1. Colegio Humberstone
Subsector: Lenguaje y comunicación
Intertextualidad
Operaciones cognitivas: Indagar-reconocer-analizar-comprender
Por Joaquín Mª Aguirre Romero
Profesor Titular - Dpto. Filología Española
Facultad Ciencias Información - Universidad Complutense Madrid – España.
Por motivos que todos conocemos, el término “Intertextualidad” ha sido puesto de moda por algunas personas
para justificar su forma especial de trabajar con los textos que producen. Como supongo que muchos se habrán sentido
perplejos ante las explicaciones dadas, me gustaría abordar el término y sus implicaciones para deshacer los equívocos
que se pudieran haber producido en la mente de algunos lectores inocentes. Creo que la idea de intertextualidad es lo
suficientemente importante en la Teoría literaria como para que sea tratada con ligereza o usada, como es el caso, como
cortina de humo para tapar los desmanes intelectuales de algunos.
Para fijar inicialmente la idea de intertextualidad, lo mejor es comenzar por su introducción formal en el
panorama de la crítica y el análisis literario. Comúnmente se acepta que fue Julia Kristeva la que tomó el concepto del
crítico y teórico ruso Mijaíl Bajtín. El destino de los textos de Bajtín, como sabrán algunos lectores, fue complicado
debido a las especiales condiciones que se daban en la Unión Soviética. La historia es bastante compleja y bástenos aquí
señalar que Bajtín es recuperado por la crítica occidental de forma bastante tardía respecto a la fecha de producción de
los escritos. Veamos cómo expresa Kristeva la idea de Bajtín:
“[...] la palabra (el texto) es un cruce de palabras (de textos) en que se lee al menos otra palabra (texto). En Bajtín,
además, esos dos ejes, que denomina respectivamente diálogo y ambivalencia, no aparecen claramente diferenciados.
Pero esta falta de rigor es más bien un descubrimiento que es Bajtín el primero en introducir en la teoría literaria: todo
texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción
de intersubjetividad se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee al menos como doble.” (Julia Kristeva:
Semiótica 1, Madrid, 1981 2ª ed, p. 190)
La noción de intertextualidad ha sido reformulada con algunas variaciones y extensiones, pero básicamente está
aquí expresada de forma clara. Pero, aunque se han dado múltiples explicaciones textuales y se ha aplicado al análisis, a
mi entender, no se ha profundizado demasiado en lo que el concepto implica respecto a la dimensión del sujeto [i].
Trataremos de aclarar algo esto.
La idea de intertextualidad tiene una implicación evidente: ningún sujeto puede producir un texto autónomo. Al
decir “autónomo” nos referimos a un texto en el que no existieran vínculos con otros textos, un texto que surgiera
límpido, impoluto de la mente del sujeto que lo produjera. Esto implica que los sujetos producen sus textos desde una
necesaria, obligada, vinculación con otros textos. El sujeto, pues, no es una entidad autónoma, sino un cruce, una
intersección discursiva, un “diálogo”, en última instancia. Como señalaba Kristeva, “absorción” y “transformación” pasan
a ser los dos momentos de la secuencia productiva textual.
El primero de ellos, la absorción, es un mecanismo que funciona de forma consciente e inconsciente, voluntaria e
involuntaria. La absorción es el medio por el que los seres humanos nos desarrollamos en el seno de una cultura; es el
aprendizaje. Aprender no es solo aquello que hacemos de forma ordenada, más o menos sistemática u organizada.
Aprender es algo que nos es natural, consustancial, puesto que nos permite desarrollarnos en el seno de una cultura. El
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ser humano es un ser que aprende, un ser que transmite culturalmente. Aprender es recibir un legado, un conjunto de
instrucciones textualizadas —verbales, escritas, ritualizadas— que nos sirven para desarrollarnos en un contexto
sincrónico dado, en un aquí y un ahora. Aprender es, también, acumular junto a lo recibido las propias experiencias, que
son enmarcadas en los patrones recibidos o dan lugar a nuevos patrones.
El segundo momento, el de la transformación, es precisamente aquel en el que se permite a los sujetos desarrollarse
históricamente; es el componente dinámico que posibilita que los patrones aprendidos se adapten a las nuevas
situaciones o contextos. También es el componente que permite el desarrollo específico de los sujetos. Es en la
transformación donde los seres humanos podemos volcar nuestra capacidad individual —nuestro potencial
transformador—, donde podemos ser nosotros, en donde nos definimos como sujetos específicos, en donde nos
reconocemos como nosotros mismos. Ser nosotros mismos es, desde este supuesto, ser desde los otros; es ser una
contestación, una respuesta a los contenidos textuales en los que los otros se nos dan. Cuando hablamos, respondemos.
Aprendemos y transformamos, pues. Este es el movimiento básico del proceso de la cultura, su dinámica. Afecta a todos
los parámetros y dimensiones de la actividad humana individual y socialmente. La culturas están vivas en la medida en
que son capaces de transformar su capital informativo, que es el conocimiento acumulado o tradición. De igual forma,
los individuos son capaces de evolucionar en la medida en que integran lo recibido y lo introducen en sus propias vidas
transformándolo.
Esta es la dimensión existencial de la intertextualidad, entendiendo que no es un proceso referido únicamente a los
textos, sino que, en la medida en que los textos forman parte de la producción y experiencia humana a través de su
elemento más específico —el lenguaje—, se rigen por el mismo principio. Para mí es evidente, aunque puede que para
otros no, que el lenguaje no es solo el resultado de nuestra evolución como especie, sino su motor principal. Lo es no
solo porque tiene una dimensión individual, sino porque además es la base de la sociabilidad en la medida en que
permite la transmisión de experiencias y conocimientos del individuo al grupo y del grupo al individuo. El lenguaje
permite codificar información, transmitirla y compartirla. La Naturaleza nos dio el lenguaje y el lenguaje nos mantiene
unidos y dependientes como especie. Nuestra evolución es la que ha sido gracias a nuestra capacidad de transmitirnos
nuestras experiencias unos a otros y de legarlas a las siguientes generaciones. Otras especies también aprenden,
también tienen experiencias, pero sus vías de transmisión son mucho más lentas que las nuestras.
Quizá recuerden la crítica de Platón a la escritura: permitiría solo la apariencia de sabiduría porque las personas podrían
absorber los conocimientos que otros hubieran adquirido por sus propios medios, sin el esfuerzo que los primeros
realizaron. Lo que en Platón tenía una fundamentación negativa, es un hecho capital para el desarrollo cultural, y la
Cultura es nuestra segunda naturaleza, nuestro nicho grupal. Gracias a que podemos aprovechar las experiencias de
otros podemos avanzar más deprisa, evitar errores y sacar rendimiento a los aciertos.
Volviendo a la dimensión literaria de la intertextualidad, el conflicto principal se produce con uno de los lemas de la
modernidad que surge en el siglo XVIII: el mito de la originalidad o, más específicamente, la cuestión del genio. El genio
es aquel que produce sus propios patrones, sus propias reglas, en abierta oposición a lo existente. Al genio se le sigue,
mientras que él, como fuerza de la naturaleza, está destinado a la creación original. Toda la valoración estética desde el
romanticismo se basa en la idea del genio, de su capacidad innovadora, revolucionaria, de su originalidad. El genio, al
igual que la Naturaleza de la que es hijo predilecto, produce de forma original: es origen y no tradición. La tradición es la
que se genera después del genio que crea, es la legión de imitadores sin genio. No imitar y ser imitado es el destino del
genio.
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Como puede apreciarse, esta idea de la genialidad (como autonomía) casa mal con la de intertextualidad. O, al menos, lo
parece. Solo desde una idea radical de la genialidad —la revolución absoluta— existe la incompatibilidad. La teoría de
Harold Bloom sobre la angustia (o ansiedad) de las influencias es una forma de entender cómo los textos tratan de
disfrazar su vinculación (su intertextualidad) con otros textos, de cómo la tradición se disfraza de genialidad para lograr
el reconocimiento. La Poesía sería el escenario de un combate por imponerse luchando con otros textos. La idea de
Bloom es que solo puede entenderse un poema descubriendo cúal es el rival con el que mantiene la relación agonística,
descubriendo con qué poema se está enfrentando. Esto no tiene ningún sentido negativo; por el contrario, es el motor
de la evolución literaria.
La intertextualidad es un estado necesario del texto, una condición básica. También lo es de la condición humana. Como
humanos recibimos un legado y dialogamos con él. Tejemos nuevos textos con los hilos que recibimos. Los tejidos
resultantes son valiosos en la medida en que mantienen ese equilibrio entre “lo dado y lo creado”, por utilizar una
expresión bajtiniana. Un texto es tanto más valioso cuando es capaz de producir transformaciones que sirvan, a su vez,
para estimular nuevas aperturas dialógicas. Así se teje la Cultura, como eslabones de una cadena, no como aros sueltos.
Decía un autor —al que no mencionaré— para defender su actos presuntamente intertextuales que qué se podía decir
de Grecia que no se hubiera dicho ya.[ii] La respuesta es muy sencilla: solo debería hablar de Grecia aquel que sienta que
tiene algo nuevo que decir. “Nuevo” debe ser entendido conforme a lo dicho anteriormente: una voz que entre en el
debate de las ideas, en el coro polifónico (otro término caro a Bajtín) de la Cultura. Pero algunos de los textos que han
sido objeto de escándalo y ridículo últimamente no son voces en ese coro, sino simples espectáculos de ventriloquía, es
decir, unos muñecos sin vida a los que otros les ponen las voces. Parecen que son ellos los que hablan, pero enseguida
se capta el truco.
El problema parece estar en que ya no escribe el que tiene algo que decir, sino al que le pagan por ello. Antes se decía
de algunos escritores, cuando se les agotaba la imaginación, que se copiaban a sí mismos. Ahora ya ni eso.
[i] Un ejemplo interesante de esto es el ofrecido por James V. Wertsch en su obra Vygotsky y la formación
social de la mente (Barcelona, Paidos Ibérica, 1988), en la que se relacionan las ideas de Bajtín con las de L.S.
Vygotsky señalando las concordancias existentes entre ambos. Por otro lado, los intereses de Bajtín iban más
allá de los simples análisis textuales. Los textos son un trampolín hacia la Cultura y el ser humano.
[ii] El problema se puede extender más allá: quién encarga un libro sobre Grecia a alguien que no tiene nada
que decir sobre Grecia. En el fondo, todo esto no es más que el efecto de la sustitución de la figura del autor
por lo que podríamos pasar a denominar los “abajofirmantes”, ya que su papel se limita al que nos suelen
dejar en los contratos: firmar. Lo peor es cuando tratan de dar explicaciones. A través de las pantallas de
televisión hemos visto todo tipo de confesiones. Gente que confiesa, sin pudor, ante millones de personas que
ha robado, estafado, violado, torturado, asesinado, etc. Jamás he visto a nadie confesar que ha copiado.
Podríamos aventurar que quizá esta pertinaz negativa esté vinculada con barreras psicológicas producidas en
la infancia por haber sido pillados en alguna acción similar en los exámenes escolares. En el fondo, son como
niños.