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ASPECTOS PINTORESCOS
DE MADRID
(1918-1923)
Segunda serie
NILO FABRA
Edición, transcripción:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
La Voz (1920-1923) (Dibujos de Tovar)
Segunda serie
1- En el portal de una casa céntrica y fastuosa............................................................................5
2- La limpieza de las botas, o la elegancia pedestre.................................................................10
3- La brega con los chiquillos del instituto...............................................................................15
4- Las mujeres alineadas con un aparato en los oídos..............................................................21
5- Los sacrificios a que obliga el amor con buenas intenciones...............................................26
6- El carrero, rey de la calle, o la guerra a perpetuidad............................................................32
7- Las miserias de un ex hombre que tuvo la aspiración de redimirse.....................................38
8- Los placeres refinados que goza un motociclista.................................................................43
9- De cómo la calderilla resulta metal precioso........................................................................48
10- Quien no pasa por la calle de la Pasa no se casa.................................................................53
11- Un “archimaga” cornetín que deleita los oídos...................................................................58
12- Las noctámbulas billeteras que venden por el centro de Madrid........................................63
13- “Con el cabello gris se acercan a los rosales del jardín”....................................................68
14- Los pulcros y artísticos “trabajos” del carterista Gabrielillo..............................................74
15- El público y los telegramas en el edificio que fue casa de postas......................................79
16- El cuarto de las coristas en un teatro popular......................................................................84
17- Comparaciones espirituosas entre el casticismo madrileño y la mitología griega.............90
18- Las escuelas de tauromaquia en los pueblos hispánicos.....................................................96
19- Las aguerridas huestes que acaudilla Urios, el “Otelo”....................................................102
20- La gente de escaleras arriba que sirve en el Palace..........................................................107
21- Las Magas madrileñas que profetizan con “el libro de las cuarenta”...............................112
22- La monótona vida de los quincenarios en las cárceles.....................................................118
23- Don Mahomet se pasea por las calles de la villa y corte..................................................123
24- “La casa de las medias”....................................................................................................128
25- La audaz aventura de tres chiquillos madrileños..............................................................133
26- La enseñanza casera de los niños ricos, relatada por un profesor particular....................139
27- La plaza de las Salesas, el coche celular y los hombres esposados..................................142
28- Las agencias madrileñas de substitutos para África.........................................................146
29- El hombre de la manivela y su compañero el cobrador....................................................149
30- El alborotador y jovial Momo se va con los gritos a otra parte........................................154
31- Los cartones a diez céntimos, o el solemne espectáculo de una lotería popular...............158
32- Las taquilleras de “cine”, o el piropo madrileño..............................................................161
33- Los heroicos aficionados a la tribuna pública del Congreso............................................164
34- Las rifas al aire libre en los barrios bajos.........................................................................168
35- La escasez de viviendas ha originado un nuevo medio de ganarse la vida......................172
36- "La reina del mendrugo" en su clásica prendería.............................................................176
37- El noble juego del as de oros en las afueras de la villa y corte.........................................180
38- Las libreras del Metropolitano en sus garitas de cristales................................................184
39- El policía privado, las infidelidades conyugales y extremos de la vida íntima................188
40- Veinte años de “Mono” en la Plaza de Madrid.................................................................192
41- Los desprecios y confianzas de un criado de casa grande................................................196
4
5
EN EL PORTAL DE UNA CASA CÉNTRICA Y FASTUOSA
Comentarios de un “chico de ascensor” aspirante a capitalista
I
EXPOSICIÓN
En el portal de una casa céntrica y fastuosa se pasa horas y horas un mozalbete de
catorce años, vestido con un uniforme gris que ostenta una gran botonadura, teniendo
el chico por única misión dirigir una de esas jaulas llamadas ascensores... En el primer
piso de la vivienda a que me refiero se halla instalado el "Círculo Andorrano", al cual
concurre todo género de personas, sin que se las exija documentación ni garantía
alguna, en bien, como es natural, del sostenimiento de las buenas relaciones hispánicas
con la vecina y diminuta república... En los otros pisos habita gente adinerada...
Andresillo, el "chico del ascensor" me aburre mucho, siempre metido en la jaula o en
el portal, y para entretener sus ocios se entrega a la literatura… Este es un hecho que
nada tiene de particular, porque de literatos, malos o buenos, todos tenemos un poco...
Lo que me parece más extraordinario es que Andresillo, en lugar de escribir cosas
inspiradas en las lecturas ajenas, busque la observación propia y procure apuntar en su
diario cuanto le ocurre, concediendo, sin darse cuenta, una grande importancia a las
cosas vulgares… Yo adoro las cosas vulgares y los pequeños detalles, y no puedo
resistir a la tentación de transcribir aquí unos cuantos párrafos del manuscrito que
Andrés me ha entregado desinteresadamente… Con lo que evito, además, escribir un
artículo.
Lo tremendo del caso es que mi vanidad literaria ha influido en mi ánimo para hacer
ciertas correcciones, y temo que se pierda todo el encanto ingenuo del estilo.
6
II
LO BUENO Y LO MALO DEL OFICIO
"Es una aburrición... No sé por qué me mandaron a la escuela... Claro que me alegro
de no ir a la escuela, porque yo ya no tengo ya nada que aprender… Pero ya estoy
harto de subir y bajar… el chisme, y hoy fue un día malo; la casa se lo debe de llevar
todo... Salen "pelaos"... Rafael ha hecho el gran negocio, pues se pasó la tarde y la
noche yendo y viniendo a las casas de empeño… Cuando yo sea botones de verdad,
será otra cosa… Entonces sí que tendré "guita". Esto en que me han metido tiene de
bueno y tiene de malo... Lo malo es la pelmacería de estarse tantas horas sujeto, y el
tener que aguantar los coscorrones de todo el mundo... Lo bueno es que se aprende,
aunque para aprender sea menester cavilar mucho... Hay que no dárselas de vivo, y
serlo... El día que me suban "arriba", ya verán si soy despierto o dormido... Tres duros
diarios, por lo menos, no hay quien me los quite... Y con tres duros diarios me voy a
sonreír de Don Juan Tenorio… Entre tanto, Andresillo, conténtate con las tres pesetas
que un día con otro se sacan dando al chisme éste que tanto sube y baja... Así se
estrellase... cuando yo estuviese fuera…
III
LOS CHILLIDOS DE LAS SEÑORAS
Esta tarde me he reído, pero que "la mar". Ha sido una cosa graciosísima. Las hay
tan "atontás" y tan "pazguatas", que era para restregarlas los morros.
Han venido tres señoras, que iban a hacer una visita en el segundo, donde viven los
señores de Porcuondo, que creo tienen un dineral y que en la vida me han dado una
propina... A las tres señoras las metí en la jaula por hacerle un favor al portero, que
había salido... Mi incumbencia no es más que el Círculo Andorrano, y por eso no subí
con ellas.
El ascensor empezó a elevarse, y un poco antes de llegar al segundo empiezo a oír
que gritan: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Amparo, por Dios, y por la Virgen y por
todos los Santos!"
Yo pensé que, era algo criminal lo que ocurría, y por cierto que me hice la cuenta de
que si me llamaban a declarar ante el juez no firmaría nada sin ver lo que estaba
escrito, y subí a ver los "cadáveres"...
Lo que ocurría es que abrieron las puertas antes de llegar al piso el ascensor, y, es
natural, el "chisme" se paró inmediatamente... Pero a mí me hizo tal gracia el miedo de
las señoras, que no pude menos de decirlas que aquello era muy grave y que estaban
en peligro de que el artefacto se derrumbase y murieran aplastadas... Una de ellas
empezó a llorar, la otra a rezar avemarías y credos, y la tercera a dar unos berridos
tremendos que se oían desde la calle.
El portero por poco no me mata, y los señores de Porcuondo han amenazado con
quejarse al casero... Pero a la parroquia del "Andorrano" le ha hecho mucha gracia…
7
IV
A BOFETADA LIMPIA
¡Madre de Dios, la mano de bofetadas que me llevo si no ando listo! ¡Gajes del
oficio! ¡Mire usted que estar metido en el ascensor en compañía de dos sujetos que se
dedican a "arrearse estopa"! ¡Y que se han dado de firme!
Acababa de subir por una cajetilla, y dos socios que salían me pidieron el ascensor...
No sé por qué se me figuro que habían ganado, y esperaba una buena propina...
¡Equivocaciones que tiene uno! ¡Nunca se acaba de aprender!
En cuanto se metieron en el ascensor, el más alto dijo al más bajo:
—Eso que me decías arriba repítemelo ahora.
Y el más bajo, que debe ser un "madrugador", contestó con un sopapo de "órdago".
¡Yo me quedé turulato!… El otro no se estuvo quieto, y los dos empezaron a repartirse
"manguzás"… Como al principio no me daba cuenta de que pudiese correr peligro
alguno, se me ocurrió la bromita de hacer subir y bajar el ascensor para que aquello
durase y los hombres se desahogaran, hasta que recibí un puntapié que me dolió de
verdad, y entonces les puse en el mismísimo portal, donde les separó el portero e
infinidad de personas que habían acudido al alboroto.
Luego so presentó muy serio el presidente del Círculo, y les dijo:
—¡Quedan ustedes expulsados de esta sociedad!, y uno de los "tíos" contestó:
—Pero si no somos socios, ni lo es ninguno de los que vienen a esta casa; ni usted
mismo ha pagado un recibo en su vida.
Creí que se reproducía el escándalo… Si estas cosas sucediesen más a menudo, el
oficio sería un poco divertido.
8
V
DE PASEO CON PAPÁ
"Desde las tres y media de la tarde hasta cerca de las ocho, he tenido hoy compañía
en el portal. Han sido dos chicos, uno de ellos varón, de mi edad, y la otra, hembra,
que ya habrá cumplido los doce, y me ha mirado con mucha simpatía... ¡Suerte que
tiene uno!… ¡Aunque a mí las menores no me gustan!
Ha sido una cosa de "chasco". Los dos "chaveas" son hijos de don Lorenzo, un
caballero muy simpático, que va mucho al Andorrano, y cuando le va bien da grandes
propinas. Al llegar, dijo:
—Dentro de media hora baja y nos iremos al Retiro... Esperad aquí con Andrés.
En cuanto entró en el ascensor me dio dos pesetas, añadiendo:
—Si dices algo a los chicos de lo que ocurre arriba, te reviento de una patada.
—Descuide, señor—contesté muy fino.
En seguida me hice amigo de los chicos… Él se había tragado toda la partida...
Menudo "vivo". Ella estaba en la higuera... Pasó la media hora, la hora, las dos horas,
y nada, don Lorenzo sin bajar... La chica me pidió que le enviase un recado, y se lo
llevé.
—¡Don Lorenzo, que baja en seguida!—me dijo el portero de arriba.
¡Qué había de bajar, si el "tío" estaba "colao" en ocho billetes!
A eso de las cinco, otro recadito, que fue contestado con el envío de un duro para que
se merendase, y la promesa de ir al "cine", ya que no se podía ir a paseo.
Compramos emparedados y pasteles. ¡Virgen Santa, qué banquete! Lorencín debe de
ser muy generoso, pues el duro lo hizo "migas" en un decir Jesús. El hombre subía y
bajaba conmigo en el ascensor y estaba más divertido que si hubiese ido a paseo.
La chica, en cambio, rabiaba y no hacía más que decir que si su mamá se enterase
iba a haber un escándalo muy grande, porque aquello no estaba ni medio bien, y a una
muchacha de su clase no se la podía tener toda la tarde de Dios en una portería, lo
mismo que a una cualquiera...
Por fin bajó don Lorenzo cuando ya era muy de noche, y dijo con tono imperativo:
—¡Son los negocios, hijos, son los negocios! Vuestro padre tiene que ganarse la vida,
y las ocasiones hay que aprovecharlas… ¡No lo olvides, Lorencín, no lo olvides!
—No lo olvidaré, papá... No lo olvidaré.
¡Qué va a olvidar! Aunque viva cien años no se le olvida una tarde como ésa…
9
IV
ASPIRACIONES
Hoy es un día grande para mí. El conserje acaba de comunicarme que dejo de ser
"chico del ascensor" y se me asciende a la categoría de "chico de recados" o recadero,
como llaman otros… Dos tres o cuatro durillos diarios no hay ya quien me los quite...,
y en seguida a aprender a sumar muy de prisa, para llegar a ser un buen tirador de
ruleta y "treinta y cuarenta"... Dentro de tres o cuatro años me sentaré en la mesa;
estoy seguro..., y si consigo ahorrar algún dinero, que no es difícil, utilizando el juego
sin jugar nunca, quizá me meta en algún negocio por mi cuenta... Me propongo no
cejar hasta tener un automóvil."
VII
ESTOS SON LOS FRAGMENTOS
Estos son los fragmentos que me he atrevido a copiar del diario que escribe
Andresillo, "el chico del ascensor" y aspirante a capitalista. Vuelvo a pediros perdón
por no haber hecho las correcciones con mayor acierto, para que se reflejara
claramente el estilo familiar de este muchacho, que quizá llegue a ver convertidos a la
realidad sus sueños ambiciosos e infantiles.
10
LA LIMPIEZA DE LAS BOTAS, O LA ELEGANCIA PEDESTRE
“Un hijo de Calderón de la Barca” que se pisa la vida arrodillado
—He llegado a creer que soy hijo de Calderón de la Barca... Desde que tenía cuatro
años no he salido de la plaza de Santa Ana y en ella he ganado siempre el "coci"... Así
es que, por lo tanto, me considero hijo de Calderón, o, por lo menos, de la estatua.
—¿Y cumples tus deberes filiales?
—Ya lo creo. Todas las noches, al retirarme a casa de madrugada, me dirijo al
hombre de piedra y le digo: "¡Adiós, papá...!"
Estoy hablando nada menos que con Juanito, "el Calderoncete", o "el de Santa Ana",
uno de los limpiabotas madrileños ambulantes de mayor popularidad, artista
consumado, como no tardarán ustedes en enterarse, si dan crédito a sus palabras, y
todo lo pinturero y "marchoso" que se precisa para el noble cargo que ejerce, y que le
proporciona un jornal nada despreciable.
Juanito es hijo de una ciega, y desde los cuatro años hasta los trece mantuvo a su
madre con la venta de periódicos, siempre en la plaza de Santa Ana. Ya en la
adolescencia, abrazó un oficio de mayor categoría, dedicándose a ser un servidor
activo de la elegancia pedestre... En la actualidad, a los veintitrés años, continúa de
limpiabotas, sin propósito de abandonar el oficio, y sigue sosteniendo a la ciega... Es
de justicia reconocer esta buena cualidad filial, como lo es asimismo la afirmación de
que Juanito es un "golfante" de los del "veri", para decirlo en su propio lenguaje.
11
—Me he hecho dueño de la plaza desde hace tiempo. Ya me conoce usted de "toa"
mi vida, y sabe que yo "camelo" de estas cosas.
—¿Y no te han salido competidores?
—"Un porción"... Yo les dejo que hagan, y que digan... Pero llega la hora de la
verdad y Juanito se lleva toda la parroquia buena... Claro que la plaza de Santa Ana
vale mucho, y da para todos, y yo no soy exclusivo... ¡Que viva todo el que pueda...! Y
aquí ya lo creo que se vive... Y en verano, ¡el despiporren...! Muchos días salgo de
trabajar sonriéndome de Urquijo, de Romanones y de Belmonte... ¡Para rico, yo!
¿No les parece a ustedes que es algo maravilloso, en esta época de queja universal,
tropezar con un hombre que pronuncia esas palabras? Resuenan en mis oídos como
algo sobrehumano... No olvidemos que Juanito se dice hijo de Calderón de la Barca...
—¿Y cuánto ganas para estar tan contento?
—En verano, de quince a veinte pesetas, sobre poco más o menos. Luego baja, cosa
que me ha extrañado siempre, porque con el frío debe de dar gusto que le calienten a
uno los pies a fuerza de pasar el paño...
—¿Pero se vive de las botas también en invierno?
—Natural que se vive... A usted no le puedo engañar, porque me ha conocido cuando
era del tamaño de una cucaracha y se le aprecia.
—Gracias, hombre... A la recíproca… Siempre es cosa muy conveniente gozar las
simpatías de las personas adineradas...
Juanito se ríe con malicia irónica y lanza miradas astutas y guasonas, como dando a
entender que es un hombre muy por encima de todas las pequeñas preocupaciones, y
que tiene conocimiento de cuánto vale su personalidad.
12
—¿Y para armarse "caballero limpiabotas", qué se necesita, Juanito?
—A primera vista, parece que "na". Con quince pesetas es usted limpiabotas.
—¿Yo?
—El que quiera; claro limpiabotas malísimo... Pero como no se exige título, ni nada,
en cuánto se va usted a casa de Manuel Fernández, le entrega los tres "papamonas" y le
dan a usted un cajón, un cepillo de color, otro negro, otro para barro, paños, gamuzas,
dos frascos de "dandy" y dos de crema, y ya puede usted lanzarse a la conquista del
mundo.
—¿Siempre con buen éxito?
—Casi todos pueden comer... Los hay muy "tarugos", y no aprenden en toda su vida;
pero una medianía lo puedo ser cualquiera... Llegar a ser un gran limpiabotas necesita,
sin embargo, mucho estudio, mucha ciencia y mucho arte.
—¿Tú perteneces a esa elevada categoría de limpiabotas ?
—Aunque me esté mal el decirlo… Los mejores que hay hoy por Madrid somos yo,
el "Dientes" y el "Conde". A éste le llamamos así porque es muy presumido…
—¡Pues mira que tú, que te colocas el primero!
—Con la modestia no se va a ninguna parte... ¡Ah! No deje usted de poner que
también "promete" mucho un chico que empieza ahora, de catorce años: Villalonga.
—Apellido popular y sindicalista.
—Nosotros le decimos que viene todos los días a limpiar las botas en aeroplano
desde Cartagena.
—Y de "Cien Higos", ¿qué me dices?
Juanito dibuja una sonrisa desdeñosa, que hubiera gustado muy poco al distinguido
autor dramático, y luego contesta:
—Es un "chalao". Se le hace mucho "de" rabiar... Se ha salido de lo suyo, sabe usted,
y eso no puede ser... A mí me hace gracia oírle las cosas tan raras que cuenta... Si no
presumiera tanto... Ahora que como limpiabotas no es malo... Esa es la verdad y quiero
que conste.
—¿Y tardaste mucho en aprender el oficio?
—En esto siempre se está aprendiendo algo... Cada día noto más las dificultades que
tiene llegar a ser un gran limpiabotas.
—¿Quien te enseñó?
—El "Chato", un gran maestro; puso mucho cuidado conmigo, porque vio que tenía
una gran afición y condiciones.
—¿Recordarás como un momento de grande emoción el primer servicio que
hicieras?
A Juanito parece que esta simple pregunta le sorprende o le azora, pues guarda
silencio... Yo insisto, y él contesta, al fin, con un leve suspiro:
—Sí, recuerdo, sí...
—¿Y no recuerdas a quién fue?
Nueva pausa, que no sé cómo interpretar… Luego el hombre se decide, y pregunta
en un tono mezcla de malicia y falsa timidez:
—¿No me va usted a tirar algo a la cabeza?
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque fue a usted... En el jardín de la Blasa. Le debí de deshacer un par de
botas... Tengo la evidencia.
13
—¡Ah, bandido!... Me tomaste como globo de ensayo.
Juanito prorrumpe en una gran carcajada que hiere mi vanidad.
—Pues me trajo usted buena suerte..., porque, como le digo, he medrado… Claro
que ha sido por tener condiciones y "darle importancia al asunto" como se merece...
Porque mire... Esto es un arte, y el que no lo comprende así no consigue pasar de la
vulgaridad.
—¿Y tú has llegado a ser maestro en "las florituras"?
—Con el cepillo hago lo que me da la gana, hasta juegos malabares mejor que los
del circo, y si es preciso "le hago hablar" y "hasta le mando por cerillas". Le aseguro
que le tengo educado a la alta escuela… Y no digamos nada del paño… Con el paño
saco yo música, y oyéndola puede usted sonreírse de la Banda Municipal.
—Bien, hombre, bien... ¿Veo que estás contento con el oficio?
—No tiene más contra que la pesadez de estar arrodillado todo el santo día… Vengo
a hacer de treinta y cinco a cuarenta servicios diarios, y cada uno de ellos me lleva diez
minutos... Conque figúrese usted cómo tendré las rodillas… Si para ir al Cielo no se
necesita más que haberse arrodillado mucho, en cuanto me muera entro allí escapado...
—¿Tienes también muchas parroquianas?
—"La mar"... A las mujeres las "disloca" esto de que las limpiemos las botas.
—¿Y a ti tampoco te disgustará?
—"Pué" figúrese... En cuanto la cosa merece la pena "me asomo" todo lo que
puedo... Pero hubo una que me trajo a mal traer…
—¿Te enamoraste, acaso?
—Todo lo contrario… Fue ella de mí. Pero te advierto que era una conquista de más
de cincuenta años... No me dejaba ni a sol ni a sombra... Otro más sinvergüenza
hubiese pensado que eso era un medio para vivir sin trabajar… Pero Juanito supo
quitársela de encima... Y si se descuida, mi novia le arma el escándalo padre. Faltó el
canto de un duro.
—Bien, Juanito, bien... ¡Eres todo un hombre!... ¿Y no has hecho otras conquistas?
El limpiabotas, que carece de modestia para hablar de sus méritos profesionales, al
tocarle esta cuestión se cree en el caso de hacerse el infeliz, y sólo contesta a mi
pregunta con una sonrisa y un guiño de ojo, como queriendo indicar que no es hombre
a quien le gusten las presunciones.
14
—¿Y tienes parroquianos muy generosos?
—¡Ya lo creo! Muchos de a peseta, algunos de dos pesetas y de tres, y allá de
Pascuas a Ramos hay quien se lanza con un duro... La gente de Madrid es muy
generosa... Por eso, a mí que no me saquen de esta tierra. De Madrid a la Gloria.
—¿Y tú alternas con los parroquianos?
—¡Con casi todos! Hay "la mar" de señorones que me hablan como a un amigo y me
dan conversación, que casi siempre es sobre mujeres... Yo a todos les llevo la
corriente... Eso en este oficio es de tanta importancia como manejar bien la crema y el
paño... Hay que entender a cada uno conforme es cada uno...
—Veo que eres un filósofo.
—Otros no se preocupan más que de sus botas... Es natural; para ser un elegante de
verdad hay que tener el calzado reluciente como un sol... ¿Cómo va a presumir de
elegante un sujeto que tenga las botas sucias?..., y la elegancia, después del "parné", es
lo principal de todo: ¿no es eso?
—Eres versallesco, Juanito.
—¿Usted cree? En cuanto vea a "Cien Higos" se lo cuento... Le voy a quitar la
cabeza con esa palabra.
—¿Hay muchos que se limpian las botas más de una vez el día?
—"Un porción", y alguno, hasta tres y cuatro... Ahora, lo que se ha puesto muy de
moda, es limpiarlas antes de ir a la cama... Así se asegura el salir de casa
completamente majo al otro día... Los elegantes son muy "refinaos".
—¿Y no tienes que soportar bromas de la parroquia?
—Sólo por no acudir a tiempo..., y eso me ocurre cada dos por tres, porque hay
muchos que me llaman simultáneamente, y claro, a alguno le tengo que dejar feo...
Estos me llenan de improperios y me dan unas voces tremendas… Pero yo no los hago
caso... Con un poco de "coba" les dejo después suavecitos.
—Decididamente, tú eres un hombre de gran talento...
Juanito vuelve a reír y a hacer gestos pícaros, y añade:
—Como que soy hijo de Calderón de la Barca... Hay que honrar a "papá" el de la
estatua.
—¿Y qué es lo qué más te molesta de tu oficio?
—Los paletos o los roñosos, que no dan por el servicio más que los treinta céntimos
justos... Así los pudran..., y luego los nerviosos, que no hay medio de que tengan el pie
quieto ni cinco segundos, y hacen cosas raras con las piernas, pareciendo que tienen el
baile de San Vito... A esos les doy un bajonazo a la media vuelta...
En cuanto me acaba de pronunciar el símil taurino, un camarero del establecimiento
en que nos hallamos, grita:
—¡Juanito¡ ¡Aquí, un señor, que le sirvas!
El limpiabotas mira de reojo, y luego dice muy contento:
—Es de a peseta... Voy a escape. Y minutos después veo "al hijo de Calderón"
haciendo verdaderas florituras con el cepillo y arrancando al paño un ruido desgarrante
y llorón, que ha tenido la osadía de calificar como música.
15
LA BREGA CON LOS CHIQUILLOS DEL INSTITUTO
Declaraciones de un bedel, hombre de principios rígidos
Voy a hablar de nuevo, lectores, de asuntos pedagógicos, por creer siempre
interesante cuanto se relaciona con la infancia, y muy apropiado el tema para el
verdadero título que debiera tener esta sección: "Cómo se vive en Madrid"… Para ella
me valgo de la referencia directa, o sea dejando a los demás que se explayen a su
gusto, y sólo en determinadas ocasiones me atrevo a escribir algún breve y leve
comentario.
Hoy tiene la palabra un viejo bedel del Instituto, hombre ducho en la brega con la
chiquillería, de grises y luengos mostachos, bajo de estatura y de aspecto robusto, que
habla en tono de suficiencia... Es Luis, el encargado de los gabinetes de Física y los
laboratorios de San Isidro, custodia delicadísima y de la cual se siente orgulloso.
—Llevo veintitrés años en esa casa—dice—; figúrese si habré conocido
generaciones de muchachos y si habré tenido que pelear con ellos. Aunque el fondo de
los chicos, dígase lo que se quiera, es bueno, no dejan de dar guerra. Cada edad tiene
lo suyo...
—¿Le respetan a usted su autoridad?
—Ya lo creo. Todo consiste en saber imponerse desde el primer momento… Sin ello
está uno perdido, y no la adquiere nunca, o, por lo menos, tarda mucho tiempo.
—¿Y está usted contento?
—A mi edad no me queda otro remedio que resignarme... El Estado es bastante
roñoso, pues después de tantos años de servicio, y teniendo a mi cargo la vigilancia de
aparatos que valen un dineral, no cobro más que 2.000 pesetas.
16
—No es mucho para, como está la vida.
—¡Qué va a ser! Ahora pensamos pedir al ministro la creación de escalas graduales y
un aumento de 500 pesetas.
Me comunica su pretensión, que considero justa, y después de suplicarme que la
inserte, tiene el buen gusto, que agradezco, de no insistir sobre la materia, como hacen
otros con pesadez abrumadora.
—¿De modo que los chicos dan mucha guerra?
—Aquello es el infierno... La entrada en el Instituto y la salida de cada clase es algo
parecido a una plaza de toros... No tiene usted idea del griterío que arman los
condenados chicos… ¡Les entusiasma chillar!... Y salen, bajando por esas escaleras,
como en manifestación, pegaditos los unos a los otros y gritando con toda la fuerza de
sus pulmones... El que haya visto el mar puede compararlo a una ola que avanza y que
lo arrolla todo.
—Muy bonita imagen.
—Hay que verlos, hay que verlos… y oírlos... ¡Cualquiera se mete! ¿Y para qué no
dejarlos, si no hacen nada malo?
—¿Y siguen zurrándose mucho entre ellos?
—No, señor; cada día menos. Y se tienen un compañerismo verdadero. En esto,
como en muchas cosas, han cambiado totalmente los tiempos. Los chicos de ahora son
mucho menos díscolos que los de antes, y más inteligentes también... Si tienen cada
frase que le dejan a uno lelo... Y hasta hablan bien...
—¿Con elocuencia?
—No, señor; que no dicen palabrotas, como antiguamente, ni chulerías… Hay más
civilización, más civilización.
17
—¿Tienen permiso para jugar en el Instituto?
—A ciertas horas; pero juegan siempre que no están en clase. Ahora el juego que
está de moda es el de las bolas; pero no prescinden de otros, sobre todo el toro... Lo de
jugar al toro creo que no acabará nunca… La afición la tenemos bien metida en la
carne… Lo único que se les prohíbe de una manera seria y terminante son las pelotas,
porque si no, en la casa no quedaría un cristal sano.
—¿Y es frecuente que vayan a la huelga los chiquillos?
—Esa es la época que nosotros llamamos de las revoluciones. Generalmente son los
estudiantes de Universidad, que levantan de casco a los del Instituto... Se arma cada
cisco..., y hay que arrimar "leña" de veras... Hace algún tiempo estuvo un bedel tres
meses en la cama herido de una pedrada en la cabeza..., y muchas veces tenemos que
llamar a los guardias para que pongan orden, y se reparten sablazos de plano... No
tardarán arriba de un mes en empezar a pedir las vacaciones.
Luis pone la cara un poco seria al hablar de este extremo, y puedo observar que el
recuerdo de anteriores sucesos, fáciles de repetir, no es de su agrado, ni poco ni
mucho.
—Ahora hay muchas niñas en el Instituto, ¿verdad?
—De sesenta a setenta..., y hace años no llegaban ni a tres... El mundo está
cambiando mucho, y Madrid no es conocido. Antes, ver a una chiquilla en las aulas
llamaba la atención, y ahora es una cosa corriente.
—¿Y las tratan bien los compañeros?
—En general, sí. Pero, de todas maneras, nosotros, y por lo que pueda ocurrir,
estamos siempre muy al cuidado de ellas. Es la orden que nos tienen dada el director y
los profesores.
18
—¿Y estudian mucho las chicas?
—Toman la enseñanza más en serio que los muchachos. Ponen más aplicación y
están más atentas en clase... Pero me parece a mí que no son tan listas como ellos... Un
chico se hace cargo de las cosas con más rapidez... Los hombres son más "vivos".
Me concreto a transcribir esta opinión, que acaso no esté inspirada sino por un rasgo
de vanidad masculina, y que carezca de fundamento real.
—¿Y las hay coquetuelas?
Luis sonríe con cierta ironía y luego dice:
—Alguna que otra; alguna que otra, no crea usted... El año pasado se iniciaron
algunos noviazgos, y me vi obligado a intervenir... A los chicos no se les permite que
hablen con las chicas más que de asuntos de las clases. Lo contrario sería faltar a la
corrección académica.
—Por la que usted vela...
—En cumplimiento de mi deber.
—Pero ya sabe usted que contra la fuerza del amor no hay fuerza.
—Es posible; pero ya le aseguro que dentro del Instituto no dejo yo que haya
amores, ni noviazgos, ni coqueterías… ¡No faltaba más!
El hombre lo asegura con acento de tanta energía, que no me atrevo a replicar. Luis
lía despacio un pitillo de cincuenta, y vuelve la vista hacia la calle de Toledo. Estamos
en una ventana del Café de San Isidro, con las cortinas separadas, y desde allí se ve el
Instituto popular, en donde mi interlocutor ha pasado media vida.
—¿No ve aquel puesto de churros que hay entre la iglesia catedral y el Instituto?
—pregunta—. Esa mujer tiene una ganga con el negociejo... A los chavales les ha
entrado la furia del churro, y todo el dinero que sacan en casa lo invierten en ellos..., y
algunos hacen verdaderas atrocidades... El hijo de un señor diputado muy conocido se
comió hace poco dos docenas de una sentada.
—¡Qué bárbaro!
—Lo hacen por gracia; pero estoy viendo que alguno de ellos va a reventar.
—¿Y no le faltan a usted al respeto nunca?
—Tanto como faltar al respeto, no… Pero insolentarse, en ocasiones. Entonces les
pido el nombre, y como ello es señal de que va a llevárseles a la dirección, se aterran y
me suplican… Yo me siento magnánimo y digo: "Sea usted bueno y sepa cumplir con
su deber".
—¡Soberbio!
—Algunos tienen que ir detenidos… No hay otro remedio; si no, ¡pobre
disciplina!… Pero el encierro nunca pasa de un par de horas.
—¿Y con eso se domina a los chicos?
—Con eso y con el terror al suspenso. La idea de perder año es la que les hace a
todos entrar en caja y portarse como corderitos. Es la gran defensa de los profesores y
de nosotros.
—¿Y se llevan ustedes bien con los catedráticos?
—Somos uña y carne y hay verdadera intimidad, siempre guardando las distancias,
como debe ser.
19
—A los chicos, ¿qué es lo que más les gusta después de los churros?
—Fumar. Constituye para ellos una verdadera obsesión... Y hoy en día fuman hasta
los de diez años… ¡Mocosos que no levantan ni un palmo del suelo! Está prohibido
terminantemente que fumen en el Instituto... Pero, ¿quién lo evita?… ¡Con la habilidad
que se dan los arrapiezos para esconder el pitillo empalmado en la mano izquierda!…
El director se pone furioso, y uno no sabe ya qué hacer.
—¿Y a las clases acuden con exactitud?
—Sí, señor, y tienen amor propio por estudiar, cosa que no ocurría antes, cuando
todos hacían gala de vagos… Claro que siempre hay los torpes y los listos; pero, en
general, ya le digo que "la cosa" ha progresado mucho.
—¿Y hay profesores que no saben mantener su autoridad?
El bedel vacila en contestarme, y entonces un compañero suyo que asiste a la
conversación, dice:
—Alguno que otro; pero pocos. Hay un buen señor que explica las lecciones en un
tono muy oratorio, y a cada párrafo los chicos le "propinan" unas ovaciones tremendas,
que parece que retumba todo el edificio..., y hasta "bravos" y "oles", como si fuese un
matador de cartel… Como es muy bueno, pues le dan la "subida" a diario, sin que eso
tenga ya remedio.
—¿La época de exámenes será también muy dura para ustedes?
—Pesadísima... Llegan a bandadas los chicos de colegio, y vienen cómo atontados...
En los institutos se enseña mejor.... Los ministros deberían obligar a los chicos a que
fueran a los institutos desde el cuarto año... Es mí tema; crea usted que todos saldrían
sabiendo más.
20
—¿Y en junio y septiembre presenciará usted muchas escenas de llantos?
—Claro; los inevitables suspensos… Hay chiquillo que toma cada rabieta y da unos
berridos que se oyen en la Fuentecilla... Casi todos protestan contra la nota..., y
siempre el "cate" es merecido... No se dan calabazas más que a quien no dice una
palabra.... Las lloriqueras están compensadas con las alegrías de los sobresalientes... A
muchos de éstos se les saca en hombros y en medio de grandes ovaciones… También
se aclama al estudiante haragán cuando pilla por casualidad un aprobado.
Me preparo a retirarme, y antes le dirijo esta última pregunta:
—¿Y qué estudios son los que más disgustan a los chicos?
—El latín. No pueden verlo... Se les hace inaguantable.
—Odian al idioma paterno... Me parece muy mal.
—Pues así es, ¡qué quiere usted que le diga!
Y aquí doy por terminada la estudiantina, que no sé si habrá ofrecido algún interés.
Pero como de estudiantina se trata, me interesa hacer constar que no han puesto mano
en su confección más que Luis el bedel y este humilde cronista. Juro por todos los
santos de la corte celestial que en ella no ha intervenido el que fue mi grande e
ingenioso amigo Camilo Bargiela, a quien se le achaca hoy en día paternidades de
escenas estudiantiles, de las que no le oí hablar oí una sola vez.
21
LAS MUJERES ALINEADAS CON UN APARATO EN LOS OÍDOS
Confidencias de una señorita telefonista cansada del oficio
—Es un trabajo muy duro, puede usted decirlo... El sueldo que nos dan, bien nos lo
ganamos. ¡Hay que ver las fatigas que nos cuesta!
Casilda, la telefonista a quien interrogo, es una muchacha de veintitantos años,
sumamente pálida, que al hablar pone en su acento un suave timbre de resignación. Le
estoy muy agradecido por haberse prestado a conversar sobre asuntos de su profesión,
cosa a la que se me han negado anteriormente lo menos quince señoritas de Teléfonos,
temerosas de que su charla fuese causa de una cesantía fulminante. Casilda ha sido
más valiente y se ha confiado en mí, segura de que sabré ocultar su verdadera
personalidad.
Todos estos miedos me parecen pueriles, ya que mi propósito no es, en manera
alguna, dirigir censuras a la Compañía, cosa que si fuese justa no corresponde a esta
sección, sino relatar como me lo cuente los trabajos y las peripecias de la femenina
profesión de telefonista.
Acompaña a Casilda su madre, una señora muy simpática, que de vez en cuando
lanza miradas llenas de ternura a su hija, y que suele interrumpir diciendo:
—¡Si su padre levantara la cabeza! ¡Si su padre levantara la cabeza!
—Estamos divididas en tres turnos—agrega Casilda—; las de mañana y tarde, un día
trabajan seis horas y al otro ocho. Los sueldos son los siguientes: a las
supernumerarias, tres pesetas; cuando éstas ascienden ya a telefonistas se les paga
durante un año 4,35, y transcurrido éste, 4,50. A las antiguas se les da 5,25; a las
vigilantes, 34 duros mensuales, y 45 a las encargadas. En el turno de noche, donde se
trabaja más tiempo, pues entran a las diez y salen a las ocho de la mañana, se cobra
una peseta de aumento, y hay dos turnos, para dormir tres horas en una hamaca.
22
—No es mucho lo que ganan ustedes.
—Pues todo esto son mejoras conseguidas desde el mes de junio último. Figúrese
usted cómo sería antes la cosa… Somos unas trescientas telefonistas, y con seguridad
que en un caso determinado la Empresa dispondría de mil para substituirnos... Como
en España hay tan poco trabajo para la mujer...
—¿Y decía usted, Casilda, que el trabajo es muy duro?
—Pesadísimo. En la central nos tiene usted a la hora de servicio alineadas a unas
ochenta mujeres, cada una de las cuales tiene a su cargo un cuadro de ciento veinte
abonados. ¡Se dice pronto, eh! Servir a tantas personas… Y en el turno de noche, tres
cuadros, o sea trescientos cincuenta números a que atender.
—¿Y las ocho horas de trabajo con los auriculares puestos?
—No se me desprende un solo momento de la cabeza el aparatito.
—Así no hay medio de verla nunca bien peinada—interrumpe la mamá—. ¡Si su
padre viviese, si su padre viviese!
—¿Y se aburrirán ustedes mucho durante tanto tiempo?—pregunto yo—. ¿Les está
prohibido hablar?
—Está prohibido, pero se habla... Figúrese usted, entre mujeres... Si no, sería cosa de
volverse una loca... Lo que ocurre es que a ciertas horas de la tarde la aglomeración
del servicio es tan enorme, que no da tiempo ni para eso... Claro que, además, hay que
estar siempre mirando con el rabillo del ojo a las vigilantes, que son muy chinches, y a
las encargadas, más engorrosas todavía, y, sobre todo, al jefe, un catalán muy gruñón...
No tiene usted idea de lo gruñón que es ese hombre.
—¿Qué hace?
—Pues que no habla más que para imponer un castigo... ¿Le parece a usted que
puede ser simpático un hombre a quien no se le conoce el timbre de la voz más que
para reventarla a una?
23
Casilda se muestra muy indignada con este hombre hermético, que tiene el valor
admirable de permanecer hosco y brusco ante un centenar de mujeres. Desde aquí
envío el testimonio de mi respeto y consideración a este medio paisano mío.
—¿Y los castigos, en qué consisten?
—Aumento de trabajo durante tres horas, y después, si una es mala, llegan a la
suspensión temporal de empleo y sueldo.
—¿Pero usted no será mala? No tiene cara de eso.
—No soy muy buena tampoco, no, señor.
Y la telefonista se ríe con grande alborozo, mientras su madre la contempla
embobada.
—¿Y oyen ustedes muchas groserías de los abonados?
Cesa instantáneamente Casilda de reír y se pone muy seria, muy seria...
—¡Oh!—contesta—. No tiene usted idea: cuanto se diga es poco... Yo he oído por
teléfono palabras que no había escuchado en mi vida... Han insultado a mi madre y a
mi padre... A mí
me han dicho varias veces lo más feo que puede oír una mujer... Al principio me
echaba a llorar; pero poco a poco me fui acostumbrado, y ya no hago caso.
—¡Y todo por cuatro pesetas y media!—agrega la madre prorrumpiendo en un gran
suspiro.
—Tengo otras compañeras que esos insultos los toman muy a pechos, y agarran cada
berrinche...; y no crea usted que nos lo digan desde los colmados o las tabernas... Se
oyen de todas partes, hasta de sitios de mucho postín.
—Esos insultos los tienen ustedes compensados con las galanterías de muchos, que
lanzan cada piropo que "atortola".
Casilda vuelve a entusiasmarse y desarruga el ceño. No cabe duda que he tocado un
punto que le agrada.
24
—Los empalagosos son casi tan molestos como los otros—dice faltando a todas
luces a la sinceridad—. Algunos se ponen muy tiernos y muy melosos y muy cursis;
otros presumen de "vivos" y de tener mucha labia y sueltan palabras chulas... Lo
gracioso son los chascos; claro que nos los sabemos todos, porque la que no quiere
decirlo no lo dice... Pero tengo una compañera andaluza que ha cumplido ya los
cincuenta y que es graciosísima... A lo mejor se levanta y exclama: "Me acaban de
llamar hurí del paraíso" o "Me han dicho que tengo un acento embriagador". Se arma
la primer juerga, muy por lo bajo, para que no se entere el catalán.
—Tengo entendido que de estos piropos han nacido hasta amistades.
—Amistades, noviazgos y matrimonios… ¡Así, como usted lo oye!... Hay varios
casos (por desgracia, muy pocos) de que una conversación telefónica ha concluido en
boda...
—¿Y se hacen novios sin conocerse?
—También, y mire usted: muy pocas veces ocurre que no se gusten el uno al otro
cuando se ven por primera vez.
Dice esto con gran aplomo, y muy convencida, al parecer, de la existencia de afectos
que me atrevo a calificar de telepáticos... Debe de ser la pura atracción de las almas...
Mas no me atrevo a opinar cosa alguna sobre punto tan delicado.
—¿Y escuchan ustedes las comunicaciones?
—Se escuchan, sí señor; aunque se halla terminantemente prohibido. A mí, como a
todas, cuando empecé a trabajar de telefonista, me gustaba mucho oír las
conversaciones amorosas.
—¿Abundan?
—No puede usted figurarse... Y se dicen sus cosas tan frescos, como si estuvieran en
la mayor intimidad... Lo que le ocurre a una es que llega a aburrirse de eso, como de
todo lo que le refiera a los dichosos teléfonos.
—¿Y los abonados, se quejan mucho?
—Constantemente... Y crea usted que todas ponemos nuestra mejor voluntad en el
servicio... Es que aquello es imposible… El trabajo agobia, pues no pasa ni un segundo
sin que se enciendan algunas de las lucecitas de cada cuadro, que es la señal de pedir
comunicación.
—¿Y las quejas se atienden?
25
—Cuando son justas... Me han contado que antes, cuando un abonado se indignaba
mucho y pedía que se le pusiera con una encargada, contestaba por ella una compañera
y se le daba "coba"... También me han dicho que, otra vez, un abonado, muy
enfurecido, pidió comunicación con el Sr. Estelat, director de la Compañía, y una
telefonista contestó muy seria: "Sí, señor; es la casa del Sr. Estelat. Soy la doncella de
la señora... El señor no está en casa..." Pero estas cosas no pueden hacerse ahora, con
la vigilancia que hay.
—¿También escucharán ustedes discusiones y broncas por teléfono?
—Cuando era curiosa, oí muchas de ellas, algunas que me ponían la carne de
gallina... Me acuerdo una vez que uno llegó a amenazar de muerte a otro... Me dio tal
miedo, que di parte de lo que ocurría, para que avisaran a los guardias... Se rieron de
mí, porque estas amenazas por teléfono no paran en nada, según dicen.
—¿Y se llevan ustedes bien las telefonistas?
—Hasta cierto punto, sí... Ya puede usted comprender que donde hay tantas mujeres
reunidas tiene que haber chismes y enredos. Por supuesto, que lo mismo pasa con los
hombres... A mí que no me digan...
Casilda me lanza una mirada amenazadora y provocativa, como queriendo buscar
una controversia, que yo rehúso, concediéndole en todo la razón.
—No deje usted de contar—añade en un impulso femenino—que ahora tenemos
uniforme nuevo, de bata azul y cuello blanco. A mí me gusta mucho más que el
antiguo, que era de bata negra y delantal encarnado.
—¿Y no está usted contenta del oficio?
—No, señor; ni yo, ni ninguna… Todas trabajamos a la fuerza, y mi bello ideal sería
estarme en casa metidita...
—¿Al lado de su maridito?
Casilda enrojece levemente, o, por lo menos, cuanto le permite la palidez de su cara,
y luego contesta:
—Sí, señor, ¿por qué he de negarlo? Es el ideal de todas las mujeres.
—¿Y se casan muchas telefonistas?
—Bastantes, y si la Compañía permitiese que las casadas siguieran trabajando, aun
habría más bodas. Pero en esto el reglamento es inexorable. No se admiten más que
solteras o viudas que hayan pertenecido a la Empresa… Así ocurre que hay mujeres
que se eternizan en el teléfono. Hace poco se murió una pobre viejecita que tendría
más de setenta años y que hasta sus últimos días iba a prestar servicio apoyada en su
bastón.
—¿Soltera?
—Sí, señor, soltera. En Teléfonos dejó la mujer toda su vida. Y ése es el porvenir que
me aguarda, si Dios no lo remedia.
A Casilda se le asoman las lágrimas a los ojos, y la madre prorrumpe en un suspiro.
—Y que no falte, y que cumplamos bien, para no caer en castigo—agrega la
telefonista—. Hay que ser muy buena y obedecer las órdenes... Me las sé de memoria.
Están colocadas en un gran cartel, lo mismo en la central de Mayor que en Salamanca
y Jordán… Dicen así: "Guardar silencio, tener actividad, ser lacónicas, ser amables,
repetir los números y no escuchar conversaciones".
—Y aguantar insultos cuando vengan—añado yo.
Casilda se sonríe con tristeza, y su madre vuelve a decir:
—¡Válgame Dios! ¡Si su padre levantara la cabeza! ¡Si Su padre levantara la
cabeza!…
26
LOS SACRIFICIOS A QUE OBLIGA ELAMOR
CON BUENAS INTENCIONES
Exhibición de tres especies de osos no clasificados en la Zoología
I
PALABRAS EXPLICATORIAS
"Osos—osos misteriosos—, yo os diré la canción—de vuestra misteriosa
evocación."
Estos versos son del admirado y querido maestro Rubén Darío; pero la canción que
vais a oír no es suya sino mía, y no tiene además nada de canción. Convengo en que
esto es un absurdo; pero como el tema de este artículo es también completamente
absurdo, todo lo justifica la ráfaga de locura inspiradora del artículo.
Pero este artículo me lo inspira el dios alado, ciego y viruta perdido. Es el dios de los
osos madrileños, de esos magníficos ejemplares que se exhiben siempre, siempre—la
especie no muere—por las calles de la villa y corte, y que saben interpretar su papel
con tanta dignidad como suficiente aplomo para poner en su rostro una mueca
despectiva a todas las burlas de buen o mal gusto.
El amor, padre del mundo, les guía. El amor, la pasión más santa de la tierra, les
absorbe. Bendigamos, pues, a esos "osos magníficos y fuertes" y despreciemos como
se merece al vulgo ignaro que les abruma con sus jocosidades.
Y yo ahora, como el domador que exhibe sus fieras, voy a presentaros tres escogidos
ejemplares de osos. Son Arturito, Gonzalito y Adolfito, nombres, de juguete cómico y
personas que, aunque parezca otra cosa, conservan la suficiente razón para expresarse
como los bípedos normales.
Atención... Arturito tiene la palabra.
27
II
EL OSO POR AFICIÓN
—¿ Ahora dónde estás, Arturito?—pregunto.
—En la calle de la Ballesta... No está mal del todo; por la noche pasa poca gente y el
sereno es muy buena persona.
—Este noviazgo, ¿qué número hace?
—El diez y seis... Creí que al llegar "a la niña bonita" se arreglaría la cosa
definitivamente; pero, por lo visto, estoy condenado a pasarme la existencia por esas
calles.
Arturito reniega de su suerte, pero sólo por cubrir las apariencias. De sobra sabe que
si no se ha casado es porque no ha querido. Así como otras personas nacen con
excepcionales condiciones para un arte determinado, Arturito ha nacido
exclusivamente para oso, y el día en que tuviese que abandonar la profesión se morirla
de tedio.
—Lo que no sé es cómo encuentras novia, con la fama que tienes de ser el rey de los
micos.
28
—Yo no he dado mico a nadie—responde con gran indignación—, ni he dejado a
ninguna señorita plantada, como aseguran cuatro calumniadores... A las diez y seis las
he querido con toda mi alma, y si no he llegado a casarme ha sido por culpa de las
familias... ¡Que conste! Yo soy un caballero, y mis amores sin mala intención me han
costado muchísimos disgustos.
Sobre este punto me hallo en absoluta conformidad con Arturito. No cabe duda; los
quebrantos profesionales han sido de grande importancia y las vejaciones sufridas
dignas de un héroe o un mártir. Lo que ocurre es que su desdicha le satisface y no
podría vivir sin el halago de hablar a gritos desde la calle con una persona que se
encuentra en un piso alto... Por eso no se casa, ni se casará nunca... El matrimonio
destruiría todos los encantos románticos inherentes al oficio de oso.
—¡Sí que te habrán ocurrido aventuras!
—¡Ya puedes figurarte! Y con la mala educación que hay en este Madrid… Me han
volcado jarros de agua en la cabeza, y también de basura; he sufrido noches de dos
grados bajo cero; ha habido ocasiones en que tuve que dar la cara a grupos de
borrachos y sinvergüenzas; me he gastado un capital en propinas a criadas, porteras y
serenos; he oído todo género de groserías, descaros y chistes chulescos, sin pestañear.
Es mi sino, mi fatalidad.
—Y al pedir relaciones, ¿no te han obsequiado nunca con calabazas?
—¡Jamás! No sé lo que es un fracaso… Y he tenido novias que eran verdaderamente
heroínas. Me acuerdo de una de ellas, Amparo, que se asomaba al balcón de su casa en
las noches de enero en camisa y con una toquilla.
—¿Murió de una pulmonía?
—No; se casó con un registrador de la Propiedad... Todas se me casan.
—Debes de ser "manoto"... Ahora entiendo tus triunfos.
—Lo que soy es un desgraciado, a quien no comprende nunca la familia de su novia.
—Vamos, a mí no me cuentes historias… Teniendo, como tienes, una posición
desahogada, te casarías en cuanto quisieras.
—¡Ah! ¿Tú también? ¿Tú también dices eso? Me voy... me voy a la calle de la
Ballesta; ellas sólo me comprenden.
—Lo de la calle de la Ballesta durará poco. Tú necesitas lugares de más aparato...
Hasta que no consigas tener una novia en la Puerta del Sol no podrás vanagloriarte de
haber realizado una estupenda hazaña.
Arturito desapareció sin contestarme, algo molesto por haber escuchado la verdad
casi tan desnuda como su antigua novia Amparito.
29
III
EL OSO POR AMOR
En cambio, Gonzalito ama con todo el impulso de su juventud entusiasta. ¿Qué
términos de comparación son los más corrientes para expresar el enamoramiento de
una persona? ¿Como un burro? ¿Como un bruto? ¿Como una bestia? ¿Como un
animal?... Elijan ustedes
el que mejor les parezca y tendrán una idea acertada del amor de Gonzalito.
—¿Cuándo te casas, Gonzalo?—interrogo.
—No lo sé; voy creyendo que nunca. Mi suegro me odia; mi suegra me tiene
declarada la guerra a muerte, y los cuñaditos me desprecian... Me tratan como si fuese
un criminal, o un sinvergüenza o un "golfo" perdido... Sólo Elvira corresponde a mi
amor, y sólo por ella soy capaz de permanecer oculto en una esquina día y noche.
Gonzalito no tardará mucho tiempo en ser el amante esposo de su actual novia...
Todo eso de la oposición es una solemne mentira y un cálculo de la mamá suegra... El
chico tiene muy buena posición, y la experta señora ha comprendido que el mejor
medio de "atraparle" es presentando a su amor serias dificultadles... Gonzalito, que es
un buenazo, se lo ha creído todo, y su vanidad amatoria se satisface al ver que poco a
poco va venciendo los obstáculos fingidos y en apariencia pavorosos.
—Últimamente he dado un buen paso… Compré la amistad del hermano pequeño,
un chico que tendrá unos diez y seis años... Le he regalado una petaca de plata y una
fosforera.
—Tú te casarás con Elvira, Gonzalito; tú te casarás.
—Dios te oiga; pero mucho me temo que no sea como dices. Esa familia no me
traga, no me traga.
—Ya te tragará, hombre, ya te tragará, descuida.
30
IV
EL OSO "VIVO"
Se presenta en escena el tercero y último ejemplar de mi colección de osos. Es
Adolfito, un muchacho que en nada se parece a su colega Gonzalito. Gonzalito tiene
dinero y Adolfito no tiene una peseta. Gonzalito es bobalicón y cándido y Adolfito se
pierde de vista como sagaz y astuto. Gonzalito es oso por impulso y Adolfito por
cálculo.
Adolfo sabe llevar su papel de oso con gran dignidad, y ha conseguido, a fuerza de
talento, que le respeten los vecinos en la calle donde desempeña sus altas funciones.
La oposición que hace al noviazgo la familia de la chica es realmente seria. El padre,
que no es ningún lila, se halla convencido de que el novio es un perfecto vago, del que
no se podrá sacar nunca provecho, y que, además, tiene carácter y no permitirá nunca
que le incluyan en la categoría de gurrumino.
Adolfo se ha percatado de los obstáculos, pero lucha contra ellos con voluntad y
talento. Cuenta para el triunfo con el amor de Matilde, pues el condenado ha
conseguido tener a la chica completamente "atontolinada", palabra que emplea el
propio novio. Como contra la fuerza del amor no hay fuerza, me hallo seguro de que el
matrimonio de Adolfo y Matilde se realizará en un plazo más o menos lejano.
—Lo peor que puede suceder—me dice—es esperar todavía una temporada larga.
Pero yo te aseguro que, tarde o temprano, me tendrás en esa casa.
—¿Por qué no la raptas?
—Ya la rapté... Como no tenía dinero, pues me la llevé a pasear por el Retiro... Antes
escribí un anónimo al suegro, diciéndole dónde nos podía encontrar… La escena
dramática que preparé era preciosa.
—¿Y dio resultado?
—Ninguno... En cuanto le vi venir comencé a dar gritos, diciendo: "Estoy dispuesto
a la reparación. Estoy dispuesto. Si es necesario, me casaré con su hija ahora mismo..."
Y la chiquilla lloraba como una Magdalena.
—¿Y no se conmovió su padre?
—¡Qué se iba a conmover!... Se me quedó mirando fijamente, y dijo: "¡Qué te vas a
casar tú con mi hija, "so" sinvergüenza!" Y la emprendió a estacazos conmigo... Como
a mí no me pone la mano encima ni mi futuro papá suegro, le contesté en la misma
forma, y se llevó lo suyo.
—¿Y tienes todavía valor de insistir?
—¿Que si tengo? Y te aseguro que me caso con Matilde. Vaya si me caso.
La realización de ese deseo no la dudo ni un solo momento. Adolfo es una voluntad
y conseguirá el triunfo, aunque aun se le vea unos cuantos años plantado en una acera,
con la cabeza hacia arriba y haciendo unos gestos rarísimos con cara y manos para
comunicarse con la enamorada novia, cuyos pies beso, y a quien deseo todo género de
prosperidades en su empresa amorosa.
31
V
VUELVO A RECORDAR A RUBÉN
Aquí da fin mi canción de los osos, que, como os he dicho al principio, ni es canción
ni nada que se le parezca.
Al llegar a este punto me vuelve a obsesionar el recuerdo de Rubén, y quiero
despedirme de los osos transcribiendo los versos del insigne panida:
"Osos,
osos misteriosos,
yo os diré la canción
de vuestra misteriosa evocación."
Y, luego, aquel otro, que es una promesa de aliento y de esperanza:
"¡Lucha, oso! ¡Lucha, oso! ¡Lucha, oso! ¡Lucha, oso!"
32
EL CARRERO, REY DE LA CALLE, O LA GUERRAA PERPETUIDAD
De cómo se adquiere una soberanía a fuerza de voces y malas palabras
—Soy carrero, y no carretero, como dice la gente. Es una manía que al público no se
le quita de la cabeza. Los carreteros son los que hacen los carros, y los carreros, los
que los conducen.
—Ya me había hecho cargo. No me descubre usted ningún secreto.
—Entonces usted sabe distinguir.
Esta distinción me capta las simpatías de Gregorio Martín, carrero de oficio y no
carretero, como vulgarmente le llaman los ignorantes, hombre de unos treinta y cuatro
años de edad, nariz aguileña, rostro en ángulo obtuso, mirada serena y confiada y voz
terrible y declamatoria. Va vestido con el traje de pana que usan la mayor parte de sus
compañeros, y luce, para poner más en circunstancias la fisonomía, una cara que pide
a gritos, como los que da su dueño, un inmediato afeitado.
Me he hecho amigo de Gregorio en un establecimiento donde se da culto a Baco de
la calle de Dos Amigos, y al que concurren como parroquia fija, compañeros de mi
interlocutor. Esa tasca constituye el casino de un grupo de carreros, y en ocasiones
sirve como bolsa para la contratación de su trabajo.
33
—Los que llevamos una sola mula—dice Gregorio—ganamos ahora de jornal siete
duros semanales, o sea un duro diario. Hasta hace poco no nos daban más que cuatro
pesetas... La Sociedad nuestra ha conseguido ese pequeño aumento... Me parece que
no es mucho.
—¡Qué va a ser, hombre!
—Pues todavía se ha dicho que teníamos desigencias... Y el jornal se suda; le
aseguro a usted que se suda… Desde el mismo instante en que amanece, sea una hora
u otra, según las estaciones, tie usted que andar por esas calles de Dios, sin un segundo
de respiro, hasta que anochece, luchando con todas las molestias del oficio, que son
unas pocas, y expuesto a romperse la crisma al menor descuido.
—¿Y el patrón, gana mucho?
—No me gusta meterme en esas cosas, pero me lo figuro. Los amos se aprovechan
de las circunstancias, y como ahora hay mayor tráfico que nunca, pues estarán
haciendo su agosto.
—¿Y usted, qué carga?
—De todo; en esta semana he llevado un día ajuar; otro, terneras; otro, baúles; otro,
hierro; otro, madera, y otro, harina... La madera es lo peor; da mucha guerra, y
bastante guerra tenemos nosotros.
—¡Ah! ¿Tienen ustedes gran lucha en el oficio?
Gregorio me mira con un deje irónico, y después de escupir con cierto desdén y
altanería, me contesta:
—Nosotros estamos en guerra con todo el mundo. Con los guardias municipales, con
los tranviarios, con los cocheros y hasta con el público.
—¿Y quién ha declarado el casus belli?
Como es lógico, Gregorio no entiende mi pedantería; pero yo me apresuro a
explicarle la significación del latinajo.
—Los guardias—contesta—nos la han declarado a nosotros, y nosotros, a los
conductores de tranvías. Con los cocheros, los de automóviles y la gente de a pie no es
una guerra sin cuartel: es una guerra de ocasión.
34
—¿Circunstancial?
—Así debe ser.
Me empeño en pronunciar palabras que no se hallan al alcance del léxico que usa
Gregorio, y cada dos segundos incurro en el pecado de pedantería, que me presenta
ante la conciencia del carrero como un ser enigmático y absurdo, aunque tampoco se
dé cuenta del significado de estos vocablos.
—Los municipales—agrega—son los enemigos mayores del carrero. Nos persiguen
con saña, nos atosigan por cualquier cosa; no nos dejan ni respirar. En cuanto uno se
descuida, le presentan un papelito. De sobra sabe uno lo que es ese papelito. No he
leído nunca ninguno de ellos, por la sencilla razón de que no sé leer.
—¿Y qué son esos terribles papeles?
—Pues dos pesetas que tie, uno que aflojar. Y que no hay tu tía. Si no se pagan las
dos pesetas al momento, va uno detenido, y el carro se lo llevan a las cocheras de la
Alcaldía, y pa sacarle se necesitan más recomendaciones que pa ser del Muneicipio, y
hasta llevar un abogado y todo. Y además tener un contribuyente que fíe...
—¡De modo que usted afloja en seguida la mosca!
He sabido adaptarme al medio y ponerme a tono. Mi nuevo vocabulario me lo
agradece Gregorio con una sonrisa que es todo un poema.
—Usted lo ha dicho... No hay más remedio que aflojar a escape... Una sola vez me
encontré con que me presentaban el papel y no tenía encima ni cinco céntimos...
—¡Trance fatal!
—El guardia me llevaba detenido y yo estaba asustadísimo, porque, ¡buenos son los
amos, buenos!... Pero me di maña para pasar delante de la taberna de un amigo, y éste
me prestó el dinero en cuanto se lo pedí.
—¡Magnánimo corazón el del tabernero!
—No hay como cumplir bien con la gente para tener quérdito.
—¿Y por qué suelen presentar el papel los guardias?
—Por ir a caballo... Lo tienen terminantemente prohibido, y nosotros, erre que erre,
en montar.
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—¡Pues yo no veo a ninguno de ustedes subido en la mula!
Gregorio que lanza una mirada burlona y protectora, y luego dice en tono de gran
conmiseración.
—Montar o ir a caballo, no es estar encima de la mula... Es ir subido en la vara...
—¡Ah!
—Lo miran muy mal y lo castigan mucho... Pero yo no transijo cuando creo que
puedo hacerlo. ¿Qué mal puede haber en que yo vaya descansado por las calles de
poca circulación? En cambio, ¿a que no se me ve nunca a caballo por sitios como la
glorieta de Atocha, la Puerta del Sol o la calle de Carretas?… Demasiado sabe uno
cumplir con su oficio.
—¿Y los guardias, implacables?
—Eso que usted dice... Aunque ya va habiendo muchos que nos temen, porque, eso
sí, al pagarles la multa no se va ninguno de vacío, y se les arma cada chillería que
enciende el pelo, y oyen lo suyo, pues damos gusto a la voz.
—Me lo figuro... Ya he presenciado alguno de esos espectáculos.
—Es nuestra defensa... ¡Si no, estábamos perdidos! Yo quisiera que los guardias
comprendiesen que, después de tantas horas de andar, el cuerpo necesita algún
descanso... Pero son muy duros de mollera, muy duros... Sería conveniente que el
alcalde les hiciera razonar sobre el caso.
Su observación no puede ser más atinada, y así me apresuro a comunicárselo. A
continuación le pido que me dé algunos detalles sobre la terrible lucha que tienen
entablada los carreros con los tranviarios. Noto en el semblante de Gregorio que el
tema es de su agrado, y en cuanto da una chupada al cigarrillo, dice:
—A los conductores de tranvías les vencemos siempre. Ellos están empeñados en
que no vayamos por la vía, y nosotros, en lo contrario. Somos todos a una en la guerra,
y, pase lo que pase, no transigimos... Y mire, la cosa a veces se pone más seria de lo
que parece… En una ocasión, y por estas cuestiones de la vía, fui a la cárcel doces
días... ¡No me importa!... Si es preciso volveré, pues ir por eso no deshonra.
36
—Veo que tiene usted espíritu espartano.
¡Adiós! Nueva pedantería y nueva desorientación del carrero... Me apresuro a
explicar mis palabras para hacerlas comprensibles, y Gregorio continúa:
—Los conductores y nosotros nos desafiamos todos los días; pero el desafío no se
realiza nunca; no pasa de conversación... Alguna vez, muy rara, suele ocurrir que se les
lance un trallazo; pero esto no tiene importancia.
—¿No?
—No, señor. A mí no me ha ocurrido nunca nada, porque me contento con dejarles
bien servidos, y después, si te he visto, no me acuerdo. La cuestión es salirnos con la
nuestra, y eso se consigue.
—¿Y con los cocheros también pelean?
—También… Lo da el oficio... Por un quítame allá el carro o el coche nos lanzamos
a todo... Es para desahogarse uno, que demasiado repodrido está por dentro... Muchas
veces se dice: "¡Te voy a romper el alma!..." Y luego, nada; bromas.
—Muy cariñosas... ¿Y no tienen ustedes más broncas?
—Ya lo creo... Con la gente que anda por la calle, esos que tienen ojos y no ven, y
ellos mismos se echan encima del carro... ¡Como que íbamos a dejar que se fuesen de
vacío los que están a punto de que les atropellemos! ¡No ve usted que nos ponen en un
compromiso! ¡Se les dice lo suyo!
—Y además el susto encima.
—Así escarmentarán, y otra vez andarán por la calle como es debido.
—No deja de ser un procedimiento como otro cualquiera... ¿Y ya no reñirán ustedes
con nadie más?
—Sí, señor.
—¿Sí? ¿Con quién?
—Con los parroquianos.
—¿Con los que pagan la mercancía?
—Sí; no ve usted que se quejan por cualquier cosa. Pues hay que contestarles... El
hombre que se calla en este mundo está perdido. Si no se les chilla, se crecen.
—Además, ¿también se pelean ustedes con la mula?
La mula lo necesita; lo está pidiendo ella misma.
—¿En qué lo han conocido ustedes? ¿Es que ella lo dice?
—No; la mula no dice nada; pero si se muestra uno blando, no se hace carrera con
ella.
—Y entonces se recurre al trallazo...
—Hasta que se amansa... La mula es un animal de mucho cuidado; no es como los
bueyes. A esos los maneja cualquiera; el oficio de bueyero no tiene los pelendengues
que el nuestro... Y créame: la mula agradece el palo.
—Bajo su palabra lo creo.
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Gregorio hace estas afirmaciones en un tono de gran seguridad y como hombre
convencido de que expone verdades incontrovertibles. No tengo interés ni argumentos
para entablar una discusión, y asiento a cuanto dice. Varío el asunto de la charla y le
pregunto:
—¿Es verdad que están ustedes interesados en que continúen los carros de dos
ruedas, que estropean tanto el pavimento?
—Es mentira; los interesados en eso son los amos, y como tienen mucha influencia,
se salen con la suya, y en la vida se construirán los de cuatro, que son los buenos, tanto
para el piso como para nosotros... ¡Con decirle que el día que me den un carro de
cuatro ruedas estoy decidido a agarrar la poderosa para festejar el acontecimiento!...
—Muy bien... Todo cuanto sea esparcir el ánimo me parece muy plausible.
Empiezo a poner en orden mis notas y rápido se me ocurre formular la siguiente
conclusión que, según mis apuntes, se desprende de la entrevista.
—Deduzco de cuanto me ha dicho usted que el carrero es el rey de las calles de
Madrid.
Gregorio sonríe, haciendo una mueca muy rara, y luego dice:
—¡Algo hay de eso!... ¡No hay quien pueda con nosotros!... ¡Pero se pasan muchas
fatigas, muchas!
—Pues, monarca, ¡que haya salud para conservar la soberanía mucho tiempo!
Me parece que tampoco ahora me ha entendido bien, pero me da las gracias muy
atento.
38
LAS MISERIAS DE UN EX HOMBRE
QUE TUVO LAASPIRACIÓN DE REDIMIRSE
El rancho de los cuarteles, el dormitorio al aire libre y el destierro por vago
¡Cómo desconfiaba de mí! El muchacho tiene hábito de encontrar en cada semejante
un enemigo, y no podía suponerse que mi propósito de charlar un rato en su compañía
estuviese desprovisto de una intención aviesa.
Los golfos que van por el rancho sobrante a la guardia de Palacio concluían su yantar
vespertino, y, separados unos de otros, se encaminaban por la calle de Bailén a buscar
la Cuesta de la Vega y los jardines del Campo del Moro, que han quedado del dominio
municipal, en donde los desarrapados vuelven a juntarse, ya que en los lugares
próximos al puente de Segovia, y por tácito acuerdo de las autoridades, se deja a los
miserables un poco de solaz y el ejercicio del derecho de reunión, que, como todas las
reuniones de todas las clases sociales españolas, viene a estribar en el cambio azaroso
de monedas.
Los harapos de mi nuevo amigo Antonio Sánchez "el Manco" son inenarrables, así
como su cara, que ostenta una cantidad de basura en almacén capaz de enriquecerle si
semejante acaparamiento tuviese salida en el mercado.
Y el ex hombre que se va a presentar ante los lectores es inteligente y sabe
expresarse, y a pesar de sus justificadísimas desconfianzas, una voz que adquiere la
certeza de que por conversar con un plumífero no va a sufrir perjuicios, habla en tono
sincero y hasta cierto punto orgulloso, poniendo en sus palabras una mueca de desdén
hacia una sociedad que se obstina en rechazarle de su seno e hizo imposible la
realización de sus anhelos redentores.
39
—Soy hijo de un cojo que tuvo necesidad de ganarse el pan mendigando… A mi
madre no la conocí, pues murió cuando yo era muy pequeño.
—¿Y tú seguiste siempre con tu padre?
—Hasta que murió, hace seis años no me separé ni un momento de su lado...
Pedíamos limosna juntos... Yo soy manco de nacimiento; vine al mundo faltándome la
mitad del brazo izquierdo.
—¿Cuántos años tienes ahora?
—Diez y nueve... Me quedé solo a los trece, sin un pariente, sin nadie... Si hubiese
seguido viviendo mi padre, otra cosa sería de mí...
—¿No dices que también era mendigo?
—Pero no quería que yo lo fuese toda la vida, y me mandó a la escuela, donde
aprendí a leer y escribir y toda clase de cuentas... Mi padre tenía la idea de que me
hubiese hecho maestro, y me parece que se hubiese salido con la suya, pues yo no era
de los más torpes y me aplicaba mucho.
Me entra cierta sospecha de que me está contando una mentira, y para cerciorarme
de la verdad de sus asertos le presento un manuscrito, que lee de corrido, y después le
obligo a que realice una suma y una resta, operaciones que realiza sin el menor
esfuerzo.
—¿Y por qué no seguiste estudiando?
—Mientras vivía mi padre, la limosna que sacaba nos mantenía a los dos… Después
tuve que buscármelas..., y los chicos necesitan que alguien esté siempre encima de
ellos para eso de los estudios… Es más divertido irse a jugar en medio de la calle.
AAntonio le falta todo el antebrazo izquierdo, y como se obstina en accionar con el
muñón colgante, me viene a la memoria el recuerdo de los mendigos retratados por
Mateo Alemán en su maravilloso "Guzmán de Alfarache", y creo que se trata de una
suplantación. Así se lo advierto; pero no tardo en convencerme, al presentarme el golfo
su brazo mutilado, de que he incurrido en una nueva plancha, que me hace desmerecer
ante los ojos del desarrapado.
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—Soy manco de verdad, como mi padre era cojo de verdad. Hay mancos y cojos
fingidos, ya lo creo que los hay, y hasta tienen preferencia en los comedores; pero lo
mío es auténtico.
Nos sentamos en un banco del Campo del Moro, desde donde se divisa el río y se
escucha la algarabía de las lavanderas...
—Este suele ser mi dormitorio en verano—dice "el Manco"—. Aquí nos reunimos
varios compañeros: "el Chato", "el Tigre", "el Barbas", "la Roja" y "la María". Otras
veces nos corremos hacia la Bombilla o los Viveros… A la salida de las juergas se
puede sacar algo, y aquellos campos son muy buenos también para dormir... En
primavera y verano da gusto.
—¿Y en invierno?
—Eso es terrible... No queda otro recurso que los soportales de la plaza Mayor... Y
no nos dejan... Cada diez minutos aparecen los guardias a despertarnos... Después de
las tres de la mañana nos molestan menos; pero como a las seis nos empujan a
puntapiés, no hay posibilidad de dormir bien.
—¿No tenéis más sitios?
—Los quicios de las puertas. En eso, depende todo de que el sereno sea bueno o sea
malo. Los hay que se compadecen, les da uno lástima y no dicen nada; pero otros se
creen generales o cosa así, y le despiertan a uno metiéndole el chuzo en la cabeza.
—¿Algunos días tendrás dinero para dormir en una posada?
—Muchas veces tengo ahorrado el realito, pero prefiero gastarle en cosas de comer.
La posada es mucho más sucia que la calle, y se duerme peor, porque huele mal... Al
aire libre se está más cómodo.
Consigno esta afirmación tal como se me ha hecho, añadiendo que ha sido expresada
en tono de gran convencimiento.
—La plaza Mayor tiene para nosotros ahora una cosa de malo... Las expediciones...
—¿Qué expediciones?
—¿No está usted enterado?... Es una cosa que se hace ahora con el dinero del juego,
en la que se gasta mucho y no se consigue nada... Verá usted... Hace un mes me
cogieron en una de ellas… Nos llevaron a unos treinta chicos al Ayuntamiento, y de
allí, a un asilo del paseo de Yeserías, donde se duerme sin manta y le dan a uno un café
muy malo... Después se espera al baño... Al fin le bañan a uno, y le pelan y afeitan,
dejándole completamente rasurado… Eso no está mal…
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—¿Y luego?
—A la estación de las Delicias, donde se nos mete a todos los chicos en un tren y se
les va dejando abandonados en las estaciones. Yo fui de los que hicieron el viaje más
largo, pues paré a Talavera, donde supuse que me quedaría, y cambié de tren en
Plasencia. Me llevaron a Béjar.
—Y allí, ¿qué hiciste?
—De momento me dieron socorro. No me puedo quejar del alcalde... Me dio de
comer y me puso bajo la vigilancia de la Guardia Civil. Pero figúrese usted con qué
cara recibirán en esos pueblos el regalito que se les manda de Madrid... ¡Y uno qué va
a hacer! Como allí está prohibida la mendicidad, no queda más recurso que tomar
carretera adelante, y otra vez a los Madriles, donde al fin y al cabo puede uno comer
todos los días o casi todos los días.
—¿Y viniste a pie desde Béjar?
—Un rato a pie y un rato andando. No me fue posible, como en otras ocasiones,
colarme de "ocultis" en el tren. ¡Y he pasado lo mío! En este viajecito he tardado
veintiséis días; así tengo los pies, que son una pura llaga. Y la mayor parte del tiempo
no he comido más que las castañas y bellotas que buenamente encontraba en el
camino.
—¿Y dices que esas expediciones cuestan mucho dinero?
—Mucho, sí, señor, mucho. Y con la mitad de lo que se gasta se podrían construir
pabellones para dormir, y eso sí que sería beneficencia. No deje usted de escribirlo, por
Dios, no deje de escribirlo.
—Te lo prometo; pero puedes tener la seguridad de que no me van a hacer caso.
Conocido ya lo que son esas expediciones, a las que "el Manco" tiene tanto temor, le
interrogo sobre el importantísimo extremo de la manutención, recogiendo lo dicho por
mi interlocutor anteriormente de que en Madrid se come casi todos los días.
—Sí, señor, yo como, esa es la verdad. Y el rancho de los cuarteles es lo mejor de
todo... Lo que ocurre es que a diario no alcanza para tantos como vamos allí.
—¿Entonces te quedas en ayunas?
—No. Voy a los comedores de Alfonso XIII, donde tengo preferencia sobre los otros
por ser manco. Pero la comida no es, ni con mucho, tan buena como la de los
cuarteles, sobre todo en el de María Cristina, donde ahora dan un rancho colosal. ¡Dos
cazos con carne y tocino y media libreta!
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Reproduzco estas palabras tal como me las ha dicho "el Manco", y por espíritu de
estricta justicia, pues no soy amigo de ningún jefe ni oficial de los regimientos que se
alojan en dicho cuartel.
—Lo malo del caso—añade el golfo— es la preferencia que dan a las mujeres en eso
de repartir las sobras del rancho.
—Esa censura me parece muy poco galante.
—Con el hambre no hay galanterías, y yo creo que los hombres necesitan estar más
alimentados que las mujeres.
—Es una opinión.
—Pues en el cuartel lo entienden de otra manera. Menos mal que como yo soy novio
de "la Roja", ella me reserva siempre algo de lo que la corresponde si a mí no me ha
alcanzado.
"El Manco" es un amoroso; pero, como ven ustedes, entiende el amor de una manera
muy práctica, y sería capaz, si la conociera, de sostener la opinión de Pío Baroja de
que, si Don Juan Tenorio pudo realizar grandes conquistas, fue merced a tener
satisfechas siempre las necesidades de su estómago.
—¿Cuál es la cantidad mayor que has tenido en tu vida?
—Nueve reales. Y me los robaron… Me entró un coraje espantoso, y di parte a la
Guardia Civil. Acudió ésta, y nos llevó a la Comisaría al que me había robado y a mí.
—¿En la Comisaría te devolvieron el dinero?
—¡Quiá! Se echaron a reír, diciendo que eso del robo era un cuento. Fuimos después
al Juzgado de guardia y declaré ante el juez... Me hicieron ir y venir. Y total, nada: que
me quedé sin el dinero.
—¿De modo que os robáis entre vosotros?
—Todo lo que podemos... El robo y el juego está en la masa de la sangre… ¿Ve
usted a aquéllos? Están jugando al "cané"...
A veinte pasos de nosotros advierto a un grupo de chicos que tienen una baraja
mugrienta y que se hallan todos interesadísimos por el juego.
—Aquel que está en la esquina es el centinela, que avisa si vienen los guardias…
Cuando se hace de espía es que no se tiene dinero... Luego, el que más gana le tiene
que pagar cinco céntimos por cada dos reales que se ha embolsado… El que avisa, al
"guipar" a los "guindas", grita: "¡Agua!..." Y el grupo se deshace en seguida.
—¿Algunos se aprovecharán de la confusión para quedarse con los cuartos?
—No, señor; el dinero del juego se respeta, aunque luego nos lo robemos a la hora
de dormir, que es el momento en que nos "palpamos".
Le entrego una moneda al manco, y éste me dice:
—Me la coseré a la camisa...
—Y que tenga buena suerte. No vaya a sucederla lo que a los nueve reales.
—Así lo espero...
Me separo del golfo, y éste se une al grupo de los otros muchachos... De lejos, y al
subir la Cuesta de la Vega, percibo sus voces, indicio de una disputa… Oigo de repente
la exclamación del centinela, y veo que en un instante el grupo se disuelve, y que cada
chico se
marcha por su lado... Se han divisado los uniformes de una pareja de Seguridad...
Y yo, realizada ya mi entrevista, me encamino corriendo y lleno de aprensión a mi
casa, para tomar inmediatamente un baño.
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LOS PLACERES REFINADOS QUE GOZA UN MOTOCICLISTA
Aventuras de un valeroso muchacho por los alrededores de Madrid
—¿De modo, Polito, que sigues inalterable en tu afición a la motocicleta?
—No hay cosa mejor que esa máquina. Al que inventó ese aparato yo le erigiría una
estatua, para ponerla después en el centro de la Puerta del Sol.
—Bien, hombre, bien... Los caracteres tienen que ser sostenidos, como aseguran
algunos críticos.
Mi amigo Polito lleva cinco años embragando gasolina por esas carreteras, y cada
vez demuestra un mayor entusiasmo por su deporte predilecto.
La primera motocicleta se la regaló su padre, a consecuencia de un hecho realmente
extraordinario. Figúrense ustedes que Poli, después de haber sufrido con la natural
resignación cinco suspensos seguidos en Derecho canónico, consiguió aprobar la
asignatura en la Universidad de Murcia. Aquello debía premiarse: lo contrario
equivaldría a negar la justicia humana. Y don Leopoldo Díaz Fatigado, padre del
insigne deportista Polito, se apresuró a gastarse cinco mil pesetas en una "moto" con
sidecar, para que su pimpollo pudiese gozar a su antojo de la vida y advirtiese con qué
esplendidez se pagan las buenas acciones en este calumniado mundo.
—Costó más de mil duros, ¿sabes?—me dice Polito—, pues como a mí me gusta
hacerlo todo bien, adquirí unas cuantas cosas de postín y sin las cuales no hay
lucimiento en las "motos". Son los aditamentos, entre los cuales no pueden faltar ni el
relojito, ni el cuentakilómetros, ni el asiento soporte. Total: unos seis mil reales más.
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—Magnífico... Y en seguida a gozar de la vida.
—A gozar de la vida, gastándome entre gasolina, merendonas, reparaciones y
"garage" unas cincuenta pesetas diarias. Sólo el "garage" cuesta ocho duros al mes.
—¿Pero qué es ello en comparación con los placeres que te proporcionas?
—En eso llevas razón; aunque debo confesarte que al empezar pasé fatigas muy
grandes. Un amigo me dio tres o cuatro lecciones, y como yo soy muy audaz, me lancé
en seguida por mi cuenta.
—¿Y tuviste dificultades?
—Muchas... Al principio, como no tenía práctica, cuando abría los puños del
alumbrado y de los gases, teniendo la máquina en punto muerto, iba a dar a la
manivela la patada necesaria para poner la "moto" en marcha, y me fallaba siempre,
arreándomela en la espinilla… Vi las estrellas.
—¡Placeres!... ¿No te darías por vencido, verdad?
—Claro que no... Pero me "atontolinaba" y cerraba los ojos sin querer. Es claro; se me
abrían los gases y la máquina pistoneaba mucho más.
—¿Y entonces?
—A repetir otra vez, hasta que al fin me salía con la mía... Pero entonces recuerdo
que me ocurría otra cosa más desagradable.
—¿Cuál?
—En marcha ya la "moto", hay que apretar el tacón del pedal de embrague y poner
la primera velocidad. Pero al embragar lo hacía con tal prisa, que se me paraba el
motor, y, por lo tanto, quedaba parado inmediatamente… Y otra vez vuelta a empezar.
—Así le tomarías más gusto a la profesión.
—Yo no cejo en lo que me propongo, si se trata de deportes... Y me tienen sin
cuidado las risas de la gente… Otra cosa en que tardé mucho en acostumbrarme es
nivelar el sidecar para que no se me levantase tan pronto como daba una vuelta al lado
contrario de aquél... Por eso se dijo que mi máquina tenía algo de aeroplano, pues a los
amigos que llevaba les hacía correr y volar.
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—¿Y se desnucaron muchos?
—No, hombre, no... ¡Qué exageración! Dos solamente; los otros no tuvieron sino
percances de muy poca importancia.
—¿Y sigues teniendo amigos que se atrevan a subir en la "moto" dirigida por ti?
—Por docenas... Amigos y amigas… Hasta he quedado mal con alguno por no
haberle invitado... Tiene uno tantos compromisos.
—¿Te han ocurrido percances?
—Al principio, casi a diario. El día que no llegaba a casa con el cuerpo dolorido me
parecía que faltaba algo. Todo es la costumbre. Una vez me despidió la "moto"; ella
siguió corriendo sola, y yo me quedé sin sentido en medio de la carretera. Cuando
volví en mí me encontré subido en un carro, pues un carrero me recogió del suelo…
Aquello me costó dos meses de cama.
—¿Además de los diez duros diarios que te gastas?
—Además... Y no fue esa la única vez que he salido despedido... Algunas de ellas caí
a una distancia de siete metros... Y en otra ocasión (se me pone la carne de gallina cada
vez que me acuerdo), al entrar en el puente de Galapagar sentí que me iba por el aire;
creí que aquél era el último día de mi vida. Y de repente, ¿dónde dirás que me
encontré?
—En el planeta Marte.
—De rodillas en el pretil del puente… Fue "potra", ¿verdad? Por eso no me
acobardo y sigo cada vez con mayor entusiasmo... Soy un tío de suerte.
Polito se halla orgulloso y satisfecho, y refiere todos sus percances desgraciados
como un conquistador que relatara sus triunfos.
—¿Y no te han ocurrido más incidentes desagradables?
—Muchos más... El más serio, después de los dos que te he referido, me sucedió
cerca de Majadahonda. Hice un viraje demasiado de prisa y caí por un terraplén desde
tres metros de altura… Todavía me parece escuchar el grito de un labrador que estaba
trabajando el campo: "¡Se han matado!"… La "moto" no perdió el equilibrio y cayó a
tierra en la misma posición. Fue cuestión de unas pequeñas reparaciones, pues ni yo ni
la persona que me acompañaba nos hicimos ni el más insignificante rasguño... Ya te
digo que con suerte, al motorista no hay quien le tosa.
—Ningún percance más, ¿verdad?
Polito se rasca el mentón de la barba, y luego, guiñando el ojo y con una sonrisa de
conejo, dice:
—¿Percance?... ¿Percance?... ¿Tú le llamas percance a haber estado ocho días en la
cárcel?
—¿Pero has estado en la cárcel, tú, Polito? ¿Ha sido huésped del "abanico" nada
menos que el hijo del señor Díaz Fatigado?
—¿Qué quieres? "En este país"… Hubo un juez que se emperró en perseguirnos, y
se salió con la suya... Una semana entera, que me pareció un siglo, me pasé encerradito
en la celda de pago número 1 de la quinta galería.
—Ocupaste un lugar reservado para la gente distinguida... Va allí muy buena gente.
—Creo que es la celda de mejor tono… Pero yo me desesperaba... Y todo por
atropellar a una vieja en la calle de Alberto Aguilera... Si se llega a morir, no sé lo que
ocurre... Por fin consiguió mi abogado que me soltasen… Pero la cosa me costó
muchos cuartos.
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—¿Y tampoco te curaste de tu afición?
—Tampoco... ¡Si la "moto" es lo más bonito que hay en el mundo!... Yo la tengo
comparada a un cuerpo humano… Muchas veces se me figura que va a romper a
hablar...
—¿Cómo es eso?
—Verás..., a ver si te gustan mis comparaciones. El carburador es el corazón; los
cilindros son el vientre; el guía, la cabeza; los radios de la rueda, las costillas; el
depósito de gas, el estómago; la bocina, la voz, y el tubo de escape, la eliminación
necesaria en todo cuerpo animado.
—Polito; tú eres un poeta, un gran imaginativo. Nunca me lo hubiera imaginado.
Estas palabras las agradece tanto mi amigo el motorista, que no puede contenerse,
me abraza y me regala un magnifico habano.
—Veo que tú eres de los pocos que me comprenden—dice con la voz turbada por la
emoción.
—¿Todas esas molestias—pregunto—quedarán compensadas con lo mucho que te
diviertes en los pueblos?
—No creas que sea tanta la diversión. La gente sigue siendo muy cerril, y continúa
recibiéndonos a pedrada limpia. Además, nos explotan. Casi todos los bidones de
gasolina que se venden en los pueblos están aguados... Es lo que ellos dicen: "Ya que
los señoritos matan tantos animales, a estrujarles bien el bolsillo en cuanto se pueda".
—¿Y has matado muchos bichos?
—Seguramente más de los que tuvo Noé en el arca... He hecho por ahí cada
"perricidio"... Lo que no se me olvidará nunca es lo que me ocurrió una vez con un
gallo... La rueda de la "moto" le seccionó completamente la cabeza, lo mismo que si
hubiese sido una guillotina... Pues bien: el animal anduvo cerca de un metro sin
cabeza, hasta caer desplomado. Esto me impresionó mucho... Y te juro por lo más
sagrado que no miento.
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—Te creo bajo tu palabra... Se han hecho observaciones y estudios análogos sobre
los decapitados.
—Lo que todos los motoristas tememos más es el atropello de un cerdo… No se
puede atropellar a ninguno de estos guarros sin que la "moto" no tenga une parada
instantánea… Los he llegado a cobrar verdadero odio..., y cuando llega el 1 de
noviembre siento una alegría feroz pensando en la carnicería que hacen con ellos.
—Tú, que tienes tan buen diente, ¿te darás unos grandes banquetes por esos pueblos?
Polito lanza un suspiro que es todo un poema.
—¡Ay!—dice—. No sabes lo malos que están los tiempos... Antes no existía un
rincón de España donde no hubiese, por lo menos, huevos y jamón. Pues ahora, si por
casualidad encuentras en algunos de esos poblados patatas hervidas, te puedes dar con
un canto en el pecho.
—Sí que deben de ser deliciosos los paseítos esos.
—Y encima te ponen en la carretera rastrojos, piedras grandes o alambres, para ver si
revientas.
—¿Cuáles son los placeres entonces?
Polito sonríe, y luego en tono pedante y cómicamente jactancioso, agrega:
—La admiración femenina... Es uno de nuestros mayores placeres... Las mujeres se
pirran por la motocicleta, y sólo por el hecho de llevarlas en el sidecar se pueden hacer
conquistas… Y luego, las miradas incendiarias que nos dirigen algunas mozas de
pueblo...; de allí viene que se haga todo género de valentías y presunciones, como
levantar el sidecar, guiar con los pies..., etcétera, etc.
—¿De modo que a tus amiguitas las entusiasma la "moto"?
—Las "atortola"... Al principio, todo son temores y chillidos... Pero una vez que le
van tomando gusto a la máquina, son ellas mismas las que piden mayor velocidad.
—¿Y el público de Madrid, qué tal os trata?
—Nos odia... Aquí no se tiran piedras, pero hay que oír las cosas que nos dicen...
Como yo me figuro que es envidia, les desprecio.
—Muy bien hecho.
Polito, al llegar a este punto de la conversación, me invita a que le acompañe en su
"moto". Me siento valeroso, y no dudo en acompañarle. Media hora después nos
encontramos en la carretera de El Pardo, pasada la Puerta de Hierro... El hombre da el
máximo de velocidad, saliendo antes una enorme cantidad de gases, y luego dice;
—No hay placer en este mundo comparado a coger una carretera buena y poder
desembragar a gusto de uno… Aunque nos pase cualquier cosa, está compensado.
Me entran intenciones de estrangularle, pero contengo el impulso irreflexivo y le
dirijo una sonrisa hipócrita, y hasta cierto punto aduladora.
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DE CÓMO LA CALDERILLA RESULTA METAL PRECIOSO
La cambianta callejera, o una agencia de criadas al aire libre
—Me tuve que dedicar a esto a la muerte de mi pobre marido. Para mí fue muy duro;
puede usted creerlo, muy duro… No estaba acostumbrada una a tener que tratar con
todo el mundo… Hay cada gentuza… Y yo he tenido muy buenos pañales, muy
buenos...
Esta noble señora, que se expresa en la forma que antecede, es doña Paca, o doña
Paquita, diminutivo con que la suelen designar sus parroquianas predilectas, las
criadas de servir… En cambio, para los vendedores del mercado, doña Paquita es
siempre doña Paca, a la que se debe tratar, por su alta jerarquía, con toda clase de
respetos… Para hablar de esa señora en este artículo yo he vacilado un poco sobre si
me seria lícito imitar la costumbre de las domésticas, y en la creencia de que ello no
puede resultar un atrevimiento indecoroso, elijo valientemente el diminutivo... Queda
convenido, por lo tanto, lectores, que para ustedes y para mí doña Paca será doña
Paquita.
Doña Paquita tiene unos cincuenta años, pelo completamente gris, rostro de
facciones perfectas, revelador de que en otra edad fue fresco y hermosote; más bien
delgada que gruesa, y de regular estatura... Doña Paquita es lista como un demonio,
pero parece tener un decidido empeño en hacerse la infeliz... Dios y ayuda me ha
costado que se preste a la entrevista; pero al fin, mis palabras y promesas la han
convencido de que el conversar un rato sobre cosas de su profesión con un plumífero
no podrá acarrearla mal alguno... Me exige, sin embargo, que no se haga público el
mercado madrileño donde realiza sus trabajos... Pueden ustedes, pues, elegir el que
quieran: los Mostenses, el Carmen, San Miguel, la Cebada, en la seguridad de que en
cualquiera de ellos encontrarán otras doñas Paquitas con distinto nombre, en un todo
homogéneas a la que va a hacer su presentación.
49
—Los primeros tiempos de cambianta—dice—fueron horribles... Es lo que pasa
siempre... A los nuevos en los oficios les mira todo el mundo con malos ojos. Yo tenía,
por fortuna, algunos conocimientos, y ellos me valieron mucho… Después he ido
aumentando la parroquia.
—¿Y para ejercer su profesión necesitarán ustedes bastante capital?
—Algunas hay que tienen a diario mil pesetas en danza... Cuanto más dinero se
tiene, más ganancia cabe... Yo no cambio, generalmente, más que unos sesenta duros
en calderilla.
—¿Le parece a usted poco?... Esas trescientas pesetas, convertidas en perros grandes
o chicos, deben de formar una columna gigantesca.
—Mucho menos de lo que yo quisiera… A mí no me asusta la calderilla… Aunque
me diesen paquetes de tanta altura como el Viaducto, yo sabría componérmelas y no
perder ni una perra chica... Lo que me produce pánico es que me la "birlen" otras,
pues, al fin y al cabo, de ella vive una, y si falta, es un día perdido, que altera mucho el
buen orden de una casa.
Doña Paquita, como ven ustedes, es una mujer metódica y trabajadora, que atiende al
sustento propio y de sus hijos con toda la dignidad propia del caso, pero con la firmeza
de carácter suficiente para no consentir que ni un solo día queden defraudadas sus
imperiosas necesidades.
—Desde las dos de la tarde hasta anochecido me tiene usted buscando calderilla...
Tengo la suerte de conocer a varios tenderos, que me prefieren y me reservan toda la
que tienen... Mis sitios favoritos son dos carnicerías y una panadería... También
consigo algunas veces que me cambien en un café de la Puerta del Sol... Pero eso no es
a diario; si lo fuese, cualquiera me tosía… Además, tengo dos tabernas, tampoco muy
seguras, y una casa de huéspedes, que falla o no falla, según el humor de que está la
patrona, una mujer a la que no es posible saberla llevar el genio.
50
—¿La ganancia está en ese momento?
—Sí, señor. La ganancia de la cambianta estriba en eso. Por cada duro que damos en
plata nos entregan quinientos cinco céntimos... Por eso le dije que, cuanto más dinero
se metiese en el negocio, era mayor la cantidad que le queda a una… Figúrese si hará
falta llevarse perros para ganar un duro.
—¿Y a la mañana siguiente?
—A las siete en punto de la mañana, haga frío o haga calor, tiene una que estar
sentadita en la plazuela, a volver a cambiar toda la calderilla por plata... Allí me tiene
usted, para lo que me guste mandar, con mis grandes paquetes de a duro y medio duro,
muy repantigada en mi silla, ante mi banqueta y el talego grande, de donde poco a
poco voy sacando los cartuchos.
—¿Esperando a las cocineras?
—No hay que aguardarlas mucho… Y a lo mejor se aglomeran, y es aquello el
primer lío… Hay que estar con siete ojos, no vaya una a equivocarse, o la procuren
meter un “pufo”, que en esto, como en todas las cosas de dinero, hay que ser más lista
que un lince y no descuidarse ni un segundo.
—Y a las criadas, ¿se les hace también descuento?
Doña Paquita me lanza una mirada de asombro, y luego, como indignada de mi
ignorancia, replica en tono despectivo:
—No, señor; nada. Nuestro pequeño negocio lo hacemos solamente al adquirir la
calderilla. Luego entregamos ésta a las cocineras por plata, sin ninguna
remuneración... El favor nos lo hacemos mutuamente.
—¿De modo que ustedes vienen a ser una especie de intermediarias entre los
acaparadores de "perros" y la compradora al detalle?
—Eso es... Lo tremendo, como le dije antes, son los días en que no consigue hacerse
una con la calderilla suficiente… He perdido algunos parroquianos y tengo siempre
que procurármelos nuevos... Tuve uno magnífico... Lástima que se haya muerto...
—¿Quién era?
—Se va usted a reír... Era un pobre de pedir limosna... Un viejecito que desde la
ronda de Valencia iba todas las tardes a la Castellana y al barrio de Salamanca... Se
había hecho con la gran parroquia, y en tiempo de otoño y primavera se sacaba de
ocho a diez durillos... No es mal jornal, ¿verdad?… Nos hicimos muy amigos, y
algunas veces hasta me convidaba a café... Lástima que se muriera... Le mandé decir
unas misas en San Andrés.
—Eso prueba su magnánimo y piadoso corazón. ¿Y qué pagan ustedes al Municipio
por el puesto de la plazuela?
—Lo mismo que los vendedores. Por quince céntimos nos dan un papel, que es la
autorización.
—¿Y llegarán ustedes a hacerse muy amigas de las cocineras?
—Usted verá... El trato engendra la confianza... Y, además como lo que más abunda
son chicas jóvenes, y una ya es madura y tiene experiencia de la vida, pues nos piden
consejos sobre sus cosas... Claro que la mayor parte de las veces no hacen ningún caso
de lo que se las dice, sobre todo si se trata de amoríos... La juventud es siempre la
misma.
51
—¿Y ustedes las buscan colocación?
—Yo he colocado a más muchachas de servir que pelos tengo en la cabeza.
—¿Y cómo se las arregla usted?
—Sobre poco más o menos, lo mismo que con la calderilla... Así como olfateo dónde
puedo hallarse ésta, pues lo mismo me hago cargo, sin salir de mi puesto, de cuáles son
las casas buenas y las malas y en dónde va a quedar "de más" una muchacha...
Conozco también a muchas señoras, que me estiman, porque yo procuro portarme bien
con todo el mundo, y consigo que mis recomendaciones sean atendidas
preferentemente.
—¿Esos servicios se los pagarán a usted muy bien?
—No lo crea; regular nada más. Hay mucha ingratitud por el mundo... Y para que
una chica proceda como las personas y dé una propineja decente, hay diez que ni las
gracias... Pero ¡qué le vamos a hacer! Eso es el mundo...
Doña Paquita lanza un gran suspiro ante esta consideración pesimista y prosigue el
paseo en mi compañía por la calle Mayor arriba, hacia la Puerta del Sol... Al llegar a la
plaza de San Miguel no puede menos de lanzar una mirada crítica de profesional, y
luego dice:
—Algo abandonado me parece que está ese mercado… Y no se trabaja en él del todo
mal… Ahora veo que lo trabajan la señora Aniceta y Pepa Montenegro. La Sebastiana,
me consta, que murió...
Como no la puedo sacar de sus dudas, permanezco silencioso, y me contento con
dirigirla cariñosas sonrisas, como medio de demostrarla mi agradecimiento por
haberse prestado al paseíto y a la conversación.
—De lo que estoy hasta el moño—agrega doña Paquita—es de oír historias de
amoríos y de ver los disparates que hacen las chicas… Eso está ahora peor que
nunca… Cada vez existen menos cocineras que no tengan un gandul que las coma
todos los ahorros...
—Y ellas, ¿qué dicen a eso?
—¡Qué van a decir!... Nada… Las mujeres, cuando se “chalan”, pues son incapaces
de atender a razones… muchas que me son simpáticas ya procuro enseñarlas cómo hay
que tratar a los hombres, y el tira y afloja que se necesita para estos menesteres.
—Y para metérselos en el bolsillo, ¿no es eso?
—No me atrevía a decirle a usted tanto... Pero, en fin, ya que usted lo dice... Algo
debemos de hacer las mujeres para defendernos de ustedes, que son todos unas fieras.
—¡Doña Paquita, por Dios!—me atrevo a contestar, aterrado y humilde.
La cambianta me hace una mueca, que lo mismo puede ser cariñosa que desdeñosa,
y luego muda el tema de la conversación y dice:
—Otra de las cosas malas de nuestro oficio son los timos... Alguna gente es muy
sinvergüenza... Y como se haga caso de historias y fíe usted la calderilla, no volverá
usted a ver ni ella ni la plata en todos los días de su vida. ¡Y de moneda falsa no
hablemos! En la actualidad no hay quien me cuele una; pero cuando empecé esto del
cambio, me asaban viva.
ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1918-1923) (Segunda serie) Nilo Fabra
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ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1918-1923) (Segunda serie) Nilo Fabra

  • 1. ASPECTOS PINTORESCOS DE MADRID (1918-1923) Segunda serie NILO FABRA Edición, transcripción: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE La Voz (1920-1923) (Dibujos de Tovar) Segunda serie 1- En el portal de una casa céntrica y fastuosa............................................................................5 2- La limpieza de las botas, o la elegancia pedestre.................................................................10 3- La brega con los chiquillos del instituto...............................................................................15 4- Las mujeres alineadas con un aparato en los oídos..............................................................21 5- Los sacrificios a que obliga el amor con buenas intenciones...............................................26 6- El carrero, rey de la calle, o la guerra a perpetuidad............................................................32 7- Las miserias de un ex hombre que tuvo la aspiración de redimirse.....................................38 8- Los placeres refinados que goza un motociclista.................................................................43 9- De cómo la calderilla resulta metal precioso........................................................................48 10- Quien no pasa por la calle de la Pasa no se casa.................................................................53 11- Un “archimaga” cornetín que deleita los oídos...................................................................58 12- Las noctámbulas billeteras que venden por el centro de Madrid........................................63 13- “Con el cabello gris se acercan a los rosales del jardín”....................................................68 14- Los pulcros y artísticos “trabajos” del carterista Gabrielillo..............................................74 15- El público y los telegramas en el edificio que fue casa de postas......................................79 16- El cuarto de las coristas en un teatro popular......................................................................84 17- Comparaciones espirituosas entre el casticismo madrileño y la mitología griega.............90 18- Las escuelas de tauromaquia en los pueblos hispánicos.....................................................96 19- Las aguerridas huestes que acaudilla Urios, el “Otelo”....................................................102 20- La gente de escaleras arriba que sirve en el Palace..........................................................107 21- Las Magas madrileñas que profetizan con “el libro de las cuarenta”...............................112 22- La monótona vida de los quincenarios en las cárceles.....................................................118 23- Don Mahomet se pasea por las calles de la villa y corte..................................................123 24- “La casa de las medias”....................................................................................................128 25- La audaz aventura de tres chiquillos madrileños..............................................................133 26- La enseñanza casera de los niños ricos, relatada por un profesor particular....................139 27- La plaza de las Salesas, el coche celular y los hombres esposados..................................142 28- Las agencias madrileñas de substitutos para África.........................................................146 29- El hombre de la manivela y su compañero el cobrador....................................................149 30- El alborotador y jovial Momo se va con los gritos a otra parte........................................154 31- Los cartones a diez céntimos, o el solemne espectáculo de una lotería popular...............158 32- Las taquilleras de “cine”, o el piropo madrileño..............................................................161 33- Los heroicos aficionados a la tribuna pública del Congreso............................................164 34- Las rifas al aire libre en los barrios bajos.........................................................................168 35- La escasez de viviendas ha originado un nuevo medio de ganarse la vida......................172 36- "La reina del mendrugo" en su clásica prendería.............................................................176 37- El noble juego del as de oros en las afueras de la villa y corte.........................................180 38- Las libreras del Metropolitano en sus garitas de cristales................................................184 39- El policía privado, las infidelidades conyugales y extremos de la vida íntima................188 40- Veinte años de “Mono” en la Plaza de Madrid.................................................................192 41- Los desprecios y confianzas de un criado de casa grande................................................196
  • 4. 4
  • 5. 5 EN EL PORTAL DE UNA CASA CÉNTRICA Y FASTUOSA Comentarios de un “chico de ascensor” aspirante a capitalista I EXPOSICIÓN En el portal de una casa céntrica y fastuosa se pasa horas y horas un mozalbete de catorce años, vestido con un uniforme gris que ostenta una gran botonadura, teniendo el chico por única misión dirigir una de esas jaulas llamadas ascensores... En el primer piso de la vivienda a que me refiero se halla instalado el "Círculo Andorrano", al cual concurre todo género de personas, sin que se las exija documentación ni garantía alguna, en bien, como es natural, del sostenimiento de las buenas relaciones hispánicas con la vecina y diminuta república... En los otros pisos habita gente adinerada... Andresillo, el "chico del ascensor" me aburre mucho, siempre metido en la jaula o en el portal, y para entretener sus ocios se entrega a la literatura… Este es un hecho que nada tiene de particular, porque de literatos, malos o buenos, todos tenemos un poco... Lo que me parece más extraordinario es que Andresillo, en lugar de escribir cosas inspiradas en las lecturas ajenas, busque la observación propia y procure apuntar en su diario cuanto le ocurre, concediendo, sin darse cuenta, una grande importancia a las cosas vulgares… Yo adoro las cosas vulgares y los pequeños detalles, y no puedo resistir a la tentación de transcribir aquí unos cuantos párrafos del manuscrito que Andrés me ha entregado desinteresadamente… Con lo que evito, además, escribir un artículo. Lo tremendo del caso es que mi vanidad literaria ha influido en mi ánimo para hacer ciertas correcciones, y temo que se pierda todo el encanto ingenuo del estilo.
  • 6. 6 II LO BUENO Y LO MALO DEL OFICIO "Es una aburrición... No sé por qué me mandaron a la escuela... Claro que me alegro de no ir a la escuela, porque yo ya no tengo ya nada que aprender… Pero ya estoy harto de subir y bajar… el chisme, y hoy fue un día malo; la casa se lo debe de llevar todo... Salen "pelaos"... Rafael ha hecho el gran negocio, pues se pasó la tarde y la noche yendo y viniendo a las casas de empeño… Cuando yo sea botones de verdad, será otra cosa… Entonces sí que tendré "guita". Esto en que me han metido tiene de bueno y tiene de malo... Lo malo es la pelmacería de estarse tantas horas sujeto, y el tener que aguantar los coscorrones de todo el mundo... Lo bueno es que se aprende, aunque para aprender sea menester cavilar mucho... Hay que no dárselas de vivo, y serlo... El día que me suban "arriba", ya verán si soy despierto o dormido... Tres duros diarios, por lo menos, no hay quien me los quite... Y con tres duros diarios me voy a sonreír de Don Juan Tenorio… Entre tanto, Andresillo, conténtate con las tres pesetas que un día con otro se sacan dando al chisme éste que tanto sube y baja... Así se estrellase... cuando yo estuviese fuera… III LOS CHILLIDOS DE LAS SEÑORAS Esta tarde me he reído, pero que "la mar". Ha sido una cosa graciosísima. Las hay tan "atontás" y tan "pazguatas", que era para restregarlas los morros. Han venido tres señoras, que iban a hacer una visita en el segundo, donde viven los señores de Porcuondo, que creo tienen un dineral y que en la vida me han dado una propina... A las tres señoras las metí en la jaula por hacerle un favor al portero, que había salido... Mi incumbencia no es más que el Círculo Andorrano, y por eso no subí con ellas. El ascensor empezó a elevarse, y un poco antes de llegar al segundo empiezo a oír que gritan: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Amparo, por Dios, y por la Virgen y por todos los Santos!" Yo pensé que, era algo criminal lo que ocurría, y por cierto que me hice la cuenta de que si me llamaban a declarar ante el juez no firmaría nada sin ver lo que estaba escrito, y subí a ver los "cadáveres"... Lo que ocurría es que abrieron las puertas antes de llegar al piso el ascensor, y, es natural, el "chisme" se paró inmediatamente... Pero a mí me hizo tal gracia el miedo de las señoras, que no pude menos de decirlas que aquello era muy grave y que estaban en peligro de que el artefacto se derrumbase y murieran aplastadas... Una de ellas empezó a llorar, la otra a rezar avemarías y credos, y la tercera a dar unos berridos tremendos que se oían desde la calle. El portero por poco no me mata, y los señores de Porcuondo han amenazado con quejarse al casero... Pero a la parroquia del "Andorrano" le ha hecho mucha gracia…
  • 7. 7 IV A BOFETADA LIMPIA ¡Madre de Dios, la mano de bofetadas que me llevo si no ando listo! ¡Gajes del oficio! ¡Mire usted que estar metido en el ascensor en compañía de dos sujetos que se dedican a "arrearse estopa"! ¡Y que se han dado de firme! Acababa de subir por una cajetilla, y dos socios que salían me pidieron el ascensor... No sé por qué se me figuro que habían ganado, y esperaba una buena propina... ¡Equivocaciones que tiene uno! ¡Nunca se acaba de aprender! En cuanto se metieron en el ascensor, el más alto dijo al más bajo: —Eso que me decías arriba repítemelo ahora. Y el más bajo, que debe ser un "madrugador", contestó con un sopapo de "órdago". ¡Yo me quedé turulato!… El otro no se estuvo quieto, y los dos empezaron a repartirse "manguzás"… Como al principio no me daba cuenta de que pudiese correr peligro alguno, se me ocurrió la bromita de hacer subir y bajar el ascensor para que aquello durase y los hombres se desahogaran, hasta que recibí un puntapié que me dolió de verdad, y entonces les puse en el mismísimo portal, donde les separó el portero e infinidad de personas que habían acudido al alboroto. Luego so presentó muy serio el presidente del Círculo, y les dijo: —¡Quedan ustedes expulsados de esta sociedad!, y uno de los "tíos" contestó: —Pero si no somos socios, ni lo es ninguno de los que vienen a esta casa; ni usted mismo ha pagado un recibo en su vida. Creí que se reproducía el escándalo… Si estas cosas sucediesen más a menudo, el oficio sería un poco divertido.
  • 8. 8 V DE PASEO CON PAPÁ "Desde las tres y media de la tarde hasta cerca de las ocho, he tenido hoy compañía en el portal. Han sido dos chicos, uno de ellos varón, de mi edad, y la otra, hembra, que ya habrá cumplido los doce, y me ha mirado con mucha simpatía... ¡Suerte que tiene uno!… ¡Aunque a mí las menores no me gustan! Ha sido una cosa de "chasco". Los dos "chaveas" son hijos de don Lorenzo, un caballero muy simpático, que va mucho al Andorrano, y cuando le va bien da grandes propinas. Al llegar, dijo: —Dentro de media hora baja y nos iremos al Retiro... Esperad aquí con Andrés. En cuanto entró en el ascensor me dio dos pesetas, añadiendo: —Si dices algo a los chicos de lo que ocurre arriba, te reviento de una patada. —Descuide, señor—contesté muy fino. En seguida me hice amigo de los chicos… Él se había tragado toda la partida... Menudo "vivo". Ella estaba en la higuera... Pasó la media hora, la hora, las dos horas, y nada, don Lorenzo sin bajar... La chica me pidió que le enviase un recado, y se lo llevé. —¡Don Lorenzo, que baja en seguida!—me dijo el portero de arriba. ¡Qué había de bajar, si el "tío" estaba "colao" en ocho billetes! A eso de las cinco, otro recadito, que fue contestado con el envío de un duro para que se merendase, y la promesa de ir al "cine", ya que no se podía ir a paseo. Compramos emparedados y pasteles. ¡Virgen Santa, qué banquete! Lorencín debe de ser muy generoso, pues el duro lo hizo "migas" en un decir Jesús. El hombre subía y bajaba conmigo en el ascensor y estaba más divertido que si hubiese ido a paseo. La chica, en cambio, rabiaba y no hacía más que decir que si su mamá se enterase iba a haber un escándalo muy grande, porque aquello no estaba ni medio bien, y a una muchacha de su clase no se la podía tener toda la tarde de Dios en una portería, lo mismo que a una cualquiera... Por fin bajó don Lorenzo cuando ya era muy de noche, y dijo con tono imperativo: —¡Son los negocios, hijos, son los negocios! Vuestro padre tiene que ganarse la vida, y las ocasiones hay que aprovecharlas… ¡No lo olvides, Lorencín, no lo olvides! —No lo olvidaré, papá... No lo olvidaré. ¡Qué va a olvidar! Aunque viva cien años no se le olvida una tarde como ésa…
  • 9. 9 IV ASPIRACIONES Hoy es un día grande para mí. El conserje acaba de comunicarme que dejo de ser "chico del ascensor" y se me asciende a la categoría de "chico de recados" o recadero, como llaman otros… Dos tres o cuatro durillos diarios no hay ya quien me los quite..., y en seguida a aprender a sumar muy de prisa, para llegar a ser un buen tirador de ruleta y "treinta y cuarenta"... Dentro de tres o cuatro años me sentaré en la mesa; estoy seguro..., y si consigo ahorrar algún dinero, que no es difícil, utilizando el juego sin jugar nunca, quizá me meta en algún negocio por mi cuenta... Me propongo no cejar hasta tener un automóvil." VII ESTOS SON LOS FRAGMENTOS Estos son los fragmentos que me he atrevido a copiar del diario que escribe Andresillo, "el chico del ascensor" y aspirante a capitalista. Vuelvo a pediros perdón por no haber hecho las correcciones con mayor acierto, para que se reflejara claramente el estilo familiar de este muchacho, que quizá llegue a ver convertidos a la realidad sus sueños ambiciosos e infantiles.
  • 10. 10 LA LIMPIEZA DE LAS BOTAS, O LA ELEGANCIA PEDESTRE “Un hijo de Calderón de la Barca” que se pisa la vida arrodillado —He llegado a creer que soy hijo de Calderón de la Barca... Desde que tenía cuatro años no he salido de la plaza de Santa Ana y en ella he ganado siempre el "coci"... Así es que, por lo tanto, me considero hijo de Calderón, o, por lo menos, de la estatua. —¿Y cumples tus deberes filiales? —Ya lo creo. Todas las noches, al retirarme a casa de madrugada, me dirijo al hombre de piedra y le digo: "¡Adiós, papá...!" Estoy hablando nada menos que con Juanito, "el Calderoncete", o "el de Santa Ana", uno de los limpiabotas madrileños ambulantes de mayor popularidad, artista consumado, como no tardarán ustedes en enterarse, si dan crédito a sus palabras, y todo lo pinturero y "marchoso" que se precisa para el noble cargo que ejerce, y que le proporciona un jornal nada despreciable. Juanito es hijo de una ciega, y desde los cuatro años hasta los trece mantuvo a su madre con la venta de periódicos, siempre en la plaza de Santa Ana. Ya en la adolescencia, abrazó un oficio de mayor categoría, dedicándose a ser un servidor activo de la elegancia pedestre... En la actualidad, a los veintitrés años, continúa de limpiabotas, sin propósito de abandonar el oficio, y sigue sosteniendo a la ciega... Es de justicia reconocer esta buena cualidad filial, como lo es asimismo la afirmación de que Juanito es un "golfante" de los del "veri", para decirlo en su propio lenguaje.
  • 11. 11 —Me he hecho dueño de la plaza desde hace tiempo. Ya me conoce usted de "toa" mi vida, y sabe que yo "camelo" de estas cosas. —¿Y no te han salido competidores? —"Un porción"... Yo les dejo que hagan, y que digan... Pero llega la hora de la verdad y Juanito se lleva toda la parroquia buena... Claro que la plaza de Santa Ana vale mucho, y da para todos, y yo no soy exclusivo... ¡Que viva todo el que pueda...! Y aquí ya lo creo que se vive... Y en verano, ¡el despiporren...! Muchos días salgo de trabajar sonriéndome de Urquijo, de Romanones y de Belmonte... ¡Para rico, yo! ¿No les parece a ustedes que es algo maravilloso, en esta época de queja universal, tropezar con un hombre que pronuncia esas palabras? Resuenan en mis oídos como algo sobrehumano... No olvidemos que Juanito se dice hijo de Calderón de la Barca... —¿Y cuánto ganas para estar tan contento? —En verano, de quince a veinte pesetas, sobre poco más o menos. Luego baja, cosa que me ha extrañado siempre, porque con el frío debe de dar gusto que le calienten a uno los pies a fuerza de pasar el paño... —¿Pero se vive de las botas también en invierno? —Natural que se vive... A usted no le puedo engañar, porque me ha conocido cuando era del tamaño de una cucaracha y se le aprecia. —Gracias, hombre... A la recíproca… Siempre es cosa muy conveniente gozar las simpatías de las personas adineradas... Juanito se ríe con malicia irónica y lanza miradas astutas y guasonas, como dando a entender que es un hombre muy por encima de todas las pequeñas preocupaciones, y que tiene conocimiento de cuánto vale su personalidad.
  • 12. 12 —¿Y para armarse "caballero limpiabotas", qué se necesita, Juanito? —A primera vista, parece que "na". Con quince pesetas es usted limpiabotas. —¿Yo? —El que quiera; claro limpiabotas malísimo... Pero como no se exige título, ni nada, en cuánto se va usted a casa de Manuel Fernández, le entrega los tres "papamonas" y le dan a usted un cajón, un cepillo de color, otro negro, otro para barro, paños, gamuzas, dos frascos de "dandy" y dos de crema, y ya puede usted lanzarse a la conquista del mundo. —¿Siempre con buen éxito? —Casi todos pueden comer... Los hay muy "tarugos", y no aprenden en toda su vida; pero una medianía lo puedo ser cualquiera... Llegar a ser un gran limpiabotas necesita, sin embargo, mucho estudio, mucha ciencia y mucho arte. —¿Tú perteneces a esa elevada categoría de limpiabotas ? —Aunque me esté mal el decirlo… Los mejores que hay hoy por Madrid somos yo, el "Dientes" y el "Conde". A éste le llamamos así porque es muy presumido… —¡Pues mira que tú, que te colocas el primero! —Con la modestia no se va a ninguna parte... ¡Ah! No deje usted de poner que también "promete" mucho un chico que empieza ahora, de catorce años: Villalonga. —Apellido popular y sindicalista. —Nosotros le decimos que viene todos los días a limpiar las botas en aeroplano desde Cartagena. —Y de "Cien Higos", ¿qué me dices? Juanito dibuja una sonrisa desdeñosa, que hubiera gustado muy poco al distinguido autor dramático, y luego contesta: —Es un "chalao". Se le hace mucho "de" rabiar... Se ha salido de lo suyo, sabe usted, y eso no puede ser... A mí me hace gracia oírle las cosas tan raras que cuenta... Si no presumiera tanto... Ahora que como limpiabotas no es malo... Esa es la verdad y quiero que conste. —¿Y tardaste mucho en aprender el oficio? —En esto siempre se está aprendiendo algo... Cada día noto más las dificultades que tiene llegar a ser un gran limpiabotas. —¿Quien te enseñó? —El "Chato", un gran maestro; puso mucho cuidado conmigo, porque vio que tenía una gran afición y condiciones. —¿Recordarás como un momento de grande emoción el primer servicio que hicieras? A Juanito parece que esta simple pregunta le sorprende o le azora, pues guarda silencio... Yo insisto, y él contesta, al fin, con un leve suspiro: —Sí, recuerdo, sí... —¿Y no recuerdas a quién fue? Nueva pausa, que no sé cómo interpretar… Luego el hombre se decide, y pregunta en un tono mezcla de malicia y falsa timidez: —¿No me va usted a tirar algo a la cabeza? —¿Yo? ¿Por qué? —Porque fue a usted... En el jardín de la Blasa. Le debí de deshacer un par de botas... Tengo la evidencia.
  • 13. 13 —¡Ah, bandido!... Me tomaste como globo de ensayo. Juanito prorrumpe en una gran carcajada que hiere mi vanidad. —Pues me trajo usted buena suerte..., porque, como le digo, he medrado… Claro que ha sido por tener condiciones y "darle importancia al asunto" como se merece... Porque mire... Esto es un arte, y el que no lo comprende así no consigue pasar de la vulgaridad. —¿Y tú has llegado a ser maestro en "las florituras"? —Con el cepillo hago lo que me da la gana, hasta juegos malabares mejor que los del circo, y si es preciso "le hago hablar" y "hasta le mando por cerillas". Le aseguro que le tengo educado a la alta escuela… Y no digamos nada del paño… Con el paño saco yo música, y oyéndola puede usted sonreírse de la Banda Municipal. —Bien, hombre, bien... ¿Veo que estás contento con el oficio? —No tiene más contra que la pesadez de estar arrodillado todo el santo día… Vengo a hacer de treinta y cinco a cuarenta servicios diarios, y cada uno de ellos me lleva diez minutos... Conque figúrese usted cómo tendré las rodillas… Si para ir al Cielo no se necesita más que haberse arrodillado mucho, en cuanto me muera entro allí escapado... —¿Tienes también muchas parroquianas? —"La mar"... A las mujeres las "disloca" esto de que las limpiemos las botas. —¿Y a ti tampoco te disgustará? —"Pué" figúrese... En cuanto la cosa merece la pena "me asomo" todo lo que puedo... Pero hubo una que me trajo a mal traer… —¿Te enamoraste, acaso? —Todo lo contrario… Fue ella de mí. Pero te advierto que era una conquista de más de cincuenta años... No me dejaba ni a sol ni a sombra... Otro más sinvergüenza hubiese pensado que eso era un medio para vivir sin trabajar… Pero Juanito supo quitársela de encima... Y si se descuida, mi novia le arma el escándalo padre. Faltó el canto de un duro. —Bien, Juanito, bien... ¡Eres todo un hombre!... ¿Y no has hecho otras conquistas? El limpiabotas, que carece de modestia para hablar de sus méritos profesionales, al tocarle esta cuestión se cree en el caso de hacerse el infeliz, y sólo contesta a mi pregunta con una sonrisa y un guiño de ojo, como queriendo indicar que no es hombre a quien le gusten las presunciones.
  • 14. 14 —¿Y tienes parroquianos muy generosos? —¡Ya lo creo! Muchos de a peseta, algunos de dos pesetas y de tres, y allá de Pascuas a Ramos hay quien se lanza con un duro... La gente de Madrid es muy generosa... Por eso, a mí que no me saquen de esta tierra. De Madrid a la Gloria. —¿Y tú alternas con los parroquianos? —¡Con casi todos! Hay "la mar" de señorones que me hablan como a un amigo y me dan conversación, que casi siempre es sobre mujeres... Yo a todos les llevo la corriente... Eso en este oficio es de tanta importancia como manejar bien la crema y el paño... Hay que entender a cada uno conforme es cada uno... —Veo que eres un filósofo. —Otros no se preocupan más que de sus botas... Es natural; para ser un elegante de verdad hay que tener el calzado reluciente como un sol... ¿Cómo va a presumir de elegante un sujeto que tenga las botas sucias?..., y la elegancia, después del "parné", es lo principal de todo: ¿no es eso? —Eres versallesco, Juanito. —¿Usted cree? En cuanto vea a "Cien Higos" se lo cuento... Le voy a quitar la cabeza con esa palabra. —¿Hay muchos que se limpian las botas más de una vez el día? —"Un porción", y alguno, hasta tres y cuatro... Ahora, lo que se ha puesto muy de moda, es limpiarlas antes de ir a la cama... Así se asegura el salir de casa completamente majo al otro día... Los elegantes son muy "refinaos". —¿Y no tienes que soportar bromas de la parroquia? —Sólo por no acudir a tiempo..., y eso me ocurre cada dos por tres, porque hay muchos que me llaman simultáneamente, y claro, a alguno le tengo que dejar feo... Estos me llenan de improperios y me dan unas voces tremendas… Pero yo no los hago caso... Con un poco de "coba" les dejo después suavecitos. —Decididamente, tú eres un hombre de gran talento... Juanito vuelve a reír y a hacer gestos pícaros, y añade: —Como que soy hijo de Calderón de la Barca... Hay que honrar a "papá" el de la estatua. —¿Y qué es lo qué más te molesta de tu oficio? —Los paletos o los roñosos, que no dan por el servicio más que los treinta céntimos justos... Así los pudran..., y luego los nerviosos, que no hay medio de que tengan el pie quieto ni cinco segundos, y hacen cosas raras con las piernas, pareciendo que tienen el baile de San Vito... A esos les doy un bajonazo a la media vuelta... En cuanto me acaba de pronunciar el símil taurino, un camarero del establecimiento en que nos hallamos, grita: —¡Juanito¡ ¡Aquí, un señor, que le sirvas! El limpiabotas mira de reojo, y luego dice muy contento: —Es de a peseta... Voy a escape. Y minutos después veo "al hijo de Calderón" haciendo verdaderas florituras con el cepillo y arrancando al paño un ruido desgarrante y llorón, que ha tenido la osadía de calificar como música.
  • 15. 15 LA BREGA CON LOS CHIQUILLOS DEL INSTITUTO Declaraciones de un bedel, hombre de principios rígidos Voy a hablar de nuevo, lectores, de asuntos pedagógicos, por creer siempre interesante cuanto se relaciona con la infancia, y muy apropiado el tema para el verdadero título que debiera tener esta sección: "Cómo se vive en Madrid"… Para ella me valgo de la referencia directa, o sea dejando a los demás que se explayen a su gusto, y sólo en determinadas ocasiones me atrevo a escribir algún breve y leve comentario. Hoy tiene la palabra un viejo bedel del Instituto, hombre ducho en la brega con la chiquillería, de grises y luengos mostachos, bajo de estatura y de aspecto robusto, que habla en tono de suficiencia... Es Luis, el encargado de los gabinetes de Física y los laboratorios de San Isidro, custodia delicadísima y de la cual se siente orgulloso. —Llevo veintitrés años en esa casa—dice—; figúrese si habré conocido generaciones de muchachos y si habré tenido que pelear con ellos. Aunque el fondo de los chicos, dígase lo que se quiera, es bueno, no dejan de dar guerra. Cada edad tiene lo suyo... —¿Le respetan a usted su autoridad? —Ya lo creo. Todo consiste en saber imponerse desde el primer momento… Sin ello está uno perdido, y no la adquiere nunca, o, por lo menos, tarda mucho tiempo. —¿Y está usted contento? —A mi edad no me queda otro remedio que resignarme... El Estado es bastante roñoso, pues después de tantos años de servicio, y teniendo a mi cargo la vigilancia de aparatos que valen un dineral, no cobro más que 2.000 pesetas.
  • 16. 16 —No es mucho para, como está la vida. —¡Qué va a ser! Ahora pensamos pedir al ministro la creación de escalas graduales y un aumento de 500 pesetas. Me comunica su pretensión, que considero justa, y después de suplicarme que la inserte, tiene el buen gusto, que agradezco, de no insistir sobre la materia, como hacen otros con pesadez abrumadora. —¿De modo que los chicos dan mucha guerra? —Aquello es el infierno... La entrada en el Instituto y la salida de cada clase es algo parecido a una plaza de toros... No tiene usted idea del griterío que arman los condenados chicos… ¡Les entusiasma chillar!... Y salen, bajando por esas escaleras, como en manifestación, pegaditos los unos a los otros y gritando con toda la fuerza de sus pulmones... El que haya visto el mar puede compararlo a una ola que avanza y que lo arrolla todo. —Muy bonita imagen. —Hay que verlos, hay que verlos… y oírlos... ¡Cualquiera se mete! ¿Y para qué no dejarlos, si no hacen nada malo? —¿Y siguen zurrándose mucho entre ellos? —No, señor; cada día menos. Y se tienen un compañerismo verdadero. En esto, como en muchas cosas, han cambiado totalmente los tiempos. Los chicos de ahora son mucho menos díscolos que los de antes, y más inteligentes también... Si tienen cada frase que le dejan a uno lelo... Y hasta hablan bien... —¿Con elocuencia? —No, señor; que no dicen palabrotas, como antiguamente, ni chulerías… Hay más civilización, más civilización.
  • 17. 17 —¿Tienen permiso para jugar en el Instituto? —A ciertas horas; pero juegan siempre que no están en clase. Ahora el juego que está de moda es el de las bolas; pero no prescinden de otros, sobre todo el toro... Lo de jugar al toro creo que no acabará nunca… La afición la tenemos bien metida en la carne… Lo único que se les prohíbe de una manera seria y terminante son las pelotas, porque si no, en la casa no quedaría un cristal sano. —¿Y es frecuente que vayan a la huelga los chiquillos? —Esa es la época que nosotros llamamos de las revoluciones. Generalmente son los estudiantes de Universidad, que levantan de casco a los del Instituto... Se arma cada cisco..., y hay que arrimar "leña" de veras... Hace algún tiempo estuvo un bedel tres meses en la cama herido de una pedrada en la cabeza..., y muchas veces tenemos que llamar a los guardias para que pongan orden, y se reparten sablazos de plano... No tardarán arriba de un mes en empezar a pedir las vacaciones. Luis pone la cara un poco seria al hablar de este extremo, y puedo observar que el recuerdo de anteriores sucesos, fáciles de repetir, no es de su agrado, ni poco ni mucho. —Ahora hay muchas niñas en el Instituto, ¿verdad? —De sesenta a setenta..., y hace años no llegaban ni a tres... El mundo está cambiando mucho, y Madrid no es conocido. Antes, ver a una chiquilla en las aulas llamaba la atención, y ahora es una cosa corriente. —¿Y las tratan bien los compañeros? —En general, sí. Pero, de todas maneras, nosotros, y por lo que pueda ocurrir, estamos siempre muy al cuidado de ellas. Es la orden que nos tienen dada el director y los profesores.
  • 18. 18 —¿Y estudian mucho las chicas? —Toman la enseñanza más en serio que los muchachos. Ponen más aplicación y están más atentas en clase... Pero me parece a mí que no son tan listas como ellos... Un chico se hace cargo de las cosas con más rapidez... Los hombres son más "vivos". Me concreto a transcribir esta opinión, que acaso no esté inspirada sino por un rasgo de vanidad masculina, y que carezca de fundamento real. —¿Y las hay coquetuelas? Luis sonríe con cierta ironía y luego dice: —Alguna que otra; alguna que otra, no crea usted... El año pasado se iniciaron algunos noviazgos, y me vi obligado a intervenir... A los chicos no se les permite que hablen con las chicas más que de asuntos de las clases. Lo contrario sería faltar a la corrección académica. —Por la que usted vela... —En cumplimiento de mi deber. —Pero ya sabe usted que contra la fuerza del amor no hay fuerza. —Es posible; pero ya le aseguro que dentro del Instituto no dejo yo que haya amores, ni noviazgos, ni coqueterías… ¡No faltaba más! El hombre lo asegura con acento de tanta energía, que no me atrevo a replicar. Luis lía despacio un pitillo de cincuenta, y vuelve la vista hacia la calle de Toledo. Estamos en una ventana del Café de San Isidro, con las cortinas separadas, y desde allí se ve el Instituto popular, en donde mi interlocutor ha pasado media vida. —¿No ve aquel puesto de churros que hay entre la iglesia catedral y el Instituto? —pregunta—. Esa mujer tiene una ganga con el negociejo... A los chavales les ha entrado la furia del churro, y todo el dinero que sacan en casa lo invierten en ellos..., y algunos hacen verdaderas atrocidades... El hijo de un señor diputado muy conocido se comió hace poco dos docenas de una sentada. —¡Qué bárbaro! —Lo hacen por gracia; pero estoy viendo que alguno de ellos va a reventar. —¿Y no le faltan a usted al respeto nunca? —Tanto como faltar al respeto, no… Pero insolentarse, en ocasiones. Entonces les pido el nombre, y como ello es señal de que va a llevárseles a la dirección, se aterran y me suplican… Yo me siento magnánimo y digo: "Sea usted bueno y sepa cumplir con su deber". —¡Soberbio! —Algunos tienen que ir detenidos… No hay otro remedio; si no, ¡pobre disciplina!… Pero el encierro nunca pasa de un par de horas. —¿Y con eso se domina a los chicos? —Con eso y con el terror al suspenso. La idea de perder año es la que les hace a todos entrar en caja y portarse como corderitos. Es la gran defensa de los profesores y de nosotros. —¿Y se llevan ustedes bien con los catedráticos? —Somos uña y carne y hay verdadera intimidad, siempre guardando las distancias, como debe ser.
  • 19. 19 —A los chicos, ¿qué es lo que más les gusta después de los churros? —Fumar. Constituye para ellos una verdadera obsesión... Y hoy en día fuman hasta los de diez años… ¡Mocosos que no levantan ni un palmo del suelo! Está prohibido terminantemente que fumen en el Instituto... Pero, ¿quién lo evita?… ¡Con la habilidad que se dan los arrapiezos para esconder el pitillo empalmado en la mano izquierda!… El director se pone furioso, y uno no sabe ya qué hacer. —¿Y a las clases acuden con exactitud? —Sí, señor, y tienen amor propio por estudiar, cosa que no ocurría antes, cuando todos hacían gala de vagos… Claro que siempre hay los torpes y los listos; pero, en general, ya le digo que "la cosa" ha progresado mucho. —¿Y hay profesores que no saben mantener su autoridad? El bedel vacila en contestarme, y entonces un compañero suyo que asiste a la conversación, dice: —Alguno que otro; pero pocos. Hay un buen señor que explica las lecciones en un tono muy oratorio, y a cada párrafo los chicos le "propinan" unas ovaciones tremendas, que parece que retumba todo el edificio..., y hasta "bravos" y "oles", como si fuese un matador de cartel… Como es muy bueno, pues le dan la "subida" a diario, sin que eso tenga ya remedio. —¿La época de exámenes será también muy dura para ustedes? —Pesadísima... Llegan a bandadas los chicos de colegio, y vienen cómo atontados... En los institutos se enseña mejor.... Los ministros deberían obligar a los chicos a que fueran a los institutos desde el cuarto año... Es mí tema; crea usted que todos saldrían sabiendo más.
  • 20. 20 —¿Y en junio y septiembre presenciará usted muchas escenas de llantos? —Claro; los inevitables suspensos… Hay chiquillo que toma cada rabieta y da unos berridos que se oyen en la Fuentecilla... Casi todos protestan contra la nota..., y siempre el "cate" es merecido... No se dan calabazas más que a quien no dice una palabra.... Las lloriqueras están compensadas con las alegrías de los sobresalientes... A muchos de éstos se les saca en hombros y en medio de grandes ovaciones… También se aclama al estudiante haragán cuando pilla por casualidad un aprobado. Me preparo a retirarme, y antes le dirijo esta última pregunta: —¿Y qué estudios son los que más disgustan a los chicos? —El latín. No pueden verlo... Se les hace inaguantable. —Odian al idioma paterno... Me parece muy mal. —Pues así es, ¡qué quiere usted que le diga! Y aquí doy por terminada la estudiantina, que no sé si habrá ofrecido algún interés. Pero como de estudiantina se trata, me interesa hacer constar que no han puesto mano en su confección más que Luis el bedel y este humilde cronista. Juro por todos los santos de la corte celestial que en ella no ha intervenido el que fue mi grande e ingenioso amigo Camilo Bargiela, a quien se le achaca hoy en día paternidades de escenas estudiantiles, de las que no le oí hablar oí una sola vez.
  • 21. 21 LAS MUJERES ALINEADAS CON UN APARATO EN LOS OÍDOS Confidencias de una señorita telefonista cansada del oficio —Es un trabajo muy duro, puede usted decirlo... El sueldo que nos dan, bien nos lo ganamos. ¡Hay que ver las fatigas que nos cuesta! Casilda, la telefonista a quien interrogo, es una muchacha de veintitantos años, sumamente pálida, que al hablar pone en su acento un suave timbre de resignación. Le estoy muy agradecido por haberse prestado a conversar sobre asuntos de su profesión, cosa a la que se me han negado anteriormente lo menos quince señoritas de Teléfonos, temerosas de que su charla fuese causa de una cesantía fulminante. Casilda ha sido más valiente y se ha confiado en mí, segura de que sabré ocultar su verdadera personalidad. Todos estos miedos me parecen pueriles, ya que mi propósito no es, en manera alguna, dirigir censuras a la Compañía, cosa que si fuese justa no corresponde a esta sección, sino relatar como me lo cuente los trabajos y las peripecias de la femenina profesión de telefonista. Acompaña a Casilda su madre, una señora muy simpática, que de vez en cuando lanza miradas llenas de ternura a su hija, y que suele interrumpir diciendo: —¡Si su padre levantara la cabeza! ¡Si su padre levantara la cabeza! —Estamos divididas en tres turnos—agrega Casilda—; las de mañana y tarde, un día trabajan seis horas y al otro ocho. Los sueldos son los siguientes: a las supernumerarias, tres pesetas; cuando éstas ascienden ya a telefonistas se les paga durante un año 4,35, y transcurrido éste, 4,50. A las antiguas se les da 5,25; a las vigilantes, 34 duros mensuales, y 45 a las encargadas. En el turno de noche, donde se trabaja más tiempo, pues entran a las diez y salen a las ocho de la mañana, se cobra una peseta de aumento, y hay dos turnos, para dormir tres horas en una hamaca.
  • 22. 22 —No es mucho lo que ganan ustedes. —Pues todo esto son mejoras conseguidas desde el mes de junio último. Figúrese usted cómo sería antes la cosa… Somos unas trescientas telefonistas, y con seguridad que en un caso determinado la Empresa dispondría de mil para substituirnos... Como en España hay tan poco trabajo para la mujer... —¿Y decía usted, Casilda, que el trabajo es muy duro? —Pesadísimo. En la central nos tiene usted a la hora de servicio alineadas a unas ochenta mujeres, cada una de las cuales tiene a su cargo un cuadro de ciento veinte abonados. ¡Se dice pronto, eh! Servir a tantas personas… Y en el turno de noche, tres cuadros, o sea trescientos cincuenta números a que atender. —¿Y las ocho horas de trabajo con los auriculares puestos? —No se me desprende un solo momento de la cabeza el aparatito. —Así no hay medio de verla nunca bien peinada—interrumpe la mamá—. ¡Si su padre viviese, si su padre viviese! —¿Y se aburrirán ustedes mucho durante tanto tiempo?—pregunto yo—. ¿Les está prohibido hablar? —Está prohibido, pero se habla... Figúrese usted, entre mujeres... Si no, sería cosa de volverse una loca... Lo que ocurre es que a ciertas horas de la tarde la aglomeración del servicio es tan enorme, que no da tiempo ni para eso... Claro que, además, hay que estar siempre mirando con el rabillo del ojo a las vigilantes, que son muy chinches, y a las encargadas, más engorrosas todavía, y, sobre todo, al jefe, un catalán muy gruñón... No tiene usted idea de lo gruñón que es ese hombre. —¿Qué hace? —Pues que no habla más que para imponer un castigo... ¿Le parece a usted que puede ser simpático un hombre a quien no se le conoce el timbre de la voz más que para reventarla a una?
  • 23. 23 Casilda se muestra muy indignada con este hombre hermético, que tiene el valor admirable de permanecer hosco y brusco ante un centenar de mujeres. Desde aquí envío el testimonio de mi respeto y consideración a este medio paisano mío. —¿Y los castigos, en qué consisten? —Aumento de trabajo durante tres horas, y después, si una es mala, llegan a la suspensión temporal de empleo y sueldo. —¿Pero usted no será mala? No tiene cara de eso. —No soy muy buena tampoco, no, señor. Y la telefonista se ríe con grande alborozo, mientras su madre la contempla embobada. —¿Y oyen ustedes muchas groserías de los abonados? Cesa instantáneamente Casilda de reír y se pone muy seria, muy seria... —¡Oh!—contesta—. No tiene usted idea: cuanto se diga es poco... Yo he oído por teléfono palabras que no había escuchado en mi vida... Han insultado a mi madre y a mi padre... A mí me han dicho varias veces lo más feo que puede oír una mujer... Al principio me echaba a llorar; pero poco a poco me fui acostumbrado, y ya no hago caso. —¡Y todo por cuatro pesetas y media!—agrega la madre prorrumpiendo en un gran suspiro. —Tengo otras compañeras que esos insultos los toman muy a pechos, y agarran cada berrinche...; y no crea usted que nos lo digan desde los colmados o las tabernas... Se oyen de todas partes, hasta de sitios de mucho postín. —Esos insultos los tienen ustedes compensados con las galanterías de muchos, que lanzan cada piropo que "atortola". Casilda vuelve a entusiasmarse y desarruga el ceño. No cabe duda que he tocado un punto que le agrada.
  • 24. 24 —Los empalagosos son casi tan molestos como los otros—dice faltando a todas luces a la sinceridad—. Algunos se ponen muy tiernos y muy melosos y muy cursis; otros presumen de "vivos" y de tener mucha labia y sueltan palabras chulas... Lo gracioso son los chascos; claro que nos los sabemos todos, porque la que no quiere decirlo no lo dice... Pero tengo una compañera andaluza que ha cumplido ya los cincuenta y que es graciosísima... A lo mejor se levanta y exclama: "Me acaban de llamar hurí del paraíso" o "Me han dicho que tengo un acento embriagador". Se arma la primer juerga, muy por lo bajo, para que no se entere el catalán. —Tengo entendido que de estos piropos han nacido hasta amistades. —Amistades, noviazgos y matrimonios… ¡Así, como usted lo oye!... Hay varios casos (por desgracia, muy pocos) de que una conversación telefónica ha concluido en boda... —¿Y se hacen novios sin conocerse? —También, y mire usted: muy pocas veces ocurre que no se gusten el uno al otro cuando se ven por primera vez. Dice esto con gran aplomo, y muy convencida, al parecer, de la existencia de afectos que me atrevo a calificar de telepáticos... Debe de ser la pura atracción de las almas... Mas no me atrevo a opinar cosa alguna sobre punto tan delicado. —¿Y escuchan ustedes las comunicaciones? —Se escuchan, sí señor; aunque se halla terminantemente prohibido. A mí, como a todas, cuando empecé a trabajar de telefonista, me gustaba mucho oír las conversaciones amorosas. —¿Abundan? —No puede usted figurarse... Y se dicen sus cosas tan frescos, como si estuvieran en la mayor intimidad... Lo que le ocurre a una es que llega a aburrirse de eso, como de todo lo que le refiera a los dichosos teléfonos. —¿Y los abonados, se quejan mucho? —Constantemente... Y crea usted que todas ponemos nuestra mejor voluntad en el servicio... Es que aquello es imposible… El trabajo agobia, pues no pasa ni un segundo sin que se enciendan algunas de las lucecitas de cada cuadro, que es la señal de pedir comunicación. —¿Y las quejas se atienden?
  • 25. 25 —Cuando son justas... Me han contado que antes, cuando un abonado se indignaba mucho y pedía que se le pusiera con una encargada, contestaba por ella una compañera y se le daba "coba"... También me han dicho que, otra vez, un abonado, muy enfurecido, pidió comunicación con el Sr. Estelat, director de la Compañía, y una telefonista contestó muy seria: "Sí, señor; es la casa del Sr. Estelat. Soy la doncella de la señora... El señor no está en casa..." Pero estas cosas no pueden hacerse ahora, con la vigilancia que hay. —¿También escucharán ustedes discusiones y broncas por teléfono? —Cuando era curiosa, oí muchas de ellas, algunas que me ponían la carne de gallina... Me acuerdo una vez que uno llegó a amenazar de muerte a otro... Me dio tal miedo, que di parte de lo que ocurría, para que avisaran a los guardias... Se rieron de mí, porque estas amenazas por teléfono no paran en nada, según dicen. —¿Y se llevan ustedes bien las telefonistas? —Hasta cierto punto, sí... Ya puede usted comprender que donde hay tantas mujeres reunidas tiene que haber chismes y enredos. Por supuesto, que lo mismo pasa con los hombres... A mí que no me digan... Casilda me lanza una mirada amenazadora y provocativa, como queriendo buscar una controversia, que yo rehúso, concediéndole en todo la razón. —No deje usted de contar—añade en un impulso femenino—que ahora tenemos uniforme nuevo, de bata azul y cuello blanco. A mí me gusta mucho más que el antiguo, que era de bata negra y delantal encarnado. —¿Y no está usted contenta del oficio? —No, señor; ni yo, ni ninguna… Todas trabajamos a la fuerza, y mi bello ideal sería estarme en casa metidita... —¿Al lado de su maridito? Casilda enrojece levemente, o, por lo menos, cuanto le permite la palidez de su cara, y luego contesta: —Sí, señor, ¿por qué he de negarlo? Es el ideal de todas las mujeres. —¿Y se casan muchas telefonistas? —Bastantes, y si la Compañía permitiese que las casadas siguieran trabajando, aun habría más bodas. Pero en esto el reglamento es inexorable. No se admiten más que solteras o viudas que hayan pertenecido a la Empresa… Así ocurre que hay mujeres que se eternizan en el teléfono. Hace poco se murió una pobre viejecita que tendría más de setenta años y que hasta sus últimos días iba a prestar servicio apoyada en su bastón. —¿Soltera? —Sí, señor, soltera. En Teléfonos dejó la mujer toda su vida. Y ése es el porvenir que me aguarda, si Dios no lo remedia. A Casilda se le asoman las lágrimas a los ojos, y la madre prorrumpe en un suspiro. —Y que no falte, y que cumplamos bien, para no caer en castigo—agrega la telefonista—. Hay que ser muy buena y obedecer las órdenes... Me las sé de memoria. Están colocadas en un gran cartel, lo mismo en la central de Mayor que en Salamanca y Jordán… Dicen así: "Guardar silencio, tener actividad, ser lacónicas, ser amables, repetir los números y no escuchar conversaciones". —Y aguantar insultos cuando vengan—añado yo. Casilda se sonríe con tristeza, y su madre vuelve a decir: —¡Válgame Dios! ¡Si su padre levantara la cabeza! ¡Si Su padre levantara la cabeza!…
  • 26. 26 LOS SACRIFICIOS A QUE OBLIGA ELAMOR CON BUENAS INTENCIONES Exhibición de tres especies de osos no clasificados en la Zoología I PALABRAS EXPLICATORIAS "Osos—osos misteriosos—, yo os diré la canción—de vuestra misteriosa evocación." Estos versos son del admirado y querido maestro Rubén Darío; pero la canción que vais a oír no es suya sino mía, y no tiene además nada de canción. Convengo en que esto es un absurdo; pero como el tema de este artículo es también completamente absurdo, todo lo justifica la ráfaga de locura inspiradora del artículo. Pero este artículo me lo inspira el dios alado, ciego y viruta perdido. Es el dios de los osos madrileños, de esos magníficos ejemplares que se exhiben siempre, siempre—la especie no muere—por las calles de la villa y corte, y que saben interpretar su papel con tanta dignidad como suficiente aplomo para poner en su rostro una mueca despectiva a todas las burlas de buen o mal gusto. El amor, padre del mundo, les guía. El amor, la pasión más santa de la tierra, les absorbe. Bendigamos, pues, a esos "osos magníficos y fuertes" y despreciemos como se merece al vulgo ignaro que les abruma con sus jocosidades. Y yo ahora, como el domador que exhibe sus fieras, voy a presentaros tres escogidos ejemplares de osos. Son Arturito, Gonzalito y Adolfito, nombres, de juguete cómico y personas que, aunque parezca otra cosa, conservan la suficiente razón para expresarse como los bípedos normales. Atención... Arturito tiene la palabra.
  • 27. 27 II EL OSO POR AFICIÓN —¿ Ahora dónde estás, Arturito?—pregunto. —En la calle de la Ballesta... No está mal del todo; por la noche pasa poca gente y el sereno es muy buena persona. —Este noviazgo, ¿qué número hace? —El diez y seis... Creí que al llegar "a la niña bonita" se arreglaría la cosa definitivamente; pero, por lo visto, estoy condenado a pasarme la existencia por esas calles. Arturito reniega de su suerte, pero sólo por cubrir las apariencias. De sobra sabe que si no se ha casado es porque no ha querido. Así como otras personas nacen con excepcionales condiciones para un arte determinado, Arturito ha nacido exclusivamente para oso, y el día en que tuviese que abandonar la profesión se morirla de tedio. —Lo que no sé es cómo encuentras novia, con la fama que tienes de ser el rey de los micos.
  • 28. 28 —Yo no he dado mico a nadie—responde con gran indignación—, ni he dejado a ninguna señorita plantada, como aseguran cuatro calumniadores... A las diez y seis las he querido con toda mi alma, y si no he llegado a casarme ha sido por culpa de las familias... ¡Que conste! Yo soy un caballero, y mis amores sin mala intención me han costado muchísimos disgustos. Sobre este punto me hallo en absoluta conformidad con Arturito. No cabe duda; los quebrantos profesionales han sido de grande importancia y las vejaciones sufridas dignas de un héroe o un mártir. Lo que ocurre es que su desdicha le satisface y no podría vivir sin el halago de hablar a gritos desde la calle con una persona que se encuentra en un piso alto... Por eso no se casa, ni se casará nunca... El matrimonio destruiría todos los encantos románticos inherentes al oficio de oso. —¡Sí que te habrán ocurrido aventuras! —¡Ya puedes figurarte! Y con la mala educación que hay en este Madrid… Me han volcado jarros de agua en la cabeza, y también de basura; he sufrido noches de dos grados bajo cero; ha habido ocasiones en que tuve que dar la cara a grupos de borrachos y sinvergüenzas; me he gastado un capital en propinas a criadas, porteras y serenos; he oído todo género de groserías, descaros y chistes chulescos, sin pestañear. Es mi sino, mi fatalidad. —Y al pedir relaciones, ¿no te han obsequiado nunca con calabazas? —¡Jamás! No sé lo que es un fracaso… Y he tenido novias que eran verdaderamente heroínas. Me acuerdo de una de ellas, Amparo, que se asomaba al balcón de su casa en las noches de enero en camisa y con una toquilla. —¿Murió de una pulmonía? —No; se casó con un registrador de la Propiedad... Todas se me casan. —Debes de ser "manoto"... Ahora entiendo tus triunfos. —Lo que soy es un desgraciado, a quien no comprende nunca la familia de su novia. —Vamos, a mí no me cuentes historias… Teniendo, como tienes, una posición desahogada, te casarías en cuanto quisieras. —¡Ah! ¿Tú también? ¿Tú también dices eso? Me voy... me voy a la calle de la Ballesta; ellas sólo me comprenden. —Lo de la calle de la Ballesta durará poco. Tú necesitas lugares de más aparato... Hasta que no consigas tener una novia en la Puerta del Sol no podrás vanagloriarte de haber realizado una estupenda hazaña. Arturito desapareció sin contestarme, algo molesto por haber escuchado la verdad casi tan desnuda como su antigua novia Amparito.
  • 29. 29 III EL OSO POR AMOR En cambio, Gonzalito ama con todo el impulso de su juventud entusiasta. ¿Qué términos de comparación son los más corrientes para expresar el enamoramiento de una persona? ¿Como un burro? ¿Como un bruto? ¿Como una bestia? ¿Como un animal?... Elijan ustedes el que mejor les parezca y tendrán una idea acertada del amor de Gonzalito. —¿Cuándo te casas, Gonzalo?—interrogo. —No lo sé; voy creyendo que nunca. Mi suegro me odia; mi suegra me tiene declarada la guerra a muerte, y los cuñaditos me desprecian... Me tratan como si fuese un criminal, o un sinvergüenza o un "golfo" perdido... Sólo Elvira corresponde a mi amor, y sólo por ella soy capaz de permanecer oculto en una esquina día y noche. Gonzalito no tardará mucho tiempo en ser el amante esposo de su actual novia... Todo eso de la oposición es una solemne mentira y un cálculo de la mamá suegra... El chico tiene muy buena posición, y la experta señora ha comprendido que el mejor medio de "atraparle" es presentando a su amor serias dificultadles... Gonzalito, que es un buenazo, se lo ha creído todo, y su vanidad amatoria se satisface al ver que poco a poco va venciendo los obstáculos fingidos y en apariencia pavorosos. —Últimamente he dado un buen paso… Compré la amistad del hermano pequeño, un chico que tendrá unos diez y seis años... Le he regalado una petaca de plata y una fosforera. —Tú te casarás con Elvira, Gonzalito; tú te casarás. —Dios te oiga; pero mucho me temo que no sea como dices. Esa familia no me traga, no me traga. —Ya te tragará, hombre, ya te tragará, descuida.
  • 30. 30 IV EL OSO "VIVO" Se presenta en escena el tercero y último ejemplar de mi colección de osos. Es Adolfito, un muchacho que en nada se parece a su colega Gonzalito. Gonzalito tiene dinero y Adolfito no tiene una peseta. Gonzalito es bobalicón y cándido y Adolfito se pierde de vista como sagaz y astuto. Gonzalito es oso por impulso y Adolfito por cálculo. Adolfo sabe llevar su papel de oso con gran dignidad, y ha conseguido, a fuerza de talento, que le respeten los vecinos en la calle donde desempeña sus altas funciones. La oposición que hace al noviazgo la familia de la chica es realmente seria. El padre, que no es ningún lila, se halla convencido de que el novio es un perfecto vago, del que no se podrá sacar nunca provecho, y que, además, tiene carácter y no permitirá nunca que le incluyan en la categoría de gurrumino. Adolfo se ha percatado de los obstáculos, pero lucha contra ellos con voluntad y talento. Cuenta para el triunfo con el amor de Matilde, pues el condenado ha conseguido tener a la chica completamente "atontolinada", palabra que emplea el propio novio. Como contra la fuerza del amor no hay fuerza, me hallo seguro de que el matrimonio de Adolfo y Matilde se realizará en un plazo más o menos lejano. —Lo peor que puede suceder—me dice—es esperar todavía una temporada larga. Pero yo te aseguro que, tarde o temprano, me tendrás en esa casa. —¿Por qué no la raptas? —Ya la rapté... Como no tenía dinero, pues me la llevé a pasear por el Retiro... Antes escribí un anónimo al suegro, diciéndole dónde nos podía encontrar… La escena dramática que preparé era preciosa. —¿Y dio resultado? —Ninguno... En cuanto le vi venir comencé a dar gritos, diciendo: "Estoy dispuesto a la reparación. Estoy dispuesto. Si es necesario, me casaré con su hija ahora mismo..." Y la chiquilla lloraba como una Magdalena. —¿Y no se conmovió su padre? —¡Qué se iba a conmover!... Se me quedó mirando fijamente, y dijo: "¡Qué te vas a casar tú con mi hija, "so" sinvergüenza!" Y la emprendió a estacazos conmigo... Como a mí no me pone la mano encima ni mi futuro papá suegro, le contesté en la misma forma, y se llevó lo suyo. —¿Y tienes todavía valor de insistir? —¿Que si tengo? Y te aseguro que me caso con Matilde. Vaya si me caso. La realización de ese deseo no la dudo ni un solo momento. Adolfo es una voluntad y conseguirá el triunfo, aunque aun se le vea unos cuantos años plantado en una acera, con la cabeza hacia arriba y haciendo unos gestos rarísimos con cara y manos para comunicarse con la enamorada novia, cuyos pies beso, y a quien deseo todo género de prosperidades en su empresa amorosa.
  • 31. 31 V VUELVO A RECORDAR A RUBÉN Aquí da fin mi canción de los osos, que, como os he dicho al principio, ni es canción ni nada que se le parezca. Al llegar a este punto me vuelve a obsesionar el recuerdo de Rubén, y quiero despedirme de los osos transcribiendo los versos del insigne panida: "Osos, osos misteriosos, yo os diré la canción de vuestra misteriosa evocación." Y, luego, aquel otro, que es una promesa de aliento y de esperanza: "¡Lucha, oso! ¡Lucha, oso! ¡Lucha, oso! ¡Lucha, oso!"
  • 32. 32 EL CARRERO, REY DE LA CALLE, O LA GUERRAA PERPETUIDAD De cómo se adquiere una soberanía a fuerza de voces y malas palabras —Soy carrero, y no carretero, como dice la gente. Es una manía que al público no se le quita de la cabeza. Los carreteros son los que hacen los carros, y los carreros, los que los conducen. —Ya me había hecho cargo. No me descubre usted ningún secreto. —Entonces usted sabe distinguir. Esta distinción me capta las simpatías de Gregorio Martín, carrero de oficio y no carretero, como vulgarmente le llaman los ignorantes, hombre de unos treinta y cuatro años de edad, nariz aguileña, rostro en ángulo obtuso, mirada serena y confiada y voz terrible y declamatoria. Va vestido con el traje de pana que usan la mayor parte de sus compañeros, y luce, para poner más en circunstancias la fisonomía, una cara que pide a gritos, como los que da su dueño, un inmediato afeitado. Me he hecho amigo de Gregorio en un establecimiento donde se da culto a Baco de la calle de Dos Amigos, y al que concurren como parroquia fija, compañeros de mi interlocutor. Esa tasca constituye el casino de un grupo de carreros, y en ocasiones sirve como bolsa para la contratación de su trabajo.
  • 33. 33 —Los que llevamos una sola mula—dice Gregorio—ganamos ahora de jornal siete duros semanales, o sea un duro diario. Hasta hace poco no nos daban más que cuatro pesetas... La Sociedad nuestra ha conseguido ese pequeño aumento... Me parece que no es mucho. —¡Qué va a ser, hombre! —Pues todavía se ha dicho que teníamos desigencias... Y el jornal se suda; le aseguro a usted que se suda… Desde el mismo instante en que amanece, sea una hora u otra, según las estaciones, tie usted que andar por esas calles de Dios, sin un segundo de respiro, hasta que anochece, luchando con todas las molestias del oficio, que son unas pocas, y expuesto a romperse la crisma al menor descuido. —¿Y el patrón, gana mucho? —No me gusta meterme en esas cosas, pero me lo figuro. Los amos se aprovechan de las circunstancias, y como ahora hay mayor tráfico que nunca, pues estarán haciendo su agosto. —¿Y usted, qué carga? —De todo; en esta semana he llevado un día ajuar; otro, terneras; otro, baúles; otro, hierro; otro, madera, y otro, harina... La madera es lo peor; da mucha guerra, y bastante guerra tenemos nosotros. —¡Ah! ¿Tienen ustedes gran lucha en el oficio? Gregorio me mira con un deje irónico, y después de escupir con cierto desdén y altanería, me contesta: —Nosotros estamos en guerra con todo el mundo. Con los guardias municipales, con los tranviarios, con los cocheros y hasta con el público. —¿Y quién ha declarado el casus belli? Como es lógico, Gregorio no entiende mi pedantería; pero yo me apresuro a explicarle la significación del latinajo. —Los guardias—contesta—nos la han declarado a nosotros, y nosotros, a los conductores de tranvías. Con los cocheros, los de automóviles y la gente de a pie no es una guerra sin cuartel: es una guerra de ocasión.
  • 34. 34 —¿Circunstancial? —Así debe ser. Me empeño en pronunciar palabras que no se hallan al alcance del léxico que usa Gregorio, y cada dos segundos incurro en el pecado de pedantería, que me presenta ante la conciencia del carrero como un ser enigmático y absurdo, aunque tampoco se dé cuenta del significado de estos vocablos. —Los municipales—agrega—son los enemigos mayores del carrero. Nos persiguen con saña, nos atosigan por cualquier cosa; no nos dejan ni respirar. En cuanto uno se descuida, le presentan un papelito. De sobra sabe uno lo que es ese papelito. No he leído nunca ninguno de ellos, por la sencilla razón de que no sé leer. —¿Y qué son esos terribles papeles? —Pues dos pesetas que tie, uno que aflojar. Y que no hay tu tía. Si no se pagan las dos pesetas al momento, va uno detenido, y el carro se lo llevan a las cocheras de la Alcaldía, y pa sacarle se necesitan más recomendaciones que pa ser del Muneicipio, y hasta llevar un abogado y todo. Y además tener un contribuyente que fíe... —¡De modo que usted afloja en seguida la mosca! He sabido adaptarme al medio y ponerme a tono. Mi nuevo vocabulario me lo agradece Gregorio con una sonrisa que es todo un poema. —Usted lo ha dicho... No hay más remedio que aflojar a escape... Una sola vez me encontré con que me presentaban el papel y no tenía encima ni cinco céntimos... —¡Trance fatal! —El guardia me llevaba detenido y yo estaba asustadísimo, porque, ¡buenos son los amos, buenos!... Pero me di maña para pasar delante de la taberna de un amigo, y éste me prestó el dinero en cuanto se lo pedí. —¡Magnánimo corazón el del tabernero! —No hay como cumplir bien con la gente para tener quérdito. —¿Y por qué suelen presentar el papel los guardias? —Por ir a caballo... Lo tienen terminantemente prohibido, y nosotros, erre que erre, en montar.
  • 35. 35 —¡Pues yo no veo a ninguno de ustedes subido en la mula! Gregorio que lanza una mirada burlona y protectora, y luego dice en tono de gran conmiseración. —Montar o ir a caballo, no es estar encima de la mula... Es ir subido en la vara... —¡Ah! —Lo miran muy mal y lo castigan mucho... Pero yo no transijo cuando creo que puedo hacerlo. ¿Qué mal puede haber en que yo vaya descansado por las calles de poca circulación? En cambio, ¿a que no se me ve nunca a caballo por sitios como la glorieta de Atocha, la Puerta del Sol o la calle de Carretas?… Demasiado sabe uno cumplir con su oficio. —¿Y los guardias, implacables? —Eso que usted dice... Aunque ya va habiendo muchos que nos temen, porque, eso sí, al pagarles la multa no se va ninguno de vacío, y se les arma cada chillería que enciende el pelo, y oyen lo suyo, pues damos gusto a la voz. —Me lo figuro... Ya he presenciado alguno de esos espectáculos. —Es nuestra defensa... ¡Si no, estábamos perdidos! Yo quisiera que los guardias comprendiesen que, después de tantas horas de andar, el cuerpo necesita algún descanso... Pero son muy duros de mollera, muy duros... Sería conveniente que el alcalde les hiciera razonar sobre el caso. Su observación no puede ser más atinada, y así me apresuro a comunicárselo. A continuación le pido que me dé algunos detalles sobre la terrible lucha que tienen entablada los carreros con los tranviarios. Noto en el semblante de Gregorio que el tema es de su agrado, y en cuanto da una chupada al cigarrillo, dice: —A los conductores de tranvías les vencemos siempre. Ellos están empeñados en que no vayamos por la vía, y nosotros, en lo contrario. Somos todos a una en la guerra, y, pase lo que pase, no transigimos... Y mire, la cosa a veces se pone más seria de lo que parece… En una ocasión, y por estas cuestiones de la vía, fui a la cárcel doces días... ¡No me importa!... Si es preciso volveré, pues ir por eso no deshonra.
  • 36. 36 —Veo que tiene usted espíritu espartano. ¡Adiós! Nueva pedantería y nueva desorientación del carrero... Me apresuro a explicar mis palabras para hacerlas comprensibles, y Gregorio continúa: —Los conductores y nosotros nos desafiamos todos los días; pero el desafío no se realiza nunca; no pasa de conversación... Alguna vez, muy rara, suele ocurrir que se les lance un trallazo; pero esto no tiene importancia. —¿No? —No, señor. A mí no me ha ocurrido nunca nada, porque me contento con dejarles bien servidos, y después, si te he visto, no me acuerdo. La cuestión es salirnos con la nuestra, y eso se consigue. —¿Y con los cocheros también pelean? —También… Lo da el oficio... Por un quítame allá el carro o el coche nos lanzamos a todo... Es para desahogarse uno, que demasiado repodrido está por dentro... Muchas veces se dice: "¡Te voy a romper el alma!..." Y luego, nada; bromas. —Muy cariñosas... ¿Y no tienen ustedes más broncas? —Ya lo creo... Con la gente que anda por la calle, esos que tienen ojos y no ven, y ellos mismos se echan encima del carro... ¡Como que íbamos a dejar que se fuesen de vacío los que están a punto de que les atropellemos! ¡No ve usted que nos ponen en un compromiso! ¡Se les dice lo suyo! —Y además el susto encima. —Así escarmentarán, y otra vez andarán por la calle como es debido. —No deja de ser un procedimiento como otro cualquiera... ¿Y ya no reñirán ustedes con nadie más? —Sí, señor. —¿Sí? ¿Con quién? —Con los parroquianos. —¿Con los que pagan la mercancía? —Sí; no ve usted que se quejan por cualquier cosa. Pues hay que contestarles... El hombre que se calla en este mundo está perdido. Si no se les chilla, se crecen. —Además, ¿también se pelean ustedes con la mula? La mula lo necesita; lo está pidiendo ella misma. —¿En qué lo han conocido ustedes? ¿Es que ella lo dice? —No; la mula no dice nada; pero si se muestra uno blando, no se hace carrera con ella. —Y entonces se recurre al trallazo... —Hasta que se amansa... La mula es un animal de mucho cuidado; no es como los bueyes. A esos los maneja cualquiera; el oficio de bueyero no tiene los pelendengues que el nuestro... Y créame: la mula agradece el palo. —Bajo su palabra lo creo.
  • 37. 37 Gregorio hace estas afirmaciones en un tono de gran seguridad y como hombre convencido de que expone verdades incontrovertibles. No tengo interés ni argumentos para entablar una discusión, y asiento a cuanto dice. Varío el asunto de la charla y le pregunto: —¿Es verdad que están ustedes interesados en que continúen los carros de dos ruedas, que estropean tanto el pavimento? —Es mentira; los interesados en eso son los amos, y como tienen mucha influencia, se salen con la suya, y en la vida se construirán los de cuatro, que son los buenos, tanto para el piso como para nosotros... ¡Con decirle que el día que me den un carro de cuatro ruedas estoy decidido a agarrar la poderosa para festejar el acontecimiento!... —Muy bien... Todo cuanto sea esparcir el ánimo me parece muy plausible. Empiezo a poner en orden mis notas y rápido se me ocurre formular la siguiente conclusión que, según mis apuntes, se desprende de la entrevista. —Deduzco de cuanto me ha dicho usted que el carrero es el rey de las calles de Madrid. Gregorio sonríe, haciendo una mueca muy rara, y luego dice: —¡Algo hay de eso!... ¡No hay quien pueda con nosotros!... ¡Pero se pasan muchas fatigas, muchas! —Pues, monarca, ¡que haya salud para conservar la soberanía mucho tiempo! Me parece que tampoco ahora me ha entendido bien, pero me da las gracias muy atento.
  • 38. 38 LAS MISERIAS DE UN EX HOMBRE QUE TUVO LAASPIRACIÓN DE REDIMIRSE El rancho de los cuarteles, el dormitorio al aire libre y el destierro por vago ¡Cómo desconfiaba de mí! El muchacho tiene hábito de encontrar en cada semejante un enemigo, y no podía suponerse que mi propósito de charlar un rato en su compañía estuviese desprovisto de una intención aviesa. Los golfos que van por el rancho sobrante a la guardia de Palacio concluían su yantar vespertino, y, separados unos de otros, se encaminaban por la calle de Bailén a buscar la Cuesta de la Vega y los jardines del Campo del Moro, que han quedado del dominio municipal, en donde los desarrapados vuelven a juntarse, ya que en los lugares próximos al puente de Segovia, y por tácito acuerdo de las autoridades, se deja a los miserables un poco de solaz y el ejercicio del derecho de reunión, que, como todas las reuniones de todas las clases sociales españolas, viene a estribar en el cambio azaroso de monedas. Los harapos de mi nuevo amigo Antonio Sánchez "el Manco" son inenarrables, así como su cara, que ostenta una cantidad de basura en almacén capaz de enriquecerle si semejante acaparamiento tuviese salida en el mercado. Y el ex hombre que se va a presentar ante los lectores es inteligente y sabe expresarse, y a pesar de sus justificadísimas desconfianzas, una voz que adquiere la certeza de que por conversar con un plumífero no va a sufrir perjuicios, habla en tono sincero y hasta cierto punto orgulloso, poniendo en sus palabras una mueca de desdén hacia una sociedad que se obstina en rechazarle de su seno e hizo imposible la realización de sus anhelos redentores.
  • 39. 39 —Soy hijo de un cojo que tuvo necesidad de ganarse el pan mendigando… A mi madre no la conocí, pues murió cuando yo era muy pequeño. —¿Y tú seguiste siempre con tu padre? —Hasta que murió, hace seis años no me separé ni un momento de su lado... Pedíamos limosna juntos... Yo soy manco de nacimiento; vine al mundo faltándome la mitad del brazo izquierdo. —¿Cuántos años tienes ahora? —Diez y nueve... Me quedé solo a los trece, sin un pariente, sin nadie... Si hubiese seguido viviendo mi padre, otra cosa sería de mí... —¿No dices que también era mendigo? —Pero no quería que yo lo fuese toda la vida, y me mandó a la escuela, donde aprendí a leer y escribir y toda clase de cuentas... Mi padre tenía la idea de que me hubiese hecho maestro, y me parece que se hubiese salido con la suya, pues yo no era de los más torpes y me aplicaba mucho. Me entra cierta sospecha de que me está contando una mentira, y para cerciorarme de la verdad de sus asertos le presento un manuscrito, que lee de corrido, y después le obligo a que realice una suma y una resta, operaciones que realiza sin el menor esfuerzo. —¿Y por qué no seguiste estudiando? —Mientras vivía mi padre, la limosna que sacaba nos mantenía a los dos… Después tuve que buscármelas..., y los chicos necesitan que alguien esté siempre encima de ellos para eso de los estudios… Es más divertido irse a jugar en medio de la calle. AAntonio le falta todo el antebrazo izquierdo, y como se obstina en accionar con el muñón colgante, me viene a la memoria el recuerdo de los mendigos retratados por Mateo Alemán en su maravilloso "Guzmán de Alfarache", y creo que se trata de una suplantación. Así se lo advierto; pero no tardo en convencerme, al presentarme el golfo su brazo mutilado, de que he incurrido en una nueva plancha, que me hace desmerecer ante los ojos del desarrapado.
  • 40. 40 —Soy manco de verdad, como mi padre era cojo de verdad. Hay mancos y cojos fingidos, ya lo creo que los hay, y hasta tienen preferencia en los comedores; pero lo mío es auténtico. Nos sentamos en un banco del Campo del Moro, desde donde se divisa el río y se escucha la algarabía de las lavanderas... —Este suele ser mi dormitorio en verano—dice "el Manco"—. Aquí nos reunimos varios compañeros: "el Chato", "el Tigre", "el Barbas", "la Roja" y "la María". Otras veces nos corremos hacia la Bombilla o los Viveros… A la salida de las juergas se puede sacar algo, y aquellos campos son muy buenos también para dormir... En primavera y verano da gusto. —¿Y en invierno? —Eso es terrible... No queda otro recurso que los soportales de la plaza Mayor... Y no nos dejan... Cada diez minutos aparecen los guardias a despertarnos... Después de las tres de la mañana nos molestan menos; pero como a las seis nos empujan a puntapiés, no hay posibilidad de dormir bien. —¿No tenéis más sitios? —Los quicios de las puertas. En eso, depende todo de que el sereno sea bueno o sea malo. Los hay que se compadecen, les da uno lástima y no dicen nada; pero otros se creen generales o cosa así, y le despiertan a uno metiéndole el chuzo en la cabeza. —¿Algunos días tendrás dinero para dormir en una posada? —Muchas veces tengo ahorrado el realito, pero prefiero gastarle en cosas de comer. La posada es mucho más sucia que la calle, y se duerme peor, porque huele mal... Al aire libre se está más cómodo. Consigno esta afirmación tal como se me ha hecho, añadiendo que ha sido expresada en tono de gran convencimiento. —La plaza Mayor tiene para nosotros ahora una cosa de malo... Las expediciones... —¿Qué expediciones? —¿No está usted enterado?... Es una cosa que se hace ahora con el dinero del juego, en la que se gasta mucho y no se consigue nada... Verá usted... Hace un mes me cogieron en una de ellas… Nos llevaron a unos treinta chicos al Ayuntamiento, y de allí, a un asilo del paseo de Yeserías, donde se duerme sin manta y le dan a uno un café muy malo... Después se espera al baño... Al fin le bañan a uno, y le pelan y afeitan, dejándole completamente rasurado… Eso no está mal…
  • 41. 41 —¿Y luego? —A la estación de las Delicias, donde se nos mete a todos los chicos en un tren y se les va dejando abandonados en las estaciones. Yo fui de los que hicieron el viaje más largo, pues paré a Talavera, donde supuse que me quedaría, y cambié de tren en Plasencia. Me llevaron a Béjar. —Y allí, ¿qué hiciste? —De momento me dieron socorro. No me puedo quejar del alcalde... Me dio de comer y me puso bajo la vigilancia de la Guardia Civil. Pero figúrese usted con qué cara recibirán en esos pueblos el regalito que se les manda de Madrid... ¡Y uno qué va a hacer! Como allí está prohibida la mendicidad, no queda más recurso que tomar carretera adelante, y otra vez a los Madriles, donde al fin y al cabo puede uno comer todos los días o casi todos los días. —¿Y viniste a pie desde Béjar? —Un rato a pie y un rato andando. No me fue posible, como en otras ocasiones, colarme de "ocultis" en el tren. ¡Y he pasado lo mío! En este viajecito he tardado veintiséis días; así tengo los pies, que son una pura llaga. Y la mayor parte del tiempo no he comido más que las castañas y bellotas que buenamente encontraba en el camino. —¿Y dices que esas expediciones cuestan mucho dinero? —Mucho, sí, señor, mucho. Y con la mitad de lo que se gasta se podrían construir pabellones para dormir, y eso sí que sería beneficencia. No deje usted de escribirlo, por Dios, no deje de escribirlo. —Te lo prometo; pero puedes tener la seguridad de que no me van a hacer caso. Conocido ya lo que son esas expediciones, a las que "el Manco" tiene tanto temor, le interrogo sobre el importantísimo extremo de la manutención, recogiendo lo dicho por mi interlocutor anteriormente de que en Madrid se come casi todos los días. —Sí, señor, yo como, esa es la verdad. Y el rancho de los cuarteles es lo mejor de todo... Lo que ocurre es que a diario no alcanza para tantos como vamos allí. —¿Entonces te quedas en ayunas? —No. Voy a los comedores de Alfonso XIII, donde tengo preferencia sobre los otros por ser manco. Pero la comida no es, ni con mucho, tan buena como la de los cuarteles, sobre todo en el de María Cristina, donde ahora dan un rancho colosal. ¡Dos cazos con carne y tocino y media libreta!
  • 42. 42 Reproduzco estas palabras tal como me las ha dicho "el Manco", y por espíritu de estricta justicia, pues no soy amigo de ningún jefe ni oficial de los regimientos que se alojan en dicho cuartel. —Lo malo del caso—añade el golfo— es la preferencia que dan a las mujeres en eso de repartir las sobras del rancho. —Esa censura me parece muy poco galante. —Con el hambre no hay galanterías, y yo creo que los hombres necesitan estar más alimentados que las mujeres. —Es una opinión. —Pues en el cuartel lo entienden de otra manera. Menos mal que como yo soy novio de "la Roja", ella me reserva siempre algo de lo que la corresponde si a mí no me ha alcanzado. "El Manco" es un amoroso; pero, como ven ustedes, entiende el amor de una manera muy práctica, y sería capaz, si la conociera, de sostener la opinión de Pío Baroja de que, si Don Juan Tenorio pudo realizar grandes conquistas, fue merced a tener satisfechas siempre las necesidades de su estómago. —¿Cuál es la cantidad mayor que has tenido en tu vida? —Nueve reales. Y me los robaron… Me entró un coraje espantoso, y di parte a la Guardia Civil. Acudió ésta, y nos llevó a la Comisaría al que me había robado y a mí. —¿En la Comisaría te devolvieron el dinero? —¡Quiá! Se echaron a reír, diciendo que eso del robo era un cuento. Fuimos después al Juzgado de guardia y declaré ante el juez... Me hicieron ir y venir. Y total, nada: que me quedé sin el dinero. —¿De modo que os robáis entre vosotros? —Todo lo que podemos... El robo y el juego está en la masa de la sangre… ¿Ve usted a aquéllos? Están jugando al "cané"... A veinte pasos de nosotros advierto a un grupo de chicos que tienen una baraja mugrienta y que se hallan todos interesadísimos por el juego. —Aquel que está en la esquina es el centinela, que avisa si vienen los guardias… Cuando se hace de espía es que no se tiene dinero... Luego, el que más gana le tiene que pagar cinco céntimos por cada dos reales que se ha embolsado… El que avisa, al "guipar" a los "guindas", grita: "¡Agua!..." Y el grupo se deshace en seguida. —¿Algunos se aprovecharán de la confusión para quedarse con los cuartos? —No, señor; el dinero del juego se respeta, aunque luego nos lo robemos a la hora de dormir, que es el momento en que nos "palpamos". Le entrego una moneda al manco, y éste me dice: —Me la coseré a la camisa... —Y que tenga buena suerte. No vaya a sucederla lo que a los nueve reales. —Así lo espero... Me separo del golfo, y éste se une al grupo de los otros muchachos... De lejos, y al subir la Cuesta de la Vega, percibo sus voces, indicio de una disputa… Oigo de repente la exclamación del centinela, y veo que en un instante el grupo se disuelve, y que cada chico se marcha por su lado... Se han divisado los uniformes de una pareja de Seguridad... Y yo, realizada ya mi entrevista, me encamino corriendo y lleno de aprensión a mi casa, para tomar inmediatamente un baño.
  • 43. 43 LOS PLACERES REFINADOS QUE GOZA UN MOTOCICLISTA Aventuras de un valeroso muchacho por los alrededores de Madrid —¿De modo, Polito, que sigues inalterable en tu afición a la motocicleta? —No hay cosa mejor que esa máquina. Al que inventó ese aparato yo le erigiría una estatua, para ponerla después en el centro de la Puerta del Sol. —Bien, hombre, bien... Los caracteres tienen que ser sostenidos, como aseguran algunos críticos. Mi amigo Polito lleva cinco años embragando gasolina por esas carreteras, y cada vez demuestra un mayor entusiasmo por su deporte predilecto. La primera motocicleta se la regaló su padre, a consecuencia de un hecho realmente extraordinario. Figúrense ustedes que Poli, después de haber sufrido con la natural resignación cinco suspensos seguidos en Derecho canónico, consiguió aprobar la asignatura en la Universidad de Murcia. Aquello debía premiarse: lo contrario equivaldría a negar la justicia humana. Y don Leopoldo Díaz Fatigado, padre del insigne deportista Polito, se apresuró a gastarse cinco mil pesetas en una "moto" con sidecar, para que su pimpollo pudiese gozar a su antojo de la vida y advirtiese con qué esplendidez se pagan las buenas acciones en este calumniado mundo. —Costó más de mil duros, ¿sabes?—me dice Polito—, pues como a mí me gusta hacerlo todo bien, adquirí unas cuantas cosas de postín y sin las cuales no hay lucimiento en las "motos". Son los aditamentos, entre los cuales no pueden faltar ni el relojito, ni el cuentakilómetros, ni el asiento soporte. Total: unos seis mil reales más.
  • 44. 44 —Magnífico... Y en seguida a gozar de la vida. —A gozar de la vida, gastándome entre gasolina, merendonas, reparaciones y "garage" unas cincuenta pesetas diarias. Sólo el "garage" cuesta ocho duros al mes. —¿Pero qué es ello en comparación con los placeres que te proporcionas? —En eso llevas razón; aunque debo confesarte que al empezar pasé fatigas muy grandes. Un amigo me dio tres o cuatro lecciones, y como yo soy muy audaz, me lancé en seguida por mi cuenta. —¿Y tuviste dificultades? —Muchas... Al principio, como no tenía práctica, cuando abría los puños del alumbrado y de los gases, teniendo la máquina en punto muerto, iba a dar a la manivela la patada necesaria para poner la "moto" en marcha, y me fallaba siempre, arreándomela en la espinilla… Vi las estrellas. —¡Placeres!... ¿No te darías por vencido, verdad? —Claro que no... Pero me "atontolinaba" y cerraba los ojos sin querer. Es claro; se me abrían los gases y la máquina pistoneaba mucho más. —¿Y entonces? —A repetir otra vez, hasta que al fin me salía con la mía... Pero entonces recuerdo que me ocurría otra cosa más desagradable. —¿Cuál? —En marcha ya la "moto", hay que apretar el tacón del pedal de embrague y poner la primera velocidad. Pero al embragar lo hacía con tal prisa, que se me paraba el motor, y, por lo tanto, quedaba parado inmediatamente… Y otra vez vuelta a empezar. —Así le tomarías más gusto a la profesión. —Yo no cejo en lo que me propongo, si se trata de deportes... Y me tienen sin cuidado las risas de la gente… Otra cosa en que tardé mucho en acostumbrarme es nivelar el sidecar para que no se me levantase tan pronto como daba una vuelta al lado contrario de aquél... Por eso se dijo que mi máquina tenía algo de aeroplano, pues a los amigos que llevaba les hacía correr y volar.
  • 45. 45 —¿Y se desnucaron muchos? —No, hombre, no... ¡Qué exageración! Dos solamente; los otros no tuvieron sino percances de muy poca importancia. —¿Y sigues teniendo amigos que se atrevan a subir en la "moto" dirigida por ti? —Por docenas... Amigos y amigas… Hasta he quedado mal con alguno por no haberle invitado... Tiene uno tantos compromisos. —¿Te han ocurrido percances? —Al principio, casi a diario. El día que no llegaba a casa con el cuerpo dolorido me parecía que faltaba algo. Todo es la costumbre. Una vez me despidió la "moto"; ella siguió corriendo sola, y yo me quedé sin sentido en medio de la carretera. Cuando volví en mí me encontré subido en un carro, pues un carrero me recogió del suelo… Aquello me costó dos meses de cama. —¿Además de los diez duros diarios que te gastas? —Además... Y no fue esa la única vez que he salido despedido... Algunas de ellas caí a una distancia de siete metros... Y en otra ocasión (se me pone la carne de gallina cada vez que me acuerdo), al entrar en el puente de Galapagar sentí que me iba por el aire; creí que aquél era el último día de mi vida. Y de repente, ¿dónde dirás que me encontré? —En el planeta Marte. —De rodillas en el pretil del puente… Fue "potra", ¿verdad? Por eso no me acobardo y sigo cada vez con mayor entusiasmo... Soy un tío de suerte. Polito se halla orgulloso y satisfecho, y refiere todos sus percances desgraciados como un conquistador que relatara sus triunfos. —¿Y no te han ocurrido más incidentes desagradables? —Muchos más... El más serio, después de los dos que te he referido, me sucedió cerca de Majadahonda. Hice un viraje demasiado de prisa y caí por un terraplén desde tres metros de altura… Todavía me parece escuchar el grito de un labrador que estaba trabajando el campo: "¡Se han matado!"… La "moto" no perdió el equilibrio y cayó a tierra en la misma posición. Fue cuestión de unas pequeñas reparaciones, pues ni yo ni la persona que me acompañaba nos hicimos ni el más insignificante rasguño... Ya te digo que con suerte, al motorista no hay quien le tosa. —Ningún percance más, ¿verdad? Polito se rasca el mentón de la barba, y luego, guiñando el ojo y con una sonrisa de conejo, dice: —¿Percance?... ¿Percance?... ¿Tú le llamas percance a haber estado ocho días en la cárcel? —¿Pero has estado en la cárcel, tú, Polito? ¿Ha sido huésped del "abanico" nada menos que el hijo del señor Díaz Fatigado? —¿Qué quieres? "En este país"… Hubo un juez que se emperró en perseguirnos, y se salió con la suya... Una semana entera, que me pareció un siglo, me pasé encerradito en la celda de pago número 1 de la quinta galería. —Ocupaste un lugar reservado para la gente distinguida... Va allí muy buena gente. —Creo que es la celda de mejor tono… Pero yo me desesperaba... Y todo por atropellar a una vieja en la calle de Alberto Aguilera... Si se llega a morir, no sé lo que ocurre... Por fin consiguió mi abogado que me soltasen… Pero la cosa me costó muchos cuartos.
  • 46. 46 —¿Y tampoco te curaste de tu afición? —Tampoco... ¡Si la "moto" es lo más bonito que hay en el mundo!... Yo la tengo comparada a un cuerpo humano… Muchas veces se me figura que va a romper a hablar... —¿Cómo es eso? —Verás..., a ver si te gustan mis comparaciones. El carburador es el corazón; los cilindros son el vientre; el guía, la cabeza; los radios de la rueda, las costillas; el depósito de gas, el estómago; la bocina, la voz, y el tubo de escape, la eliminación necesaria en todo cuerpo animado. —Polito; tú eres un poeta, un gran imaginativo. Nunca me lo hubiera imaginado. Estas palabras las agradece tanto mi amigo el motorista, que no puede contenerse, me abraza y me regala un magnifico habano. —Veo que tú eres de los pocos que me comprenden—dice con la voz turbada por la emoción. —¿Todas esas molestias—pregunto—quedarán compensadas con lo mucho que te diviertes en los pueblos? —No creas que sea tanta la diversión. La gente sigue siendo muy cerril, y continúa recibiéndonos a pedrada limpia. Además, nos explotan. Casi todos los bidones de gasolina que se venden en los pueblos están aguados... Es lo que ellos dicen: "Ya que los señoritos matan tantos animales, a estrujarles bien el bolsillo en cuanto se pueda". —¿Y has matado muchos bichos? —Seguramente más de los que tuvo Noé en el arca... He hecho por ahí cada "perricidio"... Lo que no se me olvidará nunca es lo que me ocurrió una vez con un gallo... La rueda de la "moto" le seccionó completamente la cabeza, lo mismo que si hubiese sido una guillotina... Pues bien: el animal anduvo cerca de un metro sin cabeza, hasta caer desplomado. Esto me impresionó mucho... Y te juro por lo más sagrado que no miento.
  • 47. 47 —Te creo bajo tu palabra... Se han hecho observaciones y estudios análogos sobre los decapitados. —Lo que todos los motoristas tememos más es el atropello de un cerdo… No se puede atropellar a ninguno de estos guarros sin que la "moto" no tenga une parada instantánea… Los he llegado a cobrar verdadero odio..., y cuando llega el 1 de noviembre siento una alegría feroz pensando en la carnicería que hacen con ellos. —Tú, que tienes tan buen diente, ¿te darás unos grandes banquetes por esos pueblos? Polito lanza un suspiro que es todo un poema. —¡Ay!—dice—. No sabes lo malos que están los tiempos... Antes no existía un rincón de España donde no hubiese, por lo menos, huevos y jamón. Pues ahora, si por casualidad encuentras en algunos de esos poblados patatas hervidas, te puedes dar con un canto en el pecho. —Sí que deben de ser deliciosos los paseítos esos. —Y encima te ponen en la carretera rastrojos, piedras grandes o alambres, para ver si revientas. —¿Cuáles son los placeres entonces? Polito sonríe, y luego en tono pedante y cómicamente jactancioso, agrega: —La admiración femenina... Es uno de nuestros mayores placeres... Las mujeres se pirran por la motocicleta, y sólo por el hecho de llevarlas en el sidecar se pueden hacer conquistas… Y luego, las miradas incendiarias que nos dirigen algunas mozas de pueblo...; de allí viene que se haga todo género de valentías y presunciones, como levantar el sidecar, guiar con los pies..., etcétera, etc. —¿De modo que a tus amiguitas las entusiasma la "moto"? —Las "atortola"... Al principio, todo son temores y chillidos... Pero una vez que le van tomando gusto a la máquina, son ellas mismas las que piden mayor velocidad. —¿Y el público de Madrid, qué tal os trata? —Nos odia... Aquí no se tiran piedras, pero hay que oír las cosas que nos dicen... Como yo me figuro que es envidia, les desprecio. —Muy bien hecho. Polito, al llegar a este punto de la conversación, me invita a que le acompañe en su "moto". Me siento valeroso, y no dudo en acompañarle. Media hora después nos encontramos en la carretera de El Pardo, pasada la Puerta de Hierro... El hombre da el máximo de velocidad, saliendo antes una enorme cantidad de gases, y luego dice; —No hay placer en este mundo comparado a coger una carretera buena y poder desembragar a gusto de uno… Aunque nos pase cualquier cosa, está compensado. Me entran intenciones de estrangularle, pero contengo el impulso irreflexivo y le dirijo una sonrisa hipócrita, y hasta cierto punto aduladora.
  • 48. 48 DE CÓMO LA CALDERILLA RESULTA METAL PRECIOSO La cambianta callejera, o una agencia de criadas al aire libre —Me tuve que dedicar a esto a la muerte de mi pobre marido. Para mí fue muy duro; puede usted creerlo, muy duro… No estaba acostumbrada una a tener que tratar con todo el mundo… Hay cada gentuza… Y yo he tenido muy buenos pañales, muy buenos... Esta noble señora, que se expresa en la forma que antecede, es doña Paca, o doña Paquita, diminutivo con que la suelen designar sus parroquianas predilectas, las criadas de servir… En cambio, para los vendedores del mercado, doña Paquita es siempre doña Paca, a la que se debe tratar, por su alta jerarquía, con toda clase de respetos… Para hablar de esa señora en este artículo yo he vacilado un poco sobre si me seria lícito imitar la costumbre de las domésticas, y en la creencia de que ello no puede resultar un atrevimiento indecoroso, elijo valientemente el diminutivo... Queda convenido, por lo tanto, lectores, que para ustedes y para mí doña Paca será doña Paquita. Doña Paquita tiene unos cincuenta años, pelo completamente gris, rostro de facciones perfectas, revelador de que en otra edad fue fresco y hermosote; más bien delgada que gruesa, y de regular estatura... Doña Paquita es lista como un demonio, pero parece tener un decidido empeño en hacerse la infeliz... Dios y ayuda me ha costado que se preste a la entrevista; pero al fin, mis palabras y promesas la han convencido de que el conversar un rato sobre cosas de su profesión con un plumífero no podrá acarrearla mal alguno... Me exige, sin embargo, que no se haga público el mercado madrileño donde realiza sus trabajos... Pueden ustedes, pues, elegir el que quieran: los Mostenses, el Carmen, San Miguel, la Cebada, en la seguridad de que en cualquiera de ellos encontrarán otras doñas Paquitas con distinto nombre, en un todo homogéneas a la que va a hacer su presentación.
  • 49. 49 —Los primeros tiempos de cambianta—dice—fueron horribles... Es lo que pasa siempre... A los nuevos en los oficios les mira todo el mundo con malos ojos. Yo tenía, por fortuna, algunos conocimientos, y ellos me valieron mucho… Después he ido aumentando la parroquia. —¿Y para ejercer su profesión necesitarán ustedes bastante capital? —Algunas hay que tienen a diario mil pesetas en danza... Cuanto más dinero se tiene, más ganancia cabe... Yo no cambio, generalmente, más que unos sesenta duros en calderilla. —¿Le parece a usted poco?... Esas trescientas pesetas, convertidas en perros grandes o chicos, deben de formar una columna gigantesca. —Mucho menos de lo que yo quisiera… A mí no me asusta la calderilla… Aunque me diesen paquetes de tanta altura como el Viaducto, yo sabría componérmelas y no perder ni una perra chica... Lo que me produce pánico es que me la "birlen" otras, pues, al fin y al cabo, de ella vive una, y si falta, es un día perdido, que altera mucho el buen orden de una casa. Doña Paquita, como ven ustedes, es una mujer metódica y trabajadora, que atiende al sustento propio y de sus hijos con toda la dignidad propia del caso, pero con la firmeza de carácter suficiente para no consentir que ni un solo día queden defraudadas sus imperiosas necesidades. —Desde las dos de la tarde hasta anochecido me tiene usted buscando calderilla... Tengo la suerte de conocer a varios tenderos, que me prefieren y me reservan toda la que tienen... Mis sitios favoritos son dos carnicerías y una panadería... También consigo algunas veces que me cambien en un café de la Puerta del Sol... Pero eso no es a diario; si lo fuese, cualquiera me tosía… Además, tengo dos tabernas, tampoco muy seguras, y una casa de huéspedes, que falla o no falla, según el humor de que está la patrona, una mujer a la que no es posible saberla llevar el genio.
  • 50. 50 —¿La ganancia está en ese momento? —Sí, señor. La ganancia de la cambianta estriba en eso. Por cada duro que damos en plata nos entregan quinientos cinco céntimos... Por eso le dije que, cuanto más dinero se metiese en el negocio, era mayor la cantidad que le queda a una… Figúrese si hará falta llevarse perros para ganar un duro. —¿Y a la mañana siguiente? —A las siete en punto de la mañana, haga frío o haga calor, tiene una que estar sentadita en la plazuela, a volver a cambiar toda la calderilla por plata... Allí me tiene usted, para lo que me guste mandar, con mis grandes paquetes de a duro y medio duro, muy repantigada en mi silla, ante mi banqueta y el talego grande, de donde poco a poco voy sacando los cartuchos. —¿Esperando a las cocineras? —No hay que aguardarlas mucho… Y a lo mejor se aglomeran, y es aquello el primer lío… Hay que estar con siete ojos, no vaya una a equivocarse, o la procuren meter un “pufo”, que en esto, como en todas las cosas de dinero, hay que ser más lista que un lince y no descuidarse ni un segundo. —Y a las criadas, ¿se les hace también descuento? Doña Paquita me lanza una mirada de asombro, y luego, como indignada de mi ignorancia, replica en tono despectivo: —No, señor; nada. Nuestro pequeño negocio lo hacemos solamente al adquirir la calderilla. Luego entregamos ésta a las cocineras por plata, sin ninguna remuneración... El favor nos lo hacemos mutuamente. —¿De modo que ustedes vienen a ser una especie de intermediarias entre los acaparadores de "perros" y la compradora al detalle? —Eso es... Lo tremendo, como le dije antes, son los días en que no consigue hacerse una con la calderilla suficiente… He perdido algunos parroquianos y tengo siempre que procurármelos nuevos... Tuve uno magnífico... Lástima que se haya muerto... —¿Quién era? —Se va usted a reír... Era un pobre de pedir limosna... Un viejecito que desde la ronda de Valencia iba todas las tardes a la Castellana y al barrio de Salamanca... Se había hecho con la gran parroquia, y en tiempo de otoño y primavera se sacaba de ocho a diez durillos... No es mal jornal, ¿verdad?… Nos hicimos muy amigos, y algunas veces hasta me convidaba a café... Lástima que se muriera... Le mandé decir unas misas en San Andrés. —Eso prueba su magnánimo y piadoso corazón. ¿Y qué pagan ustedes al Municipio por el puesto de la plazuela? —Lo mismo que los vendedores. Por quince céntimos nos dan un papel, que es la autorización. —¿Y llegarán ustedes a hacerse muy amigas de las cocineras? —Usted verá... El trato engendra la confianza... Y, además como lo que más abunda son chicas jóvenes, y una ya es madura y tiene experiencia de la vida, pues nos piden consejos sobre sus cosas... Claro que la mayor parte de las veces no hacen ningún caso de lo que se las dice, sobre todo si se trata de amoríos... La juventud es siempre la misma.
  • 51. 51 —¿Y ustedes las buscan colocación? —Yo he colocado a más muchachas de servir que pelos tengo en la cabeza. —¿Y cómo se las arregla usted? —Sobre poco más o menos, lo mismo que con la calderilla... Así como olfateo dónde puedo hallarse ésta, pues lo mismo me hago cargo, sin salir de mi puesto, de cuáles son las casas buenas y las malas y en dónde va a quedar "de más" una muchacha... Conozco también a muchas señoras, que me estiman, porque yo procuro portarme bien con todo el mundo, y consigo que mis recomendaciones sean atendidas preferentemente. —¿Esos servicios se los pagarán a usted muy bien? —No lo crea; regular nada más. Hay mucha ingratitud por el mundo... Y para que una chica proceda como las personas y dé una propineja decente, hay diez que ni las gracias... Pero ¡qué le vamos a hacer! Eso es el mundo... Doña Paquita lanza un gran suspiro ante esta consideración pesimista y prosigue el paseo en mi compañía por la calle Mayor arriba, hacia la Puerta del Sol... Al llegar a la plaza de San Miguel no puede menos de lanzar una mirada crítica de profesional, y luego dice: —Algo abandonado me parece que está ese mercado… Y no se trabaja en él del todo mal… Ahora veo que lo trabajan la señora Aniceta y Pepa Montenegro. La Sebastiana, me consta, que murió... Como no la puedo sacar de sus dudas, permanezco silencioso, y me contento con dirigirla cariñosas sonrisas, como medio de demostrarla mi agradecimiento por haberse prestado al paseíto y a la conversación. —De lo que estoy hasta el moño—agrega doña Paquita—es de oír historias de amoríos y de ver los disparates que hacen las chicas… Eso está ahora peor que nunca… Cada vez existen menos cocineras que no tengan un gandul que las coma todos los ahorros... —Y ellas, ¿qué dicen a eso? —¡Qué van a decir!... Nada… Las mujeres, cuando se “chalan”, pues son incapaces de atender a razones… muchas que me son simpáticas ya procuro enseñarlas cómo hay que tratar a los hombres, y el tira y afloja que se necesita para estos menesteres. —Y para metérselos en el bolsillo, ¿no es eso? —No me atrevía a decirle a usted tanto... Pero, en fin, ya que usted lo dice... Algo debemos de hacer las mujeres para defendernos de ustedes, que son todos unas fieras. —¡Doña Paquita, por Dios!—me atrevo a contestar, aterrado y humilde. La cambianta me hace una mueca, que lo mismo puede ser cariñosa que desdeñosa, y luego muda el tema de la conversación y dice: —Otra de las cosas malas de nuestro oficio son los timos... Alguna gente es muy sinvergüenza... Y como se haga caso de historias y fíe usted la calderilla, no volverá usted a ver ni ella ni la plata en todos los días de su vida. ¡Y de moneda falsa no hablemos! En la actualidad no hay quien me cuele una; pero cuando empecé esto del cambio, me asaban viva.