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El cura rojo
1
EL CURA ROJO
José Luis Lobo Moriche
2
José L. Lobo Moriche
El cura rojo
Prólogo de Félix Talego Vázquez
Portada de Augusto Thassio
El cura rojo
3
Cortegana, otoño 2018
Edita: José Luis Lobo Moriche
E-Mail: lobomoriche@hotmail.com
Imprime: Gráficasdediego. Camino de Hormigueras, 180, nave 5
28031 Madrid. E-mail: dediego@graficasdediego.es
Depósito Legal: H50-2019
José Luis Lobo Moriche
4
A mi nieto Adriano
El cura rojo
5
El cura rojo. Prólogo
Libro a libro, José Luis Lobo Moriche viene
dejándonos la impronta de su personalidad, de
sus ideas, incluso de su talante, y por supuesto, de
su capacidad creativa y evocadora: Cartas en la
agonía, Arochones, La raya de los malditos, El acebu-
chal, El Atlante, La luz encerrada… Ahora, El cura
rojo. Es un escritor consolidado, no por el núme-
ro de sus novelas y relatos cortos, que ya es nota-
ble, sino por la calidad, por la hondura de las mis-
mas, y por su factura: tienen sus tramas un sello
personal, un estilo, unos motivos de fondo que la
hilan y que nos permiten reconocerlo a él, a José
Luis Lobo. Las obras de un autor son sus cria-
turas, dicen de él, llevan su impronta. La palabra
escrita por el autor nos habla del mundo, de este
o de otros mundos, y de los seres que los pue-
blan. Pero, en sentido inverso, de regreso, la pala-
bra de un autor, verso a verso, relato a relato, nos
habla de él, de la persona. El lector es atrapado
muchas veces tanto por los mundos y las peri-
pecias evocadas o inventadas por el autor, como
por el autor mismo, por la persona y sus con-
tornos, que, quiéralo o no, se nos insinúa capítulo
José Luis Lobo Moriche
6
a capítulo, personaje a personaje, novela a novela.
Así nos ha pasado a nosotros: disfrutamos
estéticamente de su estilo pulcro, incluso parco (a
buen entendedor pocas palabras bastan), pero de
trazo preciso y penetrante, capaz de perfilar en
pocas líneas y con detalles claves los contornos
inequívocos de sus personajes.
José Luis nos estimula intelectualmente, pues
nos transporta a mundos literariamente recrea-
dos, pero nada marcianos o estrambóticos, sino
comunes a las generaciones de la postguerra es-
pañola y sus herederas, animándonos a repen-
sarlos y a ampliar nuestra mirada y matizar nues-
tros juicios sobre los mismos. Mundos siempre
profundamente enraizados en los paisajes serra-
nos, tanto, que se diría que la sabia de la literatura
de José Luis llega a sus libros desde esa tierra. Se
ha dicho que el escritor tiene que levantar el vue-
lo y avistar otros paisajes extraños al que le vio
nacer, pero se ha dicho también, y con más ra-
zón, que la universalidad solo es posible cuando
el autor ha logrado la fusión con su entorno, con
su paisaje, hasta lo más hondo, porque ahí, en lo
más hondo, las diferencias de los mundos han
quedado atrás, y lo que permanece es ya lo uni-
versal. Son muchos los escritores que, sin enrai-
zarse y ahondar en lo propio, se han perdido atra-
vesando mundos cual turistas que fotografían
fachadas sin enterarse de nada. No es el caso de
José Luis.
El cura rojo
7
Pero no es nuestro autor de esos que escriben
historias como pretextos para mostrarse, algunos
incluso para exhibirse, de tan encantados que es-
tán de haberse conocido. No: José Luis está al
fondo, detrás de los focos, que orienta a sus per-
sonajes y a las fuerzas sociales y psíquicas que les
arrastran, ante las que solo sus protagonistas se
rebelan afirmando la libertad: no se hace notar,
como persona tímida que es, pero sobre todo a-
dusta, enemiga de estridencias en saraos y oca-
siones de relumbrón. Su palabra, como la del
poeta, brota de manantial sereno. Pero en los
personajes y en el acontecer en que se ven en-
vueltos, o que ellos provocan con su deter-
minación, hay un trasfondo que el lector atento
entrevé: es el mundo, las ideas y los valores del
autor. Ante todo, el valor de la libertad, que, co-
mo se ha dicho, sus personajes principales salvan,
pero pagando un alto precio, porque, cierta-
mente, la libertad es el valor más preciado, pero
también el más perseguido. Ostracismo, depura-
ción, persecución, es el precio que pagan los pro-
tagonistas de sus obras, también en El cura rojo.
Es probable que este aprecio por la libertad y la
independencia de criterio sea en José Luis una
herencia, hondamente asumida, de sus ascendien-
tes familiares, entre los que se cuentan libre-
pensadores republicanistas (no solo republicanos,
sino defensores de una concepción de la comu-
nidad política orientada prioritariamente a la mu-
tua protección de la libertad). Quizá el prolo-
José Luis Lobo Moriche
8
guista se aventura demasiado al afirmar que la
discreta presencia público-política de José Luis
sea, de alguna manera, un ostracismo autoim-
puesto en una Andalucía demasiado hecha al
clientelismo y al medro. Quizá, como el poeta,
José Luis se ha parado a distinguir las voces de
los ecos, y escucha solamente entre las voces una.
Pero cuando se lleva dentro la libertad, no se
puede ser eco ni se quiere pastorear ovejas. Es
mejor el silencio.
Otro rasgo prominente que vislumbramos al
fondo de sus tramas y de los dilemas éticos de
sus personajes, es el fuerte vínculo del autor con
los lugares que ha vivido desde niño y a los que,
nos consta, vuelve siempre. Este enraizamiento
casi (o sin casi) contemplativo en Sierra Morena,
sus encinares, sus collados, sus umbrías, sus
lomeros… se resuelve en su obra en una poética
del espacio ágil, riquísima en términos y topo-
nimias del pueblo, de tan variados matices y re-
sonancias. Entonces, el lector disfruta de la
estética de la palabra, pero incluso de la evoca-
ción vívida de esos paisajes y sus sensaciones.
José Luis se cuenta entre los escasos escritores
que practican la caza como el medio más intenso
de fundirse en el paisaje, en un sentido que, en el
fondo, converge con un ecologismo no militante,
pero genuino. Al modo, según creemos, que fue
también propio de Miguel Delibes. Y esta afición
de José Luis, que no es para matar sino para vivir,
El cura rojo
9
habrá influido a buen seguro en esa vida que nos
traen los paisajes por los que cruzan sus perso-
najes, aunque sea huyendo, como es el caso de
esta novela.
En El cura rojo vuelve el autor a situar la trama en
la guerra civil, en la atmósfera fascista, desde una
mirada memorialista. La única mirada posible en
un amante de la libertad como es José Luis. Pero
la trama es en esta ocasión muy distinta a la que
nos legó en El acebuchal o La luz encerrada. La
Iglesia-institución gana ahora todo el protago-
nismo. Aunque una parte importante de la novela
discurre en un salón fascista triunfal, se debate
entre esas paredes, simbolizada en dos persona-
jes, la tensión entre una Iglesia-jerarquía y una
iglesia descalza, de los evangelios. Tensión dra-
mática, que el autor logra elevar y sostener en la
máxima energía, en los diálogos, en las actitudes,
en la resolución ética, incluso en la disposición
psíquica de los asistentes a la cena. Como la
historia la cuentan los vencedores, la que hemos
conocido de la Iglesia católica en el franquismo,
es la historia de una institución integristamente
fiel al Movimiento. Pero hubo otra Iglesia, mino-
ritaria, sí, de individualidades que no comulgaron,
pero no tan excepcional como la historia oficial
nos ha hecho creer. En la construcción del perso-
naje protagonista, el autor ha querido rescatar,
dejar constancia, de los sacerdotes depurados y
apartados. La tensión dialéctica y de disposición
José Luis Lobo Moriche
10
entre el jerarca y el sacerdote es la técnica narra-
tiva del autor para una densa introspección ética
y psíquica del protagonista, el cura, amante de la
libertad por seguir los evangelios. Hay un home-
naje al valor pacífico y firme del cura. La lucidez
del protagonista ha ido progresivamente aclarán-
dose, y es total cuando toma la decisión. Aunque
en un contexto y en una trama completamente
diferentes, su caso es en el fondo como el de Je-
sús y tantas otras víctimas de sanedrines y demás
jerarquías inherentemente enemigas de la libertad.
El autor es consciente de que, al adentrarse en
las contradicciones del mundo cristiano, su relato
ya no solo se enmarca en el contexto del fran-
quismo y la eugenesia orquestada de los vencidos,
que siguen esperando verdad, justicia y repara-
ción: se enmarca simultáneamente en la contra-
dicción que viene manteniéndose, por dos mile-
nios, en el mundo cristiano, entre imposición
dogmática y enseñanza de un mensaje por maes-
tros a quien libremente quiera escucharlos. Maes-
tro por cierto es José Luis, y nos consta que
bueno en la transmisión del amor a la literatura.
Todo está relacionado, y nos lleva de la figura
adusta del autor a los dilemas morales y políticos,
pasando por los avatares siempre distintos de las
generaciones, sobre el fondo común de lo hu-
mano.
Hay en esta obra un recurso a lo grotesco, sin
llegar al esperpento. La pluma magistral de José
El cura rojo
11
Luis va trazando los rasgos de la degradación a
que conduce necesariamente la claudicación ética,
el resentimiento, en definitiva, el menoscabo de
la libertad en la persona. Adulación, histrionismo,
desprecio y cinismo se suceden y van inundando
la atmósfera del cenáculo, en progresión inversa a
la lucidez que va conquistando el protagonista. Su
mirada serena en medio del espectáculo lo hacen
realmente un extraño allí, que parecería un convi-
dado de piedra, pero que no lo es.
Pero ya no continuamos, lector. Es hora de que
te adentres en las páginas de El cura rojo, para que
disfrutes de la literatura en el estilo personal y
maduro de José Luis Lobo, esperando que esa ce-
na te haga más consciente del siempre decisivo
dilema humano entre libertad y opresión. Que
usted la disfrute.
Félix Talego Vázquez, lector y docente.
José Luis Lobo Moriche
12
Página 9: Prólogo
Página 19: Reflexiones en medio de siete
facciosos
Página 21: En el cenáculo: verdugo y
víctimas
Página 119: A cargo de la Parroquia
Página 139: Ruidos de sables
Página 187: La entrega
Página 197: Me rebelo
Página 209: Fuera del cenáculo
El cura rojo
13
Reflexiones en medio de siete facciosos
(primavera de 1949)
Padre nuestro, ¿qué hago yo rebujado entre
siete facciosos que sólo esperan un mañana más
luminoso cuando oran en el nombre de Cristo?
Rechazo arrodillarme delante de Ti tal como ellos
lo hacen: con la faz manchada del más miserable
de los hombres o con un detente de tu corazón
por delante del pecho.
Ni me siento varón patriarcal ni padre espi-
ritual, porque nadie busca ya mi protección, ¿qué
caminos puede marcar un cura tildado de rojo?
¿Qué significa, entonces, para mí tu cruz?, ¿y la
agonía?, ¿habré perdido el sustento de la vida, la
alegría compartida con los demás?
Noto morir mi alma abandonada en un rincón
oscuro de cualquiera de tus iglesias, mientras es-
tos seis hombres y una mujer hablan de la nece-
sidad de sacar los niños a la plaza del pueblo y
adoctrinarlos desde el balcón principal del ayun-
tamiento, a que le pisen el rabo al demonio que,
al menor descuido dicen ellos, abandona el infier-
no y sale por las callejuelas dispuesto a tentarlos y
a que queden atrapados para siempre entre sus
José Luis Lobo Moriche
14
garras. Veo tediosos a unos charlatanes, consola-
dos únicamente por la fuerza de la superstición y
empeñados en recibir un poco del opio religioso
con que se alimentan diariamente, y esta vez le-
vantado no en cáliz eterno sino en una copa vi-
driada en manos de un obispo.
Señor, Tú que te multiplicas en muchos Cristo,
perdónales que hayan perdido la alegría por la
vida, la fe en el ser humano y únicamente sean
piadosos fraudulentos que nunca se quedaron a-
trapados en el paisaje que les rodeaba, porque
fueron incapaces de perderse entre el follaje con
que los envolvías. Al menos, no les arrebates el
consuelo de creer en Ti, de creer en la ultratum-
ba, aunque no practiquen con hábitos cristianos y
traten de solventar los conflictos mundanos con
el pago de una moneda que no tiene reverso y
acuñada sin tu palabra.
¿Qué significado encierra una mesa-altar rebo-
sante de exótica comida y bebidas carbonadas?
Un ara colmado de flores rojas y amarillas, velas
aromáticas y porcelana de la China, presidido por
un hombre envuelto en rojo amaranto y con
casquete violeta, protegido con una cruz pectoral
incrustada de piedras preciosas y un anillo como
signo de distinción y poder al que todos los pre-
sentes besan como señal de sumisión.
El cura rojo
15
En el cenáculo: verdugos y víctima
Sin apenas haber dado tiempo a las presenta-
ciones de rigor, el obispo don José María Salas i-
nició una especie de introito, sentado en un sillón
de madera tallado con escenas alusivas al naci-
miento de Jesucristo: "Debemos estar alerta ante
nuestros enemigos los impíos, ser intransigentes
con ellos. La cruzada emprendida hace diez años
permanece activa, somos militantes en guerra
contra los hostiles a Cristo, hasta conseguir ani-
quilarlos junto a sus herejías. Velemos para que el
populacho no participe en la consecución de los
fines políticos, porque éstos son eternos", anun-
ció el obispo mientras me echaba una terrible mi-
rada de desprecio y acompañada de una sonrisa
burlona, que cambió enseguida al adoptar una
posición mística de ojos cerrados con el fin de
conmover a los convidados al festín.
Los presentes asumieron sus palabras con una
leve inclinación de cabeza, arropando el discurso
con la coraza de la fe ciega. A su derecha, doña
Matilde de Casasola, el ama de la casa, una rica
señora vestida de tul negro en recuerdo de su ma-
José Luis Lobo Moriche
16
rido don Enrique de Sotomayor, que desde 1936
hasta 1939 fue la principal mandamás de la Falan-
ge Femenina en Cortialacer; a su izquierda, el al-
calde don Genaro Marín que, en 1936, había ejer-
cido como la máxima autoridad de la Falange lo-
cal; y en frente, don Eustaquio Benjumea, actual
capitán de la Guardia Civil y comandante militar
durante la guerra civil. En segundo plano y aleja-
da de la mesa central, la anfitriona ha dispuesto
otra mesa compuesta por don Manuel Cortés, un
maestro que salvó el pellejo al cambiarse rápido
de chaqueta; don Carlos Paniagua, un hacendado
alistado a las milicias cívicas que actualmente pre-
side la Hermandad Sacramental y posee el título
de caridad en la Conferencia de Caballeros de
San Vicente de Paúl; don Eugenio Ruíz, el respe-
tado juez de paz que aún se mantiene fiel al tra-
dicionalismo requeté; y yo, Heriberto Rodríguez,
convidado de piedra. Siete jefes o creyeron ser,
verdugos mejor, y yo la víctima.
Aquel caluroso 20 de agosto de 1936 en que las
tropas rebeldes aparcaron los vehículos militares
a la puerta de la iglesia, el reverendísimo don José
María Salas, entonces ejerciendo como capellán
castrense, abría paso a los jefes y oficiales fascis-
tas que subían las gradas del porche de la entrada.
"España y Cortialacer serán de nuevo católicas",
les dijo a los mandos militares mientras volvía la
cara hacia atrás y se despojaba de la boina roja
con que cubría su cabeza. En la primera nave del
El cura rojo
17
templo alzó la vista hacia arriba y señaló los res-
tos que quedaban del retablo mayor. En esa pos-
tura de mano alzada se quedó inmóvil durante u-
nos minutos con el propósito de darle a su figura
militar un halo sobrecogedor; luego, señalaba ca-
da uno de los altares destruidos y gritaba los res-
pectivos nombres de los santos a los que estaban
ofrecidos o se agachaba a coger algún trozo es-
parcido por el suelo: "San Salvador, San Juan, San
Vicente, San Bartolomé y San Jorge guerrero,
"orate pro nobis". ¡Hijos de Satanás, se os acaba-
ron las orgías antirreligiosas!, ¡volverán a tocar las
campanas de la torre, masones de mierda!".
En cada altar caído se paraba, movía sus labios
como si iniciase alguna oración y enseguida pro-
fería maldiciones y blasfemias. En el espacio va-
cío que había dejado la desaparición del coro con
su facistol, entró en cólera: "¿Dónde se ha meti-
do ese curilla rojo de Heriberto Rodríguez que le
negaba a los niños que le besaran la mano?". Lue-
go, se unió al grupo de militares que comentaban
entre sí los ajustes de cuenta que tenían que reci-
bir los autores e instigadores del asalto. "¿Qué o-
pina usted, capellán?", le preguntó el comandan-
te militar. "La religión no está para resolver estos
conflictos... pero es la casa de Dios la que ha sido
profanada, mi comandante. Creo que el escar-
miento es justo y necesario".
Al atardecer ofició una misa de acción de gra-
cias por la liberación de Cortialacer, en un altar
José Luis Lobo Moriche
18
levantado dentro de la casa solariega de don I-
delfonso de la Mata, el más rico de los hacenda-
dos del pueblo, y que por entonces estaba pos-
trado en la cama a causa de una enfermedad in-
curable. Ofreció la eucaristía a los mandos milita-
res y a los civiles que habían sido nombrados al-
calde y jefes de los grupos paramilitares; también
asistieron sus respectivas esposas, que siguieron
la renovación del sacrificio de la cruz arrodilladas
en sendos reclinatorios, misal y rosario en las ma-
nos y una santa faz de seda delante de sus cora-
zones.
Cenó copiosamente y apenas dio una cabezada
en la casa de don Genaro Marín, nuevo alcalde y
jefe de Falange. A las dos de la madrugada ya es-
taba el capellán castrense en la planta baja del
ayuntamiento con la misión de insuflarles la mo-
ral militar y la bendición de Dios necesarias a los
soldados que don Eustaquio Benjumea, coman-
dante militar de Cortialacer, había escogido para
ejecutar los diez primeros fusilamientos que hi-
cieran mella en la población; y que sirvieran de
sustento divino a los nuevos mandamases, los
mismos que, diez años después de finalizada la
guerra civil, ofician de acólitos en una cena que se
asemeja más a un mal ritual pagano que religioso,
celebrado en casa de la única mujer que, con ca-
misa azul de falangista, se movía nerviosamente
aquella trágica madrugada de agosto de 1936 des-
El cura rojo
19
de las puertas de la cárcel hasta el camión esta-
cionado en la plaza.
"Vamos, hijo, fuerza para redimir tus culpas an-
te Dios", repetía el capellán a cada uno de los iz-
quierdistas elegidos al azar, antes de que los sol-
dados les ataran las manos y formaran con ellos
cinco parejas de sentenciados. Ninguno de los
diez pobres hombres se atrevió a pronunciar pa-
labra alguna de terror o a implorar misericordia
ante su muerte inminente; el enorme crucifijo,
que parecía haber sido arrancado de un ataúd,
con que el capellán tapaba las bocas de los con-
denados, les provocaba tal paralización de sus
músculos faciales que hubieran sido incapaces in-
cluso de besar al Cristo exhausto en la cruz.
El capellán vestía para la ceremonia nocturna
una camisa caqui, remangada y desabrochada,
que dejaba al descubierto una trenzada cadena de
oro de la que colgaba un Cristo también de oro,
que él balanceaba a propósito cada vez que fingía
arrodillarse delante de cada collera de senten-
ciados. Portaba en el cinto una pistola enfundada
y ocultaba sus ojos miopes tras unas gafas de au-
mento que le conferían una mirada cruel y re-
pugnante.
Fue el último en subir y el primero en bajarse
del camión cuando aparcó delante de la cancela
del cementerio. Como si el ritual respondiese a
un juramento hecho por él antes de haberse alis-
José Luis Lobo Moriche
20
tado a la santa cruzada, abrió con energías la por-
tezuela trasera para que el retén de los soldados
que esperaban se acercaran y obligaran a bajarse a
los diez hombres. Con pasos largos y decididos
atravesó la verja de acceso y marcó el camino al
pelotón. No pronunció palabra alguna, ni de mi-
sericordia siquiera. De frente al muro donde las
cinco parejas de condenados fueron colocadas, el
capellán balbuceó unas frases latinas, que no
fueron traducidas por ninguno de los presentes ni
nadie supo si correspondían a oraciones de vida o
a salutaciones a la muerte. Con un "amen" finali-
zó su farsa cristiana y con ella descorrió el telón
de la noche espejada..., y ascendieron al cielo no
sé si las diez almas de los fusilados, pero sí múlti-
ples detonaciones mezcladas con un vaho de pól-
vora quemada.
Trece años han transcurrido desde aquel primer
fusilamiento y ese macabro capellán mira sin pie-
dad a su víctima tras los gruesos cristales de sus
gafas. No sé cuál fue su actuación en los dife-
rentes pueblos y ciudades conquistados por las
tropas rebeldes, pero grandes trofeos hubo de
presentarle al jefe de la columna militar a la que
servía como cruzado al haber ocupado enseguida
el sillón principal del obispado. Hoy, su letanía
suena igual de huera que entonces, no sólo ahue-
cada por las vibraciones de la voz al chocar con-
tra las perfectas bóvedas aristadas de la casa de
doña Matilde sino porque las palabras no están
El cura rojo
21
rellenadas con el ofrecimiento que Jesucristo hizo
de vida a la humanidad, no se palpa en ellas nin-
gún ejemplo de bondad ni altruismo y menos de
sacrificio. Para don José María Salas parece que
no existe la igualdad ante Dios, a quien no consi-
dera un rebelde ni que es mucho más grande
cuando se nos revela como humano. Soy incapaz
de reproducir las frases de su particular teología;
¡Tú, Padre celestial, no me lo perdonarías! ¡Per-
dónale, en cambio, su atracción por la riqueza, te-
ner entre sus manos una cubertería de plata, vaji-
lla dorada y limpiarse la boca pringada de los es-
cogidos manjares con una servilleta bordada para
la ocasión con su nombre y debajo la constancia
de que es el primer jefe y pastor provincial de tu
rebaño!
"¡Heriberto Rodríguez, eres un ejemplo de có-
mo nos llena de gracia la misericordia benevo-
lente de Dios. Pecaste por omisión, miraste hacia
otro lado ante las leyes de la constitución masó-
nica de los republicanos, y te prestaste al juego
sucio del cobro de los impuestos a las ceremonias
en honor a nuestro Dios, Padre de todas las cria-
turas. Fuiste cómplice del laicismo de los falsos
intelectuales, una postura poco digna y escanda-
losa, de la que un oficiante católico debe huir.
Por tu postura a favor de la República, Dios te
apartó de su Iglesia y censuró tus comportamien-
tos revolucionarios. Cumplida la penitencia, Él
vuelve a desparramar sobre tu cabeza las aguas de
José Luis Lobo Moriche
22
la misericordia divina, a limpiar tus pecados y a
abrir de nuevo las puertas del perdón para que
accedas a la florida cerca donde pasta su re-
baño!".
Se dirigió a mí inesperadamente, sin haber a-
dornado su figura obispal con ningún ropaje de
misticismo, tal como quizás lo hiciera en aquella
terrible madrugada de 1936: con los brazos ten-
sos y la mirada repleta de complejos metida entre
mis ojos. No bajé mi cabeza pero tampoco fui ca-
paz de contestarle que Dios sabe que siempre o-
bré en conciencia, en servicio hacia los demás
hermanos de la comunidad cristiana, alentarlos en
la fe y allanarles el camino hacia la esperanza.
¡Dios mío, perdona mi cobardía!, es la fuerza
poderosa del régimen franquista en boca de un o-
bispo que cree hablar en tu nombre la que trata
de agarrotar mi cuerpo; pero mi alma se manten-
drá en silencio y sufrimiento, como Tú aguantas-
te en la cruz, con un dolor punzante en mis cos-
tados producido por diez lanzadas; y que sopor-
taré con la fe y esperanza en Ti, al igual que hice
siempre durante los últimos diez años cuando él
incitaba desde su palacio obispal a que los veci-
nos de Cortialacer me dieran de lado.
Yo sólo fui una víctima más de la barbarie de
unos hombres que no toleran que haya diversidad
de opiniones ante las dificultades que se nos pre-
sentan en la vida ni aceptan que cada cual elija
El cura rojo
23
libremente su camino; un sacerdote tuyo que
nunca escogí el arma de los verdugos para denun-
ciar injustamente a cualquier hermano, ni di in-
forme político negativo de nadie ni tampoco par-
ticipé en la construcción de un tinglado dicta-
torial como hizo él. Tú sabes que en tu reino no
hay ningún enemigo a combatir ni existen gra-
duaciones marcadas con estrellas o galones..., por
ello detesté los privilegios. Él, en cambio, forma
parte del franquismo, gozoso de que en tu nom-
bre lo paseen victorioso bajo palio por las calles
de los pueblos y ciudades, rodeado de palmas y
de ciriales.
¿Cómo explico a estos seis hombres y una mu-
jer qué es el integrismo religioso? Nunca com-
prenderían mis razonamientos, porque para ellos
aún, diez años después de acabada la guerra, la
religión es sinónimo de "derecha" y de golpe mi-
litar si gobiernan las izquierdas. Siguen en sus
treces por afianzar la homogenización social, sin
ser capaces de dilucidar que Tú te reflejas en no-
sotros de mil maneras diferentes; pero este obis-
po prepotente se sumó a mantener en pie un tor-
tuoso laberinto levantado desde los púlpitos y
con el que pretenden ocultar los desmanes come-
tidos y continuar infundiendo los convulsos mie-
dos en los débiles.
Acompañaba su panegírico con sorbos a una
copa de vino catalán que debía producir un pla-
centero bienestar a su paladar, pues enseguida
José Luis Lobo Moriche
24
juntaba los labios y hacía un extraño gesto de pla-
cer, o introducía en su boca una rodaja de lomo
de cerdo embuchado, a la que con anterioridad
había levantado a la altura de la cabeza tal como
hace con la hostia sagrada..., a modo de un brin-
dis público y con el fin de mostrar a la concu-
rrencia las excelencias de una chacina veteada por
finas líneas de grasa. La comparsa que le rodeaba
imitaba la alzada del trozo de embutido con un
somero movimiento hacia delante de sus copas; y
aprovechaban el deslizar de la loncha por entre
las glándulas gustativas del obispo para embu-
charse de sopetón un buen trago de vino.
No se atrevió a bendecir los alimentos que íba-
mos a tomar ni tampoco hubo oración de acción
de gracia, tenía prisa por saborear los placeres
mundanos, de ahí tantas pausas después de haber
emitido cortas hiladas de frases sin sentido.
Cuando caía en la cuenta de que llevaba mucho
tiempo dedicado en comer, dejaba los cubiertos
encima de la servilleta y largaba una retahíla que
resultaba añeja: "El nacionalcatolicismo debe ba-
sarse en dos grandes principios: la familia y la vi-
da. ¡Claro está, que me refiero a la vida pura den-
tro de la familia católica! Que las mujeres vean en
sus esposos la luz que ilumina los hogares, que se
comporten dócilmente ante sus esposos y que es-
tén vigilantes para que sus hijas emprendan el ca-
mino de la decencia y tapen las protuberancias de
sus cuerpos delante de los hombres, con el fin de
El cura rojo
25
que no los exciten. Es fundamental que los jóve-
nes se acuesten cansados, así no caerán en las
zarpas del demonio y evitarán el pecado de la
masturbación".
Quedé turulato con las frases rancias de un mi-
nistro de Dios, tanto que me olvidé de que yo era
un convidado al que, según don José María Salas,
la misericordia divina empujaba a que se integrara
en la vida parroquial del pueblo. "¿No estás de a-
cuerdo conmigo, Heriberto?", preguntó distan-
ciando las palabras cada vez más hasta darle a su
interrogación un sentido apelativo con el propó-
sito de que provocara en mí una respuesta de a-
sentimiento. Fui incapaz de contestarle; quizás,
involuntariamente, expresase algún gesto de com-
placencia que le tranquilizó.
Sin embargo, "vida" y "familia" no eran preci-
samente dos conceptos valorados por él durante
los días de 1936 en que, como capellán castrense,
celebraba misa en la plaza de Cortialacer. Enton-
ces, la vida carecía de valor si eras republicano,
habías hecho alguna guardia o participado en la
defensa del pueblo ante la eminente entrada de
las tropas sublevadas. Destrozada la familia mar-
xista, no le importaba anunciar en público que
don Genaro Marín y doña Matilde de Casasola
evitarían que los hijos póstumos de los fusilados
iniciaran sus vidas en pecado; y con ese supremo
fin, la Falange los apadrinarían en la fe del bau-
tismo.
José Luis Lobo Moriche
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Cada vez estaba yo más desconcertado con las
ideas que esbozaba sobre la clase de Iglesia a la
que se refería. Hablaba de ovejas, de rebaño y de
pastor; pero nada de ayuda a los necesitados, de
tolerancia hacia los demás. Predicaba sobre la im-
periosa necesidad de controlar las fronteras con
el fin de que no nos invadieran las ideas perversas
del marxismo ateo, o sobre el sagrado naciona-
lismo español, las grandes epopeyas evangeli-
zadoras con las que sembraron las semillas del
catolicismo hispano y que habían salvado a Eu-
ropa del comunismo: "La verdad sólo puede de-
fenderla la familia católica, ella será la que rege-
nere a un Occidente que durante siglos no frenó
el ateísmo ni el materialismo. España y vosotros,
hombres y mujeres de bien, debéis culminar la
misión civilizadora que iniciamos años atrás. Ése
es vuestro destino, que cultivéis la simiente de la
fe católica desparramada en los cincuenta niños
que esta tarde he confirmado en vuestra pa-
rroquia".
Niños y adoctrinamientos con la mirada puesta
en don Manuel, el director del grupo escolar, que
estaba sentado en una segunda mesa montada sin
tanta riqueza como la que la señora había dis-
puesto para que el señor obispo presidiera la ce-
na: "Buena labor catequística estáis realizando
con los niños en este bello pueblo de Cortialacer.
He visto esta tarde sus caras gozosas al sentirse
confirmados como soldados de Cristo. Detrás es-
El cura rojo
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táis sus maestros y maestras, que les enseñáis a
practicar las oraciones del credo y a repetir las
bienaventuranzas. Todos los confirmados han
contestado correctamente a mis preguntas y han
mostrado amor a sus ángeles de la guarda y odio
hacia el diablo. Fortaleced ese espíritu de lucha
contra el mal y el pecado, seguid levantando alta-
res llenos de flores en honor a la Virgen María y
leed los gozos que nos proporciona el santoral. Si
los niños y las niñas al acostarse continúan rezán-
doles a los cuatro ángeles que le guardan las cua-
tro esquinitas de sus camas, frenarán sus deseos
sexuales que tanto daño les provocarían a sus ce-
rebros y, sobre todo, a sus almas blancas".
Me desconcerté ante la visión que el obispo
mantenía sobre la enseñanza del catecismo, pero
más sorprendía el acatamiento que el maestro ha-
cía de sus palabras, y el silencio que ambos mos-
traban tras el incidente ocurrido en la ceremonia
de la confirmación.
Resulta que el señor obispo inició un diálogo
con los niños confirmados, creo que con el fin
más escondido de dirigirse también a sus padres,
y aprovechar la ocasión del llenazo de la iglesia
para asentarles las bases de los comportamientos
de sus hijos según su particular interpretación del
credo católico. Las preguntas y respuestas eran
las que todos los maestros ensayan con sus alum-
nos, pregunta concreta y contestación de afir-
mación o raramente de negación. Lo que nadie se
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esperaba fue que el obispo se dirigiera a uno de
los niños confirmados, que casi nunca iba a la es-
cuela y que además sus facultades mentales no se
correspondían con las de los más aventajados, y
que por ese motivo su maestro le había escon-
dido detrás de otros compañeros más altos que él
con el propósito de que nunca fuese blanco de
una pregunta del obispo. "¡Ése, ese niño que está
allí atrás!", señaló desde su sillón. Ni que decir
que el señalado no se daba por enterado, hasta
que prácticamente fue levantado de su banco por
otros niños. "A ver, tú, ¿te acuestas temprano o
tarde?". "Después de echarle la paja a la burra",
contestó el zagal. "¡Eso de paja para la burra está
muy bien!, ¿le gusta?", "¡Sí, la paja da mucho gus-
to! A mí también me gusta, yo me la meneo antes
de dormirme, ¿a usted le da gusto cuando se la
menea?". El murmullo que se levantó en la iglesia
apagó la opaca contestación y la reprimenda ges-
tual del maestro.
Nadie le comentó al confirmador que aquel ni-
ño desvergonzado y atrevido era hijo de una mu-
jer apodada la Rosquera, una prostituta que había
regentado un tugurio en la calle Hendón donde
existían varias casas de prostitución, y que con la
tal Rosquera él protagonizó, como capellán cas-
trense, unos actos inhumanos. Ocurrieron días
después de la toma militar de Cortialacer, cuando
los militares rebeldes cumplían las órdenes de
limpiar de izquierdistas las comarcas de la
El cura rojo
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Andalucía occidental y el capellán castrense
estaba a la caza y captura de los hombres que
frecuentaban la calle de las prostitutas.
Inesperadamente, una madrugada, se presentó,
acompañado de un cabo y dos soldados, en una
casa-cueva, excavada en la ladera este del cabezo
rocoso en que se asienta el pequeño y apartado
barrio donde la prostituta malvivía. Detrás de un
mostrador levantado debajo de un arco de la
entrada, despachaba unas jarrillas de vino a varios
falangistas y a un grupo de requetés. Uno de
ellos, entre sorbo y sorbo al vino, le manoseaba
los pechos, que salían del abierto escote de su
vestido, mientras los demás paramilitares bebían
desmedidamente y espoleaban con cánticos el
acoso a la mujer. Aire viciado de tabaco y
humedad, euforia desbordada, borracheras, sexo
no pagado tal vez, candilejas en aceite..., y en otro
habitáculo interior sin luz lloriqueaba un niño
encima de un camastro de palos. El capellán ni
siquiera sintió compasión hacia la criatura,
únicamente le preguntó a la Rosquera de quién
era hijo y qué hacía allí. "Es hijo mío, llora
porque es hora ya de mamar, tendrá hambre".
"¿Y su padre dónde coño está?". "¡Y qué sé yo
quién fue su padre!, ¡cualquiera de éstos pudo
ser!", dijo señalando a los falangistas. "¿Vosotros
también?", increpó a dos de ellos que, con fusil
en mano, le solían acompañar los sábados y do-
mingos en la misa que él celebraba sobre el enta-
rimado de tablas levantado en la plaza.
José Luis Lobo Moriche
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La presencia del capellán provocó que, a la no-
che siguiente, la calle de las prostitutas estuviese
vacía de falangistas y que éstos buscaran el rego-
cijo en una taberna del barrio alto. Tres días des-
pués del incidente con la Rosquera, fue detenida
por dos de aquellos falangistas que casi todas las
madrugadas visitaban su antro, e inmediatamente
ingresó en la cárcel de mujeres que los militares y
doña Matilde habían habilitado en los sótanos de
un bar contiguo al ayuntamiento.
Desconozco el calvario de preguntas, referidas
al uso que ella hacía de su propio cuerpo, que tu-
vo que sufrir. Posiblemente, ni siquiera pasara
por un sumario ni consejo de guerra, tal vez por-
que la prostituta nunca había participado en nin-
gún desmán cometido durante los días previos a
la toma del pueblo ni sentía atracción por la Re-
pública ni por los santos. Ella bastante tenía con
buscar las pesetas necesarias para el sustento de
su hijo y con aguantar los atropellos de los seño-
ritos.
Meses después, me enteré de que la Rosquera
fue fusilada tras su detención; y, aunque no tengo
datos de la escena de la prostituta delante del ca-
pellán, imagino sus gritos de clemencia ante el e-
norme crucifijo de una caja de muerto con que el
capellán pretendía redimirla antes de ser fusilada.
A escondidas del cabo municipal, los mozos de
Cortialacer, cuando celebran el acto de la talla pa-
El cura rojo
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ra el servicio militar, siguen cantando la cancion-
cilla con la que dicen se despidió la Rosquera:
En mi muerte, fusilero,
de espalditas, no.
De frente al alto lucero,
quiero morir yo.
Desde que finalizó la guerra hasta este año de
1949, me he informado de la constante presencia
del reverendísimo don José María Salas, o sea del
obispo que ahora comparte mesa y mantel de li-
no con la anfitriona, en las decenas de fusila-
mientos que los fascistas llevaron a cabo durante
los meses en que él acompañaba a la columna mi-
litar en la campaña de conquista de los pueblos
de la comarca serrana. Sabía por mi hermana que,
en los primeros momentos de la toma militar,
fusilaron a hombres de ideas izquierdistas que ha-
bían hecho guardias de vigilancia en los callejones
de entrada al pueblo y que no habían huido.
Hombres y algunas mujeres ejecutadas al azar en
unos momentos en que los jefes de la columna
militar apenas tenían conocimientos del proceder
de los izquierdistas..., así que los primeros hom-
bres y mujeres fueron elegidos como "chivo ex-
piatorio" por algunos de estos seis comensales y
la única mujer que asisten a este festín que don
José María llama cena santa.
Tengo ante mí un alto cabecilla de la Iglesia que
constantemente pecaba por acción al participar
José Luis Lobo Moriche
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directamente en los fusilamientos, si no como e-
jecutor sí como avivador de la moral en los fusi-
leros, aunque se tapara sus ojos tras un gran cru-
cifijo de una caja de muerto; pero también pecó
por omisión al no haber defendido las vidas de
los condenados en los consejos secretos que es-
tos seis hombres y doña Matilde celebraban cada
noche en la planta alta del ayuntamiento. Enton-
ces, los fusilamientos no correspondían con el
criterio del azar; se basaban únicamente en las a-
preciaciones personales de los siete comensales:
la Rosquera fusilada por prostituta y atentar con-
tra la moralidad de los falangistas, el Beltrán por
arrastrar la imagen de santa Catalina, el Cilantro
por retorcer el púlpito de la iglesia, el Toalla por
vociferar contra los actuales alcalde y capitán, el
Fierro por negarse a facilitar datos sobre mi re-
fugio, el Sillo por ser vago de profesión y negarse
a trabajar con el hacendado don Carlos Paniagua,
el Culebra por pasearse con su moto por los dis-
tintos pueblos de la comarca y trasladar las ór-
denes de resistencia del comité republicano, el
Tocino por ponerle un gorro a San Nicolás, la
Torcía, la Cristi y la Bailona por ser desvergon-
zadas, propaladoras y haber participado en el des-
file del día del trabajo portando la bandera tri-
color.
Esta noche, dirigiendo una mirada de compli-
cidad a don Eustaquio Benjumea que manda la
compañía de guardias civiles instalada en Cortia-
El cura rojo
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lacer y que, en 1936, fue comandante militar en
esta plaza, el obispo sorprende con la insistencia
en un Dios vengativo: "La ira de nuestro Padre
celestial, querido capitán, cayó sobre España
cuando proclamaron la República. ¿Cómo iba Él
a consentir tanto laicismo judío? El Supremo
siempre está en el lado del orden, de la santa pa-
tria y, por supuesto, de nuestra religión católica.
Por eso, todos los aquí reunidos en hermandad...,
-y volvió a descargar en mí una mirada despre-
ciativa y no exenta de crueldad-, no fuimos indi-
ferentes en la lucha emprendida por el ejército
salvador que con tanta fe combatió para que la
causa católica iniciada en España se extendiera
por todo el mundo. Esta noche, la cena que en
nuestro honor ha organizado doña Matilde cons-
tituye una prueba más de que cumplimos los
mandatos que Dios nos reclamaba, escuchamos
su voz y corrimos prestos y decididos al com-
bate".
Esperaba yo que su sermón recordatorio de la
guerra le llevara a parlamentar sobre el papel de-
cisivo que los sacerdotes católicos tuvieron en la
victoria de Franco, y que el desvío en su discurso
desembocara en acrecentar la acritud hacia mí.
Hasta ahora, sus referencias eran más bien ges-
tuales y poco directas. Hizo una pausa larga, que
los comensales aprovecharon para vaciar sus co-
pas otra vez y llenar algo más los estómagos. La
señora comía poco, apenas hablaba y sólo mos-
José Luis Lobo Moriche
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traba cara gozosa cuando el obispo aparcaba los
cubiertos encima de la mesa y retomaba la pa-
labra.
Para mí, la cena se estaba convirtiendo en un
martirio; y, entre sufrimiento y sufrimiento, me
preguntaba si a don José María algún día lo pu-
dieran beatificar. Si los miembros del tribunal, en
el proceso de la beatificación, no tuvieran en
cuenta su participación indecorosa y vil en Cor-
tialacer..., a él que había sido un verdugo deberían
de presentarlo como una víctima, pero ¿mártir de
qué? Posiblemente, lo señalarían como modelo
de la verdad, de la prudencia y de la templanza;
para probar sus bondades, contarían con los tes-
timonios falsos de estos comensales; pero, ¿quién
se prestaría a pecar tan gravemente?
¡Dios mío, yo no, sé que no representas la e-
jemplificación de la ira!, ¡tú, eres amor! En cam-
bio, tu ministro participaba en decenas de fusila-
mientos abusando de tu bondad para, según ese
pecador, abrirles a los condenados las puertas de
tu gloria. Sólo Tú sabes si ese sacerdote militari-
zado creyó que, dándoles el tiro de gracia, los a-
justiciados tendrían un juicio divino más rápido.
La luz de la verdad tardará aún algunos años en
aclarar la maraña de mentiras y las aberraciones
cometidas por estas mentes obcecadas.
No dejó que dedicara mucho tiempo a elucu-
braciones, elevó el tono de voz con casi un grito
El cura rojo
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que provocó que mi cuerpo respondiera con una
sacudida nerviosa al oír la palabra "sacerdote".
"¡Tú, Heriberto, hiciste republicanos a muchos
niños de aquella generación. Sembraste las semi-
llas de la impiedad..., crecieron ateos y se com-
portaron como bestias inmundas durante los días
del terror rojo. Fuiste incapaz de cortar los brotes
de la barbarie que crecían incontrolados en con-
tra de la religión católica. No sólo no diste un pa-
so hacia adelante de apoyo a nuestra gloriosa cau-
sa nacional, te mantuviste ciego ante un Dios que
estaba presente en la Falange y en mi heroico Re-
queté, un Padre nuestro que nos ayudaría a aplas-
tar las hordas marxistas. Te apartaste del sentido
religioso con que comprometimos nuestras vidas,
no corriste a atajar los males de la patria ni a re-
ducir a los enemigos de España, los contrincantes
de Él!".
"Yo, Monseñor, mantuve mi fe en la práctica
de la religión". Estuve a punto de contradecirle,
de entablar una disputa dialéctica que no hubiese
llevado a buen final, preferí callar; pero mis pala-
bras provocaron cierto desconcierto y nerviosis-
mo en sus manos, hasta el punto que le dio un
manotazo al salero que originó que la sal se des-
parramara por la mantelería de lino que cubría la
mesa. Tanto él como yo sabíamos que era una se-
ñal de superstición y que suponía un mal agüero
venidero. Entonces, abrí mi mente a las páginas
de su crónica de la guerra que había escrito en
José Luis Lobo Moriche
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1936 en un cuaderno donde anotaba los informes
que le daban muchos vecinos y militares sobre las
personas de ideología de izquierda, un fichero de
rojos que manejaba desde la sacristía.
Cuando años después supe de aquel cuaderno
escrito con su puño y letra, descubrí los crímenes
en los que él tuvo cierta participación. En la pri-
mera página tenía subrayado con tinta roja el
nombre de don Ramón Sánchez, el farmacéutico
de la población, hombre de buenas costumbres,
que había adoptado una postura abierta ante la
constitución republicana y las leyes más pro-
gresistas. El subrayado en color rojo significaba
que estaba señalado como un marxista, y tendría
que pagar sus culpas en un paredón del cemen-
terio municipal. También lo previno don Ramón,
por ello huyó de Cortialacer horas antes de que
las tropas fascistas llegaran. Tuvo la desgracia de
caer enfermo a la semana de encontrarse huido
en uno de los picachos que rodeaban su casa. Las
milicias nacionales sabían de la poca destreza del
farmacéutico para sobrevivir dentro de un medio
hostil, y tuvieron controlada la calle donde daba
su corral. Pocos detalles se conocen respecto a su
detención, sólo se supo después que el capellán
se interesó por su captura, y no por mostrar ante
los demás las virtudes cristianas de la ayuda y del
perdón. Estuvo presente en el interrogatorio del
comandante militar y en el posterior ingreso en
los calabozos municipales. Aquella madrugada de
El cura rojo
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agosto, el grupo de militares y civiles que decidía
el destino de los hombres y mujeres detenidos no
se reunió, había prisas por liquidar al hombre
más liberal de Cortialacer. Fue el primer caso de
fusilamiento ejemplar, que avisaba a los izquier-
distas de que serían eliminadas no sólo las ideas
contrarias al fascismo internacional, sino también
los intelectuales que contribuyeron a difundir la
doctrina marxista.
No dudó don José María Salas de novelar a su
antojo el asesinato de don Ramón y recoger en su
crónica de la guerra los últimos instantes antes de
ser fusilado. Narró que fue sacado de la cárcel a
la una de la madrugada y montado en un camión
militar junto a otros cincos condenados. El cape-
llán también fue al cementerio en el mismo ca-
mión, ya que sitúa el fusilamiento a la una y me-
dia de la madrugada. Aunque fusilaron a seis iz-
quierdistas, sólo se centra en la personalidad del
farmacéutico. Da datos equivocados sobre la cor-
ta edad, estado civil casado, padre de cuatro hijos,
profesión... Intenta transmitir al lector faccioso
que el fusilamiento era el final de una etapa equi-
vocada emprendida en tiempos de la República; y
que, como líder izquierdista, se dirigió a los pre-
sentes en el cementerio después de haberse con-
fesado y reconocer sus pecados políticos. El ca-
pellán castrense le contestó en nombre de un
Dios misericordioso que le había perdonado y
José Luis Lobo Moriche
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que, por tanto, recibía la absolución de sus peca-
dos mortales.
Incluso este obispo que ahora manda callar y
que, según él, tiende la mano de la misericordia
divina, concluyó la criminal escena presentando
al farmacéutico como un jefe republicano que a-
ceptaba la muerte, consolado porque en España
unos militares valientes y comprometidos con la
fe nacional se habían levantado contra aquellos
políticos que estaban destruyendo la patria. ¡Con
qué descaro este obispo transformaba unas accio-
nes anticristianas en un sublime oficio religioso,
sin pan ni vino para compartir, pero con el
ofrecimiento al Ser Supremo de la sangre y las
vidas de seis seres humanos!
Muy lejana de la realidad es la somera des-
cripción que hace del acto de los fusilamientos,
no coincide en nada con los testimonios que la
mujer del enterrador reveló, después de que fusi-
laran a su marido. Contaba que los fusilamientos
no los hacían en grupos numerosos, iban sacando
del camión una pareja de condenados bien enso-
gados que se resistían a morir, y que el forcejeo
entre condenados y fusileros obligaba a que inter-
viniesen decenas de soldados en las ejecuciones.
Así que la serenidad ante el asesinato de la que
nos habla el señor obispo es una más de sus men-
tiras.
El cura rojo
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Había pronunciado la palabra "sacerdote" que
temía que hiciera en referencia a mí; pero no me
aludió sino que concatenó una serie de hechos
protagonizados por él durante su epopeya militar.
Esta vez evitó pronunciar el nombre de Cortia-
lacer y situó la campaña militar por tierras de la
Beturia celta y cercanas a la Lusitania, aunque los
indeseables hechos protagonizados por alguien
que fue nombrado obispo pudieron ocurrir en
bastantes sitios de la España franquista.
Hablaba de sacerdotes valerosos frente a otros
que estaban cegados por las ideas bolcheviques.
Sabía que con el latigazo de "rojo" se refería a mí,
a quien pretendía humillar antes de otorgarme el
perdón y autorizar a que ejerciese como coadju-
tor en la parroquia. Finalmente, se presentó ante
los asistentes como un héroe santo.
Entre tantas aventuras bélicas se detuvo en va-
nagloriarse de la persecución y aniquilamiento de
los diez hombres que formaban parte de la inci-
piente logia masónica "La Gratitud". En el cua-
dernillo donde anotaba sus apreciaciones de los
hechos más relevantes ocurridos en el pueblo, y
que después le sirvieron de base para escribir su
crónica de la guerra, señaló en rojo uno por uno
los nombres y apellidos, edad, profesión y los
respectivos cargos de Venerable, Vigilantes de 1º
y 2º grado, orador, secretario y tesorero que ocu-
paban en la logia. Entre ellos también constaba
don Ramón Sánchez, por entonces huido, que
José Luis Lobo Moriche
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tenía el grado de Venerable., y al margen de cada
nombre escribió la palabra "peligroso", una mar-
ca de condena a muerte.
Con muchos bandazos en la narración, intenta,
como pastor de la Iglesia, justificar lo que todos
los vecinos de Cortialacer saben y callan: que
nueve de los diez masones fueron asesinados sin
juicio previo, y que alguien se inventó que habían
planeado una fuga con el propósito de aniquilar-
los cuanto antes. Algunos niños se acercaban a la
reja de la cárcel que daba a una de las esquinas de
la plaza cuando el tabernero Segismundo, de baja
estatura y cojitranco, les llevaba un café y una
torta de manteca durante los tres día en que los
tuvieron encerrados en una habitación casi oscu-
ra y con mucha humedad. Nadie ha podido ates-
tiguar que los viera subir a un camión ni hacer el
recorrido habitual hacia el cementerio. El simula-
cro de huida fue preparado a conciencia con la
intención de no dejar rastro del múltiple asesina-
to. A la mañana siguiente de haberse efectuado
los fusilamientos, corrió la falsa noticia de que,
mientras las fuerzas militares los trasladaban a
Huelva, se tiraron del camión. Nada más trascen-
dió. Sus familiares, ante el temor de represalias,
pocas pesquisas hicieron sino asumir un triste
final.
Frente a mí están seis hombres y una mujer sin
piedad que se regocijan de que los frutos de la
masonería quedaron vanos para fructificar. Esta
El cura rojo
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cena de hermandad, sin hierbas amargas ni cor-
dero sacrificado, les resulta festiva y no sólo por
el cenáculo elegido. A mí, este festín me parece
una confesión múltiple, reveladora de muchos ac-
tos criminales cometidos en el verano de 1936.
En sus mentes estará la figura del enterrador José
Soledad que arrojó los nueve cadáveres a una de
las zanjas cavadas en el cementerio, el único
testigo que podría aportar detalles de las muertes
violentas; pero uno de los siete comensales o,
quizás todos ellos, consentirían que el nombre de
Soledad apareciera subrayado en rojo en el cua-
dernillo de don José María Salas, y también fuera
fusilado.
¿De qué pureza hablan mientras beben vinos
espumosos y relatan las acciones de limpieza?
Aún permanecían en filas las tropas rebeldes en
las primeras calles de acceso al pueblo, cuando el
capellán castrense ordenó a varios carlistas que
buscaran una escalera alta, un martillo y un cincel.
La primera fotografía que aparece en su crónica
de guerra recoge el momento en que el propio
cura fascista está encaramado en la escalera y
mantiene las herramientas entre sus manos con el
propósito de derribar el rótulo de la calle que los
republicanos habían levantado en honor al farma-
céutico don Ramón Sánchez.
Estaban tan pletóricos hablando de la purifi-
cación de las costumbres que el obispo, cargado
ya de vino, levantó la copa y propuso a los pre-
José Luis Lobo Moriche
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sentes un brindis. Yo me sentía cohibido o quizás
derrumbado ante la invitación. Cogí con miedo la
copa que aún estaba llena y con ella tapé mis ojos
lagrimados por tantas desvergüenzas.
Las palabras del brindis supusieron repetidos
pinchazos a mi alma: "Rindamos tributo y admi-
ración a todos los compatriotas que lucharon con
nosotros en la causa nacional. Nuestro único
pensamiento entonces fue la España poderosa;
hoy la contemplamos victoriosa, encaminada ha-
cia el imperio de la unidad que nos marcó nuestra
religión católica, un final limpio de criminales
marxistas y de ateos. Aniquilada la plebe inculta
que intentó destruir nuestros templos para siem-
pre, aquellas fieras humanas yacen bajo los es-
combros de sus barbaries; pero no olvidemos que
la vida sigue siendo milicia..., ¡atentos a mante-
nernos en la senda de la pureza! ¡Por nuestro cau-
dillo, por nuestra España una, grande y libre! ¡Vi-
va la España de Franco!".
Retumbó en la bóveda del comedor una Es-
paña ahuecada. Mantuve los ojos cerrados mien-
tras que el maestro don Manuel daba tres vítores
al obispo que sacudieron mi corazón otra vez.
Descorchadas más de una decena de botellas de
vino y las barrigas llenas, sabía que bajo la miel de
sus palabrerías escondían la hiel de sus propó-
sitos; que aquella bacanal terminaría en una lluvia
de improperios hacia los hombres y mujeres que
El cura rojo
43
aún consideraban sus enemigos, de que los co-
mensales se sentirían eufóricos y querrían hablar
a la vez. Así ocurrió, pero al reverendísimo don
José María le daba igual o, quizás, no mantuviera
el equilibrio físico ni mental necesarios para do-
minar la algarabía surgida. La voz chillona de do-
ña Matilde de Casasola clamando la presencia de
los criados hizo que cayeran en la cuenta de que
había que callarse, porque sendas abiertas no te-
nían nada más que las que el señor obispo con-
siderara. Yo, haciendo uso del refranero también,
pensaba que a cada cual le olían bien sus ventosi-
dades; pero mantenía la fe en que a sus soberbias
siguiera pronto el arrepentimiento.
De la cocina salieron en fila tres criados, ves-
tidos con chaquetilla y mandil blanco, que lleva-
ban en bandejas de plata los ofrecimientos que
doña Matilde hacía al obispo y demás invitados.
El sirviente que cerraba la fila iba dibujando cu-
lebrillas con su cuerpo, síntoma de que había a-
provechado la algarabía para catar los vinos que
el ama tenía preparados de reserva. Debió de en-
tusiasmarse con el caldo de más de una botella,
porque el batacazo final que se dio fue coreado
hasta por el propio obispo. Tanto él como yo sa-
bíamos que esa caída, en el lenguaje de la supers-
tición, significa que el mal agüero está llamando a
la puerta..., y la del cenáculo estaba bien tran-
queada con el fin de que ningún intruso pudiera
molestar.
José Luis Lobo Moriche
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Estos hechos circenses restaban altura al ban-
quete que la señora había preparado con la idea
de que la cena de hermandad se asemejase a la or-
ganizada en la antigüedad por el poeta Agatón;
pero ni ella se parecía a una poetisa ni ninguno de
los comensales era un filósofo. Hubo música ba-
rroca de bienvenida interpretada por el sochantre
de la iglesia parroquial acompañado por el orga-
nista, bebidas y comidas en exceso, monólogos
rancios, algún que otro personaje casi ebrio, a-
dormecidos..., e incluso el obispo se hizo esperar.
Salió de la iglesia después de finalizada la fun-
ción de la confirmación e inició el camino hacia
el cenáculo de forma parsimoniosa sobre una es-
tera de juncos dispuesta sobre las calles del reco-
rrido. En el umbral de una de las casas se percató
de la figura de un hombre ya encorvado por la
edad, desaliñado en su vestimenta, con la mirada
extraviada y unas descuidadas barbas color ceni-
za. El obispo sintió curiosidad, se acercó y le ten-
dió la mano anillada con la intención de que se la
besara. El anciano no hizo gesto de rehusar la
mano, pero tampoco sintió deseos de besarla.
Don Genaro Marín le dijo "Este señor es nuestro
obispo que viene de visita pastoral al pueblo". El
hombre ni se inmutó por la presentación, irguió
un poco el cuerpo y dijo dirigiéndose al obispo
"¿Usted sabe que yo no me voy a morir nunca?".
No hubo contestación, don Eugenio Ruíz le su-
El cura rojo
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surró al oído que el pobre hombre no estaba en
sus cabales.
Tras la aparición de aquel anciano barbudo que
se mostraba feliz al considerarse eterno y sin ne-
cesidad de vasallaje, prosiguió la procesión y más
adelante el cortejo efectuó una segunda parada.
Esta vez el personaje estaba sentado sobre un
taburete de enea en el zaguán de una casa. El
maestro don Manuel intentó de persuadir al se-
ñor obispo de que no se parara. Le insinuó que
ese hombre había sido un rojo y que también es-
taba chaveteado. Pero lo que había despertado su
curiosidad eran los avíos que tenía dispuestos
alrededor de él. Vestía un ropaje de color caqui
que recordaba un uniforme militar de soldado en
campaña, colgaba en bandolera un ancho correaje
con dos hebillas, encima de su cabeza tenía colo-
cada del revés una escupidera de porcelana blan-
ca que semejaba un casco de guerra y asida de las
manos una maleta de madera. Un familiar le co-
municó al obispo que esa escena la repetía todos
los días, que se llevaba estático las horas muertas,
la mirada absorta y sin echarle cuenta a la chiqui-
llería que iba a hacerle morisquetas. El reveren-
dísimo don José María movió repetidamente la
cabeza y se atrevió a preguntarle qué hacía allí. El
hombre, que diez años después seguía sufriendo
los efectos sicológicos de una guerra civil, le con-
testó "¡Estoy esperando a que los fascistas ven-
gan por los rojos!".
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Aún hubo una tercera caída o episodio no de-
seable para el cortejo. Ocurrió al pasar por delan-
te de la taberna de Orteguita, donde a esas horas
del atardecer suelen reunirse bastantes campesi-
nos a tomar unos vasos de vino con altramuces.
Permanecía cerrada por orden de la autoridad
municipal, porque estaba mal visto que hubiese
jaleo mientras el señor obispo hacía el recorrido,
y además convenía que el vecindario quedara im-
presionado por la majestuosidad de la procesión.
Un campesino asiduo de la visita diaria a la ta-
berna y que no estaba al tanto de la llegada del je-
fe eclesiástico al pueblo preguntó al tabernero
"¿Qué diantre pasa hoy que tienes cerrado y es-
táis todos aquí fuera?". "¡Que viene ahí el obis-
po!", le contestó Orteguita. "¿Y quién coño la ha
mandado cerrar?". Desde la comitiva salió un vo-
zarrón del teniente alcalde que acalló las inopor-
tunas preguntas: "¡La han cerrado mis cojones!".
Los doce quiquiriquíes de un gallo portugués
saliendo de un extravagante reloj de madera indi-
caban que comenzaba un nuevo día y que, per-
dido ya el respeto a la presencia de un obispo, los
comensales, que hasta ahora se habían comporta-
do retraídos y dado todo el protagonismo a él,
también necesitaban contar sus historietas.
Aquel previsible intercambio narrativo vendría
bien, pues no me obligaba a ser protagonista en
ningún momento; pero el señor obispo era el jefe
y quería dejar constancia de que allí el que tenía
El cura rojo
47
los galones era él. Así que, cuando el alcalde o el
capitán de la Guardia Civil iniciaba alguna de sus
aventuras, ya estaba el mandamás eclesiástico con
el brazo derecho levantado en actitud del santo
Salvador. No necesitaba chillar como la señora de
la casa para hacerse oír; una vez percatada la
concurrencia de que el obispo había levantado el
brazo, las voces iban cayéndose como las piezas
del dominó. Entonces, se fingía un silencio mís-
tico en el comedor, a la espera de que el señor de
la cruz pectoral retomase la palabra. Y nunca me-
jor dicho, porque para impresionarlos acariciaba
la faz de Cristo y luego la besaba tres o cuatro
veces con estudiado ceremonial. ¿Qué vendrá a
decirnos ahora?, me preguntaba ante el temor de
que el vino catalán hablase por él y emprendiese
algún ataque visceral contra mí. Estaba cansado
de aguantar tantas tropelías, notaba que mi cara
era incapaz de esconder que no estaba a gusto
entre tantos desvaríos.
"¿Qué ha sido del barrio de las prostitutas?",
fue la pregunta que dejó caer en el aire de un ce-
náculo contaminado no sólo por los humos y el
alcohol. ¡Vaya, por lo menos por un instante ha
posado sus pies en la tierra y se preocupa de esas
indefensas mujeres!, y sus palabras despertaron
en mí cierto interés. Doña Matilde se sintió muy
incómoda y enseñó sus vergüenzas retirando la
mirada. Cogió la servilleta y se limpió la boca re-
petidas veces; luego, mantuvo los ojos caídos y
José Luis Lobo Moriche
48
abiertos sus oídos. De repente, se produjo un ex-
traño murmullo, motivado quizás porque los pre-
guntados eran habituales clientes de las doce o
catorces prostitutas que practicaban el sexo co-
brado en la calle Hendón. El alcalde miraba al ca-
pitán, éste al maestro y así iban trasladando al si-
guiente comensal la responsabilidad de contestar
de forma comprometida.
"¿Y el barrio de las prostitutas?, ¡habrá desapa-
recido!, ¿no?", volvió a preguntar. El prolongado
mutismo dejaba al descubierto la inmoralidad de
los hombres que representaban la autoridad y las
buenas costumbres, de las que el obispo se expla-
yaba en sus intervenciones al considerar la moral
sexual como el sedimento de las virtudes de la re-
ligión católica, de la que todos habían sido defen-
sores. "La calle Hendón sigue abierta", contestó
el alcalde con una vocecilla muy apagada. El obis-
po puso cara de sorprendido, y forzó con el sem-
blante una situación incómoda.
Vi una buena oportunidad para contradecir las
ideas equivocadas y obsoletas de la Iglesia acerca
de la moralidad. Quizás la señora no se percatase
bien de mis intenciones, porque hizo una leve in-
clinación de su cabeza como si me ofreciese el
don de la palabra. No esperaba nadie que fuera
yo quien estuviera a gusto con el tema de las
prostitutas: "Monseñor, nada se ha hecho para
que esas mujeres no vivan en las condiciones ex-
tremas en que están. Cualquier cristiano de buena
El cura rojo
49
fe se sentiría derrumbado si diese una vuelta por
esa calle y comprobase la miseria y los atropellos
que las prostitutas sufren". El obispo escuchó
mis palabras con aparente atención y el alcalde,
capitán y demás jerarcas pusieron caras de cir-
cunstancias.
No se entabló diálogo alguno, mis palabras se
convirtieron en un monólogo para sordos. De-
nuncié, si no públicamente, sí ante el responsable
provincial de la Iglesia y las autoridades civiles y
militares el caso en que una de las prostitutas ha-
bía recibido una paliza por haberse negado a
abrirles la puerta de su tugurio a varios señoritos.
No tuve valor para señalar a dos de los presentes,
que se ruborizaron con mis palabras.
"Handón supone un antro de perversión. Los
jóvenes se regocijan de algunas escenas vividas;
pero en el fondo encierran un derrumbe moral:
hijos que tienen que esconderse debajo de la ca-
ma porque sus padres han sentido necesidad de
descargar los apetitos sexuales en la mujer con
quien un momento antes ellos mantenían una re-
lación coital. Ni siquiera ha trascendido la noticia
de que otra de las prostitutas fue apuñalada en
una reyerta, y que desde los pueblos de la comar-
ca vienen decenas de hombres en busca de un ali-
vio corporal. Esas mujeres, Monseñor, apenas sa-
ben deletrear sus nombres, pero están bautizadas,
y poco o nada hacemos por ellas y por sus hijos".
José Luis Lobo Moriche
50
No sé si a la mente de don José María Salas vi-
no en esos instantes la figura larguirucha, con po-
cas carnes y ojos saltones de la Rosquera o si
chirriaba en sus oídos el llorisqueo del hijo enci-
ma del camastro de palos mientras ella estaba
siendo manoseada por don Eugenio Ruiz, el
actual juez de paz, y que ahora lo tiene muy cerca
de él simulando sorber un buche de vino. El te-
ma de la prostitución sacado por el obispo hizo
que bajara la tensión de autocomplacencia de los
comensales, y ése no había sido el motivo de que
doña Matide hubiese organizado un convite ex-
traordinario. A ninguno de los asistentes le inte-
resaban mis ideas ni menos mis propuestas de re-
generación, que afectaban no sólo a las prostitu-
tas sino también a las personas pudientes de Cor-
tialacer.
La señora desvió la atención del grupo hacia
otros menesteres, astutamente le señaló al obispo
un óleo pintado por ella y que representaba una
estampa de la procesión celebrada el día de la pa-
trona. La verdad es que no se le da mal el pincel a
la anfitriona. La Virgen está encuadrada en el
centro de la imagen, escoltada por dos filas de
mujeres tocadas con mantilla blanca recogida con
una peineta, todas visten de gloria procesional
con una vela y un rosario en las manos. "¿Es obra
suya?, ¡está muy bien!". "Monseñor, es un regalo
que tengo para usted".
El cura rojo
51
La habilidad de doña Matilde para desviar el
tema de la conversación hacia las procesiones
fructificó enseguida; pues una vez que los co-
mensales se sintieron libres de acusaciones indi-
rectas, se aturrullaban al contar las acciones de su
fe mariana. Querían quedar ante el obispo como
modelos de católicos devotos de los santos, vír-
genes y del Cristo atado a una columna. Al tiem-
po que vomitaban sus excesos de sentimentalis-
mo, yo sentía rabia de que no se percataran de las
verdaderas esencias del cristianismo, basadas en
la sencillez, la mesura y, sobre todo, en el perdón
y en cubrir las necesidades de los seres humanos
en un mundo sin fronteras. Hablaban solamente
de cargos: que si hermano mayor, que si camarera
de la Virgen, o vestidor, capataz, costalero o cate-
quista; y, mientras expresaban sus devociones, sa-
caban y besaban las respectivas medallas de los
santos preferidos.
La última en referirse al fervor religioso fue
Doña Matilde, y no lo hizo con la palabra, sino
que se levantó del sillón y se dirigió a uno de los
testeros del comedor que mantenía repleto de
cuadros, estampas y pequeñas esculturas relativas
a la vida y pasión de Cristo o a rememorar los
milagros de su particular santoral. Se afanaba por
mostrarse complaciente, risueña ante la atenta
mirada del reverendísimo don José María y la for-
zada de los demás comensales. Se enrolló contan-
do dónde los adquirió, cuánto pagó, a qué escuela
José Luis Lobo Moriche
52
pictórica pertenecían; pero fue incapaz de descu-
brir el gran valor humano de muchos de los per-
sonajes retratados o esculpidos. De nuevo sacó a
relucir la figura retorcida del demonio derrotado
bajo las armas de los combativos San Miguel o
San Jorge, o nos presentaba a una Virgen de ma-
dera sentada en un sillón con su hijo. Pero no
nos hablaba de la humanidad del personaje, ni
que representaba el mutuo amor entre una madre
y un hijo, se quedaba en miradas banales y sin
fondo. Para la señora, lo más reseñable era que la
Virgen estaba tallada para ser vista desde abajo, y
que era el motivo de situarla en una posición alta.
El cuadro de la procesión religiosa me recordó
cuando, en el verano de 1936, los siete, incluidos
el obispo y la anfitriona, auspiciaron las humi-
llantes procesiones con las mujeres izquierdistas.
Acusaron de rojas a las esposas de los huidos y a
las más liberales del pueblo, pasaron el listado a la
señora que muestra con orgullo un santoral com-
pleto en el comedor de su casa; luego, los manda-
mases de Cortialacer se escondieron y dejaron el
protagonismo a las mujeres de la moral católica,
las perfectas casadas, las que siempre habían per-
manecido recluidas en casa y que, entonces, fue-
ron jaleadas para que ultrajasen el honor de las
paseadas por ser rebeldes a una moralidad inven-
tada por los golpistas que las obligaba a estar per-
petuamente recluidas bajo la sumisión y la obe-
diencia ciega al esposo.
El cura rojo
53
Paseos, de muchas mujeres socialistas y com-
prometidas con un cambio social, decididos por
una señora que, antes del golpe militar de 1936,
también amó las libertades, y que en 1949 venera
pleitesía a un obispo que traiciona la palabra de
Dios. Debería haber plasmado en óleo uno de
aquellos paseos y compararlo con el cuadro rega-
lado al homenajeado. Vería las similitudes y dife-
rencias entre ambos. En su cuadro, se pasea a la
patrona engalanada con un manto bordado en
oro, escoltada por dos filas de mujeres bien ves-
tidas y que lucen sus joyas más apreciadas. Qui-
zás, durante la procesión, a la Virgen le entraran
ganas de abandonar el frío desfile procesional y
correr rápido al socorro de los muchos hijos de-
samparados que hay en Cortialacer.
En cambio, el paseo de mujeres ultrajadas en-
cerraba sufrimientos, humillaciones y vejaciones a
seres humanos de carne y hueso. No le temblaría
el pulso a doña Mercedes al coger unas tijeras y
cortarles a las izquierdistas los cabellos hasta de-
jarles sus cabezas rapadas. Pero, como es sensible
a las artes, cuidadosamente les salvaba un me-
choncillo de pelo en el que lucieran un lazo con
los colores de la patria. Después, les daría a beber
no agua bendita, mejor buenos tragos de una pó-
cima compuesta de aceite de ricino. No llevarían
en las manos ni vela ni rosario, ni siquiera papel
que absorbiera sus heces cuando el potingue hi-
ciera efecto en plena carrera procesional. Les di-
José Luis Lobo Moriche
54
ría que tendrían la gracia celestial de recorrer las
calles más céntricas, y el honor de cantar las ple-
garias fascistas. El capellán castrense las congra-
ciaría al anunciarles que era un castigo del Su-
premo, que debían asumirlo y dar gracias a la
Providencia al ofrecerles la oportunidad de con-
vertirse después en unas perfectas casadas.
Igual que ella recoge en el cuadro, las mujeres
humilladas irían en doble fila, una detrás de otra;
pero no como las beatas que caminan separadas
para exhibir las hechuras sino muy pegadas entre
sí para tapar las señales del castigo. Tanto unas
como otras pasarían por delante del cenáculo
donde ahora siete facciosos gastan las horas de la
madrugada en mantenerse alejados de Ti, Señor
misericordioso.
Pocos hombres serían los espectadores que
desde la calzada levantada frente a esta casa a-
plaudieron el paseo de las mujeres humilladas, u-
nos porque estaban en el frente de guerra de-
fendiendo esa clase de moralidad, otros porque
yacían bajo los suelos del cementerio por opo-
nerse y cientos de ausentes porque permanecían
huidos como yo.
La calzada estaba llena de mujeres enrabietadas
que las insultaban con proclamas fascistas. Una
procesión sin la Virgen, un paseo de mujeres hos-
tigadas que tendrían la distinción, como Ella, de
que detrás fuera la banda municipal marcándoles
El cura rojo
55
musicalmente el paso. Hoy, decenas de mujeres
paseadas han contemplado el cortejo obispal des-
de la iglesia hasta el cenáculo. Les han visto las
caras a aquellos inductores de sus vergüenzas
conteniéndose la rabia, porque ellas continúan sin
ser perfectas. Ninguna se ha rebelado al avistar el
cortejo, se han comportado como cristianas que
perdonan, y de ellas será el reino de Dios.
La nota discordante la han puesto un padre y
dos hijos a los que aún les hierve la sangre, tres
miembros de una misma familia que perma-
necieron huidos durante los tres años de la guerra
civil, como yo. Al igual que hacen cuando, por
delante de la casa donde habitan, desfila una pro-
cesión o alguna comitiva municipal, sacaron una
trompeta, un tambor y un saxofón. Al obispo y a
su cortejo dedicaron dos canciones de esas que el
franquismo dio por buenas para después de una
guerra. Pasaba la comitiva en su caminar hacia el
cenáculo, y en el interior de la casa sonaban los
compases de una charanga. El jerarca, esta vez,
no sintió atracción por los tres músicos ni por el
repertorio, conocía bien la historia musical. Pre-
cisamente, el padre participó como músico en el
primer paseo de mujeres izquierdista, lo hizo o-
bligado por el capellán castrense, tocando el sa-
xofón detrás de su esposa rapada. La rebeldía que
exteriorizó hacia los fascistas, después de la des-
piadada humillación, le provocó que estuviera se-
José Luis Lobo Moriche
56
ñalado en rojo. La huida con sus dos hijos le evi-
tó males mayores.
Varios altercados han ocurrido durante el cami-
no desde la iglesia hasta la casa de la anfitriona,
pero el señor obispo está más que acostumbrado
a que el populacho, dice él, dé la nota discor-
dante. Yo temía que muchos de los hijos de los
hombres y mujeres que sufrieron las iras de los
siete comensales boicotearan la cena y obligaran
al capitán a que designara a varios guardias civiles
para que escoltaran y protegieran al ilustre invi-
tado. Me extrañé de que una mujer, que había
sido prostituta, no estuviese a la puerta de la i-
glesia esperando a que don Genaro Marín saliese
acompañado del obispo para recordarles que ella
iba en una de las filas de mujeres rapadas por cul-
pa de quien hoy manda en Cortialacer.
Su historia es muy conocida. Resulta que la
prostituta Rosalía era muy bella; y el actual alcalde
que, cuando sucedieron los hechos, en febrero de
1936, ya estaba alistado a las milicias falangistas,
quiso mantener una relación sentimental con ella.
Tendría sus motivos para rechazarlo. Rosalía su-
friría meses después la venganza del jefe de la
Falange.
El canturreo del gallo portugués anunció a la
concurrencia que se había iniciado la madrugada.
Yo esperaba que la fiesta hubiese finalizado a una
hora prudente, sobre las doce de la noche. Ni la
El cura rojo
57
señora ni el obispo aludieron a que era el mo-
mento de retirarse a descansar a los aposentos...,
nadie miró el reloj. Supuse que el recorrido del
calvario resultaría demasiado largo, no afloraban
los bostezos que anuncian la llegada del sueño, y
las bandejas con comida se renovaban continua-
mente. Otro síntoma preocupante era el poco
protagonismo que doña Matilde de Casasola ha-
bía tenido hasta entonces; ella, que había sido una
estrella de la nueva moral franquista durante la
guerra civil, aún no había narrado sus aventuras
ni había hecho aflorar la dureza de su pensa-
miento. Igualmente, los restantes comensales ha-
bían pasado desapercibidos hasta el momento, y
a cada uno de ellos les llegaría no su sanmartín
sino la hora de ensalzar sus loas patrióticas. El
obispo también tendría mucho más que apunti-
llar, y yo que sufrir.
La señora nos recordó que la cena estaba resul-
tando tan maravillosa como esperaba, que la no-
che sería intensa y que tenía dispuestas las habi-
taciones de los siete invitados. El obispo sabía
que dormiría en la casa, pero los demás aceptaron
el ofrecimiento por cortesía o por lo que fuera.
¡Ay, Dios mío!, ¿yo también? Siempre defendí
que el infierno no existía, que fue un buen in-
vento de algún avispado padre de la Iglesia como
arma espiritual para dominar a los débiles y a-
plastar a sus enemigos. Ahora estaba en dudas,
juraría que los tormentos de Lucifer se quedaban
José Luis Lobo Moriche
58
cortos en el sufrimiento que aún tendría que so-
portar. Así que acepté con resignación la idea de
que poco tenía yo que decidir. En estas fatales
circunstancias sólo podía gastar las horas en re-
flexionar sobre hechos teológicos o mundanos,
pero difícilmente exponerlos. Entonces, se me vi-
no a la imaginación la teoría de las dos espadas
representadas en la cena por un hombre que en-
carna el dominio espiritual, y un capitán de la
Guardia Civil y un alcalde que representan el po-
der temporal. Y en estas tonterías malgasté un
buen rato.
Doña Matilde recondujo el guirigay de entradas
y salidas de los comensales al baño con una ex-
clamación: "¡No hemos hablado de nuestros jó-
venes!". Tuvo que repetir varias veces la frase pa-
ra que los invitados se sentaran de nuevo. El o-
bispo no tuvo necesidad de hacerlo, pues debe
tener una voluminosa vejiga donde albergar tanto
vino como había bebido sin urgirle vaciarla. Eso
sí, le molestaba el vaho soporífero que despren-
dían las hierbas quemadas, y le insinuó al ama
que apagara el incensario, lo hizo con unos sua-
ves movimientos de los dedos de las manos por
delante de su nariz.
Fue el alcalde quien primero recogió el guante
de la anfitriona. Antes de hablar, incluso se le-
vantó de la silla y mantuvo una postura erguida
que resultaba artificiosa y chocante. Sólo el maes-
tro don Manuel y doña Matilde estuvieron aten-
El cura rojo
59
tos al inicio del inútil discurso. El obispo dedicó
ese tiempo de mala oratoria a apurar la copa de
vino, y los demás invitados siguieron el ejemplo.
Pero el orador estaba ajeno a tanta indiferencia.
Don Genaro se enorgullecía de que más de un
centenar de muchachos formaban parte del Fren-
te de Juventudes, y que los jóvenes no eran ya
aquellos marxistas antisociales porque ellos los
habían liberado de semejantes plagas. Aún retum-
ban en mis oídos las palabras de odio y venganza
que chocaban contra Ti, mi Dios: "Hemos levan-
tado un campamento donde se formen los nue-
vos hombres del mañana y continúen ensan-
chando las sendas señaladas por nuestro caudillo
con el fin de mantener vivos los principios de la
grandeza nacional".
Aguanté pacientemente al escuchar que el
campamento era un lugar santo y de oración, un
nuevo templo de culto a Dios y un servicio in-
conmensurable a la patria. Terminada su apología
fascista, carente de los más elementales principios
del cristianismo, fue don Eugenio quien salió al
paso de la general apatía con un fuerte aplauso:
"¡Bravo, bien dicho, que se enteren los rusos de
una puta vez!, perdón, ¡que se enteren los rusos
de una vez". Al igual que el efecto de simpatía
produce en las detonaciones, los comensales que
estaban en otras guisas se fueron sumando con ti-
bios aplausos. Otra vez, la fe a Cristo mal inter-
pretada, incluso por uno de sus jefes.
José Luis Lobo Moriche
60
Tenía necesidad de exponer mis ideas sobre la
verdadera conducta cristiana, de debatir sobre el
estancamiento, mejor retroceso, de la Iglesia.
Quise abrirles los ojos a los seis hombres y una
mujer que los tienen cegados. Repetí dos o tres
veces seguidas la frase "La moral, la moral...", pe-
ro pensé enseguida que poco iba a conseguir. Es-
taba obligado a enfrentarme al grupo de retrógra-
dos, aunque perdiera la batalla; pero desistí de
hacerlo, y me refugié mentalmente en el derrum-
be que habían provocado en la juventud y que, en
1949, aún persistía.
Cerré los ojos e imaginé que, de repente, apa-
recieron sentados en otra mesa frente a ellos los
seis muchachillos a los que se les había ocurrido
la lúdica idea de jugar un partido de fútbol con lo
poco que quedaba de la cabeza de uno de los
santos destrozados tras el asalto que sufrieron los
tres templos de Cortialacer. Se mostraban como
espectros fantasmales que les hurgaban las entra-
ñas a los dos hombres que ahora tenían sus estó-
magos casi repletos de buenas viandas y caros vi-
nos, instándoles a que se les revolviesen las tripas
llenas de reconcomios al contemplar a las vícti-
mas con el mismo físico de entonces.
"¡Sí, soy yo, el niño que visteis dar patadas a
una pelota casi redonda de madera!", les dijo un
chiquillo de unos dieciséis años de edad al obispo
y al alcalde, señalándoles con uno de sus dedos.
"Dijisteis, recordadlo bien si estáis decididos a
El cura rojo
61
confesar vuestras culpas, que estábamos martiri-
zando al santo Sebastián y que el partido era un
grave pecado mortal que nos arrastraría hasta las
calderas de Pedro Botero, allá en el infierno. Os
presentasteis como si ejercieseis de juez arbitral,
decidiendo que el encuentro entre seis amigos
había finalizado.
Aquí estamos frente a vosotros con el deseo
de contaros cuál fue el resultado del partido. Lla-
masteis a las fuerzas del desorden, a unos civiles y
militares que se habían rebelado contra la cons-
titución, la primera ley de leyes que nuestros pa-
dres se habían dado. De principio, nos parecía
que nuestro desmadre se quedaría en los suce-
sivos vergazos que nos distéis..., que con una re-
primenda a nuestros padres bastaría. A mi casa
no fuisteis enseguida porque sabíais ya que mi pa-
dre había huido. Recordad que aquella madruga-
da los falangistas que os acompañaban golpea-
ron a la puerta de mi casa, y que mi madre rom-
pió a llorar cuando gritó que me vistiera. "¡Anda,
vente con nosotros, que te vamos a dar a ti pa-
tadas a los santos!", amenazó uno de vuestros fa-
langistas delante de mi madre, que sólo os su-
plicaba "¡Por Dios, no!, ¡a mi hijo, no!".
En el ayuntamiento no hubo preguntas, el
carcelero abrió la cancela de un oscuro y húmedo
calabozo con el objeto de que allí pasara la noche
angustiado y lloroso, como cualquier niño que
sea maltratado. Durante tres días y tres noches
José Luis Lobo Moriche
62
me consolaron las caricias y las historias per-
sonales que me contaron dos hombres que te-
níais encerrados, esperanzados en vivir y en que
no abrierais la puerta de la cárcel para que no
pudiese entrar la muerte vengativa. Ellos me con-
tagiaron su entereza, y poco a poco me fortale-
cieron, incluso cuando se despidieron de mí antes
de que los subierais a un camión. Visteis cómo se
me abrazaron, recordad las palabras que me en-
tregaron para que yo se las devolviese a sus fami-
liares. No se me han olvidado, ni tampoco el reloj
que uno de ellos me regaló. Éste es aquel reloj, ni
de oro ni de plata. Fijaros que está parado a las
dos de la madrugada. Desde entonces nadie le ha
vuelto a dar cuerda. Dádsela vosotros si tenéis el
don milagroso de devolverles las vidas de nuevo.
Satisfechos de sangre, seis días después, me de-
jasteis salir del calabozo. Dijisteis que habíais
mostrado compasión hacia los llantos de mi ma-
dre, sabed que todo fue una pura mentira. Pla-
neasteis alargar mi agonía, dejarme dos años en
libertad vigilada hasta que cumpliera la mayoría
de edad. Luego, no hubo piedad alguna a las sú-
plicas de una mujer rota por la amargura. Yo era
hijo de un padre rojo a quien no teníais a tiro, la
pieza esperada para colmar vuestra sed de ven-
ganza.
Al lado están mis cinco compañeros, los re-
conocéis, ¿verdad? Cada uno recorrió su propio
calvario, el camino penoso que vosotros tra-
El cura rojo
63
zasteis de antemano. A algunos de ellos los en-
viasteis a un patronato primero; pero como aque-
llas cárceles de la moral franquista eran exclusiva-
mente para mujeres adolescentes, tuvieron el pri-
vilegio -según vosotros- de conocer varios pena-
les. Crecieron desde entonces marcados con una
cruz en rojo por haber jugado un partidillo en
una de las plazas".
Rememorar las terribles consecuencias del jue-
go de unos niños con un trozo de madera al que
los fascistas consideraban parte de Dios, sirvió
para olvidarme durante un buen rato de mi situa-
ción angustiosa entre seis hombres y una mujer
defensores de una moralidad muy distante de mí.
La voz chillona de doña Matilde de Casasola,
intentando que se le oyera, me sacó del ensimis-
mamiento. Permanecía de pie, sobre uno de los
peldaños de una escalerilla que conduce a un se-
gundo piso del comedor. Esta vez le costó mayor
esfuerzo acallar la bulla existente en el cenáculo.
"Quiero que me escuchéis..., de esta inolvidable
cena debe quedar constancia histórica. Fuimos en
su día soldados de la patria y de Dios. Escribimos
páginas perennes de nuestro valor guerrero al ha-
ber superado los tormentos que habíamos pasado
durante los días de dominio rojo. Pero al final re-
cogimos el triunfo aplastante sobre la barbarie de
unos hombres y mujeres emponzoñados por el
veneno marxista. No quedó viva ninguna de las
hordas. Hoy continuamos, como dice nuestro je-
José Luis Lobo Moriche
64
fe espiritual, atentos a que apreciemos que la vida
sigue siendo milicia al servicio de la patria, de la
religión y de Dios. Os propongo que una de las
calles principales de Cortialacer, del que hasta su
clima es gloria celestial porque es altura a la som-
bra de sus montes donde los altos picachos bus-
can encontrarse con Dios, propongo digo, que el
nombre de nuestro reverendísimo obispo, que
siempre nos muestra sus grandezas, sea corres-
pondido con una calle. ¡Viva Monseñor don José
María Salas! ¡Que el Señor lo tenga muchos años
entre nosotros!". Hubo una sucesión de vivas que
cada vez alcanzaban más intensidad. El ministro
de Dios con galón de obispo hizo tres reveren-
cias a la concurrencia como prueba de que se
sentía entusiasmado con que una calle de Cortia-
lacer llevase su nombre.
No pronunció discurso de contestación al estilo
de los académicos. Bebió unos sorbos de su copa
y contempló la cara plácida de la anfitriona. Lue-
go, a cada uno de los comensales le correspondió
con una leve reverencia y un beso a la cruz pecto-
ral. Cuando su mirada llegó a mí, ni me regaló re-
verencia ni beso alguno. Detuvo con fijeza el mi-
ramiento, esperando a que yo bajara los ojos y
mostrara una señal de sumisión mayor que los
demás. No lo hice, durante los eternos segundos
que duró su provocación le exterioricé en silencio
el rechazo a su historial.
El cura rojo
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Quiso el homenajeado justificar sus méritos de
ser merecedor de tal gentileza. A la señora le vino
muy bien que tomara la palabra y avivase una ce-
na que no tenía un final. Las caras de los comen-
sales empezaban a denotar que se habían excedi-
do al descorchar más botellas de vino de la cuen-
ta; pero, al tomar él la palabra, sus rostros se se-
renaron. Yo desconfiaba de que tal serenidad les
hubiese surgido de repente. No percibí que hu-
biesen tomado algún bebistrajo especial que o-
brara el milagro corporal, pero sorprendente-
mente eran ahora hombres menos adormecidos.
Doña Matilde, en cambio, se comportaba igual de
impertérrita.
Casi todo el discurso trató sobre la militari-
zación de lo religioso. Recordó las misas celebra-
das en la plaza escoltado por cuatro requetés que
hacían guardia a Dios con los fusiles apuntando
al cielo mientras él consagraba. Otra vez repitió
que la vida es milicia, y enmarcó su nombre junto
a los de los cabos, comandantes y demás militares
franquistas que habían reemplazado del callejero
a la jerga marxista. Evitó la imagen ya conocida
de él subido en una escalera arrancando los rótu-
los alusivos a la libertad. A medida que recordaba
sus gestas, reforzaba, no sé si consciente o in-
conscientemente, la idea de un Dios tirano, des-
tructor, y guerrero al estilo del dios pagano Mar-
tes. Llegó a decir que los soldados franquistas
tenían al Señor a su lado, que él los vio decenas
José Luis Lobo Moriche
66
de veces cómo flotaban las balas de sus cananas
con las medallas de los santos más venerados, y
que más de diez medallones de la Inmaculada
habían detenido los traicioneros proyectiles de
los rojos. Su discurso se hizo palabrería cuando
relataba el fragor de los combates, las palabras sa-
lían de su boca como las municiones de una ame-
tralladora, tan a prisas que llegó a engolliparse. La
señora, que siempre estuvo ducha en el socorro
al soldado caído, llenó un vaso con agua y dio de
beber al engollipado. Agua milagrosa tuvo que
ser, pues retomó el alegato bélico con más ímpe-
tu aún y, sin venir a cuento, recordó que él había
sido siempre un fascista al estilo italiano.
Yo no esperaba que en la cena se compartiera
el pan y el vino como hizo Jesucristo. Cada invi-
tado comía en plato individual y la referencia al
vino en común se hacía sólo en los brindis con
copa alzada. Casi todas las promesas y dedicato-
rias coincidían con cada salida del gallo portu-
gués. Hacía un rato que ya había anunciado que
eran las dos de la madrugada, y el obispo seguía
advirtiendo de que siempre hubo un Judas trai-
cionero en los cenáculos. Mientras tanto, Don
Manuel tenía dificultades para mantener la cabeza
vertical y a otros comensales les rebosaba una sa-
livilla espumosa por la comisura de los labios; y al
obispo se le notaba que había hablado en dema-
sía, y que a esas altas horas se le apetecía adorar la
llegada del sueño mientras otros contaban sus
El cura rojo
67
batallas. Así se lo debió de comunicar a la anfi-
triona en voz baja.
Como ella mantenía aún sus ojos desparrama-
dos y sabía que los demás contertulios tenían po-
co que decir, asumió el protagonismo en la cena
con el fin de mantener la tensión necesaria hasta
alcanzar la hora de la salida del sol. Yo no conser-
vaba la entereza suficiente para tragarme sus im-
becilidades sobre la moralidad franquista, así que
mentalmente me entretuve en presentarla ante los
comensales, simulando como si ellos no hubiesen
compartido con ella las mismas atrocidades.
La señora no siempre estuvo con el Dios de la
Falange, pero terminó colaborando con aquellos
que querían acabar con la simiente del mal que se
había incrustado en muchas entrañas maternas.
Sus padres le habían inculcado el amor a la lectu-
ra, las ideas de la tolerancia hacia las personas que
pensaban y actuaban de forma diferente, a valo-
rar la libertad..., y con ese compromiso liberal lu-
charon sus progenitores hasta el día en que les
llegó el exilio. La niña que ella había sido no a-
compañó a los apátridas hasta Méjico, se convir-
tió en una joven fascista que pronto destacaría
por sus dotes de mando e intolerancia. Dejó de
leer los libros del pensamiento progresista en la
biblioteca republicana, y llenó la suya de libracos
referidos al fascismo italiano. Ese giro en la inter-
pretación del mundo de las ideas y de los com-
José Luis Lobo Moriche
68
portamientos le serviría para no ser señalada co-
mo hija de rojos.
Doña Matilde de Casasola estaba dotada de ca-
pacidades para el mando que fructificaron ense-
guida al convertirse en una fascista y alcanzar la
gloria personal de que fuera designada jefa de la
Falange Femenina. Los mandos militares rebeldes
pusieron en sus manos la formación de la mujer
fascista, el ideal a seguir por todas ellas y el obli-
gado auxilio en la retaguardia. Siempre se preo-
cupó por que su presencia impactara a los demás,
y no me refiero únicamente a la figura esbelta y
garbosa que aún muestra. Recuerdo sus llegadas a
la plaza del ayuntamiento conduciendo un coche
de esos que llamaban americanos. Acostumbraba
acompañarse de un cigarrillo e ir con la melena
suelta. Había sido la única mujer del pueblo que
fumaba y conducía el coche de su papá. Por en-
tonces no se consideraba una criatura creada por
Dios ni cuidaba el modo de hablar ni de caminar
delante de los hombres. Vestía, sin temores, una
falda de cuadros vivos por encima de las rodillas,
que le dejaba al descubierto el inicio de sus mus-
los; y el vestido se abría en un atrevido escote que
ofrecía la canalilla de sus pechos.
Pronto entrelazó su vida con un hombre poco
liberal y empezó a asumir que tenía que transfor-
marse en una perfecta casada. Cambió la valora-
ción de la mujer libre de ataduras sociales por a-
sumir que ella habría de amar al esposo sopor-
El cura rojo
69
tando sus apetitos, detestaría las modas indignas,
y el verano nunca más sería para ella el invierno
de su alma.
Dicen por el pueblo que, cuando los falangistas
asesinaron a don Ramón y se apropiaron de su
Packar, se paseó por la plaza, calles y paseos con-
duciendo el auto robado. Iba sola, ataviada de
jefa de la Falange Femenina. Se paró en el ayun-
tamiento y también en las dos cárceles de mujeres
que ella había habilitado en dos locales de la pla-
za. Representaba la excepción, la única mujer que
no había sido marginada por el nuevo poder, sino
escogida para que hiciera cumplir el discurso e-
clesiástico que don José María Salas le encargó, u-
nas obligaciones dedicadas exclusivamente a las
mujeres. A las izquierdistas encarceladas les recal-
caría que eran agentes del pecado y que ella re-
presentaba la salvación, olvidándose de que du-
rante la República acostumbraba a bañarse, junto
a las mujeres más progresistas de Cortialacer, en
el riachuelo que riega las vegas que miran al po-
niente.
La señora seguía mostrando dotes de buena co-
municadora, se la veía segura, hasta el extremo de
que el obispo se quedó fijo en su semblante, una
mezcla de fuerza combativa terrenal y de una fal-
sa espiritualidad. Llegó a conseguir que los co-
mensales dejaran sus copas y tenedores quietos
encima de la mesa, y que don José María Salas
mantuviera los ojos fijos en el cuerpo grácil de la
José Luis Lobo Moriche
70
oradora. Quizás el embobamiento del obispo es-
tuviese basado más en el deseo suyo de imitar el
yo heroico de doña Matilde, cuando él predicara
desde un púlpito, que en el contenido del discur-
so. Quedó seducido por el poco uso que hacía de
palabras comodines y de repeticiones. En cam-
bio, a los demás comensales les conmovía la tea-
tralización que estaba desplegando hasta haber
conseguido un espectáculo en vivo destinado a
un reducido público seleccionado de antemano,
una tragicomedia en forma de monólogo y repre-
sentada en un teatro llamado cenáculo.
Me entretuve en analizar el tipo de retórica fas-
cista, una cultura literaria del alma de una pala-
brería que tuvo a sus órdenes a cientos de mu-
jeres vestidas con falda y camisa azul. Empezó a
chocarme que usase un tipo de oratoria que no
estaba muy alejada de la que siempre se ha uti-
lizado en los sermones sagrados. La forma del
discurso era pasión hecha palabra. Incluso se re-
fugiaba constantemente en el mito del sacrificio
que los presentes habían hecho por la defensa de
una España caída en el pecado marxista. Presen-
taba a los invitados como seis salvadores, los hi-
jos de la patria recuperada; mientras que los rojos
eran los traidores, los enemigos de España que
habían sido los responsables de la muerte de
Cristo. Manejaba con destreza el eje de los con-
trarios, la euforia frente a la disforia, y repetía la
palabra "sangre" con la que ella estaba dispuesta a
El cura rojo
71
morir por salvar a España otra vez. Mezclaba los
conceptos más trillados de fuego, cólera, orden
sagrado, milicia guerrera y cristiana..., y con esos
ingredientes cocinaba un discurso descaminado
de la palabra de Dios. En ningún instante perma-
necía estática en el umbralillo desde donde ha-
blaba, se movía con pasos artificiosos y pensados
con el fin de conmover a los oyentes. La pasión
se hacía metáfora en su boca. Un fanatismo reli-
gioso que trasladaba habilidosamente al discurso.
La grandilocuencia provocaba el deleite entre los
conmovidos comensales, que parecían haber des-
pertado del letargo en que se encontraban sumi-
dos unos minutos antes de que el ama tomase la
palabra. A medida que los invitados estaban más
embebidos de sus soflamas; ella, percibiendo que
era el centro de la atención, exageraba los gestos
y se olvidaba de las miradas precisas.
Fue entonces cuando cruzó la suya con la mía,
y de repente perdió la teatralidad. Quizás inter-
pretara que, con mi encaro, yo la acusaba de falta
de sinceridad consigo y con los demás. No sé si
le vinieron las imágenes de una confesión que tu-
vo conmigo un año antes de que le sedujese el
fascismo al modo italiano. No pretendo plasmar
sus infidelidades al esposo en tiempos en que aún
no se había revestido de azul, fue secreto de con-
fesión.
Hablaba y convencía a los oyentes; pero, al i-
gual que los demás comensales, se mantenía inca-
José Luis Lobo Moriche
72
paz de reflexionar sobre las consecuencias de las
atrocidades cometidas en 1936. Han pasado trece
años y siguen sin arrepentirse de haberse incor-
porado de lleno a la maquinaria fascista que los
militares rebeldes pusieron en marcha. Tanto ella
como el obispo han narrado hechos que consi-
deran heroicos, pero no han aportado ningún ra-
zonamiento que soporte las descabelladas accio-
nes que denominan sagradas. Seguramente, algún
día los seis hombres y una mujer, que se presen-
tan seguros de sí mismo y morales por haber
cumplido la santa misión de salvar a España, se
tiren los platos unos contra otros. Se echarán las
culpas entre sí cuando ya mayores estén sentados
alrededor de un velador en el casino y comprue-
ben que la historia ha ridiculizado casi todas sus
conductas. Mientras tanto, a doña Matilde no le
ha llegado aún el día en que se sienta atormen-
tada por las voces de ultratumba llamando a la
puerta de su conciencia.
Mis reflexiones sobre los doscientos asesinatos
de izquierdistas cometidos en Cortialacer durante
la guerra civil me provocaban bastantes dudas
sobre las motivaciones, al saber que los seis hom-
bres y una mujer se comportan actualmente en la
vida vecinal de una manera semejante a la de mi
familia. Mientras la anfitriona teatralizaba su idea-
rio fascista, yo estaba intentando reflexionar so-
bre las causas de tanto fervor. Posiblemente esa
fuera la diferencia, son incapaces de oponer ideas
El cura rojo
73
diferentes, de liberarse de la homogenización a
que fueron sometidos por la maquinaria fascista
que estaba iniciando la conquista de Europa. Le-
yeron algunos libracos sobre el fascismo italiano,
pero sin juicio crítico. Entonces, fueron presa fá-
cil de la manipulación al no ejercitar la facultad de
la reflexión. Si de joven hubiesen leído a Platón,
tal vez se hubiesen planteado la falta de morali-
dad en sus actos y habrían llegado a la conclusión
de que no podían enrolarse en un movimiento
golpista que acarrearía unas consecuencias catas-
tróficas. Mis meditaciones se iban concatenando
una tras otra, hasta el punto en que me planteé si
los seis hombres y una mujer serían, durante los
años en que ocuparon cargos en la burocracia
franquista, unos fascistas convencidos o simple-
mente actuaban mecánicamente y cumplían ob-
cecadamente las órdenes de sus jerarcas.
En 1949, sólo constituyen un puñado de mili-
tantes dispuestos a darlo todo por la patria, sin
ser conscientes de las consecuencias que se deri-
varían otra vez de sus comportamientos. El ama
seguía empleando las argucias que el fascismo in-
ternacional le había inculcado. No obstante, al ca-
bo de diez años desde el final de la guerra civil,
nunca los había visto juntos en ningún acto pú-
blico celebrado en Cortialacer. Quizás esta cena
represente el final de sus mentiras. Se acostum-
braron a demonizar a una parte de los conveci-
nos, y llegaron a practicar la tortura e incluso se
El cura rojo
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El cura rojo

  • 1. El cura rojo 1 EL CURA ROJO
  • 2. José Luis Lobo Moriche 2 José L. Lobo Moriche El cura rojo Prólogo de Félix Talego Vázquez Portada de Augusto Thassio
  • 3. El cura rojo 3 Cortegana, otoño 2018 Edita: José Luis Lobo Moriche E-Mail: lobomoriche@hotmail.com Imprime: Gráficasdediego. Camino de Hormigueras, 180, nave 5 28031 Madrid. E-mail: dediego@graficasdediego.es Depósito Legal: H50-2019
  • 4. José Luis Lobo Moriche 4 A mi nieto Adriano
  • 5. El cura rojo 5 El cura rojo. Prólogo Libro a libro, José Luis Lobo Moriche viene dejándonos la impronta de su personalidad, de sus ideas, incluso de su talante, y por supuesto, de su capacidad creativa y evocadora: Cartas en la agonía, Arochones, La raya de los malditos, El acebu- chal, El Atlante, La luz encerrada… Ahora, El cura rojo. Es un escritor consolidado, no por el núme- ro de sus novelas y relatos cortos, que ya es nota- ble, sino por la calidad, por la hondura de las mis- mas, y por su factura: tienen sus tramas un sello personal, un estilo, unos motivos de fondo que la hilan y que nos permiten reconocerlo a él, a José Luis Lobo. Las obras de un autor son sus cria- turas, dicen de él, llevan su impronta. La palabra escrita por el autor nos habla del mundo, de este o de otros mundos, y de los seres que los pue- blan. Pero, en sentido inverso, de regreso, la pala- bra de un autor, verso a verso, relato a relato, nos habla de él, de la persona. El lector es atrapado muchas veces tanto por los mundos y las peri- pecias evocadas o inventadas por el autor, como por el autor mismo, por la persona y sus con- tornos, que, quiéralo o no, se nos insinúa capítulo
  • 6. José Luis Lobo Moriche 6 a capítulo, personaje a personaje, novela a novela. Así nos ha pasado a nosotros: disfrutamos estéticamente de su estilo pulcro, incluso parco (a buen entendedor pocas palabras bastan), pero de trazo preciso y penetrante, capaz de perfilar en pocas líneas y con detalles claves los contornos inequívocos de sus personajes. José Luis nos estimula intelectualmente, pues nos transporta a mundos literariamente recrea- dos, pero nada marcianos o estrambóticos, sino comunes a las generaciones de la postguerra es- pañola y sus herederas, animándonos a repen- sarlos y a ampliar nuestra mirada y matizar nues- tros juicios sobre los mismos. Mundos siempre profundamente enraizados en los paisajes serra- nos, tanto, que se diría que la sabia de la literatura de José Luis llega a sus libros desde esa tierra. Se ha dicho que el escritor tiene que levantar el vue- lo y avistar otros paisajes extraños al que le vio nacer, pero se ha dicho también, y con más ra- zón, que la universalidad solo es posible cuando el autor ha logrado la fusión con su entorno, con su paisaje, hasta lo más hondo, porque ahí, en lo más hondo, las diferencias de los mundos han quedado atrás, y lo que permanece es ya lo uni- versal. Son muchos los escritores que, sin enrai- zarse y ahondar en lo propio, se han perdido atra- vesando mundos cual turistas que fotografían fachadas sin enterarse de nada. No es el caso de José Luis.
  • 7. El cura rojo 7 Pero no es nuestro autor de esos que escriben historias como pretextos para mostrarse, algunos incluso para exhibirse, de tan encantados que es- tán de haberse conocido. No: José Luis está al fondo, detrás de los focos, que orienta a sus per- sonajes y a las fuerzas sociales y psíquicas que les arrastran, ante las que solo sus protagonistas se rebelan afirmando la libertad: no se hace notar, como persona tímida que es, pero sobre todo a- dusta, enemiga de estridencias en saraos y oca- siones de relumbrón. Su palabra, como la del poeta, brota de manantial sereno. Pero en los personajes y en el acontecer en que se ven en- vueltos, o que ellos provocan con su deter- minación, hay un trasfondo que el lector atento entrevé: es el mundo, las ideas y los valores del autor. Ante todo, el valor de la libertad, que, co- mo se ha dicho, sus personajes principales salvan, pero pagando un alto precio, porque, cierta- mente, la libertad es el valor más preciado, pero también el más perseguido. Ostracismo, depura- ción, persecución, es el precio que pagan los pro- tagonistas de sus obras, también en El cura rojo. Es probable que este aprecio por la libertad y la independencia de criterio sea en José Luis una herencia, hondamente asumida, de sus ascendien- tes familiares, entre los que se cuentan libre- pensadores republicanistas (no solo republicanos, sino defensores de una concepción de la comu- nidad política orientada prioritariamente a la mu- tua protección de la libertad). Quizá el prolo-
  • 8. José Luis Lobo Moriche 8 guista se aventura demasiado al afirmar que la discreta presencia público-política de José Luis sea, de alguna manera, un ostracismo autoim- puesto en una Andalucía demasiado hecha al clientelismo y al medro. Quizá, como el poeta, José Luis se ha parado a distinguir las voces de los ecos, y escucha solamente entre las voces una. Pero cuando se lleva dentro la libertad, no se puede ser eco ni se quiere pastorear ovejas. Es mejor el silencio. Otro rasgo prominente que vislumbramos al fondo de sus tramas y de los dilemas éticos de sus personajes, es el fuerte vínculo del autor con los lugares que ha vivido desde niño y a los que, nos consta, vuelve siempre. Este enraizamiento casi (o sin casi) contemplativo en Sierra Morena, sus encinares, sus collados, sus umbrías, sus lomeros… se resuelve en su obra en una poética del espacio ágil, riquísima en términos y topo- nimias del pueblo, de tan variados matices y re- sonancias. Entonces, el lector disfruta de la estética de la palabra, pero incluso de la evoca- ción vívida de esos paisajes y sus sensaciones. José Luis se cuenta entre los escasos escritores que practican la caza como el medio más intenso de fundirse en el paisaje, en un sentido que, en el fondo, converge con un ecologismo no militante, pero genuino. Al modo, según creemos, que fue también propio de Miguel Delibes. Y esta afición de José Luis, que no es para matar sino para vivir,
  • 9. El cura rojo 9 habrá influido a buen seguro en esa vida que nos traen los paisajes por los que cruzan sus perso- najes, aunque sea huyendo, como es el caso de esta novela. En El cura rojo vuelve el autor a situar la trama en la guerra civil, en la atmósfera fascista, desde una mirada memorialista. La única mirada posible en un amante de la libertad como es José Luis. Pero la trama es en esta ocasión muy distinta a la que nos legó en El acebuchal o La luz encerrada. La Iglesia-institución gana ahora todo el protago- nismo. Aunque una parte importante de la novela discurre en un salón fascista triunfal, se debate entre esas paredes, simbolizada en dos persona- jes, la tensión entre una Iglesia-jerarquía y una iglesia descalza, de los evangelios. Tensión dra- mática, que el autor logra elevar y sostener en la máxima energía, en los diálogos, en las actitudes, en la resolución ética, incluso en la disposición psíquica de los asistentes a la cena. Como la historia la cuentan los vencedores, la que hemos conocido de la Iglesia católica en el franquismo, es la historia de una institución integristamente fiel al Movimiento. Pero hubo otra Iglesia, mino- ritaria, sí, de individualidades que no comulgaron, pero no tan excepcional como la historia oficial nos ha hecho creer. En la construcción del perso- naje protagonista, el autor ha querido rescatar, dejar constancia, de los sacerdotes depurados y apartados. La tensión dialéctica y de disposición
  • 10. José Luis Lobo Moriche 10 entre el jerarca y el sacerdote es la técnica narra- tiva del autor para una densa introspección ética y psíquica del protagonista, el cura, amante de la libertad por seguir los evangelios. Hay un home- naje al valor pacífico y firme del cura. La lucidez del protagonista ha ido progresivamente aclarán- dose, y es total cuando toma la decisión. Aunque en un contexto y en una trama completamente diferentes, su caso es en el fondo como el de Je- sús y tantas otras víctimas de sanedrines y demás jerarquías inherentemente enemigas de la libertad. El autor es consciente de que, al adentrarse en las contradicciones del mundo cristiano, su relato ya no solo se enmarca en el contexto del fran- quismo y la eugenesia orquestada de los vencidos, que siguen esperando verdad, justicia y repara- ción: se enmarca simultáneamente en la contra- dicción que viene manteniéndose, por dos mile- nios, en el mundo cristiano, entre imposición dogmática y enseñanza de un mensaje por maes- tros a quien libremente quiera escucharlos. Maes- tro por cierto es José Luis, y nos consta que bueno en la transmisión del amor a la literatura. Todo está relacionado, y nos lleva de la figura adusta del autor a los dilemas morales y políticos, pasando por los avatares siempre distintos de las generaciones, sobre el fondo común de lo hu- mano. Hay en esta obra un recurso a lo grotesco, sin llegar al esperpento. La pluma magistral de José
  • 11. El cura rojo 11 Luis va trazando los rasgos de la degradación a que conduce necesariamente la claudicación ética, el resentimiento, en definitiva, el menoscabo de la libertad en la persona. Adulación, histrionismo, desprecio y cinismo se suceden y van inundando la atmósfera del cenáculo, en progresión inversa a la lucidez que va conquistando el protagonista. Su mirada serena en medio del espectáculo lo hacen realmente un extraño allí, que parecería un convi- dado de piedra, pero que no lo es. Pero ya no continuamos, lector. Es hora de que te adentres en las páginas de El cura rojo, para que disfrutes de la literatura en el estilo personal y maduro de José Luis Lobo, esperando que esa ce- na te haga más consciente del siempre decisivo dilema humano entre libertad y opresión. Que usted la disfrute. Félix Talego Vázquez, lector y docente.
  • 12. José Luis Lobo Moriche 12 Página 9: Prólogo Página 19: Reflexiones en medio de siete facciosos Página 21: En el cenáculo: verdugo y víctimas Página 119: A cargo de la Parroquia Página 139: Ruidos de sables Página 187: La entrega Página 197: Me rebelo Página 209: Fuera del cenáculo
  • 13. El cura rojo 13 Reflexiones en medio de siete facciosos (primavera de 1949) Padre nuestro, ¿qué hago yo rebujado entre siete facciosos que sólo esperan un mañana más luminoso cuando oran en el nombre de Cristo? Rechazo arrodillarme delante de Ti tal como ellos lo hacen: con la faz manchada del más miserable de los hombres o con un detente de tu corazón por delante del pecho. Ni me siento varón patriarcal ni padre espi- ritual, porque nadie busca ya mi protección, ¿qué caminos puede marcar un cura tildado de rojo? ¿Qué significa, entonces, para mí tu cruz?, ¿y la agonía?, ¿habré perdido el sustento de la vida, la alegría compartida con los demás? Noto morir mi alma abandonada en un rincón oscuro de cualquiera de tus iglesias, mientras es- tos seis hombres y una mujer hablan de la nece- sidad de sacar los niños a la plaza del pueblo y adoctrinarlos desde el balcón principal del ayun- tamiento, a que le pisen el rabo al demonio que, al menor descuido dicen ellos, abandona el infier- no y sale por las callejuelas dispuesto a tentarlos y a que queden atrapados para siempre entre sus
  • 14. José Luis Lobo Moriche 14 garras. Veo tediosos a unos charlatanes, consola- dos únicamente por la fuerza de la superstición y empeñados en recibir un poco del opio religioso con que se alimentan diariamente, y esta vez le- vantado no en cáliz eterno sino en una copa vi- driada en manos de un obispo. Señor, Tú que te multiplicas en muchos Cristo, perdónales que hayan perdido la alegría por la vida, la fe en el ser humano y únicamente sean piadosos fraudulentos que nunca se quedaron a- trapados en el paisaje que les rodeaba, porque fueron incapaces de perderse entre el follaje con que los envolvías. Al menos, no les arrebates el consuelo de creer en Ti, de creer en la ultratum- ba, aunque no practiquen con hábitos cristianos y traten de solventar los conflictos mundanos con el pago de una moneda que no tiene reverso y acuñada sin tu palabra. ¿Qué significado encierra una mesa-altar rebo- sante de exótica comida y bebidas carbonadas? Un ara colmado de flores rojas y amarillas, velas aromáticas y porcelana de la China, presidido por un hombre envuelto en rojo amaranto y con casquete violeta, protegido con una cruz pectoral incrustada de piedras preciosas y un anillo como signo de distinción y poder al que todos los pre- sentes besan como señal de sumisión.
  • 15. El cura rojo 15 En el cenáculo: verdugos y víctima Sin apenas haber dado tiempo a las presenta- ciones de rigor, el obispo don José María Salas i- nició una especie de introito, sentado en un sillón de madera tallado con escenas alusivas al naci- miento de Jesucristo: "Debemos estar alerta ante nuestros enemigos los impíos, ser intransigentes con ellos. La cruzada emprendida hace diez años permanece activa, somos militantes en guerra contra los hostiles a Cristo, hasta conseguir ani- quilarlos junto a sus herejías. Velemos para que el populacho no participe en la consecución de los fines políticos, porque éstos son eternos", anun- ció el obispo mientras me echaba una terrible mi- rada de desprecio y acompañada de una sonrisa burlona, que cambió enseguida al adoptar una posición mística de ojos cerrados con el fin de conmover a los convidados al festín. Los presentes asumieron sus palabras con una leve inclinación de cabeza, arropando el discurso con la coraza de la fe ciega. A su derecha, doña Matilde de Casasola, el ama de la casa, una rica señora vestida de tul negro en recuerdo de su ma-
  • 16. José Luis Lobo Moriche 16 rido don Enrique de Sotomayor, que desde 1936 hasta 1939 fue la principal mandamás de la Falan- ge Femenina en Cortialacer; a su izquierda, el al- calde don Genaro Marín que, en 1936, había ejer- cido como la máxima autoridad de la Falange lo- cal; y en frente, don Eustaquio Benjumea, actual capitán de la Guardia Civil y comandante militar durante la guerra civil. En segundo plano y aleja- da de la mesa central, la anfitriona ha dispuesto otra mesa compuesta por don Manuel Cortés, un maestro que salvó el pellejo al cambiarse rápido de chaqueta; don Carlos Paniagua, un hacendado alistado a las milicias cívicas que actualmente pre- side la Hermandad Sacramental y posee el título de caridad en la Conferencia de Caballeros de San Vicente de Paúl; don Eugenio Ruíz, el respe- tado juez de paz que aún se mantiene fiel al tra- dicionalismo requeté; y yo, Heriberto Rodríguez, convidado de piedra. Siete jefes o creyeron ser, verdugos mejor, y yo la víctima. Aquel caluroso 20 de agosto de 1936 en que las tropas rebeldes aparcaron los vehículos militares a la puerta de la iglesia, el reverendísimo don José María Salas, entonces ejerciendo como capellán castrense, abría paso a los jefes y oficiales fascis- tas que subían las gradas del porche de la entrada. "España y Cortialacer serán de nuevo católicas", les dijo a los mandos militares mientras volvía la cara hacia atrás y se despojaba de la boina roja con que cubría su cabeza. En la primera nave del
  • 17. El cura rojo 17 templo alzó la vista hacia arriba y señaló los res- tos que quedaban del retablo mayor. En esa pos- tura de mano alzada se quedó inmóvil durante u- nos minutos con el propósito de darle a su figura militar un halo sobrecogedor; luego, señalaba ca- da uno de los altares destruidos y gritaba los res- pectivos nombres de los santos a los que estaban ofrecidos o se agachaba a coger algún trozo es- parcido por el suelo: "San Salvador, San Juan, San Vicente, San Bartolomé y San Jorge guerrero, "orate pro nobis". ¡Hijos de Satanás, se os acaba- ron las orgías antirreligiosas!, ¡volverán a tocar las campanas de la torre, masones de mierda!". En cada altar caído se paraba, movía sus labios como si iniciase alguna oración y enseguida pro- fería maldiciones y blasfemias. En el espacio va- cío que había dejado la desaparición del coro con su facistol, entró en cólera: "¿Dónde se ha meti- do ese curilla rojo de Heriberto Rodríguez que le negaba a los niños que le besaran la mano?". Lue- go, se unió al grupo de militares que comentaban entre sí los ajustes de cuenta que tenían que reci- bir los autores e instigadores del asalto. "¿Qué o- pina usted, capellán?", le preguntó el comandan- te militar. "La religión no está para resolver estos conflictos... pero es la casa de Dios la que ha sido profanada, mi comandante. Creo que el escar- miento es justo y necesario". Al atardecer ofició una misa de acción de gra- cias por la liberación de Cortialacer, en un altar
  • 18. José Luis Lobo Moriche 18 levantado dentro de la casa solariega de don I- delfonso de la Mata, el más rico de los hacenda- dos del pueblo, y que por entonces estaba pos- trado en la cama a causa de una enfermedad in- curable. Ofreció la eucaristía a los mandos milita- res y a los civiles que habían sido nombrados al- calde y jefes de los grupos paramilitares; también asistieron sus respectivas esposas, que siguieron la renovación del sacrificio de la cruz arrodilladas en sendos reclinatorios, misal y rosario en las ma- nos y una santa faz de seda delante de sus cora- zones. Cenó copiosamente y apenas dio una cabezada en la casa de don Genaro Marín, nuevo alcalde y jefe de Falange. A las dos de la madrugada ya es- taba el capellán castrense en la planta baja del ayuntamiento con la misión de insuflarles la mo- ral militar y la bendición de Dios necesarias a los soldados que don Eustaquio Benjumea, coman- dante militar de Cortialacer, había escogido para ejecutar los diez primeros fusilamientos que hi- cieran mella en la población; y que sirvieran de sustento divino a los nuevos mandamases, los mismos que, diez años después de finalizada la guerra civil, ofician de acólitos en una cena que se asemeja más a un mal ritual pagano que religioso, celebrado en casa de la única mujer que, con ca- misa azul de falangista, se movía nerviosamente aquella trágica madrugada de agosto de 1936 des-
  • 19. El cura rojo 19 de las puertas de la cárcel hasta el camión esta- cionado en la plaza. "Vamos, hijo, fuerza para redimir tus culpas an- te Dios", repetía el capellán a cada uno de los iz- quierdistas elegidos al azar, antes de que los sol- dados les ataran las manos y formaran con ellos cinco parejas de sentenciados. Ninguno de los diez pobres hombres se atrevió a pronunciar pa- labra alguna de terror o a implorar misericordia ante su muerte inminente; el enorme crucifijo, que parecía haber sido arrancado de un ataúd, con que el capellán tapaba las bocas de los con- denados, les provocaba tal paralización de sus músculos faciales que hubieran sido incapaces in- cluso de besar al Cristo exhausto en la cruz. El capellán vestía para la ceremonia nocturna una camisa caqui, remangada y desabrochada, que dejaba al descubierto una trenzada cadena de oro de la que colgaba un Cristo también de oro, que él balanceaba a propósito cada vez que fingía arrodillarse delante de cada collera de senten- ciados. Portaba en el cinto una pistola enfundada y ocultaba sus ojos miopes tras unas gafas de au- mento que le conferían una mirada cruel y re- pugnante. Fue el último en subir y el primero en bajarse del camión cuando aparcó delante de la cancela del cementerio. Como si el ritual respondiese a un juramento hecho por él antes de haberse alis-
  • 20. José Luis Lobo Moriche 20 tado a la santa cruzada, abrió con energías la por- tezuela trasera para que el retén de los soldados que esperaban se acercaran y obligaran a bajarse a los diez hombres. Con pasos largos y decididos atravesó la verja de acceso y marcó el camino al pelotón. No pronunció palabra alguna, ni de mi- sericordia siquiera. De frente al muro donde las cinco parejas de condenados fueron colocadas, el capellán balbuceó unas frases latinas, que no fueron traducidas por ninguno de los presentes ni nadie supo si correspondían a oraciones de vida o a salutaciones a la muerte. Con un "amen" finali- zó su farsa cristiana y con ella descorrió el telón de la noche espejada..., y ascendieron al cielo no sé si las diez almas de los fusilados, pero sí múlti- ples detonaciones mezcladas con un vaho de pól- vora quemada. Trece años han transcurrido desde aquel primer fusilamiento y ese macabro capellán mira sin pie- dad a su víctima tras los gruesos cristales de sus gafas. No sé cuál fue su actuación en los dife- rentes pueblos y ciudades conquistados por las tropas rebeldes, pero grandes trofeos hubo de presentarle al jefe de la columna militar a la que servía como cruzado al haber ocupado enseguida el sillón principal del obispado. Hoy, su letanía suena igual de huera que entonces, no sólo ahue- cada por las vibraciones de la voz al chocar con- tra las perfectas bóvedas aristadas de la casa de doña Matilde sino porque las palabras no están
  • 21. El cura rojo 21 rellenadas con el ofrecimiento que Jesucristo hizo de vida a la humanidad, no se palpa en ellas nin- gún ejemplo de bondad ni altruismo y menos de sacrificio. Para don José María Salas parece que no existe la igualdad ante Dios, a quien no consi- dera un rebelde ni que es mucho más grande cuando se nos revela como humano. Soy incapaz de reproducir las frases de su particular teología; ¡Tú, Padre celestial, no me lo perdonarías! ¡Per- dónale, en cambio, su atracción por la riqueza, te- ner entre sus manos una cubertería de plata, vaji- lla dorada y limpiarse la boca pringada de los es- cogidos manjares con una servilleta bordada para la ocasión con su nombre y debajo la constancia de que es el primer jefe y pastor provincial de tu rebaño! "¡Heriberto Rodríguez, eres un ejemplo de có- mo nos llena de gracia la misericordia benevo- lente de Dios. Pecaste por omisión, miraste hacia otro lado ante las leyes de la constitución masó- nica de los republicanos, y te prestaste al juego sucio del cobro de los impuestos a las ceremonias en honor a nuestro Dios, Padre de todas las cria- turas. Fuiste cómplice del laicismo de los falsos intelectuales, una postura poco digna y escanda- losa, de la que un oficiante católico debe huir. Por tu postura a favor de la República, Dios te apartó de su Iglesia y censuró tus comportamien- tos revolucionarios. Cumplida la penitencia, Él vuelve a desparramar sobre tu cabeza las aguas de
  • 22. José Luis Lobo Moriche 22 la misericordia divina, a limpiar tus pecados y a abrir de nuevo las puertas del perdón para que accedas a la florida cerca donde pasta su re- baño!". Se dirigió a mí inesperadamente, sin haber a- dornado su figura obispal con ningún ropaje de misticismo, tal como quizás lo hiciera en aquella terrible madrugada de 1936: con los brazos ten- sos y la mirada repleta de complejos metida entre mis ojos. No bajé mi cabeza pero tampoco fui ca- paz de contestarle que Dios sabe que siempre o- bré en conciencia, en servicio hacia los demás hermanos de la comunidad cristiana, alentarlos en la fe y allanarles el camino hacia la esperanza. ¡Dios mío, perdona mi cobardía!, es la fuerza poderosa del régimen franquista en boca de un o- bispo que cree hablar en tu nombre la que trata de agarrotar mi cuerpo; pero mi alma se manten- drá en silencio y sufrimiento, como Tú aguantas- te en la cruz, con un dolor punzante en mis cos- tados producido por diez lanzadas; y que sopor- taré con la fe y esperanza en Ti, al igual que hice siempre durante los últimos diez años cuando él incitaba desde su palacio obispal a que los veci- nos de Cortialacer me dieran de lado. Yo sólo fui una víctima más de la barbarie de unos hombres que no toleran que haya diversidad de opiniones ante las dificultades que se nos pre- sentan en la vida ni aceptan que cada cual elija
  • 23. El cura rojo 23 libremente su camino; un sacerdote tuyo que nunca escogí el arma de los verdugos para denun- ciar injustamente a cualquier hermano, ni di in- forme político negativo de nadie ni tampoco par- ticipé en la construcción de un tinglado dicta- torial como hizo él. Tú sabes que en tu reino no hay ningún enemigo a combatir ni existen gra- duaciones marcadas con estrellas o galones..., por ello detesté los privilegios. Él, en cambio, forma parte del franquismo, gozoso de que en tu nom- bre lo paseen victorioso bajo palio por las calles de los pueblos y ciudades, rodeado de palmas y de ciriales. ¿Cómo explico a estos seis hombres y una mu- jer qué es el integrismo religioso? Nunca com- prenderían mis razonamientos, porque para ellos aún, diez años después de acabada la guerra, la religión es sinónimo de "derecha" y de golpe mi- litar si gobiernan las izquierdas. Siguen en sus treces por afianzar la homogenización social, sin ser capaces de dilucidar que Tú te reflejas en no- sotros de mil maneras diferentes; pero este obis- po prepotente se sumó a mantener en pie un tor- tuoso laberinto levantado desde los púlpitos y con el que pretenden ocultar los desmanes come- tidos y continuar infundiendo los convulsos mie- dos en los débiles. Acompañaba su panegírico con sorbos a una copa de vino catalán que debía producir un pla- centero bienestar a su paladar, pues enseguida
  • 24. José Luis Lobo Moriche 24 juntaba los labios y hacía un extraño gesto de pla- cer, o introducía en su boca una rodaja de lomo de cerdo embuchado, a la que con anterioridad había levantado a la altura de la cabeza tal como hace con la hostia sagrada..., a modo de un brin- dis público y con el fin de mostrar a la concu- rrencia las excelencias de una chacina veteada por finas líneas de grasa. La comparsa que le rodeaba imitaba la alzada del trozo de embutido con un somero movimiento hacia delante de sus copas; y aprovechaban el deslizar de la loncha por entre las glándulas gustativas del obispo para embu- charse de sopetón un buen trago de vino. No se atrevió a bendecir los alimentos que íba- mos a tomar ni tampoco hubo oración de acción de gracia, tenía prisa por saborear los placeres mundanos, de ahí tantas pausas después de haber emitido cortas hiladas de frases sin sentido. Cuando caía en la cuenta de que llevaba mucho tiempo dedicado en comer, dejaba los cubiertos encima de la servilleta y largaba una retahíla que resultaba añeja: "El nacionalcatolicismo debe ba- sarse en dos grandes principios: la familia y la vi- da. ¡Claro está, que me refiero a la vida pura den- tro de la familia católica! Que las mujeres vean en sus esposos la luz que ilumina los hogares, que se comporten dócilmente ante sus esposos y que es- tén vigilantes para que sus hijas emprendan el ca- mino de la decencia y tapen las protuberancias de sus cuerpos delante de los hombres, con el fin de
  • 25. El cura rojo 25 que no los exciten. Es fundamental que los jóve- nes se acuesten cansados, así no caerán en las zarpas del demonio y evitarán el pecado de la masturbación". Quedé turulato con las frases rancias de un mi- nistro de Dios, tanto que me olvidé de que yo era un convidado al que, según don José María Salas, la misericordia divina empujaba a que se integrara en la vida parroquial del pueblo. "¿No estás de a- cuerdo conmigo, Heriberto?", preguntó distan- ciando las palabras cada vez más hasta darle a su interrogación un sentido apelativo con el propó- sito de que provocara en mí una respuesta de a- sentimiento. Fui incapaz de contestarle; quizás, involuntariamente, expresase algún gesto de com- placencia que le tranquilizó. Sin embargo, "vida" y "familia" no eran preci- samente dos conceptos valorados por él durante los días de 1936 en que, como capellán castrense, celebraba misa en la plaza de Cortialacer. Enton- ces, la vida carecía de valor si eras republicano, habías hecho alguna guardia o participado en la defensa del pueblo ante la eminente entrada de las tropas sublevadas. Destrozada la familia mar- xista, no le importaba anunciar en público que don Genaro Marín y doña Matilde de Casasola evitarían que los hijos póstumos de los fusilados iniciaran sus vidas en pecado; y con ese supremo fin, la Falange los apadrinarían en la fe del bau- tismo.
  • 26. José Luis Lobo Moriche 26 Cada vez estaba yo más desconcertado con las ideas que esbozaba sobre la clase de Iglesia a la que se refería. Hablaba de ovejas, de rebaño y de pastor; pero nada de ayuda a los necesitados, de tolerancia hacia los demás. Predicaba sobre la im- periosa necesidad de controlar las fronteras con el fin de que no nos invadieran las ideas perversas del marxismo ateo, o sobre el sagrado naciona- lismo español, las grandes epopeyas evangeli- zadoras con las que sembraron las semillas del catolicismo hispano y que habían salvado a Eu- ropa del comunismo: "La verdad sólo puede de- fenderla la familia católica, ella será la que rege- nere a un Occidente que durante siglos no frenó el ateísmo ni el materialismo. España y vosotros, hombres y mujeres de bien, debéis culminar la misión civilizadora que iniciamos años atrás. Ése es vuestro destino, que cultivéis la simiente de la fe católica desparramada en los cincuenta niños que esta tarde he confirmado en vuestra pa- rroquia". Niños y adoctrinamientos con la mirada puesta en don Manuel, el director del grupo escolar, que estaba sentado en una segunda mesa montada sin tanta riqueza como la que la señora había dis- puesto para que el señor obispo presidiera la ce- na: "Buena labor catequística estáis realizando con los niños en este bello pueblo de Cortialacer. He visto esta tarde sus caras gozosas al sentirse confirmados como soldados de Cristo. Detrás es-
  • 27. El cura rojo 27 táis sus maestros y maestras, que les enseñáis a practicar las oraciones del credo y a repetir las bienaventuranzas. Todos los confirmados han contestado correctamente a mis preguntas y han mostrado amor a sus ángeles de la guarda y odio hacia el diablo. Fortaleced ese espíritu de lucha contra el mal y el pecado, seguid levantando alta- res llenos de flores en honor a la Virgen María y leed los gozos que nos proporciona el santoral. Si los niños y las niñas al acostarse continúan rezán- doles a los cuatro ángeles que le guardan las cua- tro esquinitas de sus camas, frenarán sus deseos sexuales que tanto daño les provocarían a sus ce- rebros y, sobre todo, a sus almas blancas". Me desconcerté ante la visión que el obispo mantenía sobre la enseñanza del catecismo, pero más sorprendía el acatamiento que el maestro ha- cía de sus palabras, y el silencio que ambos mos- traban tras el incidente ocurrido en la ceremonia de la confirmación. Resulta que el señor obispo inició un diálogo con los niños confirmados, creo que con el fin más escondido de dirigirse también a sus padres, y aprovechar la ocasión del llenazo de la iglesia para asentarles las bases de los comportamientos de sus hijos según su particular interpretación del credo católico. Las preguntas y respuestas eran las que todos los maestros ensayan con sus alum- nos, pregunta concreta y contestación de afir- mación o raramente de negación. Lo que nadie se
  • 28. José Luis Lobo Moriche 28 esperaba fue que el obispo se dirigiera a uno de los niños confirmados, que casi nunca iba a la es- cuela y que además sus facultades mentales no se correspondían con las de los más aventajados, y que por ese motivo su maestro le había escon- dido detrás de otros compañeros más altos que él con el propósito de que nunca fuese blanco de una pregunta del obispo. "¡Ése, ese niño que está allí atrás!", señaló desde su sillón. Ni que decir que el señalado no se daba por enterado, hasta que prácticamente fue levantado de su banco por otros niños. "A ver, tú, ¿te acuestas temprano o tarde?". "Después de echarle la paja a la burra", contestó el zagal. "¡Eso de paja para la burra está muy bien!, ¿le gusta?", "¡Sí, la paja da mucho gus- to! A mí también me gusta, yo me la meneo antes de dormirme, ¿a usted le da gusto cuando se la menea?". El murmullo que se levantó en la iglesia apagó la opaca contestación y la reprimenda ges- tual del maestro. Nadie le comentó al confirmador que aquel ni- ño desvergonzado y atrevido era hijo de una mu- jer apodada la Rosquera, una prostituta que había regentado un tugurio en la calle Hendón donde existían varias casas de prostitución, y que con la tal Rosquera él protagonizó, como capellán cas- trense, unos actos inhumanos. Ocurrieron días después de la toma militar de Cortialacer, cuando los militares rebeldes cumplían las órdenes de limpiar de izquierdistas las comarcas de la
  • 29. El cura rojo 29 Andalucía occidental y el capellán castrense estaba a la caza y captura de los hombres que frecuentaban la calle de las prostitutas. Inesperadamente, una madrugada, se presentó, acompañado de un cabo y dos soldados, en una casa-cueva, excavada en la ladera este del cabezo rocoso en que se asienta el pequeño y apartado barrio donde la prostituta malvivía. Detrás de un mostrador levantado debajo de un arco de la entrada, despachaba unas jarrillas de vino a varios falangistas y a un grupo de requetés. Uno de ellos, entre sorbo y sorbo al vino, le manoseaba los pechos, que salían del abierto escote de su vestido, mientras los demás paramilitares bebían desmedidamente y espoleaban con cánticos el acoso a la mujer. Aire viciado de tabaco y humedad, euforia desbordada, borracheras, sexo no pagado tal vez, candilejas en aceite..., y en otro habitáculo interior sin luz lloriqueaba un niño encima de un camastro de palos. El capellán ni siquiera sintió compasión hacia la criatura, únicamente le preguntó a la Rosquera de quién era hijo y qué hacía allí. "Es hijo mío, llora porque es hora ya de mamar, tendrá hambre". "¿Y su padre dónde coño está?". "¡Y qué sé yo quién fue su padre!, ¡cualquiera de éstos pudo ser!", dijo señalando a los falangistas. "¿Vosotros también?", increpó a dos de ellos que, con fusil en mano, le solían acompañar los sábados y do- mingos en la misa que él celebraba sobre el enta- rimado de tablas levantado en la plaza.
  • 30. José Luis Lobo Moriche 30 La presencia del capellán provocó que, a la no- che siguiente, la calle de las prostitutas estuviese vacía de falangistas y que éstos buscaran el rego- cijo en una taberna del barrio alto. Tres días des- pués del incidente con la Rosquera, fue detenida por dos de aquellos falangistas que casi todas las madrugadas visitaban su antro, e inmediatamente ingresó en la cárcel de mujeres que los militares y doña Matilde habían habilitado en los sótanos de un bar contiguo al ayuntamiento. Desconozco el calvario de preguntas, referidas al uso que ella hacía de su propio cuerpo, que tu- vo que sufrir. Posiblemente, ni siquiera pasara por un sumario ni consejo de guerra, tal vez por- que la prostituta nunca había participado en nin- gún desmán cometido durante los días previos a la toma del pueblo ni sentía atracción por la Re- pública ni por los santos. Ella bastante tenía con buscar las pesetas necesarias para el sustento de su hijo y con aguantar los atropellos de los seño- ritos. Meses después, me enteré de que la Rosquera fue fusilada tras su detención; y, aunque no tengo datos de la escena de la prostituta delante del ca- pellán, imagino sus gritos de clemencia ante el e- norme crucifijo de una caja de muerto con que el capellán pretendía redimirla antes de ser fusilada. A escondidas del cabo municipal, los mozos de Cortialacer, cuando celebran el acto de la talla pa-
  • 31. El cura rojo 31 ra el servicio militar, siguen cantando la cancion- cilla con la que dicen se despidió la Rosquera: En mi muerte, fusilero, de espalditas, no. De frente al alto lucero, quiero morir yo. Desde que finalizó la guerra hasta este año de 1949, me he informado de la constante presencia del reverendísimo don José María Salas, o sea del obispo que ahora comparte mesa y mantel de li- no con la anfitriona, en las decenas de fusila- mientos que los fascistas llevaron a cabo durante los meses en que él acompañaba a la columna mi- litar en la campaña de conquista de los pueblos de la comarca serrana. Sabía por mi hermana que, en los primeros momentos de la toma militar, fusilaron a hombres de ideas izquierdistas que ha- bían hecho guardias de vigilancia en los callejones de entrada al pueblo y que no habían huido. Hombres y algunas mujeres ejecutadas al azar en unos momentos en que los jefes de la columna militar apenas tenían conocimientos del proceder de los izquierdistas..., así que los primeros hom- bres y mujeres fueron elegidos como "chivo ex- piatorio" por algunos de estos seis comensales y la única mujer que asisten a este festín que don José María llama cena santa. Tengo ante mí un alto cabecilla de la Iglesia que constantemente pecaba por acción al participar
  • 32. José Luis Lobo Moriche 32 directamente en los fusilamientos, si no como e- jecutor sí como avivador de la moral en los fusi- leros, aunque se tapara sus ojos tras un gran cru- cifijo de una caja de muerto; pero también pecó por omisión al no haber defendido las vidas de los condenados en los consejos secretos que es- tos seis hombres y doña Matilde celebraban cada noche en la planta alta del ayuntamiento. Enton- ces, los fusilamientos no correspondían con el criterio del azar; se basaban únicamente en las a- preciaciones personales de los siete comensales: la Rosquera fusilada por prostituta y atentar con- tra la moralidad de los falangistas, el Beltrán por arrastrar la imagen de santa Catalina, el Cilantro por retorcer el púlpito de la iglesia, el Toalla por vociferar contra los actuales alcalde y capitán, el Fierro por negarse a facilitar datos sobre mi re- fugio, el Sillo por ser vago de profesión y negarse a trabajar con el hacendado don Carlos Paniagua, el Culebra por pasearse con su moto por los dis- tintos pueblos de la comarca y trasladar las ór- denes de resistencia del comité republicano, el Tocino por ponerle un gorro a San Nicolás, la Torcía, la Cristi y la Bailona por ser desvergon- zadas, propaladoras y haber participado en el des- file del día del trabajo portando la bandera tri- color. Esta noche, dirigiendo una mirada de compli- cidad a don Eustaquio Benjumea que manda la compañía de guardias civiles instalada en Cortia-
  • 33. El cura rojo 33 lacer y que, en 1936, fue comandante militar en esta plaza, el obispo sorprende con la insistencia en un Dios vengativo: "La ira de nuestro Padre celestial, querido capitán, cayó sobre España cuando proclamaron la República. ¿Cómo iba Él a consentir tanto laicismo judío? El Supremo siempre está en el lado del orden, de la santa pa- tria y, por supuesto, de nuestra religión católica. Por eso, todos los aquí reunidos en hermandad..., -y volvió a descargar en mí una mirada despre- ciativa y no exenta de crueldad-, no fuimos indi- ferentes en la lucha emprendida por el ejército salvador que con tanta fe combatió para que la causa católica iniciada en España se extendiera por todo el mundo. Esta noche, la cena que en nuestro honor ha organizado doña Matilde cons- tituye una prueba más de que cumplimos los mandatos que Dios nos reclamaba, escuchamos su voz y corrimos prestos y decididos al com- bate". Esperaba yo que su sermón recordatorio de la guerra le llevara a parlamentar sobre el papel de- cisivo que los sacerdotes católicos tuvieron en la victoria de Franco, y que el desvío en su discurso desembocara en acrecentar la acritud hacia mí. Hasta ahora, sus referencias eran más bien ges- tuales y poco directas. Hizo una pausa larga, que los comensales aprovecharon para vaciar sus co- pas otra vez y llenar algo más los estómagos. La señora comía poco, apenas hablaba y sólo mos-
  • 34. José Luis Lobo Moriche 34 traba cara gozosa cuando el obispo aparcaba los cubiertos encima de la mesa y retomaba la pa- labra. Para mí, la cena se estaba convirtiendo en un martirio; y, entre sufrimiento y sufrimiento, me preguntaba si a don José María algún día lo pu- dieran beatificar. Si los miembros del tribunal, en el proceso de la beatificación, no tuvieran en cuenta su participación indecorosa y vil en Cor- tialacer..., a él que había sido un verdugo deberían de presentarlo como una víctima, pero ¿mártir de qué? Posiblemente, lo señalarían como modelo de la verdad, de la prudencia y de la templanza; para probar sus bondades, contarían con los tes- timonios falsos de estos comensales; pero, ¿quién se prestaría a pecar tan gravemente? ¡Dios mío, yo no, sé que no representas la e- jemplificación de la ira!, ¡tú, eres amor! En cam- bio, tu ministro participaba en decenas de fusila- mientos abusando de tu bondad para, según ese pecador, abrirles a los condenados las puertas de tu gloria. Sólo Tú sabes si ese sacerdote militari- zado creyó que, dándoles el tiro de gracia, los a- justiciados tendrían un juicio divino más rápido. La luz de la verdad tardará aún algunos años en aclarar la maraña de mentiras y las aberraciones cometidas por estas mentes obcecadas. No dejó que dedicara mucho tiempo a elucu- braciones, elevó el tono de voz con casi un grito
  • 35. El cura rojo 35 que provocó que mi cuerpo respondiera con una sacudida nerviosa al oír la palabra "sacerdote". "¡Tú, Heriberto, hiciste republicanos a muchos niños de aquella generación. Sembraste las semi- llas de la impiedad..., crecieron ateos y se com- portaron como bestias inmundas durante los días del terror rojo. Fuiste incapaz de cortar los brotes de la barbarie que crecían incontrolados en con- tra de la religión católica. No sólo no diste un pa- so hacia adelante de apoyo a nuestra gloriosa cau- sa nacional, te mantuviste ciego ante un Dios que estaba presente en la Falange y en mi heroico Re- queté, un Padre nuestro que nos ayudaría a aplas- tar las hordas marxistas. Te apartaste del sentido religioso con que comprometimos nuestras vidas, no corriste a atajar los males de la patria ni a re- ducir a los enemigos de España, los contrincantes de Él!". "Yo, Monseñor, mantuve mi fe en la práctica de la religión". Estuve a punto de contradecirle, de entablar una disputa dialéctica que no hubiese llevado a buen final, preferí callar; pero mis pala- bras provocaron cierto desconcierto y nerviosis- mo en sus manos, hasta el punto que le dio un manotazo al salero que originó que la sal se des- parramara por la mantelería de lino que cubría la mesa. Tanto él como yo sabíamos que era una se- ñal de superstición y que suponía un mal agüero venidero. Entonces, abrí mi mente a las páginas de su crónica de la guerra que había escrito en
  • 36. José Luis Lobo Moriche 36 1936 en un cuaderno donde anotaba los informes que le daban muchos vecinos y militares sobre las personas de ideología de izquierda, un fichero de rojos que manejaba desde la sacristía. Cuando años después supe de aquel cuaderno escrito con su puño y letra, descubrí los crímenes en los que él tuvo cierta participación. En la pri- mera página tenía subrayado con tinta roja el nombre de don Ramón Sánchez, el farmacéutico de la población, hombre de buenas costumbres, que había adoptado una postura abierta ante la constitución republicana y las leyes más pro- gresistas. El subrayado en color rojo significaba que estaba señalado como un marxista, y tendría que pagar sus culpas en un paredón del cemen- terio municipal. También lo previno don Ramón, por ello huyó de Cortialacer horas antes de que las tropas fascistas llegaran. Tuvo la desgracia de caer enfermo a la semana de encontrarse huido en uno de los picachos que rodeaban su casa. Las milicias nacionales sabían de la poca destreza del farmacéutico para sobrevivir dentro de un medio hostil, y tuvieron controlada la calle donde daba su corral. Pocos detalles se conocen respecto a su detención, sólo se supo después que el capellán se interesó por su captura, y no por mostrar ante los demás las virtudes cristianas de la ayuda y del perdón. Estuvo presente en el interrogatorio del comandante militar y en el posterior ingreso en los calabozos municipales. Aquella madrugada de
  • 37. El cura rojo 37 agosto, el grupo de militares y civiles que decidía el destino de los hombres y mujeres detenidos no se reunió, había prisas por liquidar al hombre más liberal de Cortialacer. Fue el primer caso de fusilamiento ejemplar, que avisaba a los izquier- distas de que serían eliminadas no sólo las ideas contrarias al fascismo internacional, sino también los intelectuales que contribuyeron a difundir la doctrina marxista. No dudó don José María Salas de novelar a su antojo el asesinato de don Ramón y recoger en su crónica de la guerra los últimos instantes antes de ser fusilado. Narró que fue sacado de la cárcel a la una de la madrugada y montado en un camión militar junto a otros cincos condenados. El cape- llán también fue al cementerio en el mismo ca- mión, ya que sitúa el fusilamiento a la una y me- dia de la madrugada. Aunque fusilaron a seis iz- quierdistas, sólo se centra en la personalidad del farmacéutico. Da datos equivocados sobre la cor- ta edad, estado civil casado, padre de cuatro hijos, profesión... Intenta transmitir al lector faccioso que el fusilamiento era el final de una etapa equi- vocada emprendida en tiempos de la República; y que, como líder izquierdista, se dirigió a los pre- sentes en el cementerio después de haberse con- fesado y reconocer sus pecados políticos. El ca- pellán castrense le contestó en nombre de un Dios misericordioso que le había perdonado y
  • 38. José Luis Lobo Moriche 38 que, por tanto, recibía la absolución de sus peca- dos mortales. Incluso este obispo que ahora manda callar y que, según él, tiende la mano de la misericordia divina, concluyó la criminal escena presentando al farmacéutico como un jefe republicano que a- ceptaba la muerte, consolado porque en España unos militares valientes y comprometidos con la fe nacional se habían levantado contra aquellos políticos que estaban destruyendo la patria. ¡Con qué descaro este obispo transformaba unas accio- nes anticristianas en un sublime oficio religioso, sin pan ni vino para compartir, pero con el ofrecimiento al Ser Supremo de la sangre y las vidas de seis seres humanos! Muy lejana de la realidad es la somera des- cripción que hace del acto de los fusilamientos, no coincide en nada con los testimonios que la mujer del enterrador reveló, después de que fusi- laran a su marido. Contaba que los fusilamientos no los hacían en grupos numerosos, iban sacando del camión una pareja de condenados bien enso- gados que se resistían a morir, y que el forcejeo entre condenados y fusileros obligaba a que inter- viniesen decenas de soldados en las ejecuciones. Así que la serenidad ante el asesinato de la que nos habla el señor obispo es una más de sus men- tiras.
  • 39. El cura rojo 39 Había pronunciado la palabra "sacerdote" que temía que hiciera en referencia a mí; pero no me aludió sino que concatenó una serie de hechos protagonizados por él durante su epopeya militar. Esta vez evitó pronunciar el nombre de Cortia- lacer y situó la campaña militar por tierras de la Beturia celta y cercanas a la Lusitania, aunque los indeseables hechos protagonizados por alguien que fue nombrado obispo pudieron ocurrir en bastantes sitios de la España franquista. Hablaba de sacerdotes valerosos frente a otros que estaban cegados por las ideas bolcheviques. Sabía que con el latigazo de "rojo" se refería a mí, a quien pretendía humillar antes de otorgarme el perdón y autorizar a que ejerciese como coadju- tor en la parroquia. Finalmente, se presentó ante los asistentes como un héroe santo. Entre tantas aventuras bélicas se detuvo en va- nagloriarse de la persecución y aniquilamiento de los diez hombres que formaban parte de la inci- piente logia masónica "La Gratitud". En el cua- dernillo donde anotaba sus apreciaciones de los hechos más relevantes ocurridos en el pueblo, y que después le sirvieron de base para escribir su crónica de la guerra, señaló en rojo uno por uno los nombres y apellidos, edad, profesión y los respectivos cargos de Venerable, Vigilantes de 1º y 2º grado, orador, secretario y tesorero que ocu- paban en la logia. Entre ellos también constaba don Ramón Sánchez, por entonces huido, que
  • 40. José Luis Lobo Moriche 40 tenía el grado de Venerable., y al margen de cada nombre escribió la palabra "peligroso", una mar- ca de condena a muerte. Con muchos bandazos en la narración, intenta, como pastor de la Iglesia, justificar lo que todos los vecinos de Cortialacer saben y callan: que nueve de los diez masones fueron asesinados sin juicio previo, y que alguien se inventó que habían planeado una fuga con el propósito de aniquilar- los cuanto antes. Algunos niños se acercaban a la reja de la cárcel que daba a una de las esquinas de la plaza cuando el tabernero Segismundo, de baja estatura y cojitranco, les llevaba un café y una torta de manteca durante los tres día en que los tuvieron encerrados en una habitación casi oscu- ra y con mucha humedad. Nadie ha podido ates- tiguar que los viera subir a un camión ni hacer el recorrido habitual hacia el cementerio. El simula- cro de huida fue preparado a conciencia con la intención de no dejar rastro del múltiple asesina- to. A la mañana siguiente de haberse efectuado los fusilamientos, corrió la falsa noticia de que, mientras las fuerzas militares los trasladaban a Huelva, se tiraron del camión. Nada más trascen- dió. Sus familiares, ante el temor de represalias, pocas pesquisas hicieron sino asumir un triste final. Frente a mí están seis hombres y una mujer sin piedad que se regocijan de que los frutos de la masonería quedaron vanos para fructificar. Esta
  • 41. El cura rojo 41 cena de hermandad, sin hierbas amargas ni cor- dero sacrificado, les resulta festiva y no sólo por el cenáculo elegido. A mí, este festín me parece una confesión múltiple, reveladora de muchos ac- tos criminales cometidos en el verano de 1936. En sus mentes estará la figura del enterrador José Soledad que arrojó los nueve cadáveres a una de las zanjas cavadas en el cementerio, el único testigo que podría aportar detalles de las muertes violentas; pero uno de los siete comensales o, quizás todos ellos, consentirían que el nombre de Soledad apareciera subrayado en rojo en el cua- dernillo de don José María Salas, y también fuera fusilado. ¿De qué pureza hablan mientras beben vinos espumosos y relatan las acciones de limpieza? Aún permanecían en filas las tropas rebeldes en las primeras calles de acceso al pueblo, cuando el capellán castrense ordenó a varios carlistas que buscaran una escalera alta, un martillo y un cincel. La primera fotografía que aparece en su crónica de guerra recoge el momento en que el propio cura fascista está encaramado en la escalera y mantiene las herramientas entre sus manos con el propósito de derribar el rótulo de la calle que los republicanos habían levantado en honor al farma- céutico don Ramón Sánchez. Estaban tan pletóricos hablando de la purifi- cación de las costumbres que el obispo, cargado ya de vino, levantó la copa y propuso a los pre-
  • 42. José Luis Lobo Moriche 42 sentes un brindis. Yo me sentía cohibido o quizás derrumbado ante la invitación. Cogí con miedo la copa que aún estaba llena y con ella tapé mis ojos lagrimados por tantas desvergüenzas. Las palabras del brindis supusieron repetidos pinchazos a mi alma: "Rindamos tributo y admi- ración a todos los compatriotas que lucharon con nosotros en la causa nacional. Nuestro único pensamiento entonces fue la España poderosa; hoy la contemplamos victoriosa, encaminada ha- cia el imperio de la unidad que nos marcó nuestra religión católica, un final limpio de criminales marxistas y de ateos. Aniquilada la plebe inculta que intentó destruir nuestros templos para siem- pre, aquellas fieras humanas yacen bajo los es- combros de sus barbaries; pero no olvidemos que la vida sigue siendo milicia..., ¡atentos a mante- nernos en la senda de la pureza! ¡Por nuestro cau- dillo, por nuestra España una, grande y libre! ¡Vi- va la España de Franco!". Retumbó en la bóveda del comedor una Es- paña ahuecada. Mantuve los ojos cerrados mien- tras que el maestro don Manuel daba tres vítores al obispo que sacudieron mi corazón otra vez. Descorchadas más de una decena de botellas de vino y las barrigas llenas, sabía que bajo la miel de sus palabrerías escondían la hiel de sus propó- sitos; que aquella bacanal terminaría en una lluvia de improperios hacia los hombres y mujeres que
  • 43. El cura rojo 43 aún consideraban sus enemigos, de que los co- mensales se sentirían eufóricos y querrían hablar a la vez. Así ocurrió, pero al reverendísimo don José María le daba igual o, quizás, no mantuviera el equilibrio físico ni mental necesarios para do- minar la algarabía surgida. La voz chillona de do- ña Matilde de Casasola clamando la presencia de los criados hizo que cayeran en la cuenta de que había que callarse, porque sendas abiertas no te- nían nada más que las que el señor obispo con- siderara. Yo, haciendo uso del refranero también, pensaba que a cada cual le olían bien sus ventosi- dades; pero mantenía la fe en que a sus soberbias siguiera pronto el arrepentimiento. De la cocina salieron en fila tres criados, ves- tidos con chaquetilla y mandil blanco, que lleva- ban en bandejas de plata los ofrecimientos que doña Matilde hacía al obispo y demás invitados. El sirviente que cerraba la fila iba dibujando cu- lebrillas con su cuerpo, síntoma de que había a- provechado la algarabía para catar los vinos que el ama tenía preparados de reserva. Debió de en- tusiasmarse con el caldo de más de una botella, porque el batacazo final que se dio fue coreado hasta por el propio obispo. Tanto él como yo sa- bíamos que esa caída, en el lenguaje de la supers- tición, significa que el mal agüero está llamando a la puerta..., y la del cenáculo estaba bien tran- queada con el fin de que ningún intruso pudiera molestar.
  • 44. José Luis Lobo Moriche 44 Estos hechos circenses restaban altura al ban- quete que la señora había preparado con la idea de que la cena de hermandad se asemejase a la or- ganizada en la antigüedad por el poeta Agatón; pero ni ella se parecía a una poetisa ni ninguno de los comensales era un filósofo. Hubo música ba- rroca de bienvenida interpretada por el sochantre de la iglesia parroquial acompañado por el orga- nista, bebidas y comidas en exceso, monólogos rancios, algún que otro personaje casi ebrio, a- dormecidos..., e incluso el obispo se hizo esperar. Salió de la iglesia después de finalizada la fun- ción de la confirmación e inició el camino hacia el cenáculo de forma parsimoniosa sobre una es- tera de juncos dispuesta sobre las calles del reco- rrido. En el umbral de una de las casas se percató de la figura de un hombre ya encorvado por la edad, desaliñado en su vestimenta, con la mirada extraviada y unas descuidadas barbas color ceni- za. El obispo sintió curiosidad, se acercó y le ten- dió la mano anillada con la intención de que se la besara. El anciano no hizo gesto de rehusar la mano, pero tampoco sintió deseos de besarla. Don Genaro Marín le dijo "Este señor es nuestro obispo que viene de visita pastoral al pueblo". El hombre ni se inmutó por la presentación, irguió un poco el cuerpo y dijo dirigiéndose al obispo "¿Usted sabe que yo no me voy a morir nunca?". No hubo contestación, don Eugenio Ruíz le su-
  • 45. El cura rojo 45 surró al oído que el pobre hombre no estaba en sus cabales. Tras la aparición de aquel anciano barbudo que se mostraba feliz al considerarse eterno y sin ne- cesidad de vasallaje, prosiguió la procesión y más adelante el cortejo efectuó una segunda parada. Esta vez el personaje estaba sentado sobre un taburete de enea en el zaguán de una casa. El maestro don Manuel intentó de persuadir al se- ñor obispo de que no se parara. Le insinuó que ese hombre había sido un rojo y que también es- taba chaveteado. Pero lo que había despertado su curiosidad eran los avíos que tenía dispuestos alrededor de él. Vestía un ropaje de color caqui que recordaba un uniforme militar de soldado en campaña, colgaba en bandolera un ancho correaje con dos hebillas, encima de su cabeza tenía colo- cada del revés una escupidera de porcelana blan- ca que semejaba un casco de guerra y asida de las manos una maleta de madera. Un familiar le co- municó al obispo que esa escena la repetía todos los días, que se llevaba estático las horas muertas, la mirada absorta y sin echarle cuenta a la chiqui- llería que iba a hacerle morisquetas. El reveren- dísimo don José María movió repetidamente la cabeza y se atrevió a preguntarle qué hacía allí. El hombre, que diez años después seguía sufriendo los efectos sicológicos de una guerra civil, le con- testó "¡Estoy esperando a que los fascistas ven- gan por los rojos!".
  • 46. José Luis Lobo Moriche 46 Aún hubo una tercera caída o episodio no de- seable para el cortejo. Ocurrió al pasar por delan- te de la taberna de Orteguita, donde a esas horas del atardecer suelen reunirse bastantes campesi- nos a tomar unos vasos de vino con altramuces. Permanecía cerrada por orden de la autoridad municipal, porque estaba mal visto que hubiese jaleo mientras el señor obispo hacía el recorrido, y además convenía que el vecindario quedara im- presionado por la majestuosidad de la procesión. Un campesino asiduo de la visita diaria a la ta- berna y que no estaba al tanto de la llegada del je- fe eclesiástico al pueblo preguntó al tabernero "¿Qué diantre pasa hoy que tienes cerrado y es- táis todos aquí fuera?". "¡Que viene ahí el obis- po!", le contestó Orteguita. "¿Y quién coño la ha mandado cerrar?". Desde la comitiva salió un vo- zarrón del teniente alcalde que acalló las inopor- tunas preguntas: "¡La han cerrado mis cojones!". Los doce quiquiriquíes de un gallo portugués saliendo de un extravagante reloj de madera indi- caban que comenzaba un nuevo día y que, per- dido ya el respeto a la presencia de un obispo, los comensales, que hasta ahora se habían comporta- do retraídos y dado todo el protagonismo a él, también necesitaban contar sus historietas. Aquel previsible intercambio narrativo vendría bien, pues no me obligaba a ser protagonista en ningún momento; pero el señor obispo era el jefe y quería dejar constancia de que allí el que tenía
  • 47. El cura rojo 47 los galones era él. Así que, cuando el alcalde o el capitán de la Guardia Civil iniciaba alguna de sus aventuras, ya estaba el mandamás eclesiástico con el brazo derecho levantado en actitud del santo Salvador. No necesitaba chillar como la señora de la casa para hacerse oír; una vez percatada la concurrencia de que el obispo había levantado el brazo, las voces iban cayéndose como las piezas del dominó. Entonces, se fingía un silencio mís- tico en el comedor, a la espera de que el señor de la cruz pectoral retomase la palabra. Y nunca me- jor dicho, porque para impresionarlos acariciaba la faz de Cristo y luego la besaba tres o cuatro veces con estudiado ceremonial. ¿Qué vendrá a decirnos ahora?, me preguntaba ante el temor de que el vino catalán hablase por él y emprendiese algún ataque visceral contra mí. Estaba cansado de aguantar tantas tropelías, notaba que mi cara era incapaz de esconder que no estaba a gusto entre tantos desvaríos. "¿Qué ha sido del barrio de las prostitutas?", fue la pregunta que dejó caer en el aire de un ce- náculo contaminado no sólo por los humos y el alcohol. ¡Vaya, por lo menos por un instante ha posado sus pies en la tierra y se preocupa de esas indefensas mujeres!, y sus palabras despertaron en mí cierto interés. Doña Matilde se sintió muy incómoda y enseñó sus vergüenzas retirando la mirada. Cogió la servilleta y se limpió la boca re- petidas veces; luego, mantuvo los ojos caídos y
  • 48. José Luis Lobo Moriche 48 abiertos sus oídos. De repente, se produjo un ex- traño murmullo, motivado quizás porque los pre- guntados eran habituales clientes de las doce o catorces prostitutas que practicaban el sexo co- brado en la calle Hendón. El alcalde miraba al ca- pitán, éste al maestro y así iban trasladando al si- guiente comensal la responsabilidad de contestar de forma comprometida. "¿Y el barrio de las prostitutas?, ¡habrá desapa- recido!, ¿no?", volvió a preguntar. El prolongado mutismo dejaba al descubierto la inmoralidad de los hombres que representaban la autoridad y las buenas costumbres, de las que el obispo se expla- yaba en sus intervenciones al considerar la moral sexual como el sedimento de las virtudes de la re- ligión católica, de la que todos habían sido defen- sores. "La calle Hendón sigue abierta", contestó el alcalde con una vocecilla muy apagada. El obis- po puso cara de sorprendido, y forzó con el sem- blante una situación incómoda. Vi una buena oportunidad para contradecir las ideas equivocadas y obsoletas de la Iglesia acerca de la moralidad. Quizás la señora no se percatase bien de mis intenciones, porque hizo una leve in- clinación de su cabeza como si me ofreciese el don de la palabra. No esperaba nadie que fuera yo quien estuviera a gusto con el tema de las prostitutas: "Monseñor, nada se ha hecho para que esas mujeres no vivan en las condiciones ex- tremas en que están. Cualquier cristiano de buena
  • 49. El cura rojo 49 fe se sentiría derrumbado si diese una vuelta por esa calle y comprobase la miseria y los atropellos que las prostitutas sufren". El obispo escuchó mis palabras con aparente atención y el alcalde, capitán y demás jerarcas pusieron caras de cir- cunstancias. No se entabló diálogo alguno, mis palabras se convirtieron en un monólogo para sordos. De- nuncié, si no públicamente, sí ante el responsable provincial de la Iglesia y las autoridades civiles y militares el caso en que una de las prostitutas ha- bía recibido una paliza por haberse negado a abrirles la puerta de su tugurio a varios señoritos. No tuve valor para señalar a dos de los presentes, que se ruborizaron con mis palabras. "Handón supone un antro de perversión. Los jóvenes se regocijan de algunas escenas vividas; pero en el fondo encierran un derrumbe moral: hijos que tienen que esconderse debajo de la ca- ma porque sus padres han sentido necesidad de descargar los apetitos sexuales en la mujer con quien un momento antes ellos mantenían una re- lación coital. Ni siquiera ha trascendido la noticia de que otra de las prostitutas fue apuñalada en una reyerta, y que desde los pueblos de la comar- ca vienen decenas de hombres en busca de un ali- vio corporal. Esas mujeres, Monseñor, apenas sa- ben deletrear sus nombres, pero están bautizadas, y poco o nada hacemos por ellas y por sus hijos".
  • 50. José Luis Lobo Moriche 50 No sé si a la mente de don José María Salas vi- no en esos instantes la figura larguirucha, con po- cas carnes y ojos saltones de la Rosquera o si chirriaba en sus oídos el llorisqueo del hijo enci- ma del camastro de palos mientras ella estaba siendo manoseada por don Eugenio Ruiz, el actual juez de paz, y que ahora lo tiene muy cerca de él simulando sorber un buche de vino. El te- ma de la prostitución sacado por el obispo hizo que bajara la tensión de autocomplacencia de los comensales, y ése no había sido el motivo de que doña Matide hubiese organizado un convite ex- traordinario. A ninguno de los asistentes le inte- resaban mis ideas ni menos mis propuestas de re- generación, que afectaban no sólo a las prostitu- tas sino también a las personas pudientes de Cor- tialacer. La señora desvió la atención del grupo hacia otros menesteres, astutamente le señaló al obispo un óleo pintado por ella y que representaba una estampa de la procesión celebrada el día de la pa- trona. La verdad es que no se le da mal el pincel a la anfitriona. La Virgen está encuadrada en el centro de la imagen, escoltada por dos filas de mujeres tocadas con mantilla blanca recogida con una peineta, todas visten de gloria procesional con una vela y un rosario en las manos. "¿Es obra suya?, ¡está muy bien!". "Monseñor, es un regalo que tengo para usted".
  • 51. El cura rojo 51 La habilidad de doña Matilde para desviar el tema de la conversación hacia las procesiones fructificó enseguida; pues una vez que los co- mensales se sintieron libres de acusaciones indi- rectas, se aturrullaban al contar las acciones de su fe mariana. Querían quedar ante el obispo como modelos de católicos devotos de los santos, vír- genes y del Cristo atado a una columna. Al tiem- po que vomitaban sus excesos de sentimentalis- mo, yo sentía rabia de que no se percataran de las verdaderas esencias del cristianismo, basadas en la sencillez, la mesura y, sobre todo, en el perdón y en cubrir las necesidades de los seres humanos en un mundo sin fronteras. Hablaban solamente de cargos: que si hermano mayor, que si camarera de la Virgen, o vestidor, capataz, costalero o cate- quista; y, mientras expresaban sus devociones, sa- caban y besaban las respectivas medallas de los santos preferidos. La última en referirse al fervor religioso fue Doña Matilde, y no lo hizo con la palabra, sino que se levantó del sillón y se dirigió a uno de los testeros del comedor que mantenía repleto de cuadros, estampas y pequeñas esculturas relativas a la vida y pasión de Cristo o a rememorar los milagros de su particular santoral. Se afanaba por mostrarse complaciente, risueña ante la atenta mirada del reverendísimo don José María y la for- zada de los demás comensales. Se enrolló contan- do dónde los adquirió, cuánto pagó, a qué escuela
  • 52. José Luis Lobo Moriche 52 pictórica pertenecían; pero fue incapaz de descu- brir el gran valor humano de muchos de los per- sonajes retratados o esculpidos. De nuevo sacó a relucir la figura retorcida del demonio derrotado bajo las armas de los combativos San Miguel o San Jorge, o nos presentaba a una Virgen de ma- dera sentada en un sillón con su hijo. Pero no nos hablaba de la humanidad del personaje, ni que representaba el mutuo amor entre una madre y un hijo, se quedaba en miradas banales y sin fondo. Para la señora, lo más reseñable era que la Virgen estaba tallada para ser vista desde abajo, y que era el motivo de situarla en una posición alta. El cuadro de la procesión religiosa me recordó cuando, en el verano de 1936, los siete, incluidos el obispo y la anfitriona, auspiciaron las humi- llantes procesiones con las mujeres izquierdistas. Acusaron de rojas a las esposas de los huidos y a las más liberales del pueblo, pasaron el listado a la señora que muestra con orgullo un santoral com- pleto en el comedor de su casa; luego, los manda- mases de Cortialacer se escondieron y dejaron el protagonismo a las mujeres de la moral católica, las perfectas casadas, las que siempre habían per- manecido recluidas en casa y que, entonces, fue- ron jaleadas para que ultrajasen el honor de las paseadas por ser rebeldes a una moralidad inven- tada por los golpistas que las obligaba a estar per- petuamente recluidas bajo la sumisión y la obe- diencia ciega al esposo.
  • 53. El cura rojo 53 Paseos, de muchas mujeres socialistas y com- prometidas con un cambio social, decididos por una señora que, antes del golpe militar de 1936, también amó las libertades, y que en 1949 venera pleitesía a un obispo que traiciona la palabra de Dios. Debería haber plasmado en óleo uno de aquellos paseos y compararlo con el cuadro rega- lado al homenajeado. Vería las similitudes y dife- rencias entre ambos. En su cuadro, se pasea a la patrona engalanada con un manto bordado en oro, escoltada por dos filas de mujeres bien ves- tidas y que lucen sus joyas más apreciadas. Qui- zás, durante la procesión, a la Virgen le entraran ganas de abandonar el frío desfile procesional y correr rápido al socorro de los muchos hijos de- samparados que hay en Cortialacer. En cambio, el paseo de mujeres ultrajadas en- cerraba sufrimientos, humillaciones y vejaciones a seres humanos de carne y hueso. No le temblaría el pulso a doña Mercedes al coger unas tijeras y cortarles a las izquierdistas los cabellos hasta de- jarles sus cabezas rapadas. Pero, como es sensible a las artes, cuidadosamente les salvaba un me- choncillo de pelo en el que lucieran un lazo con los colores de la patria. Después, les daría a beber no agua bendita, mejor buenos tragos de una pó- cima compuesta de aceite de ricino. No llevarían en las manos ni vela ni rosario, ni siquiera papel que absorbiera sus heces cuando el potingue hi- ciera efecto en plena carrera procesional. Les di-
  • 54. José Luis Lobo Moriche 54 ría que tendrían la gracia celestial de recorrer las calles más céntricas, y el honor de cantar las ple- garias fascistas. El capellán castrense las congra- ciaría al anunciarles que era un castigo del Su- premo, que debían asumirlo y dar gracias a la Providencia al ofrecerles la oportunidad de con- vertirse después en unas perfectas casadas. Igual que ella recoge en el cuadro, las mujeres humilladas irían en doble fila, una detrás de otra; pero no como las beatas que caminan separadas para exhibir las hechuras sino muy pegadas entre sí para tapar las señales del castigo. Tanto unas como otras pasarían por delante del cenáculo donde ahora siete facciosos gastan las horas de la madrugada en mantenerse alejados de Ti, Señor misericordioso. Pocos hombres serían los espectadores que desde la calzada levantada frente a esta casa a- plaudieron el paseo de las mujeres humilladas, u- nos porque estaban en el frente de guerra de- fendiendo esa clase de moralidad, otros porque yacían bajo los suelos del cementerio por opo- nerse y cientos de ausentes porque permanecían huidos como yo. La calzada estaba llena de mujeres enrabietadas que las insultaban con proclamas fascistas. Una procesión sin la Virgen, un paseo de mujeres hos- tigadas que tendrían la distinción, como Ella, de que detrás fuera la banda municipal marcándoles
  • 55. El cura rojo 55 musicalmente el paso. Hoy, decenas de mujeres paseadas han contemplado el cortejo obispal des- de la iglesia hasta el cenáculo. Les han visto las caras a aquellos inductores de sus vergüenzas conteniéndose la rabia, porque ellas continúan sin ser perfectas. Ninguna se ha rebelado al avistar el cortejo, se han comportado como cristianas que perdonan, y de ellas será el reino de Dios. La nota discordante la han puesto un padre y dos hijos a los que aún les hierve la sangre, tres miembros de una misma familia que perma- necieron huidos durante los tres años de la guerra civil, como yo. Al igual que hacen cuando, por delante de la casa donde habitan, desfila una pro- cesión o alguna comitiva municipal, sacaron una trompeta, un tambor y un saxofón. Al obispo y a su cortejo dedicaron dos canciones de esas que el franquismo dio por buenas para después de una guerra. Pasaba la comitiva en su caminar hacia el cenáculo, y en el interior de la casa sonaban los compases de una charanga. El jerarca, esta vez, no sintió atracción por los tres músicos ni por el repertorio, conocía bien la historia musical. Pre- cisamente, el padre participó como músico en el primer paseo de mujeres izquierdista, lo hizo o- bligado por el capellán castrense, tocando el sa- xofón detrás de su esposa rapada. La rebeldía que exteriorizó hacia los fascistas, después de la des- piadada humillación, le provocó que estuviera se-
  • 56. José Luis Lobo Moriche 56 ñalado en rojo. La huida con sus dos hijos le evi- tó males mayores. Varios altercados han ocurrido durante el cami- no desde la iglesia hasta la casa de la anfitriona, pero el señor obispo está más que acostumbrado a que el populacho, dice él, dé la nota discor- dante. Yo temía que muchos de los hijos de los hombres y mujeres que sufrieron las iras de los siete comensales boicotearan la cena y obligaran al capitán a que designara a varios guardias civiles para que escoltaran y protegieran al ilustre invi- tado. Me extrañé de que una mujer, que había sido prostituta, no estuviese a la puerta de la i- glesia esperando a que don Genaro Marín saliese acompañado del obispo para recordarles que ella iba en una de las filas de mujeres rapadas por cul- pa de quien hoy manda en Cortialacer. Su historia es muy conocida. Resulta que la prostituta Rosalía era muy bella; y el actual alcalde que, cuando sucedieron los hechos, en febrero de 1936, ya estaba alistado a las milicias falangistas, quiso mantener una relación sentimental con ella. Tendría sus motivos para rechazarlo. Rosalía su- friría meses después la venganza del jefe de la Falange. El canturreo del gallo portugués anunció a la concurrencia que se había iniciado la madrugada. Yo esperaba que la fiesta hubiese finalizado a una hora prudente, sobre las doce de la noche. Ni la
  • 57. El cura rojo 57 señora ni el obispo aludieron a que era el mo- mento de retirarse a descansar a los aposentos..., nadie miró el reloj. Supuse que el recorrido del calvario resultaría demasiado largo, no afloraban los bostezos que anuncian la llegada del sueño, y las bandejas con comida se renovaban continua- mente. Otro síntoma preocupante era el poco protagonismo que doña Matilde de Casasola ha- bía tenido hasta entonces; ella, que había sido una estrella de la nueva moral franquista durante la guerra civil, aún no había narrado sus aventuras ni había hecho aflorar la dureza de su pensa- miento. Igualmente, los restantes comensales ha- bían pasado desapercibidos hasta el momento, y a cada uno de ellos les llegaría no su sanmartín sino la hora de ensalzar sus loas patrióticas. El obispo también tendría mucho más que apunti- llar, y yo que sufrir. La señora nos recordó que la cena estaba resul- tando tan maravillosa como esperaba, que la no- che sería intensa y que tenía dispuestas las habi- taciones de los siete invitados. El obispo sabía que dormiría en la casa, pero los demás aceptaron el ofrecimiento por cortesía o por lo que fuera. ¡Ay, Dios mío!, ¿yo también? Siempre defendí que el infierno no existía, que fue un buen in- vento de algún avispado padre de la Iglesia como arma espiritual para dominar a los débiles y a- plastar a sus enemigos. Ahora estaba en dudas, juraría que los tormentos de Lucifer se quedaban
  • 58. José Luis Lobo Moriche 58 cortos en el sufrimiento que aún tendría que so- portar. Así que acepté con resignación la idea de que poco tenía yo que decidir. En estas fatales circunstancias sólo podía gastar las horas en re- flexionar sobre hechos teológicos o mundanos, pero difícilmente exponerlos. Entonces, se me vi- no a la imaginación la teoría de las dos espadas representadas en la cena por un hombre que en- carna el dominio espiritual, y un capitán de la Guardia Civil y un alcalde que representan el po- der temporal. Y en estas tonterías malgasté un buen rato. Doña Matilde recondujo el guirigay de entradas y salidas de los comensales al baño con una ex- clamación: "¡No hemos hablado de nuestros jó- venes!". Tuvo que repetir varias veces la frase pa- ra que los invitados se sentaran de nuevo. El o- bispo no tuvo necesidad de hacerlo, pues debe tener una voluminosa vejiga donde albergar tanto vino como había bebido sin urgirle vaciarla. Eso sí, le molestaba el vaho soporífero que despren- dían las hierbas quemadas, y le insinuó al ama que apagara el incensario, lo hizo con unos sua- ves movimientos de los dedos de las manos por delante de su nariz. Fue el alcalde quien primero recogió el guante de la anfitriona. Antes de hablar, incluso se le- vantó de la silla y mantuvo una postura erguida que resultaba artificiosa y chocante. Sólo el maes- tro don Manuel y doña Matilde estuvieron aten-
  • 59. El cura rojo 59 tos al inicio del inútil discurso. El obispo dedicó ese tiempo de mala oratoria a apurar la copa de vino, y los demás invitados siguieron el ejemplo. Pero el orador estaba ajeno a tanta indiferencia. Don Genaro se enorgullecía de que más de un centenar de muchachos formaban parte del Fren- te de Juventudes, y que los jóvenes no eran ya aquellos marxistas antisociales porque ellos los habían liberado de semejantes plagas. Aún retum- ban en mis oídos las palabras de odio y venganza que chocaban contra Ti, mi Dios: "Hemos levan- tado un campamento donde se formen los nue- vos hombres del mañana y continúen ensan- chando las sendas señaladas por nuestro caudillo con el fin de mantener vivos los principios de la grandeza nacional". Aguanté pacientemente al escuchar que el campamento era un lugar santo y de oración, un nuevo templo de culto a Dios y un servicio in- conmensurable a la patria. Terminada su apología fascista, carente de los más elementales principios del cristianismo, fue don Eugenio quien salió al paso de la general apatía con un fuerte aplauso: "¡Bravo, bien dicho, que se enteren los rusos de una puta vez!, perdón, ¡que se enteren los rusos de una vez". Al igual que el efecto de simpatía produce en las detonaciones, los comensales que estaban en otras guisas se fueron sumando con ti- bios aplausos. Otra vez, la fe a Cristo mal inter- pretada, incluso por uno de sus jefes.
  • 60. José Luis Lobo Moriche 60 Tenía necesidad de exponer mis ideas sobre la verdadera conducta cristiana, de debatir sobre el estancamiento, mejor retroceso, de la Iglesia. Quise abrirles los ojos a los seis hombres y una mujer que los tienen cegados. Repetí dos o tres veces seguidas la frase "La moral, la moral...", pe- ro pensé enseguida que poco iba a conseguir. Es- taba obligado a enfrentarme al grupo de retrógra- dos, aunque perdiera la batalla; pero desistí de hacerlo, y me refugié mentalmente en el derrum- be que habían provocado en la juventud y que, en 1949, aún persistía. Cerré los ojos e imaginé que, de repente, apa- recieron sentados en otra mesa frente a ellos los seis muchachillos a los que se les había ocurrido la lúdica idea de jugar un partido de fútbol con lo poco que quedaba de la cabeza de uno de los santos destrozados tras el asalto que sufrieron los tres templos de Cortialacer. Se mostraban como espectros fantasmales que les hurgaban las entra- ñas a los dos hombres que ahora tenían sus estó- magos casi repletos de buenas viandas y caros vi- nos, instándoles a que se les revolviesen las tripas llenas de reconcomios al contemplar a las vícti- mas con el mismo físico de entonces. "¡Sí, soy yo, el niño que visteis dar patadas a una pelota casi redonda de madera!", les dijo un chiquillo de unos dieciséis años de edad al obispo y al alcalde, señalándoles con uno de sus dedos. "Dijisteis, recordadlo bien si estáis decididos a
  • 61. El cura rojo 61 confesar vuestras culpas, que estábamos martiri- zando al santo Sebastián y que el partido era un grave pecado mortal que nos arrastraría hasta las calderas de Pedro Botero, allá en el infierno. Os presentasteis como si ejercieseis de juez arbitral, decidiendo que el encuentro entre seis amigos había finalizado. Aquí estamos frente a vosotros con el deseo de contaros cuál fue el resultado del partido. Lla- masteis a las fuerzas del desorden, a unos civiles y militares que se habían rebelado contra la cons- titución, la primera ley de leyes que nuestros pa- dres se habían dado. De principio, nos parecía que nuestro desmadre se quedaría en los suce- sivos vergazos que nos distéis..., que con una re- primenda a nuestros padres bastaría. A mi casa no fuisteis enseguida porque sabíais ya que mi pa- dre había huido. Recordad que aquella madruga- da los falangistas que os acompañaban golpea- ron a la puerta de mi casa, y que mi madre rom- pió a llorar cuando gritó que me vistiera. "¡Anda, vente con nosotros, que te vamos a dar a ti pa- tadas a los santos!", amenazó uno de vuestros fa- langistas delante de mi madre, que sólo os su- plicaba "¡Por Dios, no!, ¡a mi hijo, no!". En el ayuntamiento no hubo preguntas, el carcelero abrió la cancela de un oscuro y húmedo calabozo con el objeto de que allí pasara la noche angustiado y lloroso, como cualquier niño que sea maltratado. Durante tres días y tres noches
  • 62. José Luis Lobo Moriche 62 me consolaron las caricias y las historias per- sonales que me contaron dos hombres que te- níais encerrados, esperanzados en vivir y en que no abrierais la puerta de la cárcel para que no pudiese entrar la muerte vengativa. Ellos me con- tagiaron su entereza, y poco a poco me fortale- cieron, incluso cuando se despidieron de mí antes de que los subierais a un camión. Visteis cómo se me abrazaron, recordad las palabras que me en- tregaron para que yo se las devolviese a sus fami- liares. No se me han olvidado, ni tampoco el reloj que uno de ellos me regaló. Éste es aquel reloj, ni de oro ni de plata. Fijaros que está parado a las dos de la madrugada. Desde entonces nadie le ha vuelto a dar cuerda. Dádsela vosotros si tenéis el don milagroso de devolverles las vidas de nuevo. Satisfechos de sangre, seis días después, me de- jasteis salir del calabozo. Dijisteis que habíais mostrado compasión hacia los llantos de mi ma- dre, sabed que todo fue una pura mentira. Pla- neasteis alargar mi agonía, dejarme dos años en libertad vigilada hasta que cumpliera la mayoría de edad. Luego, no hubo piedad alguna a las sú- plicas de una mujer rota por la amargura. Yo era hijo de un padre rojo a quien no teníais a tiro, la pieza esperada para colmar vuestra sed de ven- ganza. Al lado están mis cinco compañeros, los re- conocéis, ¿verdad? Cada uno recorrió su propio calvario, el camino penoso que vosotros tra-
  • 63. El cura rojo 63 zasteis de antemano. A algunos de ellos los en- viasteis a un patronato primero; pero como aque- llas cárceles de la moral franquista eran exclusiva- mente para mujeres adolescentes, tuvieron el pri- vilegio -según vosotros- de conocer varios pena- les. Crecieron desde entonces marcados con una cruz en rojo por haber jugado un partidillo en una de las plazas". Rememorar las terribles consecuencias del jue- go de unos niños con un trozo de madera al que los fascistas consideraban parte de Dios, sirvió para olvidarme durante un buen rato de mi situa- ción angustiosa entre seis hombres y una mujer defensores de una moralidad muy distante de mí. La voz chillona de doña Matilde de Casasola, intentando que se le oyera, me sacó del ensimis- mamiento. Permanecía de pie, sobre uno de los peldaños de una escalerilla que conduce a un se- gundo piso del comedor. Esta vez le costó mayor esfuerzo acallar la bulla existente en el cenáculo. "Quiero que me escuchéis..., de esta inolvidable cena debe quedar constancia histórica. Fuimos en su día soldados de la patria y de Dios. Escribimos páginas perennes de nuestro valor guerrero al ha- ber superado los tormentos que habíamos pasado durante los días de dominio rojo. Pero al final re- cogimos el triunfo aplastante sobre la barbarie de unos hombres y mujeres emponzoñados por el veneno marxista. No quedó viva ninguna de las hordas. Hoy continuamos, como dice nuestro je-
  • 64. José Luis Lobo Moriche 64 fe espiritual, atentos a que apreciemos que la vida sigue siendo milicia al servicio de la patria, de la religión y de Dios. Os propongo que una de las calles principales de Cortialacer, del que hasta su clima es gloria celestial porque es altura a la som- bra de sus montes donde los altos picachos bus- can encontrarse con Dios, propongo digo, que el nombre de nuestro reverendísimo obispo, que siempre nos muestra sus grandezas, sea corres- pondido con una calle. ¡Viva Monseñor don José María Salas! ¡Que el Señor lo tenga muchos años entre nosotros!". Hubo una sucesión de vivas que cada vez alcanzaban más intensidad. El ministro de Dios con galón de obispo hizo tres reveren- cias a la concurrencia como prueba de que se sentía entusiasmado con que una calle de Cortia- lacer llevase su nombre. No pronunció discurso de contestación al estilo de los académicos. Bebió unos sorbos de su copa y contempló la cara plácida de la anfitriona. Lue- go, a cada uno de los comensales le correspondió con una leve reverencia y un beso a la cruz pecto- ral. Cuando su mirada llegó a mí, ni me regaló re- verencia ni beso alguno. Detuvo con fijeza el mi- ramiento, esperando a que yo bajara los ojos y mostrara una señal de sumisión mayor que los demás. No lo hice, durante los eternos segundos que duró su provocación le exterioricé en silencio el rechazo a su historial.
  • 65. El cura rojo 65 Quiso el homenajeado justificar sus méritos de ser merecedor de tal gentileza. A la señora le vino muy bien que tomara la palabra y avivase una ce- na que no tenía un final. Las caras de los comen- sales empezaban a denotar que se habían excedi- do al descorchar más botellas de vino de la cuen- ta; pero, al tomar él la palabra, sus rostros se se- renaron. Yo desconfiaba de que tal serenidad les hubiese surgido de repente. No percibí que hu- biesen tomado algún bebistrajo especial que o- brara el milagro corporal, pero sorprendente- mente eran ahora hombres menos adormecidos. Doña Matilde, en cambio, se comportaba igual de impertérrita. Casi todo el discurso trató sobre la militari- zación de lo religioso. Recordó las misas celebra- das en la plaza escoltado por cuatro requetés que hacían guardia a Dios con los fusiles apuntando al cielo mientras él consagraba. Otra vez repitió que la vida es milicia, y enmarcó su nombre junto a los de los cabos, comandantes y demás militares franquistas que habían reemplazado del callejero a la jerga marxista. Evitó la imagen ya conocida de él subido en una escalera arrancando los rótu- los alusivos a la libertad. A medida que recordaba sus gestas, reforzaba, no sé si consciente o in- conscientemente, la idea de un Dios tirano, des- tructor, y guerrero al estilo del dios pagano Mar- tes. Llegó a decir que los soldados franquistas tenían al Señor a su lado, que él los vio decenas
  • 66. José Luis Lobo Moriche 66 de veces cómo flotaban las balas de sus cananas con las medallas de los santos más venerados, y que más de diez medallones de la Inmaculada habían detenido los traicioneros proyectiles de los rojos. Su discurso se hizo palabrería cuando relataba el fragor de los combates, las palabras sa- lían de su boca como las municiones de una ame- tralladora, tan a prisas que llegó a engolliparse. La señora, que siempre estuvo ducha en el socorro al soldado caído, llenó un vaso con agua y dio de beber al engollipado. Agua milagrosa tuvo que ser, pues retomó el alegato bélico con más ímpe- tu aún y, sin venir a cuento, recordó que él había sido siempre un fascista al estilo italiano. Yo no esperaba que en la cena se compartiera el pan y el vino como hizo Jesucristo. Cada invi- tado comía en plato individual y la referencia al vino en común se hacía sólo en los brindis con copa alzada. Casi todas las promesas y dedicato- rias coincidían con cada salida del gallo portu- gués. Hacía un rato que ya había anunciado que eran las dos de la madrugada, y el obispo seguía advirtiendo de que siempre hubo un Judas trai- cionero en los cenáculos. Mientras tanto, Don Manuel tenía dificultades para mantener la cabeza vertical y a otros comensales les rebosaba una sa- livilla espumosa por la comisura de los labios; y al obispo se le notaba que había hablado en dema- sía, y que a esas altas horas se le apetecía adorar la llegada del sueño mientras otros contaban sus
  • 67. El cura rojo 67 batallas. Así se lo debió de comunicar a la anfi- triona en voz baja. Como ella mantenía aún sus ojos desparrama- dos y sabía que los demás contertulios tenían po- co que decir, asumió el protagonismo en la cena con el fin de mantener la tensión necesaria hasta alcanzar la hora de la salida del sol. Yo no conser- vaba la entereza suficiente para tragarme sus im- becilidades sobre la moralidad franquista, así que mentalmente me entretuve en presentarla ante los comensales, simulando como si ellos no hubiesen compartido con ella las mismas atrocidades. La señora no siempre estuvo con el Dios de la Falange, pero terminó colaborando con aquellos que querían acabar con la simiente del mal que se había incrustado en muchas entrañas maternas. Sus padres le habían inculcado el amor a la lectu- ra, las ideas de la tolerancia hacia las personas que pensaban y actuaban de forma diferente, a valo- rar la libertad..., y con ese compromiso liberal lu- charon sus progenitores hasta el día en que les llegó el exilio. La niña que ella había sido no a- compañó a los apátridas hasta Méjico, se convir- tió en una joven fascista que pronto destacaría por sus dotes de mando e intolerancia. Dejó de leer los libros del pensamiento progresista en la biblioteca republicana, y llenó la suya de libracos referidos al fascismo italiano. Ese giro en la inter- pretación del mundo de las ideas y de los com-
  • 68. José Luis Lobo Moriche 68 portamientos le serviría para no ser señalada co- mo hija de rojos. Doña Matilde de Casasola estaba dotada de ca- pacidades para el mando que fructificaron ense- guida al convertirse en una fascista y alcanzar la gloria personal de que fuera designada jefa de la Falange Femenina. Los mandos militares rebeldes pusieron en sus manos la formación de la mujer fascista, el ideal a seguir por todas ellas y el obli- gado auxilio en la retaguardia. Siempre se preo- cupó por que su presencia impactara a los demás, y no me refiero únicamente a la figura esbelta y garbosa que aún muestra. Recuerdo sus llegadas a la plaza del ayuntamiento conduciendo un coche de esos que llamaban americanos. Acostumbraba acompañarse de un cigarrillo e ir con la melena suelta. Había sido la única mujer del pueblo que fumaba y conducía el coche de su papá. Por en- tonces no se consideraba una criatura creada por Dios ni cuidaba el modo de hablar ni de caminar delante de los hombres. Vestía, sin temores, una falda de cuadros vivos por encima de las rodillas, que le dejaba al descubierto el inicio de sus mus- los; y el vestido se abría en un atrevido escote que ofrecía la canalilla de sus pechos. Pronto entrelazó su vida con un hombre poco liberal y empezó a asumir que tenía que transfor- marse en una perfecta casada. Cambió la valora- ción de la mujer libre de ataduras sociales por a- sumir que ella habría de amar al esposo sopor-
  • 69. El cura rojo 69 tando sus apetitos, detestaría las modas indignas, y el verano nunca más sería para ella el invierno de su alma. Dicen por el pueblo que, cuando los falangistas asesinaron a don Ramón y se apropiaron de su Packar, se paseó por la plaza, calles y paseos con- duciendo el auto robado. Iba sola, ataviada de jefa de la Falange Femenina. Se paró en el ayun- tamiento y también en las dos cárceles de mujeres que ella había habilitado en dos locales de la pla- za. Representaba la excepción, la única mujer que no había sido marginada por el nuevo poder, sino escogida para que hiciera cumplir el discurso e- clesiástico que don José María Salas le encargó, u- nas obligaciones dedicadas exclusivamente a las mujeres. A las izquierdistas encarceladas les recal- caría que eran agentes del pecado y que ella re- presentaba la salvación, olvidándose de que du- rante la República acostumbraba a bañarse, junto a las mujeres más progresistas de Cortialacer, en el riachuelo que riega las vegas que miran al po- niente. La señora seguía mostrando dotes de buena co- municadora, se la veía segura, hasta el extremo de que el obispo se quedó fijo en su semblante, una mezcla de fuerza combativa terrenal y de una fal- sa espiritualidad. Llegó a conseguir que los co- mensales dejaran sus copas y tenedores quietos encima de la mesa, y que don José María Salas mantuviera los ojos fijos en el cuerpo grácil de la
  • 70. José Luis Lobo Moriche 70 oradora. Quizás el embobamiento del obispo es- tuviese basado más en el deseo suyo de imitar el yo heroico de doña Matilde, cuando él predicara desde un púlpito, que en el contenido del discur- so. Quedó seducido por el poco uso que hacía de palabras comodines y de repeticiones. En cam- bio, a los demás comensales les conmovía la tea- tralización que estaba desplegando hasta haber conseguido un espectáculo en vivo destinado a un reducido público seleccionado de antemano, una tragicomedia en forma de monólogo y repre- sentada en un teatro llamado cenáculo. Me entretuve en analizar el tipo de retórica fas- cista, una cultura literaria del alma de una pala- brería que tuvo a sus órdenes a cientos de mu- jeres vestidas con falda y camisa azul. Empezó a chocarme que usase un tipo de oratoria que no estaba muy alejada de la que siempre se ha uti- lizado en los sermones sagrados. La forma del discurso era pasión hecha palabra. Incluso se re- fugiaba constantemente en el mito del sacrificio que los presentes habían hecho por la defensa de una España caída en el pecado marxista. Presen- taba a los invitados como seis salvadores, los hi- jos de la patria recuperada; mientras que los rojos eran los traidores, los enemigos de España que habían sido los responsables de la muerte de Cristo. Manejaba con destreza el eje de los con- trarios, la euforia frente a la disforia, y repetía la palabra "sangre" con la que ella estaba dispuesta a
  • 71. El cura rojo 71 morir por salvar a España otra vez. Mezclaba los conceptos más trillados de fuego, cólera, orden sagrado, milicia guerrera y cristiana..., y con esos ingredientes cocinaba un discurso descaminado de la palabra de Dios. En ningún instante perma- necía estática en el umbralillo desde donde ha- blaba, se movía con pasos artificiosos y pensados con el fin de conmover a los oyentes. La pasión se hacía metáfora en su boca. Un fanatismo reli- gioso que trasladaba habilidosamente al discurso. La grandilocuencia provocaba el deleite entre los conmovidos comensales, que parecían haber des- pertado del letargo en que se encontraban sumi- dos unos minutos antes de que el ama tomase la palabra. A medida que los invitados estaban más embebidos de sus soflamas; ella, percibiendo que era el centro de la atención, exageraba los gestos y se olvidaba de las miradas precisas. Fue entonces cuando cruzó la suya con la mía, y de repente perdió la teatralidad. Quizás inter- pretara que, con mi encaro, yo la acusaba de falta de sinceridad consigo y con los demás. No sé si le vinieron las imágenes de una confesión que tu- vo conmigo un año antes de que le sedujese el fascismo al modo italiano. No pretendo plasmar sus infidelidades al esposo en tiempos en que aún no se había revestido de azul, fue secreto de con- fesión. Hablaba y convencía a los oyentes; pero, al i- gual que los demás comensales, se mantenía inca-
  • 72. José Luis Lobo Moriche 72 paz de reflexionar sobre las consecuencias de las atrocidades cometidas en 1936. Han pasado trece años y siguen sin arrepentirse de haberse incor- porado de lleno a la maquinaria fascista que los militares rebeldes pusieron en marcha. Tanto ella como el obispo han narrado hechos que consi- deran heroicos, pero no han aportado ningún ra- zonamiento que soporte las descabelladas accio- nes que denominan sagradas. Seguramente, algún día los seis hombres y una mujer, que se presen- tan seguros de sí mismo y morales por haber cumplido la santa misión de salvar a España, se tiren los platos unos contra otros. Se echarán las culpas entre sí cuando ya mayores estén sentados alrededor de un velador en el casino y comprue- ben que la historia ha ridiculizado casi todas sus conductas. Mientras tanto, a doña Matilde no le ha llegado aún el día en que se sienta atormen- tada por las voces de ultratumba llamando a la puerta de su conciencia. Mis reflexiones sobre los doscientos asesinatos de izquierdistas cometidos en Cortialacer durante la guerra civil me provocaban bastantes dudas sobre las motivaciones, al saber que los seis hom- bres y una mujer se comportan actualmente en la vida vecinal de una manera semejante a la de mi familia. Mientras la anfitriona teatralizaba su idea- rio fascista, yo estaba intentando reflexionar so- bre las causas de tanto fervor. Posiblemente esa fuera la diferencia, son incapaces de oponer ideas
  • 73. El cura rojo 73 diferentes, de liberarse de la homogenización a que fueron sometidos por la maquinaria fascista que estaba iniciando la conquista de Europa. Le- yeron algunos libracos sobre el fascismo italiano, pero sin juicio crítico. Entonces, fueron presa fá- cil de la manipulación al no ejercitar la facultad de la reflexión. Si de joven hubiesen leído a Platón, tal vez se hubiesen planteado la falta de morali- dad en sus actos y habrían llegado a la conclusión de que no podían enrolarse en un movimiento golpista que acarrearía unas consecuencias catas- tróficas. Mis meditaciones se iban concatenando una tras otra, hasta el punto en que me planteé si los seis hombres y una mujer serían, durante los años en que ocuparon cargos en la burocracia franquista, unos fascistas convencidos o simple- mente actuaban mecánicamente y cumplían ob- cecadamente las órdenes de sus jerarcas. En 1949, sólo constituyen un puñado de mili- tantes dispuestos a darlo todo por la patria, sin ser conscientes de las consecuencias que se deri- varían otra vez de sus comportamientos. El ama seguía empleando las argucias que el fascismo in- ternacional le había inculcado. No obstante, al ca- bo de diez años desde el final de la guerra civil, nunca los había visto juntos en ningún acto pú- blico celebrado en Cortialacer. Quizás esta cena represente el final de sus mentiras. Se acostum- braron a demonizar a una parte de los conveci- nos, y llegaron a practicar la tortura e incluso se