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JUAN PÁEZ ÁVILA 
DOS GUITARRAS 
DE CARORA 
Y DEL MUNDO 
UNIVERSIDAD CENTROCCIDENTAL 
“LISANDRO ALVARADO” 
DIRECCIÓN DE CULTURA 
BARQUISIMETO, VENEZUELA
DOS GUITARRAS 
(De Carora y del Mundo) 
Primera Edición: 
Fondo Editorial FUNDARTE 
Caracas 1988 
Segunda Edición: 
Publicaciones de la Dirección de Cultura de la 
Universidad Centroccidental “Lisandro Alvarado”. 
Barquisimeto, Venezuela. 
Apartado Postal: 3001 
Teléfono y fax: 0251-2591431 y 0251-2591409 
Barquisimeto 2001 - 2002 
Diseño de la Portada: Dr. Marco Tulio Mendoza 
Raquel Méndez 
Retratos de la Portada de los Maestros Rodrigo Riera y Alirio Díaz constituyen fragmentos 
del Mural de 20 mts2 “Crisol y Fragua de la Cultura Venezolana”, elaborado por el Artista 
Plástico Jorge Arteaga, ubicado en la Dirección de Cultura de la U.C.L.A.
“Sólo hay una cosa más bella 
que una guitarra: Dos guitarras” 
Federico Chopin
EL CINE COMO ESCUELA DE MÚSICA 
CUANDO RODRIGO –después de limpiarle los zapatos a José Herrera Oropeza, 
Director del Diario de Carora- se disponía abandonar la Sala de Redacción del periódico, 
vio una guitarra colgada en la parte alta de la pared, recordó que la noche anterior había 
oído tocar en el cine Salamanca, un vals titulado “Bajo los Puentes del Viejo París”, y 
pensó que podía tocarlo de memoria. Emocionado se dirigió al periodista que siempre le 
daba un tratamiento paternalista y amigable: 
-Don José. ¿Esa guitarra está afinada? 
-No creo. Esa guitarra es de Josefina, mi hija, que decidió hacerse monja e ingresó 
al Convento del Santísimo de la Trinidad. Tiene mucho tiempo colgada en esa pared, como 
un gran recuerdo de la familia. Cuando veo la guitarra, me viene a la mente su imagen, 
tratando de alegrar nuestra casa tocando y cantando canciones que aprendía en la Iglesia. 
La música sacra y la fe en Dios se la llevaron. Nadie ha vuelto a tocar su guitarra. 
-Empréstemela, don José. 
-¿Y tú sabes tocar guitarra? 
-Sí, don José. 
Ché Herrera dudó, pero luego pensó que alguien podría por lo menos rasgar sus 
cuerdas, si no afinarla; la descolgó y la puso en manos de Rodrigo. La duda le había 
surgido, porque Rodrigo era un niño muy pequeño, que todos los días caminaba con 
dificultad desde Barrio Nuevo hasta el centro de la ciudad. Tenía siete años y la punta de 
los pies metida hacia adentro. Un pie tenía que pasar por el encima del otro. De su mano 
derecha colgaba un cajoncito de madera, en cuyo interior llevaba dos cajas de pintura o 
betún para limpiar zapatos, una negra y una marrón, un viejo cepillo dental y una tira de 
trapo pintada de negro por un lado y marrón por el otro. 
Ese día, cuando llegaba a las primeras casas de la Calle San Juan oyó el ruido de 
las máquinas que imprimían El Diario de Carora, periódico fundado por José Herrera 
Oropeza, periodista y poeta, quien cuando alcanzaba cierta solvencia económica en el 
comercio, con Cecilio Zubillaga Perera como editorialista, creó una escuela para estimular 
y orientar a todos aquellos jóvenes que se acercaban a la Sala de Redacción o al “Cuarto-biblioteca” 
de don Chío, y revelaban algunos rasgos incipientes de inteligencia, en esa 
pequeña ciudad. Rodrigo se sacudió las alpargatas y entró a un zaguán con piso de granito, 
tocó el anteportón y el propio Ché Herrera lo vio por una ventanilla, le abrió la puerta y lo 
hizo pasar al interior de su casa, una pequeña habitación donde se redactaba y corregía el 
periódico. Le colocó la mano derecha en el hombro y le dijo:
-Esta es tu casa, pero límpiame bien los zapatos, que hoy te voy a pagar 2 bolívares. 
Una cantidad de dinero nunca vista por Rodrigo quien cobraba por cada limpiada 
de zapatos, una locha, equivalente a 12,5 centavos de bolívar. Mientras Rodrigo le pulía 
los zapatos, Ché Herrera leía la última página de galera correspondiente a la próxima 
edición de El Diario. 
-Don José, se puede mirar en los zapatos como si fuera en un espejo –le expresó 
Rodrigo, plenamente satisfecho al final de su jornada infantil, que lo enaltecía y lo 
convertía en un productor de dinero para su modesta, pero digna familia. 
José Herrera Oropeza sonrió y le extendió los 2 bolívares. Fue en ese preciso 
momento cuando Rodrigo volteó y vio la guitarra. Hijo del sonido y del amor, hijo de 
Juancho Querales, Director de la Escuela de Música que existía en Barrio Nuevo, miembro 
de la Banda Lara y otras agrupaciones musicales de Carora, nunca recibió clases de su 
padre, pero educó su oído al ritmo de los sonidos de la naturaleza que lo rodeaba y de las 
cuerdas de las guitarras, con los que diferentes músicos populares inundaban la atmósfera 
y las calles de la barriada. A la Escuela de su padre asistían casi todos los niños de su 
barrio que tenían alguna inclinación por la música, incluso algunos jóvenes de otros 
sectores de la ciudad, excepto el niño Rodrigo quien tenía que recorrer las calles de Carora 
vendiendo empanadas, limpiando zapatos y pregonando periódicos como el que dirigía 
Ché Herrera, para contribuir con el módico presupuesto familiar Su contacto con la cultura 
musical lo lograba el niño trabajador, cuando podía comprar una entrada al cine 
Salamanca, donde oía tocar a muchos artistas de reconocida fama internacional. No 
conocía la diferencia entre una y otra nota musical, ni el significado de las mismas. No 
había recibido lección alguna de Teoría y Solfeo, cuando tuvo en sus manos la guitarra de 
Josefina Herrera y comenzó a tocar el vals en do mayor titulado “Bajo los Puentes del 
Viejo París”, un arreglo para orquesta y no para guitarra, que produjo una extraordinaria 
conmoción espiritual en el poeta José Herrera Oropeza, quien puso de lado las galeras que 
corregía e hizo llamar a Cecilio Zubillaga Perera. 
-Manuel, dile a Chío que venga inmediatamente para que oiga tocar a un niño 
prodigio de Barrio Nuevo –le pidió a su hijo. 
Manuel Herrera Oropeza era también un niño, aunque un poco mayor que Rodrigo, 
aficionado a la guitarra y a la bohemia, en lo cual haría carrera infinita al lado del niño 
virtuoso del barrio musical de Carora, se sumó al grupo. 
Después de tocar y cantar con Manuel Herrera varias canciones populares y románticas, en 
medio de la estupefacción de los presentes, Rodrigo agarró su cajón de betunero y se 
dispuso a dirigirse hacia Barrio Nuevo. La guitarra de una monja que decidió entregar su 
vida al servicio de los pobres por mandato divino de su Ser Supremo, sería por mucho 
tiempo el único instrumento musical al cual podría abrazarse y rasgar sus cuerdas para 
alegría de la familia Herrera Oropeza, durante su infancia, y del mundo cultural que
recorrería a lo largo de su carrera artística. Antes de abandonar la redacción del periódico, 
Ché Herrera se le acercó y le dijo: 
-Estás invitado para el próximo domingo y para todos los domingos, mientras yo 
viva, a almorzar y a tocar en esta casa. 
Mientras la diminuta figura de Rodrigo se dirigía hacia la quebrada que divide a 
Carora de Barrio Nuevo, por una calle de tierra que lo internaba en su mundo sonoro y 
aleccionador, Chío Zubillaga le comentó a Ché Herrera: 
-Afortunadamente han cesado las guerras civiles que no sólo destruyeron nuestra 
riqueza material, si no que también frustraron grandes y precoces inteligencias de 
numerosos hombres y mujeres de Venezuela, incluyendo niños como Rodrigo. Barrio 
Nuevo que fue el refugio de los caudillos del Partido Liberal Amarillo, ahora es una 
barriada musical. Los caudillos liberales lo abandonaron, sus simpatizantes se mantienen 
fieles a sus ideas y a los pocos principios, que a través del tiempo pregonaron sus más 
destacados representantes, pero su acción está quebrantada, al extremo de reducirlo todo a 
los pasos silenciosos del vecindario, al murmullo protegido por las paredes de barro, por la 
prudencia de los gestos, por la combinación artística de los sonidos. 
-El recuerdo de otros tiempos –respondió Ché Herrera- cuando los cohetes 
anunciaban la disposición de los jefes liberales de atravesar la quebrada que los dividía de 
la ciudad, si no podemos olvidarlo, debemos rescatarlo como la gran tragedia humana que 
nos retrasó por más de un siglo de civilización, lo cual nos obliga a educar a nuestros 
menores en las artes de la paz y no de la guerra. 
Chío Zubillaga y Ché Herrera dialogaban con frecuencia sobre el contexto socio-cultural 
que les tocó vivir. Encontraron en el periodismo cultural la vía para eludir la 
represión de la tiranía del General Juan Vicente Gómez y la forma de expresar su 
solidaridad con la inteligencia de su pequeña ciudad. La precocidad artística de un niño 
como Rodrigo les impresionaba y tratarían por diferentes medios de contribuir a su 
educación e impulsarlos a salir de una pequeña ciudad cuyos valores culturales estaban 
cercados por la ignorancia de los jefes civiles de la satrapía. 
-Pero es que ni siquiera hay formas de educarse –mi querido Ché. El último 
mensaje Anual de Presidente, del Malhechor Juan Vicente Gómez, habla de todo menos de 
educación y cultura. Ese muchacho –Rodrigo- si quiere ser algo en este mundo tendrá que 
irse de este pueblo, de este país. Vamos a tratar de estimularlo y ayudarlo a que alcance 
una mejor formación. 
La tertulia política y literaria que Chío Zubillaga y Ché Herrera realizaban casi a 
diario en la Redacción del periódico o el “Cuarto-biblioteca” del primero, era frecuentada 
por un pequeño número de jóvenes con inquietudes intelectuales, que buscaban orientación 
y apoyo de quienes eran considerados grandes maestros de su tiempo. A esa tertulia
asistiría el niño Rodrigo, no a participar en el intercambio de ideas, sino a oír, a aprender y 
al final de la misma a deleitar con su genio musical a únicos personajes de la ciudad 
capaces de comprenderlo. 
-En ese Mensaje –comentó Ché Herrera- se destaca el reino de la paz interna como 
consecuencia de la eliminación de los caudillos y la clausura de los partidos políticos, pero 
no se informa que los principales líderes políticos del país están encarcelados, que se han 
instaurado cámaras de tortura y que se ha asesinado a los más intransigentes y heroicos en 
el enfrentamiento a la dictadura. 
-Yo pienso que en un país en el que el 80% de la población es analfabeta –expresó 
finalmente Chío- un muchacho como Rodrigo está casi condenado a pasar toda su vida 
tocando en los bailes y francachelas, que ahora montan tanto los godos como los liberales 
ricos. Como su padre, Juancho Querales, que vive de lo poco que cobra por los bailes que 
ameniza su conjunto musical, de las colaboraciones de algunos amigos, a quienes enseña y 
acompaña en serenatas y actos festivos de Carora y sus alrededores. 
-Sin embargo –interrumpió Ché Herrera- músico por los cuatro costados, conquistó 
todas las mujeres bellas que se detuvieron a oírlo y admirarlo. 
Las privaciones económicas de Juancho Querales sólo eran superadas por una 
entrega total al arte musical y a la acumulación de una gran riqueza espiritual, extraída de 
la conversación periódica con el periodista Cecilio Zubillaga Perera, quien le visitaba 
todos los días. Lo oía hablar de historia, filosofía, política, literatura y de música, 
especialmente de Beethoven, a quien el humanista caroreño estudiaba y escuchaba unas 
tras otra sus sinfonías, durante horas. Melómano exquisito iba también a oír tocar a 
Juancho Querales, maestro de la guitarra y cantor popular por excelencia de su barrio, cuya 
casa era el centro cultural de la barriada. En la casa No. 14-10 de la calle San Francisco se 
detuvo durante amaneceres infinitos, a cantarle al pie de la ventana a una muchacha 
encantadora del barrio, a Paula Riera, quien sería la madre de Rodrigo y de cinco vástagos 
más, hijos del amor juvenil y de una excepcional combinación de sonidos de las cuerdas de 
su guitarra. 
Rodrigo no pudo asistir a la escuela de música ni a la escuela primaria. A la 
primera, porque el peso de una cultura semi-feudal que caracterizaba las relaciones de la 
familia de la época, no permitió que entre el padre y el hijo se estableciera una diálogo 
estimulante y creador que abriera cauce al proceso enseñanza-aprendizaje, y tal vez porque 
Rodrigo tuvo que trabajar desde muy niño y evadió someterse a una doble autoridad 
paterna. Y a la segunda no asistió porque sencillamente no existía en el barrio. Nacido con 
un defecto físico en los pies, que aparentemente le dificultaba desplazarse con normalidad 
de un lugar a otro, cuando salió a jugar con compañeros de la barriada y algunos de éstos 
trataron de aprovecharse de su supuesta debilidad, fueron rápidamente persuadidos de sus 
erróneas apreciaciones, por la fuerza muscular de los brazos e incluso de las piernas del
pequeño guitarrista. Sus primeros juguetes, los trompos, se los hizo él mismo, como lo 
tenían qué hacer todos los niños pobres de la ciudad. Un día, muy temprano, antes de que 
el sol comenzara a sofocar la atmósfera de la mañana caroreña, sus compañeritos se 
sorprendieron cuando lo vieron clavetear varias tablas para construirse un cajoncito que le 
serviría de instrumento de trabajo, para dedicarse a limpiar zapatos. 
-Rodrigo, vamos a jugar –lo invitó uno de sus amiguitos. 
-No puedo, porque voy a trabajar. 
Todos sus compañeritos se rieron al no comprender por qué Rodrigo abandonaba a 
muy temprana edad los lugares donde todos se divertían con sus juegos infantiles. Lo 
saludaban con mucho afecto y hasta respeto, cuando lo veían pasar con el cajoncito en la 
mano y atravesar la quebrada que lo conducía hacia el centro de la ciudad, a realizar una 
jornada de trabajo, también prematura para su edad, pero necesaria para contribuir al 
sustento de su familia. 
Cuando regresaba con 2 bolívares en el bolsillo, que le había pagado Ché Herrera, 
pensaba en la fiesta que realizarían en su casa para celebrar el triunfo de su mano de obra 
infantil, en el lecho de la quebrada se le atravesó el guapo del barrio y lo increpó: 
-¿Cuánto ganaste hoy, Rodrigo? 
-2 bolívares -le contestó con franqueza y dispuesto a enfrentarlo. 
-¡Dámelos o te caigo a coñazos! 
Rodrigo largó el cajoncito de limpiabotas, se le fue encima y derribó a golpes a su 
contrincante. Cuando levantó el brazo derecho para rematarlo en el suelo, se lo agarró Vale 
Cayayo, un cantor popular que alegraba las noches del barrio con su voz y su cuatro. 
-¡Déjalo, Rodrigo, que ya aprenderá a respetarte! 
El guapo del barrio se levantó y se retiró cabizbajo. Rodrigo caminó con Vale 
Cayayo hacia su casa, donde fueron recibidos con vítores al niño que peleaba como un 
boxeador y al trasnochador y artífice del cuatro más oído en las noches insomnes de la 
barriada. Paula, su madre, tocó y cantó. Rubén, su hermano mayor, también tocó y cantó. 
Sus hermanas cantaron. Vale Cayayo tocó y cantó hasta emborracharse. Rodrigo lo oía con 
suma atención. Cuando aquél se retiró, tambaleando por la calle principal, pero aferrado a 
su cuatro, del cual extraía melancólicas composiciones populares, Rodrigo lo siguió a 
prudente distancia, para continuar oyéndole tocar, hasta que llegó al frente de la Escuela de 
Juancho Querales y se detuvo a oír a los alumnos de su padre. Después de varias horas 
siguiendo el ritmo de una música que se perdía en los callejones de la barriada, regresó a 
su casa donde todos continuaban tocando y cantando, hasta que comenzó a ausentarse la 
noche.
La otra mañana Rodrigo sorprendió nuevamente a sus amigos que jugaban en las 
afueras de sus casas, cuando lo descubrieron claveteando otra tabla. Se le acercaron y uno 
de ellos le preguntó: 
-¿Qué haces, Rodrigo? 
-Una guitarra –respondió. 
Todos volvieron a reír a carcajadas, pero no se retiraron. Rodrigo colocó un clavo 
en cada extremo de la tabla y templó una cuerda de alambre muy fino, entre uno y otro 
clavo. Sus compañeritos lo miraban absortos, pensando en la imposibilidad de que pudiera 
extraerle algún sonido musical, menos una melodía. Rodrigo comenzó a tocar “Cachito 
Cachumba”, con algunas dificultades pero con indiscutible maestría. Sus compañeritos 
gritaban viva a Rodrigo y éste se retiró satisfecho hacia su casa, para hacer oír entre sus 
familiares, los sonidos de su improvisado invento. Cuando su hermano mayor, Rubén, lo 
oyó, le dijo: 
-¡Deja la bulla, Rodrigo! La vibración de esa cuerda es un simple ruido. 
-No es un ruido, sino que no se puede afinar. Suena como tu guitarra, que también 
está desafinada. Pásamela que yo te la afino –le respondió Rodrigo. 
En medio de la sorpresa de todos y las dudas de Rubén, que era guitarrista 
reconocido en el barrio, éste le extendió la guitarra y Rodrigo, después de precisar los 
ritmos musicales de sus cuerdas, se la devolvió afinada. 
-De hoy en adelante serás el afinador oficial de mi guitarra –le expresó Rubén, 
quien decidió invitarlo a las fiestas y a las serenatas que armonizaba con su guitarra y un 
pequeño conjunto musical que constituyó a los pocos meses, para que afinara su lira en el 
menor tiempo y con la mayor precisión posibles. 
En un barrio de músicos, no dejó de llamar la atención que un niño que no había 
asistido a la escuela, que no tenía maestro particular, pudiera afinar una guitarra con la 
rapidez y la exactitud de un verdadero artista. Veían como más natural que un niño 
aprendiera a nadar en la zona inundada del barrio y luego atravesara a nado el río Morere, 
que en época de lluvias rompía el dique de contención, anegaba las casas de Barrio Nuevo 
y de gran parte de Carora, y formaba grandes lagunas en las que Rodrigo también se 
destacaba chapaleando en el agua y ayudando a las familias afectadas a salvar sus 
utensilios y animales domésticos. 
Rodrigo formó parte de un grupo de muchachos que se reunían en la esquina 
denominada Japón, a tocar improvisadamente algunas composiciones que oían y aprendían 
de los mayores, que en otra esquina revelaban sus conocimientos adquiridos en la Escuela 
de Juancho Querales. Sus compañeros le pedían que les afinara sus guitarras y comenzaron 
a aprender música internacional que Rodrigo tocaba, después de ir al cine Salamanca a ver 
las películas del momento. En una de esas reuniones se le acercó su padre y le dijo:
-Afíname ese cuatro. 
Rodrigo armonizó los sonidos de sus cuerdas e hilvanó algunos acordes musicales 
y le regresó el cuatro afinado. 
-Tienes oído musical –le expresó Juancho Querales y se marchó. 
Rodrigo también se marchó. Al otro día fue a El Diario a buscar 100 ejemplares 
para venderlos. Antes de salir a realizar su nuevo trabajo, José Herrera Oropeza se le 
acercó con la guitarra en las manos, rodeado de toda familia y de los trabajadores del 
periódico. Rodrigo entendió y tocó todas las composiciones populares que había oído la 
noche anterior en las calle de Barrio Nuevo. Luego salió a recorrer las calles principales 
de Carora gritando el titular de primera página: 
¡Homenaje al maestro Ramón Pompilio Oropeza! 
¡Vendo edición especial de El Diario! 
Tocaba las puertas de las viviendas donde siempre le compraban el periódico, 
cualesquiera de los que generalmente vendía. Cuando entró en el jardín de la casa de doña 
Carolina de Herrera y tocó el timbre, por la puerta lateral, reservada para la entrada del 
servicio doméstico, le salió un inmenso perro “San Bernardo”, cuyos ladridos le hizo soltar 
los periódicos y subirse hasta la parte alta de una ventana de hierro. Ante los ladridos del 
perro guardián, doña Carolina se asomó por la ventana y observó que Rodrigo estaba sobre 
su cabeza, en la parte superior de la reja que la protegía. Lo miró y le dijo: 
-Pero Rodrigo, no te preocupes, que ese perro es capao! 
-¡Perdone doña Carolina. Agarre su perro, que yo no le temo a sus cojones .sino a 
que me muerda! 
Entre risas y gritos al perro para que se retirara al interior de la casa, salió doña 
Carolina, bajó Rodrigo y entre ambos recogieron los periódicos diseminados por el suelo. 
Doña Carolina había leído en una edición anterior de El Diario que su pregonero era un 
prodigio de la guitarra, le dijo que ella no entendía mucho de música, pero su marido era 
un aficionado el violín y que le gustaría que lo oyera. El niño portento de la guitarra entró 
y fue recibido por don Flavio Herrera en el momento en que ejecutaba un solo de violín de 
un compositor desconocido. El novel guitarrista lo observó y oyó hasta el final. Don Flavio 
le preguntó qué le parecía su ejecución. 
-Usted es un gran violinista. Présteme una guitarra y yo le toco lo que acabo de oír. 
Don Flavio buscó su guitarra y se le entregó. Rodrigo tocó exactamente lo que 
improvisaba su nuevo anfitrión y luego ejecutó y cantó nuevas composiciones de su 
repertorio popular. Felicitado y aplaudido fue invitado a visitarlo cada vez que tuviera 
tiempo para cenar juntos y ensayar algunas composiciones para violín y guitarra. Rodrigo 
le contestó que volvería después de ir al cine y oír nuevas canciones.
-Toma Rodrigo, el pago de la suscripción del mes. Y deja los periódicos entre los 
barrotes de la reja, pero no dejes dd venir a tocar con Flavio –le expresó doña Carolina. 
Le extendió varias monedas y lo despidió con afecto, que expresaba su sentido 
maternal. Rodrigo siguió su marcha hasta vender todos los periódicos. Por la tarde salió a 
vender empanadas. En la puerta del cine Salamanca se encontró con el dueño del local y le 
dijo: 
-Don Gonzalo, le cambio esta empanada, la última que me queda, por una entrada 
al cine. 
-Entra a ver la película y cómete tu empanada –le respondió Gonzalo González. 
En el Patio del cine se encontró con Manuel Herrera y juntos vieron la película, en 
la que cantaba y tocaba guitarra Tito Guizar. Lo oyeron en completo silencio. Cuando 
salieron a la calle le manifestó a Manuel: 
-Vamos a tu casa, que quiero tocar en la guitarra de Josefina, lo que estaba tocando 
Tito Guizar. 
Caminaron por la calle Bolívar hasta la Sala de Redacción de El Diario, recorrido 
que repetirían muchas veces, para hacer del cine una escuela y la Redacción del periódico 
una sala de ensayo musical. La casa estaba sola, la edición de El Diario había sido 
cerrada. Bajo la dirección de Rodrigo, los dos jóvenes tocaron y cantaron “Cielito Lindo”, 
“Méjico Lindo y Querido” y otras canciones del repertorio mejicano. Al terminar, Manuel 
le expresó a Rodrigo: 
-Mañana volvemos al cine. 
-Mañana no puedo, el dinero que gané hoy y el que me gane mañana se lo daré a mi 
mamá – le respondió Rodrigo. 
-Yo te invito mañana y tú me enseñas a tocar la guitarra. 
Rodrigo aceptó la proposición y se dispuso a retirarse. Manuel le acompañó hasta 
el portón de salida. En el camino, Rodrigo pensaba lo que tendría qué hacer para ir al cine 
todos los días, su única y verdadera escuela de música y de lenguaje, a través de grandes 
artistas internacionales. Le gustaría ser un hombre como Ché Herrera o Chío Zubillaga. Le 
gustaría viajar por el mundo que aparece en las películas. Tenía que trabajar y estudiar. Al 
llegar a su casa le expresó a su hermana mayor: 
-Carmen, quiero estudiar. Mañana vamos a la casa de Vicenta Pérez, para que me 
inscribas en su escuela. Yo venderé más periódicos, más empanadas y haré cualquier otro 
trabajo que buscaré pronto, para pagarle mis estudios. 
Vicenta Pérez no era maestra, no tenía ninguna escuela formal. Era una humilde 
señora del barrio, preocupada por la religión Católica, Apostólica y Romana y por las
primeras letras, que enseñaba a leer y escribir a los niños y jóvenes pobres de Barrio 
Nuevo. En esa escuela fue inscrito Rodrigo. Por la mañana, antes de ir ala escuela, tenía 
que buscar ocho latas de agua en una pileta cercana al barrio, para el consumo familiar. El 
primer día de clase y durante todo el tiempo que estuvo asistiendo a su escuela, la maestra 
le ordenaba que moliera doce máquinas de maíz, antes de comenzar a enseñarle el 
alfabeto. Luego recibiría las primera lecciones en el libro de Alejandro Fuenmayor y 
después un segundo libro de Historia de Venezuela, hasta que compelido por la urgencia 
de realizar un trabajo más productivo, una vez dominadas las bases fundamentales de la 
lectura y la escritura, decidió hacerse zapatero, un oficio que aprendían los adultos de 
Carora, pero que él tendría que aprender y aprendió a los quince años.
EL CANTO DE LOS PÁJAROS AFINAN EL OÍDO 
Alirio tenía 12 años cuando comenzó a explorar la vía de escape hacia el más allá y abrirse 
paso en un complejo mundo de sueños infantiles, frente a una dura realidad que le tocó
vivir, con una guitarra a cuestas, desde La Candelaria, aldea de La Otra Banda, invadida 
por el viento que levantaba oleadas de polvo y obligaba a sus moradores a encerrarse en 
sus casas o emigrar hacia el Lago de Maracaibo, donde comenzaba la explotación 
petrolera, con una mejor oferta para el trabajo, para la vida y para la muerte. Otros 
buscaban conquistar el centro de la política y de la cultura, vía Carora y de allí al universo. 
A pie y calzando alpargatas, arreando un burro cargado con pieles de chivo para las 
curtiembres de Carora, con apenas 12 años de edad, después de atravesar 30 kilómetros 
que separan a su aldea nativa de aquella ciudad, bajo un sol estallante que calcina las 
piedras y los árboles en el semidesierto del Playón de Plumilla, arribó por primera vez al 
mundo cultural que promovían Cecilio Zubillaga Perera y José Herrera Oropeza. 
“Impresionado y azorado -por lo que veía por primera vez- conoció lo que era una ciudad 
de calles rectas y limpias, un río con su puente y una hermosa plaza urbana”. Se sintió en 
otra realidad, en otra dimensión humana, que lo atrapó en el momento, pero que le gustaría 
enfrentar, no sólo con la audacia de su imaginación, sino también con el coraje de un joven 
campesino dispuesto a formar parte de lo que aparecía ante sus ojos como el símbolo de 
una civilización desconocida, pero cuya imagen se la habían revelado algunos periódicos 
que esporádicamente llegaban a sus manos. 
Después de vender los cueros de chivo, embriagado por la ciudad decidió quedarse 
en la casa de su hermano Fulvio, donde conoció ese mismo día a Clímaco Chávez, 
luchador revolucionario, guitarrista y cantante popular, con quien estrecharía nexos de 
amistad entrañables y para toda la vida. Esa misma noche se fueron de serenatas, en las 
que Chávez, por su edad y por el dominio que ejercía sobre su guitarra, llevaba la primera 
voz y la primera opción entre las muchachas bellas de las barriadas de Carora. Alirio 
aprendía y se sentía, cada hora que pasaba, más atraído por la ciudad y sus circunstancias. 
Clímaco Chávez le habló, además, de la revolución en la Unión Soviética, de Chío 
Zubillaga y de su condición de obrero, que lo identificaba con el proletariado 
internacional. Alirio le manifestó: 
-Me gustaría conocer a Chío Zubillaga. 
-Quédate un día más, después de mi jornada de trabajo en la Tipografía de El 
Diario vamos a conocerlo. Es un gran revolucionario y amante de la música. Estoy seguro 
que le va gustar oírte, porque eres muy joven para lo bien que tocas –le contestó Chávez, 
cuando se despedían en la madrugada. 
-Sí, me quedaré y esperaré a que salgas de tu trabajo. 
Alirio contaba con la solidaridad absoluta de su hermano Fulvio, quien al conocer 
su decisión de quedarse para conocer a Chío Zubillaga le expresó su respaldo y su 
disposición a acompañarlo.
-Mi vocación periodística y política se la debo a Chío Zubillaga. Soy un gran 
admirador de su pluma y de su combatividad –le dijo muy entusiasta, Fulvio, quien 
contribuiría mucho con su apoyo a decidir que Alirio regresara a Carora. 
Por la tarde se presentaron al “Cuarto-biblioteca” de Chío Zubillaga. En principio, 
éste no se sorprendió, conocía a Clímaco Chávez como un luchador social que difundía 
entre trabajadores de la ciudad y del campo su pensamiento revolucionario, que el propio 
Chío estimulaba entre los más jóvenes y combativos muchachos que le visitaban o leían. 
La primera impresión de Alirio frente a Chío Zubillaga fue de anonadamiento. Humilde 
como todo campesino y deseoso de aprender como toda gran inteligencia humana, fue 
sorprendido por un hombre corpulento, gesticulando y hablando con una gran precisión 
sobre los más diversos temas del momento, hasta descender a una conversación sencilla, 
para satisfacción y orientación de un joven de La otra Banda, que buscaba y necesitaba 
precisamente eso: la voz y el pensamiento de un maestro que lo estimulara a ser partícipe 
de una sociedad civilizada. 
-El ascenso de Adolfo Hitler al poder en Alemania es un gran peligro para la 
humanidad. Podemos estar cerca y ser víctimas de una de las más terribles y criminales 
dictaduras que hayan azotado Europa y amenacen a todo el globo –fue el comentario final 
que hizo Chío Zubillaga, después de oír una información por radio acerca del triunfo 
electoral del jefe del nazismo. Luego se dirigió a Clímaco Chávez y le expresó: 
-Tú debes ser familia de José Chávez, herrero y flautista de Barrio Nuevo, de quien 
escribí hace algún tiempo una nota que les voy a leer: Como flautista formaba parte de la 
Banda Filarmónica de Zacarías Gallardo. (En esa época había en Carora si no más afición, 
mayor interés por la música, capitel celeste de las bellas artes). No estábamos tocados 
entonces de excesiva abulia o de superficialidad, hasta el momento en que cayera nuestra 
música en el caso regresivo, que ha hecho notar nuestro compañero Isaías Ávila en las 
columnas de “El Yunque”. 
Al terminar la lectura, miró a los asistentes y preguntó: 
-¿Quién de ustedes va a tocar? 
-¡Alirio! –afirmó con voz ronca y categórica, Clímaco Chávez. 
Chío fijó su vista en el muchacho campesino, quien buscaba acomodarse en una 
silla de cuero para poder abarcar con sus brazos la guitarra de Clímaco Chávez. Una vez 
posesionado de su instrumento, tocó “Conticinio”, un vals de Laudelino Mejías y varias 
composiciones románticas que había aprendido entre sus familiares en La Candelaria. Chío 
captó su vena artística e hizo llamar a Ché Herrera para que lo oyera. Alirio volvió a tocar 
todo lo que constituía su repertorio de música popular, que provocaron el comentario 
entusiasta de Chío Zubillaga: 
-Ché, este es otro joven que debe salir de Carora.
-Primero, de La Candelaria, porque Alirio se regresa mañana. Aunque a él lo que 
más le gusta es escribir –se adelantó Clímaco Chávez. 
-Escriba para El Diario -le dijo José Herrera Oropeza. 
-Está bien, Ché, pero este muchacho será un gran guitarrista si logramos que salga 
a estudiar a otra parte, donde haya una buena escuela de música. Tu y yo podemos y 
debemos hacer algo por Rodrigo y Alirio. 
-De acuerdo contigo, Chío, haremos todo lo que esté a nuestro alcance. Por ahora 
Alirio puede enviarte algún artículo, se lo corriges y se lo publicamos en nuestro periódico. 
Alirio y su compañero se despidieron y esa misma noche le llevaron una serenata a 
la novia de Clímaco Chávez. Carora y su entorno ejercían un poder de fascinación en la 
mente de Alirio. No quería regresar a La Candelaria, pero el mandato de su padre le 
resultaba imperioso: 
-Regresa pronto, hay que cuidar las huertas y los animales. Tú eres el único que 
me queda en La Candelaria y quien puede ocuparse de mis negocios, que serán tuyos 
cuando yo muera o no pueda atenderlos. 
Desde muy niño Alirio hacía los mandados de la casa, acompañaba a las niñas y 
hasta las mujeres a los lugares cercanos, llevaba los burros a los bebederos y trabajaba en 
un conuco. Sembraba maíz y pasto, construía y reparaba cercas de alambre y de broza, 
limpiaba la maleza a punta de machete y peinilla, excavaba estanques con pico y 
barretones, escardillas y palas. Al terminar estas jornadas cumplía algunas obligaciones 
domésticas, que en cierto modo consideraba menos agotadoras, aunque no propias para el 
descanso: buscaba agua en los estanques, cortaba y cargaba leña para el fogón de la cocina, 
jopeaba chivos y limpiaba los corrales, sabaneaba el ganado en lugares lejanos y si tenía 
tiempo cuidaba la pulpería de su padre. 
-Alirio, vamos a jugar –le gritaban varios niños de su edad, cuando lo veían 
regresar de la lejanía. 
A Alirio le gustaba jugar con los niños de La Candelaria, pero prefería oír música 
cuando tenía algún tiempo libre. Había espacio para correr, gritar y saltar, pero le faltaba 
tiempo par oír música. Los niños no deberían trabajar, pensaba Alirio. Es la única manera 
de hacerse hombre, pensaba su padre. 
-No te vayas, Alirio. Vamos a jugar. 
Niños y niñas jugaban Las Flores, Los Mosquitos,, El Ramito, la Tapara, El 
Retrato, El Barco, Goyana, El Monigote. Los varones se separaban de las hembras para 
jugar La Cuadrilla, El Cedazo, El Oso, El Gavilán, La Gallina Clueca, La Cebolla, el Pilón 
y El Enigma. También se separaban para cazar a los zorros que mataban las gallinas, y 
sobre todo para ver cómo hacían el amor los animales.
Antes de salir del “Cuarto-biblioteca” de Chío Zubillaga, la mirada de Alirio se 
extendió por las paredes cubiertas de libros y de letreros con frases de hombres y mujeres 
famosos del mundo. Cuando leía una frase de Víctor Hugo, que decía: 
“Modelar una estatua y darle vida 
es hermoso; modelar una inteligencia 
y brindarle la verdad es más hermoso aún” 
Chío se le acercó y le preguntó: 
-¿Te gustaría leer Los Miserables? 
-Sí, don Chío. Muchas gracias. 
Salió con un libro en las manos y el pensamiento en las nebulosas, a serenatear con 
Clímaco Chávez. 
Chío Zubillaga y José Herrera Oropeza continuaron dialogando. 
-Ese muchacho también se perderá si no lo sacamos de La Candelaria, en ese 
desierto el sol es tan destructivo como las guerras civiles del siglo XIX, ha calcinado gran 
parte de la vida, y aunque el hombre se ha hecho más resistente a la soledad, la naturaleza 
se ha tornado más triste –expresó Chío Zubillaga en su afán de estimular la conversación 
con su colega y amigo, de la cual generalmente extraían temas y motivos para sus trabajos 
periodísticos. 
-No exageres, Chío, en La Candelaria desaparecieron las voces de mando de los 
caudillos liberales y conservadores que armaban y levantaban la peonada, saqueaban los 
pueblos y obligaban a los ricos a entregar contribuciones de guerra o enterrar sus 
morocotas. 
-Nada de exageraciones, mi querido Ché, en esas playas no quedará nadie, excepto 
los muertos, cada día es mayor la emigración de jóvenes absorbidos por el pulpo petrolero 
del Lago de Maracaibo, fascinados por el señuelo del oro negro, del nuevo Dorado; y los 
pocos que quedan tienen que enfrentar los rigores de un desierto que crece empujado por el 
verano y el hacha que liquida los árboles y las flores. 
Mientras Alirio se detenía a oír el canto de los pájaros y se sentía acompañado, 
observaba simultáneamente con impotencia y con envidia, la marcha de muchos jóvenes. 
Las casas abandonadas eran ocupadas por fantasmas que las sujetaban para evitar su 
desplome total. La tierra se iba quedando sin los brazos para la siembra y sus óvulos 
fertilizantes desaparecían. Los chivos se fueron reduciendo a los pocos sobrevivientes de la 
pradera circundante, que lentamente se reducía a la presencia vital de cardones y tunas. La 
trágica erosión de La Otra Banda, que constataba todos los días en su relación directa con 
la tierra que estaba obligado a trabajar, se le convertía en una lengua de fuego que lo
impulsaba a seguir los pasos de los emigrantes, cuando leía los artículos de Chío Zubillaga 
en el periódico de dirigía José Herrera Oropeza, en los que denunciaba la miseria del 
campesino y el abandono en que lo mantenían las autoridades obligadas por ley a 
protegerlo. 
-Los candelareños tendrán que vivir de la mezquindad del desierto, si son capaces 
de utilizar los pocos brazos que les quedan para construir lagunas y represar las pocas 
aguas que caen durante las pocas lluvias que alivian la aridez de la tierra, antes de 
escurrirse por quebradas tortuosas hacia el río Morere y luego hacia el Mar Caribe. 
Chío Zubillaga y Ché Herrera continuaban dialogando por largas horas, hasta que 
decidían volcar en las páginas de El Diario las conclusiones de sus debates. Desde la Sala 
de Redacción del periódico y desde el “Cuarto-biblioteca” del primero establecían hilos 
comunicantes con los barrios de Carora y con los caseríos circundantes. 
-Ya se han adaptado –Chío- a la metamorfosis de la tierra. Mientras el ganado 
vacuno se reduce a unos cuantas cabezas, en las pocas huertas de los pequeños propietarios 
que ven desaparecer sus modestas fortunas emergen rebaños de chivos para alimentar a los 
más pobres, que cada día serán más, hasta que todos sucumban ante la adversidad de la 
naturaleza y la incapacidad de los habitantes para incorporar nuevas técnicas para el 
cultivo de la tierra, y la incuria de los gobiernos frente a la tragedia humana, que por siglos 
los azota. 
-Sí, ya lo sé, incluso lo he visto. Sólo una que otra mula, uno que otro burro, una 
que otra vaca quedan pastando en los alrededores de La Candelaria como demostración de 
un pasado, no sólo pleno de prosperidad, sino también saturado de una evidente fuerza 
impulsora de paz y de guerra, que generaban los hombres y las cabalgaduras que imponían 
el orden en una sociedad conmocionada por la violencia de los más intransigentes. 
-Todo se ha ido tornando más tranquilo, terriblemente solitario. Pero todos se 
salvarán. No te olvides, Chío, que tienen varias vías de escape. Carora que no sólo es el 
camino hacia la cultura en el centro del país, sino también hacia cualquier otra nación del 
Caribe y del mundo; la zona petrolera del Lago de Maracaibo que los conducirá a un mejor 
nivel de vida; y finalmente, la música los unirá a través de los sonidos, al universo de un 
lenguaje común. 
Cuando Alirio emprendió el regreso, atravesó el puente sobre el río Morere en 
dirección a La Candelaria, miró hacia atrás y volvió a ver la ciudad por la cual se sintió 
fuertemente atraído y la que no desaparecerá de su imaginación ni de sus sueños de 
emigración. Volveré muy pronto, pensó, y se internó en el mundo del cual todavía se 
sentía formando parte, el que abandonaría muy pronto, pero del que no se desligaría jamás, 
aun cuando volviese a Carora y los sonidos que extraía de su guitarra lo llevasen a recorrer 
los principales teatros de las grandes ciudades del universo. No olvidaría el canto de los
pájaros, sus grandes maestros de su oído musical. Así los recordará, cuando varios años 
después regrese a la aldea que lo vio nacer. 
“No hubo amanecer sin que al saludar al alba y a la vida no nos despertase con la 
delicia de sus entonaciones de júbilo, de esperanza, de tristeza, con aquella profusión de 
ritmos, melodías y armonías que jamás orquesta alguna soñó interpretar... los olímpicos 
silbidos del turpial, los dejos de la perdiz, siempre triste y perdida como su nombre; y los 
loritos, siempre alegres; la guacoa con su agorero fa-mi; la presencia melódica de la 
paraulata, de las palomas burreritas y del san antoñito; la actuación solitaria del cardenal; 
la actuación percuciente del carpintero y del chemeque, despertadores matutinos con sus 
redoblantes sobre troncos de cardón; el tímido canto del juangil para el presagio o súplica 
de la lluvia. Y como conclusión triunfal del concierto, teníamos las parrandas de las 
cotorras, que al igual que los canarios eran los únicos pájaros que solían darse cita 
colectiva, para romper con sus trinos a los cuatro vientos desde las copas más elevadas de 
los árboles”. 
A ese ambiente natural se sumaba el familiar y comunitario. Todos los miembros 
de su familia tocaban y cantaban para hacer desaparecer por breves momentos la tristeza 
que traía la proximidad de la noche. Incluso su padre, Pompilio Díaz, un hombre recio, de 
espíritu feudal con relación al trabajo, era profundamente sensible a la combinación 
armónica de los sonidos. Y en la mayoría de las casas de La Candelaria se rendía culto a la 
lira, al cuatro y al canto popular. La música acompañaba el quehacer diario de hombres y 
mujeres que, después de una jornada rutinaria de trabajo decidían alegrar la vida y alejar 
los espantos. 
Alirio se detenía a oír las cantilenas que generalmente las madres campesinas 
cantaban para dormir a los niños. Muy cerca de la cocina oía el ritmo perfecto que 
lograban las piloneras de maíz y el preciso palmoteo de las amasadoras de arepas. En las 
fiestas patronales de La Candelaria, mientras la mayoría de los niños se divertía jugando y 
viendo uno que otro payaso, Alirio –durante los 3 días que duraban dichas fiestas- se 
extasiaba escuchando la Banda de Música “Lara” interpretar diversas composiciones 
musicales, especialmente el valse venezolano “El Ausente”. En la retreta que se presentaba 
en la plaza del villorrio, en los bailes que se realizaban en diferentes casas de familia y 
hasta en la pulpería de su padre, estaba atento al ritmo que tocaba la orquesta popular. 
Después de oír por largo rato a la Banda “Lara” se dirigió a la habitación de su hermano 
Atanasio, quien descansaba en un chinchorro, y le expresó: 
-¡Préstame tu cuatro, Atanasio! 
-Si lo sabes tocar, bájalo. 
Tomó el cuatro que colgaba en la pared y tocó el valse “El Ausente”, que había 
oído tocar a la banda “Lara”. En esos momentos no sabía que el cuatro era un instrumento
acompañante y no melódico. Tampoco lo sabía su hermano Atanasio, pero éste se levantó 
y gritó a todo pulmón: 
-¡Alirio será el mejor cuatrista de La Candelaria y de La Otra Banda! Pronto nos 
acompañará a tocar en los bailes y en las fiestas del pueblo. 
Todo lo que su hermano Atanasio y Chepel Riera –el Esopo de su infancia- tocaban 
en el cuatro, Alirio lo imitaba. Pero lo que más le llamó la atención fue la guitarra de su 
hermana Ángela. Cuando la oía tocar se concentraba al máximo, tratando de aprenderse de 
memoria lo que ella ejecutaba. Cuando consideró que podría hacerlo tal como Ángela lo 
realizaba, la abordó: 
-Ángela, préstame tu guitarra. 
-Cuando aprendas a tocar bien el cuatro. 
-Yo sé tocar el cuatro y también la guitarra. 
-Dale para ver si es verdad –le dijo la hermana y le extendió la guitarra. 
Cuando hizo sonar las cuerdas de la guitarra, constató que muchos acordes tenían 
posiciones idénticas a las del cuatro. Todo el cordaje guitarrístico lo aprendió observando a 
sus familiares y amigos, con la excepción del de la dominante de mí, para cuyo aprendizaje 
solicitó el auxilio técnico de Alba Julia, una de sus primas que tenía un alto dominio de la 
guitarra. Después de tocar y cantar varias canciones populares con su hermana y otros 
familiares aficionados a la música, algunos amigos del vecindario se acercaron para oírlo. 
Al final, Ángela expresó: 
-¡Alirio será el mejor de todos nosotros! 
Entusiasmado por el éxito económico y amoroso de los serenateros románticos de 
La Candelaria, La Otra Banda y Carora, formó varios duetos y conjuntos musicales con 
jóvenes de su edad, entre quienes destacaron Braulio Urquiola Mosquera y su hermana 
Dorotea, Juan Pablo y Ángel Verde, Jesús y Mario Leal. 
Su pasión por la guitarra le permitió superar o por lo menos mitigar la dureza de 
algunos trabajos, especialmente cuando hacía de mandadero para Muñoz, villorrio cercano, 
donde además de poder contemplar y cantarle a las mujeres más bellas de La Otra Banda, 
existía una excelente y reconocida afición por la guitarra. En esos viajes visitaba a las 
Zambrano, en La Reforma, y tocaba y cantaba con ellas y para ellas. En la casa de don 
Isaías Mosquera, en la pulpería de Silvino Mendoza y en la casa de don Antonio Vicente 
Nieves, en el Rosario, pasaba largos ratos tocando y cantando con sus amigos y amigas 
aficionadas a la guitarra en particular y a la música en general. 
Impresionado por los avances que experimentaba en el manejo de la guitarra, su 
padre decidió enviarlo a la escuela primaria que funcionaba precisamente en el caserío 
Muñoz, donde fue inscrito para estudiar primer grado. Al ingresar dio rápidas e
inteligentes demostraciones de fácil aprendizaje. Había aprendido a leer y escribir con su 
tío Juan Bautista Verde, quien lo distinguió de manera especial por su afición a la guitarra. 
Durante sus estudios en Muñoz, cuando predominaba la violencia contra los niños 
como método de enseñanza, el maestro le llamó la atención porque estaba entonando una 
canción en el aula. Ante su insistencia por el tarareo de algunas canciones, el maestro se 
encolerizó tanto que decidió castigarlo, propinándole diez palmetazos en las palmas de las 
manos. 
-¡Ponga las manos con las palmas hacia arriba! –le gritó enfurecido. 
Alirio colocó sus manos en la posición indicada. El maestro observó que tenía las 
uñas largas y mal limadas. 
-¿Por qué tiene las uñas así? –le preguntó, bajando el tono de la voz. 
-Para poder tocar guitarra –respondió Alirio, sin salir todavía de la consternación 
que le producía la violencia verbal del maestro. 
Este, que era guitarrista y bohemio empedernido, bajó la palmeta y le expresó: 
-Pórtate bien, para que toquemos más tarde. 
Alirio respiró profundo y se retiró hacia su pequeña silla que le servía de pupitre y 
oyó con atención la voz del maestro hasta el final de la clase. Cuando el docente anunció 
que había finalizado la actividad en el aula, Alirio se dirigió a la Iglesia a oír una misa 
cantada y el órgano que tocaba Mamerto Mendoza. Al terminar la misa caminó hasta la 
casa de don Antonio Vicente Nieves, donde le presentaron al Padre Juan José Bernal. 
-Este es Alirio, un niño prodigio de la guitarra –le expresó Nieves al sacerdote. 
-Vamos a tocar y cantar, le dijo el cura –y empezó: 
-Solamente una vez se ama en la vida. 
Alirio lo acompañó con la guitarra. Cantaron también las hermanas Nieves, Silvino 
Mendoza y otros trovadores populares de La Otra Banda. Durante su regreso a La 
Candelaria volvió a oír el canto de los pájaros y pensó que lo estaban despidiendo. 
Recordó a Chío Zubillaga y a José Herrera Oropeza, reafirmó su voluntad de abandonar el 
desierto sobre el cual caminaba y se imaginó que volaba hacia las estrellas. Sin embargo, 
al tropezar con una tuna espinosa retornó a su realidad de adolescente campesino. Siguió 
su marcha y al atardecer arribó a su aldea natal.
UNA GUITARRA Y UN LIBRO PRESTADOS 
RODRIGO pasó frente a El Diario, pero no se detuvo a limpiarle los zapatos a José 
Herrera Oropeza ni a tocar guitarra, había decidido realizar otro trabajo y aspiraba llegar 
rápido a la fábrica de zapatos de Paulino Aldazoro. Eran las 7 y 30 de la mañana cuando 
llegó a la zapatería. Esperó hasta las 8 a.m. y cuando un empleado abrió la puerta 
principal, entró y preguntó: 
-¿Don Paulino vendrá pronto? 
-Sí. Está en su casa, pero ya viene. ¿En qué podemos servirle? –preguntó a su vez 
el ayudante de zapatero. 
-Necesito me enseñe a fabricar zapatos. Necesito hacerme zapatero y producir algo 
más de lo que gano como limpiabotas y vendedor de periódicos y empanadas. Quiero 
ayudar a mi familia y hacer algunos ahorros para comprar una guitarra. 
-Eso es posible, pero la primera lección que usted debe aprender es pasar todos los 
días por debajo de esa mesa, para luego comenzar como aprendiz de zapatero. Si don 
Paulino lo contrata, yo le enseñaré cómo se hace un zapato. 
-Eso de pasar por debajo de la mesa no puede ser la primera lección para hacerse 
zapatero. Yo puedo pasar por debajo o por encima la mesa, pero eso no puede ser la 
manera de comenzar para aprender zapatería.
Paulino Aldazoro llegó en ese momento e intervino para rectificar la actitud de su 
ayudante. 
-Pase adelante. Hoy mismo empieza, me gusta el espíritu de trabajo de los jóvenes 
que necesitan abrirse paso en la vida. Yo lo he visto trabajar a usted limpiando zapatos y 
vendiendo empanadas y periódicos. Estoy seguro que aprenderá muy pronto. 
Rodrigo recibió las primeras instrucciones del dueño de la zapatería y trabajó en su 
nuevo oficio hasta las 6 de la tarde. Se despidió y corrió hasta el cine Salamanca, llegó 
antes de que empezara la película “Pajarillo Manzanero” en la participaban varios artistas 
mexicanos. Al finalizar la película se dirigió a la Redacción de El Diario y se encontró con 
su amigo Manuel Herrera Oropeza, quien no había concurrido esa noche al cine, por tener 
que ayudar a su padre en la corrección de algunas páginas de galera, para la edición del día 
siguiente. 
-Manuel, préstame la guitarra de Josefina y te enseño por un bolívar, la 
introducción de “Pajarillo Manzanero”. 
-De acuerdo –le respondió Manuel y le entregó la guitarra de su hermana. –Vamos. 
¿Cómo empieza? 
Rodrigo tocó varias veces la introducción de la canción y luego le pasó la guitarra a 
Manuel Herrera. Este también la tocó con toda la precisión del caso. Se sintió satisfecho y 
ambos se dedicaron a ensayar las canciones que tocarían y cantarían esa madrugada en las 
ventanas de las casas de varias muchachas de Barrio Nuevo. Antes de separarse, Manuel le 
comunicó que le tenía otro trabajo relacionado con la música. 
-El Conjunto Pentagrama va a tocar mañana por la noche en el Club Torres y le 
falta un músico, porque se enfermó el cuatrista. Vamos a preguntar cuánto te pagan y si te 
quieren oír tocar el cuatro antes de que te contraten. 
Salieron de la Sala de Redacción de El Diario y juntos se dirigieron a la sede del 
principal club de la ciudad. Manuel Herrera lo presentó como un fenómeno del cuatro, 
para que los dejaran entrar. Una vez en el interior de la sala de baile, caminaron hacia 
donde estaba el Director del Conjunto, lo abordaron y éste preguntó: 
-¿Has ensayado bastante? 
-Tenemos varias horas ensayando –contestó Manuel. 
Le entregaron un cuatro y sin previo ensayo, Rodrigo se incorporó al Conjunto 
Pentagrama y tocó hasta altas horas de la noche. Recibió 2 bolívares como pago por su 
actuación. Desde esa noche – y después de confesar que no había ensayado- Rodrigo 
quedó consagrado como el sustituto de todos aquellos músicos que faltaban por una u otra 
razón a participar en cualquier orquesta de la ciudad. Entre los músicos se le conoció como 
el único que no necesitaba ensayar para tocar cualquier composición musical. Sólo
necesitaba que alguien arrancara o comenzara a tocar, para luego él acoplarse con maestría 
al ritmo en ejecución. 
Pero el trabajo en una orquesta popular no se realizaba todos los días y Rodrigo se 
vio obligado a continuar en la zapatería, para ayudar al sustento de la familia, hasta que un 
día su hermana mayor le informó que en las cercanías de Barrio Nuevo estaban explotando 
una cantera de piedra, en la que pagaban más que en la zapatería. 
-Lo que ganas, ya no alcanza para todos. Somos muchos, Rodrigo, y tienes que 
ganar un poquito más. 
En las horas libres que le dejaba su oficio de aprendiz de zapatero, iba a la cantera a 
picar piedra, para el concreto de algunas de las calles que en ese momento se estaban 
arreglando en Carora. En esta jornada ganaba más, pero era más dura. Con el primer 
salario de este último trabajo compró sus primeros pantalones largos. 
Cuando volvió a la zapatería, Paulino Aldazoro le comunicó: 
-He decidido instalar la fábrica de zapatos en Barquisimeto, una ciudad más 
grande, donde posiblemente aumente las ventas y le pueda aumentar su salario, si decide 
irse conmigo. Piénselo bien y me avisa. 
-Lo pensaré, don Paulino. 
Rodrigo pensó que debería consultar con su madre y con sus hermanos mayores, 
aunque a los 15 años se sentía totalmente independiente. Pero salir de Carora para otra 
ciudad era un acontecimiento de cierta trascendencia, por tener que alejarse de una familia 
a la cual estaba estrechamente unido por tradición y por necesidad. También creyó 
conveniente la consulta familiar porque la mayoría de la familia dependía de su trabajo. 
Cuando salió de la zapatería y caminaba para su casa, frente a la plaza Bolívar lo 
abordó Tino Carrasco, famoso músico de la ciudad que dirigía un conjunto musical muy 
popular y de mucho prestigio en Carora y sus alrededores. 
-Necesito que me acompañes esta noche a tocar en el Centro “Lara” y vamos el 
viernes a inaugurar Radio Coro. 
Rodrigo se sintió verdaderamente complacido, aunque pensó que quizás no ganaría 
lo suficiente como poder cambiar de trabajo, pero se podría abrir un porvenir musical y era 
lo que ya comenzaba a concebir, no sólo como un medio de subsistencia, sino también -y 
era lo fundamental- como parte integral de su vida. 
-Muy bien, don Tino. Tocaremos esta noche y el viernes viajaremos a Coro. En el 
libro de Fuenmayor leí que cerca de Coro había unos médanos, grandes cúmulos de arena. 
¿Usted los conoce, don Tino?
Tino Carrasco no conocía a Coro, pero para no quedar mal frente a un muchacho a 
quien consideraba su discípulo, sonrió, lo tomó por el brazo y le expresó: 
-Te llevaré a conocer todo lo que quieras. 
Esa noche Rodrigo tocó la guitarra con el Conjunto Musical de Tino Carrasco, sin 
previo ensayo. Cuando llegó a su casa no podía conciliar el sueño pensando cómo sería 
Coro, cómo sería Barquisimeto. Carrasco lo invitaba a conocer la primera ciudad, y 
Aldazoro lo invitaba a conocer la segunda. El día siguiente lo tendría libre en la zapatería 
porque estaban preparando la mudanza. Lo aprovechó para despedirse de su amigo, guía y 
protector, José Herrera Oropeza y se dirigió a la casa de El Diario. Esta vez no llevaba el 
cajoncito de betunero, ni pediría periódicos para vender. Ya había cambiado de oficio. 
Ché Herrera lo recibió con el afecto de siempre. Apenas lo hizo esperar algunos 
minutos, mientras corregía una página de la próxima edición de su periódico. Rodrigo lo 
vio inclinado sobre la mesa de trabajo, lo vio muy gordo y sintió que la respiración se le 
dificultaba. Pensó que también le gustaría ser periodista y dirigir un periódico. Ver su 
nombre estampado en primera página y entregárselo a los muchachos de su barrio para que 
lo vendieran en las calles de Carora. El Director de El Diario se le acercó sonriente y le 
dijo: 
-Ya no vendes mi periódico ni las empanadas de tu mamá, no eres limpiabotas, 
pero lo que haces tampoco es tu verdadera vocación. Tienes que dedicarte a la música y 
tratar de estudiar en una escuela calificada. 
Bajó la guitarra de su hija y le pidió que como despedida tocara todo lo que había 
aprendido en el cine durante las últimas semanas. La Sala de redacción de El diario fue 
nuevamente inundada por los sonidos y la armonía de la guitarra que esperaba y siempre 
esperaría por su temperamento musical. Al agotar su repertorio se dirigió a su protector y 
amigo. 
-Mañana me voy a tocar en la inauguración de Radio Coro. Acompañaré a don 
Tino Carrasco. Vine a despedirme de usted y a darle las gracias por lo mucho que me ha 
enseñado. Esta es mi segunda casa y mi verdadera escuela. 
-Te felicito por tu viaje a Coro y por la oportunidad de participar en la inauguración 
de la radio de esa ciudad. Ojalá aprendas bastante, pero tienes que buscar la forma de irte a 
Barquisimeto a trabajar y a estudiar guitarra. 
Todavía no había terminado de hablar Ché Herrera, cuando entró a la Sala de 
Redacción, Chío Zubillaga con el editorial para el siguiente día. Y aunque apenas pudo oír 
la última frase, expresó con fuerte voz: 
-Para Barquisimeto no, de una manera definitiva, sino como paso para Caracas, 
donde existe una Escuela Superior de Música. A esa escuela tienen que ir tanto Rodrigo 
como Alirio.
Rodrigo oyó por primera vez el nombre de Alirio. Pensó que podría ser un familiar 
de Chío Zubillaga o de Ché Herrera, pero no hizo comentario alguno. Quería informarles 
que se iría a Barquisimeto a trabajar como ayudante de zapatería, grado que ya había 
alcanzado en su nuevo oficio, pero prefirió callarse y continuar oyendo a los dos 
principales personajes del periodismo y de la cultura caroreños, frente a quienes se sentía 
cohibido, pero seguro de estar ante dos auténticos maestros, que desde un periódico y una 
biblioteca marcaban el rumbo de la ciudad y de los jóvenes con algunas inquietudes 
intelectuales. 
-Tal como hablamos ayer –expresó Chío- el editorial para mañana es sobre la 
creación del Salón de Lectura “Riera Aguinagalde”. Con él cumplimos dos objetivos. 
Primero, le ofrecemos a Carora y a los caroreños un lugar para el cultivo de la inteligencia, 
con la lectura de los mejores libros que podamos adquirir. ¡Por fin tenemos un centro para 
la cultura en una ciudad en la que impera el atraso más espantoso del siglo, con las 
excepciones que conocemos! Y segundo, rendimos homenaje a uno de nuestros más 
importantes intelectuales del siglo XIX. Haremos conocer a Ildefonso Riera Aguinagalde, 
por sus ideas liberales, por su dignidad y honestidad personales. 
-Jóvenes como Ud., Rodrigo, encontrarán una luz más en el camino hacia la 
inmortalidad. 
-Cuando el hombre adquiere un alto nivel de conocimiento y de conciencia 
humanística, puede contribuir a la liberación y al progreso de los pueblos –intervino José 
Herrera Oropeza. 
-Este país sigue atado a las dictaduras, mi querido Ché. Simón Bolívar encontró 
con quiénes independizarlo, pero no encontró con quiénes construir una república de 
ciudadanos. 
Chío Zubillaga y Ché Herrera, cuando estaban frente a algún joven preocupado por 
la cultura, encendían la tertulia sobre política, historia y periodismo. En algunos casos 
discutían sobre arte y literatura. Muchos jóvenes acudían a oírlos, extasiados y perplejos 
frente a dos grandes soñadores de la libertad, la democracia y la cultura como los valores 
fundamentales del ser humano. Rodrigo oía en estos momentos sin entender todo lo 
expresado por ellos, pero interesado es descifrar por lo menos una parte de lo que 
discutían. No encontraba la forma de despedirse, aunque tampoco sentía deseos de 
levantarse y retirarse. Esperó, hasta que el Director de El Diario se levantó y se le acercó. 
-Cuando regreses de Coro te esperamos, para que nos cuentes lo que puede ser una 
rica experiencia, un gran aprendizaje para un joven como tú. Si quieres te llevas la guitarra 
de Josefina. 
Rodrigo miró a Ché Herrera, miró a Chío Zubillaga y cuando ya no encontraba qué 
hacer, miró la guitarra. El Director de El Diario tomó la lira de su hija y se la puso en sus
manos. Entusiasmado dio unos pasos para salir de la Sala de Redacción del periódico, pero 
Chío Zubillaga lo detuvo por un instante, sacó del bolsillo de su blusa un pequeño libro y 
le dijo: 
-Si tiene tiempo en el camino o en su casa, lea esta novela de Rómulo Gallegos, en 
la que revela estados de postergación nacional, que se dibujan como verdaderos problemas 
por resolver en el campo moral, de lo que hoy o mañana, con las nuevas ideas que bullen 
en el universo, se aprestan a crear una nueva vida para Venezuela. Esas ideas dejan 
traslucir un grito de reivindicaciones, que al capital absorbente le lanzan con amenazadora 
vehemencia, las huestes del trabajo. 
Rodrigo salió con una guitarra y un libro, Doña Bárbara, prestados. La guitarra 
debía regresarla, era un recuerdo de la hija de Ché Herrera que únicamente a él se la daban 
prestada. El libro también debía regresarlo, era una condición que establecía Chío 
Zubillaga, excepto que se lo hubiese traspasado a otro lector conocido y amigo, 
preocupado por el acontecer socio-cultural del país. 
En un camión de estacas, propiedad de un comerciante y violinista de la ciudad, 
Antonio Crespo Meléndez, viajó a Coro a participar por primera vez en un medio 
radioeléctrico que se inauguraba en aquella ciudad. Por una carretera de tierra fueron 
ascendiendo por la Sierra de Coro, deteniéndose en las principales bodegas y posadas que 
encontraban a la orilla de la misma, para vender alpargatas, jabones, velas y otros víveres 
que no se descomponían con el pasar de los días y las condiciones de la intemperie. Donde 
los alcanzaba la noche se detenían a pernoctar, tocaban y cantaban para los campesinos de 
la montaña coriana. Después de varios días de deambular por valles y serranías, buscando 
atajos para que el camión pudiera avanzar, y cantándole a mujeres que huían de la noche y 
esperaban la madrugada para abrirle los brazos, llegaron a la capital del Estado Falcón. 
En la inauguración de Radio Coro estuvieron presentes representantes de la cultura 
y de la incipiente farándula falconianas. La pequeña ciudad estuvo atenta al primer 
espectáculo musical e informativo en general que se transmitía por ondas hertzianas. El 
conjunto popular de Tino Carrasco tocó en especial música caroreña. “Mirando al Mar” 
era una debilidad de Carrasco, tal vez porque lo había conocido cuando ya era adulto y le 
había producido la impresión de que estaba unido al cielo. Rodrigo participó como 
acompañante y cantante. Después de la actuación se le acercó un joven de la ciudad y le 
expresó: 
-Necesito que me acompañe esta noche para llevarle una serenata a mi novia. Le 
pagaré con todo lo que pueda, con lo que tenga, porque estoy dispuesto a entregar la vida 
por esa mujer y yo sé que usted con su guitarra y su voz le penetrará el alma. Pero... no me 
la vaya a enamorar. 
Rodrigo se rió y aceptó entusiasmado, no pensando en cuánto podría ganar ni en 
conquistarle la novia al joven coriano, sino en la posibilidad de que otra muchacha, entre
las muy bellas que habían asistido a la inauguración de Radio Coro, pudiese estar presente 
y oírle en la primera noche de su consagración como guitarrista y cantante popular. Pero 
sólo una dama se asomó a la ventana y saludó con efusión al novio. Este, muy 
emocionado, al final de la serenata se le acercó a Rodrigo y le dijo: 
-¡Gracias hermano! Yo no tengo plata, pero le regalo esta caja de balas para 
revólver calibre 38. 
Rodrigo volvió a reír frente al joven enamorado. Le recibió la caja de balas y en ese 
momento constató que el joven coriano portaba un revólver en la cintura. Menos mal, 
pensó, que no se me ocurrió enamorarle la novia. Regresó cargado de balas y de ilusiones 
para irse a Barquisimeto. Las balas eran 200 y las vendió a bolívar cada una. Con 200 
bolívares en el bolsillo creía que podía enfrentar cualquier dificultad económica en una 
ciudad más avanzada musicalmente y más cerca de Caracas, donde existía la Escuela 
Superior de Música, la meta que le señalaban Chío Zubillaga y Ché Herrera. Al llegar a su 
casa se enteró de la muerte del Director de El Diario de Carora. Sintió que se le había 
muerto su padre o un ser tan querido como un progenitor que lo ayudaba con su palabra y 
con la guitarra de su hija. De inmediato se dirigió a la casa de José Herrera Oropeza a 
entregar la guitarra de Josefina y a compartir la pena con su familia. Manuel Herrera le 
informó que había muerto de un infarto al miocardio. En el abrazo con su amigo se le 
presentó la última imagen que se había grabado en la mente de Ché Herrera, muy gordo y 
jadeante al respirar. Juntos lloraron a un gran maestro. La guitarra quedó en poder de 
Manuel. Al despedirse caminó hacia el “Cuarto-biblioteca” de Chío Zubillaga a entregar el 
libro. 
-Don Chío, muchas gracias, aquí está su libro. He aprendido tanto en su lectura, 
como oyéndolo a usted y a don Ché Herrera, a quien lamentablemente no podré oír más. 
Mañana me voy para Barquisimeto. 
-Pásaselo a Tino Carrasco y le dices que después que lo lea me lo devuelva. Te 
felicito por tu viaje a Barquisimeto, pero te reitero que en Caracas está la mejor escuela de 
música y por lo tanto tu futuro, como el de Alirio, a quien te tengo que presentar, porque 
ustedes dos pueden ser grandes maestros de la guitarra. 
Rodrigo salió de la casa de Chío Zubillaga pensando en las últimas palabras que le 
había oído a éste. ¿Será Caracas como Ciudad de México o Buenos Aires, las ciudades 
más grandes que he visto en el cine Salamanca? Trató de devolverse para preguntárselo a 
su maestro, pero continuó caminando hacia Barrio Nuevo recordando las lecciones que 
había recibido de los más grandes pensadores que había conocido y a quienes deseaba 
parecerse en el futuro. Se le hacían presente las imágenes de la Sala de Redacción de El 
Diario, del “Cuarto-Biblioteca” y de la casa de su padre Juancho Querales, en la que Chío 
Zubillaga aparecía presidiendo una tertulia literaria y política, a la que asistían
parroquianos liberales, poetas y músicos de la barriada. A cada momento oía su voz: usted 
tiene que irse a estudiar guitarra a Caracas o donde haya una escuela superior de música. 
Los artistas que recordaba tocando guitarra en la pantalla del cine Salamanca, le 
parecían muy distantes. ¿Cómo harían para aprender tanto? ¿Empezarían como yo, 
imitando lo que oigo en el cine? 
-Don Chío –recordaba- me invitaron a tocar en el cine Salamanca. Escríbame la 
presentación. 
-Aquí la tienes. 
-Muy largo, don Chío. Imposible aprendérmela de memoria. 
-Bueno, para que no tengas que usar la memoria, sino la inteligencia, tienes que 
estudiar y leer mucho. Empieza por el periódico, la introducción a los mejores libros de la 
tierra. Léelo antes de venderlo. Pregona los titulares y lee el contenido. Y cuando toques 
una canción de estilo ajeno, trata de que te conmueva de gozo, el alma popular venezolana.
SERENATA DE SCHUBERT EN LA CANDELARIA 
ALIRIO se encontraba en la pulpería de su padre cuando oyó la corneta de un autobús, que 
todos los días hacía la ruta Carora-La Candelaria-San Francisco-La Mamita, principales 
caseríos, para entonces, de La Otra Banda, zona rural semidesértica poblada por unas 
pocas familias que resistían con estoicismo los avatares del tiempo, en espera de un 
cambio para horadar la tierra. Se asomó a la puerta principal en el momento en que el 
autobús reducía la velocidad. Desde el interior del viejo bus, Inés Rodríguez, el ayudante 
del conductor, le gritó: 
-¡Ahí están sus gargueros! -y le lanzó a los pies un pequeño rollo de papeles. 
Alirio lo recogió, conciente de que se trataba de varios ejemplares de El Diario de 
Carora. Mientras los arreglaba para leer su contenido, observó que el autobús se detuvo 
frente a la casa de su padrino Juan Bautista Verde y bajaban con mucho cuidado una caja 
de madera. Pensó ir hasta allá, pero prefirió leer el periódico. Se encontró con la infausta 
noticia de la muerte del Director de El Diario, José Herrera Oropeza. En editorial, escrito 
por Chío Zubillaga, leyó:
“Periodista de nacimiento, a su personalidad concurrieron todas las dotes necesarias 
para forjar el triunfo que representan 20 años de vida dedicados íntegramente al diario 
cultivo de la moral, la cultura, la civilización en una palabra, desde la tribuna noble y 
amplia de la buena prensa, ensalzando virtudes y condenando vicios. Enérgico aquí y 
condescendiente allá: siempre en la lucha valerosa contra la adversidad del ambiente”. 
En el mismo ejemplar de El diario leyó que había muerto el General Juan Vicente 
Gómez, después de 27 años de tiranía. Leyó todo el contenido de las páginas del periódico 
y luego caminó hacia la casa de su padrino. Al llegar descubrió que de la caja que había 
visto bajar del autobús habían extraído una ortofónica y varios discos. Atento a todo 
sonido armonioso, se dedicó por varias horas a oír la Serenata de Schubert, tocada por una 
banda italiana y dos solos de guitarra, interpretada por el artista español Guillermo Gómez. 
Después de oírla varias veces, se dirigió al exquisito melómano que era Juan Bautista 
Verde. 
-Padrino, présteme su guitarra. 
Tocó por fantasía la Serenata de Schubert que había oído varias veces. En medio 
del asombro y del aplauso de familiares y amigos parroquianos que lo escuchaban, la 
tocaba y la volvía a tocar, hasta que Juan Bautista Verde se levantó y lo abrazó: 
-Ahijado, usted será el guitarrista más grande de La Candelaria. Venga mañana 
para que toquemos juntos y para que me enseñe todo lo que ha aprendido de oído. 
Alirio se despidió y al llegar a su casa encontró a su madre muy entusiasmada por 
lo que había oído tocar en la casa de su compadre, le dijo: 
-Ven acá –y extrajo de un viejo baúl, un viejo libro. Ve a ver si te sirve de algo, 
porque aquí nadie lo ha podido usar. 
Alirio leyó: 
“Método de Guitarra” de Ferdinando Carrulli, edición 1839. 
Le agradeció el gesto amoroso de la madre y se retiró a leerlo. Después de varias 
lecturas lo guardó, sin poder comprenderlo. Volvió a sus tareas rutinarias del campo y por 
la noche regresó a la casa de su padrino. Este lo recibió con gran alborozo. 
-Mira, lo que te guardé –le expresó y le extendió un “Método de Violín” de Delfín 
Alard. 
-Muchas gracias, padrino. Lo leeré esta misma noche, cuando llegue a mi casa. Me 
gustaría oír algunos discos en su ortofónica. 
Después de escuchar casi todas las composiciones que Juan Bautista Verde había 
traído con su famoso tocadiscos y practicar con la guitarra de su padrino, retornó a su casa 
y se dispuso a leer el “Método de Violín”. Después de varias lecturas tampoco lo entendió.
Sabía oír música pero no sabía leerla. Vivía como refugiado en un mundo de sonidos y 
movimientos rítmicos populares. La Candelaria era una aldea sonora, y para combatir la 
soledad, la pobreza y la emigración de sus habitantes, se produjo en los pocos que se 
arraigaban a la tierra, una reacción espiritual que los vinculaba estrechamente a la música. 
El cuatro, la guitarra, el bandolín y cualquier otro instrumento musical posible de obtener, 
eran acompañantes solitarios que preservaban la alegría en los hogares. 
Después de muerto el tirano Juan Vicente Gómez llegó la primera escuela a La 
Candelaria, frente a la cual nombraron como maestra a una joven del villorrio, Adela 
Virginia Riera, quien había estudiado hasta sexto grado en una escuela privada en Carora, 
y fue la encargada de darle la información al padre de Alirio. 
-Don Pompilio, vamos a abrir la primera escuela estadal “Primero de Mayo”. Yo 
seré la maestra y creo que sería muy conveniente que mande a Alirio para hacerle un 
examen y determinar en qué grado lo inscribimos. 
-Muy bien, mañana mismo te lo mando. Ahora no tendrá que continuar yendo a la 
escuela de Muñoz. 
Alirio aprobó el examen y fue inscrito en tercer grado, para darle continuidad a sus 
estudios hasta sexto grado. La asistencia a la escuela no eliminó el trabajo que venía 
realizando desde muy niño, pero lo redujo en el tiempo. Mientras él avanzaba en sus 
estudios, para la mayor parte de la población el tiempo transcurría imperceptible. Mientras 
llegaba una noticia o una carta de los familiares que habían emigrado, los que esperaban, 
sobre todo en horas de la noche cuando a la tristeza y la soledad se les sumaba el silencio 
que traía aparejado el acercamiento de la oscuridad, tocaban y cantaban hasta el amanecer. 
Las piloneras, las amasadoras de arepas cumplían sus tareas tarareando melodías 
populares. Las pocas vacas que quedaban en la pradera semidesértica, eran recogidas y 
ordeñadas por alguien que también cantaba, en la creencia de que la música las hacía más 
dóciles y productivas. El jopeador de chivos hacía resonar el eco de su voz hasta perderse 
en la infinidad, para atraer a su rebaño. 
La escuela despertó en Alirio la inclinación a oírle a Florencia Leal –cual 
Zherezada rural de La Candelaria- contar pasajes de “Las Mil y una Noches”, “La Bella y 
la Fiera”, “Pinocho”, “Blancanieves” y algunos capítulos de la Biblia. Pero lo que más 
disfrutaba era la lectura que hacía al lado de Florencia Leal, de los libros como “Bertoldo, 
Bertoldino y Cacaseno”, “Aura o las Violetas” de J. M. Vargas Vila, y “Los Amantes de 
Teruel”. 
La lectura se le convirtió en un hábito permanente y hasta en un placer, que lo 
impulsaba a leer incluso en plena clase. 
-¿Qué estás leyendo, Alirio? –le preguntó una mañana su maestra Adela Virginia 
Riera, en el aula.
No pudo esconder el libro de Mantilla –único manual escolar de la época, que 
Alirio leía todos los días. 
-Este libro, maestra –lo levantó ante la vista de la docente. 
-Muy bueno que lo leas, pero hazlo en tu casa. En la clase presta atención, para que 
comprendas mejor el contenido de ese libro. 
Alirio guardó el libro. Lo terminaría por la noche, pensó, y luego comenzaría a leer 
“Ante los Bárbaros”, del mismo autor. 
Como todos los niños de La Candelaria, Alirio había aprendido primero a tocar que 
a leer. En su villorrio pasaba algo similar a lo de Barrio Nuevo en Carora. En cada casa 
había un cuatro, una guitarra, un músico, un maestro improvisado, suficientemente 
estimulante al oído de los menores, quienes los consideraban guías y ejemplos. Salveros, 
serenateros, bohemios, profesionales de la música popular, verdaderos maestros del buen 
vivir, alegraban la vida para ganarle horas al tedio cotidiano y prolongado. Mientras se oía 
rasgar una guitarra, mientras se oía la voz de un cantor popular, mientras se bailaba en la 
noche sabatina, se alejaba el temor a los espantos. Estos aparecían cuando se extinguían 
los sonidos, por lo que era preferible cantar y tocar todas las horas posibles del día y en 
especial de la noche. La música era lo único que arraigaba a unos pocos a la tierra, y como 
en el Barrio Nuevo de Rodrigo hacía más grata su permanencia en La Candelaria, acercó 
más los corazones del hombre y la mujer, y la vida se multiplicó y prolongó 
indefinidamente. 
Alirio continuó sus viajes con más frecuencia a Carora a vender pieles de chivo y a 
comprar víveres para la pulpería de su padre. En todos los viajes visitaba la casa de Chío 
Zubillaga, le oía su prédica permanente en defensa de los campesinos y de las libertades 
públicas; revisaba la biblioteca particular del humanista caroreño y leí los letreros que éste 
escribía o hacía escribir en las paredes, de grandes pensadores universales. Cuando se 
hacía acompañar por Clímaco Chávez ambos tocaban para deleite de su maestro y luego 
daban paso a a una breve tertulia sobre temaqs musicales, políticos y culturales en general. 
Después de oírlos Chío le informó que habían inaugurado una biblioteca pública en 
Carora. 
-Aproveche sus viajes –le decía –vaya al Salón de Lectura “Riera Aguinagalde” y 
lea la novela Cantaclaro, de Rómulo Gallegos, en la que usted encontrará retratada el alma 
y la problemática social venezolana. Dígale al bibliotecario que le dé prestado, bajo mi 
responsabilidad, todos los que libros que usted quiera llevarse. 
-Muchas gracias, don Chío. Me llevaré, por lo menos uno, hasta que me pueda 
venir a estudiar a Carora.
-Tiene que venirse lo antes posible. Usted tiene un gran porvenir en la música, pero 
no tocando bailes y fiestas en La Otra Banda. No sólo tiene que venirse para Carora, sino 
que de aquí también tiene que irse a estudiar a una verdadera escuela de música. 
-Todos los días pienso en venirme para Carora. Tal vez me quede definitivamente 
en el próximo viaje. Voy al Salón de Lectura a leer Cantaclaro y a ver qué libro importante 
me pueden dar prestado. 
En la Biblioteca de la ciudad, Alirio se sentía en contacto con un mundo distinto al 
de su aldea nativa. Lo invadía una ansiedad irrefrenable por la lectura, por adquirir nuevos 
conocimientos. Le gustaría quedarse por muchas horas revisando y leyendo libros y 
periódicos, pero tenía que regresar a La Candelaria. Una vez en su villorrio, leía 
alumbrándose con una vela, hasta altas horas de la noche. 
-Alirio, ya es muy tarde. Tienes que dormir, ya va a llegar la hora de ordeñar las 
cabras y comenzar un nuevo día de trabajo –le decía su padre cuando observaba que se 
acercaba el alba. 
Al día siguiente volvía al duro y rutinario trabajo del campo, pero se las arreglaba 
para ganarle tiempo a esa actividad y dedicarse a leer. La colección de almanaques de Ross 
y de Bristol le permitió informarse de importantes hechos históricos, geográficos, artísticos 
y culturales en general. En ellos vio por primera vez un mapa de Europa, de cuyas 
naciones y ciudades principales se formó una idea muy vaga, muy difusa, pero lo 
suficientemente excitante para viajar con el pensamiento. Atravesar el puente sobre el río 
Morere en dirección a Carora le producía una gran alegría. Hacerlo en dirección contraria 
y enfrentar la soledad no sólo le generaba una gran tristeza, sino también profundas 
reflexiones adolescentes. ¿Por qué algunos nacerán en estas playas, en estos caseríos 
desolados y otros nacen en grandes ciudades? ¿Cómo irse de aquí sin afectar a la familia? 
No sé, pero tengo que irme. Regresaré cuando sea un hombre independiente y sobre todo 
un músico, a visitar a mi familia y a tocar con todos los músicos de La Candelaria y La 
Otra Banda. ¿Podrá uno, nacido en estos montes, llegar a ser con don Chío Zubillaga? 
Cuando todo parecía indicar que sus reflexiones, a los 14 años de edad, lo llevarían 
a tomar la decisión de abandonar su aldea nativa, fue atacado por un fuerte dolor de oído, 
que lo afectaba tanto material como espiritualmente. El dolor físico y el trauma de no 
poder oír música eran inseparables. Su familia acudió a todas las curas caseras: agua tibia, 
agua bendita o “divina”, manteca de iguana, de gallina y de alcarabán, pero todo resultó 
inútil, hasta que llegó Modesta Rodríguez, vecina y amiga de los Díaz, que recién había 
dado a luz un niño, cuyo llanto adquiría por momentos el sonido de una canción 
incomprensible. 
-Yo tengo la cura. Unas cuantas gotas de leche de uno de mis pechos en el oído de 
Alirio –expresó.
Alirio fue sujetado como con una camisa de fuerza y colocado en las piernas de 
Modesta Rodríguez. Ésta apretó su pezón izquierdo con una gran ternura, cantando 
“Duérmete mi Niño” y vertió varias gotas de su leche en el oído que lo atormentaba. 
Cuando sintió que un líquido tibio caía en su oído, gritó con todas sus fuerzas y trató de 
escaparse, pero fue controlado por sus padres y hermanos mayores que lo agarraban por 
los brazos y las piernas. No había transcurrido un minuto cuando dejó de gritar y todos 
notaron que su rostro cambiaba notablemente, como quien experimenta un placentero y 
esperado alivio. Cuando volvió el silencio a todos los rincones de la casa y la alegría a toda 
la familia, Alirio se sentó en las piernas de Modesta, feliz y contento. Ésta guardó su seno 
robusto, todavía cargado de leche y luego comentó: 
-Recuerden que mi hermana Alejandrina amamantó a Alirio cuando su madre no 
podía hacerlo. Por la leche de las hermanas Rodríguez, Alirio vivirá muchos años y no será 
raquítico ni sordo. 
Todos celebraron la ocurrencia de Modesta Rodríguez. Alirio volvió a tocar la 
guitarra, a las labranzas del conuco de su padre y a cuidar los animales domésticos que 
alimentaban de leche y carne a la familia. También volvieron sus cavilaciones. Si vuelvo a 
sufrir de mis oídos a lo mejor no puedo estudiar música. Y si me quedo aquí no podré 
nunca ser como don Chío Zubillaga. Si todos mis hermanos se han marchado, ¿por qué me 
voy a quedar yo? Mi padre estimuló a todos mis hermanos para que salieran de La 
Candelaria, ¿por qué a mí no me ha dicho nada? Yo tengo que tomar mi propia decisión. 
Le comunicó a todos sus compañeros, a sus familiares más cercanos y a su maestra 
Adela Virginia Riera, el estado espiritual que confrontaba. Su resolución de abandonar la 
aldea, la incertidumbre que le creaba la conducta de su padre con relación a sus otros 
hermanos y su condición de menor de edad. 
-Tienes que irte, Alirio, a continuar tus estudios en Carora y abrirte un provenir en 
tu futuro –le expresó su maestra. 
Todos los familiares y amigos a quienes consultó, lo exhortaban para que se fuera 
para Carora, pero faltaba la opinión de sus padres. Le escribió a su hermano Fulvio, para 
que éste se lo planteara a su padre. 
Fulvio le escribió: 
-Estudia la posibilidad de enviar a Alirio a estudiar a Carora, porque en el futuro 
puede convertirse en un hombre útil para los suyos, para la Patria y para sí mismo. 
El padre de Alirio no le contestó a Fulvio y asumió una actitud indiferente. Los días 
transcurrían interminables, hasta que comenzó a planear cómo fugarse. Tenía 15 años. Para 
no sorprender ni afectar sentimentalmente a su madre, resolvió comunicárselo. 
-Mamá, todos mis hermanos mayores están en Carora, yo estoy dispuesto a irme a 
estudiar y necesito que me ayudes.
-Díselo a Pompilio. 
Alirio se creyó perdido en sus planes. Sin embargo, ni su madre ni él le 
comunicaron la decisión al padre, más por temor que por convicción de que don Pompilio 
Díaz se opusiera a la independencia del último hijo varón que no había abandonado el 
hogar, tal como era la costumbre, porque tarde o temprano ello resultaba inevitable. 
Alirio leyó en El Diario de Carora un anuncio oficial en el que se informaba que la 
Presidencia del Estado Lara estaba otorgando becas de estudios para niños y jóvenes 
pobres. En ese anuncio, pensó, estaba la solución de mi problema económico, para 
proseguir estudios. 
En la madrugada salió sigilosamente de su casa, con una caja de cartón en el 
hombro, en la que llevaba sus pocos útiles personales. Cuando había caminado 
aproximadamente un kilómetro lo alcanzó un autobús conducido por Ezequiel Nieves, a 
quien conocía desde muy pequeño porque hacía la ruta diaria, esta vez a la inversa, La 
Mamita-San Francisco-La Candelaria- Carora. Nieves lo invitó a subir a su vehículo, lo 
llevó hasta Carora y no le cobró. Ese día, pensó, había saltado la talanquera.
UNA PROMESA NACIONAL E INTERNACIONAL 
Antonio Lauro. 
Rodrigo fue a despedirse de Manuel Herrera, a quien consideraba su mejor amigo, 
compañero de inquietudes musicales y de románticas serenatas en las barriadas caroreñas. 
Cuando le notificó su decisión de viajar a Barquisimeto, Manuel lo felicitó y le preguntó: 
-¿Cuándo te vas? 
-Hoy mismo –respondió Rodrigo. 
-No te puedes ir hoy, te necesito esta noche. Tienes mucho tiempo para hacerte un 
guitarrista famoso y a lo mejor no puedes volver pronto a Carora. Me tienes que 
acompañar esta noche a llevarle una serenata a una muchacha muy linda, que me tiene 
trastornado, como dicen, con la empalizada en el suelo. 
Rodrigo pensó en la situación económica que atravesaba y en la urgencia de 
trabajar para ayudar a su familia. Pero imposible abandonar a su mejor amigo, a quien por 
primera vez lo veía locamente enamorado. 
-De acuerdo, Manuel. Te acompaño esta noche y con eso aprovecho para 
despedirme de una amiga mía, que no es mi novia, pero estoy seguro de que si me quedara, 
reventaría mis cuerdas vocales y las cuerdas de tu guitarra al pie de su ventana, hasta 
conquistarla. Me iré mañana muy temprano. 
Esa noche cantaron hasta el amanecer. Rodrigo percibió que realmente su amigo 
estaba atrapado. Para que no me pase lo mismo, mejor me voy para Barquisimeto, pensó. 
Además, limpio y desempleado, lo urgente es conseguir trabajo y después buscar la novia. 
-Hasta aquí te acompaño, Manuel –le expresó a eso de las 5 de la mañana. 
Juntos caminaron a buscar la maleta, un pequeño bolso, con unos pocos útiles 
personales, para un viaje sin retorno inmediato. Frente a la casa donde se editaba El Diario, 
se abrazaron y se despidieron. Rodrigo caminó hacia las afueras de Carora, a esperar un
autobús que cada 2 ó 3 días venía de Maracaibo, la ciudad más importante del occidente 
del país, que se dirigía hacia Caracas, la capital, vía Barquisimeto. Cuando apareció a su 
vista, Rodrigo le hizo señas para que se detuviera. “Expresos de Occidente”, leyó en la 
parte alta del autobús. El viaje duró 2 días, el bus se atascaba en pantanos y quebradas que 
servían de carretera y los pasajeros tenían que salir a empujarlo y sacarlo del atascadero. 
La creciente peligrosa de una quebrada obligó al conductor a pernoctar una noche en la 
orilla norte, muy cerca de una casona campesina, con su corral de chivos, habitada por una 
familia amabilísima que les ofrecía café y algunos panes caseros. En el corredor de entrada 
colgaba una guitarra que apenas se veía iluminada por una pequeña vela. Rodrigo tocó 
hasta que amainó la corriente y el conductor gritó: 
-Todos al autobús, que ya nos vamos. 
En Barquisimeto se encontró con la mala noticia de que Paulino Aldazoro había 
decidido regresarse a Carora y estaba empacando sus útiles de trabajo; no había encontrado 
condiciones favorables para su negocio. Cuando Rodrigo lo visitó lo invitó para que se 
regresaran. 
-Esta ciudad es intolerable. Nada como Carora, Rodrigo. Mejor es que nos 
regresemos. Piénsalo bien y mañana mismo nos regresamos. 
-Yo no me regreso, don Paulino. 
-Está bien. Te deseo suerte. Tú eres un muchacho y a lo mejor encuentras un buen 
camino hacia el éxito. 
Si don Paulino viene de fracasar en Carora y también naufraga en Barquisimeto, 
pensó Rodrigo, cuando regrese a Carora lo más probable es que se arruine. Por eso y 
porque aquí tengo otras oportunidades, debo quedarme. 
Deambuló por varias calles de Barquisimeto trabajando a destajo en varias 
zapaterías y conociendo la ciudad. En esas caminatas llegó hasta Radio Barquisimeto y 
oyó que estaban transmitiendo un programa denominado “La Hora de los Aficionados”. 
Entró al estudio y al observar que una guitarra estaba sobre una silla de cuero, le hizo 
señas al locutor como indicándole que él sabía tocarla. El locutor expresó de inmediato: 
-Y ahora una nueva sorpresa. Como todos los días en este programa descubrimos 
potenciales artistas. Pase adelante, joven. 
Rodrigo tomó la guitarra en sus manos y la afinó en segundos. Caminó hacia donde 
estaba el locutor y éste le preguntó: 
-¿Cómo se llama usted? 
-Rodrigo.
-Bienvenido, Rodrigo a éste, el mejor programa que se transmite por la radio en 
todo el occidente del país. ¿Y sabe tocar? 
-Sí, señor. 
-Vamos a tener el honor de oír a un nuevo descubrimiento de la música popular. ¿Y 
usted, señorita, qué va a cantar? 
-Yo voy a cantar “Triste zas” 
-Muy bien. Pero primero díganos su nombre, señorita. 
-María Angelina. 
-Muy bien, María Angelina. Vamos a oír la voz de una futura estrella de la radio y 
de la canción romántica. “Tristezas”, “Tristezas”, un vals del maestro Fortunato 
Castellano. Le acompaña, Rodrigo. Esto es música de autores larenses, música de esta 
tierra. Adelante, estudios. El micrófono es suyo, señorita. 
Rodrigo acompañó a María Angelina y al finalizar recibieron grandes y 
prolongados aplausos. Cuando se retiraban y se acercaban otros aficionados a cantar, el 
locutor le dijo: 
-No se retire, Rodrigo. ¿Usted es capaz de acompañar al próximo aficionado, a esta 
bella muchacha que nos acerca? 
-Sí. A todos los que usted quiera –respondió Rodrigo. 
-Magnífico, Rodrigo. 
Acompañó a varios aficionados que se presentaron y al final le pagaron 2 bolívares. 
El locutor se le volvió a acercar, lo tomó por un brazo y le expresó: 
-Quedas contratado para mis próximos programas. 
Al salir de los estudios de Radio Barquisimeto, se le presentaron Rubén Riera y 
Teódulo Alvarado, quienes formaban un dueto denominado “Los Hermanos Riera” e 
impresionados por la maestría de Rodrigo en el manejo de la guitarra, lo invitaron a que se 
incorporara y formaran un trío. 
-Desde hoy mismo cuenten conmigo, aunque yo no tengo guitarra –respondió 
Rodrigo. 
-No importa, te conseguiremos una prestada –le dijo Rubén. 
-¿Y cómo lo llamaremos? –preguntó Rodrigo. 
-El Trío los Hermanos Riera.
Rodrigo comenzó a tocar con el nuevo Trío en la radio La Voz de Lara, la más 
importante de la época en la ciudad, sin dejar de asistir a Radio Barquisimeto a acompañar 
a algunos aficionados que se presentaban, buscando escalar el estrellato de la canción 
popular. Se encontró nuevamente con María Angelina y le pidió al director del programa 
que le diera una nueva oportunidad. La acompañó con la guitarra y cuando volvió a cantar 
“Tristezas” le hizo el dúo. A la salida de la radio le expresó: 
-Si me das tu dirección te llevo una serenata esta noche. 
-Me encantaría recibirte en mi casa, mi familia está de viaje y cantaremos tú y yo, 
sólo para nosotros, no para el público. 
Rodrigo buscó a los a los otros miembros del Trío los Hermanos Riera y los 
conminó a que lo acompañaran. “Hoy por mí y mañana por ti” era el lenguaje clave de los 
serenateros del momento. A las 5 de la mañana el Trío de guitarristas y cantores populares 
armonizaban sus voces al pie de la ventana del primer amor juvenil del niño prodigio de 
Barrio Nuevo que se había propuesto conquistar los más importantes escenarios de la 
farándula radial. María Angelina oyó con pasión y devoción al acompañante de sus 
canciones románticas y luego lo invitó a pasar al interior de su vivienda. Los otros dos 
integrantes del Trío entendieron que hoy era la noche de Rodrigo, tocaron y cantaron 
“Despedida” una canción con letra de uno de ellos y música del otro, con la seguridad de 
que a Rodrigo le correspondería cantarla y tocarla cuando alguno de ellos tentara el 
corazón de alguna aficionada. 
En Radio Barquisimeto conoció a los hermanos Hermógenes y Rafael Gómez, 
quienes formaban un dueto famoso de la radio y la canción romántica. Con ellos alternó en 
diversas oportunidades, que le permitieron ir conociendo el medio musical barquisimetano. 
También alternaría con ellos en la vida bohemia de la juventud larense. 
Atento a todas las actividades artísticas que se realizaban en Barquisimeto, leyó en 
el periódico El Impulso que en el Cine Arenas se realizaría un concurso de tangos en 
homenaje a Carlos Gardel, al que podían presentarse todos los aficionados que lo 
quisieran, frente a un jurado que otorgaría un premio metálico al que mejor interpretase 
con la guitarra y cantase un tango. 
-Rubén, préstame tu guitarra que voy a participar en este concurso –le dijo a su 
compañero del Trío los Hermanos Riera, mostrándole el aviso publicado en el periódico. 
-Mi guitarra es tuya, Rodrigo, y que tengas suerte. 
Rodrigo se dirigió al Cine Arenas y se incorporó a una larga cola de aficionados 
que esperan su turno. Cuando le tocó a él, quien hacía de animador del concurso, le 
preguntó: 
-¿Qué va a cantar, usted?
-“Golondrina”. 
-¿Y quién lo acompañará? 
-Yo mismo. 
Al finalizar su improvisada interpretación, recibió grandes y prolongados aplausos 
que lo emocionaron profundamente. Esperaba el veredicto con un gran interés, sobre todo 
por el valor económico del premio, por la difícil que era obtener regulares ingresos 
tocando y cantando en la radio. 
Cuando cantó el último de los aficionados, el animador anunció que el jurado se iba 
a reunir para emitir el veredicto. El silencio se apoderó de la sala del Cine Arenas. A los 
pocos minutos apareció el monitor del evento y expresó: 
-Señoras y señores, el jurado ha decidido por unanimidad otorgar el primer premio 
a Rodrigo Riera, quien tocó y cantó el tango “Golondrina”. El premio consiste en 5 
bolívares en efectivo y un ticket por un mes para entrada gratis al Cine Arenas. 
Rodrigo continuó interviniendo como acompañante de la mayoría de los 
aficionados que se presentaban en Radio Barquisimeto, hasta que la directiva de la propia 
emisora lo contrató como acompañante de todos los profesionales de la canción popular, 
nacional e internacional, invitados para actuar en programas especiales de dicha radio. En 
el tiempo que estuvo contratado como la guitarra oficial de la emisora, acompañó a artistas 
como Lorenzo Herrera, Tito Guizar, El Charro Gil, Lorenzo Barcelata y Pedro Salas. Entre 
los más famosos de América Latina, conoció y acompañó a Libertad Lamarque. 
Con la presencia de Rodrigo, el Trío Hermanos Riera adquirió muy rápidamente 
fama nacional. A los pocos meses de estar actuando en La Voz de Lara, fue invitado para 
participar en numerosas radios y teatros improvisados del país. El prestigio alcanzado en 
poco tiempo los colocó en la cúspide de la farándula radial venezolana. Ángel J. Fuguet, 
poeta y músico popular de renombre en ese medio artístico de la nación, después de oírlos 
actuar, se convirtió en promotor de dicho Trío y los invitó a presentarse en Radio Caracas, 
la primera y principal de Venezuela. 
En Caracas conoció Antonio Lauro, concertista de la guitarra y compositor, 
profesor de la Escuela Superior de Música “José Ángel Lamas”, quien al oírlo tocar, 
consideró que estaba en presencia de un potencial guitarrista clásico, si realizaba estudios 
especializados. 
-Usted debe estudiar en la Escuela Superior de Música. Creo que usted tiene un 
oído absoluto, lo cual le garantiza éxito en los estudios de la guitarra clásica –le expresó al 
terminar un programa de música popular en Radio Caracas, con la participación del Trío 
de los Hermanos Riera.
-Muchas gracias, maestro, pero tengo un contrato para participar en un programa en 
Ondas del Lago de Maracaibo y debo viajar muy pronto a esa ciudad. 
El Director de la emisora Ondas del Lago había oído tocar al Trío y les hizo una 
oferta bastante halagüeña en comparación con lo que ganaban en Caracas. Rodrigo no le 
informó a Lauro que la verdadera causa para irse para Maracaibo era el apremio 
económico que atravesaban todos, porque los éxitos que obtenían en Radio Caracas y en 
otras emisoras en las que él actuaba como acompañante o como cantante, no se 
correspondían con sus ingresos. 
-De todas maneras, tome esta tarjeta para el Profesor Raúl Borges, quien dicta la 
cátedra de guitarra. Cuando usted lo decida se la presenta, le aseguro que lo atenderá muy 
bien –le expresó Antonio Lauro, antes de despedirse muy bien impresionado por el 
virtuosismo de Rodrigo en la ejecución de la guitarra. 
-De nuevo, maestro, muchas gracias, cuando termine el contrato en Maracaibo me 
vendré a estudiar con el Profesor Borges –le contestó Rodrigó y tomó la tarjeta y la guardó 
en uno de los bolsillos de su paltó. 
Deambuló algunos días por las calles de Caracas, conociéndola y tratando de 
desentrañar las características de la ciudad. No le encontró parecido alguno con Buenos 
Aires o Ciudad de México, tal como se la había imaginado, cuando estas últimas aparecían 
en la pantalla del cine Salamanca en su ciudad natal. Apenas los nuevos edificios de la 
Urbanización El Silencio le dieron una cercana idea de gran metrópoli. Las calles de 
Caracas le parecieron mejor cuidadas que las de Carora, pero no encontró las amplias 
avenidas que exhibían en el cine las grandes capitales de Argentina y de México. Cuando 
caminaba por los alrededores de El Silencio, una joven escotada hasta la mitad de los 
senos, desde la ventana de una antigua casona le hizo señas para que se detuviera y entrara 
al prostíbulo. Rodrigo concibió la conducta de una prostituta, y pensó: Tantas muchachas 
bellas que van a la radio no pueden ser cambiadas por una prostituta. Y siguió su camino. 
Al día siguiente viajó a Maracaibo con sus compañeros del Trío Los Hermanos 
Riera. En la radio Ondas del Lago tuvieron un éxito total, tocando pasillos larenses y 
música venezolana en general. Después de varios meses de actuación, recibiendo todos los 
aplausos posibles de un público popular delirante, Rodrigo percibió que el repertorio de 
canciones populares que ejecutaban, aunque recibían el respaldo del pueblo marabino, se 
hacía repetitivo y consideraba necesario introducir algunas modificaciones. Invitó a sus 
compañeros a analizar el momento que atravesaban y les planteó: 
-Creo que es necesario ensayar nuevas composiciones, noto que no progresamos, 
que la calidad artística disminuye y requerimos un mayor nivel de actuación. 
-Yo creo que la música que tocamos le gusta a la mayoría que nos escucha – 
respondió Rubén Riera.
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Duelo entre "Dos Gigantes" Pablo Ruiz Picasso y Antonio Machado

  • 1. JUAN PÁEZ ÁVILA DOS GUITARRAS DE CARORA Y DEL MUNDO UNIVERSIDAD CENTROCCIDENTAL “LISANDRO ALVARADO” DIRECCIÓN DE CULTURA BARQUISIMETO, VENEZUELA
  • 2. DOS GUITARRAS (De Carora y del Mundo) Primera Edición: Fondo Editorial FUNDARTE Caracas 1988 Segunda Edición: Publicaciones de la Dirección de Cultura de la Universidad Centroccidental “Lisandro Alvarado”. Barquisimeto, Venezuela. Apartado Postal: 3001 Teléfono y fax: 0251-2591431 y 0251-2591409 Barquisimeto 2001 - 2002 Diseño de la Portada: Dr. Marco Tulio Mendoza Raquel Méndez Retratos de la Portada de los Maestros Rodrigo Riera y Alirio Díaz constituyen fragmentos del Mural de 20 mts2 “Crisol y Fragua de la Cultura Venezolana”, elaborado por el Artista Plástico Jorge Arteaga, ubicado en la Dirección de Cultura de la U.C.L.A.
  • 3. “Sólo hay una cosa más bella que una guitarra: Dos guitarras” Federico Chopin
  • 4. EL CINE COMO ESCUELA DE MÚSICA CUANDO RODRIGO –después de limpiarle los zapatos a José Herrera Oropeza, Director del Diario de Carora- se disponía abandonar la Sala de Redacción del periódico, vio una guitarra colgada en la parte alta de la pared, recordó que la noche anterior había oído tocar en el cine Salamanca, un vals titulado “Bajo los Puentes del Viejo París”, y pensó que podía tocarlo de memoria. Emocionado se dirigió al periodista que siempre le daba un tratamiento paternalista y amigable: -Don José. ¿Esa guitarra está afinada? -No creo. Esa guitarra es de Josefina, mi hija, que decidió hacerse monja e ingresó al Convento del Santísimo de la Trinidad. Tiene mucho tiempo colgada en esa pared, como un gran recuerdo de la familia. Cuando veo la guitarra, me viene a la mente su imagen, tratando de alegrar nuestra casa tocando y cantando canciones que aprendía en la Iglesia. La música sacra y la fe en Dios se la llevaron. Nadie ha vuelto a tocar su guitarra. -Empréstemela, don José. -¿Y tú sabes tocar guitarra? -Sí, don José. Ché Herrera dudó, pero luego pensó que alguien podría por lo menos rasgar sus cuerdas, si no afinarla; la descolgó y la puso en manos de Rodrigo. La duda le había surgido, porque Rodrigo era un niño muy pequeño, que todos los días caminaba con dificultad desde Barrio Nuevo hasta el centro de la ciudad. Tenía siete años y la punta de los pies metida hacia adentro. Un pie tenía que pasar por el encima del otro. De su mano derecha colgaba un cajoncito de madera, en cuyo interior llevaba dos cajas de pintura o betún para limpiar zapatos, una negra y una marrón, un viejo cepillo dental y una tira de trapo pintada de negro por un lado y marrón por el otro. Ese día, cuando llegaba a las primeras casas de la Calle San Juan oyó el ruido de las máquinas que imprimían El Diario de Carora, periódico fundado por José Herrera Oropeza, periodista y poeta, quien cuando alcanzaba cierta solvencia económica en el comercio, con Cecilio Zubillaga Perera como editorialista, creó una escuela para estimular y orientar a todos aquellos jóvenes que se acercaban a la Sala de Redacción o al “Cuarto-biblioteca” de don Chío, y revelaban algunos rasgos incipientes de inteligencia, en esa pequeña ciudad. Rodrigo se sacudió las alpargatas y entró a un zaguán con piso de granito, tocó el anteportón y el propio Ché Herrera lo vio por una ventanilla, le abrió la puerta y lo hizo pasar al interior de su casa, una pequeña habitación donde se redactaba y corregía el periódico. Le colocó la mano derecha en el hombro y le dijo:
  • 5. -Esta es tu casa, pero límpiame bien los zapatos, que hoy te voy a pagar 2 bolívares. Una cantidad de dinero nunca vista por Rodrigo quien cobraba por cada limpiada de zapatos, una locha, equivalente a 12,5 centavos de bolívar. Mientras Rodrigo le pulía los zapatos, Ché Herrera leía la última página de galera correspondiente a la próxima edición de El Diario. -Don José, se puede mirar en los zapatos como si fuera en un espejo –le expresó Rodrigo, plenamente satisfecho al final de su jornada infantil, que lo enaltecía y lo convertía en un productor de dinero para su modesta, pero digna familia. José Herrera Oropeza sonrió y le extendió los 2 bolívares. Fue en ese preciso momento cuando Rodrigo volteó y vio la guitarra. Hijo del sonido y del amor, hijo de Juancho Querales, Director de la Escuela de Música que existía en Barrio Nuevo, miembro de la Banda Lara y otras agrupaciones musicales de Carora, nunca recibió clases de su padre, pero educó su oído al ritmo de los sonidos de la naturaleza que lo rodeaba y de las cuerdas de las guitarras, con los que diferentes músicos populares inundaban la atmósfera y las calles de la barriada. A la Escuela de su padre asistían casi todos los niños de su barrio que tenían alguna inclinación por la música, incluso algunos jóvenes de otros sectores de la ciudad, excepto el niño Rodrigo quien tenía que recorrer las calles de Carora vendiendo empanadas, limpiando zapatos y pregonando periódicos como el que dirigía Ché Herrera, para contribuir con el módico presupuesto familiar Su contacto con la cultura musical lo lograba el niño trabajador, cuando podía comprar una entrada al cine Salamanca, donde oía tocar a muchos artistas de reconocida fama internacional. No conocía la diferencia entre una y otra nota musical, ni el significado de las mismas. No había recibido lección alguna de Teoría y Solfeo, cuando tuvo en sus manos la guitarra de Josefina Herrera y comenzó a tocar el vals en do mayor titulado “Bajo los Puentes del Viejo París”, un arreglo para orquesta y no para guitarra, que produjo una extraordinaria conmoción espiritual en el poeta José Herrera Oropeza, quien puso de lado las galeras que corregía e hizo llamar a Cecilio Zubillaga Perera. -Manuel, dile a Chío que venga inmediatamente para que oiga tocar a un niño prodigio de Barrio Nuevo –le pidió a su hijo. Manuel Herrera Oropeza era también un niño, aunque un poco mayor que Rodrigo, aficionado a la guitarra y a la bohemia, en lo cual haría carrera infinita al lado del niño virtuoso del barrio musical de Carora, se sumó al grupo. Después de tocar y cantar con Manuel Herrera varias canciones populares y románticas, en medio de la estupefacción de los presentes, Rodrigo agarró su cajón de betunero y se dispuso a dirigirse hacia Barrio Nuevo. La guitarra de una monja que decidió entregar su vida al servicio de los pobres por mandato divino de su Ser Supremo, sería por mucho tiempo el único instrumento musical al cual podría abrazarse y rasgar sus cuerdas para alegría de la familia Herrera Oropeza, durante su infancia, y del mundo cultural que
  • 6. recorrería a lo largo de su carrera artística. Antes de abandonar la redacción del periódico, Ché Herrera se le acercó y le dijo: -Estás invitado para el próximo domingo y para todos los domingos, mientras yo viva, a almorzar y a tocar en esta casa. Mientras la diminuta figura de Rodrigo se dirigía hacia la quebrada que divide a Carora de Barrio Nuevo, por una calle de tierra que lo internaba en su mundo sonoro y aleccionador, Chío Zubillaga le comentó a Ché Herrera: -Afortunadamente han cesado las guerras civiles que no sólo destruyeron nuestra riqueza material, si no que también frustraron grandes y precoces inteligencias de numerosos hombres y mujeres de Venezuela, incluyendo niños como Rodrigo. Barrio Nuevo que fue el refugio de los caudillos del Partido Liberal Amarillo, ahora es una barriada musical. Los caudillos liberales lo abandonaron, sus simpatizantes se mantienen fieles a sus ideas y a los pocos principios, que a través del tiempo pregonaron sus más destacados representantes, pero su acción está quebrantada, al extremo de reducirlo todo a los pasos silenciosos del vecindario, al murmullo protegido por las paredes de barro, por la prudencia de los gestos, por la combinación artística de los sonidos. -El recuerdo de otros tiempos –respondió Ché Herrera- cuando los cohetes anunciaban la disposición de los jefes liberales de atravesar la quebrada que los dividía de la ciudad, si no podemos olvidarlo, debemos rescatarlo como la gran tragedia humana que nos retrasó por más de un siglo de civilización, lo cual nos obliga a educar a nuestros menores en las artes de la paz y no de la guerra. Chío Zubillaga y Ché Herrera dialogaban con frecuencia sobre el contexto socio-cultural que les tocó vivir. Encontraron en el periodismo cultural la vía para eludir la represión de la tiranía del General Juan Vicente Gómez y la forma de expresar su solidaridad con la inteligencia de su pequeña ciudad. La precocidad artística de un niño como Rodrigo les impresionaba y tratarían por diferentes medios de contribuir a su educación e impulsarlos a salir de una pequeña ciudad cuyos valores culturales estaban cercados por la ignorancia de los jefes civiles de la satrapía. -Pero es que ni siquiera hay formas de educarse –mi querido Ché. El último mensaje Anual de Presidente, del Malhechor Juan Vicente Gómez, habla de todo menos de educación y cultura. Ese muchacho –Rodrigo- si quiere ser algo en este mundo tendrá que irse de este pueblo, de este país. Vamos a tratar de estimularlo y ayudarlo a que alcance una mejor formación. La tertulia política y literaria que Chío Zubillaga y Ché Herrera realizaban casi a diario en la Redacción del periódico o el “Cuarto-biblioteca” del primero, era frecuentada por un pequeño número de jóvenes con inquietudes intelectuales, que buscaban orientación y apoyo de quienes eran considerados grandes maestros de su tiempo. A esa tertulia
  • 7. asistiría el niño Rodrigo, no a participar en el intercambio de ideas, sino a oír, a aprender y al final de la misma a deleitar con su genio musical a únicos personajes de la ciudad capaces de comprenderlo. -En ese Mensaje –comentó Ché Herrera- se destaca el reino de la paz interna como consecuencia de la eliminación de los caudillos y la clausura de los partidos políticos, pero no se informa que los principales líderes políticos del país están encarcelados, que se han instaurado cámaras de tortura y que se ha asesinado a los más intransigentes y heroicos en el enfrentamiento a la dictadura. -Yo pienso que en un país en el que el 80% de la población es analfabeta –expresó finalmente Chío- un muchacho como Rodrigo está casi condenado a pasar toda su vida tocando en los bailes y francachelas, que ahora montan tanto los godos como los liberales ricos. Como su padre, Juancho Querales, que vive de lo poco que cobra por los bailes que ameniza su conjunto musical, de las colaboraciones de algunos amigos, a quienes enseña y acompaña en serenatas y actos festivos de Carora y sus alrededores. -Sin embargo –interrumpió Ché Herrera- músico por los cuatro costados, conquistó todas las mujeres bellas que se detuvieron a oírlo y admirarlo. Las privaciones económicas de Juancho Querales sólo eran superadas por una entrega total al arte musical y a la acumulación de una gran riqueza espiritual, extraída de la conversación periódica con el periodista Cecilio Zubillaga Perera, quien le visitaba todos los días. Lo oía hablar de historia, filosofía, política, literatura y de música, especialmente de Beethoven, a quien el humanista caroreño estudiaba y escuchaba unas tras otra sus sinfonías, durante horas. Melómano exquisito iba también a oír tocar a Juancho Querales, maestro de la guitarra y cantor popular por excelencia de su barrio, cuya casa era el centro cultural de la barriada. En la casa No. 14-10 de la calle San Francisco se detuvo durante amaneceres infinitos, a cantarle al pie de la ventana a una muchacha encantadora del barrio, a Paula Riera, quien sería la madre de Rodrigo y de cinco vástagos más, hijos del amor juvenil y de una excepcional combinación de sonidos de las cuerdas de su guitarra. Rodrigo no pudo asistir a la escuela de música ni a la escuela primaria. A la primera, porque el peso de una cultura semi-feudal que caracterizaba las relaciones de la familia de la época, no permitió que entre el padre y el hijo se estableciera una diálogo estimulante y creador que abriera cauce al proceso enseñanza-aprendizaje, y tal vez porque Rodrigo tuvo que trabajar desde muy niño y evadió someterse a una doble autoridad paterna. Y a la segunda no asistió porque sencillamente no existía en el barrio. Nacido con un defecto físico en los pies, que aparentemente le dificultaba desplazarse con normalidad de un lugar a otro, cuando salió a jugar con compañeros de la barriada y algunos de éstos trataron de aprovecharse de su supuesta debilidad, fueron rápidamente persuadidos de sus erróneas apreciaciones, por la fuerza muscular de los brazos e incluso de las piernas del
  • 8. pequeño guitarrista. Sus primeros juguetes, los trompos, se los hizo él mismo, como lo tenían qué hacer todos los niños pobres de la ciudad. Un día, muy temprano, antes de que el sol comenzara a sofocar la atmósfera de la mañana caroreña, sus compañeritos se sorprendieron cuando lo vieron clavetear varias tablas para construirse un cajoncito que le serviría de instrumento de trabajo, para dedicarse a limpiar zapatos. -Rodrigo, vamos a jugar –lo invitó uno de sus amiguitos. -No puedo, porque voy a trabajar. Todos sus compañeritos se rieron al no comprender por qué Rodrigo abandonaba a muy temprana edad los lugares donde todos se divertían con sus juegos infantiles. Lo saludaban con mucho afecto y hasta respeto, cuando lo veían pasar con el cajoncito en la mano y atravesar la quebrada que lo conducía hacia el centro de la ciudad, a realizar una jornada de trabajo, también prematura para su edad, pero necesaria para contribuir al sustento de su familia. Cuando regresaba con 2 bolívares en el bolsillo, que le había pagado Ché Herrera, pensaba en la fiesta que realizarían en su casa para celebrar el triunfo de su mano de obra infantil, en el lecho de la quebrada se le atravesó el guapo del barrio y lo increpó: -¿Cuánto ganaste hoy, Rodrigo? -2 bolívares -le contestó con franqueza y dispuesto a enfrentarlo. -¡Dámelos o te caigo a coñazos! Rodrigo largó el cajoncito de limpiabotas, se le fue encima y derribó a golpes a su contrincante. Cuando levantó el brazo derecho para rematarlo en el suelo, se lo agarró Vale Cayayo, un cantor popular que alegraba las noches del barrio con su voz y su cuatro. -¡Déjalo, Rodrigo, que ya aprenderá a respetarte! El guapo del barrio se levantó y se retiró cabizbajo. Rodrigo caminó con Vale Cayayo hacia su casa, donde fueron recibidos con vítores al niño que peleaba como un boxeador y al trasnochador y artífice del cuatro más oído en las noches insomnes de la barriada. Paula, su madre, tocó y cantó. Rubén, su hermano mayor, también tocó y cantó. Sus hermanas cantaron. Vale Cayayo tocó y cantó hasta emborracharse. Rodrigo lo oía con suma atención. Cuando aquél se retiró, tambaleando por la calle principal, pero aferrado a su cuatro, del cual extraía melancólicas composiciones populares, Rodrigo lo siguió a prudente distancia, para continuar oyéndole tocar, hasta que llegó al frente de la Escuela de Juancho Querales y se detuvo a oír a los alumnos de su padre. Después de varias horas siguiendo el ritmo de una música que se perdía en los callejones de la barriada, regresó a su casa donde todos continuaban tocando y cantando, hasta que comenzó a ausentarse la noche.
  • 9. La otra mañana Rodrigo sorprendió nuevamente a sus amigos que jugaban en las afueras de sus casas, cuando lo descubrieron claveteando otra tabla. Se le acercaron y uno de ellos le preguntó: -¿Qué haces, Rodrigo? -Una guitarra –respondió. Todos volvieron a reír a carcajadas, pero no se retiraron. Rodrigo colocó un clavo en cada extremo de la tabla y templó una cuerda de alambre muy fino, entre uno y otro clavo. Sus compañeritos lo miraban absortos, pensando en la imposibilidad de que pudiera extraerle algún sonido musical, menos una melodía. Rodrigo comenzó a tocar “Cachito Cachumba”, con algunas dificultades pero con indiscutible maestría. Sus compañeritos gritaban viva a Rodrigo y éste se retiró satisfecho hacia su casa, para hacer oír entre sus familiares, los sonidos de su improvisado invento. Cuando su hermano mayor, Rubén, lo oyó, le dijo: -¡Deja la bulla, Rodrigo! La vibración de esa cuerda es un simple ruido. -No es un ruido, sino que no se puede afinar. Suena como tu guitarra, que también está desafinada. Pásamela que yo te la afino –le respondió Rodrigo. En medio de la sorpresa de todos y las dudas de Rubén, que era guitarrista reconocido en el barrio, éste le extendió la guitarra y Rodrigo, después de precisar los ritmos musicales de sus cuerdas, se la devolvió afinada. -De hoy en adelante serás el afinador oficial de mi guitarra –le expresó Rubén, quien decidió invitarlo a las fiestas y a las serenatas que armonizaba con su guitarra y un pequeño conjunto musical que constituyó a los pocos meses, para que afinara su lira en el menor tiempo y con la mayor precisión posibles. En un barrio de músicos, no dejó de llamar la atención que un niño que no había asistido a la escuela, que no tenía maestro particular, pudiera afinar una guitarra con la rapidez y la exactitud de un verdadero artista. Veían como más natural que un niño aprendiera a nadar en la zona inundada del barrio y luego atravesara a nado el río Morere, que en época de lluvias rompía el dique de contención, anegaba las casas de Barrio Nuevo y de gran parte de Carora, y formaba grandes lagunas en las que Rodrigo también se destacaba chapaleando en el agua y ayudando a las familias afectadas a salvar sus utensilios y animales domésticos. Rodrigo formó parte de un grupo de muchachos que se reunían en la esquina denominada Japón, a tocar improvisadamente algunas composiciones que oían y aprendían de los mayores, que en otra esquina revelaban sus conocimientos adquiridos en la Escuela de Juancho Querales. Sus compañeros le pedían que les afinara sus guitarras y comenzaron a aprender música internacional que Rodrigo tocaba, después de ir al cine Salamanca a ver las películas del momento. En una de esas reuniones se le acercó su padre y le dijo:
  • 10. -Afíname ese cuatro. Rodrigo armonizó los sonidos de sus cuerdas e hilvanó algunos acordes musicales y le regresó el cuatro afinado. -Tienes oído musical –le expresó Juancho Querales y se marchó. Rodrigo también se marchó. Al otro día fue a El Diario a buscar 100 ejemplares para venderlos. Antes de salir a realizar su nuevo trabajo, José Herrera Oropeza se le acercó con la guitarra en las manos, rodeado de toda familia y de los trabajadores del periódico. Rodrigo entendió y tocó todas las composiciones populares que había oído la noche anterior en las calle de Barrio Nuevo. Luego salió a recorrer las calles principales de Carora gritando el titular de primera página: ¡Homenaje al maestro Ramón Pompilio Oropeza! ¡Vendo edición especial de El Diario! Tocaba las puertas de las viviendas donde siempre le compraban el periódico, cualesquiera de los que generalmente vendía. Cuando entró en el jardín de la casa de doña Carolina de Herrera y tocó el timbre, por la puerta lateral, reservada para la entrada del servicio doméstico, le salió un inmenso perro “San Bernardo”, cuyos ladridos le hizo soltar los periódicos y subirse hasta la parte alta de una ventana de hierro. Ante los ladridos del perro guardián, doña Carolina se asomó por la ventana y observó que Rodrigo estaba sobre su cabeza, en la parte superior de la reja que la protegía. Lo miró y le dijo: -Pero Rodrigo, no te preocupes, que ese perro es capao! -¡Perdone doña Carolina. Agarre su perro, que yo no le temo a sus cojones .sino a que me muerda! Entre risas y gritos al perro para que se retirara al interior de la casa, salió doña Carolina, bajó Rodrigo y entre ambos recogieron los periódicos diseminados por el suelo. Doña Carolina había leído en una edición anterior de El Diario que su pregonero era un prodigio de la guitarra, le dijo que ella no entendía mucho de música, pero su marido era un aficionado el violín y que le gustaría que lo oyera. El niño portento de la guitarra entró y fue recibido por don Flavio Herrera en el momento en que ejecutaba un solo de violín de un compositor desconocido. El novel guitarrista lo observó y oyó hasta el final. Don Flavio le preguntó qué le parecía su ejecución. -Usted es un gran violinista. Présteme una guitarra y yo le toco lo que acabo de oír. Don Flavio buscó su guitarra y se le entregó. Rodrigo tocó exactamente lo que improvisaba su nuevo anfitrión y luego ejecutó y cantó nuevas composiciones de su repertorio popular. Felicitado y aplaudido fue invitado a visitarlo cada vez que tuviera tiempo para cenar juntos y ensayar algunas composiciones para violín y guitarra. Rodrigo le contestó que volvería después de ir al cine y oír nuevas canciones.
  • 11. -Toma Rodrigo, el pago de la suscripción del mes. Y deja los periódicos entre los barrotes de la reja, pero no dejes dd venir a tocar con Flavio –le expresó doña Carolina. Le extendió varias monedas y lo despidió con afecto, que expresaba su sentido maternal. Rodrigo siguió su marcha hasta vender todos los periódicos. Por la tarde salió a vender empanadas. En la puerta del cine Salamanca se encontró con el dueño del local y le dijo: -Don Gonzalo, le cambio esta empanada, la última que me queda, por una entrada al cine. -Entra a ver la película y cómete tu empanada –le respondió Gonzalo González. En el Patio del cine se encontró con Manuel Herrera y juntos vieron la película, en la que cantaba y tocaba guitarra Tito Guizar. Lo oyeron en completo silencio. Cuando salieron a la calle le manifestó a Manuel: -Vamos a tu casa, que quiero tocar en la guitarra de Josefina, lo que estaba tocando Tito Guizar. Caminaron por la calle Bolívar hasta la Sala de Redacción de El Diario, recorrido que repetirían muchas veces, para hacer del cine una escuela y la Redacción del periódico una sala de ensayo musical. La casa estaba sola, la edición de El Diario había sido cerrada. Bajo la dirección de Rodrigo, los dos jóvenes tocaron y cantaron “Cielito Lindo”, “Méjico Lindo y Querido” y otras canciones del repertorio mejicano. Al terminar, Manuel le expresó a Rodrigo: -Mañana volvemos al cine. -Mañana no puedo, el dinero que gané hoy y el que me gane mañana se lo daré a mi mamá – le respondió Rodrigo. -Yo te invito mañana y tú me enseñas a tocar la guitarra. Rodrigo aceptó la proposición y se dispuso a retirarse. Manuel le acompañó hasta el portón de salida. En el camino, Rodrigo pensaba lo que tendría qué hacer para ir al cine todos los días, su única y verdadera escuela de música y de lenguaje, a través de grandes artistas internacionales. Le gustaría ser un hombre como Ché Herrera o Chío Zubillaga. Le gustaría viajar por el mundo que aparece en las películas. Tenía que trabajar y estudiar. Al llegar a su casa le expresó a su hermana mayor: -Carmen, quiero estudiar. Mañana vamos a la casa de Vicenta Pérez, para que me inscribas en su escuela. Yo venderé más periódicos, más empanadas y haré cualquier otro trabajo que buscaré pronto, para pagarle mis estudios. Vicenta Pérez no era maestra, no tenía ninguna escuela formal. Era una humilde señora del barrio, preocupada por la religión Católica, Apostólica y Romana y por las
  • 12. primeras letras, que enseñaba a leer y escribir a los niños y jóvenes pobres de Barrio Nuevo. En esa escuela fue inscrito Rodrigo. Por la mañana, antes de ir ala escuela, tenía que buscar ocho latas de agua en una pileta cercana al barrio, para el consumo familiar. El primer día de clase y durante todo el tiempo que estuvo asistiendo a su escuela, la maestra le ordenaba que moliera doce máquinas de maíz, antes de comenzar a enseñarle el alfabeto. Luego recibiría las primera lecciones en el libro de Alejandro Fuenmayor y después un segundo libro de Historia de Venezuela, hasta que compelido por la urgencia de realizar un trabajo más productivo, una vez dominadas las bases fundamentales de la lectura y la escritura, decidió hacerse zapatero, un oficio que aprendían los adultos de Carora, pero que él tendría que aprender y aprendió a los quince años.
  • 13. EL CANTO DE LOS PÁJAROS AFINAN EL OÍDO Alirio tenía 12 años cuando comenzó a explorar la vía de escape hacia el más allá y abrirse paso en un complejo mundo de sueños infantiles, frente a una dura realidad que le tocó
  • 14. vivir, con una guitarra a cuestas, desde La Candelaria, aldea de La Otra Banda, invadida por el viento que levantaba oleadas de polvo y obligaba a sus moradores a encerrarse en sus casas o emigrar hacia el Lago de Maracaibo, donde comenzaba la explotación petrolera, con una mejor oferta para el trabajo, para la vida y para la muerte. Otros buscaban conquistar el centro de la política y de la cultura, vía Carora y de allí al universo. A pie y calzando alpargatas, arreando un burro cargado con pieles de chivo para las curtiembres de Carora, con apenas 12 años de edad, después de atravesar 30 kilómetros que separan a su aldea nativa de aquella ciudad, bajo un sol estallante que calcina las piedras y los árboles en el semidesierto del Playón de Plumilla, arribó por primera vez al mundo cultural que promovían Cecilio Zubillaga Perera y José Herrera Oropeza. “Impresionado y azorado -por lo que veía por primera vez- conoció lo que era una ciudad de calles rectas y limpias, un río con su puente y una hermosa plaza urbana”. Se sintió en otra realidad, en otra dimensión humana, que lo atrapó en el momento, pero que le gustaría enfrentar, no sólo con la audacia de su imaginación, sino también con el coraje de un joven campesino dispuesto a formar parte de lo que aparecía ante sus ojos como el símbolo de una civilización desconocida, pero cuya imagen se la habían revelado algunos periódicos que esporádicamente llegaban a sus manos. Después de vender los cueros de chivo, embriagado por la ciudad decidió quedarse en la casa de su hermano Fulvio, donde conoció ese mismo día a Clímaco Chávez, luchador revolucionario, guitarrista y cantante popular, con quien estrecharía nexos de amistad entrañables y para toda la vida. Esa misma noche se fueron de serenatas, en las que Chávez, por su edad y por el dominio que ejercía sobre su guitarra, llevaba la primera voz y la primera opción entre las muchachas bellas de las barriadas de Carora. Alirio aprendía y se sentía, cada hora que pasaba, más atraído por la ciudad y sus circunstancias. Clímaco Chávez le habló, además, de la revolución en la Unión Soviética, de Chío Zubillaga y de su condición de obrero, que lo identificaba con el proletariado internacional. Alirio le manifestó: -Me gustaría conocer a Chío Zubillaga. -Quédate un día más, después de mi jornada de trabajo en la Tipografía de El Diario vamos a conocerlo. Es un gran revolucionario y amante de la música. Estoy seguro que le va gustar oírte, porque eres muy joven para lo bien que tocas –le contestó Chávez, cuando se despedían en la madrugada. -Sí, me quedaré y esperaré a que salgas de tu trabajo. Alirio contaba con la solidaridad absoluta de su hermano Fulvio, quien al conocer su decisión de quedarse para conocer a Chío Zubillaga le expresó su respaldo y su disposición a acompañarlo.
  • 15. -Mi vocación periodística y política se la debo a Chío Zubillaga. Soy un gran admirador de su pluma y de su combatividad –le dijo muy entusiasta, Fulvio, quien contribuiría mucho con su apoyo a decidir que Alirio regresara a Carora. Por la tarde se presentaron al “Cuarto-biblioteca” de Chío Zubillaga. En principio, éste no se sorprendió, conocía a Clímaco Chávez como un luchador social que difundía entre trabajadores de la ciudad y del campo su pensamiento revolucionario, que el propio Chío estimulaba entre los más jóvenes y combativos muchachos que le visitaban o leían. La primera impresión de Alirio frente a Chío Zubillaga fue de anonadamiento. Humilde como todo campesino y deseoso de aprender como toda gran inteligencia humana, fue sorprendido por un hombre corpulento, gesticulando y hablando con una gran precisión sobre los más diversos temas del momento, hasta descender a una conversación sencilla, para satisfacción y orientación de un joven de La otra Banda, que buscaba y necesitaba precisamente eso: la voz y el pensamiento de un maestro que lo estimulara a ser partícipe de una sociedad civilizada. -El ascenso de Adolfo Hitler al poder en Alemania es un gran peligro para la humanidad. Podemos estar cerca y ser víctimas de una de las más terribles y criminales dictaduras que hayan azotado Europa y amenacen a todo el globo –fue el comentario final que hizo Chío Zubillaga, después de oír una información por radio acerca del triunfo electoral del jefe del nazismo. Luego se dirigió a Clímaco Chávez y le expresó: -Tú debes ser familia de José Chávez, herrero y flautista de Barrio Nuevo, de quien escribí hace algún tiempo una nota que les voy a leer: Como flautista formaba parte de la Banda Filarmónica de Zacarías Gallardo. (En esa época había en Carora si no más afición, mayor interés por la música, capitel celeste de las bellas artes). No estábamos tocados entonces de excesiva abulia o de superficialidad, hasta el momento en que cayera nuestra música en el caso regresivo, que ha hecho notar nuestro compañero Isaías Ávila en las columnas de “El Yunque”. Al terminar la lectura, miró a los asistentes y preguntó: -¿Quién de ustedes va a tocar? -¡Alirio! –afirmó con voz ronca y categórica, Clímaco Chávez. Chío fijó su vista en el muchacho campesino, quien buscaba acomodarse en una silla de cuero para poder abarcar con sus brazos la guitarra de Clímaco Chávez. Una vez posesionado de su instrumento, tocó “Conticinio”, un vals de Laudelino Mejías y varias composiciones románticas que había aprendido entre sus familiares en La Candelaria. Chío captó su vena artística e hizo llamar a Ché Herrera para que lo oyera. Alirio volvió a tocar todo lo que constituía su repertorio de música popular, que provocaron el comentario entusiasta de Chío Zubillaga: -Ché, este es otro joven que debe salir de Carora.
  • 16. -Primero, de La Candelaria, porque Alirio se regresa mañana. Aunque a él lo que más le gusta es escribir –se adelantó Clímaco Chávez. -Escriba para El Diario -le dijo José Herrera Oropeza. -Está bien, Ché, pero este muchacho será un gran guitarrista si logramos que salga a estudiar a otra parte, donde haya una buena escuela de música. Tu y yo podemos y debemos hacer algo por Rodrigo y Alirio. -De acuerdo contigo, Chío, haremos todo lo que esté a nuestro alcance. Por ahora Alirio puede enviarte algún artículo, se lo corriges y se lo publicamos en nuestro periódico. Alirio y su compañero se despidieron y esa misma noche le llevaron una serenata a la novia de Clímaco Chávez. Carora y su entorno ejercían un poder de fascinación en la mente de Alirio. No quería regresar a La Candelaria, pero el mandato de su padre le resultaba imperioso: -Regresa pronto, hay que cuidar las huertas y los animales. Tú eres el único que me queda en La Candelaria y quien puede ocuparse de mis negocios, que serán tuyos cuando yo muera o no pueda atenderlos. Desde muy niño Alirio hacía los mandados de la casa, acompañaba a las niñas y hasta las mujeres a los lugares cercanos, llevaba los burros a los bebederos y trabajaba en un conuco. Sembraba maíz y pasto, construía y reparaba cercas de alambre y de broza, limpiaba la maleza a punta de machete y peinilla, excavaba estanques con pico y barretones, escardillas y palas. Al terminar estas jornadas cumplía algunas obligaciones domésticas, que en cierto modo consideraba menos agotadoras, aunque no propias para el descanso: buscaba agua en los estanques, cortaba y cargaba leña para el fogón de la cocina, jopeaba chivos y limpiaba los corrales, sabaneaba el ganado en lugares lejanos y si tenía tiempo cuidaba la pulpería de su padre. -Alirio, vamos a jugar –le gritaban varios niños de su edad, cuando lo veían regresar de la lejanía. A Alirio le gustaba jugar con los niños de La Candelaria, pero prefería oír música cuando tenía algún tiempo libre. Había espacio para correr, gritar y saltar, pero le faltaba tiempo par oír música. Los niños no deberían trabajar, pensaba Alirio. Es la única manera de hacerse hombre, pensaba su padre. -No te vayas, Alirio. Vamos a jugar. Niños y niñas jugaban Las Flores, Los Mosquitos,, El Ramito, la Tapara, El Retrato, El Barco, Goyana, El Monigote. Los varones se separaban de las hembras para jugar La Cuadrilla, El Cedazo, El Oso, El Gavilán, La Gallina Clueca, La Cebolla, el Pilón y El Enigma. También se separaban para cazar a los zorros que mataban las gallinas, y sobre todo para ver cómo hacían el amor los animales.
  • 17. Antes de salir del “Cuarto-biblioteca” de Chío Zubillaga, la mirada de Alirio se extendió por las paredes cubiertas de libros y de letreros con frases de hombres y mujeres famosos del mundo. Cuando leía una frase de Víctor Hugo, que decía: “Modelar una estatua y darle vida es hermoso; modelar una inteligencia y brindarle la verdad es más hermoso aún” Chío se le acercó y le preguntó: -¿Te gustaría leer Los Miserables? -Sí, don Chío. Muchas gracias. Salió con un libro en las manos y el pensamiento en las nebulosas, a serenatear con Clímaco Chávez. Chío Zubillaga y José Herrera Oropeza continuaron dialogando. -Ese muchacho también se perderá si no lo sacamos de La Candelaria, en ese desierto el sol es tan destructivo como las guerras civiles del siglo XIX, ha calcinado gran parte de la vida, y aunque el hombre se ha hecho más resistente a la soledad, la naturaleza se ha tornado más triste –expresó Chío Zubillaga en su afán de estimular la conversación con su colega y amigo, de la cual generalmente extraían temas y motivos para sus trabajos periodísticos. -No exageres, Chío, en La Candelaria desaparecieron las voces de mando de los caudillos liberales y conservadores que armaban y levantaban la peonada, saqueaban los pueblos y obligaban a los ricos a entregar contribuciones de guerra o enterrar sus morocotas. -Nada de exageraciones, mi querido Ché, en esas playas no quedará nadie, excepto los muertos, cada día es mayor la emigración de jóvenes absorbidos por el pulpo petrolero del Lago de Maracaibo, fascinados por el señuelo del oro negro, del nuevo Dorado; y los pocos que quedan tienen que enfrentar los rigores de un desierto que crece empujado por el verano y el hacha que liquida los árboles y las flores. Mientras Alirio se detenía a oír el canto de los pájaros y se sentía acompañado, observaba simultáneamente con impotencia y con envidia, la marcha de muchos jóvenes. Las casas abandonadas eran ocupadas por fantasmas que las sujetaban para evitar su desplome total. La tierra se iba quedando sin los brazos para la siembra y sus óvulos fertilizantes desaparecían. Los chivos se fueron reduciendo a los pocos sobrevivientes de la pradera circundante, que lentamente se reducía a la presencia vital de cardones y tunas. La trágica erosión de La Otra Banda, que constataba todos los días en su relación directa con la tierra que estaba obligado a trabajar, se le convertía en una lengua de fuego que lo
  • 18. impulsaba a seguir los pasos de los emigrantes, cuando leía los artículos de Chío Zubillaga en el periódico de dirigía José Herrera Oropeza, en los que denunciaba la miseria del campesino y el abandono en que lo mantenían las autoridades obligadas por ley a protegerlo. -Los candelareños tendrán que vivir de la mezquindad del desierto, si son capaces de utilizar los pocos brazos que les quedan para construir lagunas y represar las pocas aguas que caen durante las pocas lluvias que alivian la aridez de la tierra, antes de escurrirse por quebradas tortuosas hacia el río Morere y luego hacia el Mar Caribe. Chío Zubillaga y Ché Herrera continuaban dialogando por largas horas, hasta que decidían volcar en las páginas de El Diario las conclusiones de sus debates. Desde la Sala de Redacción del periódico y desde el “Cuarto-biblioteca” del primero establecían hilos comunicantes con los barrios de Carora y con los caseríos circundantes. -Ya se han adaptado –Chío- a la metamorfosis de la tierra. Mientras el ganado vacuno se reduce a unos cuantas cabezas, en las pocas huertas de los pequeños propietarios que ven desaparecer sus modestas fortunas emergen rebaños de chivos para alimentar a los más pobres, que cada día serán más, hasta que todos sucumban ante la adversidad de la naturaleza y la incapacidad de los habitantes para incorporar nuevas técnicas para el cultivo de la tierra, y la incuria de los gobiernos frente a la tragedia humana, que por siglos los azota. -Sí, ya lo sé, incluso lo he visto. Sólo una que otra mula, uno que otro burro, una que otra vaca quedan pastando en los alrededores de La Candelaria como demostración de un pasado, no sólo pleno de prosperidad, sino también saturado de una evidente fuerza impulsora de paz y de guerra, que generaban los hombres y las cabalgaduras que imponían el orden en una sociedad conmocionada por la violencia de los más intransigentes. -Todo se ha ido tornando más tranquilo, terriblemente solitario. Pero todos se salvarán. No te olvides, Chío, que tienen varias vías de escape. Carora que no sólo es el camino hacia la cultura en el centro del país, sino también hacia cualquier otra nación del Caribe y del mundo; la zona petrolera del Lago de Maracaibo que los conducirá a un mejor nivel de vida; y finalmente, la música los unirá a través de los sonidos, al universo de un lenguaje común. Cuando Alirio emprendió el regreso, atravesó el puente sobre el río Morere en dirección a La Candelaria, miró hacia atrás y volvió a ver la ciudad por la cual se sintió fuertemente atraído y la que no desaparecerá de su imaginación ni de sus sueños de emigración. Volveré muy pronto, pensó, y se internó en el mundo del cual todavía se sentía formando parte, el que abandonaría muy pronto, pero del que no se desligaría jamás, aun cuando volviese a Carora y los sonidos que extraía de su guitarra lo llevasen a recorrer los principales teatros de las grandes ciudades del universo. No olvidaría el canto de los
  • 19. pájaros, sus grandes maestros de su oído musical. Así los recordará, cuando varios años después regrese a la aldea que lo vio nacer. “No hubo amanecer sin que al saludar al alba y a la vida no nos despertase con la delicia de sus entonaciones de júbilo, de esperanza, de tristeza, con aquella profusión de ritmos, melodías y armonías que jamás orquesta alguna soñó interpretar... los olímpicos silbidos del turpial, los dejos de la perdiz, siempre triste y perdida como su nombre; y los loritos, siempre alegres; la guacoa con su agorero fa-mi; la presencia melódica de la paraulata, de las palomas burreritas y del san antoñito; la actuación solitaria del cardenal; la actuación percuciente del carpintero y del chemeque, despertadores matutinos con sus redoblantes sobre troncos de cardón; el tímido canto del juangil para el presagio o súplica de la lluvia. Y como conclusión triunfal del concierto, teníamos las parrandas de las cotorras, que al igual que los canarios eran los únicos pájaros que solían darse cita colectiva, para romper con sus trinos a los cuatro vientos desde las copas más elevadas de los árboles”. A ese ambiente natural se sumaba el familiar y comunitario. Todos los miembros de su familia tocaban y cantaban para hacer desaparecer por breves momentos la tristeza que traía la proximidad de la noche. Incluso su padre, Pompilio Díaz, un hombre recio, de espíritu feudal con relación al trabajo, era profundamente sensible a la combinación armónica de los sonidos. Y en la mayoría de las casas de La Candelaria se rendía culto a la lira, al cuatro y al canto popular. La música acompañaba el quehacer diario de hombres y mujeres que, después de una jornada rutinaria de trabajo decidían alegrar la vida y alejar los espantos. Alirio se detenía a oír las cantilenas que generalmente las madres campesinas cantaban para dormir a los niños. Muy cerca de la cocina oía el ritmo perfecto que lograban las piloneras de maíz y el preciso palmoteo de las amasadoras de arepas. En las fiestas patronales de La Candelaria, mientras la mayoría de los niños se divertía jugando y viendo uno que otro payaso, Alirio –durante los 3 días que duraban dichas fiestas- se extasiaba escuchando la Banda de Música “Lara” interpretar diversas composiciones musicales, especialmente el valse venezolano “El Ausente”. En la retreta que se presentaba en la plaza del villorrio, en los bailes que se realizaban en diferentes casas de familia y hasta en la pulpería de su padre, estaba atento al ritmo que tocaba la orquesta popular. Después de oír por largo rato a la Banda “Lara” se dirigió a la habitación de su hermano Atanasio, quien descansaba en un chinchorro, y le expresó: -¡Préstame tu cuatro, Atanasio! -Si lo sabes tocar, bájalo. Tomó el cuatro que colgaba en la pared y tocó el valse “El Ausente”, que había oído tocar a la banda “Lara”. En esos momentos no sabía que el cuatro era un instrumento
  • 20. acompañante y no melódico. Tampoco lo sabía su hermano Atanasio, pero éste se levantó y gritó a todo pulmón: -¡Alirio será el mejor cuatrista de La Candelaria y de La Otra Banda! Pronto nos acompañará a tocar en los bailes y en las fiestas del pueblo. Todo lo que su hermano Atanasio y Chepel Riera –el Esopo de su infancia- tocaban en el cuatro, Alirio lo imitaba. Pero lo que más le llamó la atención fue la guitarra de su hermana Ángela. Cuando la oía tocar se concentraba al máximo, tratando de aprenderse de memoria lo que ella ejecutaba. Cuando consideró que podría hacerlo tal como Ángela lo realizaba, la abordó: -Ángela, préstame tu guitarra. -Cuando aprendas a tocar bien el cuatro. -Yo sé tocar el cuatro y también la guitarra. -Dale para ver si es verdad –le dijo la hermana y le extendió la guitarra. Cuando hizo sonar las cuerdas de la guitarra, constató que muchos acordes tenían posiciones idénticas a las del cuatro. Todo el cordaje guitarrístico lo aprendió observando a sus familiares y amigos, con la excepción del de la dominante de mí, para cuyo aprendizaje solicitó el auxilio técnico de Alba Julia, una de sus primas que tenía un alto dominio de la guitarra. Después de tocar y cantar varias canciones populares con su hermana y otros familiares aficionados a la música, algunos amigos del vecindario se acercaron para oírlo. Al final, Ángela expresó: -¡Alirio será el mejor de todos nosotros! Entusiasmado por el éxito económico y amoroso de los serenateros románticos de La Candelaria, La Otra Banda y Carora, formó varios duetos y conjuntos musicales con jóvenes de su edad, entre quienes destacaron Braulio Urquiola Mosquera y su hermana Dorotea, Juan Pablo y Ángel Verde, Jesús y Mario Leal. Su pasión por la guitarra le permitió superar o por lo menos mitigar la dureza de algunos trabajos, especialmente cuando hacía de mandadero para Muñoz, villorrio cercano, donde además de poder contemplar y cantarle a las mujeres más bellas de La Otra Banda, existía una excelente y reconocida afición por la guitarra. En esos viajes visitaba a las Zambrano, en La Reforma, y tocaba y cantaba con ellas y para ellas. En la casa de don Isaías Mosquera, en la pulpería de Silvino Mendoza y en la casa de don Antonio Vicente Nieves, en el Rosario, pasaba largos ratos tocando y cantando con sus amigos y amigas aficionadas a la guitarra en particular y a la música en general. Impresionado por los avances que experimentaba en el manejo de la guitarra, su padre decidió enviarlo a la escuela primaria que funcionaba precisamente en el caserío Muñoz, donde fue inscrito para estudiar primer grado. Al ingresar dio rápidas e
  • 21. inteligentes demostraciones de fácil aprendizaje. Había aprendido a leer y escribir con su tío Juan Bautista Verde, quien lo distinguió de manera especial por su afición a la guitarra. Durante sus estudios en Muñoz, cuando predominaba la violencia contra los niños como método de enseñanza, el maestro le llamó la atención porque estaba entonando una canción en el aula. Ante su insistencia por el tarareo de algunas canciones, el maestro se encolerizó tanto que decidió castigarlo, propinándole diez palmetazos en las palmas de las manos. -¡Ponga las manos con las palmas hacia arriba! –le gritó enfurecido. Alirio colocó sus manos en la posición indicada. El maestro observó que tenía las uñas largas y mal limadas. -¿Por qué tiene las uñas así? –le preguntó, bajando el tono de la voz. -Para poder tocar guitarra –respondió Alirio, sin salir todavía de la consternación que le producía la violencia verbal del maestro. Este, que era guitarrista y bohemio empedernido, bajó la palmeta y le expresó: -Pórtate bien, para que toquemos más tarde. Alirio respiró profundo y se retiró hacia su pequeña silla que le servía de pupitre y oyó con atención la voz del maestro hasta el final de la clase. Cuando el docente anunció que había finalizado la actividad en el aula, Alirio se dirigió a la Iglesia a oír una misa cantada y el órgano que tocaba Mamerto Mendoza. Al terminar la misa caminó hasta la casa de don Antonio Vicente Nieves, donde le presentaron al Padre Juan José Bernal. -Este es Alirio, un niño prodigio de la guitarra –le expresó Nieves al sacerdote. -Vamos a tocar y cantar, le dijo el cura –y empezó: -Solamente una vez se ama en la vida. Alirio lo acompañó con la guitarra. Cantaron también las hermanas Nieves, Silvino Mendoza y otros trovadores populares de La Otra Banda. Durante su regreso a La Candelaria volvió a oír el canto de los pájaros y pensó que lo estaban despidiendo. Recordó a Chío Zubillaga y a José Herrera Oropeza, reafirmó su voluntad de abandonar el desierto sobre el cual caminaba y se imaginó que volaba hacia las estrellas. Sin embargo, al tropezar con una tuna espinosa retornó a su realidad de adolescente campesino. Siguió su marcha y al atardecer arribó a su aldea natal.
  • 22. UNA GUITARRA Y UN LIBRO PRESTADOS RODRIGO pasó frente a El Diario, pero no se detuvo a limpiarle los zapatos a José Herrera Oropeza ni a tocar guitarra, había decidido realizar otro trabajo y aspiraba llegar rápido a la fábrica de zapatos de Paulino Aldazoro. Eran las 7 y 30 de la mañana cuando llegó a la zapatería. Esperó hasta las 8 a.m. y cuando un empleado abrió la puerta principal, entró y preguntó: -¿Don Paulino vendrá pronto? -Sí. Está en su casa, pero ya viene. ¿En qué podemos servirle? –preguntó a su vez el ayudante de zapatero. -Necesito me enseñe a fabricar zapatos. Necesito hacerme zapatero y producir algo más de lo que gano como limpiabotas y vendedor de periódicos y empanadas. Quiero ayudar a mi familia y hacer algunos ahorros para comprar una guitarra. -Eso es posible, pero la primera lección que usted debe aprender es pasar todos los días por debajo de esa mesa, para luego comenzar como aprendiz de zapatero. Si don Paulino lo contrata, yo le enseñaré cómo se hace un zapato. -Eso de pasar por debajo de la mesa no puede ser la primera lección para hacerse zapatero. Yo puedo pasar por debajo o por encima la mesa, pero eso no puede ser la manera de comenzar para aprender zapatería.
  • 23. Paulino Aldazoro llegó en ese momento e intervino para rectificar la actitud de su ayudante. -Pase adelante. Hoy mismo empieza, me gusta el espíritu de trabajo de los jóvenes que necesitan abrirse paso en la vida. Yo lo he visto trabajar a usted limpiando zapatos y vendiendo empanadas y periódicos. Estoy seguro que aprenderá muy pronto. Rodrigo recibió las primeras instrucciones del dueño de la zapatería y trabajó en su nuevo oficio hasta las 6 de la tarde. Se despidió y corrió hasta el cine Salamanca, llegó antes de que empezara la película “Pajarillo Manzanero” en la participaban varios artistas mexicanos. Al finalizar la película se dirigió a la Redacción de El Diario y se encontró con su amigo Manuel Herrera Oropeza, quien no había concurrido esa noche al cine, por tener que ayudar a su padre en la corrección de algunas páginas de galera, para la edición del día siguiente. -Manuel, préstame la guitarra de Josefina y te enseño por un bolívar, la introducción de “Pajarillo Manzanero”. -De acuerdo –le respondió Manuel y le entregó la guitarra de su hermana. –Vamos. ¿Cómo empieza? Rodrigo tocó varias veces la introducción de la canción y luego le pasó la guitarra a Manuel Herrera. Este también la tocó con toda la precisión del caso. Se sintió satisfecho y ambos se dedicaron a ensayar las canciones que tocarían y cantarían esa madrugada en las ventanas de las casas de varias muchachas de Barrio Nuevo. Antes de separarse, Manuel le comunicó que le tenía otro trabajo relacionado con la música. -El Conjunto Pentagrama va a tocar mañana por la noche en el Club Torres y le falta un músico, porque se enfermó el cuatrista. Vamos a preguntar cuánto te pagan y si te quieren oír tocar el cuatro antes de que te contraten. Salieron de la Sala de Redacción de El Diario y juntos se dirigieron a la sede del principal club de la ciudad. Manuel Herrera lo presentó como un fenómeno del cuatro, para que los dejaran entrar. Una vez en el interior de la sala de baile, caminaron hacia donde estaba el Director del Conjunto, lo abordaron y éste preguntó: -¿Has ensayado bastante? -Tenemos varias horas ensayando –contestó Manuel. Le entregaron un cuatro y sin previo ensayo, Rodrigo se incorporó al Conjunto Pentagrama y tocó hasta altas horas de la noche. Recibió 2 bolívares como pago por su actuación. Desde esa noche – y después de confesar que no había ensayado- Rodrigo quedó consagrado como el sustituto de todos aquellos músicos que faltaban por una u otra razón a participar en cualquier orquesta de la ciudad. Entre los músicos se le conoció como el único que no necesitaba ensayar para tocar cualquier composición musical. Sólo
  • 24. necesitaba que alguien arrancara o comenzara a tocar, para luego él acoplarse con maestría al ritmo en ejecución. Pero el trabajo en una orquesta popular no se realizaba todos los días y Rodrigo se vio obligado a continuar en la zapatería, para ayudar al sustento de la familia, hasta que un día su hermana mayor le informó que en las cercanías de Barrio Nuevo estaban explotando una cantera de piedra, en la que pagaban más que en la zapatería. -Lo que ganas, ya no alcanza para todos. Somos muchos, Rodrigo, y tienes que ganar un poquito más. En las horas libres que le dejaba su oficio de aprendiz de zapatero, iba a la cantera a picar piedra, para el concreto de algunas de las calles que en ese momento se estaban arreglando en Carora. En esta jornada ganaba más, pero era más dura. Con el primer salario de este último trabajo compró sus primeros pantalones largos. Cuando volvió a la zapatería, Paulino Aldazoro le comunicó: -He decidido instalar la fábrica de zapatos en Barquisimeto, una ciudad más grande, donde posiblemente aumente las ventas y le pueda aumentar su salario, si decide irse conmigo. Piénselo bien y me avisa. -Lo pensaré, don Paulino. Rodrigo pensó que debería consultar con su madre y con sus hermanos mayores, aunque a los 15 años se sentía totalmente independiente. Pero salir de Carora para otra ciudad era un acontecimiento de cierta trascendencia, por tener que alejarse de una familia a la cual estaba estrechamente unido por tradición y por necesidad. También creyó conveniente la consulta familiar porque la mayoría de la familia dependía de su trabajo. Cuando salió de la zapatería y caminaba para su casa, frente a la plaza Bolívar lo abordó Tino Carrasco, famoso músico de la ciudad que dirigía un conjunto musical muy popular y de mucho prestigio en Carora y sus alrededores. -Necesito que me acompañes esta noche a tocar en el Centro “Lara” y vamos el viernes a inaugurar Radio Coro. Rodrigo se sintió verdaderamente complacido, aunque pensó que quizás no ganaría lo suficiente como poder cambiar de trabajo, pero se podría abrir un porvenir musical y era lo que ya comenzaba a concebir, no sólo como un medio de subsistencia, sino también -y era lo fundamental- como parte integral de su vida. -Muy bien, don Tino. Tocaremos esta noche y el viernes viajaremos a Coro. En el libro de Fuenmayor leí que cerca de Coro había unos médanos, grandes cúmulos de arena. ¿Usted los conoce, don Tino?
  • 25. Tino Carrasco no conocía a Coro, pero para no quedar mal frente a un muchacho a quien consideraba su discípulo, sonrió, lo tomó por el brazo y le expresó: -Te llevaré a conocer todo lo que quieras. Esa noche Rodrigo tocó la guitarra con el Conjunto Musical de Tino Carrasco, sin previo ensayo. Cuando llegó a su casa no podía conciliar el sueño pensando cómo sería Coro, cómo sería Barquisimeto. Carrasco lo invitaba a conocer la primera ciudad, y Aldazoro lo invitaba a conocer la segunda. El día siguiente lo tendría libre en la zapatería porque estaban preparando la mudanza. Lo aprovechó para despedirse de su amigo, guía y protector, José Herrera Oropeza y se dirigió a la casa de El Diario. Esta vez no llevaba el cajoncito de betunero, ni pediría periódicos para vender. Ya había cambiado de oficio. Ché Herrera lo recibió con el afecto de siempre. Apenas lo hizo esperar algunos minutos, mientras corregía una página de la próxima edición de su periódico. Rodrigo lo vio inclinado sobre la mesa de trabajo, lo vio muy gordo y sintió que la respiración se le dificultaba. Pensó que también le gustaría ser periodista y dirigir un periódico. Ver su nombre estampado en primera página y entregárselo a los muchachos de su barrio para que lo vendieran en las calles de Carora. El Director de El Diario se le acercó sonriente y le dijo: -Ya no vendes mi periódico ni las empanadas de tu mamá, no eres limpiabotas, pero lo que haces tampoco es tu verdadera vocación. Tienes que dedicarte a la música y tratar de estudiar en una escuela calificada. Bajó la guitarra de su hija y le pidió que como despedida tocara todo lo que había aprendido en el cine durante las últimas semanas. La Sala de redacción de El diario fue nuevamente inundada por los sonidos y la armonía de la guitarra que esperaba y siempre esperaría por su temperamento musical. Al agotar su repertorio se dirigió a su protector y amigo. -Mañana me voy a tocar en la inauguración de Radio Coro. Acompañaré a don Tino Carrasco. Vine a despedirme de usted y a darle las gracias por lo mucho que me ha enseñado. Esta es mi segunda casa y mi verdadera escuela. -Te felicito por tu viaje a Coro y por la oportunidad de participar en la inauguración de la radio de esa ciudad. Ojalá aprendas bastante, pero tienes que buscar la forma de irte a Barquisimeto a trabajar y a estudiar guitarra. Todavía no había terminado de hablar Ché Herrera, cuando entró a la Sala de Redacción, Chío Zubillaga con el editorial para el siguiente día. Y aunque apenas pudo oír la última frase, expresó con fuerte voz: -Para Barquisimeto no, de una manera definitiva, sino como paso para Caracas, donde existe una Escuela Superior de Música. A esa escuela tienen que ir tanto Rodrigo como Alirio.
  • 26. Rodrigo oyó por primera vez el nombre de Alirio. Pensó que podría ser un familiar de Chío Zubillaga o de Ché Herrera, pero no hizo comentario alguno. Quería informarles que se iría a Barquisimeto a trabajar como ayudante de zapatería, grado que ya había alcanzado en su nuevo oficio, pero prefirió callarse y continuar oyendo a los dos principales personajes del periodismo y de la cultura caroreños, frente a quienes se sentía cohibido, pero seguro de estar ante dos auténticos maestros, que desde un periódico y una biblioteca marcaban el rumbo de la ciudad y de los jóvenes con algunas inquietudes intelectuales. -Tal como hablamos ayer –expresó Chío- el editorial para mañana es sobre la creación del Salón de Lectura “Riera Aguinagalde”. Con él cumplimos dos objetivos. Primero, le ofrecemos a Carora y a los caroreños un lugar para el cultivo de la inteligencia, con la lectura de los mejores libros que podamos adquirir. ¡Por fin tenemos un centro para la cultura en una ciudad en la que impera el atraso más espantoso del siglo, con las excepciones que conocemos! Y segundo, rendimos homenaje a uno de nuestros más importantes intelectuales del siglo XIX. Haremos conocer a Ildefonso Riera Aguinagalde, por sus ideas liberales, por su dignidad y honestidad personales. -Jóvenes como Ud., Rodrigo, encontrarán una luz más en el camino hacia la inmortalidad. -Cuando el hombre adquiere un alto nivel de conocimiento y de conciencia humanística, puede contribuir a la liberación y al progreso de los pueblos –intervino José Herrera Oropeza. -Este país sigue atado a las dictaduras, mi querido Ché. Simón Bolívar encontró con quiénes independizarlo, pero no encontró con quiénes construir una república de ciudadanos. Chío Zubillaga y Ché Herrera, cuando estaban frente a algún joven preocupado por la cultura, encendían la tertulia sobre política, historia y periodismo. En algunos casos discutían sobre arte y literatura. Muchos jóvenes acudían a oírlos, extasiados y perplejos frente a dos grandes soñadores de la libertad, la democracia y la cultura como los valores fundamentales del ser humano. Rodrigo oía en estos momentos sin entender todo lo expresado por ellos, pero interesado es descifrar por lo menos una parte de lo que discutían. No encontraba la forma de despedirse, aunque tampoco sentía deseos de levantarse y retirarse. Esperó, hasta que el Director de El Diario se levantó y se le acercó. -Cuando regreses de Coro te esperamos, para que nos cuentes lo que puede ser una rica experiencia, un gran aprendizaje para un joven como tú. Si quieres te llevas la guitarra de Josefina. Rodrigo miró a Ché Herrera, miró a Chío Zubillaga y cuando ya no encontraba qué hacer, miró la guitarra. El Director de El Diario tomó la lira de su hija y se la puso en sus
  • 27. manos. Entusiasmado dio unos pasos para salir de la Sala de Redacción del periódico, pero Chío Zubillaga lo detuvo por un instante, sacó del bolsillo de su blusa un pequeño libro y le dijo: -Si tiene tiempo en el camino o en su casa, lea esta novela de Rómulo Gallegos, en la que revela estados de postergación nacional, que se dibujan como verdaderos problemas por resolver en el campo moral, de lo que hoy o mañana, con las nuevas ideas que bullen en el universo, se aprestan a crear una nueva vida para Venezuela. Esas ideas dejan traslucir un grito de reivindicaciones, que al capital absorbente le lanzan con amenazadora vehemencia, las huestes del trabajo. Rodrigo salió con una guitarra y un libro, Doña Bárbara, prestados. La guitarra debía regresarla, era un recuerdo de la hija de Ché Herrera que únicamente a él se la daban prestada. El libro también debía regresarlo, era una condición que establecía Chío Zubillaga, excepto que se lo hubiese traspasado a otro lector conocido y amigo, preocupado por el acontecer socio-cultural del país. En un camión de estacas, propiedad de un comerciante y violinista de la ciudad, Antonio Crespo Meléndez, viajó a Coro a participar por primera vez en un medio radioeléctrico que se inauguraba en aquella ciudad. Por una carretera de tierra fueron ascendiendo por la Sierra de Coro, deteniéndose en las principales bodegas y posadas que encontraban a la orilla de la misma, para vender alpargatas, jabones, velas y otros víveres que no se descomponían con el pasar de los días y las condiciones de la intemperie. Donde los alcanzaba la noche se detenían a pernoctar, tocaban y cantaban para los campesinos de la montaña coriana. Después de varios días de deambular por valles y serranías, buscando atajos para que el camión pudiera avanzar, y cantándole a mujeres que huían de la noche y esperaban la madrugada para abrirle los brazos, llegaron a la capital del Estado Falcón. En la inauguración de Radio Coro estuvieron presentes representantes de la cultura y de la incipiente farándula falconianas. La pequeña ciudad estuvo atenta al primer espectáculo musical e informativo en general que se transmitía por ondas hertzianas. El conjunto popular de Tino Carrasco tocó en especial música caroreña. “Mirando al Mar” era una debilidad de Carrasco, tal vez porque lo había conocido cuando ya era adulto y le había producido la impresión de que estaba unido al cielo. Rodrigo participó como acompañante y cantante. Después de la actuación se le acercó un joven de la ciudad y le expresó: -Necesito que me acompañe esta noche para llevarle una serenata a mi novia. Le pagaré con todo lo que pueda, con lo que tenga, porque estoy dispuesto a entregar la vida por esa mujer y yo sé que usted con su guitarra y su voz le penetrará el alma. Pero... no me la vaya a enamorar. Rodrigo se rió y aceptó entusiasmado, no pensando en cuánto podría ganar ni en conquistarle la novia al joven coriano, sino en la posibilidad de que otra muchacha, entre
  • 28. las muy bellas que habían asistido a la inauguración de Radio Coro, pudiese estar presente y oírle en la primera noche de su consagración como guitarrista y cantante popular. Pero sólo una dama se asomó a la ventana y saludó con efusión al novio. Este, muy emocionado, al final de la serenata se le acercó a Rodrigo y le dijo: -¡Gracias hermano! Yo no tengo plata, pero le regalo esta caja de balas para revólver calibre 38. Rodrigo volvió a reír frente al joven enamorado. Le recibió la caja de balas y en ese momento constató que el joven coriano portaba un revólver en la cintura. Menos mal, pensó, que no se me ocurrió enamorarle la novia. Regresó cargado de balas y de ilusiones para irse a Barquisimeto. Las balas eran 200 y las vendió a bolívar cada una. Con 200 bolívares en el bolsillo creía que podía enfrentar cualquier dificultad económica en una ciudad más avanzada musicalmente y más cerca de Caracas, donde existía la Escuela Superior de Música, la meta que le señalaban Chío Zubillaga y Ché Herrera. Al llegar a su casa se enteró de la muerte del Director de El Diario de Carora. Sintió que se le había muerto su padre o un ser tan querido como un progenitor que lo ayudaba con su palabra y con la guitarra de su hija. De inmediato se dirigió a la casa de José Herrera Oropeza a entregar la guitarra de Josefina y a compartir la pena con su familia. Manuel Herrera le informó que había muerto de un infarto al miocardio. En el abrazo con su amigo se le presentó la última imagen que se había grabado en la mente de Ché Herrera, muy gordo y jadeante al respirar. Juntos lloraron a un gran maestro. La guitarra quedó en poder de Manuel. Al despedirse caminó hacia el “Cuarto-biblioteca” de Chío Zubillaga a entregar el libro. -Don Chío, muchas gracias, aquí está su libro. He aprendido tanto en su lectura, como oyéndolo a usted y a don Ché Herrera, a quien lamentablemente no podré oír más. Mañana me voy para Barquisimeto. -Pásaselo a Tino Carrasco y le dices que después que lo lea me lo devuelva. Te felicito por tu viaje a Barquisimeto, pero te reitero que en Caracas está la mejor escuela de música y por lo tanto tu futuro, como el de Alirio, a quien te tengo que presentar, porque ustedes dos pueden ser grandes maestros de la guitarra. Rodrigo salió de la casa de Chío Zubillaga pensando en las últimas palabras que le había oído a éste. ¿Será Caracas como Ciudad de México o Buenos Aires, las ciudades más grandes que he visto en el cine Salamanca? Trató de devolverse para preguntárselo a su maestro, pero continuó caminando hacia Barrio Nuevo recordando las lecciones que había recibido de los más grandes pensadores que había conocido y a quienes deseaba parecerse en el futuro. Se le hacían presente las imágenes de la Sala de Redacción de El Diario, del “Cuarto-Biblioteca” y de la casa de su padre Juancho Querales, en la que Chío Zubillaga aparecía presidiendo una tertulia literaria y política, a la que asistían
  • 29. parroquianos liberales, poetas y músicos de la barriada. A cada momento oía su voz: usted tiene que irse a estudiar guitarra a Caracas o donde haya una escuela superior de música. Los artistas que recordaba tocando guitarra en la pantalla del cine Salamanca, le parecían muy distantes. ¿Cómo harían para aprender tanto? ¿Empezarían como yo, imitando lo que oigo en el cine? -Don Chío –recordaba- me invitaron a tocar en el cine Salamanca. Escríbame la presentación. -Aquí la tienes. -Muy largo, don Chío. Imposible aprendérmela de memoria. -Bueno, para que no tengas que usar la memoria, sino la inteligencia, tienes que estudiar y leer mucho. Empieza por el periódico, la introducción a los mejores libros de la tierra. Léelo antes de venderlo. Pregona los titulares y lee el contenido. Y cuando toques una canción de estilo ajeno, trata de que te conmueva de gozo, el alma popular venezolana.
  • 30. SERENATA DE SCHUBERT EN LA CANDELARIA ALIRIO se encontraba en la pulpería de su padre cuando oyó la corneta de un autobús, que todos los días hacía la ruta Carora-La Candelaria-San Francisco-La Mamita, principales caseríos, para entonces, de La Otra Banda, zona rural semidesértica poblada por unas pocas familias que resistían con estoicismo los avatares del tiempo, en espera de un cambio para horadar la tierra. Se asomó a la puerta principal en el momento en que el autobús reducía la velocidad. Desde el interior del viejo bus, Inés Rodríguez, el ayudante del conductor, le gritó: -¡Ahí están sus gargueros! -y le lanzó a los pies un pequeño rollo de papeles. Alirio lo recogió, conciente de que se trataba de varios ejemplares de El Diario de Carora. Mientras los arreglaba para leer su contenido, observó que el autobús se detuvo frente a la casa de su padrino Juan Bautista Verde y bajaban con mucho cuidado una caja de madera. Pensó ir hasta allá, pero prefirió leer el periódico. Se encontró con la infausta noticia de la muerte del Director de El Diario, José Herrera Oropeza. En editorial, escrito por Chío Zubillaga, leyó:
  • 31. “Periodista de nacimiento, a su personalidad concurrieron todas las dotes necesarias para forjar el triunfo que representan 20 años de vida dedicados íntegramente al diario cultivo de la moral, la cultura, la civilización en una palabra, desde la tribuna noble y amplia de la buena prensa, ensalzando virtudes y condenando vicios. Enérgico aquí y condescendiente allá: siempre en la lucha valerosa contra la adversidad del ambiente”. En el mismo ejemplar de El diario leyó que había muerto el General Juan Vicente Gómez, después de 27 años de tiranía. Leyó todo el contenido de las páginas del periódico y luego caminó hacia la casa de su padrino. Al llegar descubrió que de la caja que había visto bajar del autobús habían extraído una ortofónica y varios discos. Atento a todo sonido armonioso, se dedicó por varias horas a oír la Serenata de Schubert, tocada por una banda italiana y dos solos de guitarra, interpretada por el artista español Guillermo Gómez. Después de oírla varias veces, se dirigió al exquisito melómano que era Juan Bautista Verde. -Padrino, présteme su guitarra. Tocó por fantasía la Serenata de Schubert que había oído varias veces. En medio del asombro y del aplauso de familiares y amigos parroquianos que lo escuchaban, la tocaba y la volvía a tocar, hasta que Juan Bautista Verde se levantó y lo abrazó: -Ahijado, usted será el guitarrista más grande de La Candelaria. Venga mañana para que toquemos juntos y para que me enseñe todo lo que ha aprendido de oído. Alirio se despidió y al llegar a su casa encontró a su madre muy entusiasmada por lo que había oído tocar en la casa de su compadre, le dijo: -Ven acá –y extrajo de un viejo baúl, un viejo libro. Ve a ver si te sirve de algo, porque aquí nadie lo ha podido usar. Alirio leyó: “Método de Guitarra” de Ferdinando Carrulli, edición 1839. Le agradeció el gesto amoroso de la madre y se retiró a leerlo. Después de varias lecturas lo guardó, sin poder comprenderlo. Volvió a sus tareas rutinarias del campo y por la noche regresó a la casa de su padrino. Este lo recibió con gran alborozo. -Mira, lo que te guardé –le expresó y le extendió un “Método de Violín” de Delfín Alard. -Muchas gracias, padrino. Lo leeré esta misma noche, cuando llegue a mi casa. Me gustaría oír algunos discos en su ortofónica. Después de escuchar casi todas las composiciones que Juan Bautista Verde había traído con su famoso tocadiscos y practicar con la guitarra de su padrino, retornó a su casa y se dispuso a leer el “Método de Violín”. Después de varias lecturas tampoco lo entendió.
  • 32. Sabía oír música pero no sabía leerla. Vivía como refugiado en un mundo de sonidos y movimientos rítmicos populares. La Candelaria era una aldea sonora, y para combatir la soledad, la pobreza y la emigración de sus habitantes, se produjo en los pocos que se arraigaban a la tierra, una reacción espiritual que los vinculaba estrechamente a la música. El cuatro, la guitarra, el bandolín y cualquier otro instrumento musical posible de obtener, eran acompañantes solitarios que preservaban la alegría en los hogares. Después de muerto el tirano Juan Vicente Gómez llegó la primera escuela a La Candelaria, frente a la cual nombraron como maestra a una joven del villorrio, Adela Virginia Riera, quien había estudiado hasta sexto grado en una escuela privada en Carora, y fue la encargada de darle la información al padre de Alirio. -Don Pompilio, vamos a abrir la primera escuela estadal “Primero de Mayo”. Yo seré la maestra y creo que sería muy conveniente que mande a Alirio para hacerle un examen y determinar en qué grado lo inscribimos. -Muy bien, mañana mismo te lo mando. Ahora no tendrá que continuar yendo a la escuela de Muñoz. Alirio aprobó el examen y fue inscrito en tercer grado, para darle continuidad a sus estudios hasta sexto grado. La asistencia a la escuela no eliminó el trabajo que venía realizando desde muy niño, pero lo redujo en el tiempo. Mientras él avanzaba en sus estudios, para la mayor parte de la población el tiempo transcurría imperceptible. Mientras llegaba una noticia o una carta de los familiares que habían emigrado, los que esperaban, sobre todo en horas de la noche cuando a la tristeza y la soledad se les sumaba el silencio que traía aparejado el acercamiento de la oscuridad, tocaban y cantaban hasta el amanecer. Las piloneras, las amasadoras de arepas cumplían sus tareas tarareando melodías populares. Las pocas vacas que quedaban en la pradera semidesértica, eran recogidas y ordeñadas por alguien que también cantaba, en la creencia de que la música las hacía más dóciles y productivas. El jopeador de chivos hacía resonar el eco de su voz hasta perderse en la infinidad, para atraer a su rebaño. La escuela despertó en Alirio la inclinación a oírle a Florencia Leal –cual Zherezada rural de La Candelaria- contar pasajes de “Las Mil y una Noches”, “La Bella y la Fiera”, “Pinocho”, “Blancanieves” y algunos capítulos de la Biblia. Pero lo que más disfrutaba era la lectura que hacía al lado de Florencia Leal, de los libros como “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”, “Aura o las Violetas” de J. M. Vargas Vila, y “Los Amantes de Teruel”. La lectura se le convirtió en un hábito permanente y hasta en un placer, que lo impulsaba a leer incluso en plena clase. -¿Qué estás leyendo, Alirio? –le preguntó una mañana su maestra Adela Virginia Riera, en el aula.
  • 33. No pudo esconder el libro de Mantilla –único manual escolar de la época, que Alirio leía todos los días. -Este libro, maestra –lo levantó ante la vista de la docente. -Muy bueno que lo leas, pero hazlo en tu casa. En la clase presta atención, para que comprendas mejor el contenido de ese libro. Alirio guardó el libro. Lo terminaría por la noche, pensó, y luego comenzaría a leer “Ante los Bárbaros”, del mismo autor. Como todos los niños de La Candelaria, Alirio había aprendido primero a tocar que a leer. En su villorrio pasaba algo similar a lo de Barrio Nuevo en Carora. En cada casa había un cuatro, una guitarra, un músico, un maestro improvisado, suficientemente estimulante al oído de los menores, quienes los consideraban guías y ejemplos. Salveros, serenateros, bohemios, profesionales de la música popular, verdaderos maestros del buen vivir, alegraban la vida para ganarle horas al tedio cotidiano y prolongado. Mientras se oía rasgar una guitarra, mientras se oía la voz de un cantor popular, mientras se bailaba en la noche sabatina, se alejaba el temor a los espantos. Estos aparecían cuando se extinguían los sonidos, por lo que era preferible cantar y tocar todas las horas posibles del día y en especial de la noche. La música era lo único que arraigaba a unos pocos a la tierra, y como en el Barrio Nuevo de Rodrigo hacía más grata su permanencia en La Candelaria, acercó más los corazones del hombre y la mujer, y la vida se multiplicó y prolongó indefinidamente. Alirio continuó sus viajes con más frecuencia a Carora a vender pieles de chivo y a comprar víveres para la pulpería de su padre. En todos los viajes visitaba la casa de Chío Zubillaga, le oía su prédica permanente en defensa de los campesinos y de las libertades públicas; revisaba la biblioteca particular del humanista caroreño y leí los letreros que éste escribía o hacía escribir en las paredes, de grandes pensadores universales. Cuando se hacía acompañar por Clímaco Chávez ambos tocaban para deleite de su maestro y luego daban paso a a una breve tertulia sobre temaqs musicales, políticos y culturales en general. Después de oírlos Chío le informó que habían inaugurado una biblioteca pública en Carora. -Aproveche sus viajes –le decía –vaya al Salón de Lectura “Riera Aguinagalde” y lea la novela Cantaclaro, de Rómulo Gallegos, en la que usted encontrará retratada el alma y la problemática social venezolana. Dígale al bibliotecario que le dé prestado, bajo mi responsabilidad, todos los que libros que usted quiera llevarse. -Muchas gracias, don Chío. Me llevaré, por lo menos uno, hasta que me pueda venir a estudiar a Carora.
  • 34. -Tiene que venirse lo antes posible. Usted tiene un gran porvenir en la música, pero no tocando bailes y fiestas en La Otra Banda. No sólo tiene que venirse para Carora, sino que de aquí también tiene que irse a estudiar a una verdadera escuela de música. -Todos los días pienso en venirme para Carora. Tal vez me quede definitivamente en el próximo viaje. Voy al Salón de Lectura a leer Cantaclaro y a ver qué libro importante me pueden dar prestado. En la Biblioteca de la ciudad, Alirio se sentía en contacto con un mundo distinto al de su aldea nativa. Lo invadía una ansiedad irrefrenable por la lectura, por adquirir nuevos conocimientos. Le gustaría quedarse por muchas horas revisando y leyendo libros y periódicos, pero tenía que regresar a La Candelaria. Una vez en su villorrio, leía alumbrándose con una vela, hasta altas horas de la noche. -Alirio, ya es muy tarde. Tienes que dormir, ya va a llegar la hora de ordeñar las cabras y comenzar un nuevo día de trabajo –le decía su padre cuando observaba que se acercaba el alba. Al día siguiente volvía al duro y rutinario trabajo del campo, pero se las arreglaba para ganarle tiempo a esa actividad y dedicarse a leer. La colección de almanaques de Ross y de Bristol le permitió informarse de importantes hechos históricos, geográficos, artísticos y culturales en general. En ellos vio por primera vez un mapa de Europa, de cuyas naciones y ciudades principales se formó una idea muy vaga, muy difusa, pero lo suficientemente excitante para viajar con el pensamiento. Atravesar el puente sobre el río Morere en dirección a Carora le producía una gran alegría. Hacerlo en dirección contraria y enfrentar la soledad no sólo le generaba una gran tristeza, sino también profundas reflexiones adolescentes. ¿Por qué algunos nacerán en estas playas, en estos caseríos desolados y otros nacen en grandes ciudades? ¿Cómo irse de aquí sin afectar a la familia? No sé, pero tengo que irme. Regresaré cuando sea un hombre independiente y sobre todo un músico, a visitar a mi familia y a tocar con todos los músicos de La Candelaria y La Otra Banda. ¿Podrá uno, nacido en estos montes, llegar a ser con don Chío Zubillaga? Cuando todo parecía indicar que sus reflexiones, a los 14 años de edad, lo llevarían a tomar la decisión de abandonar su aldea nativa, fue atacado por un fuerte dolor de oído, que lo afectaba tanto material como espiritualmente. El dolor físico y el trauma de no poder oír música eran inseparables. Su familia acudió a todas las curas caseras: agua tibia, agua bendita o “divina”, manteca de iguana, de gallina y de alcarabán, pero todo resultó inútil, hasta que llegó Modesta Rodríguez, vecina y amiga de los Díaz, que recién había dado a luz un niño, cuyo llanto adquiría por momentos el sonido de una canción incomprensible. -Yo tengo la cura. Unas cuantas gotas de leche de uno de mis pechos en el oído de Alirio –expresó.
  • 35. Alirio fue sujetado como con una camisa de fuerza y colocado en las piernas de Modesta Rodríguez. Ésta apretó su pezón izquierdo con una gran ternura, cantando “Duérmete mi Niño” y vertió varias gotas de su leche en el oído que lo atormentaba. Cuando sintió que un líquido tibio caía en su oído, gritó con todas sus fuerzas y trató de escaparse, pero fue controlado por sus padres y hermanos mayores que lo agarraban por los brazos y las piernas. No había transcurrido un minuto cuando dejó de gritar y todos notaron que su rostro cambiaba notablemente, como quien experimenta un placentero y esperado alivio. Cuando volvió el silencio a todos los rincones de la casa y la alegría a toda la familia, Alirio se sentó en las piernas de Modesta, feliz y contento. Ésta guardó su seno robusto, todavía cargado de leche y luego comentó: -Recuerden que mi hermana Alejandrina amamantó a Alirio cuando su madre no podía hacerlo. Por la leche de las hermanas Rodríguez, Alirio vivirá muchos años y no será raquítico ni sordo. Todos celebraron la ocurrencia de Modesta Rodríguez. Alirio volvió a tocar la guitarra, a las labranzas del conuco de su padre y a cuidar los animales domésticos que alimentaban de leche y carne a la familia. También volvieron sus cavilaciones. Si vuelvo a sufrir de mis oídos a lo mejor no puedo estudiar música. Y si me quedo aquí no podré nunca ser como don Chío Zubillaga. Si todos mis hermanos se han marchado, ¿por qué me voy a quedar yo? Mi padre estimuló a todos mis hermanos para que salieran de La Candelaria, ¿por qué a mí no me ha dicho nada? Yo tengo que tomar mi propia decisión. Le comunicó a todos sus compañeros, a sus familiares más cercanos y a su maestra Adela Virginia Riera, el estado espiritual que confrontaba. Su resolución de abandonar la aldea, la incertidumbre que le creaba la conducta de su padre con relación a sus otros hermanos y su condición de menor de edad. -Tienes que irte, Alirio, a continuar tus estudios en Carora y abrirte un provenir en tu futuro –le expresó su maestra. Todos los familiares y amigos a quienes consultó, lo exhortaban para que se fuera para Carora, pero faltaba la opinión de sus padres. Le escribió a su hermano Fulvio, para que éste se lo planteara a su padre. Fulvio le escribió: -Estudia la posibilidad de enviar a Alirio a estudiar a Carora, porque en el futuro puede convertirse en un hombre útil para los suyos, para la Patria y para sí mismo. El padre de Alirio no le contestó a Fulvio y asumió una actitud indiferente. Los días transcurrían interminables, hasta que comenzó a planear cómo fugarse. Tenía 15 años. Para no sorprender ni afectar sentimentalmente a su madre, resolvió comunicárselo. -Mamá, todos mis hermanos mayores están en Carora, yo estoy dispuesto a irme a estudiar y necesito que me ayudes.
  • 36. -Díselo a Pompilio. Alirio se creyó perdido en sus planes. Sin embargo, ni su madre ni él le comunicaron la decisión al padre, más por temor que por convicción de que don Pompilio Díaz se opusiera a la independencia del último hijo varón que no había abandonado el hogar, tal como era la costumbre, porque tarde o temprano ello resultaba inevitable. Alirio leyó en El Diario de Carora un anuncio oficial en el que se informaba que la Presidencia del Estado Lara estaba otorgando becas de estudios para niños y jóvenes pobres. En ese anuncio, pensó, estaba la solución de mi problema económico, para proseguir estudios. En la madrugada salió sigilosamente de su casa, con una caja de cartón en el hombro, en la que llevaba sus pocos útiles personales. Cuando había caminado aproximadamente un kilómetro lo alcanzó un autobús conducido por Ezequiel Nieves, a quien conocía desde muy pequeño porque hacía la ruta diaria, esta vez a la inversa, La Mamita-San Francisco-La Candelaria- Carora. Nieves lo invitó a subir a su vehículo, lo llevó hasta Carora y no le cobró. Ese día, pensó, había saltado la talanquera.
  • 37. UNA PROMESA NACIONAL E INTERNACIONAL Antonio Lauro. Rodrigo fue a despedirse de Manuel Herrera, a quien consideraba su mejor amigo, compañero de inquietudes musicales y de románticas serenatas en las barriadas caroreñas. Cuando le notificó su decisión de viajar a Barquisimeto, Manuel lo felicitó y le preguntó: -¿Cuándo te vas? -Hoy mismo –respondió Rodrigo. -No te puedes ir hoy, te necesito esta noche. Tienes mucho tiempo para hacerte un guitarrista famoso y a lo mejor no puedes volver pronto a Carora. Me tienes que acompañar esta noche a llevarle una serenata a una muchacha muy linda, que me tiene trastornado, como dicen, con la empalizada en el suelo. Rodrigo pensó en la situación económica que atravesaba y en la urgencia de trabajar para ayudar a su familia. Pero imposible abandonar a su mejor amigo, a quien por primera vez lo veía locamente enamorado. -De acuerdo, Manuel. Te acompaño esta noche y con eso aprovecho para despedirme de una amiga mía, que no es mi novia, pero estoy seguro de que si me quedara, reventaría mis cuerdas vocales y las cuerdas de tu guitarra al pie de su ventana, hasta conquistarla. Me iré mañana muy temprano. Esa noche cantaron hasta el amanecer. Rodrigo percibió que realmente su amigo estaba atrapado. Para que no me pase lo mismo, mejor me voy para Barquisimeto, pensó. Además, limpio y desempleado, lo urgente es conseguir trabajo y después buscar la novia. -Hasta aquí te acompaño, Manuel –le expresó a eso de las 5 de la mañana. Juntos caminaron a buscar la maleta, un pequeño bolso, con unos pocos útiles personales, para un viaje sin retorno inmediato. Frente a la casa donde se editaba El Diario, se abrazaron y se despidieron. Rodrigo caminó hacia las afueras de Carora, a esperar un
  • 38. autobús que cada 2 ó 3 días venía de Maracaibo, la ciudad más importante del occidente del país, que se dirigía hacia Caracas, la capital, vía Barquisimeto. Cuando apareció a su vista, Rodrigo le hizo señas para que se detuviera. “Expresos de Occidente”, leyó en la parte alta del autobús. El viaje duró 2 días, el bus se atascaba en pantanos y quebradas que servían de carretera y los pasajeros tenían que salir a empujarlo y sacarlo del atascadero. La creciente peligrosa de una quebrada obligó al conductor a pernoctar una noche en la orilla norte, muy cerca de una casona campesina, con su corral de chivos, habitada por una familia amabilísima que les ofrecía café y algunos panes caseros. En el corredor de entrada colgaba una guitarra que apenas se veía iluminada por una pequeña vela. Rodrigo tocó hasta que amainó la corriente y el conductor gritó: -Todos al autobús, que ya nos vamos. En Barquisimeto se encontró con la mala noticia de que Paulino Aldazoro había decidido regresarse a Carora y estaba empacando sus útiles de trabajo; no había encontrado condiciones favorables para su negocio. Cuando Rodrigo lo visitó lo invitó para que se regresaran. -Esta ciudad es intolerable. Nada como Carora, Rodrigo. Mejor es que nos regresemos. Piénsalo bien y mañana mismo nos regresamos. -Yo no me regreso, don Paulino. -Está bien. Te deseo suerte. Tú eres un muchacho y a lo mejor encuentras un buen camino hacia el éxito. Si don Paulino viene de fracasar en Carora y también naufraga en Barquisimeto, pensó Rodrigo, cuando regrese a Carora lo más probable es que se arruine. Por eso y porque aquí tengo otras oportunidades, debo quedarme. Deambuló por varias calles de Barquisimeto trabajando a destajo en varias zapaterías y conociendo la ciudad. En esas caminatas llegó hasta Radio Barquisimeto y oyó que estaban transmitiendo un programa denominado “La Hora de los Aficionados”. Entró al estudio y al observar que una guitarra estaba sobre una silla de cuero, le hizo señas al locutor como indicándole que él sabía tocarla. El locutor expresó de inmediato: -Y ahora una nueva sorpresa. Como todos los días en este programa descubrimos potenciales artistas. Pase adelante, joven. Rodrigo tomó la guitarra en sus manos y la afinó en segundos. Caminó hacia donde estaba el locutor y éste le preguntó: -¿Cómo se llama usted? -Rodrigo.
  • 39. -Bienvenido, Rodrigo a éste, el mejor programa que se transmite por la radio en todo el occidente del país. ¿Y sabe tocar? -Sí, señor. -Vamos a tener el honor de oír a un nuevo descubrimiento de la música popular. ¿Y usted, señorita, qué va a cantar? -Yo voy a cantar “Triste zas” -Muy bien. Pero primero díganos su nombre, señorita. -María Angelina. -Muy bien, María Angelina. Vamos a oír la voz de una futura estrella de la radio y de la canción romántica. “Tristezas”, “Tristezas”, un vals del maestro Fortunato Castellano. Le acompaña, Rodrigo. Esto es música de autores larenses, música de esta tierra. Adelante, estudios. El micrófono es suyo, señorita. Rodrigo acompañó a María Angelina y al finalizar recibieron grandes y prolongados aplausos. Cuando se retiraban y se acercaban otros aficionados a cantar, el locutor le dijo: -No se retire, Rodrigo. ¿Usted es capaz de acompañar al próximo aficionado, a esta bella muchacha que nos acerca? -Sí. A todos los que usted quiera –respondió Rodrigo. -Magnífico, Rodrigo. Acompañó a varios aficionados que se presentaron y al final le pagaron 2 bolívares. El locutor se le volvió a acercar, lo tomó por un brazo y le expresó: -Quedas contratado para mis próximos programas. Al salir de los estudios de Radio Barquisimeto, se le presentaron Rubén Riera y Teódulo Alvarado, quienes formaban un dueto denominado “Los Hermanos Riera” e impresionados por la maestría de Rodrigo en el manejo de la guitarra, lo invitaron a que se incorporara y formaran un trío. -Desde hoy mismo cuenten conmigo, aunque yo no tengo guitarra –respondió Rodrigo. -No importa, te conseguiremos una prestada –le dijo Rubén. -¿Y cómo lo llamaremos? –preguntó Rodrigo. -El Trío los Hermanos Riera.
  • 40. Rodrigo comenzó a tocar con el nuevo Trío en la radio La Voz de Lara, la más importante de la época en la ciudad, sin dejar de asistir a Radio Barquisimeto a acompañar a algunos aficionados que se presentaban, buscando escalar el estrellato de la canción popular. Se encontró nuevamente con María Angelina y le pidió al director del programa que le diera una nueva oportunidad. La acompañó con la guitarra y cuando volvió a cantar “Tristezas” le hizo el dúo. A la salida de la radio le expresó: -Si me das tu dirección te llevo una serenata esta noche. -Me encantaría recibirte en mi casa, mi familia está de viaje y cantaremos tú y yo, sólo para nosotros, no para el público. Rodrigo buscó a los a los otros miembros del Trío los Hermanos Riera y los conminó a que lo acompañaran. “Hoy por mí y mañana por ti” era el lenguaje clave de los serenateros del momento. A las 5 de la mañana el Trío de guitarristas y cantores populares armonizaban sus voces al pie de la ventana del primer amor juvenil del niño prodigio de Barrio Nuevo que se había propuesto conquistar los más importantes escenarios de la farándula radial. María Angelina oyó con pasión y devoción al acompañante de sus canciones románticas y luego lo invitó a pasar al interior de su vivienda. Los otros dos integrantes del Trío entendieron que hoy era la noche de Rodrigo, tocaron y cantaron “Despedida” una canción con letra de uno de ellos y música del otro, con la seguridad de que a Rodrigo le correspondería cantarla y tocarla cuando alguno de ellos tentara el corazón de alguna aficionada. En Radio Barquisimeto conoció a los hermanos Hermógenes y Rafael Gómez, quienes formaban un dueto famoso de la radio y la canción romántica. Con ellos alternó en diversas oportunidades, que le permitieron ir conociendo el medio musical barquisimetano. También alternaría con ellos en la vida bohemia de la juventud larense. Atento a todas las actividades artísticas que se realizaban en Barquisimeto, leyó en el periódico El Impulso que en el Cine Arenas se realizaría un concurso de tangos en homenaje a Carlos Gardel, al que podían presentarse todos los aficionados que lo quisieran, frente a un jurado que otorgaría un premio metálico al que mejor interpretase con la guitarra y cantase un tango. -Rubén, préstame tu guitarra que voy a participar en este concurso –le dijo a su compañero del Trío los Hermanos Riera, mostrándole el aviso publicado en el periódico. -Mi guitarra es tuya, Rodrigo, y que tengas suerte. Rodrigo se dirigió al Cine Arenas y se incorporó a una larga cola de aficionados que esperan su turno. Cuando le tocó a él, quien hacía de animador del concurso, le preguntó: -¿Qué va a cantar, usted?
  • 41. -“Golondrina”. -¿Y quién lo acompañará? -Yo mismo. Al finalizar su improvisada interpretación, recibió grandes y prolongados aplausos que lo emocionaron profundamente. Esperaba el veredicto con un gran interés, sobre todo por el valor económico del premio, por la difícil que era obtener regulares ingresos tocando y cantando en la radio. Cuando cantó el último de los aficionados, el animador anunció que el jurado se iba a reunir para emitir el veredicto. El silencio se apoderó de la sala del Cine Arenas. A los pocos minutos apareció el monitor del evento y expresó: -Señoras y señores, el jurado ha decidido por unanimidad otorgar el primer premio a Rodrigo Riera, quien tocó y cantó el tango “Golondrina”. El premio consiste en 5 bolívares en efectivo y un ticket por un mes para entrada gratis al Cine Arenas. Rodrigo continuó interviniendo como acompañante de la mayoría de los aficionados que se presentaban en Radio Barquisimeto, hasta que la directiva de la propia emisora lo contrató como acompañante de todos los profesionales de la canción popular, nacional e internacional, invitados para actuar en programas especiales de dicha radio. En el tiempo que estuvo contratado como la guitarra oficial de la emisora, acompañó a artistas como Lorenzo Herrera, Tito Guizar, El Charro Gil, Lorenzo Barcelata y Pedro Salas. Entre los más famosos de América Latina, conoció y acompañó a Libertad Lamarque. Con la presencia de Rodrigo, el Trío Hermanos Riera adquirió muy rápidamente fama nacional. A los pocos meses de estar actuando en La Voz de Lara, fue invitado para participar en numerosas radios y teatros improvisados del país. El prestigio alcanzado en poco tiempo los colocó en la cúspide de la farándula radial venezolana. Ángel J. Fuguet, poeta y músico popular de renombre en ese medio artístico de la nación, después de oírlos actuar, se convirtió en promotor de dicho Trío y los invitó a presentarse en Radio Caracas, la primera y principal de Venezuela. En Caracas conoció Antonio Lauro, concertista de la guitarra y compositor, profesor de la Escuela Superior de Música “José Ángel Lamas”, quien al oírlo tocar, consideró que estaba en presencia de un potencial guitarrista clásico, si realizaba estudios especializados. -Usted debe estudiar en la Escuela Superior de Música. Creo que usted tiene un oído absoluto, lo cual le garantiza éxito en los estudios de la guitarra clásica –le expresó al terminar un programa de música popular en Radio Caracas, con la participación del Trío de los Hermanos Riera.
  • 42. -Muchas gracias, maestro, pero tengo un contrato para participar en un programa en Ondas del Lago de Maracaibo y debo viajar muy pronto a esa ciudad. El Director de la emisora Ondas del Lago había oído tocar al Trío y les hizo una oferta bastante halagüeña en comparación con lo que ganaban en Caracas. Rodrigo no le informó a Lauro que la verdadera causa para irse para Maracaibo era el apremio económico que atravesaban todos, porque los éxitos que obtenían en Radio Caracas y en otras emisoras en las que él actuaba como acompañante o como cantante, no se correspondían con sus ingresos. -De todas maneras, tome esta tarjeta para el Profesor Raúl Borges, quien dicta la cátedra de guitarra. Cuando usted lo decida se la presenta, le aseguro que lo atenderá muy bien –le expresó Antonio Lauro, antes de despedirse muy bien impresionado por el virtuosismo de Rodrigo en la ejecución de la guitarra. -De nuevo, maestro, muchas gracias, cuando termine el contrato en Maracaibo me vendré a estudiar con el Profesor Borges –le contestó Rodrigó y tomó la tarjeta y la guardó en uno de los bolsillos de su paltó. Deambuló algunos días por las calles de Caracas, conociéndola y tratando de desentrañar las características de la ciudad. No le encontró parecido alguno con Buenos Aires o Ciudad de México, tal como se la había imaginado, cuando estas últimas aparecían en la pantalla del cine Salamanca en su ciudad natal. Apenas los nuevos edificios de la Urbanización El Silencio le dieron una cercana idea de gran metrópoli. Las calles de Caracas le parecieron mejor cuidadas que las de Carora, pero no encontró las amplias avenidas que exhibían en el cine las grandes capitales de Argentina y de México. Cuando caminaba por los alrededores de El Silencio, una joven escotada hasta la mitad de los senos, desde la ventana de una antigua casona le hizo señas para que se detuviera y entrara al prostíbulo. Rodrigo concibió la conducta de una prostituta, y pensó: Tantas muchachas bellas que van a la radio no pueden ser cambiadas por una prostituta. Y siguió su camino. Al día siguiente viajó a Maracaibo con sus compañeros del Trío Los Hermanos Riera. En la radio Ondas del Lago tuvieron un éxito total, tocando pasillos larenses y música venezolana en general. Después de varios meses de actuación, recibiendo todos los aplausos posibles de un público popular delirante, Rodrigo percibió que el repertorio de canciones populares que ejecutaban, aunque recibían el respaldo del pueblo marabino, se hacía repetitivo y consideraba necesario introducir algunas modificaciones. Invitó a sus compañeros a analizar el momento que atravesaban y les planteó: -Creo que es necesario ensayar nuevas composiciones, noto que no progresamos, que la calidad artística disminuye y requerimos un mayor nivel de actuación. -Yo creo que la música que tocamos le gusta a la mayoría que nos escucha – respondió Rubén Riera.