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La lengua conjurada
Entrevista a Horacio González por Alberto Catena
Prólogo
1. Leopardi en Villa Pueyrredón.
Durante el desarrollo de las mesas redondas de escritores, personalidades públicas y
pensadores de la izquierda de América y Europa que intervinieron en el Foro por la
Emancipación y la Igualdad, realizado el Teatro Cervantes de la ciudad de Buenos Aires
entre el 19 y 21 de abril de 2015, tuve la oportunidad de oír y memorizar una de las
frases que definen con más exactitud el espesor intelectual de Horacio González, figura
clave y, por lo tanto, insoslayable de la cultura argentina de estas últimas décadas y, en
las páginas que continúan a este prefacio, interlocutor seleccionado para la cuarta
entrega de esta colección de libros llamada Argentina-Debate, publicada por Ediciones
Desde la Gente. La pronunció el psicoanalista argentino Jorge Alemán, hoy radicado en
España, al presentar a los integrantes de uno de los paneles organizados para esos tres
días y en el que expusieron figuras de la talla del filósofo italiano Gianni Vattimo, el
teólogo Leonardo Boff, el sacerdote Marcelo Sánchez Sorondo y el propio González.
Cuando le tocó el turno de presentar a éste último, después de destacar algunos hitos de
su trayectoria como pensador y académico, alemán dijo que en la actualidad era director
de la Biblioteca Nacional, pero no solo eso, sino también, él mismo, “la biblioteca
nacional”.
De ese modo ocurrente y certero, el mencionado profesional describió ante el
público uno de los perfiles más notables de Horacio González, ampliamente conocido
por sus lectores, alumnos o admiradores: el carácter enciclopédico de su formación en
las disciplinas filosóficas, sociales y artísticas. Un atributo que, unido al hecho de haber
estudiado en profundidad una carrera como la de sociología -de la que es graduado en la
Universidad de Buenos Aires y doctorado en la Universidad de San Pablo- y a la
decisión de aplicar luego esos conocimientos a las exigencias de una docencia rigurosa
y ejemplar, está marcado en lo fundamental por un estro de radical inclinación a los
temas del saber y un espíritu en extremo curioso y sensible a los enigmas que la vida, el
entendimiento y la belleza plantean día a día a los seres de este mundo. Ensayista filoso
y penetrante, enamorado de la plasticidad del idioma usado como instrumento de la
ruptura de los significados pétreos y territorio de la metáfora, González ha producido
una de las obras más sólidas y lúcidas del pensamiento argentino actual, de inevitable
consulta para cualquiera que desee indagar con agudeza en el pasado y el presente de
distintos fenómenos, episodios y personajes, de aquí y de otros lugares del mundo, que
dan identidad y sabor a la cultura y la política nacional de más de dos siglos.
Horacio González nació en una familia de trabajadores instalada en el barrio porteño
de Villa Pueyrredón, de la que él destaca muy especialmente la figura de un abuelo
ferroviario que le descubrió, entre otras pocas cosas, la existencia de Giácomo Leopardi,
famoso poeta originario de Recanati. Su abuelo era también oriundo de esa ciudad
italiana, como la abuela de Horacio por parte materna, cuyo apellido era Gigli, igual que
el del célebre tenor de la primera mitad del siglo pasado, que al parecer tenía con ella un
grado de parentesco lejano. “Vivía en Villa Pueyrredón, al costado de las vías, al
principio en una calle de tierra, con una madre llena de tristeza y desgraciadas
imposibilidades”, afirma González recordando su infancia en Historia y pasión. La
voluntad de pensarlo todo, un libro en que el periodista Héctor Pavón lo entrevista a él
y a José Pablo Feinmann en forma extensa y exhaustiva. A los años iniciales de la niñez
siguieron los estudios en la escuela primaria, cursada en un establecimiento de la
avenida América, actualmente Mosconi. A dos cuadras de ese edificio estaba un cine,
designado con el mismo nombre de la avenida, que Horacio recuerda como un lugar al
que solía asistir a ver películas y cuyo techo corredizo descubría, en las noches más
apacibles del verano, un cielo de estrellas acaso similar a descrito por aquel conocido
poema de Leopardi denominado Vaghe stelle dell’Orsa. Los estudios del ciclo
secundario los realizó en dos colegios: el Comercial Nº 11 de Villa Devoto, siguiendo
los consejos del abuelo, que quizás lo imaginara como un futuro contador, y a partir del
cuarto año, y roto el idilio con esa probable especialidad, en el Nacional Sarmiento de la
calle Libertad, ubicado en el barrio norte de la Capital. Llegado el tiempo de la
universidad, se anotó en el curso de ingreso de la Facultad de Filosofía, en el mítico
edificio de Viamonte 430, para hacer la carrera de Sociología, en la que se graduó
tiempo después. Fueron los años de fuerte estudio, lecturas decisivas para la formación
y militancia política en el peronismo. Con el inicio de la dictadura, Horacio se exilió en
Brasil, donde se doctoró, como se dijo, en Ciencias Sociales y ejerció también la
docencia, actividad que no abandonó luego de su regreso al país en la antesala del
alfonsinismo y que desarrolló durante cuatro décadas en la Universidad de Buenos
Aires, la Universidad de Rosario y La Plata y otros lugares. Su cargo al frente de la
Biblioteca Nacional lo ejerce desde 2005.
La obra ensayística de nuestro entrevistado llega fácil a los 30 títulos publicados, si
se parte de Qué es el subdesarrollo o La comuna de Paris de 1981, escritos durante su
estadía en Brasil, y se llega hasta los más recientes, que incluyen a Kichnerismo, una
controversia cultural (2011), Genealogías. Violencia y trabajo en la historia argentina
(2011), Lengua del ultraje (2012) o Historia conjetural del periodismo (2013). Entre
los primeros y los últimos, existe un enorme número de trabajos, algunos de ellos de
importancia capital en las discusiones políticas y filosóficas de las recientes décadas,
imposible de reseñar en un espacio como éste, ni siquiera apelando a un buen ejercicio
de síntesis. Con el apoyo de Eduardo Rinesi, el primero de los autores invitados a esta
colección, señalaremos, sin embargo, algunos mojones claves de esa amplia
bibliografía. Las opiniones de Rinesi fueron extraídas de un artículo que escribió en
2014 para Página 12 con motivo de un homenaje que discípulos, amigos y
colaboradores le hicieron a Horacio González por su extensa trayectoria como profesor,
tributo que se estructuró bajo la forma de una larga serie de comentarios sobre su obra
escrita.
“Entre los libros de González que de manera más visible revelan un fuerte ejercicio
de investigación bibliográfica y de sistematización de muchos años de lecturas –dice
Rinesi-, destaco sobre todo dos: Restos pampeanos (1999), trabajo fundamental de
reconstrucción de las grandes tradiciones positivistas, democrática popular y de las
llamadas ‘izquierdas nacionales’ (o de los debates entre las corrientes nacionales y la
vocación emancipatoria de las izquierdas), y su más reciente Lengua del ultraje (2012),
preciosa lectura de las grandes polémicas entendidas como esgrimas inspiradas en el
sentido del honor. Entre sus estudios más agudos de la obra de un autor, menciono El
filósofo cesante (1995), que rescata a Macedonio Fernández del papel más bien
clonesco que le había reservado, en la historia de las ideas argentinas, la dominante pero
muy parcial interpretación borgeana de su literatura. Entre sus capriccios filosóficos,
apunto la aguda discusión sobre la dialéctica y la metamorfosis como las dos grandes
figuras del cambio de las cosas en la historia que se pueden leer en La crisálida (2001).
Y, entre sus obras mayores, decisivas, pondero especialmente dos. Una es el enorme
Perón. Reflejos de una vida (2007). La otra, la Historia de la Biblioteca Nacional.”
“El Perón…de González es un libro en todo sentido extraordinario –sigue Rinesi-, en
el que me parece que puede sostenerse que alcanzan su versión más elaborada varias
ideas sobre las que su autor venía dando vueltas desde hacía unas cuantas décadas (y
que se habían ido desplegando en un arco que se extiende entre La ética picaresca, de
1992, y la Filosofía de la conspiración, de 2004): la de la historia como inadecuación y
malentendido, la de las palabras como necesariamente distintas de las cosas (de los
sujetos, de las identidades) que designan, la de la política como el modo de lidiar con
esas diferencias, la del mito como la forma misma de nuestro ser en el lenguaje y en el
mundo, y que a su vez preludia dos provocaciones más recientes: El peronismo fuera de
sus fuentes (2008), sobre la historia del peronismo después de 1983, y Kirchnerismo,
una controversia cultural (2011), sobre esta última inflexión de la historia del
movimiento fundado por Perón que ahora conocemos. De La historia de la Biblioteca
Nacional, que es la mayor y la mejor jamás escrita, me parece que puede sostenerse que
es también la otra cara de Perón, porque es (también) la historia del otro gran mito
político y literario de la Argentina del siglo pasado, simétrico y complementario del
mito peroniano (salud, maese Viñas): el de Borges.”
Conocí personalmente a Horacio durante una entrevista que le hice para la revista
Cabal pocos días después de la tragedia ferroviaria de Once, en 2012. Me acuerdo bien
porque ese fue uno de los temas de la charla. Desde luego, lo conocía ya por su
actividad pública (la de su trabajo en la Biblioteca Nacional y su participación en Carta
Abierta, entre otras cosas), la lectura de sus artículos en Página 12 y de pocos de sus
muchos libros y su intervención ocasional en uno que otro programa televisivo al que
era invitado por entonces. Luego de ese reportaje lo vi durante una función de teatro de
la obra Estela de madrugada, de Ricardo Halac, en el Centro Cultural San Martín, y
recuerdo que me acerqué a él, que estaba haciendo la fila de ingreso a la sala, para
decirle que lo habíamos elegido como entrevistado de uno de los libros de esta
colección y que, si no tenía inconveniente en aceptarlo, podíamos dar comienzo a la
tarea en el momento que lo decidiera. Aceptó sin problemas y me dijo que me
comunicara con él para establecer fecha de inicio. Antes de largar, hubo otro encuentro
en un almuerzo que Horacio concretó con los dramaturgos Roberto “Tito” Cossa y
Bernardo Carey (en representación éstos dos de Argentores, la entidad que administra y
defiende los derechos de los autores de teatro, radio, cine, televisión y ahora también de
Internet), al que tuve oportunidad de ser invitado. Allí repetimos el inevitable ritual de
que yo me comunicaría para organizar la primera cita y poner manos a la obra.
Lo hicimos en septiembre del 2014 con la idea de ir haciendo un promedio de una
charla –a veces dos- por mes hasta terminar el terminar el libro. Horacio es, realmente,
un hombre con escaso espacio libre debido a su trabajo en la Biblioteca y las demandas
o convocatorias que le imponen sus tareas de intelectual comprometido con la realidad
de su país, de modo que hubo que adaptarse a sus posibilidades y acostumbrarse en
ciertas ocasiones a algunos paréntesis más largos que otros. Luego también la aparición
de un episodio en su salud cerca de comienzo de mayo de 2015 dilató también los
últimos encuentros. La compensación a eso fue, una vez logrado el objetivo de sentarlo
frente al micrófono, su vasta, tersa y siempre buena disposición al diálogo, al que
dedica, una vez disparadas las primeras preguntas, una atención muy concentrada y una
riqueza de respuestas que, por la multiplicidad de perspectivas e informaciones que
aporta, no es habitual encontrar en otras entrevistas. Diría más: Horacio es uno de esos
intelectuales ante cuya seductora exposición es fácil caer cautivado y olvidarse de cierto
orden que, como brújula orientadora, deberían seguir a veces los reportajes para
alcanzar determinadas metas temáticas que se procuran de antemano. Digo a veces
porque cierto grado de libertad y sorpresa también suelen deparar resultados apetecibles
en una entrevista Y porque, como en la vida, las fórmulas fijas muestran siempre su
esencial inadecuación para responder al factor imprevisto. Y no es que Horacio hable de
lo que se le antoja, como solía hacer Borges en ciertas entrevistas. No, Horacio contesta
todas las preguntas que se le hacen, pero sus respuestas tienen arborescencias tan
amplias y tupidas que, a cada rato, uno encuentra en ellas insólitos y atractivos
territorios en los que recalar y explorar algo más. Debo confesar que en varios tramos de
este libro me sentí fascinado por ese encanto de su charla y perdí el timón de la
entrevista, dejándome llevar por la suave y placentera sensación de estar levitando en
una gran biblioteca universal donde un amigo me entregaba, en una versión entretenida
y generosa, todos los frutos de su saber sin pedir nada a cambio, salvo una amable y
atenta escucha.
Esa sensación, no obstante, fue acompañada casi de inmediato por la intuición, creo
que acertada –y el lector deberá decir si es así-, de que la conversación, más allá de los
eventuales desvíos que podía sufrir la lista previa de preguntas que siempre preparo
como guía para no perder de vista ciertos temas, y sobre todo como bastón de apoyo
anímico a la inseguridad, iba adquiriendo poco a poco una armoniosa unidad, más por
efecto de las secretas vertientes de un pensamiento acostumbrado a la coherencia, como
el de Horacio, que de la aplicación obsesiva o dogmática de una receta de interrogantes.
Toda entrevista, por más que el periodista se proponga controlarla o sueñe con poder
llevarla con mano firme a puerto seguro, suele ser con regularidad el arca de entrada, y
mucho más si la contraparte del diálogo es una personalidad rica en imaginación e
ideas, a un universo lleno de derivas asombrosas o salidas inesperadas del libreto con el
cual el periodista ingenuo cree que podrá encarrilar el curso libre del habla ajena. Ese es
su costado más riesgoso y perturbador, pero a la vez el más atrayente. En el equilibrio
de esa tensión entre lo que el periodista quiere averiguar en su nota –sin cerrarse a
asombro o el desvío- y lo que el interrogado quiere decir –en el estilo que considere más
adecuado o personal y hasta el límite que crea necesario- se va generando la argamasa
de lo que puede conducir a una entrevista de calidad. No en todos los casos, pero sí a
menudo.
Todos los trabajos publicados en esta colección han ido fogoneados por el interés de
exponer o debatir, en las largas tenidas verbales que han dado material a estos libros,
sobre las distintas problemáticas políticas o filosóficas que se presentan en el siglo XXI
ante los desafíos planteados por los procesos de transformación en la Argentina, en
América Latina o el mundo, aunque los invitados han sido por ahora intelectuales de
este país, por eso el nombre de Argentina-Debate de la colección y sin excluir la idea de
que en algún momento pueda extender su foco de irradiación hacia otras latitudes.
Como expliqué en alguna presentación de los libros anteriores el método utilizado por
mí es el siguiente: tomar en especial conceptos o asuntos abordados por el entrevistado
en su obra escrita para, a partir de allí, confrontarlos con los nudos políticos y
filosóficos que provocan hoy interés analítico: desde el carácter o la denominación de
los actuales procesos de cambio en el país y América Latina hasta sus singularidades,
riesgos, límites o continuidades, desde el peso de las tradiciones en esos impulsos de
transformación hasta la influencia de las novedades que imponen los nuevos tiempos
tecnológicos y los hábitos culturales que diseminan, pasando por toda la gama de
teorizaciones que permitan ver con más claridad –o por lo menos la menor cantidad de
errores posible- los hechos que se viven en estos días poblados por el halo de fuego de
una nueva esperanza emancipadora e igualitaria, pero no exentos de continuos peligros
y acosos que intentan apagar o volver cenizas las conquistas logradas en la últimos doce
o quince años, según desde que país se lo mire, en el sur del continente.
Ese fue mi método y mi recorrido en los textos que edité de las conversaciones con
Eduardo Rinesi, Carlos Heller y Ricardo Forster, que en lo sustancial no se modificó en
este libro con Horacio González. Debo decir, sin embargo, que la consulta a alguno de
sus ensayos fue muy reforzada con la lectura de los artículos que con regularidad le
publica Página 12, en los que el director de la Biblioteca Nacional reflexiona sobre
temas candentes de la realidad política y social argentina. Dada la variedad de tópicos
que aborda su bibliografía me hubiera sido imposible tomar, sin cometer omisiones, ese
vasto material como única referencia. Mucho menos en un proyecto de dimensiones tan
pequeñas como las de esta colección. Por lo cual esas escrituras periodísticas me
sirvieron como una suerte de vademécum que apoyó claramente mi búsqueda de cierto
vector para el libro. Por lo demás hay que decir que esos artículos –y muy
especialmente los de los últimos tiempos- son verdadero ensayos condensados donde
Horacio, arrancando de un hecho puntual, hace consideraciones sumamente jugosas
sobre los problemas que nos preocupan en este espacio y deja puntas en suspenso para
la formulación de nuevas preguntas. De modo, que esa fue la fuente principal para
nuestras inquisiciones, mechadas de tanto en tanto con algún que otro ítem tomado de
sus libros. El título de este cuarto tomo de la colección, La lengua conjurada, fue
tomado de una expresión suya en un artículo “Créase o no”, del 9 de marzo de 2015,
que aludía a la batería de tecnicismos góticos con que la llamada Justicia “sustituye la
razonabilidad del pensamiento social crítico por novelerías que pronuncian vanamente
el verbo científico” y distorsionan la verdad de los hechos. Expresión que podría
extenderse al permanente y desembozado ataque con que los medios de comunicación
de la derecha más cerril acosan a toda política transformadora. Viejo pero rejuvenecido
procedimiento mediante el cual una información elaborada con la lengua del miedo, la
omisión o la mentira trata de retorcer o distorsionar el sentido real de los hechos y de
ese modo conspirar contra cualquier estabilización de las conquistas que pueden ayudar
a trazar caminos hacia una sociedad más justa. Esos dos temas, justicia y medios de
comunicación, se cuelan en las disquisiciones que en distintos pasajes de este trabajo
hace Horacio González.
Los nueve capítulos que siguen a esta introducción circulan por diversas áreas de
interés cultural, político y filosófico, que resumimos en un paneo por demás sucinto. El
número dos es una reflexión de Horacio sobre su gestión en la Biblioteca Nacional y los
avatares y problemas que provocan ser un funcionario sin tener vocación expresa de
serlo. A ese capítulo habría que completarlo con la lectura de las declaraciones que
Horacio hizo en una presentación de las reediciones por parte de la Biblioteca Nacional
de las revistas El escarabajo de oro (1959-1960), El grillo de papel (1961-1974) y El
ornitorrinco (1961-1974) a mediados de julio pasado, donde, además de trazar un
balance informal de su gestión en estos últimos diez años, anunció su virtual retiro de la
dirección de la entidad hacia fines de año. El tercero es una descripción de lo que son
las características de las Ferias del Libro en distintos países, incluida la nuestra, donde
la existencia de diversos enconos y divisiones en la sociedad que la alberga provoca
reflejos y complicaciones en sus convocatorias anuales. El artículo cuatro se explaya
sobre los conceptos de memoria y cultura, que son examinados en sus diversas
resonancias y en implicancia con otras temáticas. Los artículos cinco y seis son
dedicados a Brasil, país en el que Horacio González residió varios años y al que conoce
profundamente. En esos dos tramos del libro traza sustanciosas semblanzas de Luis
Inácio Lula da Silva, Dilma Rousseff o Fernando Henrique Cardoso y analiza las
actuales circunstancias políticas y sociales por las que atraviesa. Otros tres apartados
(siete, ocho y diez) avanzan en el escrutinio de varios núcleos de debate actual: la
fragilidad de la historia, la corrupción y el lenguaje como mercancía. E inclusive tratan
el tema de la continuidad del proyecto encarnado por el kirchnerismo. Cuando se
terminó de escribir este libro, a finales de julio de 2015, ya estaba consagrada la fórmula
del Frente para la Victoria para las elecciones de octubre: Daniel Scioli como candidato
a presidente y Carlos Zannini para vicepresidente. Horacio González opinó en el
capítulo diez sobre lo que significaba para él la conformación de esa fórmula. Pero hay
que hacer una advertencia fundamental sobre los títulos que encabezan cada capítulo:
ninguno de ellos, por interesante que aparezca en su enunciación, da cuenta cabal de la
totalidad del contenido de cada capítulo, porque todos esos puntos son enlazados con
otros y en su itinerario van recogiendo reflexiones y aportes que excedente ampliamente
el perímetro de significación anunciado, enriqueciéndolo y profundizándolo con otras
perspectivas. En ese sentido, este rasgo del libro, cuya impronta diferenciadora se la da
la libertad, cuidado y amplitud de conocimiento con que Horacio González trata todos
los temas, es en mi opinión uno de las fuentes de mayor magnetismo en estas páginas.
Y unas últimas palabras para hablar del Horacio que podemos apreciar fuera de su
obra, aunque no escindido de ella, porque su conducta, hasta en los detalles más
minuciosos, es tributaria de las mismas ideas que sostiene en sus libros. Del apretado
resumen que Horacio hace de su biografía de la niñez en el trabajo de Pavón rescato,
por haberme provocado una súbita e iluminadora señal de identificación, un sustantivo
femenino y un nombre (o mejor un apellido), que a veces me suenan casi como
sinónimos y que aunque no lo sean trabajan a menudo en funciones complementarias:
tristeza y Leopardi. Hablo de la tristeza como ese sentimiento que nace de la vívida
comprobación de que la vida humana de millones de personas está sometida a
indecibles injusticias, dolores y privaciones, con frecuencia no remediables, pero otras
veces sí. Por eso, nunca asocio la tristeza a la idea de desesperanza, sino como un caldo
en el que se cuece también la rebeldía, el supremo deseo de resistir, aún entre los
escombros del infortunio. El nombre de Leopardi (y el de la poesía que representa)
también me parece unido al sentimiento de una tristeza, tal vez más nostálgica, el de la
felicidad que se ha perdido y, al evocarse, desconsuela y enaltece a la vez, una mezcla
entre el estupor por lo infinito –y de allí Vaghe stelle dell’Orsa- y esa suerte de
compasión cósmica vinculada a la bondad que Juan José Saer veía en la poesía de Juan
L. Ortiz, rasgo que conducía al vate entrerriano a considerar todo lo viviente como
digno de amistad, de consuelo y de cuidado.
Mi presunción es que de alguna forma el universo de ambas palabras, no sé si de
manera consciente o por la mera sedimentación que las herencias familiares y las
lecturas tallan en nuestros corazones, contribuyeron a formar en parte un espíritu como
el de Horacio, cuya sensibilidad, cuidado y respeto por los seres humanos, y de modo
muy especial por los que sufren dolor y ausencia de felicidad y justicia en la vida, son
realmente admirables. A veces tal vez más que su aguda inteligencia o la exuberancia de
sus conocimientos. Digo esto porque he conocido a no pocos artistas en quienes la
visión de la tristeza de los otros –cuando no la propia o la de sus seres queridos- ha
repercutido fuertemente en sus creaciones y en su actitud rebelde, inconformista
respecto a cómo son las cosas en el mundo. Y Horacio es un artista, no solo porque
tenga nombre de poeta o le gusta escribir novelas. Lo testifica su inconmovible
enamoramiento de las palabras, con las que juega y se deleita como solo puede hacerlo
un hombre invadido por una gran pulsión poética.
Una de las artistas en quien esa observación de la tristeza de los otros –y también
la de algunos seres que rodearon su infancia- operó como un alimento y estímulo
poderoso de su espíritu solidario y atento a los sufrimientos humanos es Griselda
Gambaro. No por casualidad es descendiente de italianos inmigrantes y escribió dos
libros extraordinarios sobre seres de esa nacionalidad: El mar que nos trajo y Después
del día de fiesta, que tiene precisamente por protagonista, en un imaginario y misérrimo
suburbio del gran Buenos Aires, a Leopardi. Griselda, en varios aspectos tan distinta a
Horacio, comparte con él, sin embargo, una sensibilidad, que los desborda por los
poros. Y ambos son seres de una enorme nobleza que nunca dejan de aplicar en sus
relaciones humanas. Una vez en un reportaje que le hice a José Saramago, me dijo que
la virtud más revolucionaria de este tiempo era para él la bondad. Y aceptada la reserva
que podría provocar aquel aspecto de la bondad usada como disfraz hipócrita de cierta
caridad cristiana –tema que charlamos con Horacio en el capítulo nueve-, diría que
estoy bastante de acuerdo con ese pensamiento del autor de La ceguera, sobre todo si se
toma ese vocablo como asociado, extensivo o derivado del concepto de solidaridad, de
real desvelo por lo que le pasa a nuestros semejantes. Trabajar con Horacio en este libro
me permitió disfrutar esa doble y reconfortante sensación protectora: la de estar con un
hombre sabio, pero también de muy buen corazón.

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La lengua conjurada

  • 1. La lengua conjurada Entrevista a Horacio González por Alberto Catena Prólogo 1. Leopardi en Villa Pueyrredón. Durante el desarrollo de las mesas redondas de escritores, personalidades públicas y pensadores de la izquierda de América y Europa que intervinieron en el Foro por la Emancipación y la Igualdad, realizado el Teatro Cervantes de la ciudad de Buenos Aires entre el 19 y 21 de abril de 2015, tuve la oportunidad de oír y memorizar una de las frases que definen con más exactitud el espesor intelectual de Horacio González, figura clave y, por lo tanto, insoslayable de la cultura argentina de estas últimas décadas y, en las páginas que continúan a este prefacio, interlocutor seleccionado para la cuarta entrega de esta colección de libros llamada Argentina-Debate, publicada por Ediciones Desde la Gente. La pronunció el psicoanalista argentino Jorge Alemán, hoy radicado en España, al presentar a los integrantes de uno de los paneles organizados para esos tres días y en el que expusieron figuras de la talla del filósofo italiano Gianni Vattimo, el teólogo Leonardo Boff, el sacerdote Marcelo Sánchez Sorondo y el propio González. Cuando le tocó el turno de presentar a éste último, después de destacar algunos hitos de su trayectoria como pensador y académico, alemán dijo que en la actualidad era director de la Biblioteca Nacional, pero no solo eso, sino también, él mismo, “la biblioteca nacional”. De ese modo ocurrente y certero, el mencionado profesional describió ante el público uno de los perfiles más notables de Horacio González, ampliamente conocido por sus lectores, alumnos o admiradores: el carácter enciclopédico de su formación en las disciplinas filosóficas, sociales y artísticas. Un atributo que, unido al hecho de haber estudiado en profundidad una carrera como la de sociología -de la que es graduado en la Universidad de Buenos Aires y doctorado en la Universidad de San Pablo- y a la decisión de aplicar luego esos conocimientos a las exigencias de una docencia rigurosa y ejemplar, está marcado en lo fundamental por un estro de radical inclinación a los temas del saber y un espíritu en extremo curioso y sensible a los enigmas que la vida, el entendimiento y la belleza plantean día a día a los seres de este mundo. Ensayista filoso y penetrante, enamorado de la plasticidad del idioma usado como instrumento de la ruptura de los significados pétreos y territorio de la metáfora, González ha producido una de las obras más sólidas y lúcidas del pensamiento argentino actual, de inevitable consulta para cualquiera que desee indagar con agudeza en el pasado y el presente de distintos fenómenos, episodios y personajes, de aquí y de otros lugares del mundo, que dan identidad y sabor a la cultura y la política nacional de más de dos siglos. Horacio González nació en una familia de trabajadores instalada en el barrio porteño de Villa Pueyrredón, de la que él destaca muy especialmente la figura de un abuelo ferroviario que le descubrió, entre otras pocas cosas, la existencia de Giácomo Leopardi, famoso poeta originario de Recanati. Su abuelo era también oriundo de esa ciudad italiana, como la abuela de Horacio por parte materna, cuyo apellido era Gigli, igual que el del célebre tenor de la primera mitad del siglo pasado, que al parecer tenía con ella un grado de parentesco lejano. “Vivía en Villa Pueyrredón, al costado de las vías, al
  • 2. principio en una calle de tierra, con una madre llena de tristeza y desgraciadas imposibilidades”, afirma González recordando su infancia en Historia y pasión. La voluntad de pensarlo todo, un libro en que el periodista Héctor Pavón lo entrevista a él y a José Pablo Feinmann en forma extensa y exhaustiva. A los años iniciales de la niñez siguieron los estudios en la escuela primaria, cursada en un establecimiento de la avenida América, actualmente Mosconi. A dos cuadras de ese edificio estaba un cine, designado con el mismo nombre de la avenida, que Horacio recuerda como un lugar al que solía asistir a ver películas y cuyo techo corredizo descubría, en las noches más apacibles del verano, un cielo de estrellas acaso similar a descrito por aquel conocido poema de Leopardi denominado Vaghe stelle dell’Orsa. Los estudios del ciclo secundario los realizó en dos colegios: el Comercial Nº 11 de Villa Devoto, siguiendo los consejos del abuelo, que quizás lo imaginara como un futuro contador, y a partir del cuarto año, y roto el idilio con esa probable especialidad, en el Nacional Sarmiento de la calle Libertad, ubicado en el barrio norte de la Capital. Llegado el tiempo de la universidad, se anotó en el curso de ingreso de la Facultad de Filosofía, en el mítico edificio de Viamonte 430, para hacer la carrera de Sociología, en la que se graduó tiempo después. Fueron los años de fuerte estudio, lecturas decisivas para la formación y militancia política en el peronismo. Con el inicio de la dictadura, Horacio se exilió en Brasil, donde se doctoró, como se dijo, en Ciencias Sociales y ejerció también la docencia, actividad que no abandonó luego de su regreso al país en la antesala del alfonsinismo y que desarrolló durante cuatro décadas en la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de Rosario y La Plata y otros lugares. Su cargo al frente de la Biblioteca Nacional lo ejerce desde 2005. La obra ensayística de nuestro entrevistado llega fácil a los 30 títulos publicados, si se parte de Qué es el subdesarrollo o La comuna de Paris de 1981, escritos durante su estadía en Brasil, y se llega hasta los más recientes, que incluyen a Kichnerismo, una controversia cultural (2011), Genealogías. Violencia y trabajo en la historia argentina (2011), Lengua del ultraje (2012) o Historia conjetural del periodismo (2013). Entre los primeros y los últimos, existe un enorme número de trabajos, algunos de ellos de importancia capital en las discusiones políticas y filosóficas de las recientes décadas, imposible de reseñar en un espacio como éste, ni siquiera apelando a un buen ejercicio de síntesis. Con el apoyo de Eduardo Rinesi, el primero de los autores invitados a esta colección, señalaremos, sin embargo, algunos mojones claves de esa amplia bibliografía. Las opiniones de Rinesi fueron extraídas de un artículo que escribió en 2014 para Página 12 con motivo de un homenaje que discípulos, amigos y colaboradores le hicieron a Horacio González por su extensa trayectoria como profesor, tributo que se estructuró bajo la forma de una larga serie de comentarios sobre su obra escrita. “Entre los libros de González que de manera más visible revelan un fuerte ejercicio de investigación bibliográfica y de sistematización de muchos años de lecturas –dice Rinesi-, destaco sobre todo dos: Restos pampeanos (1999), trabajo fundamental de reconstrucción de las grandes tradiciones positivistas, democrática popular y de las llamadas ‘izquierdas nacionales’ (o de los debates entre las corrientes nacionales y la vocación emancipatoria de las izquierdas), y su más reciente Lengua del ultraje (2012), preciosa lectura de las grandes polémicas entendidas como esgrimas inspiradas en el sentido del honor. Entre sus estudios más agudos de la obra de un autor, menciono El filósofo cesante (1995), que rescata a Macedonio Fernández del papel más bien clonesco que le había reservado, en la historia de las ideas argentinas, la dominante pero muy parcial interpretación borgeana de su literatura. Entre sus capriccios filosóficos, apunto la aguda discusión sobre la dialéctica y la metamorfosis como las dos grandes
  • 3. figuras del cambio de las cosas en la historia que se pueden leer en La crisálida (2001). Y, entre sus obras mayores, decisivas, pondero especialmente dos. Una es el enorme Perón. Reflejos de una vida (2007). La otra, la Historia de la Biblioteca Nacional.” “El Perón…de González es un libro en todo sentido extraordinario –sigue Rinesi-, en el que me parece que puede sostenerse que alcanzan su versión más elaborada varias ideas sobre las que su autor venía dando vueltas desde hacía unas cuantas décadas (y que se habían ido desplegando en un arco que se extiende entre La ética picaresca, de 1992, y la Filosofía de la conspiración, de 2004): la de la historia como inadecuación y malentendido, la de las palabras como necesariamente distintas de las cosas (de los sujetos, de las identidades) que designan, la de la política como el modo de lidiar con esas diferencias, la del mito como la forma misma de nuestro ser en el lenguaje y en el mundo, y que a su vez preludia dos provocaciones más recientes: El peronismo fuera de sus fuentes (2008), sobre la historia del peronismo después de 1983, y Kirchnerismo, una controversia cultural (2011), sobre esta última inflexión de la historia del movimiento fundado por Perón que ahora conocemos. De La historia de la Biblioteca Nacional, que es la mayor y la mejor jamás escrita, me parece que puede sostenerse que es también la otra cara de Perón, porque es (también) la historia del otro gran mito político y literario de la Argentina del siglo pasado, simétrico y complementario del mito peroniano (salud, maese Viñas): el de Borges.” Conocí personalmente a Horacio durante una entrevista que le hice para la revista Cabal pocos días después de la tragedia ferroviaria de Once, en 2012. Me acuerdo bien porque ese fue uno de los temas de la charla. Desde luego, lo conocía ya por su actividad pública (la de su trabajo en la Biblioteca Nacional y su participación en Carta Abierta, entre otras cosas), la lectura de sus artículos en Página 12 y de pocos de sus muchos libros y su intervención ocasional en uno que otro programa televisivo al que era invitado por entonces. Luego de ese reportaje lo vi durante una función de teatro de la obra Estela de madrugada, de Ricardo Halac, en el Centro Cultural San Martín, y recuerdo que me acerqué a él, que estaba haciendo la fila de ingreso a la sala, para decirle que lo habíamos elegido como entrevistado de uno de los libros de esta colección y que, si no tenía inconveniente en aceptarlo, podíamos dar comienzo a la tarea en el momento que lo decidiera. Aceptó sin problemas y me dijo que me comunicara con él para establecer fecha de inicio. Antes de largar, hubo otro encuentro en un almuerzo que Horacio concretó con los dramaturgos Roberto “Tito” Cossa y Bernardo Carey (en representación éstos dos de Argentores, la entidad que administra y defiende los derechos de los autores de teatro, radio, cine, televisión y ahora también de Internet), al que tuve oportunidad de ser invitado. Allí repetimos el inevitable ritual de que yo me comunicaría para organizar la primera cita y poner manos a la obra. Lo hicimos en septiembre del 2014 con la idea de ir haciendo un promedio de una charla –a veces dos- por mes hasta terminar el terminar el libro. Horacio es, realmente, un hombre con escaso espacio libre debido a su trabajo en la Biblioteca y las demandas o convocatorias que le imponen sus tareas de intelectual comprometido con la realidad de su país, de modo que hubo que adaptarse a sus posibilidades y acostumbrarse en ciertas ocasiones a algunos paréntesis más largos que otros. Luego también la aparición de un episodio en su salud cerca de comienzo de mayo de 2015 dilató también los últimos encuentros. La compensación a eso fue, una vez logrado el objetivo de sentarlo frente al micrófono, su vasta, tersa y siempre buena disposición al diálogo, al que dedica, una vez disparadas las primeras preguntas, una atención muy concentrada y una riqueza de respuestas que, por la multiplicidad de perspectivas e informaciones que aporta, no es habitual encontrar en otras entrevistas. Diría más: Horacio es uno de esos intelectuales ante cuya seductora exposición es fácil caer cautivado y olvidarse de cierto
  • 4. orden que, como brújula orientadora, deberían seguir a veces los reportajes para alcanzar determinadas metas temáticas que se procuran de antemano. Digo a veces porque cierto grado de libertad y sorpresa también suelen deparar resultados apetecibles en una entrevista Y porque, como en la vida, las fórmulas fijas muestran siempre su esencial inadecuación para responder al factor imprevisto. Y no es que Horacio hable de lo que se le antoja, como solía hacer Borges en ciertas entrevistas. No, Horacio contesta todas las preguntas que se le hacen, pero sus respuestas tienen arborescencias tan amplias y tupidas que, a cada rato, uno encuentra en ellas insólitos y atractivos territorios en los que recalar y explorar algo más. Debo confesar que en varios tramos de este libro me sentí fascinado por ese encanto de su charla y perdí el timón de la entrevista, dejándome llevar por la suave y placentera sensación de estar levitando en una gran biblioteca universal donde un amigo me entregaba, en una versión entretenida y generosa, todos los frutos de su saber sin pedir nada a cambio, salvo una amable y atenta escucha. Esa sensación, no obstante, fue acompañada casi de inmediato por la intuición, creo que acertada –y el lector deberá decir si es así-, de que la conversación, más allá de los eventuales desvíos que podía sufrir la lista previa de preguntas que siempre preparo como guía para no perder de vista ciertos temas, y sobre todo como bastón de apoyo anímico a la inseguridad, iba adquiriendo poco a poco una armoniosa unidad, más por efecto de las secretas vertientes de un pensamiento acostumbrado a la coherencia, como el de Horacio, que de la aplicación obsesiva o dogmática de una receta de interrogantes. Toda entrevista, por más que el periodista se proponga controlarla o sueñe con poder llevarla con mano firme a puerto seguro, suele ser con regularidad el arca de entrada, y mucho más si la contraparte del diálogo es una personalidad rica en imaginación e ideas, a un universo lleno de derivas asombrosas o salidas inesperadas del libreto con el cual el periodista ingenuo cree que podrá encarrilar el curso libre del habla ajena. Ese es su costado más riesgoso y perturbador, pero a la vez el más atrayente. En el equilibrio de esa tensión entre lo que el periodista quiere averiguar en su nota –sin cerrarse a asombro o el desvío- y lo que el interrogado quiere decir –en el estilo que considere más adecuado o personal y hasta el límite que crea necesario- se va generando la argamasa de lo que puede conducir a una entrevista de calidad. No en todos los casos, pero sí a menudo. Todos los trabajos publicados en esta colección han ido fogoneados por el interés de exponer o debatir, en las largas tenidas verbales que han dado material a estos libros, sobre las distintas problemáticas políticas o filosóficas que se presentan en el siglo XXI ante los desafíos planteados por los procesos de transformación en la Argentina, en América Latina o el mundo, aunque los invitados han sido por ahora intelectuales de este país, por eso el nombre de Argentina-Debate de la colección y sin excluir la idea de que en algún momento pueda extender su foco de irradiación hacia otras latitudes. Como expliqué en alguna presentación de los libros anteriores el método utilizado por mí es el siguiente: tomar en especial conceptos o asuntos abordados por el entrevistado en su obra escrita para, a partir de allí, confrontarlos con los nudos políticos y filosóficos que provocan hoy interés analítico: desde el carácter o la denominación de los actuales procesos de cambio en el país y América Latina hasta sus singularidades, riesgos, límites o continuidades, desde el peso de las tradiciones en esos impulsos de transformación hasta la influencia de las novedades que imponen los nuevos tiempos tecnológicos y los hábitos culturales que diseminan, pasando por toda la gama de teorizaciones que permitan ver con más claridad –o por lo menos la menor cantidad de errores posible- los hechos que se viven en estos días poblados por el halo de fuego de una nueva esperanza emancipadora e igualitaria, pero no exentos de continuos peligros
  • 5. y acosos que intentan apagar o volver cenizas las conquistas logradas en la últimos doce o quince años, según desde que país se lo mire, en el sur del continente. Ese fue mi método y mi recorrido en los textos que edité de las conversaciones con Eduardo Rinesi, Carlos Heller y Ricardo Forster, que en lo sustancial no se modificó en este libro con Horacio González. Debo decir, sin embargo, que la consulta a alguno de sus ensayos fue muy reforzada con la lectura de los artículos que con regularidad le publica Página 12, en los que el director de la Biblioteca Nacional reflexiona sobre temas candentes de la realidad política y social argentina. Dada la variedad de tópicos que aborda su bibliografía me hubiera sido imposible tomar, sin cometer omisiones, ese vasto material como única referencia. Mucho menos en un proyecto de dimensiones tan pequeñas como las de esta colección. Por lo cual esas escrituras periodísticas me sirvieron como una suerte de vademécum que apoyó claramente mi búsqueda de cierto vector para el libro. Por lo demás hay que decir que esos artículos –y muy especialmente los de los últimos tiempos- son verdadero ensayos condensados donde Horacio, arrancando de un hecho puntual, hace consideraciones sumamente jugosas sobre los problemas que nos preocupan en este espacio y deja puntas en suspenso para la formulación de nuevas preguntas. De modo, que esa fue la fuente principal para nuestras inquisiciones, mechadas de tanto en tanto con algún que otro ítem tomado de sus libros. El título de este cuarto tomo de la colección, La lengua conjurada, fue tomado de una expresión suya en un artículo “Créase o no”, del 9 de marzo de 2015, que aludía a la batería de tecnicismos góticos con que la llamada Justicia “sustituye la razonabilidad del pensamiento social crítico por novelerías que pronuncian vanamente el verbo científico” y distorsionan la verdad de los hechos. Expresión que podría extenderse al permanente y desembozado ataque con que los medios de comunicación de la derecha más cerril acosan a toda política transformadora. Viejo pero rejuvenecido procedimiento mediante el cual una información elaborada con la lengua del miedo, la omisión o la mentira trata de retorcer o distorsionar el sentido real de los hechos y de ese modo conspirar contra cualquier estabilización de las conquistas que pueden ayudar a trazar caminos hacia una sociedad más justa. Esos dos temas, justicia y medios de comunicación, se cuelan en las disquisiciones que en distintos pasajes de este trabajo hace Horacio González. Los nueve capítulos que siguen a esta introducción circulan por diversas áreas de interés cultural, político y filosófico, que resumimos en un paneo por demás sucinto. El número dos es una reflexión de Horacio sobre su gestión en la Biblioteca Nacional y los avatares y problemas que provocan ser un funcionario sin tener vocación expresa de serlo. A ese capítulo habría que completarlo con la lectura de las declaraciones que Horacio hizo en una presentación de las reediciones por parte de la Biblioteca Nacional de las revistas El escarabajo de oro (1959-1960), El grillo de papel (1961-1974) y El ornitorrinco (1961-1974) a mediados de julio pasado, donde, además de trazar un balance informal de su gestión en estos últimos diez años, anunció su virtual retiro de la dirección de la entidad hacia fines de año. El tercero es una descripción de lo que son las características de las Ferias del Libro en distintos países, incluida la nuestra, donde la existencia de diversos enconos y divisiones en la sociedad que la alberga provoca reflejos y complicaciones en sus convocatorias anuales. El artículo cuatro se explaya sobre los conceptos de memoria y cultura, que son examinados en sus diversas resonancias y en implicancia con otras temáticas. Los artículos cinco y seis son dedicados a Brasil, país en el que Horacio González residió varios años y al que conoce profundamente. En esos dos tramos del libro traza sustanciosas semblanzas de Luis Inácio Lula da Silva, Dilma Rousseff o Fernando Henrique Cardoso y analiza las actuales circunstancias políticas y sociales por las que atraviesa. Otros tres apartados
  • 6. (siete, ocho y diez) avanzan en el escrutinio de varios núcleos de debate actual: la fragilidad de la historia, la corrupción y el lenguaje como mercancía. E inclusive tratan el tema de la continuidad del proyecto encarnado por el kirchnerismo. Cuando se terminó de escribir este libro, a finales de julio de 2015, ya estaba consagrada la fórmula del Frente para la Victoria para las elecciones de octubre: Daniel Scioli como candidato a presidente y Carlos Zannini para vicepresidente. Horacio González opinó en el capítulo diez sobre lo que significaba para él la conformación de esa fórmula. Pero hay que hacer una advertencia fundamental sobre los títulos que encabezan cada capítulo: ninguno de ellos, por interesante que aparezca en su enunciación, da cuenta cabal de la totalidad del contenido de cada capítulo, porque todos esos puntos son enlazados con otros y en su itinerario van recogiendo reflexiones y aportes que excedente ampliamente el perímetro de significación anunciado, enriqueciéndolo y profundizándolo con otras perspectivas. En ese sentido, este rasgo del libro, cuya impronta diferenciadora se la da la libertad, cuidado y amplitud de conocimiento con que Horacio González trata todos los temas, es en mi opinión uno de las fuentes de mayor magnetismo en estas páginas. Y unas últimas palabras para hablar del Horacio que podemos apreciar fuera de su obra, aunque no escindido de ella, porque su conducta, hasta en los detalles más minuciosos, es tributaria de las mismas ideas que sostiene en sus libros. Del apretado resumen que Horacio hace de su biografía de la niñez en el trabajo de Pavón rescato, por haberme provocado una súbita e iluminadora señal de identificación, un sustantivo femenino y un nombre (o mejor un apellido), que a veces me suenan casi como sinónimos y que aunque no lo sean trabajan a menudo en funciones complementarias: tristeza y Leopardi. Hablo de la tristeza como ese sentimiento que nace de la vívida comprobación de que la vida humana de millones de personas está sometida a indecibles injusticias, dolores y privaciones, con frecuencia no remediables, pero otras veces sí. Por eso, nunca asocio la tristeza a la idea de desesperanza, sino como un caldo en el que se cuece también la rebeldía, el supremo deseo de resistir, aún entre los escombros del infortunio. El nombre de Leopardi (y el de la poesía que representa) también me parece unido al sentimiento de una tristeza, tal vez más nostálgica, el de la felicidad que se ha perdido y, al evocarse, desconsuela y enaltece a la vez, una mezcla entre el estupor por lo infinito –y de allí Vaghe stelle dell’Orsa- y esa suerte de compasión cósmica vinculada a la bondad que Juan José Saer veía en la poesía de Juan L. Ortiz, rasgo que conducía al vate entrerriano a considerar todo lo viviente como digno de amistad, de consuelo y de cuidado. Mi presunción es que de alguna forma el universo de ambas palabras, no sé si de manera consciente o por la mera sedimentación que las herencias familiares y las lecturas tallan en nuestros corazones, contribuyeron a formar en parte un espíritu como el de Horacio, cuya sensibilidad, cuidado y respeto por los seres humanos, y de modo muy especial por los que sufren dolor y ausencia de felicidad y justicia en la vida, son realmente admirables. A veces tal vez más que su aguda inteligencia o la exuberancia de sus conocimientos. Digo esto porque he conocido a no pocos artistas en quienes la visión de la tristeza de los otros –cuando no la propia o la de sus seres queridos- ha repercutido fuertemente en sus creaciones y en su actitud rebelde, inconformista respecto a cómo son las cosas en el mundo. Y Horacio es un artista, no solo porque tenga nombre de poeta o le gusta escribir novelas. Lo testifica su inconmovible enamoramiento de las palabras, con las que juega y se deleita como solo puede hacerlo un hombre invadido por una gran pulsión poética. Una de las artistas en quien esa observación de la tristeza de los otros –y también la de algunos seres que rodearon su infancia- operó como un alimento y estímulo poderoso de su espíritu solidario y atento a los sufrimientos humanos es Griselda
  • 7. Gambaro. No por casualidad es descendiente de italianos inmigrantes y escribió dos libros extraordinarios sobre seres de esa nacionalidad: El mar que nos trajo y Después del día de fiesta, que tiene precisamente por protagonista, en un imaginario y misérrimo suburbio del gran Buenos Aires, a Leopardi. Griselda, en varios aspectos tan distinta a Horacio, comparte con él, sin embargo, una sensibilidad, que los desborda por los poros. Y ambos son seres de una enorme nobleza que nunca dejan de aplicar en sus relaciones humanas. Una vez en un reportaje que le hice a José Saramago, me dijo que la virtud más revolucionaria de este tiempo era para él la bondad. Y aceptada la reserva que podría provocar aquel aspecto de la bondad usada como disfraz hipócrita de cierta caridad cristiana –tema que charlamos con Horacio en el capítulo nueve-, diría que estoy bastante de acuerdo con ese pensamiento del autor de La ceguera, sobre todo si se toma ese vocablo como asociado, extensivo o derivado del concepto de solidaridad, de real desvelo por lo que le pasa a nuestros semejantes. Trabajar con Horacio en este libro me permitió disfrutar esa doble y reconfortante sensación protectora: la de estar con un hombre sabio, pero también de muy buen corazón.