidad,
instaura una cadena donde el tatuarse, transforma al
sujeto en un artículo más que, literalmente, pone su piel
y su cuerpo en circulación.
En efecto, el mundo contemporáneo se caracteriza
por mutar continuamente, y genera de esta manera nue-
vas situaciones en el ámbito familiar, en los vínculos, nue-
vos modelos y también nuevas profesiones. Así, el tatuaje
ha dado lugar a los tatuadores, y a toda una industria que
gira alrededor de ese nuevo oficio (hay tatuadores que
son considerados artistas y que viajan por el mundo soli-
citados por doquier). Sucede algo similar con los piercings,
que no sólo implica a quien los aplica sino también a los
que pasaron a fabricar y vender todo tipo de artilugios
de diferentes materiales, algunos muy valiosos, para esta
nueva “industria”.
Dicho esto, se ve como ese signo que constituiría una
marca única y distintiva pasa a ser la marca de un artí-
culo más de consumo.
El trazo y la letra
Ahora bien, en el tatuaje hay algo del orden del trazo y la
letra, es muy interesante pensarlo también en esa direc-
ción ya que para el psicoanálisis esto tiene todo su lugar.
Lacan, en los últimos años de su vida, estaba muy intere-
sado en el tema de la caligrafía oriental y su relación con
el texto, concretamente, la poesía. Ésta atraviesa toda
la obra lacaniana, pero en la época a la cual me refiero,
Lacan fue más allá y desde su incansable movimiento no
dejó de lado tampoco el Tao, ni las cuestiones que en la
filosofía oriental pudieran apasionarlo.
Para los chinos y también los japoneses, la caligrafía
no es independiente del texto. Si un texto es bello, debe
estar bellamente escrito, de lo contrario, pierde su valor.
El trazo, es del orden de lo pictórico, es un hecho estético
tributario de ese campo que pone en juego la letra, ya que
allí se apoya la creación. En la escritura japonesa la cali-
grafía produce una fusión entre la música de las palabras
y el goce del lenguaje. La calidad del calígrafo se mide en
el trazo. Recordé así una película relacionada con el tema
que nos ocupa. En el film el acento está puesto en la letra,
la caligrafía y el goce del pincel en la piel, se puede apre-
ciar el lugar de litoral de la letra en tanto contorno que se
pierde, se desdibuja y al unísono, delimita. Litoral como
borde, límite de la imagen. Pues no es por el sentido de la
imagen que la escritura toma su fuerza sino por la pura
imagen en su despliegue y en su quebradura. Cuando
la protagonista, con el cuerpo bellamente escrito, deja
que el agua arrastre la tinta mientras la cámara muestra
la disolución de la letra escurriéndose por el sumidero,
parece deslizarse algo alrededor de la letra como dese-
cho: de “letter” a “litter”, de letra a desecho. La película
-The Pillow Book- inspirada en el libro que lleva ese título,
fue escrito por una mujer al final del primer milenio de
nuestra era, Sei Shônagon, que sirvió en la corte como
ayudante de la Emperatriz. El título del libro y la pelí-
cula hacen referencia a esa especie de caja que usan los
japoneses como almohada. Allí dentro se guardaban los
secretos y los diarios íntimos. Este libro, es uno de ellos.
La película gira alrededor de la vida amorosa de una
mujer marcada desde niña -no ya por el tatuaje- sino por
la escritura. Su padre, calígrafo, le escribía en la cara y
parte de la espalda algunas frases que repetía en voz alta,
cada cumpleaños. Esa niña, al hacerse mujer, buscará
incansablemente un hombre que le escriba el cuerpo.
Al encontrarlo, es ella misma quien pasa a escribir en
el cuerpo del otro. El goce y lo efímero se muestran en
la película desde la belleza y el enigma que comporta.
La condición de goce que el padre imprime con su acto,
unido a la lectura del libro de Shônagon que su madre le
lee cada noche –“cuando tengas 28 años este libro tendrá
ya mil” dirá la misma- inclinan a la niña a un inseparable
duelo entre su deseo de ser escrita y el de escribir en el
cuerpo del otro. Y todo ello, literalmente.
La película abre una puerta diferente mostrando
-desde la mirada del director del film- lo que el tatuaje
fue en otra cultura donde la belleza del trazo era equi-
parable al erotismo y el texto era indisoluble de la forma
como tal. En efecto, la carne tal como se muestra en el
tatuaje contemporáneo, no deja lugar a la metáfora, es
marca que da a ver -al tiempo que envuelve- el cuerpo en
su vertiente más Real.
LA AUTORA
Claudine Foos. A.P. Psicoanalista en Madrid. Miembro de la ELP y
la AMP. Email: cfoos@arrakis.es