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POR LA RECONCILIACION A LA PAZ
Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir
en paz
ORACIÓN
Concédenos, Dios todopoderoso, que las prácticas anuales propias de la
Cuaresma nos ayuden a progresar en el conocimiento de Cristo y a llevar una
vida más cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
1. Cuaresma, un desierto, un tiempo de esperanza
Comenzamos ya el tiempo de Cuaresma. Cada año el ciclo litúrgico nos ayuda a vivir el encuentro con el
Señor y la comunión con los hermanos de manera más profunda. Por eso este tiempo que comenzamos
permite que nos adentremos en nuestro ser, hasta llegar a los rincones más hondos de nuestro vivir
cotidiano, allí donde se gestan nuestras inquietudes e intenciones, nuestros pasos, que tienen una única
meta, el amor, cada vez más ferviente, más libre, más comprometido, más encarnado, según el ejemplo de
Jesucristo, nuestro Maestro.
Comenzamos la Cuaresma con la imposición de la ceniza y en la escucha atenta y fiel de la Palabra de Dios
para comprometer la determinación de convertirnos sinceramente a Dios y renovar nuestra vida y nuestras
actitudes hacia Él, hacia los hermanos, hacia nosotros mismos, y hacia el medio ambiente en que nos
desenvolvemos.
La Palabra proclamada el primer domingo nos ubica también en un «desierto», un espacio casi tan inmenso e
imponente como el mar, donde el horizonte no cambia ante nuestra mirada, como una línea simple que
separa la tierra del cielo, una línea en apariencia inalcanzable. Esta primera experiencia ya nos hace sentir
nuestra vulnerabilidad, nuestra debilidad, nuestra pequeñez e impotencia ante la vida misma. Nada podemos
hacer por nosotros mismos que nos pueda salvar, que pueda cambiar radicalmente esta sensación. La
realidad nos sobrepasa. Algo parecido a lo que sentimos ante las experiencias tan cercanas de inseguridad, de
miedo, de soledad en lo cotidiano, del cansancio en la rutina del trabajo, de la falta de creatividad y gozo en
la vida familiar, de relaciones fracturadas por un enfrentamiento con los más cercanos, con nuestros prójimos
más próximos, esposos, hijos, familiares, amigos, compañeros de trabajo.
También podemos imaginar la aridez de este desierto, la sequedad, la falta de agua que vivifica y reverdece,
que limpia y genera novedad por donde pasa. Aquí no hay más que colores ocres, marrones, grises. No hay
nubes que nos traigan la sombra y la lluvia frescas. Si a esto le sumamos que el camino produce fatiga,
porque los pies se entierran en la arena o se lastiman en las rocas; que nada se mueve a la vista más que
nosotros; que el calor y el viento nos resecan la piel durante el día; que el silencio y el frío nos cala al pasar de
las horas en la noche; seguramente nos preguntaríamos: ¿cómo lo soportó Jesús cuarenta días con sus
noches, con hambre y tentado por el enemigo?, y ¿cómo pudo un pueblo vivir allí cuarenta años?, ¿qué
sentido tiene semejante experiencia?, ¿podemos evitarla?
Todo aquello que nos hace percibir esta sensaciones en el aquí y ahora de la vida, es nuestro desierto
cuaresmal, el desierto que tenemos que atravesar para llegar a la meta esperada. ¿Cuál es esa meta? Nos
dice Jesús: “El Reino de Dios está cerca” (Mc 1,14-15). Y esto adquiere un valor completamente novedoso en
Jesús: se puede sofocar la fuerza del mal, del pecado, del Maligno, abriéndose y dejándose llevar por la
Palabra de Dios con humildad filial y confiada y con verdadera apertura a su gracia y su presencia.
Allí está el sentido de este desierto que “me toca atravesar”; es que el Reino de Dios, es que Dios mismo está
cerca, muy cerca…, y está en lo más profundo de nuestra intimidad (San Agustín); y pasar por el desierto es
prepararnos para ver, para oír, para tocar a Dios. Se trata de un ejercicio de esperanza que afina nuestros
sentidos interiores, que ensancha el corazón, que aclara la mente, que abre nuestros labios para la alabanza.
Nos preparamos para contemplar el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Entonces no es
para menos que el Espíritu nos lleve al desierto como a Jesús (Mc 1,12); y más aún, para que nuestra
participación en la Eucaristía de Jesucristo sea la seguridad de participar plenamente en su Pascua, su triunfo,
razón de nuestra fe y nuestra esperanza.
Entrar en el desierto no es solamente tratar de compartir las incomodidades y la soledad de Jesús en los
hermanos; tratar de apartarnos para rezar más; tratar de renunciar a ciertos placeres (tal vez para probarnos
a nosotros mismos cuánto soportamos) y tratar de compartir nuestros bienes con los que no los tienen.
Entrar en el desierto es entrar en el proyecto de Dios para mi vida; es saber cuál es el ayuno, la limosna y el
servicio que Dios nos exige para estar en sintonía con Jesús, su Persona, su Palabra y su obra amorosa y
misericordiosa. Es caminar con los pasos del Espíritu en la fe para llegar a ver el Reino que ya está presente
en nosotros y entre nosotros. Es aprender a mirar a través de la realidad más allá de ella, lo que se gesta en el
silencio, todo el bien que hay a nuestro alrededor y en nosotros mismos y en cada ser humano sea cual sea su
estado y situación en este mundo. Por eso el desierto es esperanza; es un aliado que nos abre al optimismo,
porque nos abre a Dios mismo que es todo bien, es todo amor, es el Amor.
Ahora bien, sólo quien se atreve a hacer esta experiencia de dejarse llevar por el Espíritu al desierto puede
trascender el aquí y ahora y transmitir esta esperanza a los demás. Como discípulos misioneros de Jesucristo,
¿qué transmitiremos en nuestros encuentros sobre la esperanza del desierto? ¿Qué aseguraremos para que
nuestro pueblo en Cristo tenga vida plena? Dependerá de nuestra docilidad al Espíritu que vive en nosotros,
nos inspira, nos santifica, y nos hace nuevas criaturas.
(Para la reflexión personal y en grupo:
• ¿Cómo actúa el mal en nuestra vida? ¿Cómo reaccionamos ante el mal, el pecado?
• ¿Qué sucede cuando excluimos a Dios, a Jesucristo, y su Palabra? ¿Verdad que también excluimos al hermano de
nuestra consideración?
• ¿A qué te llama Jesús y la experiencia del desierto?)
ORACIÓN POR LA PATRIA
Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones
que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus
gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la
justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
POR LA RECONCILIACION A LA PAZ
Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir
en paz
ORACIÓN
Señor, Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu amado Hijo, alimenta
nuestra fe con tu Palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu, para que
podamos alegrarnos en la contemplación de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
2. Cuaresma, tiempo para reavivar la santidad
Toda la Cuaresma es una invitación a la conversión; es un recordarnos que Dios nuestro Padre nos quiere a
cada uno plenamente santos. La santidad es una realidad a la que nosotros no podemos renunciar. Porque
hace a la esencia de nuestro ser hijos de Dios; el día de nuestro bautismo hemos sido santificados por el
Espíritu Santo, por lo tanto fuimos llamados a vivir la santidad y, en Jesús, a convertirnos en complacencia del
Padre y a ser mensajeros de fe y esperanza para todos nuestros hermanos. San Pablo nos lo recuerda en sus
cartas: “Vivan de acuerdo a la vocación que han recibido. Sean humildes, amables” (Ef 4,1-2ss).
Vivir la santidad no quiere decir que nos alejemos del mundo, de lo cotidiano; al contrario, implica que nos
asumamos a nosotros mismos cómo somos, que asumamos la realidad concreta que vivimos cada día. La
respuesta es atrevernos a discernir en nuestro interior aquellas situaciones que tal vez puedan estar
obstaculizando una auténtica conversión.
Y, ¿qué implica o en qué consiste la conversión? Fundamentalmente es una transformación absoluta del
propio ser, no se trata de realizar una serie de actos externos (limosna, ayunos, sacrificios, etc.): la conversión
es el camino del corazón. Y cuando nos enfrentamos a esta dimensión de la conversión del corazón, nos
estamos enfrentando a algo que muchas veces no se puede medir con nuestra medida, sino ser asumido con
todas sus consecuencias a semejanza de Jesucristo: el amor. Y el amor, nos dice Jesús, hace que el hermano
sea el destinatario más próximo de nuestra atención y consideración: “No hay mayor amor que dar la vida
por sus amigos” (Jn 15,13-15). En esto consiste precisamente la conversión del corazón: en amar como Jesús
ama, haciendo nuestros sus pensamientos, sus sentimientos y sus gestos, desbordando el amor que Dios nos
ofrece en Él y dejándonos transformar para que nuestro discipulado misionero signifique, ante todo, el haber
llenado de su presencia nuestro corazón y toda nuestra existencia.
La Transfiguración del Señor, contemplada singularmente el segundo domingo de la Cuaresma, manifiesta
claramente que el nuevo rostro de Jesús significa la superación de las incertidumbres y la confirmación del
Padre de que su vida y obra tienen sentido. “Es mi Hijo, mi escogido: escúchenlo”.
Los discípulos de Jesús (Pedro, Juan y Santiago), sobrecogidos por la duda y el temor, les son dirigidas esas
palabras como clara revelación del Padre acerca de quién es Jesús. Jesús está en medio de la Ley (Moisés), y
los Profetas (Elías). Él es el Mesías, el Escogido, el Centro y Modelo a seguir.
Muchas veces, cuando nos acostumbramos a observar rostros atemorizados por la violencia y la inseguridad,
angustiados por el desempleo, desesperados por las injusticias y el hambre, tristes por la soledad y la
marginación, perplejos por la desesperanza. El Evangelio de la Transfiguración advierte que, si ponemos la
mirada en Jesucristo y lo escuchamos, no nos alejaremos de los problemas y la dramática realidad, sino que
volveremos a ella transfigurados por Él para anunciarlo, como Buena Noticia, a todos nuestros hermanos.
Jesucristo, el Maestro, el Buen Pastor, nos llama a nosotros sus discípulos misioneros, sus ovejas, a enfrentar
con valor evangélico la vida y todas las situaciones que propician o condicionan su desarrollo, las crisis y los
conflictos, con un nuevo rostro, el rostro de los hijos amados y escogidos por Dios.
Pidamos al Señor la gracia para que nuestra Cuaresma, sea una experiencia de encuentro con Jesucristo vivo,
el Hijo predilecto, amado del Padre, a quien siempre hemos de escuchar.
(Para la reflexión personal y en grupo:
• El don del amor de Dios, es una experiencia que sana y devuelve la inocencia a la mirada: ¿Cuáles son los signos de
maldad y violencia en la vida personal, en las relaciones comunitarias y en la vida social?
• Si con Jesús nos preparamos para vivir su Pascua, ¿cómo experimentas la confianza en Dios y la preocupación por
todos tus hermanos? ¿Cómo experimentas que Cristo te rescata del poder del mal, del pecado y de la muerte y te abre a una
existencia nueva, transfigurada por Él y su Pascua?
• Tomar la cruz de Cristo es vivir el mandamiento del amor, estableciendo con Dios y con el prójimo, nuestro hermano,
relaciones saludables para vivir en paz.)
ORACIÓN POR LA PATRIA
Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones
que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus
gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la
justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
ORACIÓN
Dios nuestro, fuente de toda bondad y misericordia, que nos otorgas un
remedio para nuestros pecados en el ayuno, la oración y la limosna, recibe con
agrado la confesión que te hacemos de nuestra debilidad y, ya que nos oprime
el peso de nuestras culpas, levántanos con el auxilio de tu misericordia. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
3. Cuaresma, un camino fecundo de crecimiento espiritual
Es un camino fecundo y no como la estéril existencia de una higuera sin fruto, en el cual nos vamos
encontrando cada vez más en profundidad con Cristo. Y esto es lo que le da sentido a todas las cosas que
hacemos. En definitiva el camino que Dios quiere para nosotros es un camino de búsqueda de Él, a través de
todas las circunstancias que nos toca vivir.
Jesús camina a nuestro lado; simplemente debemos saber mirar, debemos saber buscarlo, percibir su
presencia (cf. Mt 25,31-46). Y cuando damos de comer al hambriento, o vestir al desnudo, o cuando
denunciamos comprometidamente el mal, no es que simplemente hagamos una obra buena, sino que vamos
mucho más allá. Nos está hablando de una búsqueda interior que para encontrarnos a Cristo; y esta
búsqueda es de todos los días, para escapar de Cristo en ningún momento de nuestra vida. ¿Por qué nos
cuesta reconocer a Cristo? ¿Buscamos a Cristo? ¿Cómo? ¿Hasta dónde somos capaces de descubrir a Cristo
en nuestra vida cotidiana? Jesús nos alerta a que no se trata sólo de hacer el bien, porque el bien lo hacen
hasta los que no creen, sino que se trata de reconocer a Dios y saber encontrar a Cristo y seguirlo en todos
los momentos y situaciones de nuestra vida.
Este tiempo de Cuaresma debe ayudarnos a preguntarnos sobre la apertura de nuestro corazón, cerrado a
veces por nuestra libertad, que no quiere reconocer a Cristo en los demás. Abramos nuestro corazón de par
en par, no sea que nuestro corazón sea el sediento y hambriento por estar cerrado en sí mismo. Hagamos de
esta Cuaresma un camino hacia Dios.
El pecado es una ruptura con Dios y con nuestros hermanos y fractura la integridad de nuestra vida y de
nuestra dignidad como hijos de Dios. En sus primeros capítulos, la Biblia habla de los orígenes del mundo y
del hombre: todo allí es armonía y paz: con Dios, entre el hombre y la mujer, con la creación y con todas las
criaturas. Cada ser ocupa su lugar en un contexto de complementariedad y de interdependencia. En medio de
la diversidad y especificidad de las relaciones no hay asomos de ningún desorden. Nadie se aprovecha del
otro y cada cual es reconocido y respetado en lo que es.
Este cuadro armonioso dejó de ser tal por iniciativa del hombre. Por él entró el desorden en todos los frentes.
La ruptura de su relación con Dios repercutió en todos los ámbitos. El hombre y la mujer se acusan
recíprocamente, y la tierra se vuelve dura y hostil a la mano del hombre, rebelándose. En medio del escenario
de paz, interrumpido por el pecado del hombre, se anuncia la gran Promesa: la reconciliación con Dios y con
la creación puede rehacerse y el hombre y el universo se encaminan a un nuevo destino y una nueva
condición. A partir de este momento la narración de los comienzos puede ser leída con ojos de futuro. Las
grandes profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento anuncian por anticipado una nueva condición para el
hombre y para la creación. En efecto, existe entre ambos una estrecha relación. «La revelación afirma la
profunda continuidad de destino entre el mundo material y el hombre.
“Pues la creación en ansiosa espera desea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de
ser liberada de la servidumbre de la corrupción...”. Y se sigue insistiendo: “también el universo visible está
destinado a ser transformado, si bien no sabemos cómo se transformará» (Catecismo de la Iglesia católica
1046-1048).
Jesús de Nazaret anuncia el Reino venidero, a la vez que con palabras y obras anticipa esa nueva realidad. Los
milagros que realiza, antes que signos probatorios de su divinidad, son anticipo de este mundo venidero que
concernirá no sólo al alma sino al hombre entero, a la humanidad toda y al mismo universo. «Nosotros
esperamos según la promesa de Dios, cielos nuevos y tierra nueva, un mundo en que reinará la justicia» (2Pe
3,13).
La violencia no es ningún elemento fatal e irreversible, al punto que lo único que cabría es aceptarla y
resignarse. Todos, mujeres y varones, estamos llamados a avanzar por los caminos de la paz y de la no
violencia, a mejorar la naturaleza, valiéndose positivamente de los conocimientos científicos y de los
adelantos tecnológicos, a no depredar a los animales sino a domesticarlos, a ir aprendiendo a resolver
positivamente los conflictos que la humanidad inevitablemente provoca en su andar. Claro que todo esto es
imposible si el hombre no cambia para bien desde lo profundo de su corazón. La violencia que hay en él
repercute en el universo y en todo lo que contiene. Para revertir la lógica de la violencia hay que partir del
hombre, de modo que la reconciliación con Dios lleve a estar en paz con los hombres y con la creación.
El llamado evangélico a la conversión (cambio, regreso) permite y exige pasar de la violencia a la paz, del
egoísmo al amor. El Reino de Dios se abre camino desde ya, allí donde los hombres y las mujeres obran de
acuerdo con las bienaventuranzas evangélicas: paz, justicia, mansedumbre, misericordia, perdón. Son
palabras, valores y perspectivas que claman por su concreción a través de opciones privadas y públicas. Quien
se compromete a luchar contra la violencia y el uso de la fuerza en las relaciones humanas, con la creación y
con sus criaturas, anticipa el futuro prometido. Este es el propósito del plan de Dios y quien entra en él
colabora con la gran obra de Dios. En cambio, quien fomenta o tolera la violencia en sí y fuera de sí, se opone
al plan de Dios y atrasa su realización.
Estamos llamados a una vida fecunda con obras y frutos de amor, y no un amor cualquiera, sino el que se
experimenta del mismo amor con que Dios nos ama, el amor con el que Cristo se entrega fructuosamente por
nosotros. Vivir la comunión con Dios, con Cristo y su Iglesia, con todos los hermanos, no es una expresión
más, sino la consciente apertura al don de Dios y la salvación que nos viene en Jesucristo, su Hijo. Así, buscar
la reconciliación y la paz supone una vida concretamente saludable en las relaciones con Dios y con los
hermanos; es decir, todos nuestros pensamientos, sentimientos, lenguaje y gestos, han de ser expresión del
encuentro con Cristo, y en Él, hacia nuestros hermanos y toda la creación.
(Para la reflexión personal y en grupo:
• Si vivimos encerrados en nosotros mismos, egoístas y soberbios, ¿qué percibimos que nos predispone al mal, al
pecado?
• Si recuperamos una mirada y un pensamiento de inocencia, de pureza, ¿qué advertimos que nos dispone a vivir en
comunión y preocupación por nuestras relaciones saludables con Dios y con nuestros hermanos?
• Para recuperar una vida fecunda ante Dios y los hermanos, ¿qué valor personal y comunitario damos al Sacramento
de la Reconciliación?)
ORACIÓN POR LA PATRIA
Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones
que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus
gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la
justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
POR LA RECONCILIACION A LA PAZ
Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir
en paz
ORACIÓN
Señor Dios, que por tu Palabra hecha carne has reconciliado contigo
admirablemente al género humano, haz que el pueblo cristiano se apreste a
celebrar las próximas fiestas pascuales con una fe viva y con una entrega
generosa a ti. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
4. La Eucaristía y la reconciliación con Dios y nuestros hermanos
Para reconciliarnos con Dios debemos reconciliarnos también con nuestros hermanos. «Por lo tanto, si al
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda
ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24).
Al alimentarnos del Pan de Vida recibimos la gracia necesaria para reconciliarnos con el otro, para construir la
paz, para lograr la unidad de la sociedad. Quizá no hemos reflexionado suficientemente que la gracia recibida
no actúa por sí sola: Dios quiere que hagamos crecer esa gracia, que tengamos intención de modificar
nuestras actitudes, que nos pongamos en camino, que realicemos obras concretas.
Celebrar la Eucaristía nos compromete a buscar la unidad, a ser «sacramento de reconciliación» en medio de
un mundo que promueve la división y donde las relaciones personales y entre naciones están dirigidas por el
egoísmo y no por el reconocimiento de que todos somos hijos de Dios. Ser «sacramento de reconciliación» es
un desafío para los cristianos. ¿Nos reconocen en nuestro trabajo, en nuestra familia, entre nuestros
conocidos y vecinos por ser sembradores de unidad?
En muchas ocasiones escuchamos discursos de autoayuda en los cuales la sola voluntad personal permite el
cambio de conducta. Sin embargo, Jesús nos enseña otra cosa, nos llama a ser uno en la diversidad, en la
aceptación amorosa del otro. La instauración del Reino de Dios no se realiza por hechos aislados producidos
por personas que actúan solas. Somos un pueblo que camina al encuentro del Padre, alimentado por el Pan
de Vida y que vive como hermano. Cada uno aporta los dones recibidos por Dios para el bien común,
formando un solo cuerpo.
La Eucaristía es fuente de amor y de diálogo para el que quiere alimentarse de ella. Los que participamos de
la Eucaristía nos comprometemos a escuchar a Dios que habla al hombre. Es tarea de la Iglesia hacer que la
voz de Dios pueda ser escuchada y respondida. ¿Cómo dialogamos con Dios y con los que nos rodean?
¿Escuchamos al otro realmente o estamos atentos sólo a lo que nos pasa a nosotros?
Cuando Jesús nos invita a su mesa quiere que vivamos como hermanos. Con esta convicción es que vivimos la
comunión con Él. Sin embargo, necesitamos siempre reconciliarnos con nosotros mismos, perdonándonos
nuestras fallas, queriéndonos y aceptándonos como somos. Necesitamos reconciliarnos con los demás y
formar realmente un solo cuerpo como Iglesia, como familia, como Nación. Necesitamos reconciliarnos con el
mundo y asumir la responsabilidad que significa ser el centro de la creación. Necesitamos reconciliarnos con
Dios y aceptarlo como un Padre misericordioso. Pongámosnos en camino, que Jesús nos alimenta y el Padre
nos espera con los brazos abiertos.
La Eucaristía anuncia eficazmente la reconciliación con el Padre. Cuando compartimos la Eucaristía, memorial
de la Cena del Señor, Jesús parte el Pan, su propio Cuerpo, y lo ofrece a los discípulos que están con Él. Jesús
quiso sentarse junto a los que lo han recibido como Maestro y Salvador.
La mesa familiar es un lugar de encuentro, de intimidad. No sólo se comparte el alimento, se comunica la
vida. Es así como Zaqueo se convirtió durante la cena y no mientras estaba subido al árbol. Quizás ahí sintió el
llamado, pero la verdadera conversión que lo llevó a cambiar de vida, se produjo durante una comida
fraternal en compañía de Jesús. ¿Quiénes son hoy, en la sociedad, en la familia, en el trabajo, entre los
amigos, aquellos con los que no nos sentaríamos a comer?
Existen respuestas diversas a esta pregunta. Las personales, nos las debemos hacer todos los que queremos
participar de la Eucaristía. En cuanto a la sociedad, la respuesta es bastante evidente y, cada vez que nos
acercamos a recibir a Jesús en la Eucaristía, tendríamos que revisar si guardamos rencor en nuestro corazón o
si sentimos el amor que sentía Jesús hacia los más despreciados.
Nos alejamos de Dios como consecuencia de nuestras acciones y él nos llama continuamente a regresar a su
lado. En la parábola del Padre misericordioso, Jesús nos revela a un Dios que quiere perdonar nuestros
errores y recibirnos en su casa, nos habla de un padre que se reencuentra con su hijo, que sale a su
encuentro, que se conmueve, que lo abraza y le organiza un banquete. Sin embargo hay algo que no
podemos pasar por alto en esta parábola. El hijo reconoció su error, sintió dolor por su pecado y decidió
volver. El padre perdona al hijo que regresa arrepentido.
Para celebrar el banquete, es necesario el arrepentimiento y, para esto, es indispensable educarse también
en una efectiva enmienda. ¿Cuántos exámenes de conciencia hemos hecho a lo largo de nuestra vida?
Seguramente hemos realizado una revisión de nuestros pecados para no dejar olvidado ninguno, intentando
recordar la cantidad de veces que hemos cometido cada uno de ellos.
Analizar nuestra vida significa reconocer las faltas de amor y los dones que hemos recibido. Descubrir en ella
la acción de Dios que nos sigue amando a pesar de nuestra infidelidad. Experimentar verdaderamente el
encuentro con el Padre misericordioso que nos llama a su lado. Dios nos ha hecho a cada uno de nosotros la
promesa de la Vida Eterna, nos ha regalado la posibilidad de encontrarnos cara a cara con Él y disfrutar de su
compañía para siempre, de colmar nuestras necesidades e inquietudes. Sabemos que el camino es largo y
presenta ciertas dificultades. ¿No habrá sembrado Dios, Padre misericordioso, en el corazón de cada uno los
elementos necesarios para recorrer este camino? Analizar la vida es reconocer, más que nuestras faltas, la
grandeza de Dios que nos ha hecho a su imagen para darnos la posibilidad de llegar a Él construyendo el
Reino de Dios en este mundo.
Dios nos ha señalado con la Encarnación el camino para llegar a Él: Él mismo se ha hecho hombre y aceptado
esta condición hasta el extremo de dar la vida. Él nos ha demostrado la grandeza de ser hombres, de vivir y
de morir como tales. Jesús nos reconcilia con Dios y con los demás. Así, «siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5, 10). Así, no sólo se experimenta la reconciliación a
nivel personal, sino que se abre a la experiencia de la reconciliación comunitaria, a saber pedir perdón y
también a saber perdonar.
(Para la reflexión personal y en grupo:
• Tras el arrepentimiento, ¿tu corazón se llena de fuerza para confiar en el perdón misericordioso del Padre?
• ¿Experimentas el Sacramento de la Reconciliación como un verdadero signo del amor misericordioso del Padre que
te recibe incondicionalmente?
• La experiencia del perdón, ¿te lleva eficazmente a amar íntegramente a tus hermanos?)
ORACIÓN POR LA PATRIA
Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones
que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus
gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la
justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
POR LA RECONCILIACION A LA PAZ
Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir
en paz
ORACIÓN
Te pedimos, Señor, que enciendas nuestros corazones en aquel mismo amor
con que tu Hijo ama al mundo y que lo impulsó a entregarse a la muerte por
salvarlo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
5. La Eucaristía, Misterio de Comunión y solidaridad
Existe un vínculo indisoluble entre Cristo, la Eucaristía y la comunión fraterna. Cada vez que nos acercamos a
contemplar y «comulgar» la presencia de Cristo en la Eucaristía expresamos nuestra fe en su presencia real;
pero también nos comprometemos a conformar nuestra vida con la de Jesús, a quien reciben en la Comunión
sacramental. «Comulgar con Cristo», o «recibir la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo», exige una
disposición a la conversión de vida, a reformar la mente y el corazón según su Evangelio, a sanar y educar las
inclinaciones desordenadas, y a orientar la vida según la voluntad de Dios, imitando la existencia entera de
Jesús, cuyo alimento fue «cumplir la voluntad del Padre» (Jn 4,34).
Jesús, Pan de vida, recibido en la Eucaristía, abre la puerta de este misterio de comunión. Nos hace pueblo
que peregrina en busca de la casa del Padre en donde no habrá más hambre ni más sed; en donde no habrá
divisiones; en donde podremos contemplar al misterio del amor que en nuestra imperfección no podemos
entender ni experimentar.
La justicia humana para ser auténticamente justa debería ajustarse a la justicia y, por supuesto, también la
misericordia. Porque, si es verdad que la misericordia es la plenitud de la justicia, también es verdad que sin
justicia no puede haber misericordia.
Y ya sabemos que, sin verdadera justicia, no puede haber sociedad. Si el que trabaja, invierte, estudia,
construye, inventa, es eficaz, inteligente, no tiene derecho a lo suyo, y los funcionarios del Estado disponen
de sus bienes a su voraz arbitrio; si la ley protege al delincuente y maniata al honesto y aún le impide
defenderse; si los encargados de administrar justicia se someten a otros poderes y lucran con ella; si es la
ignorancia, la incapacidad, la prepotencia, la insubordinación, la inmoralidad, lo que da derechos y no la
honestidad, la capacidad y el trabajo; si el país es manejado por un pequeño grupo de hombres encaramados
en el poder..., es improbable que pueda hablarse de justicia y, mucho menos, de misericordia. De igual modo,
cuando se legitima una manera de entender la «justicia social» que, a la larga, ha promovido la injusticia y
creado muchísimo más pobreza que la que decía querer erradicar. Pero cuando la aparente justicia trabaja
apoyada por la mentira, por la falsificación de los hechos, creando culpables entre inocentes y declarando
víctimas a los delincuentes, la justicia se transforma, no sólo en monstruosa revancha y venganza de
derrotados vueltos al poder, sino en mentira diabólica llena de mezquindad que envenena el corazón y
produce odios y resentimientos.
El Evangelio de Jesús y la mujer adúltera nos traslada al otro extremo de este ambiente asfixiante y perverso.
El gesto de Jesús de pasar el dedo por el suelo, sentado sobre sus piernas cruzadas como estaba, es
simplemente un gesto de ensimismamiento, como refugiándose en su interior y su contacto con el Padre
para respirar aire puro, en medio de esa turba más maloliente de suciedad interior que exterior, que lo
embargaba de tristeza. Pero por ellos mismos daría su vida días después, asumiendo en su cuerpo y su
corazón, todo ese odio, toda esa malevolencia: la mujer debía ser apedreada.
No hay que buscar palabras escritas en el suelo ni signos esotéricos. Es la majestad y bondad que irradia la
figura de ese hombre inclinado hacia el suelo; es el silencio avergonzado de los discípulos que lo rodean; es
quizá la visión de la pobre mujer avergonzada y obligada a estar de espectáculo allí parada a la vista de todos;
es, por fin, la frase cortante y afilada de Jesús que penetra sus endurecidos corazones, lo que finalmente
despierta en esos hombres -pasado el momento de regocijo exaltado de los acusadores-rescatando esa
chispa de bondad que nunca deja de latir en el fondo de ningún hombre, aún el más corrompido, lo que los
lleva a retirarse poco a poco, empezando por los más ancianos. Ellos, que también fueron alguna vez jóvenes
y que han visto tanta maldad en el mundo y quizá se han malacostumbrado a ella, y que saben que hay
pecados adultos muchísimo más perversos que los de las debilidades adolescentes.
No necesitan decirse nada. También ellos miran al suelo y se van retirando. Pero todavía, cuando se han ido
todos, Jesús y la adúltera frente a frente, deja claro que no son los hombres los que impartirán justicia: es el
corazón de Cristo, transido por la justicia de Dios que es, ante todo, misericordia. Y allí, finalmente, se
encuentran solos, como dice San Agustín, «la miseria» y «la misericordia». La suprema justicia de Dios.
La justicia de los hombres crucificará a Cristo. El responderá con la justicia de Dios: «Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen». «Vete, mujer, yo tampoco te condeno, y no peques más».
Y, sin embargo, Jesús de ninguna manera está tomando a la ligera la culpa de la mujer, tanto es así que sus
últimas palabras son no peques más, como prueba de la misericordia extrema de Cristo justamente frente a
uno de los peores entre los pecados. Pero Cristo va mucho más allá, reprocha la indignidad de todo ese
espectáculo machista que ofrecen estos israelitas que empujan a la mujer a la vergüenza en una especie de
morboso exhibicionismo, y en donde, más que proteger la institución del matrimonio, lo que se quiere es dar
cauce a su insana sed de escándalo, de espectáculo subido, de venganza. Jesús, inclinado y escribiendo
distraídamente en el suelo, es signo de la distancia enorme que existe entre la visión compasiva del pecado
por parte de Dios y la crueldad inmisericorde con que el hombre suele juzgar las culpas de los demás, en
condenas casi sin juicio ni defensa ni apelación, que destruyen famas, hogares, reputaciones, convivencias.
Uno a uno, empezando por los más ancianos, frente a la actitud llena de dignidad y humanidad de Jesús, se
fueron retirando en silencio. Esa extraña sensación que tenemos los hombres de que no somos del todo
malas personas; pero que, en la locura colectiva, de grupo, de espectadores en simbiosis con la televisión o
los espectáculos, somos capaces de realizar y tolerar las peores cosas, sacar de nosotros el aspecto más
perverso. Jesús, con su palabra y sus actitudes, logra romper esa red de complicidades en el mal que ha
hecho de esos hombres un grupo de verdugos, y los ha vuelto a su individualidad, a su interioridad, al fuero
de sus conciencias, a su personalidad auténtica. Allí esos hombres han recuperado la cordura y la vergüenza y
dejan a Jesús solo con la desgraciada pecadora como dueña de su pecado y -después de hablar con Jesús-, de
su arrepentimiento.
Pero es evidente que la escena, más allá del episodio particular, tiene, en su integración al Evangelio, una
fuerte proyección simbólica. Así como el adulterio es la figura misma del pecado, de la traición a la promesa
de amor de Dios, así la adúltera se transforma en símbolo de todo pecador. Ese pecado que no es una
cuestión de reprobación o juicio público de los demás, tampoco el miedo que pueda producirnos la amenaza
del castigo divino, sino la íntima conciencia de nuestra infidelidad, de la falta de respuesta al amor
incondicionado de Jesús, del que ha entregado y entrega constantemente su vida por nosotros, del que en
nuestro bautismo nos ha dado para siempre su palabra de amor, y que vivimos en continuas grandes y
pequeñas infidelidades y, muchas veces, despreocupado, incluso, por la certeza de su seguro perdón.
(Para la reflexión personal y en grupo:
• Cada vez que recibo el perdón por el Sacramento de la Reconciliación, el sacerdote me dice: «Vete en paz y no
vuelvas a pecar, ¿es suficiente esa experiencia para marcar decididamente un nuevo rumbo a mi vida y actuar según la justicia
y la misericordia de Dios?
• Frente al pecado flagrante de mis hermanos, ¿adopto la actitud de aquellos verdugos para condenarlos lanzando la
piedra de mi desprecio y me quedo en un silencio ajeno a la solidaridad?
• Frente a las injusticias que se atestiguan en distintos medios informativos, ¿mi actitud es sólo la de un espectador, o
acaso se suscitan en mí actitudes que me comprometen a denunciar y actuar en consecuencia?
• Antes de «tirar la piedra», ¿reconozco que puedo actuar más eficazmente y comprometerme a una verdadera
justicia expresada en la solidaridad con mis hermanos?).
ORACIÓN POR LA PATRIA
Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones
que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus
gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la
justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.

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  • 1.
  • 2. POR LA RECONCILIACION A LA PAZ Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir en paz ORACIÓN Concédenos, Dios todopoderoso, que las prácticas anuales propias de la Cuaresma nos ayuden a progresar en el conocimiento de Cristo y a llevar una vida más cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 1. Cuaresma, un desierto, un tiempo de esperanza Comenzamos ya el tiempo de Cuaresma. Cada año el ciclo litúrgico nos ayuda a vivir el encuentro con el Señor y la comunión con los hermanos de manera más profunda. Por eso este tiempo que comenzamos permite que nos adentremos en nuestro ser, hasta llegar a los rincones más hondos de nuestro vivir cotidiano, allí donde se gestan nuestras inquietudes e intenciones, nuestros pasos, que tienen una única meta, el amor, cada vez más ferviente, más libre, más comprometido, más encarnado, según el ejemplo de Jesucristo, nuestro Maestro. Comenzamos la Cuaresma con la imposición de la ceniza y en la escucha atenta y fiel de la Palabra de Dios para comprometer la determinación de convertirnos sinceramente a Dios y renovar nuestra vida y nuestras actitudes hacia Él, hacia los hermanos, hacia nosotros mismos, y hacia el medio ambiente en que nos desenvolvemos. La Palabra proclamada el primer domingo nos ubica también en un «desierto», un espacio casi tan inmenso e imponente como el mar, donde el horizonte no cambia ante nuestra mirada, como una línea simple que separa la tierra del cielo, una línea en apariencia inalcanzable. Esta primera experiencia ya nos hace sentir nuestra vulnerabilidad, nuestra debilidad, nuestra pequeñez e impotencia ante la vida misma. Nada podemos hacer por nosotros mismos que nos pueda salvar, que pueda cambiar radicalmente esta sensación. La realidad nos sobrepasa. Algo parecido a lo que sentimos ante las experiencias tan cercanas de inseguridad, de miedo, de soledad en lo cotidiano, del cansancio en la rutina del trabajo, de la falta de creatividad y gozo en la vida familiar, de relaciones fracturadas por un enfrentamiento con los más cercanos, con nuestros prójimos más próximos, esposos, hijos, familiares, amigos, compañeros de trabajo.
  • 3. También podemos imaginar la aridez de este desierto, la sequedad, la falta de agua que vivifica y reverdece, que limpia y genera novedad por donde pasa. Aquí no hay más que colores ocres, marrones, grises. No hay nubes que nos traigan la sombra y la lluvia frescas. Si a esto le sumamos que el camino produce fatiga, porque los pies se entierran en la arena o se lastiman en las rocas; que nada se mueve a la vista más que nosotros; que el calor y el viento nos resecan la piel durante el día; que el silencio y el frío nos cala al pasar de las horas en la noche; seguramente nos preguntaríamos: ¿cómo lo soportó Jesús cuarenta días con sus noches, con hambre y tentado por el enemigo?, y ¿cómo pudo un pueblo vivir allí cuarenta años?, ¿qué sentido tiene semejante experiencia?, ¿podemos evitarla? Todo aquello que nos hace percibir esta sensaciones en el aquí y ahora de la vida, es nuestro desierto cuaresmal, el desierto que tenemos que atravesar para llegar a la meta esperada. ¿Cuál es esa meta? Nos dice Jesús: “El Reino de Dios está cerca” (Mc 1,14-15). Y esto adquiere un valor completamente novedoso en Jesús: se puede sofocar la fuerza del mal, del pecado, del Maligno, abriéndose y dejándose llevar por la Palabra de Dios con humildad filial y confiada y con verdadera apertura a su gracia y su presencia. Allí está el sentido de este desierto que “me toca atravesar”; es que el Reino de Dios, es que Dios mismo está cerca, muy cerca…, y está en lo más profundo de nuestra intimidad (San Agustín); y pasar por el desierto es prepararnos para ver, para oír, para tocar a Dios. Se trata de un ejercicio de esperanza que afina nuestros sentidos interiores, que ensancha el corazón, que aclara la mente, que abre nuestros labios para la alabanza. Nos preparamos para contemplar el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Entonces no es para menos que el Espíritu nos lleve al desierto como a Jesús (Mc 1,12); y más aún, para que nuestra participación en la Eucaristía de Jesucristo sea la seguridad de participar plenamente en su Pascua, su triunfo, razón de nuestra fe y nuestra esperanza. Entrar en el desierto no es solamente tratar de compartir las incomodidades y la soledad de Jesús en los hermanos; tratar de apartarnos para rezar más; tratar de renunciar a ciertos placeres (tal vez para probarnos a nosotros mismos cuánto soportamos) y tratar de compartir nuestros bienes con los que no los tienen. Entrar en el desierto es entrar en el proyecto de Dios para mi vida; es saber cuál es el ayuno, la limosna y el servicio que Dios nos exige para estar en sintonía con Jesús, su Persona, su Palabra y su obra amorosa y misericordiosa. Es caminar con los pasos del Espíritu en la fe para llegar a ver el Reino que ya está presente en nosotros y entre nosotros. Es aprender a mirar a través de la realidad más allá de ella, lo que se gesta en el silencio, todo el bien que hay a nuestro alrededor y en nosotros mismos y en cada ser humano sea cual sea su estado y situación en este mundo. Por eso el desierto es esperanza; es un aliado que nos abre al optimismo, porque nos abre a Dios mismo que es todo bien, es todo amor, es el Amor. Ahora bien, sólo quien se atreve a hacer esta experiencia de dejarse llevar por el Espíritu al desierto puede trascender el aquí y ahora y transmitir esta esperanza a los demás. Como discípulos misioneros de Jesucristo, ¿qué transmitiremos en nuestros encuentros sobre la esperanza del desierto? ¿Qué aseguraremos para que nuestro pueblo en Cristo tenga vida plena? Dependerá de nuestra docilidad al Espíritu que vive en nosotros, nos inspira, nos santifica, y nos hace nuevas criaturas.
  • 4. (Para la reflexión personal y en grupo: • ¿Cómo actúa el mal en nuestra vida? ¿Cómo reaccionamos ante el mal, el pecado? • ¿Qué sucede cuando excluimos a Dios, a Jesucristo, y su Palabra? ¿Verdad que también excluimos al hermano de nuestra consideración? • ¿A qué te llama Jesús y la experiencia del desierto?) ORACIÓN POR LA PATRIA Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
  • 5. POR LA RECONCILIACION A LA PAZ Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir en paz ORACIÓN Señor, Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu amado Hijo, alimenta nuestra fe con tu Palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu, para que podamos alegrarnos en la contemplación de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 2. Cuaresma, tiempo para reavivar la santidad Toda la Cuaresma es una invitación a la conversión; es un recordarnos que Dios nuestro Padre nos quiere a cada uno plenamente santos. La santidad es una realidad a la que nosotros no podemos renunciar. Porque hace a la esencia de nuestro ser hijos de Dios; el día de nuestro bautismo hemos sido santificados por el Espíritu Santo, por lo tanto fuimos llamados a vivir la santidad y, en Jesús, a convertirnos en complacencia del Padre y a ser mensajeros de fe y esperanza para todos nuestros hermanos. San Pablo nos lo recuerda en sus cartas: “Vivan de acuerdo a la vocación que han recibido. Sean humildes, amables” (Ef 4,1-2ss). Vivir la santidad no quiere decir que nos alejemos del mundo, de lo cotidiano; al contrario, implica que nos asumamos a nosotros mismos cómo somos, que asumamos la realidad concreta que vivimos cada día. La respuesta es atrevernos a discernir en nuestro interior aquellas situaciones que tal vez puedan estar obstaculizando una auténtica conversión. Y, ¿qué implica o en qué consiste la conversión? Fundamentalmente es una transformación absoluta del propio ser, no se trata de realizar una serie de actos externos (limosna, ayunos, sacrificios, etc.): la conversión es el camino del corazón. Y cuando nos enfrentamos a esta dimensión de la conversión del corazón, nos estamos enfrentando a algo que muchas veces no se puede medir con nuestra medida, sino ser asumido con todas sus consecuencias a semejanza de Jesucristo: el amor. Y el amor, nos dice Jesús, hace que el hermano sea el destinatario más próximo de nuestra atención y consideración: “No hay mayor amor que dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13-15). En esto consiste precisamente la conversión del corazón: en amar como Jesús ama, haciendo nuestros sus pensamientos, sus sentimientos y sus gestos, desbordando el amor que Dios nos ofrece en Él y dejándonos transformar para que nuestro discipulado misionero signifique, ante todo, el haber llenado de su presencia nuestro corazón y toda nuestra existencia.
  • 6. La Transfiguración del Señor, contemplada singularmente el segundo domingo de la Cuaresma, manifiesta claramente que el nuevo rostro de Jesús significa la superación de las incertidumbres y la confirmación del Padre de que su vida y obra tienen sentido. “Es mi Hijo, mi escogido: escúchenlo”. Los discípulos de Jesús (Pedro, Juan y Santiago), sobrecogidos por la duda y el temor, les son dirigidas esas palabras como clara revelación del Padre acerca de quién es Jesús. Jesús está en medio de la Ley (Moisés), y los Profetas (Elías). Él es el Mesías, el Escogido, el Centro y Modelo a seguir. Muchas veces, cuando nos acostumbramos a observar rostros atemorizados por la violencia y la inseguridad, angustiados por el desempleo, desesperados por las injusticias y el hambre, tristes por la soledad y la marginación, perplejos por la desesperanza. El Evangelio de la Transfiguración advierte que, si ponemos la mirada en Jesucristo y lo escuchamos, no nos alejaremos de los problemas y la dramática realidad, sino que volveremos a ella transfigurados por Él para anunciarlo, como Buena Noticia, a todos nuestros hermanos. Jesucristo, el Maestro, el Buen Pastor, nos llama a nosotros sus discípulos misioneros, sus ovejas, a enfrentar con valor evangélico la vida y todas las situaciones que propician o condicionan su desarrollo, las crisis y los conflictos, con un nuevo rostro, el rostro de los hijos amados y escogidos por Dios. Pidamos al Señor la gracia para que nuestra Cuaresma, sea una experiencia de encuentro con Jesucristo vivo, el Hijo predilecto, amado del Padre, a quien siempre hemos de escuchar. (Para la reflexión personal y en grupo: • El don del amor de Dios, es una experiencia que sana y devuelve la inocencia a la mirada: ¿Cuáles son los signos de maldad y violencia en la vida personal, en las relaciones comunitarias y en la vida social? • Si con Jesús nos preparamos para vivir su Pascua, ¿cómo experimentas la confianza en Dios y la preocupación por todos tus hermanos? ¿Cómo experimentas que Cristo te rescata del poder del mal, del pecado y de la muerte y te abre a una existencia nueva, transfigurada por Él y su Pascua? • Tomar la cruz de Cristo es vivir el mandamiento del amor, estableciendo con Dios y con el prójimo, nuestro hermano, relaciones saludables para vivir en paz.) ORACIÓN POR LA PATRIA Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
  • 7. ORACIÓN Dios nuestro, fuente de toda bondad y misericordia, que nos otorgas un remedio para nuestros pecados en el ayuno, la oración y la limosna, recibe con agrado la confesión que te hacemos de nuestra debilidad y, ya que nos oprime el peso de nuestras culpas, levántanos con el auxilio de tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 3. Cuaresma, un camino fecundo de crecimiento espiritual Es un camino fecundo y no como la estéril existencia de una higuera sin fruto, en el cual nos vamos encontrando cada vez más en profundidad con Cristo. Y esto es lo que le da sentido a todas las cosas que hacemos. En definitiva el camino que Dios quiere para nosotros es un camino de búsqueda de Él, a través de todas las circunstancias que nos toca vivir. Jesús camina a nuestro lado; simplemente debemos saber mirar, debemos saber buscarlo, percibir su presencia (cf. Mt 25,31-46). Y cuando damos de comer al hambriento, o vestir al desnudo, o cuando denunciamos comprometidamente el mal, no es que simplemente hagamos una obra buena, sino que vamos mucho más allá. Nos está hablando de una búsqueda interior que para encontrarnos a Cristo; y esta búsqueda es de todos los días, para escapar de Cristo en ningún momento de nuestra vida. ¿Por qué nos cuesta reconocer a Cristo? ¿Buscamos a Cristo? ¿Cómo? ¿Hasta dónde somos capaces de descubrir a Cristo en nuestra vida cotidiana? Jesús nos alerta a que no se trata sólo de hacer el bien, porque el bien lo hacen hasta los que no creen, sino que se trata de reconocer a Dios y saber encontrar a Cristo y seguirlo en todos los momentos y situaciones de nuestra vida. Este tiempo de Cuaresma debe ayudarnos a preguntarnos sobre la apertura de nuestro corazón, cerrado a veces por nuestra libertad, que no quiere reconocer a Cristo en los demás. Abramos nuestro corazón de par en par, no sea que nuestro corazón sea el sediento y hambriento por estar cerrado en sí mismo. Hagamos de esta Cuaresma un camino hacia Dios. El pecado es una ruptura con Dios y con nuestros hermanos y fractura la integridad de nuestra vida y de nuestra dignidad como hijos de Dios. En sus primeros capítulos, la Biblia habla de los orígenes del mundo y del hombre: todo allí es armonía y paz: con Dios, entre el hombre y la mujer, con la creación y con todas las criaturas. Cada ser ocupa su lugar en un contexto de complementariedad y de interdependencia. En medio de la diversidad y especificidad de las relaciones no hay asomos de ningún desorden. Nadie se aprovecha del otro y cada cual es reconocido y respetado en lo que es.
  • 8. Este cuadro armonioso dejó de ser tal por iniciativa del hombre. Por él entró el desorden en todos los frentes. La ruptura de su relación con Dios repercutió en todos los ámbitos. El hombre y la mujer se acusan recíprocamente, y la tierra se vuelve dura y hostil a la mano del hombre, rebelándose. En medio del escenario de paz, interrumpido por el pecado del hombre, se anuncia la gran Promesa: la reconciliación con Dios y con la creación puede rehacerse y el hombre y el universo se encaminan a un nuevo destino y una nueva condición. A partir de este momento la narración de los comienzos puede ser leída con ojos de futuro. Las grandes profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento anuncian por anticipado una nueva condición para el hombre y para la creación. En efecto, existe entre ambos una estrecha relación. «La revelación afirma la profunda continuidad de destino entre el mundo material y el hombre. “Pues la creación en ansiosa espera desea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción...”. Y se sigue insistiendo: “también el universo visible está destinado a ser transformado, si bien no sabemos cómo se transformará» (Catecismo de la Iglesia católica 1046-1048). Jesús de Nazaret anuncia el Reino venidero, a la vez que con palabras y obras anticipa esa nueva realidad. Los milagros que realiza, antes que signos probatorios de su divinidad, son anticipo de este mundo venidero que concernirá no sólo al alma sino al hombre entero, a la humanidad toda y al mismo universo. «Nosotros esperamos según la promesa de Dios, cielos nuevos y tierra nueva, un mundo en que reinará la justicia» (2Pe 3,13). La violencia no es ningún elemento fatal e irreversible, al punto que lo único que cabría es aceptarla y resignarse. Todos, mujeres y varones, estamos llamados a avanzar por los caminos de la paz y de la no violencia, a mejorar la naturaleza, valiéndose positivamente de los conocimientos científicos y de los adelantos tecnológicos, a no depredar a los animales sino a domesticarlos, a ir aprendiendo a resolver positivamente los conflictos que la humanidad inevitablemente provoca en su andar. Claro que todo esto es imposible si el hombre no cambia para bien desde lo profundo de su corazón. La violencia que hay en él repercute en el universo y en todo lo que contiene. Para revertir la lógica de la violencia hay que partir del hombre, de modo que la reconciliación con Dios lleve a estar en paz con los hombres y con la creación. El llamado evangélico a la conversión (cambio, regreso) permite y exige pasar de la violencia a la paz, del egoísmo al amor. El Reino de Dios se abre camino desde ya, allí donde los hombres y las mujeres obran de acuerdo con las bienaventuranzas evangélicas: paz, justicia, mansedumbre, misericordia, perdón. Son palabras, valores y perspectivas que claman por su concreción a través de opciones privadas y públicas. Quien se compromete a luchar contra la violencia y el uso de la fuerza en las relaciones humanas, con la creación y con sus criaturas, anticipa el futuro prometido. Este es el propósito del plan de Dios y quien entra en él colabora con la gran obra de Dios. En cambio, quien fomenta o tolera la violencia en sí y fuera de sí, se opone al plan de Dios y atrasa su realización.
  • 9. Estamos llamados a una vida fecunda con obras y frutos de amor, y no un amor cualquiera, sino el que se experimenta del mismo amor con que Dios nos ama, el amor con el que Cristo se entrega fructuosamente por nosotros. Vivir la comunión con Dios, con Cristo y su Iglesia, con todos los hermanos, no es una expresión más, sino la consciente apertura al don de Dios y la salvación que nos viene en Jesucristo, su Hijo. Así, buscar la reconciliación y la paz supone una vida concretamente saludable en las relaciones con Dios y con los hermanos; es decir, todos nuestros pensamientos, sentimientos, lenguaje y gestos, han de ser expresión del encuentro con Cristo, y en Él, hacia nuestros hermanos y toda la creación. (Para la reflexión personal y en grupo: • Si vivimos encerrados en nosotros mismos, egoístas y soberbios, ¿qué percibimos que nos predispone al mal, al pecado? • Si recuperamos una mirada y un pensamiento de inocencia, de pureza, ¿qué advertimos que nos dispone a vivir en comunión y preocupación por nuestras relaciones saludables con Dios y con nuestros hermanos? • Para recuperar una vida fecunda ante Dios y los hermanos, ¿qué valor personal y comunitario damos al Sacramento de la Reconciliación?) ORACIÓN POR LA PATRIA Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
  • 10. POR LA RECONCILIACION A LA PAZ Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir en paz ORACIÓN Señor Dios, que por tu Palabra hecha carne has reconciliado contigo admirablemente al género humano, haz que el pueblo cristiano se apreste a celebrar las próximas fiestas pascuales con una fe viva y con una entrega generosa a ti. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 4. La Eucaristía y la reconciliación con Dios y nuestros hermanos Para reconciliarnos con Dios debemos reconciliarnos también con nuestros hermanos. «Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Al alimentarnos del Pan de Vida recibimos la gracia necesaria para reconciliarnos con el otro, para construir la paz, para lograr la unidad de la sociedad. Quizá no hemos reflexionado suficientemente que la gracia recibida no actúa por sí sola: Dios quiere que hagamos crecer esa gracia, que tengamos intención de modificar nuestras actitudes, que nos pongamos en camino, que realicemos obras concretas. Celebrar la Eucaristía nos compromete a buscar la unidad, a ser «sacramento de reconciliación» en medio de un mundo que promueve la división y donde las relaciones personales y entre naciones están dirigidas por el egoísmo y no por el reconocimiento de que todos somos hijos de Dios. Ser «sacramento de reconciliación» es un desafío para los cristianos. ¿Nos reconocen en nuestro trabajo, en nuestra familia, entre nuestros conocidos y vecinos por ser sembradores de unidad? En muchas ocasiones escuchamos discursos de autoayuda en los cuales la sola voluntad personal permite el cambio de conducta. Sin embargo, Jesús nos enseña otra cosa, nos llama a ser uno en la diversidad, en la aceptación amorosa del otro. La instauración del Reino de Dios no se realiza por hechos aislados producidos por personas que actúan solas. Somos un pueblo que camina al encuentro del Padre, alimentado por el Pan de Vida y que vive como hermano. Cada uno aporta los dones recibidos por Dios para el bien común, formando un solo cuerpo.
  • 11. La Eucaristía es fuente de amor y de diálogo para el que quiere alimentarse de ella. Los que participamos de la Eucaristía nos comprometemos a escuchar a Dios que habla al hombre. Es tarea de la Iglesia hacer que la voz de Dios pueda ser escuchada y respondida. ¿Cómo dialogamos con Dios y con los que nos rodean? ¿Escuchamos al otro realmente o estamos atentos sólo a lo que nos pasa a nosotros? Cuando Jesús nos invita a su mesa quiere que vivamos como hermanos. Con esta convicción es que vivimos la comunión con Él. Sin embargo, necesitamos siempre reconciliarnos con nosotros mismos, perdonándonos nuestras fallas, queriéndonos y aceptándonos como somos. Necesitamos reconciliarnos con los demás y formar realmente un solo cuerpo como Iglesia, como familia, como Nación. Necesitamos reconciliarnos con el mundo y asumir la responsabilidad que significa ser el centro de la creación. Necesitamos reconciliarnos con Dios y aceptarlo como un Padre misericordioso. Pongámosnos en camino, que Jesús nos alimenta y el Padre nos espera con los brazos abiertos. La Eucaristía anuncia eficazmente la reconciliación con el Padre. Cuando compartimos la Eucaristía, memorial de la Cena del Señor, Jesús parte el Pan, su propio Cuerpo, y lo ofrece a los discípulos que están con Él. Jesús quiso sentarse junto a los que lo han recibido como Maestro y Salvador. La mesa familiar es un lugar de encuentro, de intimidad. No sólo se comparte el alimento, se comunica la vida. Es así como Zaqueo se convirtió durante la cena y no mientras estaba subido al árbol. Quizás ahí sintió el llamado, pero la verdadera conversión que lo llevó a cambiar de vida, se produjo durante una comida fraternal en compañía de Jesús. ¿Quiénes son hoy, en la sociedad, en la familia, en el trabajo, entre los amigos, aquellos con los que no nos sentaríamos a comer? Existen respuestas diversas a esta pregunta. Las personales, nos las debemos hacer todos los que queremos participar de la Eucaristía. En cuanto a la sociedad, la respuesta es bastante evidente y, cada vez que nos acercamos a recibir a Jesús en la Eucaristía, tendríamos que revisar si guardamos rencor en nuestro corazón o si sentimos el amor que sentía Jesús hacia los más despreciados. Nos alejamos de Dios como consecuencia de nuestras acciones y él nos llama continuamente a regresar a su lado. En la parábola del Padre misericordioso, Jesús nos revela a un Dios que quiere perdonar nuestros errores y recibirnos en su casa, nos habla de un padre que se reencuentra con su hijo, que sale a su encuentro, que se conmueve, que lo abraza y le organiza un banquete. Sin embargo hay algo que no podemos pasar por alto en esta parábola. El hijo reconoció su error, sintió dolor por su pecado y decidió volver. El padre perdona al hijo que regresa arrepentido. Para celebrar el banquete, es necesario el arrepentimiento y, para esto, es indispensable educarse también en una efectiva enmienda. ¿Cuántos exámenes de conciencia hemos hecho a lo largo de nuestra vida? Seguramente hemos realizado una revisión de nuestros pecados para no dejar olvidado ninguno, intentando recordar la cantidad de veces que hemos cometido cada uno de ellos.
  • 12. Analizar nuestra vida significa reconocer las faltas de amor y los dones que hemos recibido. Descubrir en ella la acción de Dios que nos sigue amando a pesar de nuestra infidelidad. Experimentar verdaderamente el encuentro con el Padre misericordioso que nos llama a su lado. Dios nos ha hecho a cada uno de nosotros la promesa de la Vida Eterna, nos ha regalado la posibilidad de encontrarnos cara a cara con Él y disfrutar de su compañía para siempre, de colmar nuestras necesidades e inquietudes. Sabemos que el camino es largo y presenta ciertas dificultades. ¿No habrá sembrado Dios, Padre misericordioso, en el corazón de cada uno los elementos necesarios para recorrer este camino? Analizar la vida es reconocer, más que nuestras faltas, la grandeza de Dios que nos ha hecho a su imagen para darnos la posibilidad de llegar a Él construyendo el Reino de Dios en este mundo. Dios nos ha señalado con la Encarnación el camino para llegar a Él: Él mismo se ha hecho hombre y aceptado esta condición hasta el extremo de dar la vida. Él nos ha demostrado la grandeza de ser hombres, de vivir y de morir como tales. Jesús nos reconcilia con Dios y con los demás. Así, «siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5, 10). Así, no sólo se experimenta la reconciliación a nivel personal, sino que se abre a la experiencia de la reconciliación comunitaria, a saber pedir perdón y también a saber perdonar. (Para la reflexión personal y en grupo: • Tras el arrepentimiento, ¿tu corazón se llena de fuerza para confiar en el perdón misericordioso del Padre? • ¿Experimentas el Sacramento de la Reconciliación como un verdadero signo del amor misericordioso del Padre que te recibe incondicionalmente? • La experiencia del perdón, ¿te lleva eficazmente a amar íntegramente a tus hermanos?) ORACIÓN POR LA PATRIA Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
  • 13. POR LA RECONCILIACION A LA PAZ Restablecer relaciones saludables con Dios, con los hermanos y con la creación, para vivir en paz ORACIÓN Te pedimos, Señor, que enciendas nuestros corazones en aquel mismo amor con que tu Hijo ama al mundo y que lo impulsó a entregarse a la muerte por salvarlo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. 5. La Eucaristía, Misterio de Comunión y solidaridad Existe un vínculo indisoluble entre Cristo, la Eucaristía y la comunión fraterna. Cada vez que nos acercamos a contemplar y «comulgar» la presencia de Cristo en la Eucaristía expresamos nuestra fe en su presencia real; pero también nos comprometemos a conformar nuestra vida con la de Jesús, a quien reciben en la Comunión sacramental. «Comulgar con Cristo», o «recibir la Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo», exige una disposición a la conversión de vida, a reformar la mente y el corazón según su Evangelio, a sanar y educar las inclinaciones desordenadas, y a orientar la vida según la voluntad de Dios, imitando la existencia entera de Jesús, cuyo alimento fue «cumplir la voluntad del Padre» (Jn 4,34). Jesús, Pan de vida, recibido en la Eucaristía, abre la puerta de este misterio de comunión. Nos hace pueblo que peregrina en busca de la casa del Padre en donde no habrá más hambre ni más sed; en donde no habrá divisiones; en donde podremos contemplar al misterio del amor que en nuestra imperfección no podemos entender ni experimentar. La justicia humana para ser auténticamente justa debería ajustarse a la justicia y, por supuesto, también la misericordia. Porque, si es verdad que la misericordia es la plenitud de la justicia, también es verdad que sin justicia no puede haber misericordia. Y ya sabemos que, sin verdadera justicia, no puede haber sociedad. Si el que trabaja, invierte, estudia, construye, inventa, es eficaz, inteligente, no tiene derecho a lo suyo, y los funcionarios del Estado disponen de sus bienes a su voraz arbitrio; si la ley protege al delincuente y maniata al honesto y aún le impide defenderse; si los encargados de administrar justicia se someten a otros poderes y lucran con ella; si es la ignorancia, la incapacidad, la prepotencia, la insubordinación, la inmoralidad, lo que da derechos y no la
  • 14. honestidad, la capacidad y el trabajo; si el país es manejado por un pequeño grupo de hombres encaramados en el poder..., es improbable que pueda hablarse de justicia y, mucho menos, de misericordia. De igual modo, cuando se legitima una manera de entender la «justicia social» que, a la larga, ha promovido la injusticia y creado muchísimo más pobreza que la que decía querer erradicar. Pero cuando la aparente justicia trabaja apoyada por la mentira, por la falsificación de los hechos, creando culpables entre inocentes y declarando víctimas a los delincuentes, la justicia se transforma, no sólo en monstruosa revancha y venganza de derrotados vueltos al poder, sino en mentira diabólica llena de mezquindad que envenena el corazón y produce odios y resentimientos. El Evangelio de Jesús y la mujer adúltera nos traslada al otro extremo de este ambiente asfixiante y perverso. El gesto de Jesús de pasar el dedo por el suelo, sentado sobre sus piernas cruzadas como estaba, es simplemente un gesto de ensimismamiento, como refugiándose en su interior y su contacto con el Padre para respirar aire puro, en medio de esa turba más maloliente de suciedad interior que exterior, que lo embargaba de tristeza. Pero por ellos mismos daría su vida días después, asumiendo en su cuerpo y su corazón, todo ese odio, toda esa malevolencia: la mujer debía ser apedreada. No hay que buscar palabras escritas en el suelo ni signos esotéricos. Es la majestad y bondad que irradia la figura de ese hombre inclinado hacia el suelo; es el silencio avergonzado de los discípulos que lo rodean; es quizá la visión de la pobre mujer avergonzada y obligada a estar de espectáculo allí parada a la vista de todos; es, por fin, la frase cortante y afilada de Jesús que penetra sus endurecidos corazones, lo que finalmente despierta en esos hombres -pasado el momento de regocijo exaltado de los acusadores-rescatando esa chispa de bondad que nunca deja de latir en el fondo de ningún hombre, aún el más corrompido, lo que los lleva a retirarse poco a poco, empezando por los más ancianos. Ellos, que también fueron alguna vez jóvenes y que han visto tanta maldad en el mundo y quizá se han malacostumbrado a ella, y que saben que hay pecados adultos muchísimo más perversos que los de las debilidades adolescentes. No necesitan decirse nada. También ellos miran al suelo y se van retirando. Pero todavía, cuando se han ido todos, Jesús y la adúltera frente a frente, deja claro que no son los hombres los que impartirán justicia: es el corazón de Cristo, transido por la justicia de Dios que es, ante todo, misericordia. Y allí, finalmente, se encuentran solos, como dice San Agustín, «la miseria» y «la misericordia». La suprema justicia de Dios. La justicia de los hombres crucificará a Cristo. El responderá con la justicia de Dios: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». «Vete, mujer, yo tampoco te condeno, y no peques más». Y, sin embargo, Jesús de ninguna manera está tomando a la ligera la culpa de la mujer, tanto es así que sus últimas palabras son no peques más, como prueba de la misericordia extrema de Cristo justamente frente a uno de los peores entre los pecados. Pero Cristo va mucho más allá, reprocha la indignidad de todo ese espectáculo machista que ofrecen estos israelitas que empujan a la mujer a la vergüenza en una especie de morboso exhibicionismo, y en donde, más que proteger la institución del matrimonio, lo que se quiere es dar cauce a su insana sed de escándalo, de espectáculo subido, de venganza. Jesús, inclinado y escribiendo distraídamente en el suelo, es signo de la distancia enorme que existe entre la visión compasiva del pecado por parte de Dios y la crueldad inmisericorde con que el hombre suele juzgar las culpas de los demás, en condenas casi sin juicio ni defensa ni apelación, que destruyen famas, hogares, reputaciones, convivencias.
  • 15. Uno a uno, empezando por los más ancianos, frente a la actitud llena de dignidad y humanidad de Jesús, se fueron retirando en silencio. Esa extraña sensación que tenemos los hombres de que no somos del todo malas personas; pero que, en la locura colectiva, de grupo, de espectadores en simbiosis con la televisión o los espectáculos, somos capaces de realizar y tolerar las peores cosas, sacar de nosotros el aspecto más perverso. Jesús, con su palabra y sus actitudes, logra romper esa red de complicidades en el mal que ha hecho de esos hombres un grupo de verdugos, y los ha vuelto a su individualidad, a su interioridad, al fuero de sus conciencias, a su personalidad auténtica. Allí esos hombres han recuperado la cordura y la vergüenza y dejan a Jesús solo con la desgraciada pecadora como dueña de su pecado y -después de hablar con Jesús-, de su arrepentimiento. Pero es evidente que la escena, más allá del episodio particular, tiene, en su integración al Evangelio, una fuerte proyección simbólica. Así como el adulterio es la figura misma del pecado, de la traición a la promesa de amor de Dios, así la adúltera se transforma en símbolo de todo pecador. Ese pecado que no es una cuestión de reprobación o juicio público de los demás, tampoco el miedo que pueda producirnos la amenaza del castigo divino, sino la íntima conciencia de nuestra infidelidad, de la falta de respuesta al amor incondicionado de Jesús, del que ha entregado y entrega constantemente su vida por nosotros, del que en nuestro bautismo nos ha dado para siempre su palabra de amor, y que vivimos en continuas grandes y pequeñas infidelidades y, muchas veces, despreocupado, incluso, por la certeza de su seguro perdón. (Para la reflexión personal y en grupo: • Cada vez que recibo el perdón por el Sacramento de la Reconciliación, el sacerdote me dice: «Vete en paz y no vuelvas a pecar, ¿es suficiente esa experiencia para marcar decididamente un nuevo rumbo a mi vida y actuar según la justicia y la misericordia de Dios? • Frente al pecado flagrante de mis hermanos, ¿adopto la actitud de aquellos verdugos para condenarlos lanzando la piedra de mi desprecio y me quedo en un silencio ajeno a la solidaridad? • Frente a las injusticias que se atestiguan en distintos medios informativos, ¿mi actitud es sólo la de un espectador, o acaso se suscitan en mí actitudes que me comprometen a denunciar y actuar en consecuencia? • Antes de «tirar la piedra», ¿reconozco que puedo actuar más eficazmente y comprometerme a una verdadera justicia expresada en la solidaridad con mis hermanos?). ORACIÓN POR LA PATRIA Señor, Tú que guías al universo con sabiduría y amor, escucha las oraciones que te dirigimos por nuestra patria, a fin de que la prudencia de sus gobernantes y la honestidad de los ciudadanos mantengan la concordia y la justicia y se alcancen el verdadero progreso y la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.