Este documento es un resumen de tres capítulos de una novela. Presenta a T., un profesor que se aloja en una pensión barata y ruidosa donde comparte cena con otros huéspedes, incluyendo a Damián y Ramón. En la cena, Ramón se jacta de sus habilidades en otros idiomas frente a T., quien se siente incómodo. Más tarde, T. comienza a marearse después de beber vino en lugar de agua durante la cena.
7. CAPÍTULO I
LA PENSIÓN
I
A T. le horrorizaba la idea de compartir habitación con alguien
desconocido y tampoco se molestó en aclarar, una vez más, que él
no era estudiante sino profesor. Seguramente aquel pequeño matiz
carecía de importancia para aquella mujer de mirada huraña y gor-
dura extraordinaria.
–Puedes dormir en la cama que quieras pero ya sabes que si no
quieres compañía tendrás que pagar la habitación doble tú solito
–dijo la dueña de la pensión en tono airado–. Además, los estu-
diantes siempre me gastáis más luz –añadió, como si le fastidiase,
en el fondo, hacer negocios con T..
No era la habitación precisamente acogedora: dos camas con
colchón de espuma –algo deforme– una pequeña mesa en un rin-
cón y una silla plegable, de madera. Los elementos decorativos
–cuadros, espejos, jarrones...– brillaban por su ausencia. La puerta
carecía de cerrojo, pestillo o cualquier otro dispositivo que garanti-
zase la intimidad y seguridad del inquilino. El papel de la pared no
era de ningún color que T. conociese, quizá había sido granate. La
ventana tenía el marco agrietado, con la pintura –verde– cuarteada
y para colmo de males no cerraba bien. La persiana, a medio bajar,
se encontraba atascada y las contraventanas, que hubieran propor-
cionado cierta penumbra a la hora de conciliar el sueño, permane-
cían abiertas de par en par con las bisagras totalmente desvencijadas.
T. dejó su maleta y su viola en un rincón y se preguntó en qué
cama dormiría. La comodidad no le preocupaba mucho pero sí la
limpieza. Destapó la primera y comprobó que las sábanas estaban
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además, en mitad de la operación, la puerta se abrió sin llamada
previa y Encarna apareció, de nuevo, en el umbral.
–Se me olvidaba. La cena es a las nueve –gruñó–. ¡Ah!, y no se
te ocurra mancharme las dos camas –añadió frunciendo todavía
más el ceño al reparar en las maniobras de T..–¡Que te veo venir!
II
Todavía faltaban diez minutos para las nueve cuando T. hizo su
entrada en el bar-comedor de la pensión. La atmósfera estaba car-
gada, olía a farias y una televisión de colores desvaídos, a la que
nadie prestaba atención, atronaba toda la sala. Después de recorrer
toda la estancia con la mirada, T. se encaminó hacia una pequeña
mesa vacía pero Encarna, con grandes aspavientos, le indicó otra
grande y alargada, desde la que no menos de una decena de comen-
sales le observaban con mal disimulada curiosidad.
–¡Encarna, saca la manduca, que ya estamos todos! –vociferó el
más gordo dando fuertes palmadas en la mesa.
–Tú debes ser El estudiante –inquirió uno de los huéspedes que
sostenía un cigarrillo con dedos finos y amarillentos–. Yo soy
Ramón, ingeniero industrial, aunque como soy un hombre breve,
puedes llamarme Ra –dijo en alusión, posiblemente, a su escasa
corpulencia, lanzando, después, una bocanada de humo que envol-
vió a T. y le hizo toser. Entonces el ingeniero soltó una estúpida
carcajada que fue coreada por todos los demás.
T. había tomado asiento junto al gordinflón, que ocupaba, él
sólo, un largo banco corrido en uno de los laterales y ahora obser-
vaba cómo la dueña repartía, con sorprendente agilidad para su
volumen, unos platos gastados que contenían una pasta oscura
cuyo color y aspecto le parecieron nauseabundos aunque fue
mucho peor al probarla. Además, la excepcional barriga de su veci-
no hacía imposible acercar la mesa al banco a una distancia normal
para los brazos de T. y le obligaba a adoptar una postura tan incó-
moda como cómica, cada vez que intentaba llevarse algo a la boca.
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9. –Está cojonuda esta sangrecilla –masculló un joven musculoso
con cara picada de viruelas a quien llamaban Raimundo–. Por cier-
to, Obispo, ¿qué tal ha ido hoy la cosecha?”.
El gordinflón a quien iba dirigida la pregunta se encogió de
hombros y farfulló algo así como:
–Lo de siempre.
–¡Coño, Damián! Pues lo de siempre no está nada mal. Ya podías
pagarte luego unos cubatas –exclamó Ramón jocosamente–. La
gente religiosa tiene que mirar por el prójimo, ¿verdad?.
Todos aprobaron entre gruñidos y risotadas lo que decía el inge-
niero, que seguía llevando la voz cantante.
Damián no debía tener muchas ganas de continuar aquella con-
versación porque puso cara de poker e hizo como que le interesaba
mucho el telediario de las nueve, aunque apenas se entendía nada
de lo que decía el locutor con todo el tumulto del bar.
–Y tú, estudiante, ¿en qué pierdes el tiempo? –continuó Ramón
con un tono que a T. le pareció inoportuno.
–Yo... en realidad soy profesor aunque también estudio para
oposiciones, claro –contestó T. un tanto cohibido, consciente de
que todos estaban ya terminando el plato de sangrecilla y él seguía
dándole vueltas con el tenedor.
–Mira qué listo es el chico –exclamó irónico Ra–. ¿Y de qué se
supone que das clases? Porque enseñar... lo que se dice enseñar, con
esa pinta que tienes, no creo que enseñes mucho.
–De inglés –contestó T. de mala gana, algo molesto por la
observación de Ramón.
–¡Ah, inglés! –por un momento el gesto y la exclamación de
Ramón hicieron pensar a T. que aquel idioma quizá no tuviera mis-
terio para el ingeniero–. Do you speak English? – quiso decir el
hombrecillo aunque lo que pronunció más bien sonó duyus pitinglis.
A continuación añadió “guz morninj, mai teilorrr is rish” y sonrió satis-
fecho adoptando una forzada pose con la que intentaba, sin duda,
reafirmar su indiscutible liderazgo. Después recitó un par de frases
en francés macarrónico y, como colofón, pronunció una parrafada
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10. en gallego. Cuando terminó su alarde, miró a su alrededor con el
fin de comprobar que todos le habían escuchado y buscó la apro-
bación de T. pero éste bastante tenía con luchar contra las arcadas
que le producía aquella pasta negra que todavía llenaba su plato.
–Dile que ha estado de puta madre o lo tienes claro – le dijo
Damián por lo bajini, entre cucharada y cucharada.
–Muy bien, muy bien –T. forzó cuanto pudo sus acartonados
músculos faciales en lo que pareció una sonrisa más o menos con-
vincente.
Los primeros mareos no pillaron a T. de improviso. Ya imagi-
naba que llegarían. Durante la cena se había visto forzado a beber
vino al no encontrar ninguna jarra de agua a la vista. Al parecer, no
se estilaba en aquel lugar porque cuando preguntó por ella alguien
le contestó que “el agua, para las ranas” y a T. le había dado ver-
güenza seguir insistiendo.
A partir de entonces y durante un buen rato, como siempre que
bebía más de la cuenta, todo lo que ocurría a su alrededor parecía
formar parte de una película lenta, en blanco y negro, donde T.,
más que protagonista parecía espectador. Incluso las voces de sus
contertulios sonaban algo distorsionadas.
–¿Hace una partidita, profe? –T. contempló a Damián El Obispo
con ojos abotagados por el alcohol pero no supo qué decir o quizá
no se atrevió, al ver el aspecto descomunal de su interlocutor–. Te
prometo que no te soplaremos más de cien duros, juaa, juaa.
Además te pondremos de pareja a Malquedas, que es el más tram-
poso de todos –insistió el gordinflón barajando ya unas mugrien-
tas cartas. La película ya había empezado, pues, en la cabeza de T.,
que, en aquellos momentos, carecía de los recursos físicos e inte-
lectuales necesarios para salir de ella.
Sosteniendo una copa doble de anís, el tal Malquedas tomó asien-
to frente a T., que instintivamente ladeó la cabeza en un intento por
esquivar el inmundo aliento de su compañero de mus. Su aspecto
tampoco era mucho más agradable. Vicente Malquedas tenía los
dientes negros y donde no eran negros estaban amarillos. T. podía
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11. verlos continuamente porque a Malquedas todo le hacía gracia y no
paraba de reír con una estridencia inaudita.
Un segundo después aterrizó Ramón con su puro recién encen-
dido.
–Te vas a hacer un hombre aquí, chaval –le dijo el ingeniero,
dándole unos cachetes en la nuca. Cuando T. alzó la cabeza para
asentir cortésmente, recibió de pleno toda la bocanada del farias.
La partida era ya lo de menos. T. buscaba argumentos desespe-
radamente con los que librarse de la desagradable halitosis de
Malquedas, el humo pestilente del puro que Ramón saboreaba así
como del insoportable hedor de las sudadas deportivas de Damián.
–Yo... es que mañana tengo que madrugar y...
–¡Venga, venga, déjate de chorradas que yo también trabajo
mañana! –le interrumpió El Obispo colocando el tapete.
T. no pudo evitar la partida y tampoco entendió por qué todos
prorrumpieron en carcajadas cuando el gordinflón dijo aquello último.
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