Este documento es un catálogo de asombros de Javier Almuzara que contiene varios ensayos y reflexiones sobre literatura, música, arte y vida. El extracto presentado habla sobre la influencia del poeta Ángel González en la obra del autor, especialmente sobre cómo sus poemas enseñaron sobre la precariedad de la vida a través de metáforas sobre estatuas que se mueven bajo el agua y están sujetas a la corrupción a pesar de parecer eternas.
4. Quienes no sean insensibles reconocerán que deben
infinitos dones a infinitos seres y cosas y que sus acree-
dores son pirámides, pájaros, minerales, Emerson,
caras, inflexiones de voz, pueblos antiguos y moder-
nos, puestas de sol y palabras oídas al azar o, si se
quiere, que su múltiple acreedor es el universo
Jorge Luis Borges
7. cuidado, caen ángeles
D esde el principio estuve rodeado por un coro de ángeles
protectores: mi padre Ángel, mi hermano Ángel, mi ma-
dre María de los Ángeles, mi abuelo Ángel (al que no conocí).
Hasta mi tía Evangelina. Y no son los únicos. ¿Quién no se
sentiría así en la Gloria? Era lógico que un ángel tutelara tam-
bién mis desvelos líricos, ese intento de alcanzar la otra gloria.
Ángel González estuvo siempre entre mis lecturas desde que
cayó en mis manos su «Mensaje a las estatuas». Ahora recuerdo
una imagen de Gabriel Celaya, de estirpe surrealista y voca-
ción figurativa, que leí con posterioridad y a menudo asocio a
aquellos versos. Según esa metáfora clarividente, las estatuas se
mueven como buzos por el fondo del silencio. En el poema de
Ángel González el rigor mortis pétreo no es un gesto definitivo.
También el mármol egregio camina hacia la noche unánime, y
está sujeto a corrupción, y morirá un día, y será ruinas y polvo,
«indiferente mineral, hundido escombro», materia prima e in-
culta de nuevo. Ni siquiera la sucesión de Pedros y Piedras que
perpetuaba la estolidez del dogma en uno de sus más célebres
poemas era infinita. Ángel González fue el primero en enseñar-
me la lección de la precariedad.
Luego vendrían otras estatuas, como la de C. S. Lewis. Era
un católico británico, y ese oxímoron se resolvía en notorias
polémicas a las que también fueron apasionados adictos otros
devotos de la paradoja como G. K. Chesterton o Hilaire Be-
lloc. Para explicar el arduo amor de Dios por sus criaturas, el
autor de las Cartas del diablo a su sobrino recurrió al mito de
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8. Pigmalión. El célebre escultor se había enamorado de su pro-
pia obra de arte, hasta el punto de pedirle para ella a la diosa
Afrodita cierta gracia que excedía sus facultades creativas: el
aliento de vida.
C. S. Lewis pronunció una serie de conferencias multitudi-
narias en las que justificaba la existencia de Dios por sus apa-
rentes dobleces: la enfermedad, el dolor, la fatalidad o las catás-
trofes naturales. Decía que esos eran los golpes de maza y cincel
con que el Supremo Hacedor iba obrando el milagro del arte,
igual que Miguel Ángel desnudaba la piedra inerte para dar a
luz la escultura que escondía en sus entrañas. Ese argumento
ontológico de la belleza tiene un talón de Aquiles contra el que
se me ocurrió lanzar una flecha en forma de epigrama:
Porque el férreo cincel
de su alta disciplina
en sustancia sensible
destruye lo que crea.
El artista es sin duda insuperable,
tan solo equivocó los materiales,
que no somos de piedra.
El destino pondría a prueba los principios de C. S. Lewis re-
galándole un amor tardío para arrebatárselo con la muerte pre-
matura de su amada. Reconstruir la propia escultura, el ideal
por el que todo tenía sentido, fue la obra más hermosa de su
vida. De ese apasionante esfuerzo dejó emocionada constancia
Una pena en observación.
Fernando Beltrán me recuerda esa historia mientras cuen-
ta su propia peripecia en el homenaje a Ángel González. Una
radical e intransigente rebeldía le distanció de su padre muy
joven, y ahora su hija adolescente le hace pagar con creces el
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9. dolor que no supo evitar a quien nunca dejó de quererle. Por
oposición a su padre, ella detesta a los poetas. «¡Puto mundo!»
es su nihilista desprecio de todo. Para intentar reconciliarla
con su mundo, Fernando Beltrán le dijo que ese era el título
del primer libro de Ángel González. El recelo no pudo con la
curiosidad, y ahora ella lee a escondidas aquel remoto Áspero
mundo. Él no quiere interferir en el milagro, y ella ignora que
su padre está en el secreto. La comunicación inteligente suele
empezar por un silencio oportuno.
Ángel González fue siempre partidario de la felicidad. Le
gustaban las causas perdidas y nobles. Era pesimista, como
todo optimista bien informado, e idealista, como todo pesi-
mista bien formado. Sin esperanza, con convencimiento afrontó
la cumbre de su vida. No creía en el presente, ni siquiera en el
porvenir, que nunca llega, pero tenía una fe ciega en el futuro.
Como en «El insomnio de Jovellanos» soñado por Luis García
Montero, sabía que en ese reino irrenunciable le aguardaba un
hombre más feliz en un país más libre. Y llegó a conocer aquel
futuro. Aprendió a asumir las derrotas para no darse nunca por
vencido y, como en el epitafio de Robert Frost, mantuvo una
riña amorosa con el mundo.
El propio García Montero recordaba que Ángel González
había aprendido a decir las cosas importantes en voz baja; por
recelo, por pudor y sobre todo por convicción estética, para evi-
tar que la amplificación de la retórica distorsionara su verdad
falseándola. Tenía fe en la palabra y confiaba en la belleza selecta
de su simplicidad. Leyendo los versos esclarecidos y transpa-
rentes de Palabra sobre palabra, comprendemos que lo que está
bien pensado queda tanto más claro cuanto menos alto se dice.
Antoine de Rivarol afirmaba que muchos escritores están
convencidos de haber hecho pensar a sus lectores cuando solo
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10. les han hecho sudar. Ángel González era la claridad, esa elegan-
cia del pensamiento, en persona. El don de la ebriedad ilumi-
naba sus noches; pero el alcohol no se le subía a la cabeza, sino
a los pies, como le gustaba decir. No perdía el hilo del discurso,
sino el paso. Dio alguna que otra vez con sus huesos en el suelo,
pero nunca como ahora.
Ángel González siempre conservó la memoria amarga y la
grave lucidez del uso pleno de la razón. Fue testigo de un tiem-
po hostil, propicio al odio, y dejó el más alto testimonio de
ese áspero mundo en sus versos, llenos de datos biográficos y
verdades incómodas. Sufrió en carne propia el íntimo desgarro
de la guerra civil, y arrojó luz sobre la grisura de la España
empobrecida y mezquina del franquismo. Ángel fieramente
humano, fue un hombre de su tiempo (un tiempo ya vencido),
también en sus versos (sin fecha de caducidad).
Ante la muerte, o nos quedamos mudos, o decimos tonte-
rías. Hace algún tiempo, el fallecimiento del actor Christopher
Reeve fue anunciado con la habitual torpeza, a la que en esta
ocasión se unía un involuntario sarcasmo. Recuerdo haber leído
que Superman ya no volvería a volar. No sé en qué borrosas
cumbres se gestó el dislate, pero está claro que el héroe invicto
iba a seguir prodigando su vuelo benefactor, mientras el hombre
que lo encarnara, reducido a una silla de ruedas por un acciden-
te ecuestre, dejaría de luchar en vano por volver a caminar.
Junto a la iglesia veneciana de Santa Maria della Salute po-
día leerse la siguiente advertencia: «Cuidado, caen ángeles».
Los ángeles de piedra se derrumban, como los de carne y hue-
so. También cayó Ángel González para no levantarse más. Era
inevitable. Sus versos, sin embargo, no están sujetos a la ley de
la gravedad, según la cual todo lo que es atraído por la tierra
termina cayendo por tierra, tarde o temprano. Nada grave se
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11. titula precisamente su conmovedor poemario póstumo. Ches-
terton decía que los ángeles vuelan porque se toman a sí mis-
mos a la ligera. Los versos de Ángel González no tienen otro
lastre que el de su dolor, y aun ese encuentra en sus grandes alas
de cadenas más autoironía que autocompasión:
Y me vuelvo a caer desde mí mismo
al vacío,
a la nada.
¡Qué pirueta!
¿Desciendo o vuelo?
No lo sé. Recibo
el golpe de rigor, y me incorporo.
Me toco para ver si hubo gran daño,
mas no me encuentro.
Mi cuerpo ¿dónde está?
Me duele solo el alma.
Nada grave.
El epitafio de Ángel González es toda una declaración: «Este
amor, ya sin mí, te amará siempre». Esa es la tarea más hermo-
sa. Pon lo mejor de ti lejos de ti para que no se pierda contigo.
Amigo Ángel, lo conseguiste. Los que te conocieron aún lloran
tu pérdida, «pero cuánto nos dejas al dejarnos», por decirlo con
las palabras inolvidables de José Luis García Martín. El lector,
ya sin ti, te leerá siempre.
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