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{originalrecibido:15/08/2009·aceptado:19/02/2010}nomadas@ucentral.edu.co·Págs.235~246
Este trabajo realiza una lectura heterodoxa de la novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo. Lectura que inte-
rroga el texto a través de categorías como raza, masculinidad y sexualidad y, con ellas, muestra unas condiciones
ligadas al proyecto de formación del Estado nacional colombiano.
Palabras clave: raza, masculinidad, género, sexualidad, paisaje.
O trabalho faz uma leitura heterodoxa da novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo. A leitura apresentada
questiona o texto da obra através de categorias tais como raça, masculinidade e sexualidade e, com as categorias,
revela algumas condições ligadas ao projeto de formação do estado colombiano.
Palavras chave: raça, masculinidade, gênero, sexualidade, paisagem.
This paper makes a heterodox reading of Bernardo Arias Trujillo’s novel Risaralda. The reading questions the text
using categories such as race, masculinity and sexuality and, with them, shows some conditions linked to the project
of the construction of the Colombian national state.
Key words: race, masculinity, gender, sexuality, landscape.
RAZA, MASCULINIDAD Y SEXUALIDAD:
UNA MIRADA A LA NOVELA RISARALDA DE
BERNARDO ARIAS TRUJILLO*
* El presente trabajo es un producto derivado de la investigación en curso “Cuerpos precarios, sujetos ingobernables. Reflexiones desde
la antropología histórico-pedagógica sobre los discursos de la educación sexual en Colombia” (título tentativo). Lo planteado aquí no hu-
biera sido posible sin el apoyo de Richard Mangas y las precisiones del profesor Albeiro Valencia Llano.
** Psicólogo, Magíster en Psicología. Candidato a Doctor en Educación, línea de Pedagogía Histórica e Historia de las Prácticas Pedagógi-
cas, Universidad de Antioquia. Becario de Colciencias. Miembro del Grupo de Investigación sobre Formación y Antropología Pedagógica
e Histórica (Formaph)-Facultad de Educación-Universidad de Antioquia, Medellín (Colombia). E-mail: alexdehg@yahoo.es
Alexánder Hincapié García**
Race, masculinity and sexuality: An approach
to Bernardo Arias Trujillo’s Risaralda
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Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 |
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La quiere como a un lindo juguete,
porque limpia sus nostalgias con
paños de cariño y ademanes sabrosos
de hembra en celo, pero teme unirse
a ella con vínculos indestructibles.
Tiene miedo de verla envejecer, de
presenciar día a día cómo se destiñe su
belleza magnífica, y siente repulsión
de que ella logre coartar su libertad
de llanura, cuando en un arranque
de aburrimiento y de saudades por
regiones distantes, el amor a su negra
lo prive de soltar las amarras de su
nave hacia otros horizontes de lucha.
Bernardo Arias Trujillo
Entrada
R
isaralda es una novela del
escritor caldense Bernardo
Arias Trujillo. Publicada por
primera vez en 1935, ha sido conside-
rada, por mucho tiempo, como una
de las obras más importantes de la li-
teratura colombiana. Arias Trujillo, al
igual que Ricardo Güiraldes, Rómulo
Gallegos y José Eustasio Rivera, ex-
plora literariamente el intrincado
proceso de formación y construcción
de las identidades nacionales cuando
dicho proceso, como en el presente,
se torna problemático, en tanto no es
posible establecer sin luchas, desen-
cuentros y exclusiones, desde cuáles
criterios identitarios los habitantes de
una región han de ser considerados
parte de una nación y, por lo mismo,
responsables de enarbolar los ideales
de la patria.
Raza, sexualidad e
identidad: breve
excursión por algunos
apartes del siglo XIX 		
y comienzos del XX
Las teorías culturales contemporá-
neas se han visto requeridas para teo-
rizar múltiples aspectos de la vida so-
cial y cultural que se pensaba podrían
estudiarse de manera aislada. Sin
embargo, conforme los estudios de
género, de la sexualidad, de la raza y
de clase social se van refinando, se ha
hecho palpable que un punto de arti-
culación de la vida social es el cuerpo.
Como sugiere Foucault en su obra, el
cuerpo es lo que hace posible la go-
bernabilidad a través de sus distintos
dispositivos. Sin embargo, el cuerpo
no es esa porción del sujeto que se
define en abstracto como si su mis-
ma construcción no fuera deudora de
las marcas que lo hacen posible. Por
lo tanto, las teorías culturales con-
temporáneas han acogido la tarea de
teorizar la simultaneidad con la cual
los cuerpos son construidos, a la vez,
como raza, sexo, género, sexualidad y
clase social.
Risaralda explora múltiples tensio-
nes culturales. Una de ellas estriba
en la cualidad racial de los personajes
de la novela. Permanentemente, el
narrador intenta resolver su posición
ambivalente con respecto a las iden-
tidades raciales negras y blancas. De
hecho, un intento se encuentra en el
mestizaje que se avizora al final de
la obra. Asimismo, dichas tensiones
hacen alusión a un pasado cercano
–mitad del siglo XIX y comienzos del
XX– cuando se jugaba la consolida-
ción del Estado nacional. El negro es
representado en Risaralda como una
diferencia que postula la tiranía de la
civilización blanca: los valores civili-
zatorios, para bien o para mal –si se
quiere moralizar–, aparecen como lo
propio del hombre blanco. El narra-
dor de Risaralda lamenta que Sopin-
ga, la tierra donde los negros resisten
la civilización y el matrimonio cristia-
no –si es que ambas cosas no vienen
juntas–, termine siendo rebautiza-
da con un cristiano, casto e insípido
nombre: La Virginia. Risaralda dista
mucho de ser la narración idealizada
de sí con la cual las élites criollas gus-
taban representarse –“blancura”, re-
finamiento, educación y cuerpos que
jamás habían trabajado la tierra–.
Apela al carácter cotidiano de las lu-
chas de los hombres para hacerse a
un lugar en el mundo. De hecho, los
personajes masculinos sobre los cua-
les recae la fuerza y el drama de la na-
rración, son descritos como valientes,
viriles y con carácter, muy diferentes
a los “señoritos” de ciudad que “[…]
no son machos como ellos, sino una
especie de andróginos, afeminados y
cobardones” (Arias, 1959: 145). Seres
precarios que le imponen al campo los
caprichos de la ciudad y que con pan-
talones ajustados “[…] forran la pier-
na con presumida mariquería” (145),
sin avergonzarse por llevar una vida
no hecha para los machos1
.
En Risaralda, el paisaje hostil es la
amenaza de todos los hombres, sin
embargo, la mirada del narrador so-
bre ellos permite realizar una lectura
diferencial conforme a las relaciones
entre raza, masculinidad, sexualidad
e ideales nacionales. Habrá que re-
cordar que apenas entrado el siglo
XIX, comienza a forjarse un mito har-
to productivo –hasta el presente–, di-
cho mito es lo que Lasso (2007: 32)
ha nombrado como el mito republi-
cano de armonía racial, el cual bus-
caba sostenerse a partir de producir,
en el imaginario social, la fantasía de
vivir en una tierra con una identidad
nacional cifrada en la igualdad y la
fraternidad entre las razas2
.
En 1810, en el contexto de las cor-
tes del Imperio español –incluyendo
las cortes de las Indias americanas–,
se habló de aumentar las oportunida-
des de participación para la casta en
alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo
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ascenso de los mestizos; no obstante,
la inclusión de los negros y los mula-
tos se tornaba harto diferente y poseía
menos partidarios. Los indios figura-
ban nominalmente como libres fren-
te a la Corona española, no tanto por
una mejor consideración, sino por ser
representados, con respecto al negro,
como taciturnos, perezosos, débiles y
no aptos para el trabajo. Se trataba,
pues, de un reconocimiento o, más
bien, de una protección que los afir-
maba negándolos a través de la des-
valorización. Por otra parte, que los
negros libres y los mulatos fueran in-
tegrados como iguales dentro del Im-
perio era discutible (Lasso, 2007). En
síntesis, había razones para creer que
esas gentes eran inasimilables. Den-
tro de los imaginarios sociales predo-
minaba la idea de que la sangre india,
paulatinamente, podría blanquearse
–claramente, era sangre más débil–,
pero la sangre negra era irredimible.
Desde la sociología espontánea de las
élites criollas se sostendría que “en el
momento en que la sangre se ‘conta-
minaba’ con elementos negros, la po-
sibilidad de redención se tornaba im-
posible” (Castro-Gómez, 2005: 75).
Sin embargo, las mismas élites apro-
vecharon las conflictivas reflexiones
en torno a la identidad racial de los
negros y produjeron una retórica na-
cionalista que, por oposición al Impe-
rio, sí reconocía una fraternidad en-
tre las razas. Dicho de otra manera,
se insistía en la verdad del mito repu-
blicano sobre la armonía racial, para
poder agenciar la participación de los
negros y los mulatos en el proceso de
las luchas por la independencia (Las-
so, 2007).
Rojas (2001) ha dicho que el mes-
tizaje cobró especial importancia en
el proceso civilizatorio en Colombia
después de su ruptura con la Corona.
Sin embargo, sería un mestizaje que
paulatinamente habría de blanquear
la nación, en detrimento de una di-
ferencia bárbara representada por el
indio y el negro. Entonces, mestiza-
je sí, pero repudio a la diferencia que
representan esas otras apariencias no
blancas y esas otras diferencias cultu-
rales. En definitiva, para el caso del
negro, el mestizaje se tornaba pro-
blemático porque, a los ojos del blan-
co, el negro se resistía a dejar de ser
negro. Si la apariencia, en cierto sen-
tido, se podía atenuar, la diferencia
cultural parecía constituir uno de los
más grandes escollos que, a veces, ni
la misma religión lograba debilitar.
Nada parece hacer suponer que,
efectivamente, el mito republicano
de armonía racial, tan útil en el siglo
XIX y en pleno proceso independen-
tista, habría de hacerse realidad en el
siglo XX. Miguel Jiménez López, por
ejemplo, sostenía con pesimismo que
la raza colombiana estaba degenera-
da. Por lo mismo, las intervenciones
para disciplinarla serían insuficientes
puesto que la gravedad de la degene-
ración, más que por aspectos sociales,
radicaba en la mezcla, desafortunada,
de tres razas. Laurentino Muñoz, co-
nocido por su trabajo La tragedia bio-
lógica del pueblo colombiano (1935),
se inclinaba, como sostiene Castro
Gómez (2007), por sugerir que el Es-
tado interviniera activamente en la
vida privada de la población. De he-
cho, requería procurar políticas des-
tinadas a sancionar, desestimular o,
incluso, prohibir determinados tipos
de relaciones. Para Muñoz, contrario
a Jiménez López, no eran las condi-
ciones dictadas por una biología ra-
cial deficiente lo que determinaba las
características de la raza colombiana,
sino la falta de higiene, de alimenta-
ción adecuada y de condiciones salu-
dables para el trabajo. No obstante,
seguía estando muy presente, en el
pensamiento de los intelectuales del
siglo XX, la idea en torno a la inferio-
ridad de algunas razas con respecto a
otras. Si Muñoz proponía una inter-
vención pedagógica del Estado para
prohibir relaciones entre sujetos no
aptos por haber contraído enferme-
dades transmisibles, Jiménez López
proponía, a su vez, una intervención
estatal para poblar (Castro-Gómez,
2007 y Restrepo, 2007) o repoblar el
país con sangre blanco-germana. Una
intervención no para mejorar la situa-
ción de los individuos –degenerados
ya existentes–, sino una intervención
político-sexual en la que se decidía
qué apariencia era deseable para ser
un colombiano no degenerado.
Se trataba de una intervención po-
lítico-sexual de las relaciones –obvia-
mente, hombre-mujer– en las que,
probablemente, las mezclas interra-
ciales requerirían ser examinadas
exhaustivamente. Por su parte, los
personajes de Risaralda dirán que
la negra es para el negro y, sobre ese
“derecho”, el hombre blanco no de-
bería intervenir para malograr a la
negra. Del mismo modo, al hombre
blanco le es propio querer gozar de
las carnes ardientes de una negra,
sin que eso signifique alterar las di-
visiones sociales –naturalizadas– en-
tre blancos y negros. Tal como sugie-
re Fassin (2008), la raza, el sexo, el
género y la sexualidad no son asun-
tos meramente biológicos, sino partes
constitutivas de las relaciones socia-
les, tan determinantes como la mis-
ma clase social. Asimismo, esas par-
tes no están separadas de los ideales
de formación del Estado nacional.
Frantz Fanon ha sido uno de los in-
telectuales que más ha aportado al
trabajo de examinar las tensiones cul-
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Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 |
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ana adarve | Nodos. 50 x 150 cm. Fotografía a color, 2000.
turales que suponen la situación so-
cial, la clase social y la psicología del
negro –como la del blanco–, y que
han podido mantener la endémica
representación que degrada al negro.
Curiel (2007) afirma que Fanon no
elaboró su trabajo incorporando ca-
tegorías como sexo y sexualidad. No
deja de sorprender el señalamiento
que hace Curiel, en tanto Fanon bien
demuestra que para la mujer antilla-
na casarse con un hombre negro sig-
nifica un salto hacia atrás en el proce-
so de blanqueamiento. El imaginario
de las mujeres antillanas estaría po-
blado de fantasías en torno a la lle-
gada de románticos y sensuales hom-
bres blancos que vendrían por ellas,
para limpiar la mancha racial que
se lleva por tener un pasado negro.
Concretamente, Fanon se pregunta:
“¿Puede haber, en efecto, una mulata
casada con un negro? Porque, com-
préndase de una vez, hay que sal-
var la raza” (1973: 45). Difícilmente
se encontrará a mujeres no dispues-
tas a salvar la raza y mejorarla por el
bien de la nación. A su vez, el mismo
Fanon supondrá, y se esforzará por-
que quede claro, que en las Antillas
no existe la homosexualidad… nunca
se ha conocido. Excepto por varones
que viajan a Europa y gustan de ha-
cerse pasivos. La ansiedad de Fanon
intentando mostrar una masculinidad
incorruptible por el homoerotismo y
la pasividad –como si ambas cosas,
necesariamente, se implicaran–, de-
muestra que incluso para elaborar
una teoría sobre la opresión racial o
sobre los aspectos que definen una
nación, es imposible no entrar en
consideraciones acerca del sexo, el
género y la sexualidad. Fanon, sor-
prendentemente, dirá que: “El ser
amado me respaldará en la asunción
de mi virilidad” (1973: 34). Con ello,
está implicando que la situación del
hombre negro es indisociable de la
mujer (¿negra?) que lo ama, mujer
que el negro, angustiosamente, recla-
ma para poder conservar su masculi-
nidad amenazada por el blanco que,
básicamente, duda de que el negro
pueda ser un verdadero hombre. El
negro deviene para el blanco como
una bestia fálica, en exceso, al tiem-
po que es un niño perpetuo, incapaz
de gobernarse a sí mismo. Si se mira
de cerca, la identidad construida para
el hombre negro es un imposible, es
inabarcable por un cuerpo, en tanto
debe soportar las marcas que obje-
tan esa corporeidad y la ambivalencia
que supone ser temido tanto como
admirado.
De igual modo, hay una sexualidad
negra, el blanco lo supone: esas cria-
turas tienen sexo “Dios sabe cómo
hacen el amor, debe ser algo terro-
rífico” dirá el blanco en palabras de
Fanon (1973: 131). El blanco imagi-
na ese sexo, esa sexualidad, pero no
debe hacerlo; de la misma manera
que no puede –y lo hace– imaginar-
recrear a sus padres teniendo sexo.
Imagen primaria de la sexualidad
que, a su vez, es la imagen imposible
por la que se experimenta una an-
gustia intolerable. El sexo y la sexua-
lidad negra son para el blanco, tal
como sugiere Fanon, otra imagen
primaria que coloniza su mente con
el compromiso de luchar por borrar-
la, aunque nunca pueda hacerlo. En
síntesis, se está afirmando que Fa-
non se sitúa en una posición hete-
rosexual –¿libre, entonces, del sexo
y la sexualidad como categorías, tal
como sostiene Curriel?–. Defiende
la virilidad del hombre negro por-
que no ser un hombre de verdad
es una derrota para el pensamiento
heterosexual; no poder demostrar
la hombría, en el caso del negro, es
la prueba angustiosa y no deseada
de que los límites trazados para ser
hombre no son definitivos, siempre
se negocian y se tienen que luchar.
Como dirá Butler:
Puestoquelasnormasheterosexua-
les de género producen ideales
inaccesibles, podemos decir que la
heterosexualidad opera mediante
la producción regulada de versio-
alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo
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nes hiperbólicas del “hombre” y
de la “mujer”. En su mayor parte
se trata de representaciones que
ninguno de nosotros elige, pero
con las cuales estamos obligados a
negociar (2002: 73).
El negro, tanto como el indio y el
homosexual, tiene que confrontar,
con dolor, las versiones heterosexua-
les acerca de la virilidad, versiones
que conciben como ideales de mas-
culinidad, la templanza, la racionali-
dad y el orden, cualidades exclusivas
del hombre blanco. De cierta mane-
ra, lo que se termina demostrado en
torno a la naturaleza del negro –y en
torno a cualquier diferencia que no
se ajuste al ideal regulatorio–, es que,
por principio, se recurre a construir
una relación que articula fisonomía y
condiciones morales. Hering Torres
(2007) dirá que representar al indio
y al negro como moralmente infe-
riores –cuando no física, racial y es-
téticamente repulsivos–, ha servido
para justificar cualquier intervención
que tenga por propósito corregirlos,
educarlos, civilizarlos o exterminar-
los. Es la representación del indio y
del negro, como seres fundamental-
mente inferiores y deplorables, lo
que permite que, sin contradicción
ética, sean objeto de intervenciones
brutales. Pero esas intervenciones no
se han hecho sin incorporar, implícita
o explícitamente, consideraciones de
sexo, género y sexualidad.
Situados en la segunda mitad del si-
glo XIX y en la primera mitad del XX,
contexto que escenifica Arias Trujillo,
sería imposible sustraerse a un asunto
prioritario: la formación de los idea-
les nacionales. Risaralda, reconoci-
da en Hispanoamérica como una de
las primeras novelas de negritudes,
advierte el aspecto racializado de los
cuerpos y brinda los elementos para
reflexionar sobre la formación de los
ideales nacionales, no sólo desde la
perspectiva de las tensiones raciales,
sino también desde la consideración
de otras marcas corporales, entre és-
tas, el sexo y la sexualidad.
Risaralda y el canto a
los machos paisas
En este punto se torna necesario
mencionar que Risaralda, definitiva-
mente, constituye un canto a la mas-
culinidad y sus valores; dicho aspec-
to aparece reiterado en la novela a
través de la permanente iluminación
con la que los personajes masculinos
son resaltados. Urgidos, pues, por
comprender la relación entre mas-
culinidad y nación, planteamos que
la masculinidad se produce median-
te prácticas socioculturales que, jus-
tamente por su insistencia y reitera-
ción, se naturalizan. La modernidad,
entiéndase bien, se construye desde
la perspectiva del sujeto masculino
(Millington, 2007). A su vez, ese suje-
to sirve para forjar la norma y el punto
de referencia a partir del cual se pue-
de juzgar a la humanidad. Más aún,
lo masculino, ligado al proyecto de
la civilización y el progreso, es tam-
bién representado como una condi-
ción que encarna en un cuerpo blan-
co. La masculinidad, entonces, no
sólo se constituye en el criterio con
el cual lo humano alcanza su condi-
ción ideal, sino que funciona como la
norma con la cual cuestiones de raza,
género y sexualidad son interpeladas.
Ya se ha mencionado, por ejemplo,
que Fanon (1973) busca por todos
los medios recuperar las condiciones
que harían posible una subjetividad
viable para el hombre negro, libre de
la opresión colonial. Pero, precisa-
mente en su lucha contra la colonia-
lidad, termina incorporando criterios
de exclusión colonial en el momento
en que encuentra inviable una sub-
jetividad homoerótica negra, puesto
que la homosexualidad es inexistente
en la vida del hombre negro –la ho-
mosexualidad es la condición negada
para ser un antillano–. Dicho de otra
manera, la construcción de la mascu-
linidad es deudora de insistentes ne-
gaciones y renegaciones que definen
lo masculino, particularmente como
aquello que no es-no puede ser (in-
fantil, femenino, homoerótico, negro
o emocional). No pocas veces, cuan-
do los subalternos intentan reelaborar
los términos de la masculinidad (tó-
mese el caso de Frantz Fanon), lo han
hecho sojuzgando condiciones otras
que se consideran incompatibles con
los reclamos propios de la descoloni-
zación; también la mirada subalterna
puede ocluir las posibilidades de reco-
nocimiento de formas de lo humano
que no han alcanzado una represen-
tación, en tanto se juzgan inexistentes,
inadecuadas o inviables.
A continuación se desarrollarán tres
ejes analíticos con respecto a la nove-
la Risaralda de Arias Trujillo. El pri-
mero se centra en la narración de los
orígenes de Sopinga, pueblo fundado
por negros que aspiraban a escapar
de la tiranía del blanco. El segundo
recoge sus elementos de la aparición
de Juan Manuel Vallejo en Sopinga,
hombre joven y blanco que irrumpe
para enamorarse de una mujer mu-
lata: la joya deseada y jamás poseída
de Sopinga. Juan Manuel, de cier-
ta forma, representa la ambivalencia
con la que la conciencia blanca asu-
me la diferencia cultural y las rela-
ciones interraciales. El tercer y últi-
mo eje analítico corresponde a Víctor
Manuel Restrepo –“Víctor malo”–,
hombre blanco, humilde e inconfor-
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Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 |
{242}
me, que toma la ley por sus propias
manos, y lamenta un destino que no
le posibilitó otra vida. Sin embargo,
se podría sospechar que, en realidad,
“Víctor malo” no deseaba otra vida,
más bien, se esforzaba por morir en
su ley. Tres ejes analíticos atravesa-
dos por la relación entre raza, mas-
culinidad y sexualidad que sostiene
el trabajo.
Los negros bárbaros
“Pero un día, un negro desvirgó la pu-
bertad de la montaña. Vino, caballero
sobre una balsa, en gitano errabun-
daje huyendo de la guerra civil, y allí
plantó su tienda, absorto ante este va-
lle de dicha, abrigado por dos cordi-
lleras y ceñido por dos ríos fraterna-
les” (Arias, 1959: 2). En ese paraíso el
río Cauca procedía su rumbo hacía el
río Magdalena, igualmente, el río Ri-
saralda abría su esplendor a un por-
venir que no conocía. El negro Salva-
dor Rojas, probablemente en los años
cincuenta del siglo XIX, hizo suyo el
valle de ensueño. Participó a otros
negros su descubrimiento, ahora su
tierra, y “diez o doce andarines de
ébano se reunieron allí, anclaron sus
ensueños en tierra tan querendona, y
nombraron el lugar ‘Sopinga’, apela-
tivo sonoro, muy bien puesto, de sa-
bor negruzco y fácil deletreo” (Arias,
1959: 2). Muy pronto, negros, mula-
tos y zambos de Antioquia y del Valle
del Cauca se apasionaron con la pro-
mesa de una tierra libre, fértil y bon-
dadosa: lejos del blanco. Ya nunca
más sus espaldas conocerían la fuer-
za y el odio cristiano del verdadero y
único Dios del amor, la fraternidad y
la igualdad entre los hombres.
“El amor libre era de muy buen re-
cibo entre los habitantes risaraldinos
de Sopinga. Las negras tenían un na-
tural modoso y sumiso, pero era un
misterio saber si en realidad amaban
a sus hombres. Obedecían ciegamen-
te a los varones y estos las trataban
con rudeza silvestre” (Arias, 1959: 7).
Los hombres negros concebían a las
mujeres como su propiedad. De ese
mismo modo, las mujeres aceptaban,
“naturalmente”, dicha situación y no
permitían que nadie se inmiscuyera
en el trato que sus maridos les daban.
El amor de los sopingos era áspero,
dominante y, sin embargo, se reco-
nocía la posibilidad de intercambiar
amistosamente a las mujeres. Ahora
bien, si algún hombre se empeñaba
en tomar posesión de mujer ajena
por la fuerza, debía luchar a muerte
por ella. De ser vencedor, ese hom-
bre sería aceptado calurosamente por
la negra como su hombre. Es el caso
de Juancho Marín encaprichado con
la mujer de Cristóbal Murillo. Entre
el desafío y la lucha por una mujer,
Juancho le asesta el golpe mortal a
Cristóbal diciendo:
—¿Quieren ver cómo se va pal otro
toldo un negrito destos? Vean…
Y diciendo esto, asesto un mache-
tazo perfecto, matemático, preciso,
sobre el pescuezo del adversario.
Le rebanó la cabezota con la sabi-
duría de una guillotina. La tomó de
las greñas, alzóla hasta la altura de
sus ojos, la miró chorrear con des-
precio, y arrojándola nuevamente al
suelo dijo:
—¡Qué lastima! Después de
todo mi compadre ni an era mala
persona. L’ he ganado porque soy
machito, pero sepan mis señores,
que el finao no era ningún pendejo.
Sia defendío como un tigre (Arias,
1959: 9).
Rita, la mujer de Cristóbal, recono-
ció que su marido no era ningún pen-
dejo y que con su machete envío al
otro lado a más de un cristiano. Por lo
mismo, si Juancho a bien tuvo probar
mayor hombría, ella gustosa lo acep-
tará y coqueteará para encender la
pasión del negro vencedor. Este tipo
de situaciones en Sopinga, se con-
vierten en acontecimientos que sir-
ven para intensificar los motivos que
tienen los negros para celebrar. Juan-
cho y Rita, a los ojos de la negritud,
ya son el uno del otro y no necesitan
de los ritos cristianos para confirmar-
lo. La semana finaliza y los negros or-
ganizan sus jolgorios. Juancho y Rita
están presentes, ahora, frente a todos
como marido y mujer. Se abren paso
entre la multitud de la fiesta y bai-
lan… bailan el baile de las nupcias. La
voz de la algarabía negra les pide que
repitan la danza, a lo cual Juancho res-
ponde que no es posible porque esa
fue la danza del casorio, falta el bai-
le del velorio en homenaje a Cristóbal
Murillo. Juancho invita a Rita y vuelve
a comenzar la escenificación negra de
sus inclinaciones profundas:
Desde un extremo del salón em-
piezan a bailar el currulao, una
especie de cumbia del Pacífico
puramente africana. Juancho co-
mienza por mover todo el cuerpo
como un médium en trance y
Rita lo hace con más sensualidad
aún, como si estuviera gozando
la sensación del orgasmo. Mueve
las caderas con un ritmo de mar
porque el baile es costanero, y se
va acercando, acercando, con los
pies resbalados contra el suelo,
ceñidas las rodillas, y todo el cuer-
po en movimiento. Ella se menea
como ofreciéndose en goce, como
urgiendo ávidamente la posesión.
Él, a su turno, trémulo de apetito,
se mueve con ese moverse alebres-
tado del macho cabrío que no da
espera. Al fin se ayuntan; se besan,
se aprietan, se huelen, se anudan,
se entrepiernan voluptuosamente,
alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo
{243}{243}{243}
ana adarve | - 0 - (cero). 75 x 190 cm. Fotografía a color, 2003.
fingiendo el rito del entrevero
sexual (Arias, 1959: 39).
El baile prosigue con ese furor ar-
diente que la consciencia blanca ima-
gina, pero que preferiría no hacerlo,
y con ello se cifra un deseo negado
tanto como invocado. Los negros vi-
ven sus cuerpos arriesgándose más
allá de los límites de la educación, el
decoro y la moral, asumirá el blanco,
mientras:
Los senos de la Rita, duros y
triangulares, se destacan y quedan
forrados obscenamente con la
zaraza ordinaria de la blusa, menti-
rosamente desnudos por el sudor.
El espasmo hace girar esos senos
salvajes y apetitosos que ondean y
giran como trompos, en tanto que
los pitones se yerguen lascivos en
una erección fálica que es como la
invitación a que el macho enarbole
pronto, sus virilidades altaneras
(Arias, 1959: 39).
Erección fálica de pechos feme-
ninos y vanidosos que invitan otra
erección: la muestra de virilidad en
la que todo hombre está comprome-
tido y frente a la cual tiene que res-
ponder como un macho. El narrador
de Risaralda, en una escena que sor-
prende por su arrojo y por su capaci-
dad de mostrar la sexualidad negra,
insistirá en el carácter sexualmente
dispuesto del hombre negro y en la
voluptuosidad carnal de la mujer ne-
gra. Esa escena muestra la noche en
la que Juancho y Rita probaron su
compromiso frente a todos los negros
de Sopinga. Una noche de baile en la
que, como en tantas otras, se espera
ansiosamente las luchas, las peleas
y la muerte. Al otro día, dos únicos
muertos: Toño Cardona y Cristóbal
Murillo arrojados al río Cauca. Las
mujeres dirán: “Güenas las charan-
gas de mis tiempos, comadre, en la
Güenaventura y en Tumaco. Agora
estas charangas no sirven pa náa. Es
más la bulla qui otra cosa. Estos ma-
chos di agora se nos istán amarican-
do, comadre […]” (Arias, 1959: 49).
Los hombres, entonces, prueban no
ser lo degradado –el marica– cuando
enfrentan la muerte, venciéndola o
entregándose derrotados, pero como
un verdaderos machos. Las mujeres
se lamentan: el macho de ahora no
se ajusta a la virilidad de antes, huye
a la muerte y eso lo torna amaricado
e incompatible con lo que es un ver-
dadero negro.
El machete, las peleas y la juerga
son signos de hombría con los que
se destierra el no “ser”, un marica.
Risaralda, el canto a los machos, no
parará de dibujar la construcción de
la masculinidad en un contexto en
el que no sólo se ponen a prueba los
hombres de verdad, sino que tam-
bién insistirá en que los ideales del
progreso, en gran parte, dependen
de lo que la fuerza viril arriesgue co-
lonizando, y de la capacidad masculi-
na para arrebatarle a la selva más tie-
rras para ofrendarle a la nación.
Juan Manuel Vallejo: 	
el macho de Manizales
Juan Manuel era un muchacho pen-
denciero y acostumbrado a no dejarse
someter por nada. Siendo muy joven
se va de la casa tras una seria discu-
sión con su padre, frustrando con
ello las esperanzas depositadas en él.
Abandonará el hogar paterno para
no volver a encontrarse con el hom-
bre que le dio una impronta. Ansioso
de recorrer tierras desconocidas, se
aventura en la geografía colombiana.
En ella aprende distintos oficios que
lo van haciendo un hombre capaz y
respetado en las tierras en las que
se instala. Poco a poco, esa voluntad
seductora lo va haciendo un macho
{244}
Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 |
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deseado y admirado por todos, acos-
tumbrado a domar a las hembras tan-
to como a las potrancas.
En tierras cálidas y entre la vida
de juerga, mujeres y vagabundería,
se hace vaquero, un vaquero crio-
llo expuesto al abrazante sol y a la
fría noche. De esa manera, refina
su alma y su carácter: domestica su
propio ser. Juan Manuel, hombre de
mujeres fáciles, alguna vez conoce
un amor de amargura, pues le depa-
ra la muerte de la mulata que le iba
a dar un hijo. Ambos, la mulata y su
hijo mueren en los trabajos de parto.
Dicho acontecimiento lo transforma
en un hombre con un cuarto oscuro
en el alma. Recorre las tierras hasta
llegar al puerto de La Virginia –antes
la Sopinga con sabor a África–. Allí,
entre la algarabía de los negros y los
mulatos, conoce a la Canchelo, mujer
que le para el corazón y lo acobarda,
incapaz de sobreponerse a su belleza.
El macho hábil domador de mujeres
y potrancas, siente vergüenza de sí
mismo. Decidido a quedarse cerca,
espera hasta el lunes y cruza el río
para llegar a la hacienda de Don Pa-
cho Jaramillo buscando trabajo, con
la fortuna de que Don Pacho cono-
ce al respetado padre de Juan Ma-
nuel y eso es, para él, suficiente, si
se trata de probar las dotes del jo-
ven como trabajador. Se instala en la
hacienda y desde allí piensa –y sólo
puede pensar– en la Canchelo. Los
días de la semana transcurren y el
esperado fin de una semana agota-
dora llega para ceder el turno al ar-
dor que siente Juan Manuel por las
carnes de una mulata que ocupa sus
pensamientos.
La Canchelo es la viva imagen de la
belleza de ébano, caderas coquetas y
pechos duros, el delirio de todos y el
cuerpo prohibido para los negros. La
madre de la Canchelo, Pacha Durán,
otrora conocida por su belleza, es una
mujer vieja, abandonada por la gracia
y el encanto; sus carnes que fueron la
perdición de muchos –y que ella uti-
lizó muy bien– son las ruinas que el
deseo no abandona. Ella sabe lo que
vale la “virtud” de su hija y la cuida
porque es su orgullo, la cuida porque
por ella se esforzó en hacer fortuna
para ofrecerle a un hombre blanco
que dignificara su tesoro. La Canche-
lo, como dirá el negro Desiderio:
Es la muchacha más pispa de La
Virginia. Pero la más pretensiosa
también. Su mamá, la Pacha Du-
rán, es una negra amarrada que nu
hace más que guardar plata y robar
a todu el mundo y dice que dizque
no la deja casá sino con blanco.
¡Cómo les parece! ¡Como si los
negros no tuviéramos también de
“eso” y tan güeno como el más
macho de los blancos! (Arias, 1959:
131).
Juan Manuel, acostumbrado a ven-
cer, consigue a la Canchelo, la mulata
lo adorará con los ojos de la infante
que ve a su salvador. La Pacha Du-
rán consiente, es pues Juan Manuel
el hombre blanco que purifica y que
puede salvar a la raza. Hay pasión y
mucho deseo, también amor, pero un
amor condescendiente y caritativo
que no alcanza reconocer en el otro
su condición de alteridad. Juan Ma-
nuel quiere bien a su negra, pero ella
no logra domar el alma necesitada de
novedades, tierras extrañas y bocas
frescas que no le reclamen entrega y
compromiso. La Canchelo lo sabe y
llora, piensa que los blancos no saben
que los negros sufren y que por eso a
Juan Manuel no se le daría mal aban-
donarla después de haberla desgra-
ciado. Y Juan Manuel duda y pien-
sa, y ya sólo puede cavilar agobiado,
en lo que dejaría en el empeño por
hacer de la Canchelo su permanente
compañera-mujer.
Pero la tragedia ordena desorga-
nizando: pronto en la vida de Juan
Manuel se cruzará la vida de Víctor
Manuel Restrepo. Encuentro en-
tre dos hombres que será definitivo
para ambos.
Víctor Manuel Restrepo o
“Víctor malo”: el macho 	
de Anorí
Víctor Manuel era procedente de
Anorí (Antioquia), desde muy peque-
ño fue apodado “Víctor malo”. Sus
habilidades para la pelea así lo ates-
tiguaban. A los maestros les producía
miedo y desde muy pronto fue ex-
pulsado del colegio por agredir a un
compañero que osó mirar a su novia.
Después del incidente fue a la cárcel
y de allí salió “más engallado y agresi-
vo” (Arias, 1959: 180). La cárcel, con
su capacidad “deformadora”, terminó
por forjar una condición, un carácter
destinado a la tragedia y a la muer-
te temprana. Hermoso como un gue-
rrero mítico, con un alma insondable
y en franca guerra contra los ricos y
la autoridad, se resistía a pensarse un
bandido, pues, como él diría, nunca
mató a nadie por la espalda. Andaba
con reos, forajidos y demás sujetos
de la vida abyecta. También se decía
que tenía con ellos una camaradería
que sólo conocen los hombres cuan-
do, juntos, comparten la nostalgia del
bandido, del cuatrero o del marginal.
Es decir, un lenguaje que reúne a
los abyectos y que los hace abrigarse
unos a otros en franco encuentro fra-
ternal o amoroso. Era un buen hijo
que se ocupaba de su madre y que, en
sus brazos, recobraba temporalmen-
te la esperanza del niño cristiano que
alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo
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sueña con poder ser bueno. Hombre
blanco de fina estampa y con un mi-
rar que ocultaba tanto como revela-
ba las inclinaciones de su alma. Risa-
ralda no hace mención de su padre y
ese aspecto configura una aporía de
significados en torno a cómo el fasci-
nante cuatrero llegó a serlo, buscan-
do, en la compañía de los bandidos, la
proximidad con el alma varonil. Sus
modales, aun siendo un bandido, te-
nían un aire especial que le ganaba el
respeto de muchos y el amor de las
mujeres.
Tomándose licencias interpretati-
vas, podría pensarse a Víctor Manuel
como la alteridad abyecta del prócer
antioqueño José María Córdova. El
varonil y experto general-guerrero,
descrito por el narrador de Risaral-
da en tono homoerótico, como “el
efebo de la boca frutal y de los ojos
verdes” (Arias, 1959: 136). Córdova,
personaje clave en la independencia
de Colombia, Ecuador y Perú, y en la
formación de Bolivia, luchó bajo las
órdenes de Bolívar contra el ejército
español. Muchos abandonaron la vida
atravesados por la espada del hermo-
so guerrero. Asegurado el poder de
Bolívar, tanto que aparecía a los ojos
de muchos como una nueva dictadu-
ra que en nada mejoraba las antiguas
cadenas derrotadas, Córdova, incapaz
de someterse, y el macho paisa que
por tradición no lo haría, se enfrentó
al nuevo poder demostrando que lo
suyo no eran los gobiernos, los proto-
colos o la diplomacia. Córdova armó
la revolución contra Bolívar y perdió
la vida en el empeño. Si algo parecen
compartir los dos guerreros paisas, es
la determinación por morir luchando
y empeñados en unos ideales no so-
metidos. “Víctor malo”, ya agonizan-
te, solicitará que se le diga a su madre
que él supo morir “como cristiano y
como macho” (Arias, 1959: 1999).
Resuenan esas palabras, cargadas de
la altanería masculina que produjo las
tierras antioqueñas, como el eco de lo
que el hoy celebrado prócer de la pa-
tria pudo pensar o decir mientras se
despedía de la vida gloriosa que ha-
bría llevado. Por su parte, eran otros
momentos, cercanos en el tiempo sí,
pero otros momentos al fin y al cabo.
Por lo mismo, “Víctor malo” –a dife-
rencia de Córdova– no habría de ser
celebrado como un caballero y como
un admirable y valiente hombre, a no
ser por la voz comprometida con el
heroísmo masculino del narrador en
Risaralda.
Homoerotismo y tragedia: la
ambigüedad del narrador
En la teoría literaria se ha insistido
en que el narrador de una obra no es,
necesariamente, el autor. El narrador
sería un personaje más que partici-
pa de distintas formas en el paisaje.
Este aspecto es fundamental conser-
varlo para no suscribir que las con-
secuencias de una narración literaria
son, en definitiva, consecuencias que
explican la vida de un autor. En este
sentido, se entiende el interés por te-
matizar la posición del narrador en
Risaralda. Vélez Correa (1997) ha
dicho que, tras una lectura atenta, es
posible identificar la posición ideoló-
gica del narrador de una obra; si una
lectura despreocupada podría decir
que Risaralda es una novela hetero-
sexual, una hermenéutica refinada
podría mostrar la construcción ho-
moerótica del cuerpo masculino en
la obra de Bernardo Arias Trujillo.
Construcción que, paso a paso, cin-
cela las formas, las escenas y las ten-
siones dramáticas de unos cuerpos
masculinos todo el tiempo resaltados
e iluminados por la voz del narrador
quien, mientras enseña los cuerpos
masculinos, juega con el deseo que le
producen. Se asiste, pues, a una voz
que rompe con la tiranía de un paisa-
je salvaje e impredecible, mostrando
la condición heroica de los personajes
masculinos, al punto que esos perso-
najes… -esos cuerpos- merecen ser
celebrados y percibidos con fascina-
ción por aquellos que hacen suya la
mirada del narrador.
Interpretar la ambigüedad del na-
rrador en Risaralda con respecto al
homoerotismo, si bien implica de-
tenerse a estudiar la manera como
los cuerpos de los hombres negros
son descritos y puestos en escena –y
para ello bastaría mencionar, nueva-
mente, la fascinación que despier-
ta en el narrador la escena del bai-
le entre Rita y Juancho Marín en la
que se describe la exhuberancia de
la negra que desafía al negro y éste,
como hombre “cumplidor”, urgido a
responder enarbolando su penetran-
te fuerza fálica–, también solicita mi-
rar en el enfrentamiento entre Juan
Manuel Vallejo y Víctor Manuel Res-
trepo –“Víctor malo”– la disposición
estética y dramática que une a los dos
paisas. Por principio, ambos persona-
jes masculinos son descritos como vi-
riles, aguerridos, valientes y, de cierta
manera, justos. Además de hermo-
sos, son triunfadores, si se trata del
amor de las mujeres.
Un cruce de caminos o, tal vez, un
destino cifrado reúne, en un desen-
cuentro, a “Víctor malo” con Juan
Manuel Vallejo. Juan Manuel, em-
peñado en defender la hacienda del
hombre que lo acogió dándole posa-
da y trabajo, desafía a “Víctor malo”,
haciéndole prometer que, en tanto
sea un hombre leal, si llegase a ven-
cerlo, le prometa que no se cobrará
más vidas en la hacienda: Juan Ma-
{246}
Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 |
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ana adarve | Encarnación 3; 50.5 x 165 cm. Fotografía a color, 2001.
nuel se ofrece a cambio de los demás.
“Víctor malo”, de su lado, conviene
con que así habrá de ser.
La escena de la lucha es fundamen-
tal para entender la clave homoeró-
tica que el narrador ofrece en Risa-
ralda. Enfrentados cuerpo a cuerpo:
“[…] como dos gimnastas griegos
educados para el circo”, Juan Manuel
y “Víctor malo” se enlazan: “Allí, con-
vertidos en un solo cuerpo, cada uno
asiendo la mano del otro para detener
el arma y con la siniestra abrazándo-
se por la espalda, pugnaban Juan Ma-
nuel por subirse y Víctor Malo por
sostenerse en su posición privilegiada”
(Arias, 1959: 196). Dos cuerpos que se
hacen uno en la lucha y el enfrenta-
miento; dos cuerpos que se reclaman
y que se esfuerzan por ocupar las posi-
ciones que les regalen las ventajas del
uno sobre el otro. Bien podría decir-
se, con la voz del narrador, que esas
posiciones son también las posiciones
que se reclaman en el amor y en el
placer del encuentro cuerpo a cuer-
po. Sin embargo, y he ahí la ambigüe-
dad del narrador en Risaralda, uno de
los dos hermosos hombres tiene que
morir. Contra lo imposible, “Víctor
malo”, el cuatrero invencible, morirá
por la mano de Juan Manuel, probado
hombre que ni la maledicencia de los
chismosos podría haber tratado como
si no fuera un macho. Los hombres de
“Víctor malo” y los acompañantes de
Juan Manuel se entrelazan en miradas
compañeras que han aceptado lo im-
probable: “Víctor malo” los deja, “todo
era como un romance de caballería”
(Arias, 1959: 198). El cuatrero venci-
do, tal como lo haría Cristo en la cruz,
dice sus últimas palabras y con un ges-
to llama a su segundo y éste “se acer-
có devotamente, con unción de discí-
pulo amado” (Arias, 1959: 198), para
oír atento la voz suave de su amigo y
compañero de días ardientes y noches
frías.
Pedro Antonio Escobar era el nom-
bre del “discípulo amado”, el mismo
que buscó en el cuerpo de “Víctor
malo” un signo que le acompañó has-
ta la muerte, un escapulario que al
desprenderlo dejó al descubierto:
[…] el ancho pecho peludo con-
decorado de tatuajes. Tenía una
Virgen del Carmen, patrona de los
cuatreros, bien diseñada sobre la
mamilla izquierda, coincidiendo la
cabecita del Niño Dios con el lunar
carnoso de la tetilla. La estampa
era un prodigio de filigrana y de
miniatura. En el duro bíceps de-
recho, estaba dibujado un corazón
terriblemente herido por un puñal
siciliano cuya punta chorreaba
sangre de celos y de venganzas.
Al pie, en letras claras, se leía esta
frase veraz: “De la cárcel se sale un
día; del cementerio, nunca” (Arias,
1959: 199).
La belleza masculina expuesta, el
ancho pecho peludo, los tatuajes, las
tetillas, el duro bíceps, el viril puñal
siciliano, la Virgen María en la invo-
cación que cuida a los bandidos, el
Niño Jesús… el narrador, entonces,
haciendo jugar, de manera provoca-
tiva, los símbolos cristianos y la ima-
ginería pagana con un irreductible
deseo homoerótico que, sin reque-
rir las manidas categorías activo/pa-
sivo –tan importantes en la teoría de
Fanon para defender la masculinidad
del hombre negro–, hace recordar un
pasado poético y mediterráneo en el
cual el aspecto formativo más rele-
vante de los hombres, provenía del
contacto y el cuidado de unos con
otros en una proximidad todavía no
sometida a la enfermedad, la neuro-
sis, la descalificación y la vergüenza.
Pedro Antonio, el discípulo fiel:
Dolido como Juan el evangelista,
hubo guardado en su carriel las
prendas testadas, rodearon el
cadáver todos los circunstantes
y descubriéndose ante él, oraron
rezos de ánimas en sufragio suyo.
En seguida, los cuatreros tomaron
el cuerpo del querido caporal, lo
amarraron con fuertes sogas a la
montura de su caballo desjinetado,
y volvieron grupas. Se oyó un galo-
alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo
{247}{247}{247}
pe fúnebre, y luego perdiéronse en
la lejanía. La escolta de paladines
iba taciturna y adolecida y por la
primera vez llovió llanto sobre sus
ojos varoniles nunca dados a lágri-
mas (Arias, 1959: 199-200).
Ahora sí, por fin, los machos de Ri-
saralda se descubren y lo hacen ante
el cuerpo ya sin vida de un hombre.
Lloran porque lo pueden hacer… y
sus lágrimas no son reductibles a la
sensibilidad de los señoritos de ciudad
ante la impresión barroca que les ge-
nera una ópera. Son las lágrimas que
llueven de los ojos masculinos, hom-
bres que lloran mutuamente la muer-
te y el abandono de un cuerpo otro-
ra tan grato y que, por mucho tiempo,
fue compañía en las duras noches de
las ariscas montañas colombianas.
Homoerotismo resuelto mediante la
trágica muerte que, probablemente
como excepción, permite a los hom-
bres derramar sus lágrimas sin me-
noscabo de la hombría. También Juan
Manuel, al oír las coplas que cantan la
muerte de “Víctor malo”, llorará como
si entendiese, igual que un Aquiles
admirado por la belleza del cuerpo de
Héctor, que sólo el cuerpo de “Víc-
tor malo” era un cuerpo digno y be-
llo para el encuentro que se prepara
en un cuerpo a cuerpo entre dos hom-
bres. Tal vez se fuerzan los términos
de la novela, pero se presiente que el
narrador resuelve la ambigüedad ho-
moerótica mediante la tragedia que
dice no, en vida, a un amor que sólo
era posible con la muerte.
Epílogo: violencia
contra el paisaje o
violar la naturaleza
El paisaje en la novela es desolador y
desmesurado; aun con tanta belleza,
está teñido de la muerte. Arias Truji-
llo, o, más bien, Risaralda, radicaliza
la premisa de que el futuro es, obli-
gadamente, un hecho del mestiza-
je. No obstante, se avizora ese futu-
ro tiñendo a Risaralda de la muerte
de un (otro) hermoso hombre blan-
co. Juan Manuel Vallejo que derrotó
a su Héctor, ahora cae –poco tiempo
después–, sin sosiego por la muerte
de “Víctor malo” y dominado por la
violencia de la naturaleza –esa mis-
ma que la masculinidad y la virilidad
habrían violado–… El hombre blan-
co muere, pero queda una negra en
espera de un bastardo mulato fruto
del encuentro, casi siempre proble-
mático, entre las razas. Resta para el
hijo mulato de ese encuentro-desen-
cuentro, asumir las preguntas por las
condiciones de su emergencia, por la
historia que lo hizo posible y por el
origen marcado de una violencia que
no termina.
NOTAS
1No se propone en Risaralda una ex-
clusión del homoerotismo, sino la des-
calificación, un tanto propia de la épo-
ca, de una masculinidad no construida
en relación con la virilidad, la fuerza, la
valentía y el arrojo.
2 Ciertamente, la igualdad a la que se
hace alusión en este momento históri-
co no podría ser la misma que se recla-
ma en el presente. Téngase en cuenta
que, a comienzos del siglo XIX, seguía
muy próxima en el tiempo la Decla-
ración Universal de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano. Si se quiere,
dicha Declaración articulaba, de otro
modo, al individuo y al Estado (Anrup
y Oieni, 1999). Sin embargo, esa nue-
va relación no fue un “hecho dado”, es
decir, la Declaración, por sí misma, no
alteraba las relaciones sociales. Si hubo
transformaciones, éstas se produjeron,
entre otras causas, por el enfrenta-
miento entre las distintas condiciones
sociales, étnicas y raciales que lucha-
ban por alcanzar una representación
dentro de las naciones emergentes.
Anrup y Oieni (1999), tanto como Ro-
jas (2008), serán enfáticos en mostrar
que, necesariamente, los esfuerzos
independentistas, la elaboración de
las constituciones y el precedente de
los derechos humanos y del ciudada-
no, forjaron los términos en los cuales
sería postulada la condición de ciuda-
danía. Particularmente, en Colombia,
y sería válido para Latinoamérica, la
ciudadanía no sólo respondió a los cri-
terios de la Ilustración y de la moder-
nidad, sino también a las fuerzas de la
colonialidad. Por lo mismo, pues, los
cantos a la libertad y a la autonomía
cohabitaban con la tradición hispánica
y sus formas de racialidad, jerarquía y
exclusión. Una cosa parece estableci-
da: la educación era la puerta de en-
trada a la civilización y al progreso, por
lo mismo, por la educación podría ser
alcanzada la ciudadanía. No obstante,
la anterior afirmación no puede obviar
los límites establecidos y los términos
mediante los cuales era juzgada la ca-
pacidad de los distintos grupos sociales
para llegar a ser educados. Si se siguen
los argumentos de José María Samper,
en el siglo XIX, ni el negro ni el indio
tendrían una verdadera y apta fisiolo-
gía para la buena formación.

{248}
Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 |
{248}
referencias
bibliográficas
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Medellín, Bedout.
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violencia. La búsqueda de la identidad
en la Colombia del siglo XIX, Bogotá,
Norma.
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la ciudadanía en Colombia durante el
gran siglo XIX. 1810-1929”, en: Poli-
gramas, No. 29, junio, pp. 295-333.
 15.	 VÉLEZ, Roberto, 1997, Bernardo
Arias Trujillo: el escritor, Manizales,
Universidad de Caldas.

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Raza, masculinidad y sexualidad

  • 1. {237} {originalrecibido:15/08/2009·aceptado:19/02/2010}nomadas@ucentral.edu.co·Págs.235~246 Este trabajo realiza una lectura heterodoxa de la novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo. Lectura que inte- rroga el texto a través de categorías como raza, masculinidad y sexualidad y, con ellas, muestra unas condiciones ligadas al proyecto de formación del Estado nacional colombiano. Palabras clave: raza, masculinidad, género, sexualidad, paisaje. O trabalho faz uma leitura heterodoxa da novela Risaralda de Bernardo Arias Trujillo. A leitura apresentada questiona o texto da obra através de categorias tais como raça, masculinidade e sexualidade e, com as categorias, revela algumas condições ligadas ao projeto de formação do estado colombiano. Palavras chave: raça, masculinidade, gênero, sexualidade, paisagem. This paper makes a heterodox reading of Bernardo Arias Trujillo’s novel Risaralda. The reading questions the text using categories such as race, masculinity and sexuality and, with them, shows some conditions linked to the project of the construction of the Colombian national state. Key words: race, masculinity, gender, sexuality, landscape. RAZA, MASCULINIDAD Y SEXUALIDAD: UNA MIRADA A LA NOVELA RISARALDA DE BERNARDO ARIAS TRUJILLO* * El presente trabajo es un producto derivado de la investigación en curso “Cuerpos precarios, sujetos ingobernables. Reflexiones desde la antropología histórico-pedagógica sobre los discursos de la educación sexual en Colombia” (título tentativo). Lo planteado aquí no hu- biera sido posible sin el apoyo de Richard Mangas y las precisiones del profesor Albeiro Valencia Llano. ** Psicólogo, Magíster en Psicología. Candidato a Doctor en Educación, línea de Pedagogía Histórica e Historia de las Prácticas Pedagógi- cas, Universidad de Antioquia. Becario de Colciencias. Miembro del Grupo de Investigación sobre Formación y Antropología Pedagógica e Histórica (Formaph)-Facultad de Educación-Universidad de Antioquia, Medellín (Colombia). E-mail: alexdehg@yahoo.es Alexánder Hincapié García** Race, masculinity and sexuality: An approach to Bernardo Arias Trujillo’s Risaralda
  • 2. {238} Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 | {238} La quiere como a un lindo juguete, porque limpia sus nostalgias con paños de cariño y ademanes sabrosos de hembra en celo, pero teme unirse a ella con vínculos indestructibles. Tiene miedo de verla envejecer, de presenciar día a día cómo se destiñe su belleza magnífica, y siente repulsión de que ella logre coartar su libertad de llanura, cuando en un arranque de aburrimiento y de saudades por regiones distantes, el amor a su negra lo prive de soltar las amarras de su nave hacia otros horizontes de lucha. Bernardo Arias Trujillo Entrada R isaralda es una novela del escritor caldense Bernardo Arias Trujillo. Publicada por primera vez en 1935, ha sido conside- rada, por mucho tiempo, como una de las obras más importantes de la li- teratura colombiana. Arias Trujillo, al igual que Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, ex- plora literariamente el intrincado proceso de formación y construcción de las identidades nacionales cuando dicho proceso, como en el presente, se torna problemático, en tanto no es posible establecer sin luchas, desen- cuentros y exclusiones, desde cuáles criterios identitarios los habitantes de una región han de ser considerados parte de una nación y, por lo mismo, responsables de enarbolar los ideales de la patria. Raza, sexualidad e identidad: breve excursión por algunos apartes del siglo XIX y comienzos del XX Las teorías culturales contemporá- neas se han visto requeridas para teo- rizar múltiples aspectos de la vida so- cial y cultural que se pensaba podrían estudiarse de manera aislada. Sin embargo, conforme los estudios de género, de la sexualidad, de la raza y de clase social se van refinando, se ha hecho palpable que un punto de arti- culación de la vida social es el cuerpo. Como sugiere Foucault en su obra, el cuerpo es lo que hace posible la go- bernabilidad a través de sus distintos dispositivos. Sin embargo, el cuerpo no es esa porción del sujeto que se define en abstracto como si su mis- ma construcción no fuera deudora de las marcas que lo hacen posible. Por lo tanto, las teorías culturales con- temporáneas han acogido la tarea de teorizar la simultaneidad con la cual los cuerpos son construidos, a la vez, como raza, sexo, género, sexualidad y clase social. Risaralda explora múltiples tensio- nes culturales. Una de ellas estriba en la cualidad racial de los personajes de la novela. Permanentemente, el narrador intenta resolver su posición ambivalente con respecto a las iden- tidades raciales negras y blancas. De hecho, un intento se encuentra en el mestizaje que se avizora al final de la obra. Asimismo, dichas tensiones hacen alusión a un pasado cercano –mitad del siglo XIX y comienzos del XX– cuando se jugaba la consolida- ción del Estado nacional. El negro es representado en Risaralda como una diferencia que postula la tiranía de la civilización blanca: los valores civili- zatorios, para bien o para mal –si se quiere moralizar–, aparecen como lo propio del hombre blanco. El narra- dor de Risaralda lamenta que Sopin- ga, la tierra donde los negros resisten la civilización y el matrimonio cristia- no –si es que ambas cosas no vienen juntas–, termine siendo rebautiza- da con un cristiano, casto e insípido nombre: La Virginia. Risaralda dista mucho de ser la narración idealizada de sí con la cual las élites criollas gus- taban representarse –“blancura”, re- finamiento, educación y cuerpos que jamás habían trabajado la tierra–. Apela al carácter cotidiano de las lu- chas de los hombres para hacerse a un lugar en el mundo. De hecho, los personajes masculinos sobre los cua- les recae la fuerza y el drama de la na- rración, son descritos como valientes, viriles y con carácter, muy diferentes a los “señoritos” de ciudad que “[…] no son machos como ellos, sino una especie de andróginos, afeminados y cobardones” (Arias, 1959: 145). Seres precarios que le imponen al campo los caprichos de la ciudad y que con pan- talones ajustados “[…] forran la pier- na con presumida mariquería” (145), sin avergonzarse por llevar una vida no hecha para los machos1 . En Risaralda, el paisaje hostil es la amenaza de todos los hombres, sin embargo, la mirada del narrador so- bre ellos permite realizar una lectura diferencial conforme a las relaciones entre raza, masculinidad, sexualidad e ideales nacionales. Habrá que re- cordar que apenas entrado el siglo XIX, comienza a forjarse un mito har- to productivo –hasta el presente–, di- cho mito es lo que Lasso (2007: 32) ha nombrado como el mito republi- cano de armonía racial, el cual bus- caba sostenerse a partir de producir, en el imaginario social, la fantasía de vivir en una tierra con una identidad nacional cifrada en la igualdad y la fraternidad entre las razas2 . En 1810, en el contexto de las cor- tes del Imperio español –incluyendo las cortes de las Indias americanas–, se habló de aumentar las oportunida- des de participación para la casta en
  • 3. alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo {239}{239}{239} ascenso de los mestizos; no obstante, la inclusión de los negros y los mula- tos se tornaba harto diferente y poseía menos partidarios. Los indios figura- ban nominalmente como libres fren- te a la Corona española, no tanto por una mejor consideración, sino por ser representados, con respecto al negro, como taciturnos, perezosos, débiles y no aptos para el trabajo. Se trataba, pues, de un reconocimiento o, más bien, de una protección que los afir- maba negándolos a través de la des- valorización. Por otra parte, que los negros libres y los mulatos fueran in- tegrados como iguales dentro del Im- perio era discutible (Lasso, 2007). En síntesis, había razones para creer que esas gentes eran inasimilables. Den- tro de los imaginarios sociales predo- minaba la idea de que la sangre india, paulatinamente, podría blanquearse –claramente, era sangre más débil–, pero la sangre negra era irredimible. Desde la sociología espontánea de las élites criollas se sostendría que “en el momento en que la sangre se ‘conta- minaba’ con elementos negros, la po- sibilidad de redención se tornaba im- posible” (Castro-Gómez, 2005: 75). Sin embargo, las mismas élites apro- vecharon las conflictivas reflexiones en torno a la identidad racial de los negros y produjeron una retórica na- cionalista que, por oposición al Impe- rio, sí reconocía una fraternidad en- tre las razas. Dicho de otra manera, se insistía en la verdad del mito repu- blicano sobre la armonía racial, para poder agenciar la participación de los negros y los mulatos en el proceso de las luchas por la independencia (Las- so, 2007). Rojas (2001) ha dicho que el mes- tizaje cobró especial importancia en el proceso civilizatorio en Colombia después de su ruptura con la Corona. Sin embargo, sería un mestizaje que paulatinamente habría de blanquear la nación, en detrimento de una di- ferencia bárbara representada por el indio y el negro. Entonces, mestiza- je sí, pero repudio a la diferencia que representan esas otras apariencias no blancas y esas otras diferencias cultu- rales. En definitiva, para el caso del negro, el mestizaje se tornaba pro- blemático porque, a los ojos del blan- co, el negro se resistía a dejar de ser negro. Si la apariencia, en cierto sen- tido, se podía atenuar, la diferencia cultural parecía constituir uno de los más grandes escollos que, a veces, ni la misma religión lograba debilitar. Nada parece hacer suponer que, efectivamente, el mito republicano de armonía racial, tan útil en el siglo XIX y en pleno proceso independen- tista, habría de hacerse realidad en el siglo XX. Miguel Jiménez López, por ejemplo, sostenía con pesimismo que la raza colombiana estaba degenera- da. Por lo mismo, las intervenciones para disciplinarla serían insuficientes puesto que la gravedad de la degene- ración, más que por aspectos sociales, radicaba en la mezcla, desafortunada, de tres razas. Laurentino Muñoz, co- nocido por su trabajo La tragedia bio- lógica del pueblo colombiano (1935), se inclinaba, como sostiene Castro Gómez (2007), por sugerir que el Es- tado interviniera activamente en la vida privada de la población. De he- cho, requería procurar políticas des- tinadas a sancionar, desestimular o, incluso, prohibir determinados tipos de relaciones. Para Muñoz, contrario a Jiménez López, no eran las condi- ciones dictadas por una biología ra- cial deficiente lo que determinaba las características de la raza colombiana, sino la falta de higiene, de alimenta- ción adecuada y de condiciones salu- dables para el trabajo. No obstante, seguía estando muy presente, en el pensamiento de los intelectuales del siglo XX, la idea en torno a la inferio- ridad de algunas razas con respecto a otras. Si Muñoz proponía una inter- vención pedagógica del Estado para prohibir relaciones entre sujetos no aptos por haber contraído enferme- dades transmisibles, Jiménez López proponía, a su vez, una intervención estatal para poblar (Castro-Gómez, 2007 y Restrepo, 2007) o repoblar el país con sangre blanco-germana. Una intervención no para mejorar la situa- ción de los individuos –degenerados ya existentes–, sino una intervención político-sexual en la que se decidía qué apariencia era deseable para ser un colombiano no degenerado. Se trataba de una intervención po- lítico-sexual de las relaciones –obvia- mente, hombre-mujer– en las que, probablemente, las mezclas interra- ciales requerirían ser examinadas exhaustivamente. Por su parte, los personajes de Risaralda dirán que la negra es para el negro y, sobre ese “derecho”, el hombre blanco no de- bería intervenir para malograr a la negra. Del mismo modo, al hombre blanco le es propio querer gozar de las carnes ardientes de una negra, sin que eso signifique alterar las di- visiones sociales –naturalizadas– en- tre blancos y negros. Tal como sugie- re Fassin (2008), la raza, el sexo, el género y la sexualidad no son asun- tos meramente biológicos, sino partes constitutivas de las relaciones socia- les, tan determinantes como la mis- ma clase social. Asimismo, esas par- tes no están separadas de los ideales de formación del Estado nacional. Frantz Fanon ha sido uno de los in- telectuales que más ha aportado al trabajo de examinar las tensiones cul-
  • 4. {240} Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 | {240} ana adarve | Nodos. 50 x 150 cm. Fotografía a color, 2000. turales que suponen la situación so- cial, la clase social y la psicología del negro –como la del blanco–, y que han podido mantener la endémica representación que degrada al negro. Curiel (2007) afirma que Fanon no elaboró su trabajo incorporando ca- tegorías como sexo y sexualidad. No deja de sorprender el señalamiento que hace Curiel, en tanto Fanon bien demuestra que para la mujer antilla- na casarse con un hombre negro sig- nifica un salto hacia atrás en el proce- so de blanqueamiento. El imaginario de las mujeres antillanas estaría po- blado de fantasías en torno a la lle- gada de románticos y sensuales hom- bres blancos que vendrían por ellas, para limpiar la mancha racial que se lleva por tener un pasado negro. Concretamente, Fanon se pregunta: “¿Puede haber, en efecto, una mulata casada con un negro? Porque, com- préndase de una vez, hay que sal- var la raza” (1973: 45). Difícilmente se encontrará a mujeres no dispues- tas a salvar la raza y mejorarla por el bien de la nación. A su vez, el mismo Fanon supondrá, y se esforzará por- que quede claro, que en las Antillas no existe la homosexualidad… nunca se ha conocido. Excepto por varones que viajan a Europa y gustan de ha- cerse pasivos. La ansiedad de Fanon intentando mostrar una masculinidad incorruptible por el homoerotismo y la pasividad –como si ambas cosas, necesariamente, se implicaran–, de- muestra que incluso para elaborar una teoría sobre la opresión racial o sobre los aspectos que definen una nación, es imposible no entrar en consideraciones acerca del sexo, el género y la sexualidad. Fanon, sor- prendentemente, dirá que: “El ser amado me respaldará en la asunción de mi virilidad” (1973: 34). Con ello, está implicando que la situación del hombre negro es indisociable de la mujer (¿negra?) que lo ama, mujer que el negro, angustiosamente, recla- ma para poder conservar su masculi- nidad amenazada por el blanco que, básicamente, duda de que el negro pueda ser un verdadero hombre. El negro deviene para el blanco como una bestia fálica, en exceso, al tiem- po que es un niño perpetuo, incapaz de gobernarse a sí mismo. Si se mira de cerca, la identidad construida para el hombre negro es un imposible, es inabarcable por un cuerpo, en tanto debe soportar las marcas que obje- tan esa corporeidad y la ambivalencia que supone ser temido tanto como admirado. De igual modo, hay una sexualidad negra, el blanco lo supone: esas cria- turas tienen sexo “Dios sabe cómo hacen el amor, debe ser algo terro- rífico” dirá el blanco en palabras de Fanon (1973: 131). El blanco imagi- na ese sexo, esa sexualidad, pero no debe hacerlo; de la misma manera que no puede –y lo hace– imaginar- recrear a sus padres teniendo sexo. Imagen primaria de la sexualidad que, a su vez, es la imagen imposible por la que se experimenta una an- gustia intolerable. El sexo y la sexua- lidad negra son para el blanco, tal como sugiere Fanon, otra imagen primaria que coloniza su mente con el compromiso de luchar por borrar- la, aunque nunca pueda hacerlo. En síntesis, se está afirmando que Fa- non se sitúa en una posición hete- rosexual –¿libre, entonces, del sexo y la sexualidad como categorías, tal como sostiene Curriel?–. Defiende la virilidad del hombre negro por- que no ser un hombre de verdad es una derrota para el pensamiento heterosexual; no poder demostrar la hombría, en el caso del negro, es la prueba angustiosa y no deseada de que los límites trazados para ser hombre no son definitivos, siempre se negocian y se tienen que luchar. Como dirá Butler: Puestoquelasnormasheterosexua- les de género producen ideales inaccesibles, podemos decir que la heterosexualidad opera mediante la producción regulada de versio-
  • 5. alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo {241}{241}{241} nes hiperbólicas del “hombre” y de la “mujer”. En su mayor parte se trata de representaciones que ninguno de nosotros elige, pero con las cuales estamos obligados a negociar (2002: 73). El negro, tanto como el indio y el homosexual, tiene que confrontar, con dolor, las versiones heterosexua- les acerca de la virilidad, versiones que conciben como ideales de mas- culinidad, la templanza, la racionali- dad y el orden, cualidades exclusivas del hombre blanco. De cierta mane- ra, lo que se termina demostrado en torno a la naturaleza del negro –y en torno a cualquier diferencia que no se ajuste al ideal regulatorio–, es que, por principio, se recurre a construir una relación que articula fisonomía y condiciones morales. Hering Torres (2007) dirá que representar al indio y al negro como moralmente infe- riores –cuando no física, racial y es- téticamente repulsivos–, ha servido para justificar cualquier intervención que tenga por propósito corregirlos, educarlos, civilizarlos o exterminar- los. Es la representación del indio y del negro, como seres fundamental- mente inferiores y deplorables, lo que permite que, sin contradicción ética, sean objeto de intervenciones brutales. Pero esas intervenciones no se han hecho sin incorporar, implícita o explícitamente, consideraciones de sexo, género y sexualidad. Situados en la segunda mitad del si- glo XIX y en la primera mitad del XX, contexto que escenifica Arias Trujillo, sería imposible sustraerse a un asunto prioritario: la formación de los idea- les nacionales. Risaralda, reconoci- da en Hispanoamérica como una de las primeras novelas de negritudes, advierte el aspecto racializado de los cuerpos y brinda los elementos para reflexionar sobre la formación de los ideales nacionales, no sólo desde la perspectiva de las tensiones raciales, sino también desde la consideración de otras marcas corporales, entre és- tas, el sexo y la sexualidad. Risaralda y el canto a los machos paisas En este punto se torna necesario mencionar que Risaralda, definitiva- mente, constituye un canto a la mas- culinidad y sus valores; dicho aspec- to aparece reiterado en la novela a través de la permanente iluminación con la que los personajes masculinos son resaltados. Urgidos, pues, por comprender la relación entre mas- culinidad y nación, planteamos que la masculinidad se produce median- te prácticas socioculturales que, jus- tamente por su insistencia y reitera- ción, se naturalizan. La modernidad, entiéndase bien, se construye desde la perspectiva del sujeto masculino (Millington, 2007). A su vez, ese suje- to sirve para forjar la norma y el punto de referencia a partir del cual se pue- de juzgar a la humanidad. Más aún, lo masculino, ligado al proyecto de la civilización y el progreso, es tam- bién representado como una condi- ción que encarna en un cuerpo blan- co. La masculinidad, entonces, no sólo se constituye en el criterio con el cual lo humano alcanza su condi- ción ideal, sino que funciona como la norma con la cual cuestiones de raza, género y sexualidad son interpeladas. Ya se ha mencionado, por ejemplo, que Fanon (1973) busca por todos los medios recuperar las condiciones que harían posible una subjetividad viable para el hombre negro, libre de la opresión colonial. Pero, precisa- mente en su lucha contra la colonia- lidad, termina incorporando criterios de exclusión colonial en el momento en que encuentra inviable una sub- jetividad homoerótica negra, puesto que la homosexualidad es inexistente en la vida del hombre negro –la ho- mosexualidad es la condición negada para ser un antillano–. Dicho de otra manera, la construcción de la mascu- linidad es deudora de insistentes ne- gaciones y renegaciones que definen lo masculino, particularmente como aquello que no es-no puede ser (in- fantil, femenino, homoerótico, negro o emocional). No pocas veces, cuan- do los subalternos intentan reelaborar los términos de la masculinidad (tó- mese el caso de Frantz Fanon), lo han hecho sojuzgando condiciones otras que se consideran incompatibles con los reclamos propios de la descoloni- zación; también la mirada subalterna puede ocluir las posibilidades de reco- nocimiento de formas de lo humano que no han alcanzado una represen- tación, en tanto se juzgan inexistentes, inadecuadas o inviables. A continuación se desarrollarán tres ejes analíticos con respecto a la nove- la Risaralda de Arias Trujillo. El pri- mero se centra en la narración de los orígenes de Sopinga, pueblo fundado por negros que aspiraban a escapar de la tiranía del blanco. El segundo recoge sus elementos de la aparición de Juan Manuel Vallejo en Sopinga, hombre joven y blanco que irrumpe para enamorarse de una mujer mu- lata: la joya deseada y jamás poseída de Sopinga. Juan Manuel, de cier- ta forma, representa la ambivalencia con la que la conciencia blanca asu- me la diferencia cultural y las rela- ciones interraciales. El tercer y últi- mo eje analítico corresponde a Víctor Manuel Restrepo –“Víctor malo”–, hombre blanco, humilde e inconfor-
  • 6. {242} Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 | {242} me, que toma la ley por sus propias manos, y lamenta un destino que no le posibilitó otra vida. Sin embargo, se podría sospechar que, en realidad, “Víctor malo” no deseaba otra vida, más bien, se esforzaba por morir en su ley. Tres ejes analíticos atravesa- dos por la relación entre raza, mas- culinidad y sexualidad que sostiene el trabajo. Los negros bárbaros “Pero un día, un negro desvirgó la pu- bertad de la montaña. Vino, caballero sobre una balsa, en gitano errabun- daje huyendo de la guerra civil, y allí plantó su tienda, absorto ante este va- lle de dicha, abrigado por dos cordi- lleras y ceñido por dos ríos fraterna- les” (Arias, 1959: 2). En ese paraíso el río Cauca procedía su rumbo hacía el río Magdalena, igualmente, el río Ri- saralda abría su esplendor a un por- venir que no conocía. El negro Salva- dor Rojas, probablemente en los años cincuenta del siglo XIX, hizo suyo el valle de ensueño. Participó a otros negros su descubrimiento, ahora su tierra, y “diez o doce andarines de ébano se reunieron allí, anclaron sus ensueños en tierra tan querendona, y nombraron el lugar ‘Sopinga’, apela- tivo sonoro, muy bien puesto, de sa- bor negruzco y fácil deletreo” (Arias, 1959: 2). Muy pronto, negros, mula- tos y zambos de Antioquia y del Valle del Cauca se apasionaron con la pro- mesa de una tierra libre, fértil y bon- dadosa: lejos del blanco. Ya nunca más sus espaldas conocerían la fuer- za y el odio cristiano del verdadero y único Dios del amor, la fraternidad y la igualdad entre los hombres. “El amor libre era de muy buen re- cibo entre los habitantes risaraldinos de Sopinga. Las negras tenían un na- tural modoso y sumiso, pero era un misterio saber si en realidad amaban a sus hombres. Obedecían ciegamen- te a los varones y estos las trataban con rudeza silvestre” (Arias, 1959: 7). Los hombres negros concebían a las mujeres como su propiedad. De ese mismo modo, las mujeres aceptaban, “naturalmente”, dicha situación y no permitían que nadie se inmiscuyera en el trato que sus maridos les daban. El amor de los sopingos era áspero, dominante y, sin embargo, se reco- nocía la posibilidad de intercambiar amistosamente a las mujeres. Ahora bien, si algún hombre se empeñaba en tomar posesión de mujer ajena por la fuerza, debía luchar a muerte por ella. De ser vencedor, ese hom- bre sería aceptado calurosamente por la negra como su hombre. Es el caso de Juancho Marín encaprichado con la mujer de Cristóbal Murillo. Entre el desafío y la lucha por una mujer, Juancho le asesta el golpe mortal a Cristóbal diciendo: —¿Quieren ver cómo se va pal otro toldo un negrito destos? Vean… Y diciendo esto, asesto un mache- tazo perfecto, matemático, preciso, sobre el pescuezo del adversario. Le rebanó la cabezota con la sabi- duría de una guillotina. La tomó de las greñas, alzóla hasta la altura de sus ojos, la miró chorrear con des- precio, y arrojándola nuevamente al suelo dijo: —¡Qué lastima! Después de todo mi compadre ni an era mala persona. L’ he ganado porque soy machito, pero sepan mis señores, que el finao no era ningún pendejo. Sia defendío como un tigre (Arias, 1959: 9). Rita, la mujer de Cristóbal, recono- ció que su marido no era ningún pen- dejo y que con su machete envío al otro lado a más de un cristiano. Por lo mismo, si Juancho a bien tuvo probar mayor hombría, ella gustosa lo acep- tará y coqueteará para encender la pasión del negro vencedor. Este tipo de situaciones en Sopinga, se con- vierten en acontecimientos que sir- ven para intensificar los motivos que tienen los negros para celebrar. Juan- cho y Rita, a los ojos de la negritud, ya son el uno del otro y no necesitan de los ritos cristianos para confirmar- lo. La semana finaliza y los negros or- ganizan sus jolgorios. Juancho y Rita están presentes, ahora, frente a todos como marido y mujer. Se abren paso entre la multitud de la fiesta y bai- lan… bailan el baile de las nupcias. La voz de la algarabía negra les pide que repitan la danza, a lo cual Juancho res- ponde que no es posible porque esa fue la danza del casorio, falta el bai- le del velorio en homenaje a Cristóbal Murillo. Juancho invita a Rita y vuelve a comenzar la escenificación negra de sus inclinaciones profundas: Desde un extremo del salón em- piezan a bailar el currulao, una especie de cumbia del Pacífico puramente africana. Juancho co- mienza por mover todo el cuerpo como un médium en trance y Rita lo hace con más sensualidad aún, como si estuviera gozando la sensación del orgasmo. Mueve las caderas con un ritmo de mar porque el baile es costanero, y se va acercando, acercando, con los pies resbalados contra el suelo, ceñidas las rodillas, y todo el cuer- po en movimiento. Ella se menea como ofreciéndose en goce, como urgiendo ávidamente la posesión. Él, a su turno, trémulo de apetito, se mueve con ese moverse alebres- tado del macho cabrío que no da espera. Al fin se ayuntan; se besan, se aprietan, se huelen, se anudan, se entrepiernan voluptuosamente,
  • 7. alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo {243}{243}{243} ana adarve | - 0 - (cero). 75 x 190 cm. Fotografía a color, 2003. fingiendo el rito del entrevero sexual (Arias, 1959: 39). El baile prosigue con ese furor ar- diente que la consciencia blanca ima- gina, pero que preferiría no hacerlo, y con ello se cifra un deseo negado tanto como invocado. Los negros vi- ven sus cuerpos arriesgándose más allá de los límites de la educación, el decoro y la moral, asumirá el blanco, mientras: Los senos de la Rita, duros y triangulares, se destacan y quedan forrados obscenamente con la zaraza ordinaria de la blusa, menti- rosamente desnudos por el sudor. El espasmo hace girar esos senos salvajes y apetitosos que ondean y giran como trompos, en tanto que los pitones se yerguen lascivos en una erección fálica que es como la invitación a que el macho enarbole pronto, sus virilidades altaneras (Arias, 1959: 39). Erección fálica de pechos feme- ninos y vanidosos que invitan otra erección: la muestra de virilidad en la que todo hombre está comprome- tido y frente a la cual tiene que res- ponder como un macho. El narrador de Risaralda, en una escena que sor- prende por su arrojo y por su capaci- dad de mostrar la sexualidad negra, insistirá en el carácter sexualmente dispuesto del hombre negro y en la voluptuosidad carnal de la mujer ne- gra. Esa escena muestra la noche en la que Juancho y Rita probaron su compromiso frente a todos los negros de Sopinga. Una noche de baile en la que, como en tantas otras, se espera ansiosamente las luchas, las peleas y la muerte. Al otro día, dos únicos muertos: Toño Cardona y Cristóbal Murillo arrojados al río Cauca. Las mujeres dirán: “Güenas las charan- gas de mis tiempos, comadre, en la Güenaventura y en Tumaco. Agora estas charangas no sirven pa náa. Es más la bulla qui otra cosa. Estos ma- chos di agora se nos istán amarican- do, comadre […]” (Arias, 1959: 49). Los hombres, entonces, prueban no ser lo degradado –el marica– cuando enfrentan la muerte, venciéndola o entregándose derrotados, pero como un verdaderos machos. Las mujeres se lamentan: el macho de ahora no se ajusta a la virilidad de antes, huye a la muerte y eso lo torna amaricado e incompatible con lo que es un ver- dadero negro. El machete, las peleas y la juerga son signos de hombría con los que se destierra el no “ser”, un marica. Risaralda, el canto a los machos, no parará de dibujar la construcción de la masculinidad en un contexto en el que no sólo se ponen a prueba los hombres de verdad, sino que tam- bién insistirá en que los ideales del progreso, en gran parte, dependen de lo que la fuerza viril arriesgue co- lonizando, y de la capacidad masculi- na para arrebatarle a la selva más tie- rras para ofrendarle a la nación. Juan Manuel Vallejo: el macho de Manizales Juan Manuel era un muchacho pen- denciero y acostumbrado a no dejarse someter por nada. Siendo muy joven se va de la casa tras una seria discu- sión con su padre, frustrando con ello las esperanzas depositadas en él. Abandonará el hogar paterno para no volver a encontrarse con el hom- bre que le dio una impronta. Ansioso de recorrer tierras desconocidas, se aventura en la geografía colombiana. En ella aprende distintos oficios que lo van haciendo un hombre capaz y respetado en las tierras en las que se instala. Poco a poco, esa voluntad seductora lo va haciendo un macho
  • 8. {244} Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 | {244} deseado y admirado por todos, acos- tumbrado a domar a las hembras tan- to como a las potrancas. En tierras cálidas y entre la vida de juerga, mujeres y vagabundería, se hace vaquero, un vaquero crio- llo expuesto al abrazante sol y a la fría noche. De esa manera, refina su alma y su carácter: domestica su propio ser. Juan Manuel, hombre de mujeres fáciles, alguna vez conoce un amor de amargura, pues le depa- ra la muerte de la mulata que le iba a dar un hijo. Ambos, la mulata y su hijo mueren en los trabajos de parto. Dicho acontecimiento lo transforma en un hombre con un cuarto oscuro en el alma. Recorre las tierras hasta llegar al puerto de La Virginia –antes la Sopinga con sabor a África–. Allí, entre la algarabía de los negros y los mulatos, conoce a la Canchelo, mujer que le para el corazón y lo acobarda, incapaz de sobreponerse a su belleza. El macho hábil domador de mujeres y potrancas, siente vergüenza de sí mismo. Decidido a quedarse cerca, espera hasta el lunes y cruza el río para llegar a la hacienda de Don Pa- cho Jaramillo buscando trabajo, con la fortuna de que Don Pacho cono- ce al respetado padre de Juan Ma- nuel y eso es, para él, suficiente, si se trata de probar las dotes del jo- ven como trabajador. Se instala en la hacienda y desde allí piensa –y sólo puede pensar– en la Canchelo. Los días de la semana transcurren y el esperado fin de una semana agota- dora llega para ceder el turno al ar- dor que siente Juan Manuel por las carnes de una mulata que ocupa sus pensamientos. La Canchelo es la viva imagen de la belleza de ébano, caderas coquetas y pechos duros, el delirio de todos y el cuerpo prohibido para los negros. La madre de la Canchelo, Pacha Durán, otrora conocida por su belleza, es una mujer vieja, abandonada por la gracia y el encanto; sus carnes que fueron la perdición de muchos –y que ella uti- lizó muy bien– son las ruinas que el deseo no abandona. Ella sabe lo que vale la “virtud” de su hija y la cuida porque es su orgullo, la cuida porque por ella se esforzó en hacer fortuna para ofrecerle a un hombre blanco que dignificara su tesoro. La Canche- lo, como dirá el negro Desiderio: Es la muchacha más pispa de La Virginia. Pero la más pretensiosa también. Su mamá, la Pacha Du- rán, es una negra amarrada que nu hace más que guardar plata y robar a todu el mundo y dice que dizque no la deja casá sino con blanco. ¡Cómo les parece! ¡Como si los negros no tuviéramos también de “eso” y tan güeno como el más macho de los blancos! (Arias, 1959: 131). Juan Manuel, acostumbrado a ven- cer, consigue a la Canchelo, la mulata lo adorará con los ojos de la infante que ve a su salvador. La Pacha Du- rán consiente, es pues Juan Manuel el hombre blanco que purifica y que puede salvar a la raza. Hay pasión y mucho deseo, también amor, pero un amor condescendiente y caritativo que no alcanza reconocer en el otro su condición de alteridad. Juan Ma- nuel quiere bien a su negra, pero ella no logra domar el alma necesitada de novedades, tierras extrañas y bocas frescas que no le reclamen entrega y compromiso. La Canchelo lo sabe y llora, piensa que los blancos no saben que los negros sufren y que por eso a Juan Manuel no se le daría mal aban- donarla después de haberla desgra- ciado. Y Juan Manuel duda y pien- sa, y ya sólo puede cavilar agobiado, en lo que dejaría en el empeño por hacer de la Canchelo su permanente compañera-mujer. Pero la tragedia ordena desorga- nizando: pronto en la vida de Juan Manuel se cruzará la vida de Víctor Manuel Restrepo. Encuentro en- tre dos hombres que será definitivo para ambos. Víctor Manuel Restrepo o “Víctor malo”: el macho de Anorí Víctor Manuel era procedente de Anorí (Antioquia), desde muy peque- ño fue apodado “Víctor malo”. Sus habilidades para la pelea así lo ates- tiguaban. A los maestros les producía miedo y desde muy pronto fue ex- pulsado del colegio por agredir a un compañero que osó mirar a su novia. Después del incidente fue a la cárcel y de allí salió “más engallado y agresi- vo” (Arias, 1959: 180). La cárcel, con su capacidad “deformadora”, terminó por forjar una condición, un carácter destinado a la tragedia y a la muer- te temprana. Hermoso como un gue- rrero mítico, con un alma insondable y en franca guerra contra los ricos y la autoridad, se resistía a pensarse un bandido, pues, como él diría, nunca mató a nadie por la espalda. Andaba con reos, forajidos y demás sujetos de la vida abyecta. También se decía que tenía con ellos una camaradería que sólo conocen los hombres cuan- do, juntos, comparten la nostalgia del bandido, del cuatrero o del marginal. Es decir, un lenguaje que reúne a los abyectos y que los hace abrigarse unos a otros en franco encuentro fra- ternal o amoroso. Era un buen hijo que se ocupaba de su madre y que, en sus brazos, recobraba temporalmen- te la esperanza del niño cristiano que
  • 9. alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo {245}{245}{245} sueña con poder ser bueno. Hombre blanco de fina estampa y con un mi- rar que ocultaba tanto como revela- ba las inclinaciones de su alma. Risa- ralda no hace mención de su padre y ese aspecto configura una aporía de significados en torno a cómo el fasci- nante cuatrero llegó a serlo, buscan- do, en la compañía de los bandidos, la proximidad con el alma varonil. Sus modales, aun siendo un bandido, te- nían un aire especial que le ganaba el respeto de muchos y el amor de las mujeres. Tomándose licencias interpretati- vas, podría pensarse a Víctor Manuel como la alteridad abyecta del prócer antioqueño José María Córdova. El varonil y experto general-guerrero, descrito por el narrador de Risaral- da en tono homoerótico, como “el efebo de la boca frutal y de los ojos verdes” (Arias, 1959: 136). Córdova, personaje clave en la independencia de Colombia, Ecuador y Perú, y en la formación de Bolivia, luchó bajo las órdenes de Bolívar contra el ejército español. Muchos abandonaron la vida atravesados por la espada del hermo- so guerrero. Asegurado el poder de Bolívar, tanto que aparecía a los ojos de muchos como una nueva dictadu- ra que en nada mejoraba las antiguas cadenas derrotadas, Córdova, incapaz de someterse, y el macho paisa que por tradición no lo haría, se enfrentó al nuevo poder demostrando que lo suyo no eran los gobiernos, los proto- colos o la diplomacia. Córdova armó la revolución contra Bolívar y perdió la vida en el empeño. Si algo parecen compartir los dos guerreros paisas, es la determinación por morir luchando y empeñados en unos ideales no so- metidos. “Víctor malo”, ya agonizan- te, solicitará que se le diga a su madre que él supo morir “como cristiano y como macho” (Arias, 1959: 1999). Resuenan esas palabras, cargadas de la altanería masculina que produjo las tierras antioqueñas, como el eco de lo que el hoy celebrado prócer de la pa- tria pudo pensar o decir mientras se despedía de la vida gloriosa que ha- bría llevado. Por su parte, eran otros momentos, cercanos en el tiempo sí, pero otros momentos al fin y al cabo. Por lo mismo, “Víctor malo” –a dife- rencia de Córdova– no habría de ser celebrado como un caballero y como un admirable y valiente hombre, a no ser por la voz comprometida con el heroísmo masculino del narrador en Risaralda. Homoerotismo y tragedia: la ambigüedad del narrador En la teoría literaria se ha insistido en que el narrador de una obra no es, necesariamente, el autor. El narrador sería un personaje más que partici- pa de distintas formas en el paisaje. Este aspecto es fundamental conser- varlo para no suscribir que las con- secuencias de una narración literaria son, en definitiva, consecuencias que explican la vida de un autor. En este sentido, se entiende el interés por te- matizar la posición del narrador en Risaralda. Vélez Correa (1997) ha dicho que, tras una lectura atenta, es posible identificar la posición ideoló- gica del narrador de una obra; si una lectura despreocupada podría decir que Risaralda es una novela hetero- sexual, una hermenéutica refinada podría mostrar la construcción ho- moerótica del cuerpo masculino en la obra de Bernardo Arias Trujillo. Construcción que, paso a paso, cin- cela las formas, las escenas y las ten- siones dramáticas de unos cuerpos masculinos todo el tiempo resaltados e iluminados por la voz del narrador quien, mientras enseña los cuerpos masculinos, juega con el deseo que le producen. Se asiste, pues, a una voz que rompe con la tiranía de un paisa- je salvaje e impredecible, mostrando la condición heroica de los personajes masculinos, al punto que esos perso- najes… -esos cuerpos- merecen ser celebrados y percibidos con fascina- ción por aquellos que hacen suya la mirada del narrador. Interpretar la ambigüedad del na- rrador en Risaralda con respecto al homoerotismo, si bien implica de- tenerse a estudiar la manera como los cuerpos de los hombres negros son descritos y puestos en escena –y para ello bastaría mencionar, nueva- mente, la fascinación que despier- ta en el narrador la escena del bai- le entre Rita y Juancho Marín en la que se describe la exhuberancia de la negra que desafía al negro y éste, como hombre “cumplidor”, urgido a responder enarbolando su penetran- te fuerza fálica–, también solicita mi- rar en el enfrentamiento entre Juan Manuel Vallejo y Víctor Manuel Res- trepo –“Víctor malo”– la disposición estética y dramática que une a los dos paisas. Por principio, ambos persona- jes masculinos son descritos como vi- riles, aguerridos, valientes y, de cierta manera, justos. Además de hermo- sos, son triunfadores, si se trata del amor de las mujeres. Un cruce de caminos o, tal vez, un destino cifrado reúne, en un desen- cuentro, a “Víctor malo” con Juan Manuel Vallejo. Juan Manuel, em- peñado en defender la hacienda del hombre que lo acogió dándole posa- da y trabajo, desafía a “Víctor malo”, haciéndole prometer que, en tanto sea un hombre leal, si llegase a ven- cerlo, le prometa que no se cobrará más vidas en la hacienda: Juan Ma-
  • 10. {246} Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 | {246} ana adarve | Encarnación 3; 50.5 x 165 cm. Fotografía a color, 2001. nuel se ofrece a cambio de los demás. “Víctor malo”, de su lado, conviene con que así habrá de ser. La escena de la lucha es fundamen- tal para entender la clave homoeró- tica que el narrador ofrece en Risa- ralda. Enfrentados cuerpo a cuerpo: “[…] como dos gimnastas griegos educados para el circo”, Juan Manuel y “Víctor malo” se enlazan: “Allí, con- vertidos en un solo cuerpo, cada uno asiendo la mano del otro para detener el arma y con la siniestra abrazándo- se por la espalda, pugnaban Juan Ma- nuel por subirse y Víctor Malo por sostenerse en su posición privilegiada” (Arias, 1959: 196). Dos cuerpos que se hacen uno en la lucha y el enfrenta- miento; dos cuerpos que se reclaman y que se esfuerzan por ocupar las posi- ciones que les regalen las ventajas del uno sobre el otro. Bien podría decir- se, con la voz del narrador, que esas posiciones son también las posiciones que se reclaman en el amor y en el placer del encuentro cuerpo a cuer- po. Sin embargo, y he ahí la ambigüe- dad del narrador en Risaralda, uno de los dos hermosos hombres tiene que morir. Contra lo imposible, “Víctor malo”, el cuatrero invencible, morirá por la mano de Juan Manuel, probado hombre que ni la maledicencia de los chismosos podría haber tratado como si no fuera un macho. Los hombres de “Víctor malo” y los acompañantes de Juan Manuel se entrelazan en miradas compañeras que han aceptado lo im- probable: “Víctor malo” los deja, “todo era como un romance de caballería” (Arias, 1959: 198). El cuatrero venci- do, tal como lo haría Cristo en la cruz, dice sus últimas palabras y con un ges- to llama a su segundo y éste “se acer- có devotamente, con unción de discí- pulo amado” (Arias, 1959: 198), para oír atento la voz suave de su amigo y compañero de días ardientes y noches frías. Pedro Antonio Escobar era el nom- bre del “discípulo amado”, el mismo que buscó en el cuerpo de “Víctor malo” un signo que le acompañó has- ta la muerte, un escapulario que al desprenderlo dejó al descubierto: […] el ancho pecho peludo con- decorado de tatuajes. Tenía una Virgen del Carmen, patrona de los cuatreros, bien diseñada sobre la mamilla izquierda, coincidiendo la cabecita del Niño Dios con el lunar carnoso de la tetilla. La estampa era un prodigio de filigrana y de miniatura. En el duro bíceps de- recho, estaba dibujado un corazón terriblemente herido por un puñal siciliano cuya punta chorreaba sangre de celos y de venganzas. Al pie, en letras claras, se leía esta frase veraz: “De la cárcel se sale un día; del cementerio, nunca” (Arias, 1959: 199). La belleza masculina expuesta, el ancho pecho peludo, los tatuajes, las tetillas, el duro bíceps, el viril puñal siciliano, la Virgen María en la invo- cación que cuida a los bandidos, el Niño Jesús… el narrador, entonces, haciendo jugar, de manera provoca- tiva, los símbolos cristianos y la ima- ginería pagana con un irreductible deseo homoerótico que, sin reque- rir las manidas categorías activo/pa- sivo –tan importantes en la teoría de Fanon para defender la masculinidad del hombre negro–, hace recordar un pasado poético y mediterráneo en el cual el aspecto formativo más rele- vante de los hombres, provenía del contacto y el cuidado de unos con otros en una proximidad todavía no sometida a la enfermedad, la neuro- sis, la descalificación y la vergüenza. Pedro Antonio, el discípulo fiel: Dolido como Juan el evangelista, hubo guardado en su carriel las prendas testadas, rodearon el cadáver todos los circunstantes y descubriéndose ante él, oraron rezos de ánimas en sufragio suyo. En seguida, los cuatreros tomaron el cuerpo del querido caporal, lo amarraron con fuertes sogas a la montura de su caballo desjinetado, y volvieron grupas. Se oyó un galo-
  • 11. alexánder hincapié garcía | raza, masculinidad y sexualidad: una mirada a la novela risaralda de bernardo arias trujillo {247}{247}{247} pe fúnebre, y luego perdiéronse en la lejanía. La escolta de paladines iba taciturna y adolecida y por la primera vez llovió llanto sobre sus ojos varoniles nunca dados a lágri- mas (Arias, 1959: 199-200). Ahora sí, por fin, los machos de Ri- saralda se descubren y lo hacen ante el cuerpo ya sin vida de un hombre. Lloran porque lo pueden hacer… y sus lágrimas no son reductibles a la sensibilidad de los señoritos de ciudad ante la impresión barroca que les ge- nera una ópera. Son las lágrimas que llueven de los ojos masculinos, hom- bres que lloran mutuamente la muer- te y el abandono de un cuerpo otro- ra tan grato y que, por mucho tiempo, fue compañía en las duras noches de las ariscas montañas colombianas. Homoerotismo resuelto mediante la trágica muerte que, probablemente como excepción, permite a los hom- bres derramar sus lágrimas sin me- noscabo de la hombría. También Juan Manuel, al oír las coplas que cantan la muerte de “Víctor malo”, llorará como si entendiese, igual que un Aquiles admirado por la belleza del cuerpo de Héctor, que sólo el cuerpo de “Víc- tor malo” era un cuerpo digno y be- llo para el encuentro que se prepara en un cuerpo a cuerpo entre dos hom- bres. Tal vez se fuerzan los términos de la novela, pero se presiente que el narrador resuelve la ambigüedad ho- moerótica mediante la tragedia que dice no, en vida, a un amor que sólo era posible con la muerte. Epílogo: violencia contra el paisaje o violar la naturaleza El paisaje en la novela es desolador y desmesurado; aun con tanta belleza, está teñido de la muerte. Arias Truji- llo, o, más bien, Risaralda, radicaliza la premisa de que el futuro es, obli- gadamente, un hecho del mestiza- je. No obstante, se avizora ese futu- ro tiñendo a Risaralda de la muerte de un (otro) hermoso hombre blan- co. Juan Manuel Vallejo que derrotó a su Héctor, ahora cae –poco tiempo después–, sin sosiego por la muerte de “Víctor malo” y dominado por la violencia de la naturaleza –esa mis- ma que la masculinidad y la virilidad habrían violado–… El hombre blan- co muere, pero queda una negra en espera de un bastardo mulato fruto del encuentro, casi siempre proble- mático, entre las razas. Resta para el hijo mulato de ese encuentro-desen- cuentro, asumir las preguntas por las condiciones de su emergencia, por la historia que lo hizo posible y por el origen marcado de una violencia que no termina. NOTAS 1No se propone en Risaralda una ex- clusión del homoerotismo, sino la des- calificación, un tanto propia de la épo- ca, de una masculinidad no construida en relación con la virilidad, la fuerza, la valentía y el arrojo. 2 Ciertamente, la igualdad a la que se hace alusión en este momento históri- co no podría ser la misma que se recla- ma en el presente. Téngase en cuenta que, a comienzos del siglo XIX, seguía muy próxima en el tiempo la Decla- ración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Si se quiere, dicha Declaración articulaba, de otro modo, al individuo y al Estado (Anrup y Oieni, 1999). Sin embargo, esa nue- va relación no fue un “hecho dado”, es decir, la Declaración, por sí misma, no alteraba las relaciones sociales. Si hubo transformaciones, éstas se produjeron, entre otras causas, por el enfrenta- miento entre las distintas condiciones sociales, étnicas y raciales que lucha- ban por alcanzar una representación dentro de las naciones emergentes. Anrup y Oieni (1999), tanto como Ro- jas (2008), serán enfáticos en mostrar que, necesariamente, los esfuerzos independentistas, la elaboración de las constituciones y el precedente de los derechos humanos y del ciudada- no, forjaron los términos en los cuales sería postulada la condición de ciuda- danía. Particularmente, en Colombia, y sería válido para Latinoamérica, la ciudadanía no sólo respondió a los cri- terios de la Ilustración y de la moder- nidad, sino también a las fuerzas de la colonialidad. Por lo mismo, pues, los cantos a la libertad y a la autonomía cohabitaban con la tradición hispánica y sus formas de racialidad, jerarquía y exclusión. Una cosa parece estableci- da: la educación era la puerta de en- trada a la civilización y al progreso, por lo mismo, por la educación podría ser alcanzada la ciudadanía. No obstante, la anterior afirmación no puede obviar los límites establecidos y los términos mediante los cuales era juzgada la ca- pacidad de los distintos grupos sociales para llegar a ser educados. Si se siguen los argumentos de José María Samper, en el siglo XIX, ni el negro ni el indio tendrían una verdadera y apta fisiolo- gía para la buena formación. 
  • 12. {248} Nómadas abril de 2010 | universidad central | colombia32 | {248} referencias bibliográficas  1. ARIAS, Bernardo, 1959, Risaralda, Medellín, Bedout.  2. ANRUP, Roland y Vicente Oieni, 1999, “Ciudadanía y nación en el proceso de emancipación”, en: Anales: Nueva Época, No. 2, pp. 13-44.  3. BUTLER, Judith, 2002, “Críticamen- te subversiva”, en: Rafael Jiménez (comp.), Sexualidades transgresoras. Una antología de estudios “queer”, Barcelona, Icaria, pp. 55-79.  4. CASTRO-GÓMEZ, Santiago, 2005, La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), Bogotá, Pontificia Uni- versidad Javeriana.  5. _______, 2007, “¿Disciplinar o poblar? La intelectualidad colombiana frente a la biopolítica (1904-1934)”, en: Nó- madas, No. 26, Bogotá, Universidad Central – Iesco, abril, pp. 44-55.  6. CURIEL, Ochy, 2007, “Crítica pos- colonial desde las prácticas políticas del feminismo antirracista”, en: Nó- madas, No. 26, Bogotá, Universidad Central-Iesco, abril, pp. 92-101.  7. FANON, Frantz, 1973, Piel negra, máscaras blancas, Buenos Aires, Abraxas.  8. FASSIN, Eric, 2008, “Cuestiones sexuales, cuestiones raciales. Parale- los, tensiones y articulaciones”, en: Estudios Sociológicos 77, vol. XXVI, No. 2, México, El Colegio de Méxi- co, disponible en: <http://revistas. colmex.mx/resultados_busqueda. jsp?numero=1188&scope=8>, con- sultado en junio de 2009.  9. HERING, Max, 2007, “Raza: variables históricas”, en: Revista de Estudios So- ciales, No. 26, Universidad de los An- des – Facultad de Ciencias Sociales, abril, pp. 16-27.  10. LASSO, Marixa, 2007, “Un mito repu- blicano de armonía racial: raza y patrio- tismo en Colombia, 1810-1812”, en: Revista de Estudios Sociales, No. 27, Universidad de los Andes-Facultad de Ciencias Sociales, agosto, pp. 32-45.  11. MILLINGTON, Mark, 2007, Hom- bres de in/visibles. La representación de la masculinidad en la ficción la- tinoamericana. 1920-1980, Bogotá, Fondo de Cultura Económica.  12. RESTREPO, Eduardo, 2007, “Imáge- nes del ‘negro’ y nociones de Raza en Colombia a principios del siglo XX”, en: Revista de Estudios Sociales, No. 27, Universidad de los Andes-Facul- tad de Ciencias Sociales, agosto, pp. 46-61.  13. ROJAS, Cristina, 2001, Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX, Bogotá, Norma.  14. ________, 2008, “La construcción de la ciudadanía en Colombia durante el gran siglo XIX. 1810-1929”, en: Poli- gramas, No. 29, junio, pp. 295-333.  15. VÉLEZ, Roberto, 1997, Bernardo Arias Trujillo: el escritor, Manizales, Universidad de Caldas.