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EL MITO COMO RELATO SIMBÓLICO
Prof. José Manuel Losada Goya
Universidad Complutense (Madrid)
jlosada@ucm.es
@jmlosadagoya
https://www.facebook.com/josemanuel.losadagoya
http://josemanuellosada.es
El título de este artículo asocia tres conceptos generalmente poco precisados. Nuestro
propósito es salir de esta indefinición con vistas a integrar los componentes simbólicos del mito
en un texto narrativo.
1. MITO Y RELATO
Vaya por delante nuestra definición de mito: relato oral, simbólico, dinámico y
aparentemente sencillo de un acontecimiento extraordinario con referente trascendente, personal
y material, que evidencia una clasificación social, carece en principio de testimonio histórico, se
compone de una serie de elementos constantes o invariantes semánticas culturales reducibles a
temas y presenta un carácter conflictivo (supone una prueba interior o exterior), funcional
(transmite valores y creencias comunes, provee de esquemas fácticos, ritos y acciones)
eufemístico y etiológico (expresa de algún modo una cosmogonía o una escatología, particular o
universal).
Sin ánimo de conceder a la etimología mayor atención que la necesaria, preciso es
recordar que µῦθος (mythos) vale tanto como palabra, discurso, razón, dicho, comunicación,
mensaje, es decir: relato. Parece ser que mythos proviene de la raíz my-, onomatopeya que
indicaría tanto la imitación o la emisión de sonidos como el acto de no emitirlos (de donde
procedería “mudo”, “mutismo”). De ahí el oxímoron: palabra silenciada.
Ahora bien, históricamente el mito nace y se desarrolla como relato: todo mito cuenta
algo.
1.1. Mito y narración
El mito es relato en el sentido de que presenta una estructura narrativa autónoma.
1. “Estructura”, porque sus elementos constitutivos aseguran su cohesión de tal manera
que si uno de ellos viene a faltar el conjunto queda sensiblemente modificado, se descompone o
se convierte en otro mito.
2. “Estructura narrativa”, porque no existe mito sin choque de fuerzas dramatúrgicas
(Souriau), ni tiempo. En todo mito un ser vivo (personal o personificado) actúa en una sucesión
temporal ordenada en narración. Aquí narración se ha de entender como acto de narrar. Lo que
no implica que el mito consista en el acto de narrar sino que en todo mito existe un enunciado
narrativo o historia.
3. “Estructura narrativa autónoma”, porque no depende de otras estructuras anteriores o
posteriores: el mito puede irrumpir desgajado del resto del discurso ― por ejemplo, en un
segundo nivel diegético: en la Odisea, el episodio de las Sirenas ―.
Hay, como dirían los formalistas, una faceta de inmanencia en la estructura del mito, es
decir, al margen de toda referencia a lo que no sea él. Inmanencia estructural que no puede
contraponerse a la trascendencia ontológica inherente al mito.
No sin paradoja, también hay un aspecto de movilidad en la estructura del mito. El relato
mítico no está momificado: es un tema con múltiples diferencias.
Un ejemplo, entre tantos, es el mito del laberinto de Creta. El relato cuenta la historia de
la maraña inextricable construida por Dédalo bajo las órdenes del rey Minos para encerrar al
Minotauro. Solo Teseo, tras matar al monstruo, consigue salir con vida gracias al hilo de
Ariadna. Numerosas son las versiones a lo largo de la historia, como las de la Biblioteca
mitológica y los Epítomes del Pseudo-Apolodoro. Sin ir tan lejos, L’Emploi du temps de Michel
Butor ofrece un ejemplo de la permanencia del mito de Teseo y de su inserción en un tejido
narrativo: dieciocho tapices del museo de Bleston escenifican, entre otros asuntos, la infancia de
Teseo, la muerte del Minotauro y el abandono de Ariadna en una puesta en abismo de cuanto
acaece y acaecerá al protagonista Jacques Revel.
1.2. Mito y teatro
Es obvio que esta estructura narrativa no es exclusiva del relato en verso y en prosa. Así,
el teatro es acción (δρᾶµα) compuesta “no mediante relato”, como recuerda Aristóteles
(Poética, 49b24-28). La función teatral es una acción mimética, y “la imitación de la acción es
el mito” (“ἔστιν δὲ τῆς µὲν πράξεως ὁ µῦθος ἡ µίµησιϛ”, 50a4). Pero al prestar solo
atención al carácter mimético de la función teatral, Aristóteles confunde mito y fábula.
En su Laberinto de Creta, Lope de Vega vuelve al mito. Dédalo descorre una cortina y
muestra en un lienzo la maqueta del laberinto donde será encerrado el Minotauro (jornada 1ª).
Más adelante, Teseo se adentra en la intrincada construcción mientras Fedra y Ariadna quedan
fuera angustiadas por la vida del héroe, hasta que este sale y relata su hazaña:
Até el hilo de oro, y entro
dando vueltas a mil calles
por infinitos rodeos;
cuando pensaba que estaba
del Laberinto en el centro,
estaba más lejos de él,
y cerca cuando más lejos.
Finalmente: yo llegué
a un sitio en cuadro pequeño,
donde estaba el Minotauro,
echado entre varios huesos,
[…]
alzo la maza animoso,
y de los golpes primeros,
con dos horrendos bramidos,
doy con el monstruo en el suelo (jornada 2ª).
La muerte del monstruo no es representada sobre las tablas, sino actualizada (los verbos
en presente) y puesta en evidencia por el protagonista-narrador en una narración que recurre a la
figura de la hipotiposis. Tal y como hubiera ocurrido en una novela o un poema heroico.
1.3. Mito y lírica
El mito del laberinto aparece en otros relatos de Homero, Eratóstenes, Pausanias,
Plutarco, Higinio, Ovidio…, a los que se suman múltiples dédalos de la literatura moderna tales
como los de Borges, Buzzatti o Kazantzakis. Otro tanto ocurre con la inmensa mayoría de los
mitos: recurren a la narración en forma de epopeya, prosa didáctica, historiografía, cuento o
novela.
El caso de la poesía lírica es distinto. No faltan poemas con referencias míticas, donde el
poeta recurre a un mito para contar su amor a su amada, pero escasean los poemas líricos cuyo
tema sea exclusivamente mítico. Los mitos no parecen ser el campo predilecto de esta poesía.
Esto requiere una explicación.
En toda poesía, mediante tropos de dicción y pensamiento, el poeta establece
asociaciones audaces entre realidades distantes. Como norma general, la lírica es el cauce
habitual por el que trascurre la expresión del sentimiento, del estado de ánimo, de la
subjetividad del poeta frente a los problemas universales y particulares. Toda metáfora viva crea
una relación semántica inesperada entre dos realidades, suscita una nueva epifanía que ilumina
con luz nueva el mundo consuetudinario, hasta el punto que tropos y figuras a veces ponen en
riesgo la comprensibilidad del texto (la perspicuitas de los antiguos), alteran la relación entre
significante y significado. Pero ni tropos ni figuras suponen un obstáculo insalvable para el
mito. De hecho, también el relato recurre a estos tropos y figuras, sin por ello renunciar a sus
propósitos.
Uno de sus propósitos es la explicación del mundo. Ahora bien, esta distingue
principalmente la lírica del relato mítico. Para una y para otro el mundo es contextualizado de
manera diferente. La función poética del lenguaje lírico pone como en suspenso la función
referencial directa y descriptiva que caracteriza al relato. En la lírica, lo primario es la función
emotiva, esto es, la actitud de la instancia poética hacia lo que se dice: no importa tanto lo dicho
como la manera de infundir emoción en lo dicho. El discurso lírico moviliza en el lenguaje
aspectos, cualidades y valores clausurados al mundo descriptivo del relato, el cual, por su parte,
recurre a la circunstancia de los personajes, a los medios que utilizan para lograr sus objetivos,
se detiene en sus iniciativas, en las consecuencias de sus actos, que se desarrollan
necesariamente en el tiempo. La referencia del relato es un mundo real o ficticio, pero siempre
relacionado con un facere. La referencia de la lírica es eminentemente el mundo de lo
emocional, de lo estético y lo axiológico, donde los sentidos o los principios fundamentales
requieren una suspensión del tiempo ― “Ô temps ! suspends ton vol, et vous, heures
propices ! / Suspendez votre cours”, Lamartine, Le Lac ― y, a veces, una inmovilización del
espacio (“Cerca del Tajo, en soledad amena”, Garcilaso, égloga 3ª).
Menos aún que la poesía lírica de corte clásico y tradicional, la moderna no ofrece un
campo abonado para el mito. La poesía clásica era una variación ornamental de la prosa, no un
lenguaje diferente: ambas se movían en el mismo rango, en la misma superficie; el universo era
idéntico para las dos. Bastaba que la prosa tuviera más decorado o menos libertad para que se
convirtiera en poesía.
Por el contrario, una parte de la poesía lírica (la poesía de corte simbolista y surrealista)
instituye una nueva serie de relaciones entre el hombre y el mundo: se hace referencia a una
naturaleza cerrada, clausurada, a la que solo el poeta y unos pocos lectores privilegiados tienen
acceso. Frente a la pretensión universalista del clasicismo, la lírica contemporánea desde el
simbolismo tiene una densidad individual, una dimensión emotiva solo compartibles gracias a
un desciframiento cada vez más elitista. En el mejor de los casos, o totalmente hermética para
quien no es alquimista (“Je réservais la traduction”, Rimbaud, “Alchimie du verbe”). Tanto es
así, que cabe preguntarse qué ha sido del mito.
Pues bien, cuanto precede no elimina el relato mítico de la poesía lírica de hoy; la modula
e impone sus condiciones. Pondremos un ejemplo: “Ariadna en Naxos” de Jorge Guillén (Y
otros poemas, 1973). Este poema, impregnado de lirismo y tamizado por la acendrada pureza
guilleniana, tiene un desarrollo narrativo e incluso acentos teatrales de poema dramático.
Comienza a contar el episodio desde el principio, cuando el barco se detiene en Naxos, a
diferencia de las fuentes clásicas, que comienzan in medias res: no centra su atención en el
lamento de Ariadna, en el momento emotivo de la escena. Pero tampoco la centra en el
argumento porque la pieza no es un relato y se da por conocido. El carácter lírico estriba en los
repetidos intentos del narrador (las construcciones interrogativas) por adentrarse en el psiquismo
de Ariadna. Es un lirismo coparticipativo: percepción de la lentitud de las horas por la heroína,
traducción de su acercamiento a la muerte, replanteamiento de su pasión por Teseo, etc. Luego,
hacia la mitad de la segunda parte, “el poema da un giro hacia el futuro” (Fernández Urtasun),
que el “infortunio” de Ariadna no le permite entrever. Pero para nosotros, lectores, “es una
historia antigua: la sabemos”.
La poesía lírica, al igual que la música (Dido and Aeneas, Purcell), se adueña de la
materia mitológica para embellecerla e investirla de emoción renovada en un nuevo diálogo con
el antiguo relato.
1.4. El relato mítico
El hecho de que todo mito parezca susceptible de reactualizarse y dar pie a un recorrido
imaginario que arrastra consigo arquetipos, temas y símbolos, plantea el problema de su
narratividad. El mito, ¿posee o no una consistencia nuclear? Se observa que, merced al relato,
todo mito apunta a una racionalización que trata de sistematizar cuanto en los arquetipos, los
temas y los símbolos arrastrados se encuentra disperso. Porque sin relato no hay mito.
Ciñéndonos al objeto de este estudio, traemos a colación las reflexiones de algunos
críticos sobre el mito en relación con el relato.
→ En primer lugar, una reflexión de Ricœur, que enlaza siempre el mito con la dimensión
religiosa y legendaria. Este autor comprende el mito como un símbolo desarrollado en forma de
relato y articulado en un tiempo y un espacio no asimilables a los de la historia y la geografía
según el método crítico. Por ejemplo, distingue el exilio en sí, símbolo de la alienación humana,
de la expulsión de Adán y Eva fuera del Paraíso, relato mítico de segundo grado que pone en
juego personajes, lugares, tiempo y episodios fabulosos. Según Ricœur, el episodio bíblico se ha
tomado analógicamente como ilustración de la alienación humana, la cual suscita una historia
fantástica, el exilio del Edén, que ― como historia ocurrida acrónicamente ― es un mito.
→ En segundo lugar, Lévi-Strauss afirma que el mito puede definirse a partir de un
sistema temporal permanente que combina las propiedades de los dos sistemas temporales a los
que se refieren la lengua (tiempo reversible) y el habla (tiempo irreversible). Esta doble
estructura del mito explica su pertenencia a un tercer nivel, también de naturaleza lingüística,
pero superior: el de la frase. Esta relata algo (una historia) cuyo sentido resulta de la interacción
entre los elementos que la conforman. Estos elementos son sus unidades constitutivas o
mitemas. Los mitemas (situados en un estado superior a las unidades constitutivas de la
estructura de la lengua ―fonemas, morfemas y sememas―) pueden ser reconocidos o aislados
en frases. Estos mitemas deben aparecer en cualquier versión o variante de un mito, mientras
que otros elementos secundarios, que no alteran la estructura del mito, tienen un carácter
contingente. Un ejemplo: el mito de Edipo está constituido por una relación de parentesco
extremada entre un hijo y su madre, una relación de parentesco antinómica de un hijo con su
padre, un enfrentamiento victorioso con un monstruo, una dificultad para andar normalmente (la
cojera). No está constituido, sin embargo, por unidades secundarias: el suicidio de la madre o la
ceguera autoinfligida. Así entendido, el mito no es reducible a una versión única, tenida por
auténtica y generadora.
→ En tercer lugar, diremos, a partir de estos postulados, que críticos estructuralistas
como Greimas analizan cómo operan las secuencias de enunciados articulados en relatos. Este
investigador se centra en la descripción del universo mitológico y en la definición de la
estructura del mito como relato. La primera es objeto de estudio de la mitología literaria, la
segunda, de un análisis estructural de los relatos míticos.
De estos acercamientos críticos, resulta, en lo que nos atañe, que el funcionamiento de un
texto mítico, cualquiera que sea su forma, permite desgajar una normativa sobre la aparición en
él del mito. Sin fijarlas como definitivas, Pierre Brunel establece tres leyes más o menos
recurrentes.
La emergencia es obvia: un nombre (“Circe”, por ejemplo), una característica (mujer
“tyrannique”) o un acontecimiento (la metamorfosis) reenvían el poema de Baudelaire Le
voyage al célebre episodio de la Odisea.
La flexibilidad sugiere la capacidad de adaptación del elemento mítico a tal o cual texto
literario: Baudelaire sustituye las armas seductoras de Circe (sus rizos, su voz y su brebaje,
canto X de la Odisea) por sus “perfumes peligrosos” (“dangereux parfums”), que en el poema
homérico aparecen referidos a las Sirenas en el canto IX.
La irradiación muestra que la presencia de un elemento mítico introducido en un texto
literario es esencialmente funcional. En ocasiones es fácil ponderar la cercanía o adecuación
entre título y contenido (caso de la novela corta Circe de Cortázar, cuyos narremas entroncan
con el original griego). Resulta más difícil, en otros casos, como en otro poema de Baudelaire,
Le serpent qui danse (“La serpiente que danza”), donde las palabras “ta chevelure profonde”
(“tu cabello profundo”) recuerdan los hermosos rizos de la maga (cuyos perfumes están aquí
calificados como “âcres”, “agrios”).
En breve: todo mito está estructurado en forma de relato, funciona como un relato más o
menos extenso, pero siempre cohesionado en lo que a su núcleo se refiere. Todo mito cristaliza
en cualquiera de los géneros literarios. El cometido de la mitocrítica consiste en analizar cada
mitema a través de su funcionamiento textual.
Referencias textuales
ARISTÓTELES, Poética, ed. Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, “Biblioteca Románica
Hispánica”, 1974.
Michel BUTOR, L’Emploi du temps, París, Les Éditions de Minuit, “Double”, 1956.
LOPE DE VEGA, El laberinto de Creta, http://www.biblioteca.org.ar/libros/70814.pdf
Referencias críticas
Pierre BRUNEL, Mythocritique. Théorie et parcours, Paris, Presses Universitaires de France,
1992.
Rosa FERNÁNDEZ URTASUN, “El mito de Ariadna en la poesía española contemporánea”, Mito y
mundo contemporáneo, ed. José Manuel Losada Goya, Bari, Levante, “Kleos”, 2010, 397-411.
Algirdas Julien GREIMAS, “Éléments d’une grammaire narrative”, Du Sens. Essais sémiotiques,
París, Éditions du Seuil, 1970.
Claude LÉVI-STRAUSS, “La structure des mythes”, Anthropologie structurale I, París, Plon,
“Pocket”, 1958 y 1974.
Paul RICŒUR, “Avant-propos”, Temps et récit, París, Éditions du Seuil, “Points”, 1983-1985, 3
vol. Tomo I: L’intrigue et le récit historique.
2. MITO Y SÍMBOLO
Hasta aquí hemos desbrozado la relación entre mito y relato. Procedamos ahora al estudio
de la función simbólica del mito.
Gilbert Durand observa:
L’utilisation systématique du symbolisme mythique […], chez l’auteur du
Banquet et du Timée, suffit à nous convaincre que le grand problème platonicien était
bien celui de la reconduction des objets sensibles au monde des idées, celui de la
réminiscence qui, loin d’être une vulgaire mémoire, est au contraire une imagination
épiphanique (L’Imagination symbolique, p. 24).
La utilización sistemática del simbolismo mítico […], en el autor del Banquete y
del Timeo, basta para convencernos de que el gran problema platónico era el de la
reconducción de los objetos sensibles al mundo de las ideas, el de la reminiscencia que,
lejos de ser una vulgar memoria, es al contrario una imaginación epifánica.
¿La función simbólica sería medianera entre la trascendencia del significado y el mundo
de los signos concretos que, merced a ella, se convierten en símbolos? Para dar una respuesta,
pondremos a continuación un caso en que interaccionan mito y símbolo.
En la novela Nadja de Breton, el narrador nos cuenta el pasatiempo que la joven epónima
encuentra en la pintura. Un día pinta una flor que representa a los dos amantes, otro día diseña el
retrato de su amante con los pelos de punta… El dibujo que ahora nos concierne lleva fecha
― 18 de noviembre de 1926 ― y es bien preciso:
… comporte un portrait symbolique d’elle et de moi: la sirène, sous la forme de
laquelle elle se voyait toujours de dos et sous cet angle, tient à la main un rouleau de
papier ; le monstre aux yeux fulgurants surgit d’une sorte de vase à tête d’aigle, rempli
de plumes qui figurent les idées (Nadja, p. 95).
… comporta un retrato simbólico de ella y de mí: la sirena, bajo cuya forma ella
se veía siempre de espaldas y bajo ese ángulo, sostiene en la mano un rollo de papel; el
monstruo de ojos fulgurantes surge de una especie de tiesto con cabeza de águila, lleno
de plumas que representan las ideas.
La Sirena es un animal mitológico plenamente integrado en nuestra cultura. En el dibujo
en cuestión aparece de espaldas, con una larga cabellera y dos colas enroscadas.
Atributos tradicionales (con la duplicidad de la cola como variación). El relato es breve,
someramente descriptivo. El monstruo es también mitológico. Sus “ojos fulgurantes”
bastan para caracterizarlo, las precisiones de su aparición le confieren su esencia mítica.
“Sale de una especie de tiesto con cabeza de águila, lleno de plumas que representan las
ideas”: arbitraria y esperpéntica visión explicitada. Ambas figuras representan a los
amantes, según Breton son su “retrato simbólico”. Y, desde luego, el signo del trazado,
el dibujo, no reenvía a dos animales míticos, un monstruo y una Sirena, sino que
pretende significar, caracterizándolos míticamente, a los dos amantes. La significación
misma entre sentido primario y secundario es compleja, no se establece por simple
deducción y está fuertemente cargada de reminiscencias culturales y afectivas.
El símbolo es un concepto maleable y maleado. No es fácil definirlo. Pero se puede
estudiar de muy diversas maneras: bien como resultado de un proceso preconsciente, bien como
procedimiento técnico de la expresión poemática, bien como signo cuya relación con el
referente es convencional o no, y también como representación existencial del imaginario, es
decir, como representación de una experiencia psicológica con implicaciones ontológicas y
éticas. No conviene olvidar, fijándonos en estas últimas, su función didáctica, persuasiva,
parenética, patente en la explicitación y aplicación de su filosofía secreta (Pérez de Moya).
Así pues, por el ejemplo de Nadja, se comprueba cómo el símbolo recurre tanto a modos
de representación como a modos de significación. De la confrontación de ambos modos con el
símbolo podremos entender su naturaleza y relación con el mito.
Conviene tener en mente que esta relación entre mito y símbolo no es clara: el enigma del
símbolo exige una exégesis. Ahora bien, no hay exégesis sin contestación, y el desciframiento
de los enigmas que plantean los símbolos no es una ciencia en el sentido moderno de la palabra.
2.1. La imagen y el signo simbólico
2.1.1. La imagen
Entre los modos de representación se encuentran las imágenes plásticas y los sonidos.
Son propios de la mímesis, modos de designación imitativos. (Dejamos de lado los sonidos).
Hay varios estadios de transformación y comunicación por la imagen plástica o icono,
reproducción o figuración de un objeto. Para nosotros, su examen es lo de menos. Nos interesa
ante todo el tránsito de la imagen icónica a la imagen simbólica. Lo que lleva a considerar el
significado encerrado en toda imagen, o sea, su funcionalidad contextual.
2.1.2. El signo simbólico y su problemática
Entre los modos de significación se encuentran las palabras, los ideogramas y los signos
convenidos, que proceden de modalidades de designación, arbitrarias o no. Son propios de la
semiosis o producción de sentidos. (Estos signos son denominados símbolos por la lingüística
de Peirce. No son los que nos interesan).
Pero nos permitimos apuntar que sería un error pensar que una de las principales
diferencias del signo simbólico respecto al signo lingüístico radique en el criterio de la
artitrariedad: toda simbología remite a un código arbitrario y el orden de los signos se distingue
del orden de lo real (Dubois). A la ilusión especular de la imagen corresponde la ilusión
semiológica del signo, que consiste en confundir los signos con lo que designan.
El símbolo no es moneda de cambio para todos los gustos. Dado su carácter polisémico,
enigmático y emotivo, no extraña su incompatibilidad con determinados acercamientos
epistemológicos ni su cercanía con otros. Veámoslo de la mano de Durand (L’Imagination
symbolique).
• En primer lugar, una serie de escuelas desconfían del valor hermenéutico del
símbolo. Para Descartes, el mundo físico (res extensa) es solo figura y movimiento, es decir,
reducible a geometría y álgebra. Incluso este reduccionismo matemático es aplicable a la
sustancia pensante (res cogitans). Spinoza se ocupa de aplicarlo al Ser absoluto. La
imaginación, ámbito por antonomasia del símbolo, es rechazada ― junto con la sensación ―
por los cartesianos, para quienes el símbolo debe ceder el paso al signo y la simbología a la
semiología. En esta misma línea, los positivismos de los siglos XIX y XX anatematizan la
imaginación simbólica. A grandes rasgos, puede apreciarse este rechazo de la imagen a través
del estatuto asignado a la pintura o a la escultura hasta el siglo XX. Su papel cultural sufre en un
mundo que apenas le concede un valor ilustrativo y decorativo: el artista y su imaginación no
deben iluminar, evocar ni, mucho menos, sugerir.
En respuesta al racionalismo de las ciencias de la naturaleza, Freud resucita la creencia en
la eficacia del psiquismo humano. Sin embargo, se le puede achacar cierto reduccionismo.
Valga un ejemplo. Comúnmente se acepta que Minerva saliendo del cráneo de Júpiter simboliza
el origen divino de la sabiduría; para el psicoanalista, por el contrario, esta imagen representa el
nacimiento por la vulva. En última instancia, el pansexualismo lo explica todo.
La sociología y la antropología cuestionan este reduccionismo. Para explicar las
costumbres sociales, sobrecargadas de símbolos, ambas toman por modelo a la lingüística.
Dumézil busca las semejanzas lingüísticas que permitan inferir semejanzas sociológicas. Así, en
la antigua Roma coexisten tres capas sociales cuyo simbolismo religioso se corresponde con tres
dioses latinos: Júpiter, Marte y Quirino. Esta tripartición coincide con una explicación
funcional: Júpiter, su ritual y sus mitos, es el dios de los sacerdotes, Marte el de los caballeros
guerreros y Quirino el de los agricultores, artesanos y comerciantes.
Pero de un reduccionismo sexual expresado en términos de biografía individual (Freud),
hemos caído en un reduccionismo antropológico propuesto en términos de semántica (Dumézil).
La hermenéutica de Lévi-Strauss se basa sobre la infraestructura inconsciente de los
fenómenos calcada sobre la lingüística; su mitología estructural toma por objeto las unidades
significativas de la frase mítica, esto es, el mitema. Es conocido su estudio del mito de Edipo. El
análisis pormenorizado de las afinidades entre los mitemas que lo componen evidencia la
estructura y el sentido de este mito: se trata de un útil lógico encaminado a fines sociológicos,
en concreto, a la resolución de la contradicción existencial entre el origen llamado “autóctono”
del hombre y su filiación resultante de la unión de un hombre y una mujer. Estas explicaciones
también tienen sus detractores. Una parte de la crítica les reprocha que no deshagan el nudo
gordiano de la transcendencia del símbolo, reduciéndolo al signo.
• En segundo lugar, una serie de escuelas confían más en el valor hermenéutico
del símbolo. Una de las principales aportaciones de Jung ha sido la definición del arquetipo
como estructura organizadora de las imágenes. Según él, la función simbólica conjuga dos
elementos contrarios: la conciencia clara y el inconsciente colectivo. El símbolo adquiere en
Jung un carácter benéfico: es constitutivo de la personalidad mediante el proceso de
individuación. (Queda por recordar, a modo de reparo a Jung, cierta confusión entre la
conciencia simbólica creadora del arte o de la religión y la conciencia simbólica creadora de
simples fantasmas del delirio, el sueño y la aberración mental).
Bachelard orienta su investigación fenomenológica tanto hacia la producción poética
como hacia la ensoñación. Su cosmología de los cuatro elementos (agua, tierra, fuego, aire) no
se reduce al conceptualismo aristotélico, sino que procede por progresivas ampliaciones, desde
lo percibido por los sentidos (caliente, frío, seco, húmedo) hasta llegar al microcosmos humano
y a su morada (la piedra, las vigas, el hogar, el pozo, la bodega…). Además, confiere un papel
predominante a la infancia, arquetipo de la felicidad sencilla que nada tiene que ver con la
perversidad polimorfa propugnada por Freud. Una nota curiosa: Bachelard afirma que el
significante del arquetipo de la infancia es el olor. Pueden recordarse a este efecto el gusto de la
magdalena y el perfume de la infusión de té en la obra de Proust. Hay como una epifanía que
actúa simbólicamente como fuente de reminiscencia, en las flores secas, en el olor de los viejos
armarios.
Gilbert Durand instaura una teoría general del imaginario eminentemente integradora.
Según él, no existe conciencia racional por un lado y fenómeno psíquico por otro: el imaginario
constituye la totalidad del psiquismo. Durand distingue una serie de factores psicosociológicos
(fuerzas de cohesión o regímenes ― diurno, nocturno ―) y psicofisiológicos (tres esquemas de
acción ― distinguir, ligar, confundir ―, tres grupos de estructuras ― esquizomorfas o heroicas,
sintéticas o dramáticas, místicas o antifrásticas ―, tres reflejos dominantes ― postural,
digestivo, copulativo ―) que le permiten establecer una especie de mapa general de las
principales categorías simbólicas. Durand sostiene la existencia de un vasto sistema de patrones
antagónicos que permiten clasificar las civilizaciones en dos grandes grupos irreductibles:
culturas de la idea y culturas de la visión, apolíneas y dionisíacas (por utilizar la nomenclatura
de Nietzsche), discernibles en régimen diurno y en régimen nocturno. Todos los símbolos
pueden ser clasificados en grupos isotópicos polarizados según este mismo sistema de patrones
o de pertenencia.
Hay, por lo tanto, dos tipos de hermenéuticas: las que reducen el símbolo al epifenómeno,
al efecto, a la superestructura o al síntoma, y las que lo amplifican y se dejan llevar por su
fuerza integradora. Ricœur denomina a las primeras “arqueológicas” (se zambullen en el pasado
biográfico y sociológico) y a las segundas “escatológicas”. En las primeras, desmitificadoras, el
filósofo incluye a Freud, Lévi-Strauss, Nietzsche, Marx… En las segundas, remitificadoras, a
Heidegger, Eliade, Bachelard… Por supuesto, la lectura que ambas hermenéuticas hacen de los
mitos es diametralmente opuesta. Ricœur lo demuestra recurriendo al mito de Edipo. La postura
desmitificadora lo interpreta como el drama del incesto: movido por las pulsiones de su
infancia, Edipo mata a su padre y se casa con su madre. La postura remitificadora lo interpreta
como el drama de la verdad: movido por el descubrimiento de la verdad, Edipo busca al asesino
de su padre. A la esfinge que representaba el enigma freudiano del nacimiento se opone
Tiresias, el vate ciego que simboliza la verdad. La diferencia es notoria. Para Freud la ceguera
de Edipo era un síntoma de un autocastigo, de una autocastración, mientras que para Ricœur la
ceguera del héroe, le convierte en un nuevo Tiresias, permitiéndole acceder al conocimiento.
Ahora estamos en condiciones de retomar el hilo de las relaciones entre mito, relato y
símbolo.
Cuando decimos que el mito es un relato simbólico indicamos sencillamente que, al
incluir símbolos, vehicula un significado de tipo lógico-simbólico cargado de afectividad.
En todo mito la simbolización está articulada con el relato: abarca personajes, lugares,
tiempos, acciones y la dimensión sobrenatural, maravillosa, propia de todo referente
trascendente. Ella se verifica tanto en la sucesión como en la recurrencia de temas y nexos
lógicos que obran a favor de la coherencia de la que estamos hablando. Por un lado, la sucesión
se verifica en la diacronía del relato, por otro, el despliegue temático y la recurrencia de los
nexos es de orden paradigmático. Y tanto es así que confiere al relato una legibilidad de la que
carecían los temas considerados aisladamente. De ahí la importancia de contextualizar los temas
y no de aislarlos como mitemas.
Dicho de otra manera: todo mito lleva una carga simbólica susceptible de formar parte de
una nomenclatura, pero, a causa de que el símbolo significa más de lo que se encierra en su
signo ― a diferencia de otros signos unívocos como el arquetipo o la alegoría ―, se puede
poner en tela de juicio, por ejemplo ― que nos perdone la feliz memoria de Gilbert Durand ―,
el que la rueda no tenga más significación imaginaria que el signo arquetípico del ciclo.
Contextualizada, la serpiente, símbolo del ciclo, sin lugar a dudas, es polisémica y puede
simbolizar tanto la transformación temporal, como la fecundidad, la perennidad ancestral…
2.2. El ejemplo del ángel caído
Pondremos un ejemplo. A lo largo de la historia los escritores han adaptado temas y
textos a sus cosmovisiones. Surge así una serie de relatos sobre un ser espiritual que infringe las
reglas del ser soberano, es castigado por su desobediencia y pierde parte de sus atributos. Un
arquetipo (el ángel), unos temas (la caída, el castigo) se conjugan en relatos cuyo protagonista
simbólico (Lucifer) cobra una dimensión mítica en la literatura cristiana: el ángel caído.
Es mito eximio por reunir todas las condiciones exigidas: carácter pretextual,
cristalización textual mínima o sencilla, singularización espaciotemporal, significación de un
acontecimiento, dimensión trascendente, respuesta a una pregunta sobre el origen, presente o
futuro del hombre individual o colectivo.
Históricamente, este mito se enriquece con un nuevo tema (la ascensión) y conforma un
nuevo mito que entraña connotaciones simbólicas también nuevas en una época determinada de
la literatura y el arte. Se trata de un caso particular: el ángel caído romántico, símbolo de la
humanidad caída y redimida. El mito, sin dejar de serlo, se adecua como símbolo a una cultura
determinada.
Este carácter expansivo del mito angélico se desprende de su componente simbólica.
Como Camus ha expresado, “un símbolo desborda siempre a quien lo utiliza y le hace decir en
realidad más de lo que tiene conciencia de expresar” (Le Mythe de Sisyphe). Lo ejemplifica
Camus en su libro, lo ejemplifica Giraudoux en su teatro.
El proceso de simbolización de este ángel no ha sido inmediato ni espontáneo: requirió
una intelectualización de su imagen, primero en los autores románticos, después en sus lectores.
Supuso un movimiento conceptual que invirtió la caída en ascensión. Este proceso fue cultural,
puede ser que sea antropológico.
En efecto, si en los relatos de la antigüedad el ángel caído podía hacer referencia directa
al renegado por antonomasia, a medida que transcurren los siglos (sobre todo con Orígenes y
Plotino) el renegado asume de modo predominante una referencia metafórica al hombre y la
sociedad. Esta traslación, latente en algunos escritos de la teosofía de los siglos XVII y XVIII,
se torna patente en el siglo XIX, cuando las convulsiones sociales desestabilizan el Antiguo
Régimen y anuncian una nueva primavera de la humanidad. En la época romántica, las
promesas de progreso abundan. Son numerosos los pensadores y políticos que propagan
ideologías liberalizadoras de la humanidad angustiada ― la obsesión exitosa del mito de
Prometeo (encadenado y desencadenado) es una buena muestra de esta situación.
No extraña que el anuncio del progreso humano, especialmente de las clases deprimidas,
encuentre un eco fiel en las nuevas promesas de la remisión angélica: la rehabilitación del ángel
caído significa la rehabilitación del hombre caído.
Puede observarse aquí una concomitancia entre el plan salvífico divino y el plan salvífico
humano. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está, por así decirlo, arraigado en
su prehistoria teológica revelada. El Génesis ya había anunciado tanto la caída del hombre como
su redención. Según la tradición romántica, la humanidad, a pesar de su degeneración en el
decurso histórico, está llamada a una ascensión futura y definitiva.
La prehistoria teológica se da como revelada, es decir, absolutamente indeducible del
análisis de la experiencia histórica del hombre. Sin embargo, existe una singular concordancia
entre la revelación y la experiencia en orden al fundamento constitutivo de la existencia
humana. En el pensamiento judeocristiano, hay una continuidad entre el estado originario (o de
naturaleza íntegra), el estado histórico (o de naturaleza caída) y el estado eterno (estado de
naturaleza gloriosa del que gozarán los justos al final de los tiempos).
Los poetas, impregnados de las ideas de progreso material y espiritual, no dudan en
recurrir a la poesía, al teatro o a la epopeya para expresar de modo metafórico su
convencimiento de la redención humanitaria, que habitualmente circunscriben al ámbito
puramente social. Ahora bien, tales desarrollos románticos ya no concuerdan ni con los textos ni
con la tradición de los que parten. La caída y la redención del ángel se distancian de su canon
escriturístico y de su reflexión tanto rabínica como eclesiástica: ningún texto sagrado, ninguna
escuela judía, ninguna definición cristiana expone la rehabilitación de los ángeles caídos. Aquí,
como en otros aspectos, el romanticismo es ecléctico, tiende a conciliar tendencias opuestas: los
textos sagrados con los apócrifos, la teología cristiana con los movimientos teosóficos y el
pensamiento oriental.
2.3. Conclusión
La imagen gráfica, la transcripción plástica, puede servir para duplicar ― lo hemos visto
en el ejemplo de Nadja ― la imagen mental transcrita por el discurso. Pero no añade nada. A
decir verdad, funciona como una ilusión especular, y traduce el deseo inquieto de que la imagen
sea copia fiel de los modelos. Por el contrario, la imagen simbólica rompe todos los lazos con
un modelo. Es imagen de un más allá.
A pesar, pues, de lo que afirma Breton, su retrato de los dos amantes no es nada
simbólico, es más bien alegórico. De ahí nuestra primera conclusión: distinguir entre imagen
viva e imagen muerta si se pretende discutir sobre el simbolismo mítico.
Ahora bien, ¿cómo distinguir entre imagen viva e imagen muerta? Será nuestra segunda
conclusión. A partir de dos criterios de funcionalidad: la contextualización de la imagen
simbólica dentro del relato y la consecuente dinamización que confiere a este su coherencia. A
resultas de este proceso, una mitocrítica fecunda la narratología.
Referencias textuales
André BRETON, Nadja, ed. Dominique Carlat y Alain Jaubert, París, Gallimard, “Folioplus
Classiques”, 2007.
Referencias críticas
Albert CAMUS, Le Mythe de Sisyphe. Essai sur l’absurde, París, Gallimard, “Folio Essais”, 1942.
Claude-Gilbert DUBOIS, “Symbole et mythe”, Questions de mythocritique. Dictionnaire, dir.
Danièle Chauvin, André Siganos et Philippe Walter, Paris, Imago, 2005, p. 331-348.
Gilbert, DURAND, Les Structures anthropologiques de l’imaginaire, París, Dunod, 1969 (1960).
― L’Imagination symbolique, París, PUF, “Quadrige”, 2008 (1964).
Claude LÉVI-STRAUSS, “La structure des mythes”, Anthropologie structurale I, París, Plon,
“Pocket”, 1958 y 1974 : 240-249.
Paul RICŒUR, Philosophie de la volonté: II. Finitude et culpabilité, pref. Jean Greisch, París,
Points, “Essais”, 2009 (1960).
― Le Conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, París, Éditions du Seuil, 1969.
Tzvetan TODOROV, Théories du symbole, París, Éditions du Seuil, “Points”, 1977.

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José Manuel Losada: Mito como relato simbólico

  • 1. EL MITO COMO RELATO SIMBÓLICO Prof. José Manuel Losada Goya Universidad Complutense (Madrid) jlosada@ucm.es @jmlosadagoya https://www.facebook.com/josemanuel.losadagoya http://josemanuellosada.es El título de este artículo asocia tres conceptos generalmente poco precisados. Nuestro propósito es salir de esta indefinición con vistas a integrar los componentes simbólicos del mito en un texto narrativo. 1. MITO Y RELATO Vaya por delante nuestra definición de mito: relato oral, simbólico, dinámico y aparentemente sencillo de un acontecimiento extraordinario con referente trascendente, personal y material, que evidencia una clasificación social, carece en principio de testimonio histórico, se compone de una serie de elementos constantes o invariantes semánticas culturales reducibles a temas y presenta un carácter conflictivo (supone una prueba interior o exterior), funcional (transmite valores y creencias comunes, provee de esquemas fácticos, ritos y acciones) eufemístico y etiológico (expresa de algún modo una cosmogonía o una escatología, particular o universal). Sin ánimo de conceder a la etimología mayor atención que la necesaria, preciso es recordar que µῦθος (mythos) vale tanto como palabra, discurso, razón, dicho, comunicación, mensaje, es decir: relato. Parece ser que mythos proviene de la raíz my-, onomatopeya que indicaría tanto la imitación o la emisión de sonidos como el acto de no emitirlos (de donde procedería “mudo”, “mutismo”). De ahí el oxímoron: palabra silenciada. Ahora bien, históricamente el mito nace y se desarrolla como relato: todo mito cuenta algo. 1.1. Mito y narración El mito es relato en el sentido de que presenta una estructura narrativa autónoma. 1. “Estructura”, porque sus elementos constitutivos aseguran su cohesión de tal manera que si uno de ellos viene a faltar el conjunto queda sensiblemente modificado, se descompone o se convierte en otro mito. 2. “Estructura narrativa”, porque no existe mito sin choque de fuerzas dramatúrgicas (Souriau), ni tiempo. En todo mito un ser vivo (personal o personificado) actúa en una sucesión temporal ordenada en narración. Aquí narración se ha de entender como acto de narrar. Lo que no implica que el mito consista en el acto de narrar sino que en todo mito existe un enunciado narrativo o historia. 3. “Estructura narrativa autónoma”, porque no depende de otras estructuras anteriores o posteriores: el mito puede irrumpir desgajado del resto del discurso ― por ejemplo, en un segundo nivel diegético: en la Odisea, el episodio de las Sirenas ―. Hay, como dirían los formalistas, una faceta de inmanencia en la estructura del mito, es decir, al margen de toda referencia a lo que no sea él. Inmanencia estructural que no puede contraponerse a la trascendencia ontológica inherente al mito.
  • 2. No sin paradoja, también hay un aspecto de movilidad en la estructura del mito. El relato mítico no está momificado: es un tema con múltiples diferencias. Un ejemplo, entre tantos, es el mito del laberinto de Creta. El relato cuenta la historia de la maraña inextricable construida por Dédalo bajo las órdenes del rey Minos para encerrar al Minotauro. Solo Teseo, tras matar al monstruo, consigue salir con vida gracias al hilo de Ariadna. Numerosas son las versiones a lo largo de la historia, como las de la Biblioteca mitológica y los Epítomes del Pseudo-Apolodoro. Sin ir tan lejos, L’Emploi du temps de Michel Butor ofrece un ejemplo de la permanencia del mito de Teseo y de su inserción en un tejido narrativo: dieciocho tapices del museo de Bleston escenifican, entre otros asuntos, la infancia de Teseo, la muerte del Minotauro y el abandono de Ariadna en una puesta en abismo de cuanto acaece y acaecerá al protagonista Jacques Revel. 1.2. Mito y teatro Es obvio que esta estructura narrativa no es exclusiva del relato en verso y en prosa. Así, el teatro es acción (δρᾶµα) compuesta “no mediante relato”, como recuerda Aristóteles (Poética, 49b24-28). La función teatral es una acción mimética, y “la imitación de la acción es el mito” (“ἔστιν δὲ τῆς µὲν πράξεως ὁ µῦθος ἡ µίµησιϛ”, 50a4). Pero al prestar solo atención al carácter mimético de la función teatral, Aristóteles confunde mito y fábula. En su Laberinto de Creta, Lope de Vega vuelve al mito. Dédalo descorre una cortina y muestra en un lienzo la maqueta del laberinto donde será encerrado el Minotauro (jornada 1ª). Más adelante, Teseo se adentra en la intrincada construcción mientras Fedra y Ariadna quedan fuera angustiadas por la vida del héroe, hasta que este sale y relata su hazaña: Até el hilo de oro, y entro dando vueltas a mil calles por infinitos rodeos; cuando pensaba que estaba del Laberinto en el centro, estaba más lejos de él, y cerca cuando más lejos. Finalmente: yo llegué a un sitio en cuadro pequeño, donde estaba el Minotauro, echado entre varios huesos, […] alzo la maza animoso, y de los golpes primeros, con dos horrendos bramidos, doy con el monstruo en el suelo (jornada 2ª). La muerte del monstruo no es representada sobre las tablas, sino actualizada (los verbos en presente) y puesta en evidencia por el protagonista-narrador en una narración que recurre a la figura de la hipotiposis. Tal y como hubiera ocurrido en una novela o un poema heroico. 1.3. Mito y lírica El mito del laberinto aparece en otros relatos de Homero, Eratóstenes, Pausanias, Plutarco, Higinio, Ovidio…, a los que se suman múltiples dédalos de la literatura moderna tales como los de Borges, Buzzatti o Kazantzakis. Otro tanto ocurre con la inmensa mayoría de los mitos: recurren a la narración en forma de epopeya, prosa didáctica, historiografía, cuento o novela. El caso de la poesía lírica es distinto. No faltan poemas con referencias míticas, donde el poeta recurre a un mito para contar su amor a su amada, pero escasean los poemas líricos cuyo
  • 3. tema sea exclusivamente mítico. Los mitos no parecen ser el campo predilecto de esta poesía. Esto requiere una explicación. En toda poesía, mediante tropos de dicción y pensamiento, el poeta establece asociaciones audaces entre realidades distantes. Como norma general, la lírica es el cauce habitual por el que trascurre la expresión del sentimiento, del estado de ánimo, de la subjetividad del poeta frente a los problemas universales y particulares. Toda metáfora viva crea una relación semántica inesperada entre dos realidades, suscita una nueva epifanía que ilumina con luz nueva el mundo consuetudinario, hasta el punto que tropos y figuras a veces ponen en riesgo la comprensibilidad del texto (la perspicuitas de los antiguos), alteran la relación entre significante y significado. Pero ni tropos ni figuras suponen un obstáculo insalvable para el mito. De hecho, también el relato recurre a estos tropos y figuras, sin por ello renunciar a sus propósitos. Uno de sus propósitos es la explicación del mundo. Ahora bien, esta distingue principalmente la lírica del relato mítico. Para una y para otro el mundo es contextualizado de manera diferente. La función poética del lenguaje lírico pone como en suspenso la función referencial directa y descriptiva que caracteriza al relato. En la lírica, lo primario es la función emotiva, esto es, la actitud de la instancia poética hacia lo que se dice: no importa tanto lo dicho como la manera de infundir emoción en lo dicho. El discurso lírico moviliza en el lenguaje aspectos, cualidades y valores clausurados al mundo descriptivo del relato, el cual, por su parte, recurre a la circunstancia de los personajes, a los medios que utilizan para lograr sus objetivos, se detiene en sus iniciativas, en las consecuencias de sus actos, que se desarrollan necesariamente en el tiempo. La referencia del relato es un mundo real o ficticio, pero siempre relacionado con un facere. La referencia de la lírica es eminentemente el mundo de lo emocional, de lo estético y lo axiológico, donde los sentidos o los principios fundamentales requieren una suspensión del tiempo ― “Ô temps ! suspends ton vol, et vous, heures propices ! / Suspendez votre cours”, Lamartine, Le Lac ― y, a veces, una inmovilización del espacio (“Cerca del Tajo, en soledad amena”, Garcilaso, égloga 3ª). Menos aún que la poesía lírica de corte clásico y tradicional, la moderna no ofrece un campo abonado para el mito. La poesía clásica era una variación ornamental de la prosa, no un lenguaje diferente: ambas se movían en el mismo rango, en la misma superficie; el universo era idéntico para las dos. Bastaba que la prosa tuviera más decorado o menos libertad para que se convirtiera en poesía. Por el contrario, una parte de la poesía lírica (la poesía de corte simbolista y surrealista) instituye una nueva serie de relaciones entre el hombre y el mundo: se hace referencia a una naturaleza cerrada, clausurada, a la que solo el poeta y unos pocos lectores privilegiados tienen acceso. Frente a la pretensión universalista del clasicismo, la lírica contemporánea desde el simbolismo tiene una densidad individual, una dimensión emotiva solo compartibles gracias a un desciframiento cada vez más elitista. En el mejor de los casos, o totalmente hermética para quien no es alquimista (“Je réservais la traduction”, Rimbaud, “Alchimie du verbe”). Tanto es así, que cabe preguntarse qué ha sido del mito. Pues bien, cuanto precede no elimina el relato mítico de la poesía lírica de hoy; la modula e impone sus condiciones. Pondremos un ejemplo: “Ariadna en Naxos” de Jorge Guillén (Y otros poemas, 1973). Este poema, impregnado de lirismo y tamizado por la acendrada pureza guilleniana, tiene un desarrollo narrativo e incluso acentos teatrales de poema dramático. Comienza a contar el episodio desde el principio, cuando el barco se detiene en Naxos, a diferencia de las fuentes clásicas, que comienzan in medias res: no centra su atención en el lamento de Ariadna, en el momento emotivo de la escena. Pero tampoco la centra en el argumento porque la pieza no es un relato y se da por conocido. El carácter lírico estriba en los repetidos intentos del narrador (las construcciones interrogativas) por adentrarse en el psiquismo de Ariadna. Es un lirismo coparticipativo: percepción de la lentitud de las horas por la heroína, traducción de su acercamiento a la muerte, replanteamiento de su pasión por Teseo, etc. Luego, hacia la mitad de la segunda parte, “el poema da un giro hacia el futuro” (Fernández Urtasun), que el “infortunio” de Ariadna no le permite entrever. Pero para nosotros, lectores, “es una historia antigua: la sabemos”.
  • 4. La poesía lírica, al igual que la música (Dido and Aeneas, Purcell), se adueña de la materia mitológica para embellecerla e investirla de emoción renovada en un nuevo diálogo con el antiguo relato. 1.4. El relato mítico El hecho de que todo mito parezca susceptible de reactualizarse y dar pie a un recorrido imaginario que arrastra consigo arquetipos, temas y símbolos, plantea el problema de su narratividad. El mito, ¿posee o no una consistencia nuclear? Se observa que, merced al relato, todo mito apunta a una racionalización que trata de sistematizar cuanto en los arquetipos, los temas y los símbolos arrastrados se encuentra disperso. Porque sin relato no hay mito. Ciñéndonos al objeto de este estudio, traemos a colación las reflexiones de algunos críticos sobre el mito en relación con el relato. → En primer lugar, una reflexión de Ricœur, que enlaza siempre el mito con la dimensión religiosa y legendaria. Este autor comprende el mito como un símbolo desarrollado en forma de relato y articulado en un tiempo y un espacio no asimilables a los de la historia y la geografía según el método crítico. Por ejemplo, distingue el exilio en sí, símbolo de la alienación humana, de la expulsión de Adán y Eva fuera del Paraíso, relato mítico de segundo grado que pone en juego personajes, lugares, tiempo y episodios fabulosos. Según Ricœur, el episodio bíblico se ha tomado analógicamente como ilustración de la alienación humana, la cual suscita una historia fantástica, el exilio del Edén, que ― como historia ocurrida acrónicamente ― es un mito. → En segundo lugar, Lévi-Strauss afirma que el mito puede definirse a partir de un sistema temporal permanente que combina las propiedades de los dos sistemas temporales a los que se refieren la lengua (tiempo reversible) y el habla (tiempo irreversible). Esta doble estructura del mito explica su pertenencia a un tercer nivel, también de naturaleza lingüística, pero superior: el de la frase. Esta relata algo (una historia) cuyo sentido resulta de la interacción entre los elementos que la conforman. Estos elementos son sus unidades constitutivas o mitemas. Los mitemas (situados en un estado superior a las unidades constitutivas de la estructura de la lengua ―fonemas, morfemas y sememas―) pueden ser reconocidos o aislados en frases. Estos mitemas deben aparecer en cualquier versión o variante de un mito, mientras que otros elementos secundarios, que no alteran la estructura del mito, tienen un carácter contingente. Un ejemplo: el mito de Edipo está constituido por una relación de parentesco extremada entre un hijo y su madre, una relación de parentesco antinómica de un hijo con su padre, un enfrentamiento victorioso con un monstruo, una dificultad para andar normalmente (la cojera). No está constituido, sin embargo, por unidades secundarias: el suicidio de la madre o la ceguera autoinfligida. Así entendido, el mito no es reducible a una versión única, tenida por auténtica y generadora. → En tercer lugar, diremos, a partir de estos postulados, que críticos estructuralistas como Greimas analizan cómo operan las secuencias de enunciados articulados en relatos. Este investigador se centra en la descripción del universo mitológico y en la definición de la estructura del mito como relato. La primera es objeto de estudio de la mitología literaria, la segunda, de un análisis estructural de los relatos míticos. De estos acercamientos críticos, resulta, en lo que nos atañe, que el funcionamiento de un texto mítico, cualquiera que sea su forma, permite desgajar una normativa sobre la aparición en él del mito. Sin fijarlas como definitivas, Pierre Brunel establece tres leyes más o menos recurrentes. La emergencia es obvia: un nombre (“Circe”, por ejemplo), una característica (mujer “tyrannique”) o un acontecimiento (la metamorfosis) reenvían el poema de Baudelaire Le voyage al célebre episodio de la Odisea. La flexibilidad sugiere la capacidad de adaptación del elemento mítico a tal o cual texto literario: Baudelaire sustituye las armas seductoras de Circe (sus rizos, su voz y su brebaje, canto X de la Odisea) por sus “perfumes peligrosos” (“dangereux parfums”), que en el poema homérico aparecen referidos a las Sirenas en el canto IX.
  • 5. La irradiación muestra que la presencia de un elemento mítico introducido en un texto literario es esencialmente funcional. En ocasiones es fácil ponderar la cercanía o adecuación entre título y contenido (caso de la novela corta Circe de Cortázar, cuyos narremas entroncan con el original griego). Resulta más difícil, en otros casos, como en otro poema de Baudelaire, Le serpent qui danse (“La serpiente que danza”), donde las palabras “ta chevelure profonde” (“tu cabello profundo”) recuerdan los hermosos rizos de la maga (cuyos perfumes están aquí calificados como “âcres”, “agrios”). En breve: todo mito está estructurado en forma de relato, funciona como un relato más o menos extenso, pero siempre cohesionado en lo que a su núcleo se refiere. Todo mito cristaliza en cualquiera de los géneros literarios. El cometido de la mitocrítica consiste en analizar cada mitema a través de su funcionamiento textual. Referencias textuales ARISTÓTELES, Poética, ed. Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, “Biblioteca Románica Hispánica”, 1974. Michel BUTOR, L’Emploi du temps, París, Les Éditions de Minuit, “Double”, 1956. LOPE DE VEGA, El laberinto de Creta, http://www.biblioteca.org.ar/libros/70814.pdf Referencias críticas Pierre BRUNEL, Mythocritique. Théorie et parcours, Paris, Presses Universitaires de France, 1992. Rosa FERNÁNDEZ URTASUN, “El mito de Ariadna en la poesía española contemporánea”, Mito y mundo contemporáneo, ed. José Manuel Losada Goya, Bari, Levante, “Kleos”, 2010, 397-411. Algirdas Julien GREIMAS, “Éléments d’une grammaire narrative”, Du Sens. Essais sémiotiques, París, Éditions du Seuil, 1970. Claude LÉVI-STRAUSS, “La structure des mythes”, Anthropologie structurale I, París, Plon, “Pocket”, 1958 y 1974. Paul RICŒUR, “Avant-propos”, Temps et récit, París, Éditions du Seuil, “Points”, 1983-1985, 3 vol. Tomo I: L’intrigue et le récit historique. 2. MITO Y SÍMBOLO Hasta aquí hemos desbrozado la relación entre mito y relato. Procedamos ahora al estudio de la función simbólica del mito. Gilbert Durand observa: L’utilisation systématique du symbolisme mythique […], chez l’auteur du Banquet et du Timée, suffit à nous convaincre que le grand problème platonicien était bien celui de la reconduction des objets sensibles au monde des idées, celui de la réminiscence qui, loin d’être une vulgaire mémoire, est au contraire une imagination épiphanique (L’Imagination symbolique, p. 24). La utilización sistemática del simbolismo mítico […], en el autor del Banquete y del Timeo, basta para convencernos de que el gran problema platónico era el de la reconducción de los objetos sensibles al mundo de las ideas, el de la reminiscencia que, lejos de ser una vulgar memoria, es al contrario una imaginación epifánica. ¿La función simbólica sería medianera entre la trascendencia del significado y el mundo de los signos concretos que, merced a ella, se convierten en símbolos? Para dar una respuesta, pondremos a continuación un caso en que interaccionan mito y símbolo. En la novela Nadja de Breton, el narrador nos cuenta el pasatiempo que la joven epónima encuentra en la pintura. Un día pinta una flor que representa a los dos amantes, otro día diseña el
  • 6. retrato de su amante con los pelos de punta… El dibujo que ahora nos concierne lleva fecha ― 18 de noviembre de 1926 ― y es bien preciso: … comporte un portrait symbolique d’elle et de moi: la sirène, sous la forme de laquelle elle se voyait toujours de dos et sous cet angle, tient à la main un rouleau de papier ; le monstre aux yeux fulgurants surgit d’une sorte de vase à tête d’aigle, rempli de plumes qui figurent les idées (Nadja, p. 95). … comporta un retrato simbólico de ella y de mí: la sirena, bajo cuya forma ella se veía siempre de espaldas y bajo ese ángulo, sostiene en la mano un rollo de papel; el monstruo de ojos fulgurantes surge de una especie de tiesto con cabeza de águila, lleno de plumas que representan las ideas. La Sirena es un animal mitológico plenamente integrado en nuestra cultura. En el dibujo en cuestión aparece de espaldas, con una larga cabellera y dos colas enroscadas. Atributos tradicionales (con la duplicidad de la cola como variación). El relato es breve, someramente descriptivo. El monstruo es también mitológico. Sus “ojos fulgurantes” bastan para caracterizarlo, las precisiones de su aparición le confieren su esencia mítica. “Sale de una especie de tiesto con cabeza de águila, lleno de plumas que representan las ideas”: arbitraria y esperpéntica visión explicitada. Ambas figuras representan a los amantes, según Breton son su “retrato simbólico”. Y, desde luego, el signo del trazado, el dibujo, no reenvía a dos animales míticos, un monstruo y una Sirena, sino que pretende significar, caracterizándolos míticamente, a los dos amantes. La significación misma entre sentido primario y secundario es compleja, no se establece por simple deducción y está fuertemente cargada de reminiscencias culturales y afectivas. El símbolo es un concepto maleable y maleado. No es fácil definirlo. Pero se puede estudiar de muy diversas maneras: bien como resultado de un proceso preconsciente, bien como procedimiento técnico de la expresión poemática, bien como signo cuya relación con el referente es convencional o no, y también como representación existencial del imaginario, es decir, como representación de una experiencia psicológica con implicaciones ontológicas y éticas. No conviene olvidar, fijándonos en estas últimas, su función didáctica, persuasiva, parenética, patente en la explicitación y aplicación de su filosofía secreta (Pérez de Moya). Así pues, por el ejemplo de Nadja, se comprueba cómo el símbolo recurre tanto a modos de representación como a modos de significación. De la confrontación de ambos modos con el símbolo podremos entender su naturaleza y relación con el mito. Conviene tener en mente que esta relación entre mito y símbolo no es clara: el enigma del símbolo exige una exégesis. Ahora bien, no hay exégesis sin contestación, y el desciframiento de los enigmas que plantean los símbolos no es una ciencia en el sentido moderno de la palabra. 2.1. La imagen y el signo simbólico 2.1.1. La imagen Entre los modos de representación se encuentran las imágenes plásticas y los sonidos. Son propios de la mímesis, modos de designación imitativos. (Dejamos de lado los sonidos). Hay varios estadios de transformación y comunicación por la imagen plástica o icono, reproducción o figuración de un objeto. Para nosotros, su examen es lo de menos. Nos interesa ante todo el tránsito de la imagen icónica a la imagen simbólica. Lo que lleva a considerar el significado encerrado en toda imagen, o sea, su funcionalidad contextual. 2.1.2. El signo simbólico y su problemática Entre los modos de significación se encuentran las palabras, los ideogramas y los signos convenidos, que proceden de modalidades de designación, arbitrarias o no. Son propios de la
  • 7. semiosis o producción de sentidos. (Estos signos son denominados símbolos por la lingüística de Peirce. No son los que nos interesan). Pero nos permitimos apuntar que sería un error pensar que una de las principales diferencias del signo simbólico respecto al signo lingüístico radique en el criterio de la artitrariedad: toda simbología remite a un código arbitrario y el orden de los signos se distingue del orden de lo real (Dubois). A la ilusión especular de la imagen corresponde la ilusión semiológica del signo, que consiste en confundir los signos con lo que designan. El símbolo no es moneda de cambio para todos los gustos. Dado su carácter polisémico, enigmático y emotivo, no extraña su incompatibilidad con determinados acercamientos epistemológicos ni su cercanía con otros. Veámoslo de la mano de Durand (L’Imagination symbolique). • En primer lugar, una serie de escuelas desconfían del valor hermenéutico del símbolo. Para Descartes, el mundo físico (res extensa) es solo figura y movimiento, es decir, reducible a geometría y álgebra. Incluso este reduccionismo matemático es aplicable a la sustancia pensante (res cogitans). Spinoza se ocupa de aplicarlo al Ser absoluto. La imaginación, ámbito por antonomasia del símbolo, es rechazada ― junto con la sensación ― por los cartesianos, para quienes el símbolo debe ceder el paso al signo y la simbología a la semiología. En esta misma línea, los positivismos de los siglos XIX y XX anatematizan la imaginación simbólica. A grandes rasgos, puede apreciarse este rechazo de la imagen a través del estatuto asignado a la pintura o a la escultura hasta el siglo XX. Su papel cultural sufre en un mundo que apenas le concede un valor ilustrativo y decorativo: el artista y su imaginación no deben iluminar, evocar ni, mucho menos, sugerir. En respuesta al racionalismo de las ciencias de la naturaleza, Freud resucita la creencia en la eficacia del psiquismo humano. Sin embargo, se le puede achacar cierto reduccionismo. Valga un ejemplo. Comúnmente se acepta que Minerva saliendo del cráneo de Júpiter simboliza el origen divino de la sabiduría; para el psicoanalista, por el contrario, esta imagen representa el nacimiento por la vulva. En última instancia, el pansexualismo lo explica todo. La sociología y la antropología cuestionan este reduccionismo. Para explicar las costumbres sociales, sobrecargadas de símbolos, ambas toman por modelo a la lingüística. Dumézil busca las semejanzas lingüísticas que permitan inferir semejanzas sociológicas. Así, en la antigua Roma coexisten tres capas sociales cuyo simbolismo religioso se corresponde con tres dioses latinos: Júpiter, Marte y Quirino. Esta tripartición coincide con una explicación funcional: Júpiter, su ritual y sus mitos, es el dios de los sacerdotes, Marte el de los caballeros guerreros y Quirino el de los agricultores, artesanos y comerciantes. Pero de un reduccionismo sexual expresado en términos de biografía individual (Freud), hemos caído en un reduccionismo antropológico propuesto en términos de semántica (Dumézil). La hermenéutica de Lévi-Strauss se basa sobre la infraestructura inconsciente de los fenómenos calcada sobre la lingüística; su mitología estructural toma por objeto las unidades significativas de la frase mítica, esto es, el mitema. Es conocido su estudio del mito de Edipo. El análisis pormenorizado de las afinidades entre los mitemas que lo componen evidencia la estructura y el sentido de este mito: se trata de un útil lógico encaminado a fines sociológicos, en concreto, a la resolución de la contradicción existencial entre el origen llamado “autóctono” del hombre y su filiación resultante de la unión de un hombre y una mujer. Estas explicaciones también tienen sus detractores. Una parte de la crítica les reprocha que no deshagan el nudo gordiano de la transcendencia del símbolo, reduciéndolo al signo. • En segundo lugar, una serie de escuelas confían más en el valor hermenéutico del símbolo. Una de las principales aportaciones de Jung ha sido la definición del arquetipo como estructura organizadora de las imágenes. Según él, la función simbólica conjuga dos elementos contrarios: la conciencia clara y el inconsciente colectivo. El símbolo adquiere en Jung un carácter benéfico: es constitutivo de la personalidad mediante el proceso de individuación. (Queda por recordar, a modo de reparo a Jung, cierta confusión entre la
  • 8. conciencia simbólica creadora del arte o de la religión y la conciencia simbólica creadora de simples fantasmas del delirio, el sueño y la aberración mental). Bachelard orienta su investigación fenomenológica tanto hacia la producción poética como hacia la ensoñación. Su cosmología de los cuatro elementos (agua, tierra, fuego, aire) no se reduce al conceptualismo aristotélico, sino que procede por progresivas ampliaciones, desde lo percibido por los sentidos (caliente, frío, seco, húmedo) hasta llegar al microcosmos humano y a su morada (la piedra, las vigas, el hogar, el pozo, la bodega…). Además, confiere un papel predominante a la infancia, arquetipo de la felicidad sencilla que nada tiene que ver con la perversidad polimorfa propugnada por Freud. Una nota curiosa: Bachelard afirma que el significante del arquetipo de la infancia es el olor. Pueden recordarse a este efecto el gusto de la magdalena y el perfume de la infusión de té en la obra de Proust. Hay como una epifanía que actúa simbólicamente como fuente de reminiscencia, en las flores secas, en el olor de los viejos armarios. Gilbert Durand instaura una teoría general del imaginario eminentemente integradora. Según él, no existe conciencia racional por un lado y fenómeno psíquico por otro: el imaginario constituye la totalidad del psiquismo. Durand distingue una serie de factores psicosociológicos (fuerzas de cohesión o regímenes ― diurno, nocturno ―) y psicofisiológicos (tres esquemas de acción ― distinguir, ligar, confundir ―, tres grupos de estructuras ― esquizomorfas o heroicas, sintéticas o dramáticas, místicas o antifrásticas ―, tres reflejos dominantes ― postural, digestivo, copulativo ―) que le permiten establecer una especie de mapa general de las principales categorías simbólicas. Durand sostiene la existencia de un vasto sistema de patrones antagónicos que permiten clasificar las civilizaciones en dos grandes grupos irreductibles: culturas de la idea y culturas de la visión, apolíneas y dionisíacas (por utilizar la nomenclatura de Nietzsche), discernibles en régimen diurno y en régimen nocturno. Todos los símbolos pueden ser clasificados en grupos isotópicos polarizados según este mismo sistema de patrones o de pertenencia. Hay, por lo tanto, dos tipos de hermenéuticas: las que reducen el símbolo al epifenómeno, al efecto, a la superestructura o al síntoma, y las que lo amplifican y se dejan llevar por su fuerza integradora. Ricœur denomina a las primeras “arqueológicas” (se zambullen en el pasado biográfico y sociológico) y a las segundas “escatológicas”. En las primeras, desmitificadoras, el filósofo incluye a Freud, Lévi-Strauss, Nietzsche, Marx… En las segundas, remitificadoras, a Heidegger, Eliade, Bachelard… Por supuesto, la lectura que ambas hermenéuticas hacen de los mitos es diametralmente opuesta. Ricœur lo demuestra recurriendo al mito de Edipo. La postura desmitificadora lo interpreta como el drama del incesto: movido por las pulsiones de su infancia, Edipo mata a su padre y se casa con su madre. La postura remitificadora lo interpreta como el drama de la verdad: movido por el descubrimiento de la verdad, Edipo busca al asesino de su padre. A la esfinge que representaba el enigma freudiano del nacimiento se opone Tiresias, el vate ciego que simboliza la verdad. La diferencia es notoria. Para Freud la ceguera de Edipo era un síntoma de un autocastigo, de una autocastración, mientras que para Ricœur la ceguera del héroe, le convierte en un nuevo Tiresias, permitiéndole acceder al conocimiento. Ahora estamos en condiciones de retomar el hilo de las relaciones entre mito, relato y símbolo. Cuando decimos que el mito es un relato simbólico indicamos sencillamente que, al incluir símbolos, vehicula un significado de tipo lógico-simbólico cargado de afectividad. En todo mito la simbolización está articulada con el relato: abarca personajes, lugares, tiempos, acciones y la dimensión sobrenatural, maravillosa, propia de todo referente trascendente. Ella se verifica tanto en la sucesión como en la recurrencia de temas y nexos lógicos que obran a favor de la coherencia de la que estamos hablando. Por un lado, la sucesión se verifica en la diacronía del relato, por otro, el despliegue temático y la recurrencia de los nexos es de orden paradigmático. Y tanto es así que confiere al relato una legibilidad de la que carecían los temas considerados aisladamente. De ahí la importancia de contextualizar los temas y no de aislarlos como mitemas.
  • 9. Dicho de otra manera: todo mito lleva una carga simbólica susceptible de formar parte de una nomenclatura, pero, a causa de que el símbolo significa más de lo que se encierra en su signo ― a diferencia de otros signos unívocos como el arquetipo o la alegoría ―, se puede poner en tela de juicio, por ejemplo ― que nos perdone la feliz memoria de Gilbert Durand ―, el que la rueda no tenga más significación imaginaria que el signo arquetípico del ciclo. Contextualizada, la serpiente, símbolo del ciclo, sin lugar a dudas, es polisémica y puede simbolizar tanto la transformación temporal, como la fecundidad, la perennidad ancestral… 2.2. El ejemplo del ángel caído Pondremos un ejemplo. A lo largo de la historia los escritores han adaptado temas y textos a sus cosmovisiones. Surge así una serie de relatos sobre un ser espiritual que infringe las reglas del ser soberano, es castigado por su desobediencia y pierde parte de sus atributos. Un arquetipo (el ángel), unos temas (la caída, el castigo) se conjugan en relatos cuyo protagonista simbólico (Lucifer) cobra una dimensión mítica en la literatura cristiana: el ángel caído. Es mito eximio por reunir todas las condiciones exigidas: carácter pretextual, cristalización textual mínima o sencilla, singularización espaciotemporal, significación de un acontecimiento, dimensión trascendente, respuesta a una pregunta sobre el origen, presente o futuro del hombre individual o colectivo. Históricamente, este mito se enriquece con un nuevo tema (la ascensión) y conforma un nuevo mito que entraña connotaciones simbólicas también nuevas en una época determinada de la literatura y el arte. Se trata de un caso particular: el ángel caído romántico, símbolo de la humanidad caída y redimida. El mito, sin dejar de serlo, se adecua como símbolo a una cultura determinada. Este carácter expansivo del mito angélico se desprende de su componente simbólica. Como Camus ha expresado, “un símbolo desborda siempre a quien lo utiliza y le hace decir en realidad más de lo que tiene conciencia de expresar” (Le Mythe de Sisyphe). Lo ejemplifica Camus en su libro, lo ejemplifica Giraudoux en su teatro. El proceso de simbolización de este ángel no ha sido inmediato ni espontáneo: requirió una intelectualización de su imagen, primero en los autores románticos, después en sus lectores. Supuso un movimiento conceptual que invirtió la caída en ascensión. Este proceso fue cultural, puede ser que sea antropológico. En efecto, si en los relatos de la antigüedad el ángel caído podía hacer referencia directa al renegado por antonomasia, a medida que transcurren los siglos (sobre todo con Orígenes y Plotino) el renegado asume de modo predominante una referencia metafórica al hombre y la sociedad. Esta traslación, latente en algunos escritos de la teosofía de los siglos XVII y XVIII, se torna patente en el siglo XIX, cuando las convulsiones sociales desestabilizan el Antiguo Régimen y anuncian una nueva primavera de la humanidad. En la época romántica, las promesas de progreso abundan. Son numerosos los pensadores y políticos que propagan ideologías liberalizadoras de la humanidad angustiada ― la obsesión exitosa del mito de Prometeo (encadenado y desencadenado) es una buena muestra de esta situación. No extraña que el anuncio del progreso humano, especialmente de las clases deprimidas, encuentre un eco fiel en las nuevas promesas de la remisión angélica: la rehabilitación del ángel caído significa la rehabilitación del hombre caído. Puede observarse aquí una concomitancia entre el plan salvífico divino y el plan salvífico humano. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está, por así decirlo, arraigado en su prehistoria teológica revelada. El Génesis ya había anunciado tanto la caída del hombre como su redención. Según la tradición romántica, la humanidad, a pesar de su degeneración en el decurso histórico, está llamada a una ascensión futura y definitiva. La prehistoria teológica se da como revelada, es decir, absolutamente indeducible del análisis de la experiencia histórica del hombre. Sin embargo, existe una singular concordancia entre la revelación y la experiencia en orden al fundamento constitutivo de la existencia humana. En el pensamiento judeocristiano, hay una continuidad entre el estado originario (o de
  • 10. naturaleza íntegra), el estado histórico (o de naturaleza caída) y el estado eterno (estado de naturaleza gloriosa del que gozarán los justos al final de los tiempos). Los poetas, impregnados de las ideas de progreso material y espiritual, no dudan en recurrir a la poesía, al teatro o a la epopeya para expresar de modo metafórico su convencimiento de la redención humanitaria, que habitualmente circunscriben al ámbito puramente social. Ahora bien, tales desarrollos románticos ya no concuerdan ni con los textos ni con la tradición de los que parten. La caída y la redención del ángel se distancian de su canon escriturístico y de su reflexión tanto rabínica como eclesiástica: ningún texto sagrado, ninguna escuela judía, ninguna definición cristiana expone la rehabilitación de los ángeles caídos. Aquí, como en otros aspectos, el romanticismo es ecléctico, tiende a conciliar tendencias opuestas: los textos sagrados con los apócrifos, la teología cristiana con los movimientos teosóficos y el pensamiento oriental. 2.3. Conclusión La imagen gráfica, la transcripción plástica, puede servir para duplicar ― lo hemos visto en el ejemplo de Nadja ― la imagen mental transcrita por el discurso. Pero no añade nada. A decir verdad, funciona como una ilusión especular, y traduce el deseo inquieto de que la imagen sea copia fiel de los modelos. Por el contrario, la imagen simbólica rompe todos los lazos con un modelo. Es imagen de un más allá. A pesar, pues, de lo que afirma Breton, su retrato de los dos amantes no es nada simbólico, es más bien alegórico. De ahí nuestra primera conclusión: distinguir entre imagen viva e imagen muerta si se pretende discutir sobre el simbolismo mítico. Ahora bien, ¿cómo distinguir entre imagen viva e imagen muerta? Será nuestra segunda conclusión. A partir de dos criterios de funcionalidad: la contextualización de la imagen simbólica dentro del relato y la consecuente dinamización que confiere a este su coherencia. A resultas de este proceso, una mitocrítica fecunda la narratología. Referencias textuales André BRETON, Nadja, ed. Dominique Carlat y Alain Jaubert, París, Gallimard, “Folioplus Classiques”, 2007. Referencias críticas Albert CAMUS, Le Mythe de Sisyphe. Essai sur l’absurde, París, Gallimard, “Folio Essais”, 1942. Claude-Gilbert DUBOIS, “Symbole et mythe”, Questions de mythocritique. Dictionnaire, dir. Danièle Chauvin, André Siganos et Philippe Walter, Paris, Imago, 2005, p. 331-348. Gilbert, DURAND, Les Structures anthropologiques de l’imaginaire, París, Dunod, 1969 (1960). ― L’Imagination symbolique, París, PUF, “Quadrige”, 2008 (1964). Claude LÉVI-STRAUSS, “La structure des mythes”, Anthropologie structurale I, París, Plon, “Pocket”, 1958 y 1974 : 240-249. Paul RICŒUR, Philosophie de la volonté: II. Finitude et culpabilité, pref. Jean Greisch, París, Points, “Essais”, 2009 (1960). ― Le Conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, París, Éditions du Seuil, 1969. Tzvetan TODOROV, Théories du symbole, París, Éditions du Seuil, “Points”, 1977.